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El Espíritu Santo no cabe en ninguna estadística, en ningún análisis sociológico; y a la vez, está presente en las acciones de tantos hombres y mujeres que “renuevan la faz de la tierra”
¿Cómo habrían titulado sus artículos unos supuestos corresponsales que estuvieran a la espera de noticias, aquellos días en Jerusalén? “Un grupo de desconocidos alborotan la ciudad santa”; “Fanáticos hablan de un muerto que ha resucitado”. “¿Cuánto durará el desconcierto ante unos cientos de exaltados?”.
Caben todas las hipótesis. Lo cierto es que, desde aquella mañana, Pentecostés sigue igual; continúa el desconcierto; continúan los alborotos; y del Resucitado seguimos hablando cientos, miles, millones, de personas; y lo hacemos serenamente, confiadamente, sin exaltación, llenos de gozo. Y se convierten gentes de Francia, de España, de Estados Unidos, de Australia, de Inglaterra; de Kenya; de Sudáfrica; de Japón, de Vietnam; de…
El Espíritu Santo no es noticia que quepa en ningún titular. Y a la vez sigue actuando en todos los rincones de la tierra. El Espíritu Santo no cabe en ninguna estadística, en ningún análisis sociológico; y a la vez, está presente en las acciones de tantos hombres y mujeres que “renuevan la faz de la tierra”. ¿Dónde se esconde?
Nietzsche se dio cuenta: «Todo cuanto se piensa, se escribe, se pinta, se compone y hasta lo que se edifica y se forma, pertenece a un arte con testigo. En este último hay que contar también con aquel aparente arte en monólogo que implica la fe en Dios, toda la lírica de la oración; pues para un hombre religioso no existe la soledad —este descubrimiento lo hemos hecho nosotros, los ateos—. No encuentro diferencia más profunda en la óptica total de un artista que ésta».
Siguen los obstáculos; continúan las sorpresas ante hombres y mujeres que hablan “otra lengua” en medio de gente que no eleva el corazón al cielo; que no ve más allá de la tumba, y que por tanto, tampoco quiere ver la tumba; de personas que no aman la vida, y por eso la matan antes de verla, y sin atreverse a mirarla a los ojos.
Y siguen sin dar respuesta a estas preguntas: ¿Dónde encuentran la fuerza los mártires? ¿Quién sostiene el ánimo de la madre en dolores de parto de su octavo hijo? ¿Quién da la conciencia —“responsabilidad” ante Dios— al médico defensor de la vida, al político que no vende su voto; al magistrado que juzga en conciencia?
Nietzsche se dio cuenta. El cristiano nunca está solo.
Y Benedicto XVI también se da cuenta: «El soplo de Dios es vida. Ahora, el Señor sopla en nuestra alma un nuevo aliento de vida, el Espíritu Santo, su más íntima esencia, y de este modo nos acoge en la familia de Dios. Con el Bautismo y la Confirmación se nos hace este don de modo específico, y con los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia se repite continuamente: el Señor sopla en nuestra alma un aliento de vida. Todos los Sacramentos, a su manera, comunican al hombre la vida divina, gracias al Espíritu Santo que opera en ellos».
La acción del Espíritu Santo no cabe en ninguna estadística, en ninguna encuesta. Algunos se atreven a negarla. Cualquier ser humano tiene libertad de vendarse los ojos, como Nietzsche, aunque se den cuenta de que el Resucitado sigue siendo anunciando en el mundo entero, por obra y gracia del Espíritu Santo.
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