Víctor García Toma

1.       Aspectos Generales

La persona humana es un ser de estructura física e individual, que se caracteriza por ser titular de los atributos de racionalidad, voluntad libre, espiritualidad y sociabilidad acorde con fines trascendentes para justificar y dar sentido a la existencia y coexistencia. En efecto, la persona humana cuenta copulativamente con una sustancia material (cabeza, tronco, extremidades), una composición pluricelular y un sistema de órganos (circulatorio, respiratorio, digestivo, endocrino, excretor, nervioso y locomotor), lo cual se ve acompañado de una capacidad de raciocinio para entender el mundo que lo rodea y conocerse en sí; autodeterminación para optar y elegir en torno a aquellos asuntos vinculados con su vida; amén de dotado de la capacidad de asumir emoción, pasión, creatividad; y de una sociabilidad que más allá de los fines de defensa apunta a acerar sus potencialidades en compañía de sus congéneres.

Se trata de una unidad independiente, única, distinguible y distinta a las demás; abierta a la experiencia cultural y ética de la belleza, la justicia, en un marco de ejercicio de la libertad y el intelecto. Dichos atributos le otorgan una identidad diferenciable y distinguible en relación a otros seres. Ello conlleva a reconocerle la esencia de aquello que permanece inmutable en este, con prescindencia del tiempo.

La persona humana ostenta la capacidad de tener conciencia de quién es y qué quiere ser. Se trata de un ser que existe en sí y no en otro; constituye “un fin en sí mismo”; por eso es que jamás puede ser utilizado como medio. La persona expresa una entera e indivisible realidad que reposa en sí misma; como tal posee un valor inestimable per se, de manera que todas las otras realidades que le circundan (Estado y Sociedad) se ordenan en pro de la perfección de sus potencias naturales. Dicha potencia existe por sí y para sí, conformando una realidad existencial y coexistencial única, irrepetible, acabada e inviolable.

Los atributos naturales del ser humano constituyen el fundamento de su dignidad. Por ellos alcanza la verdad de las cosas; tiene la oportunidad de optar por el bien; así como relacionarse tanto en pro de su propio como del común beneficio. De acuerdo con su naturaleza le corresponden determinados derechos básicos que son facultades o potestades sobre todo aquello que le es necesario para cumplir con su destino; es decir, para realizarse como ser humano. Por ende, cabe la exigencia ante sus congéneres y el Estado de ser sujeto de respeto y tuitividad. Por nacer de la calidad misma de ser miembros de la especie humana, estos derechos son exigibles ante la sociedad y el Estado, a efectos que cada uno de sus integrantes pueda alcanzar su plena y cabal realización. Los referidos atributos tienen una expresión formal inacabada y están en continuo desenvolvimiento social, cultural, político y jurídico, ante lo que constituye el modo de ser cabalmente humanos. Es decir, son consustánciales con la matriz ontológica o fundamentos del ser calificables como tales.

La doctrina señala que su existencia no depende de su otorgamiento o concesión plasmada en reglas político-jurídicas de convivencia. De allí que la necesidad de su reconocimiento y protección jurídica se ampara en la exigencia de conservar, desarrollar y perfeccionar al ser humano en el cumplimiento de sus fines de existencia y asociación. Y es que a través de ellos alcanza su integra personalidad; o sea, aluden al derecho de ser genuino y cabalmente hombres.

Dichas acciones deben convertirse necesariamente en “correas de transmisión” para que los seres humanos puedan vivir y convivir en condiciones consonantes con la dignidad que les es connatural, por el mero  hecho de ser tales.

2.       La dignidad de la persona y los derechos humanos

Esta alude a aquella calidad inherente a todos y cada uno de los miembros de la especie humana que no admite sustitución ni equivalencia; y que, por tal, es el sustento de los derechos que la Constitución y tratados internaciones protegen y auspician.

Van Wintrich [1] señala que la dignidad consiste en que la persona “como ente ético-espiritual puede por su propia naturaleza, consciente y libremente auto-determinarse, formarse y actuar sobre el mundo que lo rodea”. Así, se configura como un estado moral permanente e inescindible. Asimismo, Juan José Mosca y  Luis Pérez Aguirre exponen que dicha noción “concentra toda la experiencia ética de la humanidad, ya que ese núcleo emana y hacia él convergen todas las posibles variaciones del ethos humano” [2]. Los hombres poseen dignidad en virtud de su atributo de humanidad. Dicha noción plantea un elemento constitutivo del ser humano, mínimum, propio, inalienable e invulnerable, que todo ordenamiento constitucional está compelido históricamente a asegurar.

La dignidad conlleva el derecho irrefragable a un determinado modo de existir. Es indubitable que el ser humano goza de atributos básicos que le hacen capaz de organizar su vida interior y coexistencial de manera responsable. De allí que por efecto de su dignidad se le garantice el amplio desarrollo de su personalidad. Ello acarrea la potestad de convivir con sus congéneres bajo ciertas condiciones materias de vida. En ese contexto, el ser humano es per se portador de estima, custodia y apoyo heterónomo para su realización acorde con su condición humana.

La condición y calidad de ser una “persona humana” es supra e intangible. La dignidad que se desprende de su ser, es común a todos los miembros de la especie sin excepción alguna. La dignidad no se pierde como derecho, aún a pesar de la acreditación de una inconducta personal que derivase en la infracción de los atributos de los otros. Esta acompaña la vida del ser humano, por encima de los comportamientos deleznables asumidos en la sociedad.

Por ser ínsita a todo ser humano y exclusiva del mismo, ello se traduce en lo siguiente:

-         Capacidad de decidir libre y racionalmente.

-         Isonomía y homología intrínseca con todos los miembros de la especie humana.

-         Capacidad de determinar una identidad propia y forjadora de un proyecto de vida.

-         Exigencia de respeto, custodia, protección, tutividad, promoción y defensa a todas y cada una de las personas.

-         Exigencia de justificar la organización y funcionamiento de la sociedad y el Estado, en pro de la plena realización de sus miembros.

En esa perspectiva, la constitucionalización de dicho concepto genera las consecuencias siguientes:

-         El respeto de la dignidad humana legítima el ejercicio del poder político.

-         El respeto de la dignidad humana promociona la objetivización de una sociedad más justa.

-         La normativización constitucional de la dignidad impele a que desaparezcan las relaciones intrínsecamente atentatorias a la calidad y condición humana.

-         La normativización constitucional de la dignidad conlleva a que sea considerada como fuente de derecho y principio de política legislativa.

-         La declaración de su reconocimiento instaura el establecimiento de un criterio sumo, para la cobertura de las lagunas legislativas.   

-         Su incorporación en el texto constitucional sirve para sustentar el establecimiento del catálogo de derechos calificables como fundamentales.

-         Su consignación constitucional permite promover el perfeccionamiento legislativo de los derechos fundamentales y coadyuvar a la cabal interpretación de su sentido perceptivo.

Como principio rector de la actividad del Estado y la sociedad, guía y encauza todos los procesos co-existenciales. En ese sentido, dichas funciones se materializan en aspectos tales como:

          a)       La legitimación

El resguardo y promoción de la dignidad deviene en la razón de ser de la actividad del Estado y la sociedad. Por ende, es supeditante para calificar las acciones de estas. La dignidad al ordenar la organización, funcionamiento y metas de los referidos entes conlleva a que el poder político y las relaciones convivenciales solo tengan sentido y validez en tanto se sustenten en el resguardo y promoción de esta.

          b)       La realización

El resguardo y la promoción de la dignidad impone que el Estado y la sociedad traten a cada ser  humano como tal; y, que, en ese contexto, estos puedan cumplir a cabalidad sus propuestas y planes auto-determinativos; vale decir, que puedan diseñar, construir y alcanzar su propio proyecto de vida.

La defensa y promoción de la dignidad plantea que tanto en el marco de las relaciones estaduales o en las meramente sociales, se acredite la existencia de reglas de protección y fomento. Así tenemos lo siguiente:

-         Reglas preventivas. A través de ellas se encauzan las actividades del Estado y la sociedad en pro de la adopción de medidas a precisar, prever, impedir, evitar y eludir actos y hechos que puedan poner en peligro la defensa o promoción de la dignidad.

-         Reglas correctivas. A través de ellas se encauza las actividades del Estado y la sociedad en pro de la adopción de medidas destinadas a rectificar, subsanar o sancionar actos y hechos que afecten la defensa o promoción de la dignidad.

Dichas reglas, a su vez, comprenden los conceptos de totalidad e invariabilidad; esto es, perciben al ser humano en su quíntuple atributo de autodeterminación, racionalidad, corporalidad, espiritualidad y sociabilidad; así como trazan su condición de ser sui generis de manera permanente y perdurable. Estas no solo limitan y controlan al Estado y a la sociedad, sino que además los obligan a promover y crear las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que coadyuven el desarrollo de la persona humana.

La implicación de los conceptos dignidad humana y los derechos derivados de aquella, señala que su existencia como tal, no depende de su otorgamiento o concepción plasmada en reglas político-jurídicas de convivencia. Estos son universales ya que comprenden por igual a todos aquellos que comparten la condición de seres humanos; por ende, dotados de dignidad.

Por emanar de la calidad misma de ser miembros de la especie humana, son exigibles ante la sociedad y el Estado, a efectos que cada uno de sus integrantes pueda alcanzar su plena y cabal realización. De aquí que se dirijan a la persona per se. Estos derechos identitarios de la humanidad de la persona; per se calificables de básicos o fundamentales, tienen una expresión formal inacabada. En efecto, se encuentran adscritos a un continuo desenvolvimiento social, cultural, político y jurídico de lo que constituye el modo de ser cabalmente hombres. Es decir, son consustanciales con la matriz ontológica de aquellos.

La singularidad de estos derechos radica en que excluyen cualquier otro atributo adjetivo como la idiosincrasia, el sexo u otro hecho extraño y ajeno al de pertenecer categorialmente a esa peculiar especie de seres capaces de manifestar razón, deseo, esperanza, frustración, convicción o conciencia. Aún cuando sea aparentemente contradictorio, dicha condición humana es inalienable, pues, como dijera Ernesto Sábato “alberga tanto a un santo como a un torturador”.

La referencia a los derechos fundamentales lleva implícita la noción asociada de dignidad humana e  historia, ya que, de un lado, la primera exige que la sociedad y el Estado respeten la esfera de libertad, igualdad y desarrollo de la personalidad del hombre; y del otro, porque a través de los tiempos este “descubre” y posteriormente “normativiza” aquellas facultades que le sirven para asegurar las condiciones de una existencia y coexistencia cabalmente “humanas”. En efecto, tal como expresan Marcial Rubio Correa, Francisco Eguiguren Praeli y Enrique Bernales Ballesteros, el catálogo de dichos derechos “ha ido variando y, normalmente, se ha ido ampliando a lo largo de la evolución de la historia en función de los valores y principios políticos, ideológicos, morales y religiosos imperantes o predominantes en una realidad social histórica determinada” [3].

Rubén Hernández Valle señala que en perspectiva histórica se refieren a todas aquellas exigencias relacionadas con las necesidades de una vida digna; y que pueden o no encontrarse positivizados en  los diferentes ordenamientos jurídicos [4]. Esta visión supra-positiva condiciona la actividad del Estado y la sociedad a asumir la responsabilidad permanente e inexcusable de afirmar su plena verificación en la realidad. Por su parte, Pedro Nikken [5] señala que las actividades de los cuerpos sociales y políticos no pueden ser empleadas para su menoscabamiento arbitrario. Dichas acciones deben convertirse necesariamente en “correas de transmisión” para que los seres humanos puedan vivir y convivir en condiciones consonantes con la dignidad.

Esta cosmovisión se gesta a finales del siglo XVIII al impulso de las ideas de la Ilustración y su posterior inicio de concretización en la Revolución Francesa y Americana, así como de la lenta evolución del proto constitucionalismo medieval inglés; el mismo que alcanzara su pleno despliegue histórico-doctrinario en dicho período. Posteriormente, asumirá “Carta de Universalización” a raíz de la decisión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de titularizar las declaraciones, cartas y tratados multilaterales que hacen referencia a las facultades derivadas de la dignidad de la persona bajo la denominación de derechos humanos.

En puridad, la expresión “derechos humanos” es errada, ya que incurre en una tautología jurídica, puesto que se trata de una denominación repetitiva, en razón a que los derechos de por sí son “humanos”, al ser estos son los únicos sujetos titulares de derechos y deberes. Como bien sabemos, ni las plantas ni los animales ostentan titularidad sobre las prerrogativas jurídicas. Es oportuno destacar que históricamente la acuñación de dicha expresión correspondió al fraile Bartolomé de las Casas en su obra “De los hombres que se les ha hecho esclavos” (1552) -ello en el marco de la defensa a los indígenas de América Latina-.

Ahora bien, en el Derecho Constitucional se empleará el término de “derechos fundamentales”. Por ejemplo, José Víctor García Yzaguirre [6] consigna que el término “derecho fundamental” es una invención alemana del siglo XIX (“Grundrechte”), que aparece por primera vez en la Constitución de 1848 aprobada por la Asamblea Nacional en la Paulkirche de Frankfurt; la cual incorporó una sección de disposiciones bajo el título “Los Derechos Fundamentales del Pueblo Alemán”. Desde aquel tiempo a la actualidad, notamos la gran aceptación que ha obtenido al punto que ha pasado a formar parte del lenguaje común.

Los derechos fundamentales son definidos como aquella parte de los derechos humanos que se encuentran garantizados y tutelados expresa o implícitamente por el ordenamiento constitucional de un Estado en particular. Su denominación responde al carácter básico o esencial que estos tienen dentro del sistema jurídico instituido por el cuerpo político.

Rubén Hernández Valle expone que “son aquellos reconocidos y organizados por el Estado, por medio de  los cuales el hombre, en los diversos dominios de la vida social, escoge y realiza […] su comportamiento, dentro de los límites establecidos por el ordenamiento jurídico” [7].

Rafael Aguilera Portales [8] expone que “los derechos fundamentales son el pilar básico a través del cual debe ser interpretado todo ordenamiento jurídico [...]”. Esta expresión recoge binariamente una moralidad y juridicidad básicas, las cuales sustentan la razón de ser del cuerpo social y político en un espacio tiempo determinado. Asimismo, Luigi Ferrajoli señala que la precisión de su incorporación en la Constitución franquea la garantía de observancia de ciertas “prerrogativas no contingentes e inalterables” [9]. Por ende, son irreversibles ya que no puede desconocerse el deber de su defensa y promoción. Además, Pedro Nikken expone que tras dicho reconocimiento estatal, a la persona no se le puede despojar de su goce y ejercicio [10]. Más aún, en caso de que dicha situación se produjese, el derecho “desterrado” adquiere la calidad de derecho implícito; por ende, debe seguir siendo objeto de custodia por la jurisdicción constitucional.

Su incorporación en el derecho positivo estatal conlleva a lo siguiente:

a)       Que sean observados como derechos subjetivos que garantizan para  sustitulares un status de humanidad.

b)       Que se conviertan en una responsabilidad teleológica para el Estado.

c)       Que se constituyan en valores objetivos del orden jurídico; de allí que en ninguna relación jurídica quede la posibilidad de inobservarlos.

2.1.    Los derechos básicos de la persona y sus diferencias terminológicas

En el ámbito de las fuentes legislativas, jurisprudenciales y doctrinarias se alude a las expresiones derechos humanos, derechos fundamentales y derechos constitucionales. A efectos, de explicar sus diferencias conceptuales, veamos lo siguiente:

-         Los derechos humanos aparecen como expresión “formalizada” de reconocimiento y compromiso de respeto y promoción en los tratados internacionales.

          Se trata de atributos con carácter de universales, absolutos, inalienables e imprescriptibles; los cuales tienen su fundamento en la naturaleza humana. Por consiguiente, son anteriores y superiores a la existencia y voluntad del Estado.

Su reconocimiento en el marco de normas adscritas al derecho internacional público deja constancia de su validez plenaria más allá de las fronteras de un Estado, para alcanzar la atalaya de la comunidad planetaria.

-         Los derechos fundamentales alcanzan registro y exigibilidad de cumplimiento en los textos constitucionales.

Su denominación responde al hecho de encontrarse insertos y reconocido en el propio texto base de un Estado; empero, sujeto a un nivel de protección preferente y disímil a los reconocidos en el mero ámbito de la ley. Como refiere Bady Effio Arroyo [11], “los derechos fundamentales son los enunciados que representan la concreción contemporánea de la dignidad humana y están garantizados por la Constitución”. El referido autor sostiene a manera de distinción que los derechos humanos y los derechos fundamentales mantienen la misma esencia, significado y contenido respecto de la protección; recibiendo los segundos su reconocimiento y garantía de goce en el ordenamiento interno de un Estado; y los primeros en el ordenamiento internacional.

Asimismo, José Víctor García Yzaguirre [12] expone que Robert Alexy ha determinado las siguientes características de los derechos fundamentales:

a)       Gozan de máximo rango; es decir, son creación de la jurisprudencia constitucional que posee un grado de vinculatoriedad pleno o se encuentran consignados en textos con rango constitucional o superior, por lo que rigen como normas generales y superiores sobre el resto de las disposiciones.

b)       Poseen máxima fuerza jurídica; es decir, la lectura simbólicamente programática de los derechos fundamentales debe ser descartada, dado que tanto los fueros jurisdiccionales, organismos legislativos  y administrativos como los derivados de actos privados, deben observarlos, tutelarlos y promoverlos.

c)       Poseen grado de máxima importancia del objeto; es decir, no regulan cuestiones específicas e intrascendentes, sino que rigen para los elementos estructurales de la sociedad y el hombre (vida, libertad, propiedad, etc.).

d)       Poseen un máximo grado de indeterminación; es decir, la normativa es bastante escueta en cuanto a cuáles son los supuestos de hecho sobre los cuales han de aplicarse. En efecto, los derechos son lo que son en virtud de las técnicas de interpretación, lo cual les otorga la ductilidad necesaria para adaptarse a todo tiempo y circunstancia.

Ahora bien, Luis Castillo Córdova [13] señala también que no existe coincidencia plena entre las nociones derechos fundamentales y derechos constitucionales. Lo planteado ocurre cuando por una decisión del poder constituyente no todos los derechos constitucionales son derechos fundamentales. Es decir, cuando al interior de la Constitución se reconocen a la persona una serie de derechos y solo algunos de ellos son clasificados de “fundamentales”. En efecto, en el caso del texto constitucional español de 1978 –de tanta influencia en nuestro caso– se ha creado una clasificación entre derechos constitucionales fundamentales y derechos constitucionales no fundamentales.

Luis Castillo Córdova [14] expone que dicha disección al interior de dicho texto base genera el establecimiento de mecanismos de protección disímiles. Así, la acción de amparo, basada en los principios de preferencia y sumariedad, es ejecutable en pro de la defensa de los derechos fundamentales ante el Tribunal Constitucional; en tanto que las acciones ordinarias son ejercitables en pro de los derechos denominados no fundamentales ante el Poder Judicial. En este último caso son citables el derecho a contraer matrimonio, el derecho a la propiedad, el derecho a la herencia, el derecho a la salud, etc. En puridad la denominación de derechos constitucionales ha sido reservada para aquellas personas sujetas a ciertas funciones públicas; tales los casos de los jueces, fiscales, congresistas, etc.; y que como tales tienen ciertas facultades objeto de especial resguardo y promoción.

En el caso de nuestro país, la Constitución hace uso de la expresión derechos humanos en los artículos 14, 44, 56 inciso 1 y en la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución; emplea la expresión derechos fundamentales en los artículos 1, 2, 3, 32, 74, 137 inciso 2, 139 y 149; y utiliza la expresión derechos constitucionales en los artículos 23, 137 inciso 1, 162 y 200. En suma, emplea indistintamente expresiones de fuentes jurídicas diferentes.

Ante dicha situación el Tribunal Constitucional en su extendida jurisprudencia ha utilizado dichas expresiones con el carácter de sinónimos; vale decir, les ha asignado un significado equivalente. El reconocimiento de esta pluralidad de atribuciones, facultades, prerrogativas y potestades derivadas de la dignidad humana –lo que conlleva a la existencia y coexistencia social bajo la tutela de la libertad, igualdad y desarrollo de la personalidad– apareja la corresponsabilidad de su respeto y defensa. Ello se manifiesta en lo siguiente:

a)       El deber de hacer.

b)       El deber de abstenerse de hacer.

c)       El deber de otorgar o reconocer.

d)       La garantía que ofrece el Estado de reponer, hacer reparar y sancionar judicialmente la amenaza o violación de un derecho fundamental.

A manera de colofón, es dable advertir que las fuentes jurídicas de donde emanan dichos deberes pueden ser los tratados internacionales de los que un Estado forma parte, la Constitución, la costumbre y la jurisprudencia constitucional. Por ende, los derechos derivados de la dignidad –cualquiera que sea su denominación formal– son aquellos que se encuentran expresa o implícitamente reconocidos en las fuentes formales previstas en el ordenamiento jurídico de un Estado.

2.2.    La estructura de los derechos fundamentales

El Tribunal Constitucional, en el caso Manuel Anicama Hernández (Expediente N° 01471-2005-AA/TC), ha formulado una pluralidad de distinciones en torno a la estructura de los preceptos que contienen derechos fundamentales, a saber lo siguiente:

          2.2.1. Las disposiciones de un derecho fundamental

Estas deben ser entendidas como los textos o enunciados lingüísticos que formalizan un determinado precepto constitucional; vale decir, hacen referencia a la expresión escrita. En puridad se compone del conjunto de expresiones sintácticas –presentación ordenada de una pluralidad de palabras–; las cuales se presentan como una unidad estructural dotada de significación jurídica vía la realización de una tarea interpretativa.

          2.2.2. Las normas de un derecho fundamental

Estas deben ser entendidas como los sentidos interpretativos atribuibles a las disposiciones consignadas en la Constitución. Al respecto, Manuel Medina Guerrero señala que estas “hacen referencia al haz de garantías, facultades, y posibilidades de actuación –en conexión con el ámbito material que da nombre al derecho– que la Constitución reconoce inmediatamente a sus titulares” [15].

En buena cuenta, el derecho subjetivo –entendido como un interés individual reconocido y jurídicamente exigible– que aparece en la parte dispositiva, tiene como expresa Carlos Bernal Pulido “un elevado grado de indeterminación normativa” [16]; por lo que en consecuencia suele interpretársele con una multiplicidad de sentidos. Por ende, le corresponde al Tribunal Constitucional en su calidad de supremo intérprete de dicho texto, el uniformar y oficializar la proposición prescriptiva que ordena, prohíbe o permite algo.

José Víctor García Yzaguirre [17] señala que son el resultado de la actividad interpretativa. Expresan el conjunto de significados prescriptivos que el operador jurídico formula respecto a una disposición. Dicha lectura conduce a resultados proposicionales.

En suma, las disposiciones son sinónimo de formulación lingüística y las normas son el equivalente de significados prescriptivos obtenidos por la vía de la interpretación. En el primer caso hacemos referencia a oraciones gramaticales con sentido jurídico; en el segundo caso hacemos referencia al mandato descifrado por el hermeneuta constitucional.

          2.2.3. Las posiciones de derecho constitucional

Estas deben ser entendidas como las relaciones jurídicas que aparecen tras la determinación del mandato de una norma. Es decir, hace referencia a la conexión o enlace existente a los sujetos vinculados al cumplimiento de la norma. Carlos Bernal Pulido [18] señala que se trata de aquella relación jurídica compuesta por un sujeto activo, un sujeto pasivo y un objeto.

El sujeto activo o facultado es aquel que es titular de un derecho subjetivo. El sujeto pasivo u obligado es aquel que es titular de un deber subjetivo. En ese contexto, tras la exigencia de goce de un derecho por parte del sujeto activo, aparece conectivamente la responsabilidad de satisfacción de dicha petición con resguardo jurídico.

Ahora bien, el objeto de la posición implica en strictu sensu una prestación; vale decir, conlleva la realización de “algo” preestablecido en la norma. Ello, pues, tiende a satisfacer mediante una conducta de acción u omisión de una persona obligada el interés legitimado de una persona facultada para exigir su verificación práctica.

Carlos Bernal Pulido [19] ha clasificado las posiciones de la manera siguiente:

-         Posiciones de defensa. Estas tienen como sujeto activo o facultado a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo u obligado al Estado. Plantean una conducta de abstención estatal. En estas el sujeto activo le exige a un órgano u organismo estatal en su calidad de sujeto pasivo, el omitir o no realizar algo. Tal el caso de lo previsto en el apartado d) del numeral 24 del artículo 2 de la Constitución, que señala que “(...) Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley”.

-         Posiciones de prestación. Estas tienen como sujeto activo a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo al Estado u otra persona natural o jurídica. Plantean una conducta de acción. En estas el sujeto activo exige la realización de un determinado comportamiento. Tel caso de lo previsto en el artículo 17 de la Constitución que señala a favor de los escolares matriculados en centros de enseñanza pública que la educación sea ofrecida de manera gratuita; o el previsto en el artículo 28 en donde se dispone que el Estado fomente la negociación colectiva y promueva las formas de solución pacífica de los conflictos laborales.

-         Posiciones de garantías institucionales. Estas tienen como sujeto activo o facultado a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo u obligado al Estado u otra persona natural o jurídica. Plantean ya sea una conducta de abstención o prestación para resguardar el eficaz y eficiente funcionamiento de una institución jurídica consignada como importante para la realización del ser humano de manera expresa en la Constitución. Tal el caso, del matrimonio o la familia.

José Víctor García Yzaguirre [20] sobre este punto indica que constituyen las relaciones jurídicas existentes entre el titular de un derecho fundamental (sujeto activo), quien posee el derecho (objeto) de reclamar tanto al Estado o particulares (sujeto pasivo) el que observen una determinada conducta.

El sustento de una posición es la norma que creamos mediante la interpretación, lo cual significa que la legitimidad de nuestra exigencia o de aquello que nos exigen está condicionado a la validez en la adscripción de una revelación hermenéutica; es decir, si el objeto es propio o ajeno al derecho fundamental alegado.

2.3.    La eficacia de los derechos fundamentales

A partir de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal de Alemania se ha elaborado la tesis del efecto irradiador. Sobre esta, José Víctor García Yzaguirre [21] ha señalado que constituye la proyección hacia las disposiciones infra-constitucionales de la eficacia de la parte dogmática de la Constitución. Estos devienen como exigencias sustanciales para el ejercicio de cualquier derecho (limitación de derechos mediante la solución de conflictos) y para el ejercicio de competencias del Estado. En este horizonte, toda actividad privada y pública (incluso la función legislativa) deben debe ser efectuada acorde a los mismos e incluso deben realizar una obligatoria lectura sistemática de la normativa relevante para el área que van a ejecutar conforme a los derechos fundamentales.

En ese mismo sentido, Luis Prieto Sanchés [22] ha indicado que “los derechos fundamentales, quizás porque incorporan la moral pública de la modernidad que ya no flota sobre el derecho positivo, sino que ha emigrado resueltamente al interior de sus fronteras exhiben una extraordinaria fuerza expansiva que inunda, impregna o irradia sobre el conjunto del sistema; ya no disciplinan únicamente determinadas esferas públicas de relación entre el individuo y el poder, sino que se hacen operativos en todo tipo de relaciones jurídicas, de manera que bien puede decirse que no hay un problema medianamente serio que no encuentre respuesta o, cuando menos, orientación de sentido en la Constitución y en sus derechos.

Detrás de cada precepto legal, se avizora siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice; si puede expresarse así, el sistema queda saturado por los principios y derechos. Para explicarlo por vía de ejemplo, la mayor parte de los artículos del Código Civil protegen bien la autonomía de la voluntad, bien el sacrosanto derecho de propiedad, y ambos encuentran sin duda respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras consideraciones también constitucionales, como la llamada ‘función social’ de la propiedad, la exigencia de protección del medio ambiente, de promoción del bienestar general, el derecho  a la vivienda, y otros muchos principios o derechos que eventualmente pueden requerir una limitación de    la propiedad o de la autonomía de la voluntad.

La eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones de derecho privado, […] se funda en ese efecto de irradiación (Ausstrahlungwirkung) que es, a su vez, una consecuencia de la fuerte re-materialización que incorporan los derechos”. José Víctor García Yzaguirre [23] resalta el efecto reciproco el cual indica que el límite (la disposición que interviene un derecho) ha de ser a su vez restringida en virtud de aquello que se constriñe (el derecho fundamental). Así, una ley que regula y por tal limita el ejercicio de la libertad de expresión, puede ser interpretada en función al efecto vinculante del derecho fundamental, restringiéndosele los alcances que pretendía obtener, en virtud al contenido constitucionalmente protegido. Sobre este punto, José María Rodríguez de Santiago señala que “los límites que las leyes imponen a los derechos fundamentales han de limitarse a su vez por el derecho mismo, mediante una ponderación que en el caso concreto, examine en qué medida el fin al que sirve el límite legal justifica una determinada restricción del derecho fundamental” [24].

En el Estado constitucional –en donde tanto el cuerpo político como la sociedad adecuan bajo imperatividad jurídica sus actividades conforme a los principios, valores y normas contenidas en el texto supremo– los derechos fundamentales gozan de las garantías de su goce efectivo, de manera omnicomprensiva; vale decir, que su resguardo no está limitado en forma alguna al reconocimiento de “islas de exclusión”; de allí que se les acredite como normas con mandato de actuación y deber especial de protección.

Al respecto, el Tribunal Constitucional en el caso Sindicato Unitario de Trabajadores de Telefónica del Perú (Expediente N° 01124-2001-AA/TC) ha señalado que “La Constitución es la norma de máxima supremacía en el ordenamiento jurídico y, como tal, vincula al Estado y la Sociedad en general. De conformidad con el artículo 38 de la Constitución ‘Todos los peruanos tienen el deber […] de respetar, cumplir […] la Constitución […]’. Esta norma establece que la vinculatoriedad de la Constitución se proyecta erga onmes, no solo al   ámbito de las relaciones entre los particulares y el Estado, sino también a aquellas entre particulares”. Ergo, informan y se irradian con carácter absoluto. En consecuencia, tienen eficacia vertical y horizontal.

En relación a la eficacia vertical los derechos fundamentales aparecen como atributos de defensa oponibles al Estado, cuando este genera acciones u omisiones arbitrarias y lesivas a la dignidad de la persona. En relación a la eficacia horizontal los derechos fundamentales aparecen como atributos de defensa oponibles a una persona natural o jurídica de derecho privado, cuando esta genera acciones u omisiones arbitrarias y lesivas a la dignidad de otra persona. Asimismo, debe tenerse en cuenta tal como señala César Landa Arroyo [25], que los derechos fundamentales se insertan en la Constitución con distintas formulaciones deónticas; esto es, bajo una serie de premisas lógicas que permiten identificar su contenido normativo. En ese sentido, pueden aparecer como normas de mandato, normas de permisión y normas de prohibición.

Por último, en la línea de develar la estructura normativa de los derechos fundamentales, se hace importante distinguir entre principios y reglas constitucionales. Los principios constitucionales aluden a la pluralidad de postulados o proposiciones con sentido y proyección normativa. Como tales están destinadas asegurar la impulsión preceptiva de los valores o postulados ético-políticos de la Constitución. Se trata de formulaciones desprovistas de delimitación y detallamiento preceptivo que una norma jurídica pura tiene per se. Esta generalidad hace que sean vistas como “encargos ineludibles de perfección”,  en donde su verificación concreta depende de la dación de normas de desarrollo constitucional o la capacidad de asignación presupuestal para generar de manera adecuada una prestación. Tal  el caso de buena parte de  los derechos económicos, sociales y culturales (derecho a la salud, derecho a la pensión, etc.). En suma, su efectivización tiene diversos grados de intensidad.

Las reglas constitucionales aluden a normas con mandato preceptivo, las cuales pueden y deben ser efectivizadas de manera inmediata. Se trata de cláusulas imperativas concretas delimitadas y detalladas, en donde basta realizar una reflexión lógico-subsuntiva (supuesto normativo, subsunción del hecho y consecuencia jurídica). Tal el caso de los derechos civiles y políticos. En suma, su efectivización tiene homólogo grado de intensividad.

Robert Alexy [26] refiere que “el punto decisivo para distinción entre reglas y principios es que los principios son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas. Los principios son, por consiguiente, mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diversos grados y porque la medida ordenada de su cumplimiento no solo depende de las posibilidades fácticas, sino también de las posibilidades jurídicas […] las reglas son normas que solo pueden ser cumplidas o no. Si una regla es válida, entonces ha de hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos. Por lo tanto, las reglas contienen determinaciones en el ámbito de lo fáctica y jurídicamente posible. Esto significa que la diferencia entre reglas y principios es cualitativa y no de grado”.

Víctor García Toma en dialnet.unirioja.es

Notas:

1       Citado por Ernesto Bander, Manual de Derecho Constitucional (Madrid: Ediciones Jurídicas y Sociales, 1996).

2       Juan José Mosca y Luis Pérez Aguirre, Derechos humanos: pautas para una educación liberatoria. (Montevideo, 1985).

3       Los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2010).

4       Rubén Hernández, Derechos fundamentales y jurisdicción constitucional (Lima: Jurista Editores, 2006).

5       Pedro Nikken, Manual de las Fuerzas Armadas, “El concepto de derechos humanos” (San José: Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1994).

6       José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Arequipa: Adrus, 2012).

7       Rubén Hernández Valle, Derechos fundamentales. Concepto y garantía (Madrid: Trotta, 1999).

8       Rafael Aguilera Portales, Teoría de los derechos humanos (Lima: Grijley, 2011).

9       Los fundamentos de los derechos humanos (Madrid: Trotta, 2005).

10        El derecho internacional de los derechos humanos (Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 1989).

11        Bady Effio Arroyo, La estructura de los derechos fundamentales y su interpretación constitucional (Lima: Thomson Reuters, 2015).

12        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

13        Luis Castillo Córdova, Los derechos constitucionales. Elementos para una teoría general (Lima: Palestra, 2005).

14        Luis Castillo Córdova, Los derechos constitucionales. Elementos para una teoría general.

15        Manuel Medina Guerrero, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales (Madrid: McGraw Hill, 1997).

16        Carlos Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003).

17        José Víctor García Yzaguirre, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales. (Arequipa: Adrus, 2012).

18        Carlos Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003).

19        Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

20        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

21        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

22        Luis Prieto Sanchés, “El constitucionalismo de los derechos”. Revista Española de Derecho Constitucional, N° 71, Año 24 (Madrid, 2004).

23        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

24        José María Rodríguez, La ponderación de bienes e intereses en el derecho administrativo. (Barcelona: Marcial Pons, 2000).

25        César Landa Arroyo, Los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Lima: Palestra, 2010).

26        Robert Alexy, Teoría de los derechos fundamentales. (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993).

Alejandro Navas García

¿Qué significan exactamente izquierda y derecha en el plano político? Los científicos sociales reconocen que se trata de conceptos equívocos, pero las encuestas reflejan que los ciudadanos se siguen sirviendo de ellos para orientarse en el espectro político. De ahí que tenga sentido intentar una clarificación. En la tradición del análisis sociológico presentaré dos tipos ideales, para componer sendos talantes o estilos de hacer política.

Seguramente ninguna formación de derecha o de izquierda se reconocerá del todo en este retrato robot, pero espero que sea de utilidad para situarse. A continuación, examinaré hasta qué punto esa esquematización es aplicable en el mundo globalizado de nuestros días.

Dos maneras de ver la sociedad: mecanismo frente a organismo, planificación centralizada frente a iniciativa privada, igualdad frente a libertad.

Peter Glotz (1992), destacado dirigente socialista alemán, contraponía así las dos posiciones: la izquierda adopta un pensamiento racional y deductivo, habla de derechos humanos y de Estado de derecho, defiende normas universalistas y constituciones, es cosmopolita. La derecha, por el contrario, adopta un pensamiento vitalista, habla de instituciones llamadas a dar cobijo al hombre, defiende el espacio vital y el territorio nacional, opta por la polis.

Habría bastante que matizar en el análisis de Glotz, pero sirve como punto de partida. La izquierda ve la sociedad como un mecanismo que se puede armar y desarmar a voluntad, como hacemos con las piezas de Lego. Esa plasticidad permite elaborar diseños sociales ideales; para llevarlos a la práctica cabe apostar por la vía pacífica —reformas— o por la revolución violenta. Para la derecha, la sociedad se parece más a un organismo. Por tanto, no es posible descomponerlo en sus elementos sin mutilarlo o sin matarlo. Esta condición impone límites bastante estrechos a la proyectabilidad social.

El hombre —como se sabe y acepta desde hace siglos— es un ser social: la persona no puede  darse en singular. Al examinar la relación entre la persona y la sociedad se abren dos modalidades: o bien considerar que importa el conjunto social y que la persona debe quedar sometida al todo; o, por el contrario, dar la primacía a las personas y pensar que la sociedad está al servicio de ellas. La primera postura es de izquierda. Así, parece aceptable ver al hombre como determinado por el medio social. Para alumbrar una nueva humanidad bastaría con manipular adecuadamente las estructuras sociales. Se entiende por eso la importancia que la izquierda atribuye al sistema educativo y, en general, a la cultura como herramientas de transformación social. La derecha piensa más bien que el individuo debe asumir la gestión de su propia vida, en un ejercicio de libertad y de responsabilidad personales.

El valor político supremo para la izquierda es la igualdad o, muy emparentada con ella, la solidaridad. De ahí que su principal enemigo, auténtica bestia negra, sea la élite, el elitismo. De ahí también su hostilidad hacia la familia, fuente clásica de desigualdad: no hay dos familias iguales, y dentro de cada familia se dan diferentes roles –abuelos, padre, madre, primogénito, hijos menores–. La derecha prima la libertad como valor superior. La igualdad se entiende en ella como igualdad de oportunidades. Se supone que a partir de esas condiciones homogéneas de partida, los diversos actores, individuales y colectivos, llegarán a posiciones finales distintas, en función de la diversidad de capacidades, del esfuerzo desarrollado y de la suerte en la vida. La izquierda querría la igualdad final, como resultado y no como presupuesto. Dicho de otro modo: la izquierda busca la libertad a través de la igualdad; la derecha busca la igualdad a través de la libertad.

En economía, la izquierda confía en la planificación y regulación estatales. Pone el acento en la distribución. El principio de reparto, para todo tipo de ayudas o prestaciones, sería la necesidad. La derecha confía más en el mercado y en la iniciativa privada. Prioriza la producción, la creación de riqueza. Su criterio de reparto sería el mérito. Es típico que la izquierda en el Gobierno gaste más de lo que ingresa, incrementando la deuda y llevando la hacienda pública a la bancarrota. Entonces viene la derecha, para sanear las cuentas y, una vez aplicados los correspondientes ajustes, estimular el crecimiento económico. En  cuando hay superávit, los ciudadanos se cansan de la disciplina y votan a la izquierda para incrementar el gasto público y las prestaciones sociales. Cuando el erario quede exhausto, se llamará de nuevo a la derecha… y así se explica en buena medida, desde el punto de vista económico, la alternancia entre izquierda y derecha al frente de los gobiernos (en las democracias occidentales).

El papel de la cultura y de la educación. Libertad positiva y libertad negativa. Envidia frente a egoísmo. El pecado original.

Ya he aludido antes a la importancia que la izquierda ha atribuido a la educación y a la cultura, en la estela de Antonio Gramsci. Rodolfo Llopis, pedagogo y dirigente socialista español, Director General de Primera Enseñanza durante la II República, formuló ese objetivo con claridad insuperable: “La revolución que aspira a perdurar acaba refugiándose en la Pedagogía… ¿Quién ha de hacer esa revolución en las conciencias y en los espíritus? Para nosotros no hay duda. Esa revolución ha de ser obra de los educadores… Es que en el fondo de todo revolucionario auténtico hay siempre un educador. Como en el fondo de todo educador digno de ese nombre hay siempre un revolucionario. Por eso en todas partes la escuela ha sido el arma ideológica de la revolución. Por eso no hay revolución que no lleve en sus entrañas una reforma pedagógica” (Llopis, 1933, p. 9s). La izquierda se ha empleado a fondo en el sector educativo: impulso a la educación pública (y discriminación de la  privada), incremento de la partida dedicada a educación en los presupuestos del Estado, formación del profesorado, etcétera. La derecha, más centrada en la economía, ha carecido generalmente de un proyecto cultural y educativo original.

La educación ocupa  un  lugar prioritario en la agenda de casi  todos los gobiernos occidentales, pues se entiende que la prosperidad nacional e incluso el papel que el  país  está llamado a jugar en el concierto internacional se apoyan en buena medida en un sistema educativo solvente. La universalización de la enseñanza primaria y secundaria, obligatoria y gratuita, ha causado un inevitable deterioro, y cunde la conciencia de crisis. Para remediarla, la izquierda  propone  incrementar  el gasto en educación; la derecha, por el contrario, subraya la importancia del esfuerzo de los alumnos y de la exigencia por parte del sistema educativo.

La clásica distinción entre libertad positiva y libertad negativa, libertad para y libertad de, establecida por Isaiah Berlin (2001), puede aprovecharse para la caracterización de izquierda y derecha. La libertad positiva apunta a los derechos y prestaciones reivindicados clásicamente por la izquierda. La libertad negativa, particular de la derecha, expresa la ausencia de obstáculos que bloqueen la acción humana. Es la libertad de cada individuo para disponer de su propia vida, en particular de su vida privada, sin la interferencia de poderes externos a él. Es claro que la relación entre ambas será inversamente proporcional: cuanta más libertad para, menos libertad de, y a la inversa. De igual modo, no resulta factible instaurar en plenitud la libertad y la igualdad; cuanta más libertad, menos igualdad, y al revés: si hay más igualdad, hay menos libertad. Acaba engañándose quien piense que ambos objetivos pueden alcanzarse simultáneamente y sin restricciones.

Desde una óptica moral podríamos señalar sendos vicios característicos de las dos posiciones: la envidia sería el vicio típico de la izquierda, y el egoísmo el de la derecha. La envidia lleva a desear la aniquilación de los bienes desigualmente repartidos o incluso la muerte de sus propietarios. Desde las dos madres que comparecen con un bebé muerto y otro vivo ante el rey Salomón hasta la Conspiración de los iguales liderada por Babeuf en la Revolución francesa, se aprecia la misma constante: lo que no puede ser para todos por igual hay que destruirlo. Vemos encarnado el egoísmo de derechas en los propietarios adinerados que desprecian a los pobres y desamparados y los tildan de vagos e incapaces. Se origina así la “brecha”, que separa drásticamente a ricos y pobres, fenómeno característico de tantos países latinoamericanos.

En este desfile de clásicos le llega el turno a Freud, que habló de dos principios constitutivos del psiquismo humano: principio del placer  y principio de la realidad. Se los tomamos prestados para asignar el principio del placer a la izquierda y el principio de la realidad a la derecha. Viene a cuento citar a Bertrand Russell: “Quien en la juventud no es comunista… no tiene corazón. Quien en la madurez sigue siéndolo… no tiene cabeza”.

El enfoque multidisciplinar se dilata con la perspectiva teológica. Como ha señalado Vittorio Messori (2009, p.94s), izquierda y derecha son tributarias de posiciones antagónicas en relación con el pecado original. La izquierda no cree que exista y piensa que los problemas de la humanidad se pueden resolver con la ingeniería social. Se ofrece una solución definitiva para todos nuestros males. Ya he hablado antes del papel crucial que la izquierda otorga a la educación. El “buenismo” que impregna la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, aprobada en 1990 por el Gobierno socialista de Felipe González, refleja esta actitud de fondo, transida de optimismo antropológico. Las reformas estructurales bastarán para instaurar la justicia definitiva, el paraíso en la tierra (Marx). La  derecha, por el contrario, es pesimista. Cree en el pecado de origen y piensa que, en el fondo, el ser humano es incorregible. De ahí que sea preciso extremar la vigilancia: ley y orden, con la correspondiente dotación policial.

La vida es más rica que las clasificaciones conceptuales esbozadas sobre el papel. Izquierda y derecha intercambian algunas posiciones.

Se puede tener la impresión de que nos encontramos ante dos frentes perfectamente delimitados y que permiten una taxonomía limpia. No es así, y la vida se muestra siempre más rica y complicada que las clasificaciones conceptuales esbozadas sobre el papel. He atribuido el estatismo a la izquierda y el individualismo a la derecha: habría que matizar. Cabe también un estatismo de derechas. Hegel, el máximo exponente del idealismo alemán con su exaltación del Estado —en  general,  y del Estado prusiano de su tiempo en particular— ha inspirado tanto el totalitarismo de izquierda como el de derecha, comunismo y nacionalsocialismo. Ambos coinciden en la absolutización del Estado. La izquierda apunta a un futuro utópico, paraíso celestial bajado a la tierra, mientras que la derecha mira con nostalgia al pasado, cuando el mundo estaba en orden.  Los  dos planteamientos políticos quieren utilizar el poder estatal para ir adelante o para volver atrás; comparten el rechazo del presente y la enemistad hacia los responsables de la situación actual: democracia liberal, capitalismo, judíos. No sorprende que Hitler y Stalin pudieran asociarse para combatirlos.

Muchos de los actuales partidos de derecha se han impregnado de un inequívoco tinte socialdemócrata, desde la CDU alemana hasta el PP español. Y como ya no se puede dar por supuesta la defensa de los valores del humanismo cristiano por parte de la derecha, en algunos casos no hay prácticamente diferencias entre los representantes más “progresistas” de la derecha y los más “moderados” de la izquierda. En términos de filosofía política, ambos partidos son igualmente popperianos (Popper, 1992).

Posiciones que en el pasado eran de la izquierda hoy lo son de la derecha, y al revés. Por ejemplo, con respecto al papel del Estado: la izquierda se oponía al Estado en el siglo XIX y hoy lo defiende. Si en nuestros días se oye una voz contraria al Estado, que propone recortar sus atribuciones, será de la derecha. O la actitud ante la tecnología. En el XIX la izquierda era una fervorosa partidaria del progreso tecnológico y del industrialismo, mientras que la derecha, influida por el Romanticismo, añoraba un pasado más humano y caballeresco, no echado a perder por la tecnología. En nuestros días es al revés: la izquierda, contagiada de ecologismo, mira el desarrollo tecnológico con recelo, mientras que la derecha lo defiende con calor.

A la vez, tanto la derecha como la izquierda han evolucionado. El marxismo revolucionario, partidario de la violencia para derribar los regímenes capitalistas e instaurar la dictadura del proletariado, dejó paso a la socialdemocracia de Bernstein. En la medida en que el voto se ampliaba hasta hacerse universal, se podía renunciar a la violencia y aceptar las reglas del sistema democrático: la abrumadora mayoría del sector obrero en las sociedades industriales garantizaba el triunfo electoral de los partidos socialdemócratas. Lo que no se preveía es que esos mismos obreros, al progresar económica y socialmente, se aburguesarían y se convertirían en pequeños propietarios, con una actitud conservadora. Los partidos de izquierda perdieron así su electorado clásico y hubieron de adaptarse a las nuevas circunstancias: abandono del marxismo y de la lucha de clases, aceptación de la economía de mercado. Para compensar esa aparente “traición” a los viejos ideales, algunos partidos de izquierda radicalizan su discurso en cuestiones como el matrimonio y la familia, la sexualidad, o la vida, tanto en su inicio como en  su final (aborto, reproducción asistida, eutanasia). La defensa de estas posiciones permite mantener el viejo radicalismo con la ventaja añadida de que cuestan poco dinero.

Desplazamientos similares se han registrado en ambos electorados. Hasta bien entrado el siglo pasado estuvieron vigentes pautas de voto que hoy se han alterado. De modo tradicional, los “sectores más  dinámicos  y progresistas” votaban a  la  izquierda: los varones, los jóvenes y los habitantes de las ciudades. El voto más tradicional y conservador iba para la derecha: las mujeres, los mayores y los habitantes del campo. Hoy ocurre justamente al revés: votan a la izquierda las mujeres, los mayores y los campesinos, mientras que los varones, los jóvenes y los residentes en las ciudades votan a la derecha. El electorado tradicionalmente conservador defiende las prestaciones sociales que el socialismo garantiza, aun a costa de endeudar al Estado.

Nuevos movimientos sociales: feminismo, pacifismo, ecologismo, género. La izquierda intenta atraerlos invocando su común raíz emancipatoria.

La vida política no se agota con la polaridad izquierda-derecha. En el siglo XX surgen nuevos movimientos sociales: feminismo, pacifismo, ecologismo, ideología de género. En principio, se mueven en un escenario parcialmente distinto, pero la izquierda ha intentado, con notable éxito, atraerlos a su área, aprovechando su común raíz de denuncia y emancipación. En el caso del género, influye también su carácter constructivista, que lo emparenta con la inclinación de la izquierda a la ingeniería social. Líderes socialistas como Zapatero en España, Hollande en Francia, Kirchner en Argentina o Bachelet en Chile aplican o van a aplicar el programa de la ideología de género: salud reproductiva, es decir, aborto; matrimonio homosexual; nuevas modalidades de familia. Obama da pasos en esa misma dirección en Estados Unidos, y también Gobiernos de derecha pueden adoptar esas políticas: Cameron ha introducido el matrimonio homosexual en el Reino Unido a pesar de que ni siquiera figuraba en su programa. Además de la ideología, influyen en la acción política otros factores: la biografía de los protagonistas [2], el juego de alianzas, etcétera.

Además, la complejidad del escenario político de hoy incrementa la inestabilidad del voto. Por ejemplo, en el mundo anglosajón era tradicional que los católicos votaran a la izquierda moderada, que reflejaba mejor los valores de la doctrina social de la Iglesia: laboristas en Inglaterra y Australia, demócratas en Estados Unidos. La derecha —conservadores en Inglaterra, republicanos en Estados Unidos— parecía el brazo del capitalismo puro y duro. La situación ha cambiado: esa izquierda ha suscrito la ideología de género, y es la derecha quien mejor defiende la vida y la familia. El voto se complica.

La misma oposición entre liberalismo y socialismo puede ser en ocasiones más aparente que real. En última instancia, ambas posiciones comparten una antropología economicista; difieren en el modo de regular el mercado: mientras el socialismo confía en el Estado, el liberalismo se fía de los actores privados. Como la diferencia no es insalvable, nada ha impedido que en Alemania, por ejemplo, el partido liberal (FDP) haya podido formar coaliciones de gobierno con el socialista (SPD).

En definitiva, las etiquetas de “izquierda” y “derecha” parecen convencer al pueblo soberano, que las sigue utilizando para hablar de política, pero con frecuencia no resultan suficientemente claras. Hay que precisar su sentido en cada caso.

Surgimiento de un mundo globalizado.

Podemos situar la aparición de un mundo globalizado en el último tercio del siglo XIX. A partir de 1870 y aprovechando los decenios de paz que median entre la guerra franco-prusiana y la primera guerra mundial surge el mundo de hoy, altamente tecnificado. Los avances en el transporte y la reducción del proteccionismo propiciaron un extraordinario desarrollo del comercio mundial. La emigración experimentó un impulso similar. Casi el 10 % de la población mundial abandonó su patria en busca de mejores oportunidades.

Por ejemplo, sesenta millones de europeos emigraron a América. Algo parecido sucedió en Asia, y esos ingentes flujos migratorios se desarrollaban sin papeles ni trámites burocráticos. En palabras de Stefan Zweig, testigo privilegiado de esos movimientos, “antes de 1914, la Tierra pertenecía a todos los hombres. Cada uno iba a donde quería y permanecía ahí el tiempo que quería. No había trámites ni permisos, y todavía me regocijo con la sorpresa de la gente joven cuando les cuento que en 1914 viajé de India a Estados Unidos sin tener ni haber visto un pasaporte”. La primera guerra mundial, la gran depresión y la segunda guerra mundial ponen fin de modo traumático a esa primera etapa globalizadora.

Una vez terminada la segunda guerra mundial, se impone sentar las bases del nuevo orden internacional y recuperar el terreno perdido. Se considera que el refuerzo de los lazos comerciales y económicos entre los países, tanto vencedores como vencidos, integrará eficazmente a los pueblos e impedirá nuevas aventuras bélicas. Los jalones son conocidos: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, GATT, Comunidad Económica Europea, OCDE. Sin embargo, la guerra fría,  con la consiguiente división del mundo en dos grandes bloques, empaña ese proceso.

Hay acuerdo general en reconocer que con la caída del muro de Berlín y la implosión del sistema comunista comienza una nueva época, la de la globalización en sentido estricto. Se acaba la confrontación entre los dos grandes bloques, en el mismo momento en que las tecnologías de la comunicación sufren una auténtica revolución. En los veinte años posteriores a la caída del muro, unas tres mil millones de personas se incorporan al mercado de trabajo global.

La economía y la comunicación son seguramente los dos ámbitos en los que con más intensidad se advierten los efectos del proceso globalizador, por el que las fronteras dejan de ser relevantes y el mundo se convierte en un único escenario. Las manifestaciones son conocidas: bajan los costes de transporte, hasta hacerse en ocasiones casi despreciables; aumenta la inversión extranjera; los ordenamientos legales se homogeneízan, lo que da seguridad a empresario e inversores; descienden los costes de transacción; las fábricas se mueven casi con tanta facilidad como los bienes fabricados (deslocalización); muchas empresas se internacionalizan; el proceso de fabricación se descompone en fases, que pueden estar muy alejadas geográficamente entre sí, pues se busca que el montaje final se produzca cerca de los compradores; la desregulación gana terreno y se abren nuevos mercados; crece la competencia entre países por atraer inversiones; se incrementa la productividad. No obstante, conviene matizar. Se puede admitir que existe un único mercado mundial para las finanzas: no hay fronteras y el mercado funciona de modo ininterrumpido, pero no cabe decir lo mismo para el tráfico de mercancías y, menos todavía, para el de personas.

Después de haber descrito con un par de pinceladas someras la economía global, expondré con un poco más de detalle el nuevo escenario político, más relevante para nuestro tema.

La implosión del sistema comunista y el fin de la guerra fría modifican tanto el mundo político como las reglas de juego. Mencionaré telegráficamente algunos de los cambios más importantes:

-Triunfo sin condiciones de la democracia y la economía de mercado. Se entiende que F. Fukuyama pudiera hablar del “fin de la historia”. La Unión Soviética se desintegra y nuevas naciones implantan regímenes democráticos: se estima que, a día de hoy, en torno a dos tercios de los Estados tienen una constitución más o menos democrática.

-Se termina la bipolaridad propia de la Guerra Fría y se da paso a un régimen mono-polar: hegemonía de los Estados Unidos, la única superpotencia mundial. El gasto en defensa estadounidense llega incluso a superar ligeramente al del resto del mundo. Su formidable aparato militar permite a los norteamericanos ejercer de gendarmes mundiales y se inaugura así la pax americana.

-Expansión de los derechos humanos, que conocen diversas “generaciones”: a los derechos civiles y políticos de la primera hora siguen los derechos sociales y económicos y luego, los derechos medioambientales y a la propia identidad (Carrillo,1999).

-Abandono del principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países, tributario de las condiciones propias de la guerra fría. Ahora se legitima la “injerencia humanitaria”. Se reconoce que una solidaridad particular une a todos los seres humanos: el sufrimiento del grupo más pequeño afecta al conjunto de la humanidad. El Consejo de Seguridad de la ONU enviará cascos azules en misiones humanitarias a los rincones más lejanos del planeta.

Además de la maduración de la cultura de los derechos humanos, late detrás de este planteamiento una consideración bien pragmática: visto que las democracias no guerrean entre sí, la extensión de este sistema político en todo el mundo llevaría en el límite a la supresión de las guerras. De ahí que asegurar la estabilidad democrática de los países se considere una tarea que interesa a todos.

-Erosión de la soberanía nacional: los Estados pierden atribuciones, frente a los organismos supranacionales, las corporaciones multinacionales y los mercados financieros (Held, 1997).

-Creación de la Corte Penal Internacional (1998). El Tribunal quedó constituido en 2003, una vez logradas las suficientes ratificaciones nacionales. Inicia su andadura con un lastre no pequeño: la negativa de Estados Unidos a reconocer su jurisdicción.

-Protagonismo creciente de las ONG, que se convierten en interlocutores de los Estados y de los organismos internacionales en pie de igualdad.

Nuevas crisis cuestionan la validez de los viejos conceptos.

A comienzo de los noventa el mundo parecía en orden: Occidente y la economía de mercado se habían impuesto de modo neto al comunismo. La democracia como régimen de gobierno se queda sin enemigos y sin alternativas. Pero no tardarían en surgir problemas, tanto en el ámbito político como en el económico.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001, que cientos de millones de espectadores en todo el mundo pudieron seguir en directo a través de la televisión, cambiaron el mundo.

Estados Unidos moviliza a sus aliados y organiza una cruzada para combatir “el eje del mal”. Pero la lucha contra el terrorismo internacional se vuelve difícil: no hay enfrente un ejército regular, fácilmente identificable.

Cambia el modo de hacer la guerra. Las guerras en Irak y Afganistán, que no acaban de ganarse, junto con los efectos de la crisis económica, terminan debilitando la posición hegemónica de Estados Unidos. Se habla incluso del final de la era norteamericana. Un documento de la Casa Blanca, elaborado en la primavera de 2010, viene a certificar el cambio de política: se reconoce que Estados Unidos tiene que acostumbrarse a partir de ahora a vivir dentro de los límites de su poder. El país ya no está en condiciones de participar simultáneamente en dos guerras, contra lo que había sido la doctrina vigente durante los últimos decenios. Después de diez años de combatir el terrorismo, se impone el recurso a una política que haga más hincapié en la actividad diplomática.

La Secretaria de Estado, Hillary Clinton, fue todavía más clara al anunciar que Estados Unidos pasaría del ejercicio bruto del poder a una política exterior más indirecta, que exigiría paciencia y aliados. Como casi siempre, este giro de la política exterior viene exigido por imperativos internos. El país no acaba de recuperarse de la crisis económica y se siente cansado de ejercer la función de gendarme mundial. Resulta significativo que en ese documento, que se propone redefinir la política exterior, apenas se concede atención a Europa, África y Latinoamérica. El único interlocutor exterior que interesa realmente a Estados Unidos parece ser China, por su propia magnitud como potencia económica y por su condición de financiador del déficit estadounidense. No obstante, las relaciones entre las dos grandes potencias no atraviesan su mejor momento. Estados Unidos reprocha a China desde hace tiempo que mantiene muy baja la cotización de su divisa, lo que le permite inundar el mercado norteamericano con productos baratos.

Pasamos de un mundo unipolar a otro multi-polar, gracias a la emergencia de los países que conforman el grupo BRIC: Brasil, Rusia, India y China.

Europa se encuentra en una imparable decadencia, demográfica -se calcula que perderá cincuenta millones de habitantes en los próximos cuarenta años-, política y económica, reducida de modo creciente al papel de simple testigo de los acontecimientos relevantes. Occidente da la impresión de sentirse inseguro, incluso desorientado. Estados Unidos, Europa y Japón acusan los efectos de la deuda creciente, la sobrecarga del estado del bienestar y el envejecimiento de la población.

Los BRIC pisan fuerte y plantan cara  a Occidente. Por ejemplo, han conseguido imponer su criterio en las últimas rondas negociadoras de la Organización Mundial del Comercio. Sin embargo, no constituyen un bloque unido por intereses comunes y después de unos años de fuerte crecimiento económico aparecen síntomas de crisis. No sorprende que en los últimos meses se haya registrado una fuga de inversores extranjeros de esos países.

El mundo globalizado debe afrontar retos igualmente globales, que trascienden el ámbito de acción de los Estados nacionales. En el entorno de la ONU y de otras organizaciones supranacionales de carácter regional proliferan las agencias y organismos creados para dar solución a esos problemas. Las cumbres, mundiales o regionales, proliferan sin cesar, pero los resultados dejan mucho que desear.

La erosión de la soberanía de los Estados nacionales se debe, en gran medida, a su incapacidad para solucionar problemas candentes que afectan a ámbitos supranacionales o incluso al planeta en su conjunto: protección del medio ambiente (contaminación de aire, tierra y agua; deforestación; efecto invernadero; cambio climático); lucha contra la pobreza; gestión de recursos escasos, como el agua potable; crisis energética; logro de la paz en zonas de conflicto; lucha contra la delincuencia internacional (tráficos de drogas, de armas y de sexo); terrorismo.

La ONU se muestra con demasiada frecuencia inoperante, aunque no renuncia a sus ambiciosos objetivos [3]. El fracaso de tantos intentos de acción mundial concertada para hacer frente a los problemas y retos globales se debe, sobre todo, a la crisis económica en la que nos encontramos sumidos desde 2008. Sus manifestaciones son bien conocidas: especulación financiera descontrolada; endeudamiento general, de Estados, entidades financieras, empresas y familias; fallo generalizado de los mecanismos de control (agencias de rating y organismos gubernamentales); burbujas inmobiliarias; búsqueda de beneficios a corto plazo y del crecimiento rápido a cualquier precio; crisis de confianza; falta de ética en los comportamientos de muchos de los gestores. Robert Shiller (2008), el economista de Yale que acertó al pronosticar el desencadenamiento de la crisis, explica sus causas en clave más antropológica que económica: primacía del éxito económico y del triunfo individual frente a los valores sociales y solidarios; irresponsabilidad de tantos agentes económicos; falsa sensación de seguridad; incapacidad para aprender de los errores del pasado; el simple hecho de que la gente recibiera asesoramiento financiero de los empleados de los propios bancos y no de profesionales independientes.

La caída del Muro había sellado el destino del comunismo y de la economía estatalizada. El fracaso del socialismo se percibe  con  toda claridad en los  países que  todavía no lo han abandonado –Cuba, Corea del Norte–. El capitalismo ha sido mucho más eficaz a la hora de crear riqueza [4], pero la crisis actual muestra sus límites. Suena la hora de la ética y de los códigos de buen gobierno, en las administraciones públicas y en las empresas. Los excesos de los “mercados financieros” y del capitalismo desbocado han reabierto el debate en torno a las funciones del Estado nacional. Sin que se pretenda volver al keynesianismo, posición más bien minoritaria, muchas voces claman por un  control gubernamental más eficaz, donde el Estado debería ejercer de verdad una función reguladora para asegurar el correcto funcionamiento de los mercados.

De repente nos hemos vueltos sensibles a los inconvenientes e incluso amenazas de la globalización, y surgen respuestas tan comprensibles como inquietantes: en política, el nacionalismo, adobado de populismo y xenofobia; en economía, el proteccionismo; en la cultura y en la religión, el integrismo y el fundamentalismo.

Al encarar las manifestaciones de la crisis y la búsqueda de soluciones, los tradicionales conceptos de izquierda y derecha, junto con los programas que se solían adscribir a esas posiciones, se muestran inservibles. Tímidos intentos de encontrar una “tercera vía” entra ambas posiciones –como el programa de Tony Blair, inspirado por el sociólogo Anthony Giddens (1998)– han fracasado en la práctica. La inercia fruto de dos siglos de vigencia explica que mucha gente siga recurriendo a esos conceptos para interpretar la acción política, pero su excesiva simplicidad los hace inhábiles para abordar la complejidad de nuestra situación presente.

Alejandro Navas García [1] en dialnet.unirioja.es

Notas:

1   Alejandro Navas García, es Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Fue decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra y director del Departamento de Comunicación Pública. Actualmente es profesor de Sociología y Pensamiento Sociológico en la misma Facultad.

2   Las carreras políticas de tantos líderes de izquierda podrían describirse como “la rápida transición del pantalón de pana al traje de Armani”. El bienestar que acompaña al enriquecimiento y al progreso social amortigua el   furor ideológico juvenil. Muchos de los feroces dirigentes de la revolución del 68 son hoy los más conspicuos representantes del establishment. Lo mismo vale para los dirigentes de movimientos revolucionarios latinoamericanos, que a la vuelta del exilio han sabido integrarse y prosperar, tanto en las administraciones públicas como en el sector privado. Un antiguo tupamaro como José Mújica ha podido llegar así a ser Presidente de Uruguay.

3   Los Objetivos de Desarrollo para el Milenio se proponen nada menos que erradicar la pobreza extrema y el hambre; lograr la enseñanza primaria universal; promover la igualdad de  género  y  la  autonomía  de  la  mujer; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; luchar contra el sida, la malaria y otras enfermedades, garantizar la sostenibilidad ambiental; fomentar una asociación mundial para el desarrollo.

4   Para ilustrar la diferente eficiencia de mercado y Estado puede bastar una anécdota significativa En 1986 se estrelló el transbordador espacial Challenger. Una comisión gubernamental necesitó cuatro meses para elaborar un informe sobre las causas del trágico accidente. El mercado necesitó apenas treinta minutos, el tiempo que tardó en desplomarse el valor en bolsa de la empresa fabricante de las arandelas que fallaron.

Mariana de Gainza

Distinguir para no confundir

Ahora bien, volviendo a la “Carta 12”, surgen más preguntas: ¿por qué son necesarias todas esas distinciones para tratar la cuestión del infinito?, ¿contra cuáles confusiones esas distinciones deben actuar? Continuemos leyendo la epístola en donde la dejamos. Si la existencia de la sustancia y la existencia de los modos diferían radicalmente (siendo explicadas, respectivamente, por la eternidad y por la duración), resultaba de esa diferencia que la duración o existencia de los modos podía ser determinada a voluntad (concebida como mayor o menor, dividida en partes, etc.) sin que su concepto resultara afectado, mientras que la existencia de la sustancia no admitía ninguna determinación similar. Por eso, continúa Spinoza,

[…] aquellos que piensan que la sustancia extensa está formada por partes o cuerpos realmente distintos entre sí, hablan por hablar, por no decir que desvarían. Es como si alguien se empeñara en formar, mediante la sola adición o conglomerado de muchos círculos, un cuadrado o un triángulo u otra cosa de esencia radicalmente diversa. De ahí que todo ese fárrago de argumentos con que los filósofos se afanan comúnmente por mostrar que la sustancia extensa es finita, caen por su base, puesto que todos ellos suponen que la sustancia corpórea está compuesta de partes. (Spinoza 1988a 131)

Los que piensan que la sustancia extensa está formada por partes no comprenden que la sustancia absolutamente infinita –uno de cuyos atributos es, precisamente, la extensión– es indivisible. Una sumatoria de cuerpos discretos, o el conjunto infinito de todos los cuerpos existentes en el universo, jamás compondrá la sustancia extensa, pues de lo que se trata –aplicando ahora las distinciones que hemos considerado– es de existencias o realidades diferentes (una cosa es la existencia de la sustancia, considerada desde cualquiera de sus atributos, en este caso, la extensión, y otra “totalmente diversa”, la existencia de los modos, en este caso, los cuerpos). Suponer que el ser de lo extenso puede consistir en una totalidad formada por un agregado de elementos, es confundir la naturaleza de lo infinito con la de lo finito, invirtiendo además el orden de la causalidad real: si la extensión se dividiera en partes, estas serían anteriores al todo extenso. Sin embargo, la “sustancia es anterior, por naturaleza, a sus afecciones” (E, I, p1), es decir, en tanto es extensa, la sustancia es la causa que explica tanto la existencia como la esencia de todos los modos singulares de la extensión, porque los produce. Si al pretender dar cuenta de la naturaleza de lo que es por su propia esencia infinito se proyecta lo que la experiencia inmediata enseña sobre los seres determinados, se confunden las esencias que deben ser distinguidas. En este punto, la extrapolación es doble: lo que percibimos de una existencia, se concluye como propio de una esencia –confusión de la existencia con la esencia–, para luego asimilar esa esencia a la de otra cosa diferente. La distinción entra las esencias que se pierde en ese movimiento es la siguiente: la esencia de la extensión no constituye la esencia de los modos extensos finitos que, sin embargo, explica. Frente a tales esencias singulares, es una “esencia radicalmente diversa”, pues, precisamente, sí constituye el ser de la sustancia divina. En este caso, si se considerara que lo que constituye el ser de lo absolutamente infinito pertenece también a la esencia de lo que es finito y determinado, no sería posible distinguirlos, generándose los absurdos que Spinoza a menudo evoca a propósito de las confusiones entre diversas naturalezas –“árboles que hablan como los hombres”, “hombres generándose tanto a partir de piedras como de semen”, dioses que parecen hombres y hombres que parecen dioses y, en general, todo tipo de formas transformándose en otras cualesquiera. Para el caso, intentar comprender el ser de lo extenso suponiéndolo una suma infinita de cuerpos es igual a si alguien quisiera formar, mediante la adición de muchos círculos, un cuadrado o un triángulo u otra cosa de esencia radicalmente diversa.

El tiempo, la medida y el número

El desvarío de los filósofos que pretenden que la extensión se compone de partes se explica por la tendencia natural de los hombres a dividir la sustancia extensa. Existe la disposición espontánea a considerar la cantidad de un modo abstracto: separándola de su causa y prestando atención solamente a los efectos producidos por las cosas extensas en una sensibilidad –humana– determinada. De esta manera, la imaginación concibe la extensión como si fuera divisible, finita y compuesta, cuando en verdad, si se hiciera un uso apropiado del entendimiento (lo que implica concebir todas las cosas por su causa próxima o por su esencia), se comprendería que la extensión, siendo una de las formas de realidad constitutivas de la naturaleza divina, solo puede ser pensada adecuadamente al considerarla en sí, es decir, en tanto sustancia, por lo tanto, indivisible, infinita y única. Es este comportamiento corriente de la disposición imaginativa el que explica la existencia de las nociones de tiempo, medida y número, las cuales simplemente auxilian a la imaginación en la organización de percepciones, que son fragmentarias originariamente y no expresan la realidad de las cosas, para los fines de la vida práctica:

El tiempo y la medida surgen del hecho de que nosotros podemos determinar a nuestro arbitrio la duración y la cantidad, en cuanto que a ésta la concebimos aislada de la sustancia y a aquélla la separamos del modo como se deriva de las cosas eternas. El tiempo nos sirve para medir la duración, y la medida para determinar la cantidad, de suerte que podamos imaginar a ambas lo más fácilmente posible. Además, del hecho de que separamos las afecciones de la sustancia de la sustancia misma y de que las reducimos a clases, con el fin de imaginarlas lo más fácilmente posible, surge el número. Por todo lo cual se ve con claridad que la medida, el tiempo y el número no son otra cosa que simples modos de pensar o más bien de imaginar. (Spinoza 1988a 132)

La suposición de que el tiempo, la medida o el número se encuentran realmente en la naturaleza es un error que cometen aquellos que no están habituados a distinguir los entes de razón de los seres reales. He aquí, entonces, otra distinción exigida por el examen spinoziano del infinito. Los entes de razón no son nada fuera del entendimiento, no son ideas que se correspondan con una cosa real, por lo que no puede decirse de ellos que sean verdaderos o falsos; estos son modos de imaginar, y, solo en este sentido, son seres reales. Por eso, si se trata de saber qué es el tiempo, por ejemplo, es preciso indagar “la naturaleza de este modo de pensar, que se distingue de otro modo de pensar” (Spinoza 1988b 232). Sin embargo, este criterio no es respetado habitualmente, pues los entes de razón “surgen de las ideas de los seres reales de manera tan inmediata que son fácilmente confundidos con ellas [por lo que se les impusieron nombres como si se tratara de seres que existen fuera de nuestra mente]” (Spinoza 1988b 232). Así, cuando los filósofos pretenden investigar los seres reales y adhieren, no obstante, al sentido común que los reemplaza con entes imaginarios, resulta que, debido a esta confusión, no surge un entendimiento adecuado ni de la verdadera naturaleza de las cosas ni de los modos como las percibimos. Por un lado, si se confunden

[…] los modos de la sustancia [ ] con los entes de razón o auxiliares de la imaginación, nunca serán correctamente entendidos. Ya que, cuando lo hacemos así, los separamos de la sustancia y del modo como fluyen de la eternidad, sin los cuales, sin embargo, no pueden ser bien entendidos. (Spinoza 1988a 132-133).

Por otro lado, si se confunden el tiempo, la medida y el número con cosas reales, se da consistencia positiva a no-entes, considerándolos infinitos de manera errada, cuando en verdad “ni el número ni la medida ni el tiempo pueden ser infinitos, puesto que no son sino auxiliares de la imaginación; de lo contrario, el número no sería número, ni la medida, medida, ni el tiempo, tiempo” (Spinoza 1988a 133). Al superponer ambas confusiones resulta la negación del verdadero infinito: “Muchos, que confundían estos tres [entes] con las cosas mismas, por ignorar la verdadera naturaleza de las cosas, negaron el infinito en acto” (Spinoza 1988a 133).

Suponiendo que las cosas son correctamente individualizadas mediante la distinción numérica, lo que en verdad se hace es reducir lo que es irreductiblemente singular a una clase genérica, bajo el supuesto de que existe una esencia común –por ejemplo, la de “hombre”– a un cierto tipo de cosas, para luego considerar las diferencias entre tales cosas a partir de la evidencia inmediata de que un hombre es uno, que está separado de otro hombre, y un tercer hombre es asimismo otro distinto, y así sucesivamente. Esas clases, compuestas por individuos agrupados bajo la égida de una “noción universal”, se justifican en virtud del uso, pero nada explican acerca de la naturaleza de los seres así reunidos, en tanto la elección del rasgo unificador característico responde a la contingencia de las afecciones a las que respondía el sujeto “nominador”. Como lo dice Spinoza en E, II, p 40, esc.1:

Quienes, por ejemplo, hayan reparado con admiración, más que nada, en la bipedestación humana, entenderán por la palabra “hombre” un animal de posición erecta; pero quienes están habituados a considerar otra cosa, formarán de los hombres otra imagen común, a saber: que el hombre es un animal que ríe, un bípedo sin plumas, un animal racional, y, de esta suerte, formará cada cual, según la disposición de su cuerpo, imágenes universales acerca de las demás cosas. Por ello no es de extrañar que hayan surgido tantas controversias entre los filósofos que han querido explicar las cosas naturales por medio de las solas imágenes de éstas.

Frente a esa generalidad, la imaginación supone un progreso cuando pasa de la determinación genérica de “hombre” a la cuantificación precisa, la cual permite decir de un conjunto X de hombres que se trata, en realidad, de “cien” hombres. De tal manera, es posible contarlos asociando a cada uno con un número determinado de la serie. También supone estar refiriéndose a algo real quien dice de un conjunto incontable de seres humanos que se trata de un número infinito de hombres. Sin embargo, la única realidad aludida con tal denominación es el modo en que la imaginación procede y los límites inherentes a su perspectiva. Ella no puede realizar la cuenta de todos los hombres de ese conjunto, no puede determinarlos con un número preciso, no porque esa determinación sea en sí misma imposible, sino porque con el medio que le es propio, la imagen, no alcanza a abarcarlos. De ahí que el infinito, en este caso, sea el infinito indeterminado que la imaginación concibe cuando traspasa su propio umbral perceptivo, es decir, un “infinito genérico” o el infinito de una clase o género (los hombres, los perros, los caballos) construido gracias a una operación de abstracción. Así, si el número no es apto para determinar los modos de la sustancia, tampoco lo será para determinar sus atributos, que no son dos, sino una infinidad. Por otro lado, tampoco es adecuado suponer que la sustancia es única en el sentido de una, por más de que sea preciso a veces valerse de tales denominaciones para los fines de la comunicación. Como lo dice Spinoza en la “Carta 50” a Jarig Jelles:

Sólo muy impropiamente se puede decir que Dios es uno y único [porque] una cosa sólo se puede llamar una o única respecto a la existencia y no a la esencia. Pues nosotros sólo concebimos las cosas bajo la idea de número después de haberlas reducido a un género común. [ ] De donde resulta claramente que ninguna cosa se dice una o única, sino después de que ha sido concebida otra cosa que conviene con ella. En cambio, como la existencia de Dios es su esencia y de su esencia no podemos formar una idea universal, es cierto que aquel que llama a Dios uno y único no posee ninguna idea verdadera de Dios o que habla impropiamente de él. (Spinoza 1988a 309)

Una vez realizada esa individualización abstracta mediante el número, se supone que las cosas así separadas e identificadas son mensurables, es decir, constituidas por una cantidad determinable, teniendo una duración también medible. Tanto la medida (utilizada para determinar la cantidad) como el tiempo (que sirve para medir la duración) presuponen, en consecuencia, al número como operador de la distinción ontológica de los seres y como medio fundamental gracias al cual realizan sus operaciones específicas. Debido a esto, los problemas que hemos referido se reiteran. Tanto a la cantidad como a la duración se las supone divisibles en partes discretas (fracciones de medidas, instantes de tiempo), siendo entonces consideradas como si fueran finitas, de suerte que resultan incomprendidas tanto la naturaleza de la extensión (atributo constitutivo de una sustancia infinita) como la naturaleza de la duración (“una continuación indefinida de la existencia”, cf. E, II, def. 5): a la primera, dice Spinoza, se la concibe aislada de la sustancia; a la segunda, separada del modo como se deriva de las cosas eternas.

A la abstracción le sigue la suma de unidades discretas para componer grupos mayores o menores, hasta que, nuevamente, la superación del umbral perceptivo de la imaginación habilita el sinsentido de considerar al tiempo o a la medida (meros entes de razón) como infinitos. Spinoza se refiere a ese umbral de la manera siguiente: “Así como no podemos imaginar distintamente una distancia espacial más allá de cierto límite, tampoco podemos imaginar distintamente, más allá de cierto límite, una distancia temporal” (E, VI, def. 6, nota). La imaginación resuelve esa imposibilidad homogeneizando el campo de lo percibido, de tal forma que

[ ] a todos los objetos que distan de nosotros más de doscientos pies, o sea, cuya distancia del lugar en que estamos supera la que imaginamos distintamente, los imaginamos a igual distancia de nosotros, como si estuvieran en el mismo plano […]. (E, VI, def. 6, nota)

y

[…] a todos los objetos cuyo tiempo de existencia imaginamos separado del presente por un intervalo más largo que el que solemos imaginar distintamente, los imaginamos a igual distancia del presente, y los referimos, de algún modo, a un solo y mismo momento del tiempo. (E, VI, def. 6, nota)

De nuevo, es aquí donde interviene el sentido común filosófico para dar una determinación mayor a la fe perceptiva ordinaria. Así, lo que la imaginación espontáneamente aproxima, es apartado por los filósofos, que reenvían al lejano infinito lo que era una real imposibilidad de determinación (que se mantiene como tal). La distancia imprecisa y el tiempo vago que, superando la barrera de lo claramente imaginable, eran reabsorbidos por la percepción en el espacio-tiempo de su límite (perdiéndose así las diferencias reales de extensión y duración en la homogeneidad de un plano visual o de un tiempo presente), se mantienen en su imprecisión, aunque arrojados ahora a la distancia de un tiempo y una medida infinitos (perdiéndose, igualmente, las diferencias reales en la suposición de una progresión acumulativa, continua y homogénea a partir de una unidad abstracta). Lo que se verifica en ambos casos es la misma confusión entre lo finito y lo infinito, una “mezcla” de perspectivas resultante de los mecanismos proyectivos de la imaginación, que echa por tierra la posibilidad de entender tanto lo uno como lo otro.

Esa confusión es la que explica que

[…] todos aquellos que se han esforzado por comprender el orden de la naturaleza por medio de semejantes nociones [el tiempo, la medida y el número], y además, mal entendidas, por cierto, se hayan enredado tan asombrosamente, que por último no han sabido desenredarse sino destruyéndolo todo y admitiendo los absurdos más absurdos [10]. (Spinoza 1988a 132)

Las verdaderas distinciones

Para no confundir, entonces, hay que distinguir, lo cual implica reconocer que hay diversas formas de ser infinito que solo el entendimiento (y ya no la imaginación) puede concebir. Estos infinitos articulados conforman eso que Spinoza llama infinito en acto (que tantos negaron por ignorar la verdadera naturaleza de las cosas).

Por lo anterior, hay que saber distinguir, en primer lugar, la cosa que es infinita en virtud de su propia esencia: la sustancia única absolutamente infinita y la infinidad de atributos infinitos en su género que la constituyen. En este sentido, el infinito es una de las propiedades (junto con la eternidad, la simplicidad y la indivisibilidad) del ser cuya esencia envuelve la existencia necesaria, la cual explica que la sustancia y los atributos sean infinitos por su naturaleza y que no puedan, de ninguna forma, ser concebidos como finitos. Entonces, como la sustancia y sus atributos son la misma cosa [11], surge la exigencia de que el pensamiento sea capaz de concebir un único infinito –absoluto– constituido por una infinidad de infinitos en su género realmente distintos entre sí, esto es, que sea capaz de pensar la infinita infinidad real en su unidad absoluta. Cuando predomina una consideración abstracta o genérica de las cosas, se dan dos tendencias opuestas pero íntimamente articuladas: la de imaginar lo que es realmente diferente como perteneciente a distintas sustancias (de donde resulta la separación y la indiferencia recíproca que caracteriza lo que se supone separado), y la de imaginar la existencia de atributos comunes que vuelven comparables esas cosas distintas (de donde resulta la homogeneización y otro tipo de indiferencia, aquella justamente que pasa por alto las verdaderas diferencias). Frente a ello, Spinoza reclama el esfuerzo intelectual de concebir lo absolutamente diverso –sin comunidad atributiva alguna– al interior de lo absolutamente uno –que ninguna realidad separada (sea trascendente o sea insignificante) deja fuera de sí.

En segundo lugar, hay que saber distinguir las cosas que son infinitas en virtud de la causa de la que dependen: los modos infinitos, inmediatos y mediatos, en los cuales los atributos se expresan necesariamente. Estos modos infinitos se presentan en la Ética en la siguiente secuencia argumentativa: “Todo lo que se sigue de la naturaleza, tomada en términos absolutos, de algún atributo de Dios, ha debido existir siempre y ser infinito, o sea, es eterno e infinito en virtud de ese atributo” (E, I, p21). Asimismo, “todo lo que se sigue a partir de un atributo de Dios, en cuanto afectado de una modificación tal que en virtud de dicho atributo existe necesariamente y es infinita, debe también existir necesariamente y ser infinito” (E, I, p22). De tal manera que “todo modo que existe necesariamente y es infinito, ha debido seguirse necesariamente, o bien de la naturaleza de algún atributo de Dios considerada en absoluto, o bien a partir de algún atributo afectado de una modificación que existe necesariamente y es infinita” (E, I, p23). Si lo que se sigue de los atributos de la sustancia como sus efectos necesarios son modos, y modo es lo que es en otra cosa, por la cual debe ser concebido, entonces

[…] si se concibe que un modo existe necesariamente y es infinito, ambas cosas deben necesariamente concluirse, o percibirse, en virtud de algún atributo de Dios, en cuanto se concibe que dicho atributo expresa la infinitud y necesidad de la existencia, o lo que es lo mismo, la eternidad, esto es, en cuanto se lo considera en términos absolutos […] y ello, o bien inmediatamente, o bien a través de alguna modificación que se sigue de su naturaleza absolutamente considerada, esto es, que existe necesariamente y es infinita. (E, I, p23, dem.)

De esta manera, se dice que “Dios es causa absolutamente ‘próxima’ de las cosas inmediatamente producidas por él”, o que se siguen de su naturaleza considerada en términos absolutos, y, dado que la constitución esencial de las cosas debe comprenderse (como dijimos más arriba) o por su esencia o por su causa próxima, es en virtud de su causa, en este caso, que los llamados modos infinitos tienen la propiedad de ser infinitos y eternos. Sin embargo, como no es por su propia esencia que son infinitos, se explica también que puedan ser concebidos de forma abstracta, separados de su causa, suponiéndolos divisibles en partes y limitados.

En tercer lugar, deben ser distinguidas aquellas cosas que se llaman infinitas o indefinidas porque, aunque tienen límites, no pueden igualarse con número alguno. En este punto Spinoza presenta una respuesta matemática para aquellos que, como vimos, al confundir los modos de imaginar con las cosas reales, suponían al número capaz de determinar toda y cualquier realidad –lo cual se asociaba directamente con la incapacidad de discernir tanto la naturaleza de lo infinito como la de lo finito. Spinoza presenta el famoso ejemplo de los dos círculos no concéntricos para ilustrar la noción de algo limitado que, sin embargo, comprende una infinidad, la cual no puede ser numéricamente determinada:

Los matemáticos […] aparte de que han descubierto muchas cosas que no se pueden explicar con número alguno, lo cual pone en evidencia la incapacidad de los números para determinarlo todo, también conocen otras que no se pueden equiparar a número alguno, sino que superan cualquier número que se pueda asignar. Y, no obstante, no concluyen de ahí que dichas cosas superen todo número por la multitud de sus partes, sino porque la misma naturaleza de la cosa no permite, sin manifiesta contradicción, ser numerada [12]. (Spinoza, 1988a: 133-134)

Es por su naturaleza propia que el espacio interpuesto entre dos círculos no concéntricos, incluso siendo un espacio limitado (esto es, teniendo un máximo y un mínimo), no es numéricamente determinable, pues las desigualdades entre las distancias contenidas en ese espacio, junto con las variaciones del movimiento que debería sufrir la materia que se moviese en dicho espacio superan todo número. Entonces, ya que lo que “se llama infinito, o mejor, indefinido” debe ser diferenciado tanto de aquello que es infinito por su esencia como de lo que es infinito por su causa, es decir, debe distinguirse de lo que es en sí mismo infinito o ilimitado, podemos ver que lo que Spinoza pretende ilustrar con este ejemplo ha de referirse al ser de lo que es finito o limitado. La existencia de los modos, como hemos dicho antes, puede ser determinada a voluntad, siendo considerada como mayor o menor o dividida en partes, sin contradecir su concepto: en este caso, la existencia es concebida “abstractamente y como si fuese una especie de cantidad”. En cambio, si se considera esa existencia según su naturaleza propia –es decir, “la naturaleza misma de la existencia, que se atribuye a las cosas singulares porque de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos” (E, II, p45, esc.)–, ella debe ser concebida como infinita o indefinida (en el sentido de una continuación indefinida de la existencia). Se trata, en este caso, de

[…] la existencia misma de las cosas singulares, en cuanto son en Dios, pues, aunque cada una sea determinada por otra cosa singular a existir de cierta manera, sin embargo, la fuerza en cuya virtud cada una de ellas persevera en la existencia se sigue de la eterna necesidad de la naturaleza de Dios. (E, II, p45, esc.)

La existencia así concebida coincide, precisamente, con el modo en que debe entenderse el ser mismo de la esencia, que en tanto que existe, no es otra cosa que una perseverancia indefinida en la existencia. Como leemos en la Ética:

Todas las cosas singulares son modos, por los cuales los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera, esto es, cosas que expresan de cierta y determinada manera la potencia de Dios, por la cual Dios es obra, y ninguna cosa tiene en sí algo en cuya virtud pueda ser destruida, o sea, nada que le prive de su existencia, sino que, por el contrario, se opone a todo aquello que pueda privarle de su existencia, y, de esta suerte, se esfuerza cuanto puede y está a su alcance por perseverar en su ser. (E, III, p6, dem.)

De manera que “el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma” (E, III, p7). Así, y puesto que el esfuerzo de las cosas consiste en continuar en la existencia y, por ello, en resistir en la medida de lo posible frente a todo lo que pueda destruirlas, cualquier ser que se considere –a menos que sea destruido por alguna causa exterior–, continuará existiendo en virtud de la misma potencia por la que existe ahora. Por lo tanto, “el esfuerzo con que cada cosa intenta perseverar en su ser no implica tiempo alguno finito, sino indefinido” (E, III, p8).

Esto quiere decir que la existencia de los modos finitos, cuando es adecuadamente concebida, coincide con la propia duración de la esencia, con el esfuerzo variable, aunque continuo, por el cual una cosa persevera en la existencia (perseverancia gracias a la cual la cosa efectivamente dura). La variación (infinita) y la continuidad (indefinida) aparecen en el ejemplo de los círculos de la “Carta 12” como el resultado necesario del modo preciso en que el caso es definido, siendo los dos círculos no concéntricos. Es en tanto que los círculos son no concéntricos, justamente, que la suma de las desigualdades de las distancias que el espacio interpuesto contiene y las variaciones del movimiento de la materia en su interior deben superar todo número. En otras palabras, existen desigualdades (relaciones entre distancias) y existe movimiento en el espacio interpuesto, gracias a la suposición de que los círculos no coinciden en su centro. Asimismo, si bien existen “partes” que componen el espacio interpuesto entre los círculos, estas no son partes discretas, pues Spinoza no propone una sumatoria de segmentos de distancia desigual, sino de “desigualdades de distancia”, con lo cual, cada “parte” es una relación entre distancias diferentes: una diferencia de distancias. Es por esto que no existe discontinuidad alguna entre tales partes. Por último, la variación continua se da entre un máximo y un mínimo, pues por ser los círculos no concéntricos, existe un lugar del espacio interpuesto donde la distancia entre ellos es menor, y otro donde la distancia es mayor. Por lo que puede afirmarse que el ejemplo pretende ilustrar la forma en la que es posible concebir –escapando de la abstracción– el ser de los entes finitos, en la inseparabilidad de su esencia y su existencia; o, lo que es lo mismo, el modo en que lo infinito es efectivamente inmanente a lo finito. Así, la recomendación spinoziana, en relación al conocimiento verdadero de las cosas, sería que, si se trata de conocerlas adecuadamente, en cuanto efectos de una sustancia infinita, no debe concebírselas solamente a partir de su limitación recíproca, sino a partir de la infinitud en la que son y de la que dependen y que, por lo mismo, debe estar comprendida en su concepto.

Mariana de Gainza en dialnet.unirioja.es/

Notas:

10    Entre esos absurdos, por ejemplo, el que Spinoza menciona a propósito del tiempo: “Mientras uno conciba la duración en abstracto y, confundiéndola con el tiempo, comience a dividirla en partes, jamás llegará a comprender cómo una hora, por ejemplo, puede pasar. Pues, para que pase una hora, es necesario que pase antes su mitad y, después, la mitad del resto y después la mitad que queda de este resto; y si prosigue así sin fin, quitando la mitad de lo que queda, nunca podrá llegar al final de la hora. De ahí que muchos que no están acostumbrados a distinguir los entes de razón de los seres reales se han atrevido a asegurar que la duración consta de momentos, con lo cual, queriendo evitar Caribdis, han caído en Escila; ya que es lo mismo formar la duración de momentos que el número de la simple adición de ceros” (Spinoza 1988a 133).

11    Leemos en “Carta 9”, dirigida a Simon de Vries: “Por sustancia entiendo aquello que es en sí y se concibe por sí, es decir, aquello cuyo concepto no incluye el concepto de otra cosa. Por atributo entiendo lo mismo, excepto que se dice atributo respecto al entendimiento que atribuye a la sustancia tal naturaleza determinada” (Spinoza 1988a 121).

12    Para un análisis del ejemplo de los círculos no concéntricos, en el contexto del debate con la lectura que Hegel hace del mismo, remito a mi artículo “El tiempo de las partes. Temporalidad y perspectiva en Spinoza” (cf. De Gainza).

Mariana de Gainza

Introducción

El tema del infinito siempre ha parecido a todos dificilísimo e incluso inextricable, por no haber distinguido entre aquello que es infinito por su propia naturaleza o en virtud de su definición, y aquello que no tiene límites, no en virtud de su esencia, sino de su causa; por no haber distinguido, además, entre aquello que se dice infinito porque no tiene límites y aquello cuyas partes no podemos ni igualar ni explicar mediante un número, pese a que conocemos su máximo y su mínimo; y, finalmente, por no haber distinguido entre aquello que sólo podemos entender, pero no imaginar, y aquello que también podemos imaginar. (Spinoza 1988a 130)

Según leemos en la famosa “Carta 12” de Spinoza a Meyer, la comprensión del infinito resulta indisociable de cierto saber distinguir. En primer lugar, hay que distinguir entre lo que es infinito o ilimitado porque su esencia o naturaleza lo es (es decir, porque la misma definición de la cosa establece la necesidad de su infinitud) y lo que es infinito o ilimitado no por su propia naturaleza, sino por su causa (es decir, porque es causado por una cosa que es infinita o ilimitada). Hay que distinguir, además, entre lo que es infinito precisamente por ser ilimitado (ya sea por su esencia o por su causa) y lo que sí tiene límites (un máximo y un mínimo), pero no puede ser asociado a ningún número. Tales distinciones pueden ser adecuadamente efectuadas, a su vez, si se distingue entre el modo en que el intelecto piensa el infinito y el modo en que lo hace la imaginación. Solamente realizando la crítica del modo en que la imaginación opera (esto es, comprendiendo la manera en que nuestra mente, espontáneamente, tiende a producir las ideas de las cosas, y tomando distancia de esa producción espontánea para organizar de otra forma el pensamiento), el entendimiento puede percibir que ciertas cosas son infinitas por su naturaleza y, de ninguna manera, pueden concebirse como finitas. También puede percibir que otras cosas son infinitas en virtud de la causa de la que dependen, lo que habilita la posibilidad de que sean consideradas abstractamente (separándolas de la causa infinita que las produce) como divisibles en partes y limitadas, por más de que esto no convenga con su naturaleza infinita e ilimitada; y que otras cosas, en fin, se llaman infinitas o indefinidas porque no pueden igualarse con número alguno, aunque sea posible concebirlas, por tener un máximo y un mínimo, como más grandes o más chicas.

¿Pero qué quiere decir “saber distinguir”? ¿Qué aspectos involucra la actividad de discernimiento que debe realizar el entendimiento si pretende comprender verdaderamente el infinito? Es preciso diferenciar, en principio, las palabras y las cosas, distinguir los nombres que el hombre asigna a las realidades que procura conocer de las realidades mismas, consideradas según su naturaleza propia. Al mismo tiempo es necesario percibir la diferencia, ya no entre las palabras que imaginamos y las cosas reales, sino entre las mismas cosas reales: reconocer la existencia de realidades diversas o de modalidades distintas de la existencia, esto es, la diferencia al interior de la existencia. Esto implica, a la vez, el establecimiento adecuado de la diferencia y de la relación entre las esencias y las existencias, entre la naturaleza propia o intrínseca de las cosas tal como su definición puede comprenderla, y su ser en el contexto de las múltiples relaciones que constituyen el mundo. Finalmente, la diferencia que existe entre las propias esencias, todas ellas singulares, en sí mismas distintas y, por ello, distinguibles. ¿De qué manera tales distinciones han de colaborar en la adecuada definición de lo que es absolutamente infinito y de aquello que solo es infinito en su género, así como de lo que es infinito por su propia naturaleza y lo que es infinito en virtud de su causa?

Las palabras y las cosas

Dado que las palabras forman parte de la imaginación, es decir, que, como forjamos muchos conceptos conforme al orden vago con que las palabras se asocian en la memoria a partir de cierta disposición del cuerpo, no cabe la menor duda de que también las palabras, lo mismo que la imaginación, pueden ser causa de muchos y grandes errores, si no los evitamos con esmero. Añádase a ello que las palabras están formadas según el capricho y la comprensión del vulgo, y que, por tanto, no son más que signos de las cosas, tal como están en la imaginación y no en el entendimiento. Lo cual se ve en que, a todas aquellas cosas que sólo se hallan en el entendimiento y no en la imaginación, les impusieron con frecuencia nombres negativos, tales como incorpóreo, infinito, etc.; por eso mismo, muchas cosas que son afirmativas, las expresan negativamente, y al revés, por ejemplo, increado, independiente, infinito, inmortal, etc. (Spinoza 1988b 113)

Infinito, entonces, se cuenta entre aquellos vocablos negativos que, debido a las dificultades para entender lo que solo puede ser entendido (y no imaginado), se aplican a una realidad positiva. Las palabras surgen, gracias a la actividad corporal, como signos directamente asociados a las afecciones ordinarias que componen la vida imaginativa, siendo, a su vez, inseparables de las disposiciones variables del cuerpo y de las conexiones que establece la memoria para organizar una experiencia que, de otro modo, sería fragmentaria y caótica: las palabras cargan consigo esa pertenencia (forman parte de la imaginación). Así, cuando el pensamiento intenta comprender realidades que no son imaginables (que no pueden ser conocidas a partir de las imágenes que surgen de la afección recíproca de los cuerpos), este debe precaverse frente a la vinculación originaria de las palabras, en tanto estas pueden, igual que la imaginación, “ser causa de muchos y grandes errores”. Errores entre los cuales se cuenta la tendencia a concebir la realidad de lo que es infinito a partir de la proyección de la perspectiva finita que, trascendiendo las condiciones inter-corporales específicas que definen su situación, pretende remontarse más allá de su horizonte de conocimiento próximo. De esta forma, la experiencia de lo que es corpóreo, finito, creado, dependiente o mortal sirve de base (paradójica e insuficiente) para construir las nociones de incorpóreo, infinito, increado, independiente o inmortal. Esta base es paradójica, pues solo sustenta el sentido perseguido en cuanto es negada, de manera que nuestra reconstrucción espontánea de la noción de independencia o infinitud se asienta en la idea que tenemos de lo que no es dependiente o de lo que no es finito (tal como lo experimentamos). Por lo tanto, esa base es también insuficiente, pues para revelar que una cosa es infinita y para caracterizar esa propiedad suya, por ejemplo, no alcanza con decir que esa cosa es no-finita. Este problema no se resuelve agregando determinaciones negativas y diciendo que lo que es infinito es ilimitado, inconmensurable, inmenso, increado, interminable o imperecedero, pues lo único que se afirma con ello, en última instancia, es que lo infinito es impensable.

Si la inadecuación constitutiva de las palabras, y las consecuentes dificultades para su uso conceptual, se manifiestan ampliamente cuando se trata de asir lo positivo mediante términos negativos (ya que la indicación de lo que algo es mediante la sola enunciación de lo que no es resulta una aproximación a su naturaleza muy insatisfactoria), el caso del infinito, por referirse al ser de lo que existe absolutamente, sería el caso extremo de tal inadecuación, lo que explica que “a todos” les haya parecido un tema “dificilísimo e incluso inextricable”. De esta manera, el problema del infinito comienza a partir del mismo nombre con que se lo designa.

La “división del ser” (diferentes existencias)

No debe perderse de vista que, quien habla de infinito, habla de cosas infinitas. Entonces, para poder distinguir entre las diversas formas en que el infinito es concebido, se hace necesario comprender las diferencias entre los tipos de realidades o existencias a las que tales conceptos se refieren. Por esta razón Spinoza incorpora, en la misma “Carta 12”, un esclarecimiento acerca de las que considera como dos formas de existencia totalmente diversas: “Nosotros concebimos la existencia de la sustancia como totalmente diversa de la existencia de los modos” (Spinoza 1988a 131). ¿Cuál es la diferencia entre tales existencias? La existencia de la sustancia se sigue necesariamente de su esencia o de su definición: “aquello que es en sí y se concibe por sí” (E,I, def. 3) [1], es decir, el existir pertenece necesariamente a su esencia. Es por eso por lo que la existencia de la sustancia es la existencia necesaria, o la necesidad de la existencia. Por el contrario, a la esencia de los modos no pertenece el existir, es decir, de su definición no se sigue su existencia: “por modo entiendo las afecciones de una sustancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido” (E,I, def. 5). La existencia modal, entonces, no es necesaria, porque, aunque un modo exista actualmente, puede ser pensado como no existente [2]. Así, como dice el axioma 7 de E, I: “La esencia de todo lo que puede concebirse como no existente no implica la existencia”.

Entonces, de la diferencia entre la existencia de la sustancia y la existencia de los modos surge la distinción entre eternidad y duración. La segunda explica la existencia de los modos, la existencia de lo que no es en sí y por sí necesario, por lo cual puede ser pensado como no existente. De ahí que la duración o existencia de los modos, si “consideramos únicamente su esencia y no el orden de la naturaleza”, pueda ser determinada a voluntad, concebida como mayor o menor, o dividida en partes, conservando inalterado su concepto o definición. Por el contrario, “la eternidad y la sustancia, como no pueden ser concebidas más que como infinitas, no admiten nada por el estilo, a menos que destruyamos simultáneamente su concepto”, pues “la existencia de la sustancia se explica por la fruición infinita de existir o, forzando el latín, de ser” (Spinoza 1988a 131).

La existencia y la esencia

Reconocemos aquí la actuación de otra de las distinciones mencionadas al comienzo, ya que, si podemos determinar la existencia de los modos, dividiéndola en partes sin que ello implique la destrucción de su concepto, es porque una cosa es tal existencia en cuanto puede ser así determinada y otra cosa es la esencia de los modos, que permanece indivisa tal como su definición la concibe. Así, aunque podamos concebir cierta parte de la duración de una existencia diferenciándola de otras partes (por ejemplo, en el caso de la vida de un hombre, podemos considerar el período de su juventud), o podamos determinarla en su conjunto (diciendo, por ejemplo, que un hombre vivió hasta la edad de noventa años), considerándola como mayor o menor, más o menos extendida que otras, esto no implicará que la esencia correspondiente a esa existencia sea susceptible de ese tipo de determinación o de similares divisiones. Sin embargo, esa distinción que puede ser realizada entre la esencia y la existencia de algo no consiste en la diferenciación entre lo que efectivamente existe (la existencia propiamente dicha) y lo que no sería existente en el mismo sentido (la esencia). Por eso nuestro énfasis: una cosa (que existe) es la existencia de algo, y otra cosa (que también existe) es la esencia de ese mismo algo. Ahora bien, esas dos cosas no existen separadamente, a pesar de ser distinguibles, pues es la existencia o realidad de una sola y misma cosa la que puede ser considerada desde el punto de vista de su existencia y del de su esencia, sin que tal distinción de perspectivas implique que nos estemos refiriendo a seres diversos; es de la misma cosa de la que decimos que una cosa es su existencia y otra su esencia. De esta manera, no se trata de separar la esencia de algo (como posibilidad inactual, o ser meramente lógico o pensado) de su existencia (como actualización de esa posibilidad, o ser real y mundano), sino de comprender la distinción que puede establecerse entre su esencia “real y existente” y su existencia [3]. Esta inseparabilidad que se da entre la esencia y la existencia de una cosa remite a la misma definición spinoziana de esencia:

Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello dado lo cual la cosa resulta necesariamente dada, y quitado lo cual la cosa necesariamente no se da; o sea, aquello sin lo cual la cosa –y viceversa, aquello que sin la cosa– no puede ni ser ni concebirse. (E, II, def. 2)

Así, la cosa no pueda ser ni ser concebida si no es dada su esencia y, a la inversa, la esencia no puede ser ni ser concebida sin la cosa [4]. Esta imposibilidad de disociar la esencia y la cosa de la que es esencia, remite a la inseparabilidad de la esencia y la existencia a la que nos referíamos: es la concepción spinoziana de las esencias como cosas existentes o seres actuales, y no como posibles.

Distinción de esencias

Ahora bien, la distinción y la identidad entre esencia y existencia varían según cuál sea la cosa considerada pues, como señalamos anteriormente, existen realidades que son diferentes. En sentido riguroso, solo es posible realizar tal distinción entre esencia y existencia cuando nos referimos a los modos; pues en el caso de la sustancia, su “existencia no se distingue de su esencia”, su existencia y su esencia “son uno y lo mismo”, por ende, son idénticas (E, I, p 20). Pero lo que queremos enfatizar ahora es que si esas realidades –la existencia de la sustancia y la existencia de los modos– son realidades diferentes, es porque son sus esencias las que difieren. Así, para comprender la diferencia entre tales existencias, debe considerarse la diferencia entre las esencias correspondientes, tal como leemos en el Tratado de la Reforma del Entendimiento: “La existencia singular de una cosa cualquiera no es conocida sino en la medida en que conocemos su esencia” (§26). De esta manera, la distinción de esencias constituye la última de las distinciones a las que hemos hecho alusión, y que forman parte de ese saber distinguir que es fundamental para abordar la intrincada cuestión del infinito. Si la existencia de la sustancia es “totalmente diversa de la existencia de los modos”, ello deriva, como ya hemos dicho, de que a la esencia de la sustancia pertenece necesariamente el existir, mientras que a la esencia de los modos no pertenece el existir (lo que redunda en la identidad y en la distinción, respectivamente, de la esencia y la existencia). Estamos hablando, entonces, de una propiedad de la esencia de la sustancia que no pertenece a la esencia de los modos; presencia y ausencia de una propiedad que ha de seguirse de la propia naturaleza o esencia de cada una de esas cosas, definidas alternativamente como aquello que es en sí y se concibe por sí, y aquello que es en otra cosa por medio de la cual también es concebido. Se trata aquí de la diferencia de esencia que permite distinguir lo que es ontológicamente distinto, tal como lo establece Spinoza en el axioma 1 de E, I: “Todo lo que es, o es en sí, o en otra cosa”. Esto también puede ser expresado de la siguiente manera: nada hay en la naturaleza (esto es, fuera del entendimiento) excepto las substancias y sus afecciones (E, I, p4, dem. y p6 cor.). De ahí que sea necesario preguntar ¿en qué consiste esa diferencia de esencia?, ¿cuál es la esencia de aquello que es en sí y se concibe por sí, y de cuya definición se sigue necesariamente su existencia, y cuál es la esencia de lo que es en otra cosa y que, por ello, no envuelve la existencia necesaria?, es decir, ¿qué realidades son esos dos tipos de realidad que agotan toda la realidad?

De cada cosa que existe, dice Spinoza, debe darse necesariamente una causa determinada o positiva por la cual existe, debiendo estar esa causa contenida en la propia naturaleza y definición de la cosa (si la existencia pertenece a su esencia), o darse fuera de ella (E, I, p8, esc. 2). De esta manera, el conocimiento de la esencia o naturaleza de una cosa consiste en el conocimiento de la causa efectiva que la produce, pues si la causa se concibe adecuadamente, han de seguirse de ella todas las propiedades que pertenecen a su esencia y que realmente la caracterizan. Así, la distinción de lo que es ontológicamente diverso pasa por la consideración de la causa que lo produce, debido a lo cual la pregunta clave que debe hacerse si se trata de conocer algo es: ¿la causa de su ser y de su existencia se encuentra en su propia naturaleza o esencia, o fuera de ella? La diferencia entre el ser de lo que es en sí y se concibe por sí y el ser de lo que es en otra cosa y se concibe por otra cosa, consiste en que lo que es en otro tiene su causa fuera de sí (en aquella otra cosa en la que es y por la cual se concibe), mientras que lo que es en sí tiene, justamente, su causa en sí mismo, en su propia esencia. Solo la sustancia es causa de sí, como lo señala la primera definición de la Ética: “Por causa de sí entiendo aquello cuya esencia implica la existencia, o, lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza solo puede concebirse como existente” (E, I, def. 1). Ahora bien, toda causa, precisamente por ser causa, necesariamente actúa, produce efectos. En palabras de Spinoza: “de una determinada causa dada se sigue necesariamente un efecto, y, por el contrario, si no se da causa alguna determinada, es imposible que un efecto se siga” (E, I, ax.3). La cosa que tiene una esencia que implica la existencia, o sea, que tiene en sí misma la potencia para producirse, incluye en sí la causa por la que tal existencia suya es necesariamente producida. Esto significa que únicamente por ser, existe y actúa con total necesidad, pues siendo causa de sí, su propia esencia o ser consiste en existir auto-produciéndose. Por eso, aquello que es causa de sí es una causa absoluta o, lo que es lo mismo, es una cosa libre: “existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí misma a obrar” (E, I, def. 7). Ahora bien, en este caso, ¿qué puede decirse de los modos, que no tienen en sí su causa, y son por ello “determinados por otra cosa a existir y operar de cierta y determinada manera”? Si la esencia de la sustancia, por ser lo que es en sí y se concibe por sí, consiste en ser causa sui, lo que es en otra cosa y es concebido por otra cosa, ¿debería suponerse sin esencia o in-esencial, por no tener la consistencia positiva que la auto-causación le proveería?, ¿tendría que ser pensado como definitivamente coaccionado y ajeno a toda libertad? Más allá del hecho de que los modos no sean solo finitos, sino que también los haya infinitos, tratemos de ver si este cuestionamiento puede o no justificarse en relación con las cosas singulares. Lo que es en otro y es limitado por otro de la misma naturaleza, es determinado externamente a existir y a producir efectos. En ese sentido, todo modo finito [5] tiene una causa exterior que explica su existencia y sus operaciones, por lo que remite a otro modo finito que lo determina y que, a su vez, está determinado por otro, y ese por otro, al infinito. Por eso, se trata del tipo de realidad que constituiría el reverso de lo que se dice libre: “se llama […] necesaria, o mejor compelida, a [aquella cosa] que es determinada por otra cosa a existir y operar, de cierta y determinada manera” (E, I, def. 7). Sin embargo, hay que resaltar el hecho de que los modos finitos son doblemente determinados: una cosa singular ha sido determinada a existir y operar por otra cosa singular, pero a la vez “todo cuanto está determinado a existir y obrar, es determinado por Dios” (E, I, p16 y p24, cor.). La cuestión fundamental aquí es que lo que es en otra cosa por la que también es concebido es en la sustancia, y no en otra cosa cualquiera; el ser en otro es en la única sustancia que existe necesariamente, siendo producido inmanentemente por ella como modificación o afección de su propia esencia. Las cosas que tienen su causa “fuera de sí” la tienen en el ser absolutamente infinito en el cual son, que, además, las causas en sí mismo como sus efectos inmanentes, como las afecciones de su esencia, como sus infinitos “modos” de ser. De ahí que, para concebir adecuadamente la esencia de los modos, sea necesario comprender qué tipo de esencia y qué tipo de causalidad constituyen la sustancia, pues “el conocimiento del efecto depende del conocimiento de la causa y lo implica” (E, I, ax. 4).

Spinoza define a “Dios” como una substancia que consta de infinitos atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita, donde atributo es “aquello que el entendimiento percibe de una sustancia como constitutivo de su esencia” (E, I, def. 4). La esencia de la sustancia –que envuelve o implica la existencia necesaria– está constituida por una infinidad de atributos, de los que solo conocemos dos, la extensión y el pensamiento. En tanto cada atributo expresa la esencia eterna e infinita que todos simultáneamente constituyen, cada uno de ellos debe ser infinito. Pero infinito en su género, y no “absolutamente” infinito, pues “infinito en su género” es aquello de lo cual se pueden negar infinitos atributos. Como lo dice Spinoza, en la “Carta 4” a Oldenburg, alcanza con comprobar que “la extensión, en cuanto tal, no es el pensamiento” (Spinoza 1988a 88), pues el pensamiento no pertenece a la naturaleza de la extensión, de la misma forma que el pensamiento no es la extensión, pues esta no pertenece a la naturaleza del pensamiento (en cambio, “a la esencia de lo que es absolutamente infinito pertenece todo cuanto expresa su esencia, y no implica negación alguna” –E, I, def. 6, expl.). Si una realidad es infinita en su género, eso significa que no existe ninguna cosa que tenga su misma naturaleza y que pueda limitarla [6], pues en caso de que existiera, tal realidad no sería infinita, sino finita; con lo cual, todo lo que comparte cierta naturaleza “extensa, por ejemplo” está comprendido en esa infinitud, y ninguna cosa extensa puede ser concebida fuera de ella. Pero tampoco otra realidad cualquiera que no tenga nada en común con la extensión –como el pensamiento, por ejemplo– puede limitarla. Nada en común tienen entre sí los atributos de la sustancia: cada uno es en sí y se concibe por sí, lo que explica que no exista entre ellos ninguna limitación recíproca, ninguna interacción, ninguna relación causal [7], y que cada uno sea, entonces, infinito en su género o ilimitado. Por eso, los atributos son absolutamente diferentes, y el ser de la sustancia conformada por ellos (una realidad o existencia absolutamente infinita, constituida por una infinidad de realidades o esencias infinitas percibidas por el entendimiento como sus atributos) consiste en ser la unidad de lo irreductiblemente diverso, la realidad absolutamente diversificada en su ser único. Que la sustancia sea única se explica por su propia constitución: su esencia está hecha de todas las esencias, su realidad está constituida por todas las diferentes realidades existentes, de manera que fuera de la sustancia nada puede ser ni ser concebido. Por eso, decir “Dios” es lo mismo que decir “Naturaleza”, ya que la naturaleza es la realidad de todas las realidades distintas, constituida por y constituyente de todo lo que existe en el universo.

De tal esencia se siguen, entonces, las propiedades del ser absolutamente infinito que Spinoza sintetiza en la “Carta 35” a Hudde: es eterno; es simple y no compuesto de partes; no puede ser concebido como determinado, sino tan solo como infinito; es indivisible; no incluye ninguna imperfección ni límite, sino que expresa todas las perfecciones: por todo esto existe necesariamente (Spinoza 1988a 248). Ahora bien, si para caracterizar los modos, y no solo la sustancia, usáramos la serie de notas distintivas que encontramos en esta carta, conservando únicamente el aspecto “opositivo” o excluyente en relación con la causa sui [8], estaríamos subestimando las consecuencias fundamentales de la asociación entre el carácter inmanente de la causalidad sustancial y la caracterización de la esencia de la sustancia como la infinita productividad de una potencia infinita. La sustancia llamada “Dios” produce todo lo que existe en sí, sin salir de sí, por eso debe ser entendida como la “causa inmanente pero no transitiva de todas las cosas” (E, I, p18). Todo eso que necesariamente se sigue de esa fuerza productiva o esencia actuosa, como efectos inmanentes suyos, es producido por ella de la misma manera en que se auto-produce, esto es, según las mismas formas y leyes que pautan y constituyen su diversidad interna. De ahí que sea imprescindible comprender que “en el mismo sentido en que se dice que Dios es causa de sí, debe decirse también que es causa de todas las cosas” (E, I, p25, esc.), pues esto es lo que explica que “las cosas particulares no son sino afecciones de los atributos de Dios, o sea, modos por los cuales los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera” (E, I, p25, cor.). El ser en otro, entonces, es expresión parcial (cierta y determinada), positivamente y no opositivamente, de la potencia absoluta y, al mismo tiempo, cualificada (a través de un atributo) de una fuerza de producción absoluta (la causa de sí, que tiene la potencia de producir todo lo que existe al auto-producirse) [9]. Entonces, puesto que “la potencia de Dios es su esencia misma” (E, I, p34), tal potencia es la que define las esencias de las cosas singulares que, en cuanto efectos de una causa inmanente, son expresiones determinadas de esa potencia (o, lo que es lo mismo, las partes constituyentes de esa potencia, o sus infinitos grados), por lo cual ellas mismas son causas de sus propios efectos. Como leemos en E, I, p36, dem.: “Nada existe de cuya naturaleza no se siga algún efecto”, pues “todo cuanto existe expresa la naturaleza, o sea, la esencia de Dios de una cierta y determinada manera, esto es, todo cuanto existe expresa de cierta y determinada manera la potencia de Dios” (ibíd.). Queda claro, entonces, que la potencia de producir efectos (esto es, la fuerza para actuar) no solo es la esencia de Dios, sino la de cualquier realidad, que recibe de la sustancia, inmanentemente, su efectividad (con lo cual, quedaría resuelta la objeción referente a la in-esencialidad y a la supuesta pasividad de lo que es en otro). Asimismo, lo dicho acerca de la necesaria distinción entre el ser de la sustancia y el ser de los modos se comprende mejor ahora como una distinción interna de la misma realidad, que, tanto al nivel de lo que es absolutamente ilimitado y libre, como al nivel de sus “últimos” y más mínimos efectos, comparte los mismos atributos –expresivos de una única potencia de producción infinitamente diversificada. La esencia de los modos es, de esta forma, una parte de la esencia infinita de Dios, siendo constituida, al mismo tiempo, por ciertas modificaciones de los atributos divinos que expresan su naturaleza de determinada manera.

Mariana de Gainza en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1       De aquí en adelante, para las citas de la Ética (E) se indicarán las partes en números romanos (E, I; II, etc.); las definiciones y las proposiciones en arábigos (E, I, def. 3; E,I, p 20); señalándose con abreviaturas las explicaciones (expl.), los axiomas (ax.), las demostraciones (dem.), los corolarios (cor.), los escolios (esc.), los lemas (lem.) y los postulados (post.).

2       “Mientras nos atengamos a la esencia de los modos y no prestemos atención al orden de toda la naturaleza, del hecho de que los modos ya existan no podemos concluir que existirán o no después ni que existieron antes o no” (E, I, def. 5).

3       Como lo dice muy bien Deleuze: “Las esencias de modos no son ni posibilidades lógicas, ni estructuras matemáticas, ni entidades metafísicas, sino realidades físicas, res physicae. Spinoza quiere decir que la esencia, en tanto esencia, tiene una existencia. Una esencia de modo tiene una existencia que no se confunde con la existencia del modo correspondiente. Una esencia de modo existe, es real y actual, incluso si no existe actualmente el modo del que es la esencia” (Deleuze 1996 184-185).

4       Si la primera parte de la definición (pertenece a la esencia aquello sin lo cual la cosa no puede ni ser ni ser concebida) puede considerarse un lugar común de la tradición filosófica, la segunda parte (pertenece a la esencia aquello que sin la cosa no puede ni ser ni ser concebido) constituye una fundamental innovación spinoziana.

5       “Se llama finita en su género aquella cosa que puede ser limitada por otra de su misma naturaleza. Por ejemplo, se dice que es finito un cuerpo porque concebimos siempre otro mayor. De igual modo, un pensamiento es limitado por otro pensamiento. Pero un cuerpo no es limitado por un pensamiento, ni un pensamiento por un cuerpo.” (E, I, def. 2).

6       Donde el “límite” es, para Spinoza, algo impuesto a cierta naturaleza por la existencia actual de otra cosa de la misma naturaleza que la supera, estando por ello necesariamente asociado a la existencia de las cosas finitas. Si “se dice que es finito un cuerpo porque concebimos siempre otro mayor”, eso quiere decir “superior en potencia”, como queda claro más adelante en la Ética, y es especialmente desarrollado en la Parte IV a partir de la constatación de que “la fuerza con que el hombre persevera en la existencia es limitada, y resulta infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores” (E, IV, p3).

7       “Dos substancias que tienen atributos distintos no tienen nada en común entre sí” (E, I, p2). “Las cosas que no tienen nada en común una con otra, tampoco pueden entenderse una por otra, esto es, el concepto de una de ellas no implica el concepto de la otra” (E, I, ax.5). “No puede una cosa ser causa de otra, si entre sí nada tienen en común”, pues “si nada común tienen una con otra, entonces no pueden entenderse una por otra, y, por tanto, una no puede ser causa de la otra” (E, I, p3 y dem.).

8       Si la sustancia es en sí, los modos son en otro; si la sustancia es eterna, los modos duran; si la sustancia es infinita e indivisible, los modos pueden concebirse determinados y compuestos de partes.

9       “De la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas de infinitos modos [esto es, todo lo que puede caer bajo un entendimiento infinito].” (E, I, p16).

Emiliano Tiburcio Moreno

Hacia el macro-ecumenismo.

El ecumenismo, visto de forme universal, afectaría a todo el "Pueblo de Dios", es decir, a todos los hijos del creador. A este ecumenismo se le denomina "Macro-ecumenismo".

No se trata con este movimiento de llegar a una fusión de religiones, con la pérdida de la propia identidad, ni tampoco de la anulación del otro, sino que se trata del acercamiento mutuo para enriquecernos todos dentro de la diversidad.

La oración de Jesús narrada por Juan (Jn 17) constituye el punto de referencia del movimiento macro-ecuménico. No se trata en esta unión de una unión cualquiera, sino, del reflejo de la unión que el Padre tiene con Jesús.

Al querer Dios reunir a todos sus hijos, quiere que su unión sea un reflejo del mismísimo misterio de Dios. Entrar en el movimiento macro-ecuménico es entrar en un movimiento de unión de toda la humanidad, es un zambullirse en el amor de Dios, abierto a toda la humanidad.

Desde ahí, queramos o no, hay que comenzar lo que se está llamando el otro movimiento ecuménico. Es decir, no sólo debe partirse desde las iglesias instituciones, desde los teólogos o desde la base, sino también, y muy particularmente, desde ese estilo de vida alternativo con que explota cada mañana nuestra tierra Monseñor José Antonio Infantes Florido [25], en sus reflexiones sobre el ecumenismo declara: "hay también un nuevo concepto de ecumenismo en profundidad. Ecumenismo va a significar de aquí en adelante, una actitud constante y abierta de no cerrarse en un círculo y de no excluir a nadie del mismo. Lo cual no obsta para el concepto de verdadera Iglesia. Porque nada hay más opuesto al concepto de verdadera Iglesia que el concepto de círculo férreo" [26].

Un proyecto ecuménico popular, con apertura universal, comienza a abrirse en torno a Jesucristo. Es la expresión comunitaria  que reúne en torno a Jesús a judíos y gentiles, hombres y mujeres, pobres y ricos, sabios e ignorantes. Para el Nazareno la "buena nueva" consistía en la llegada del Reino, y este Reino es el punto central de la unión de toda la humanidad, y que "ya está en medio de nosotros". (Lc 17, 20-21).

Por tanto, la unidad que Jesús pidió para sus discípulos estaba en función de que el mundo creyese en el anuncio de la "buena nueva", y por tanto la unidad no se constituye en un absoluto, sino que lo preferente es el Reino.

El proyecto ecuménico popular toma cuerpo a partir del momento en que en situaciones concretas, hombres y mujeres de todas las convicciones se unen para hacer realidad lo que Jesús nos aportó, es decir, el Reino.

Es cierto, que muchas veces no se ve claro esa presencia del Reino, pe­ ro el Reino no viene aparatosamente, no se podrá decir: "está aquí o está allí" (Lc 17, 20-21), y decirlo será una presunción humana. Lo cierto es, que a partir de criterios de caridad, de libertad y de amor a los pobres se puede esperar que en estos movimientos se de la cercanía de Dios.

Ahora bien, es justamente la proximidad de Dios lo que caracteriza la presencia de Reino en los pueblos de toda la tierra. Aquí está el fundamento para hablar del "Macro-ecumenismo" y del camino hacia una religión universal, que es hacia donde camina toda la humanidad con su cabeza, Cristo, cuando Él sea todo en todos.

Juan Bosch dirá con acierto: "Siempre ha acompañado al movimiento ecuménico la convicción de que la unidad de la Iglesia, no es algo que termina en ella misma, sino que está llamada a ser fermento de unidad para toda la humanidad. Por ello, junto a la irrenunciable tarea de resolver las cuestiones doctrinales que separan las Iglesias, la lucha por transformar la realidad del mundo dividido, marcado por las rupturas a causa de la guerra, la pobreza, las injurias, la degradación del medio ambiente, constituyen también uno de los signos distintivos del ecumenismo" [27].

Por tanto, el ecumenismo no sólo debe buscar la unidad de las Iglesias, sino que debe hacer un mundo más habitable, donde la persona humana puede realizar en plenitud las dimensiones esenciales de su existencia. No tendrá Pablo VI en la encíclica "Ecclesiam Suam", en el apartado tercero, donde se habla de la Iglesia y el mundo, presenta una estratificación de la humanidad, donde esta, con distintas intensidades puede encontrar "ecos" de Dios.

La inmensidad adimensional de Dios en su misterio se constituye en el centro motor del amor divino, misterio inefable del don de sí mismo, donde todo ser tiene su fundamento.

Del centro adimensional surge una fuente divina que empapa todos los estratos y los diviniza [28]. Es la humanidad de Cristo. En Cristo Jesús la humanidad y la divinidad se abrazan en una sola persona, de forma que la divinidad queda humanizada y humanidad queda divinizada. La participación de la humanidad en la divinidad de Cristo, es la que debe llevar a los humanos a la expresión más profunda de la religión universal.

El siguiente estrato vendría constituido por los que profesan la fe en Cristo, como Hijo eterno del Padre. La comunión en la misma fe, en la misma esperanza y en la misma caridad es el fundamento o el principio constitutivo, donde el Pueblo de Dios encontraría la fuerza divina para sobreponerse a lo que separa a los creyentes en Cristo. Las divisiones se quemarían en el fuego del amor y el Evangelio engendraría una nueva vida para encontrarnos todos juntos en la voluntad de Cristo, que quiere que todos seamos uno. No más Iglesias cristianas desunidas cuando todos confesamos que Jesús es el Señor.

Otro estrato más externo, pero formando siempre parte del Pueblo de Dios, pues Cristo los adquirió con su sangre, aunque ellos no lo reconozcan, es la parte de la humanidad que adora al Dios único y Supremo, al mismo que nos referimos todos los cristianos. Esta parte del pueblo de Dios está formada por los hebreos, hermanos mayores en el monoteísmo, los musulmanes y las grandes religiones afroasiáticas. En todos ellos hay valores espirituales y morales que deben acercamos a ellos en fraternidad y libertad. Aunque sus formulaciones estén muy lejos de las nuestras son hijos del Mismo Dios y Padre.

Un último estrato está constituido por aquellos, y son muchos; que dentro de la humanidad no profesan ninguna religión o incluso se confiesan ateos. La negación de Dios, ya teórica o práctica, es normalmente equivocada y no responde nunca a las exigencias de la totalidad de la persona. Es un "dogma ciego", que degrada y destruye a la persona, pues es la sofocación de su propio principio que es el Dios vivo. También esta humanidad es "pueblo de Dios", pues de él depende creacionalmente y también por ellos murió Jesucristo en la cruz.

Sólo cuando no haya diferenciación de hombres en función de su raza, color, religión, sexo; cuando no haya ricos ni pobres, esclavos ni libres, cuando la libertad haya llegado a todos y todos seamos uno en Cristo, entonces y sólo entonces habremos llegado a la plenitud del ecumenismo.

Estos círculos concéntricos que ideó Pablo VI como forma de estar la humanidad en relación a Dios, significa la comunión de Dios con la humanidad y la humanidad con Dios y entre sí. De este pueblo universal es Jesucristo la Cabeza que nos injerta en el mismo Dios.

"En este sentido, -Dirá Monseñor Infantes Florido- el ecumenismo es tanto como abrir más y más el círculo, como acrecentar continuamente los lazos familiares, como ofrecer a los otros, en todo tiempo, la mano a la fraternidad. Es lógico que haya quedado atrás la idea del ecumenismo como mero contacto que se tiene en un momento dado y se termina. Todo lo que sea buscar un sentido pleno para la vida de todos los hombres, eso es ecumenismo. Porque el verdadero sentido pleno de la vida está en Dios" [29].

Desde esta perspectiva, puede surgir el problema de la identidad institucional de la Iglesia, pero es precisamente este verdadero ecumenismo el que mantiene la identidad institucional, pues la identidad de la Iglesia es el mantenerse como signo de salvación universal, por eso, el elemento constante del ecumenismo será la unidad en la universalidad.

El ecumenismo en la diócesis canariense

El ecumenismo como camino de unidad implica el compromiso de todos los cristianos. Se impone el despojarse de sí mismo, el liberarse de los propios apegos, el dejar el mundo de las propias seguridades para con una sana indiferencia, generadora de libertad, indagar la voluntad de Dios. Debemos roturar la tierra de nuestros corazones para que la llovizna de la acción del Espíritu penetre hasta lo más hondo de nuestro ser.

La unidad en el ecumenismo, sólo es posible, si arranca de la conversión del corazón y de la santidad de vida [30], junto con una actitud orante al estilo de Cristo que oró al Padre con ardor la víspera de su muerte: "Padre que todos sean uno" (Jn 17, 21).

La conversión del corazón, desde el reconocimiento humilde de nuestros pecados y los ajenos lleva a la comunión con Dios y a la apertura a nuestros hermanos, lo que implica que el caminar por la senda del ecumenismo lleva la exigencia de vivir en una radical fidelidad al evangelio.

K. Barth afirma: "El camino hacia la unidad de la Iglesia, tanto si parte de un lado, como si parte de otro, no puede ser otro que la renovación. Pero renovación significa arrepentimiento, y arrepentimiento significa conversión, no conversión de los otros sino conversión propia" [31[.

Sólo la permanencia en una actitud cerrada en sí mismo genera "el pecado que es el cáncer  de la unión de los cristianos" [32]. Mientras que "cuanto más estrecha es la comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrá aumentar la fraternidad mutua" [33]

La comunión de los santos, que profesamos en el símbolo de la fe, se realiza en función del amor a Dios y a los hermanos, y de este amor nace el deseo y la esperanza de la unidad. El amor se constituye, por tanto, en comunión, corriente profundísima que da vida e impulso al proceso de unión [34]

"Este amor, -según Juan Pablo II- halla su expresión más plena en la oración común" [35]. Pues en la comunidad orante, Cristo está presente en medio de la comunidad y ora en nosotros, con nosotros y por nosotros.

Es desde la perspectiva del amor universal de Dios, es desde donde se puede captar, en toda su amplitud, la universalidad del movimiento ecuménico.

La Iglesia, y con ella la religión, tienden a ser una y única, como uno y único es el misterio de Dios que las sostiene.

Primeros pasos del ecumenismo en Canarias

El quehacer ecuménico en la Diócesis de Canarias está profundamente ligado en sus comienzos a la figura de Obispo J. A. Infantes Florido, quien impulsó el movimiento ecuménico desde que llegó a la Diócesis. Diciembre 1967.

Eran los primeros años posconciliares, y los corazones de los creyentes vibraban con la esperanza de la unión de las Iglesias cristianas. Aires frescos venían de Roma y un mundo nuevo parecía comenzar a renacer.

D. Heraclio Quintana presentaba en el Eco de Canarias el miércoles 24 de enero de 1979 un trabajo titulado: "diez años de ecumenismo" (1968-1978), que correspondía a los 10 años que estuvo Infantes Florido como Obispo de la Diócesis, hasta que fue trasladado a Córdoba. En este trabajo se nos presenta en perspectiva lo que fueron estos 10 años del movimiento ecuménico [36].

Parte D. Heraclio de la vivencia intensa que se tuvo del ecumenismo durante esta década, aunque, muchas veces, no exento de problemas. Por eso comparará el movimiento ecuménico en el espíritu, con el río Guadiana en su fluir por las tierras de la mancha. Así se expresa D. Heraclio: "el movimiento ecuménico es como un río subterráneo en el interior de los espíritus, que corre a un ritmo incontrolable. En cualquier momento puede aflorar a la superficie y en cualquier otro perdérsenos de vista" [37].

El movimiento ecuménico es una semioscuridad donde las luces y las sombras son constantes. Unas veces parece que la unión es ya una realidad y otras parece ausentarse en la oscuridad. De todas formas, el movimiento ecuménico se encuentra impulsado por el Espíritu Santo y es él quien lo llevará a término.

Confiados en esa asistencia del Espíritu se crea una comisión de sacerdotes y seglares, cuyos primeros trabajos van a cristalizar en la edificación del templo ecuménico, "el Salvador", en la playa de Ingles, que se inauguró el año 1971.

El Templo, cuya finalidad es la acogida de los turistas que visitan las Islas para descansar, es el espacio donde se anima a los fieles a vivir su fe durante el tiempo de su permanencia, en comunión con sus respectivas comunidades, sacerdotes y pastores. Son momentos de diálogo abierto y de enriquecimiento cultural y espiritual. Así el Templo se constituye en un lugar privilegiado para el quehacer ecuménico de la Diócesis. Lugar de encuentro de distintas Iglesias cristianas procedentes de toda Europa.

Entre las Iglesias que utilizan los servicios del Templo ecuménico están: la católica de las distintas naciones europeas como (España, Francia, Irlanda, Inglaterra, Italia, Holanda, etc.), Iglesias de otras confesiones cristianas como (Luterana, Evangélica, La Escandinava, Holandesa Reformada, etc.). Cada una de ellas tiene su sacerdote o pastor responsable de la comunidad.

Según la información del Rector del templo, el Rvdo. D. Jesús Marqués, a lo largo de la semana se realizan distintas celebraciones, cultos y reuniones, y actividades culturales y lúdicas. El Templo dispone también de salón multiuso que posibilita todo tipo de encuentros.

En distintos momentos del año se realizan celebraciones ecuménicas, como son: celebración por la Paz, el 31 de diciembre, día de san Silvestre, Octavario de oración por la unión de los cristianos, Vía Crucis inter-confesional, el Viernes Santo, etc.

También hay momentos para el Macro-ecumenismo, encuentro con musulmanes y judíos y otras personas que en momentos existenciales profundos, buscan dar sentido a su vida. Es en esta realidad del Templo donde se concretiza el quehacer ecuménico de la Diócesis, en donde irradian esperanzas en la oración y en el sentimiento.

Los actos ecuménicos se inician en el año 1968 con una gran celebración de la Palabra en la Santa Iglesia Catedral. A partir de esta celebración ha habido siempre dos celebraciones, una al principio y otra al fin de la semana por la unión de los cristianos.

Un dato digno de reseñar, en el ecumenismo de la Diócesis, es que el movimiento ecuménico no se cierra sobre sí, sino que se abre como una cauce natural para dar paso de inmediato al diálogo inter-religioso, o lo que es lo mismo, al movimiento macro-ecuménico.

Bullía en aquellos tiempos en el corazón de la Diócesis, el buscar caminos de encuentro entre todas las confesiones religiosas. Con singular importancia destaca el p. Heraclio el encuentro celebrado en el "gabinete Literario" con la participación de las comunidades locales no cristianas: "japonesa, árabe, india, judía, cuyos cónsules y responsables acogieron la idea entusiásticamente y organizaron un verdadero espectáculo de música, canción e imagen, además de ilustrarnos con sendas disertaciones sobre las vivencias religiosas en sus respectivos países" [38].

Por el templo ecuménico han pasado personalidades de las distintas confesiones religiosas. Pero lo más importante, por ser lo menos institucional, son los contactos inter-confesionales que se realizan fuera de la semana de la oración por la unidad. El encuentro empapado en libertad y espontaneidad hace que el Templo se constituya en la casa de todos, donde la sonrisa abre la puerta, el diálogo fluye como comunicación y comunión, la disponibilidad se hace ofrecimiento entre uno y otros, en definitiva, es en encontrarse con la casa habitable para todos. Aquí el misterio trinitario de Dios se constituye en el punto central de la unidad. Hay una captación de la voluntad del Padre que quiere reunir a todos sus hijos entorno a su Hijo Unigénito.

En estos momentos de presencia divina en medio de la comunidad se hace patente el eco de la llamada a la conversión, que no está en que unos conviertan a otros, sino en convertirnos todos a la verdad total.

Una serie de entrevistas, a las que he tenido acceso, marcan también el pensamiento del movimiento ecuménico en la Diócesis. En el año 1975 Margarita Sánchez Brito entrevista, en la hoja del lunes, Al Obispo Infantes Florido, a la pregunta sobre el momento actual del ecumenismo responde: "nos encontramos pasando lo que se llamaría el deshielo (...) una etapa histórica, que gracias a Dios está ya anunciando una primavera de encuentros mejores y más profundos. Yo diría que nos encontramos, sobrepasando el deshielo y los sentimientos, en la etapa del encuentro a otro nivel más profundo".

Este nivel más profundo es el nivel del encuentro y del diálogo teológico, en el se da el intercambio de investigaciones y aportaciones mutuas. Se debe profundizar en el centro doctrinal propiamente revelado y se debe limpiar el Dogma de todos los dogmatismos.

A una nueva pregunta de la periodista, interesándose si han aparecido signos nuevos en el ecumenismo, responde con agilidad, dejando traslucir sus profundas convicciones ecuménicas: "sí, la amistad. Hay mucha más amistad y más afecto. (... ). Se ha ganado mucho en la amistad, en el diálogo, en la comprensión, en la oración, y yo diría también, en la respuesta a las motivaciones que el Espíritu Santo está teniendo en todo el mundo".

En esta entrevista la amistad se abraza con la caridad rompiendo fronteras para irrumpir en la acción, y así estar todos más unidos al lado de los más pobres y más necesitados. La caridad nos adentra en lo profundo del ser, donde la caridad se funde con la verdad. Ahí desaparecen todas las apariencias y en el amor de Dios se descubre toda la verdad de Cristo, tal como él la ha revelado.

El año 1980, cuando ya había cambiado de sede episcopal D. José Antonio Infantes Florido, nos encontramos con una nueva entrevista de Margarita Sánchez Brito, en este caso con el Rector del Templo, que en estos momentos era, D. Francisco Martel, quien presenta, en primer lugar, el momento ecuménico que está viviendo la Diócesis. Después de señalar el carácter singular de las Islas por el fenómeno turístico, intenta remarcar con toda claridad, como el ecumenismo es una de las vocaciones más profundas de las Islas. "Ninguna otra región de España, como la nuestra, está mejor preparada para realizar el tema del Ecumenismo".

La situación en que se encuentra el movimiento ecuménico en los años ochenta, es la toma de conciencia de que la Iglesia católica debe salir al encuentro de las demás Iglesias. Pablo VI abre las puertas del Vaticano y las puertas de otras Iglesias se le abren a él.

A la pregunta que le hace la periodista ¿el ecumenismo es un reto de la Iglesia? D. Francisco Martel responde: "Sí, lo es. La Iglesia ya no puede parar. La Iglesia tiene que agotar todos los medios y confiar en que no son los seres humanos los que van a abrir el camino. Pero, sí nos toca sudar hasta el final para que después el Espíritu Santo abra la puerta, que no sabemos cual es, una puerta hay allí, pues está es la voluntad de Jesús cuando dice, "que todos sean uno". Y la voluntad de Jesús debe realizarse".

Canarias es un lugar inmejorable para vivir el movimiento ecuménico. Aquí se da el espacio para el encuentro de las distintas confesiones religiosas de las naciones del mundo. Aquí se vive la amistad en diálogo, aquí se regenera el pensamiento y se abre a los demás. Aquí las Iglesias se abren al Amor, que es la puerta fundamental, por donde toda la humanidad se encontrará.

Los últimos horizontes sobre el ecumenismo, en nuestra Diócesis, los tenemos de manos del rector del Templo, D. Jesús Marqués. En un artículo del 18 de julio de 2005, titulado: Experiencia ecuménica en el plan trienal, constata como las nuevas condiciones existenciales del hombre de hoy, han llevado, en algunas zonas turísticas, a una estrecha convivencia entre hermanos de diferentes confesiones cristianas y de otras religiones.

El templo del Salvador se constituye en el lugar, por excelencia, donde se aviva la dimensión espiritual de la persona, donde se vive plenamente la fe, donde se alimenta la comunión fraterna, donde el diálogo  se abre para todos y con todos. En definitiva, es el lugar donde reina la alegría familiar de los hijos de Dios.

Estas celebraciones y encuentros es lo que se conoce como ecumenismo de base. Aquí, manifiesta D. Jesús Marqués se ha superado, de alguna forma, lo de "separados", se intenta quemar etapas para que la unidad sea una realidad, esto lleva a convivir en armonía y tolerancia, como un adelanto de la unión de las Iglesias oficiales y libres de Europa. "Es un quemar etapas, para que la unidad se realice lo antes posible. Hay susurros que se preguntan ¿por qué no?, ¿qué nos falta? Nos sentimos todos uno". Es la ilusión del Pueblo de Dios por vivir la unión fraternal.

El pensamiento ecuménico del obispo Infantes Florido.

El alma mater del movimiento ecuménico posconciliar en la Diócesis, sin duda alguna, fue el Obispo D. José Antonio Infantes Florido, que nos dejó su pensamiento en las exhortaciones, que cada año hacía en enero, con motivo de la semana por la unión de los cristianos.

En carta escrita el 18 de enero de 1968 manifiesta su deseo de cumplir el compromiso católico en todos sus aspectos, es decir, en todo lo que se refiere a la oración, al mutuo conocimiento, al mutuo respeto y al diálogo fraterno y constructivo.

La voluntad de Cristo (Jn 17, 21) se hace cada día más imperiosa, y el Espíritu Santo hace cada día más viva la promesa de que ese momento histórico debe llegar. Estamos en tiempos de rogar al Señor intensamente para que se produzca la deseada unidad. Esto lo decía convencido de la unción cristiana que habíamos recibido y de nuestra inserción en Cristo por el Bautismo.

En el Bautismo nos hemos unido a Cristo y formamos su cuerpo místico, fundamentando nuestro nuevo ser. Pero el transcurso de los tiempos, la unidad se ha ido destruyendo por la dispersión cristiana.

Cristo es uno y fuente de unidad, y exige que todos vivamos unidos, hasta el punto de formar todos una familia revestida de Cristo, donde "ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, todos seremos uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). Pero por desgracia "la división ha penetrado en la base de la sociedad, en el centro de la familia, encontrándonos situaciones en que la fe, lejos de anudar a los esposos por el Sacramento del Matrimonio, es precisamente  lo que los divide" [39].

Todos somos cooperadores de Dios (Cf. 1Co 3, 9), por lo que estamos llamados a ser constructores de unidad.

El camino a seguir, según Infantes Florido, para conseguir esta unidad, no puede se otro que la Sagrada Escritura, en ella podemos caminar a la plenitud de la verdad divina, y en este camino hay un maestro de la Verdad, que es el Espíritu Santo, que es el que enseña a la comunidad de fieles congregados en comunión. La Sagrada escritura no es sólo para escucharla, sino también para vivirla y desarrollarla, y sobre sus cimientos construir la Unidad en la Verdad [40]

Pero si la Sagrada Escritura es el camino, la Eucaristía es la Plenitud. La llamada del amor nos compromete a todos en acciones de futuro, la cooperación inter-eclesial de estar al lado de los pobres y los marginados de nuestra sociedad, afirma los lazos del entendimiento y de la cordialidad. Pero el punto clave de la unidad está en la intercomunicación eucarística.

"Es aquí, -dirá monseñor Infantes Florido- en la Eucaristía, donde más se siente el desgarro de la Iglesia, es en la mesa del Señor donde destacan los puestos vacíos, sin duda alguna porque se reconoce que la Eucaristía es el culmen y la meta de la sacramentalidad eclesial" [41]. Y por ser meta y culmen no puede ser algo inmediato.

El trabajo ecuménico es un trabajar para un futuro cierto e incierto a la vez, dirá el Obispo. Incierto, porque no sabemos ni el día ni la hora. Cierto, porque es el mismo Espíritu el que impele hacia la Unidad. No importan los éxitos ni los fracasos, debemos proseguir en nuestros esfuerzos. Por ello mirando al campo recuerda la siembra y la siega en las siguientes palabras: "El ecumenismo forma también parte de la singular labranza de Dios. Nuestra aportación personal es necesaria en lo que, en términos evangélicos, llamaríamos la siembra; pues la semilla -la Palabra y la Gracia- crece por sí sola. Tiene su fuerza íntima, germinal, sin que dependa de nosotros ni el crecimiento ni la maduración" [42].

Un nuevo aletear del Espíritu Santo está dando origen a ciertos barruntos ante la nuevas formas de espiritualidad, que se ponen de manifiesto en los movimientos carismáticos, en las comunidades pentecostales, en el florecimiento del estudio sobre los místicos, todo ello indica las inquietudes por llegar a la plenitud de la vida espiritual, con el deseo firme de conocer y amar mejor al Espíritu Santo.

El horizonte parece clarear y la vigilancia debe acechar a lo que se mueve dentro y fuera de la Iglesia. Hay una nueva frontera que abrir, un nuevo campo que explorar que nos puede llevar a la plenitud de la de la libertad y de la verdad y en ellas confesar que Cristo es el Señor [43]

En el año 1975, en la exhortación, con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, Infantes Florido, entrevé un incierto grado de unión, entre los cristianos, por el que debemos dar gracias a Dios.

"Nos conocemos más, nos respetamos, nos reunimos en oración y diálogo, tomamos conciencia cada vez más clara de la incomprensión de nuestros enfrentamientos pasados, sentimos el deseo de la reconciliación, se responde con prontitud a las inspiraciones del Espíritu Santo en variedad de carismas y mociones en pro del movimiento ecuménico; en fin, se toma conciencia de responsabilidad en todos los niveles a cerca de la unidad cristiana" [44]. Todo ello se debe conservar en espíritu de amor y de fraternidad, mientras llega el momento deseado.

El año 1976 el título la exhortación se presenta con tintes alarmantes: "Difícil momento del Ecumenismo". Pero, la exhortación como tal se abre con un grito de esperanza: "No sería el ecumenismo un camino abierto por el Espíritu Santo si no llevara consigo la esperanza. Es decir, que la meta de la Unidad está ahí, la tenemos frente a frente, como llamada apremiante y como realización posible" [45].

La causa del momento dificil por el que pasa el ecumenismo, según el Señor Obispo, se debe: "a que se ha tomado como punto de llegada lo que no es más que un respiro", por eso invita a reemprender la marcha con nuevos bríos.

Nuevamente, en el año 1977, se hace reflejo de esos ánimos bajo el símbolo de la semilla oculta [46]. No podemos, en el camino ecuménico, dar lugar al cansancio ni al desánimo. A nosotros lo que nos pide el Señor es el esfuerzo de sembrar.

La sensación de que damos vueltas a una noria cansina, sin agua y sin estímulo que la mueva, debe ser superada. No podemos escondernos en la inutilidad del esfuerzo del mito de Sísifo.

Nuevas aspiraciones deben nacer en la mente y en el corazón para hacer posible la unidad tan deseada.

El año 1978, la Semana de la Unidad de los Cristianos, tiene un nuevo contexto. El catolicismo, en España deja de ser la religión del Estado, y todas las confesiones religiosas serán iguales ante la ley. Esto supone que el tema del ecumenismo en España, debe ser enfocado desde nuevas perspectivas, en relación a la nueva situación, que se va a vivir en nuestra Nación.

La conciencia, de que detrás de los posibles articulados constitucionales, existe el hecho religioso en sí, lleva a promocionar el hecho religioso, lo que desemboca en un concepto más amplio del ecumenismo, que es lo que hemos llamado el macro-ecumenismo. No son momentos de miedo ni de temor, sino que es la hora cumbre de la evangelización del mundo moderno. Es la apertura universal del ecumenismo a todos los hombres de buena voluntad.

El pensamiento del obispo Infantes Florido no queda cerrado en las exhortaciones citadas, su pensamiento tiene horizontes mucho más amplios, hasta el punto que el gusto por el ecumenismo, va con él a donde el Señor lo lleve, es decir, que el obispo Infantes Florido, siente su vocación ecuménica en el "hondón" de su ser, e irá progresando y ensanchando los cauces por donde la humanidad pueda encontrarse.

En la revista Ecclesia publica un artículo, que después se recogerá en el libro "Iglesia y Actualidad", titulado el "otro" ecumenismo, donde pone claramente de manifiesto que el ecumenismo no ha seguido la evolución prevista, sino que ha sido un movimiento de sorpresas, comenzó con una confrontación de credos y ahora nos encontramos con una encrucijada que gravita sobre dos centros, el de las cuestiones doctrinales y religiosas y el de la calidad de vida y los derechos humanos. Desde aquí, querámoslo o no, hay que comenzar lo que se llama el otro movimiento ecuménico. Que debe partir, no solo, de las instituciones, iglesias y teólogos sino también desde es estilo de vida alternativo que explota cada mañana e nuestra tierra. La tarea en pro de la unidad cristiana se ve interpelada por la situación del mundo de hoy y del hombre que se ha movido.

"Por ello, -dice Infantes Florido- el ecumenismo debe hacer un alto, para situarse en un nuevo horizonte, y reflexionar sobre lo que está sucediendo: el desplazamiento de todo un mundo asen­ tado sobre una determinada antropología" [47].

Hay, por tanto, un nuevo posicionarse en el concepto de ecumenismo, en cuanto el concepto de ecumenismo no es algo definitivamente hecho, ni definitivamente comprendido. El elemento constante del ecumenismo será siempre la llamada a la unidad en la universalidad. Pero esta actitud estará siempre en revisión, para que también pueda encajar en la unidad, ese otro elemento propio de la universalidad que es la pluralidad [48].

Dos llamadas urgentes laten en el ecumenismo de nuestros días:

1ª) Tratar a los demás como queremos que ellos nos traten a nosotros, en un diálogo abierto y fraterno.

2ª) Tomar conciencia de que todas las religiones del mundo deben ponerse al servicio de la vida y de la paz, desde la opción por los más débiles.

Concluiremos diciendo, que el ecumenismo no busca solamente el diálogo y la unión de las Iglesias cristianas, sino que tiene un sentido mucho más amplio en la unión de toda la humanidad. El término ecumenismo debe desarrollarse en sus cuatro dimensiones: geográfica, cultural, política y religiosa. Debemos reconocer que estamos ante una nueva forma de posicionarnos ante el ecumenismo.

Como consecuencia de esta nueva concepción del ecumenismo se debe tener presente que hay otros espacios abiertos al ecumenismo como son el ecumenismo ecológico y el ecumenismo de la emigración.

El ecumenismo no es una meta, sino un camino. La meta es el fin del camino, que es la unión de toda la humanidad entre sí y con Dios.

Emiliano Tiburcio Moreno, en dialnet.unirioja.es

Notas:

25      Monseñor José Antonio Infantes Florido fue Obispo de la diócesis de Canarias desde diciembre de 1967-1978. Después es nombrado Obispo de la diócesis de Córdoba hasta su jubilación. Fallece en noviembre de 2005.

26      INFANTES FLORIDO, J. A Iglesia y actualidad (Córdoba 1992) pg.29.

27      BOCH, J. y MÁRQUEZ, C. 100 Fichas de Ecumenismo (Burgos 2004) Ficha 11.

28      RATZINGER, J. Fe, Verdad y Tolerancia (Salamanca 2005). Se refleja claramente en esta obra del Papa actual, Benedicto XVI, la perspectiva hacia la religión universal única, concretada en el cristianismo, como religión donde se sintetiza la fe y la razón. El cristianismo realiza una desmitologización, que lleva a la victoria del conocimiento y al mismo tiempo al resplandor de la verdad. Por esta razón, el cristianismo debe considerarse como universal, y por tanto, dirigido a todos los pueblos.

29      INFANTES FLORIDO, J. A. Iglesia y... pg. 30.

30      UR8

31      BARTH, K. Relexiones sur le deuxiéme concile du rátican II Ginebra 1962.

32      SÁNCHEZ VAQUERO, J. Ecumenismo. Manual de Formación Ecuménica. (Madrid 1968).

33      Cf. UR nº 7

34      Cf. Ut Unum sint (29).

35      Ibídem

36      QUINTANA, Heraclio. El Eco de Canarias. (24 enero 1979)

37      QINTANA, Heraclio, Eco de... 24 enero 1979.

38      QUINTANA, Heraclio, El eco de... 24 enero 1979

39      INFANTES FORIDO; J. A. Boletín del Obispado de Canarias. Enero 1969, pg 53

40      Cf. INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín del Obispado de Canarias. Enero 1971, pg. 73

41      INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín del Obispado de Canarias. Enero 1972 pg. 22

42      Ibídem. Enero 1973 pg. 59

43      Cf. INFANTES FLORIDO Boletín de la  Diócesis  de  Canarias. Enero 1974, pgs 73-76

44      INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín de la Diócesis de Canarias Enero 1975, pg 81

45      INFANTES FLORIDO, J. A. Boletín de la Diócesis de Canarias. Enero 1976, pg. 10

46      Cf. INFANTES FLORIDO, J.A. Boletín de la Diócesis de Canarias. Enero. 1977 pgl 7-19

47      Cf. INFANTES FLORIDO, J.A. Iglesia y actualidad (Córdoba  1992) pgs 11-14.

48      Ibídem pgs 30-31

Emiliano Tiburcio Moreno,

La renovación de las instituciones cristianas, a pesar de que alguno de los procesos no haya llegado a cristalizar, es una realidad latente en todo el orbe cristiano.

Los signos de los tiempos, a los que debemos prestar atención, nos hablan de un nuevo periodo en la relación entre las Iglesias cristianas y también de una mayor apertura en el diálogo ecuménico e inter-religioso.

Un nuevo aletear del Espíritu Santo sobre la humanidad, hace que ésta despierte de la somnolencia y se reaviven la dimensión espiritual de la persona y su capacidad relacional.

Nos encontramos en un tiempo, donde terminado el segundo milenio, el tercero irrumpe cargado de problemas y de quehaceres en la Iglesia. Los movimientos religiosos y las distintas confesiones de fe se presentan con nuevos retos para todos los creyentes.

En la conciencia de las Iglesias cristianas gana espacio el convencimiento de que vivir el Evangelio exige hacer una opción por los pobres, pero esta opción no se puede realizar en plenitud, mientras los que anuncian el evangelio no lo hagan desde la unidad. Lo que exige que la ruptura histórica de Cristo sea restaurada en la misma histórica.

Jesús instituyó una Iglesia unida que el tiempo separó. El reto que ahora se presenta es volver a la unidad que en un tiempo se rompió. No podemos presentarnos ante Cristo, tan divididos como desgraciadamente nos hemos presentado en el último milenio.

Una nueva llamada a la unidad, está sembrando de inquietudes a la mayoría de las Iglesias cristianas, que germinan en nuevas actitudes y en nuevos comportamientos. Donde antes se polemizaba ahora se dialoga, donde antes había enfrentamiento ahora se aúnan esfuerzos. De la enemistad se ha pasado a la amistad, a la comprensión y a la colaboración.

La apertura eterna del misterio de Dios al hombre comienza a reflejarse en la apertura del hombre al hombre. Nada de lo que sucede en la humanidad nos puede resultar indiferente. El hombre debe mirarse en el espejo de Dios para percatarse que la historia no se puede hacer sino por caminos de paz y de amor.

Los movimientos misioneros y las actitudes de todas las Iglesias cristianas deben ser una búsqueda de la deseada unión de todas la Iglesias. Es más, la humanidad entera, en la búsqueda constante del sentido de su vivir, debe constituirse en plataforma de encuentro con la Realidad Absoluta que nos sostiene.

Todos juntos debemos construir un mundo mejor sobre los pilares de la justicia y el amor, de forma que, donde no llegue la justicia pueda llegar el amor. Una humanidad, más unida por el amor, será el reflejo eterno de la presencia entre los hombres del único Pueblo de Dios.

Los comienzos del ecumenismo.

Fue en los comienzos del siglo XVIII, cuando ciertos espíritus llenos de buenas intenciones y guiados por el Espíritu de Señor, reaccionan contra la secuela de violencia y de terror que se desató en Occidente por motivos religiosos.

Las sociedades europeas se dividieron y de estas divisiones nacieron enfrentamientos de represión y de muerte, que dieron origen a las guerras de religión. Las Iglesias cristianas que debían dar testimonio de unidad, se encuentran profundamente divididas y llenas de odio, provocando el vandalismo que hizo correr sangre cristiana a raudales.

Ante tanto dolor y tanta barbarie por la sangre derramada, se hace urgente buscar una solución.

Como una primera respuesta a la solución del problema se plantea el método de la "concordia", precedente de lo que después será el movimiento ecuménico.

El método de la "concordia" nace en 1691 a partir del intercambio epistolar entre católicos y luteranos alemanes. Por parte católica la representación la lleva Bossuet, Obispo de Meaux, y por parte luterana Molanus, abad luterano de Lockum, que será sustituido posteriormente por J. G. Leibniz, de confesión luterana también pero relacionado con muchos católicos.

La razón de este método está en que Bossuet convencido de la esterilidad de otros métodos, como el de la controversia, intenta explorar nuevos caminos que lleven a la unidad. Este nuevo método abrió nuevas e importantes esperanzas, convencidos los autores de que el movimiento originado debía estar fundamentado en el respeto recíproco.

Se hace camino partiendo de una interpretación benévola y comprensiva de las reivindicaciones protestantes, por una parte, y una explicación pedagógica de los móviles católicos, por otra, que permitiría la concordia que se había hecho imposible, entre la confesión de Angsburgo y los decretos de Trento [1].

De los diálogos epistolares entre Bossuet y Molanus, en primer lugar, y después entre Bossuet y Leibniz, se deduce la necesidad de caminar hacia una "Iglesia universal", en cuyo seno hubiese lugar para las diversas expresiones de vida y de fe cristianas. Es aquí donde se originó la dimensión religiosa del término ecumenismo, (pues el término ecumenismo tiene otras connotaciones, como son: la política, la geográfica y la cultural), y con ello se indica la universalidad del cristianismo, y por tanto de la propia fe y de la Iglesia de Cristo.

Siglos después surgirá otro método con el nombre de "convergencia" que nace en las conversaciones de Malina, celebradas en los Países Bajos, durante los años 1921-1926. Estamos en el pontificado Pío XI, aunque las con­ versaciones se iniciaron antes de morir Benedicto XV.

Estas conversaciones de tipo privado se realizan entre anglicanos y católicos. Por los anglicanos conduce el diálogo el venerable Lord Halifax, santamente obstinado en la unión del anglicanismo y el catolicismo, y cuya vocación era la de unir.

Por parte católica el conductor de los diálogos es el cardenal Mercier, a quien el mismo Lord Halifax definía:

"vida gasta en presencia de Dios... Era el ajuste del equilibrio en los actos como en las palabras. Mejor aun, yo creo que un rayo de santidad le permitía penetrar en el espíritu  de Cristo. Y era esto lo que le daba autoridad a sus gestos y a sus palabras [2].

Estos dos hombres, creyentes auténticos, acordaron reunirse, primero con un grupo de expertos de una y otra Iglesia, y así ver juntos las posibilidades de la unión y de la convergencia.

Las cuestiones fundamentales que presentaron para tratar fueron: las relacionadas con la fe, la palabrada Dios, los sacramentos y la disciplina eclesiástica, temas en los que se llegó a una convergencia muy significativa, sobre todo en la unión, como manifiesta la proclamación: "Iglesia unida no absorbida".

Con esta fórmula lo que se pretendía era la organización de la Iglesia anglicana unida, al estilo de la organización sancionada y mantenida por Roma para las Iglesias Orientales unidas [3].

Gustav Thiels en su reflexión sobre los métodos utilizados a partir del nacimiento del movimiento ecuménico, el año 191O, manifiesta que lo que se debería hacer sería:

Lo primero, la distinción entre las doctrinas fundamentales y las no fundamentales. La unidad llegaría por la adhesión a las creencias fundamentales, que constituyen los cimientos de las concordancias y de las divergencias.

Lo segundo, que los elementos en los que se difiere, se sitúen en el método dialéctico propuesto por Karl Barth en Ámsterdam. Este método procede de la dialéctica hegeliana con la tesis, antítesis y síntesis, lo cual quiere decir, que con las afirmaciones y las contra-afirmaciones se llegaría a una tesis común [4].

En la actualidad están en auge los métodos teóricos que han desembocado en el diálogo teológico, que se centran básicamente en el diálogo eclesiológico utilizado en Lausanne y en Edimburgo, en el cristológico propuesto en la asamblea de Lund y en el pneumatológico que se utilizó en Montreal [5].

Dimensión carismática del ecumenismo

Desde una perspectiva de fe, el ecumenismo se presenta como un Don del Espíritu Santo a toda la humanidad. Su nacimiento tiene índole carismática tal como se presenta en el encuentro de Edimburgo en el año de 1910.

En esta ciudad, el Espíritu Santo sorprendió a todas las Iglesias allí reunidas, mediante la voz de uno de los delegados allí presentes, quien en medio de la asamblea gritó con potente voz: "vosotros nos habéis mandado misioneros que nos han dado a conocer a Cristo, por lo que estamos agradecidos. Pero al mismo tiempo nos habéis traído vuestras distinciones y divisiones. Unos predican el metodismo, otros el luteranismo, el congregacionalismo o el episcopalismo. Nosotros os suplicamos que nos prediquéis el Evangelio y dejéis  a Cristo suscitar, en el seno de nuestros pueblos, por la acción del Espíritu Santo, la Iglesia conforme a sus exigencias y conforme, también, al genio de nuestra raza, que será la Iglesia de Cristo en Japón, la Iglesia de Cristo en China, la Iglesia de Cristo en India, liberadas de todos los -ismos-, con que vosotros cargáis la predicación del Evangelio entre nosotros" [6]

Grito semejante se escuchó en la asamblea del consejo de las Iglesias, celebrada en Nueva Delhi, cuando un indio lamentándose dijo las siguientes palabras: "nuestras Iglesias son jóvenes y se aman. ¡No las envenenéis con vuestras desdichas históricas occidentales de separación!".

La dimensión carismática, dirige la elección de Juan XXIII, como sucesor en el papado de Pío XII, y ese don se hace más palpable en la convocatoria de Juan XXIII del Concilio Vaticano II, donde uno de los principales objetivos que se marcó el Papa es: "Promover la restauración de la unidad de todos los cristianos" [7].

Carismático, en toda profundidad, es el objetivo al que tiende el ecumenismo. La unión en plenitud de todas las Iglesias cristianas por obra del Espíritu Santo.

Tres movimientos singulares y comprometidos, el CIM (Consejo Internacional de Misiones), VA (Vida y Acción) y FC (Fe y Constitución), ponen en marcha el movimiento ecuménico de las Iglesias en Edimburgo en el año 1910 e irá tomando cuerpo, hasta ser institucionalizado el año 1948 en Ámsterdam con el nombre de CEI (Consejo Ecuménico de las Iglesias) [8].

El CEI nace como una sorprendente aventura en el interior del cristianismo no católico. Un carisma donde se concretan los anhelos sublimes de la unidad de los creyentes sinceros, abiertos a las mociones del Espíritu Santo. Con ello las simas de la ruptura comienzan a rellenarse con la masa de los múltiples actos ecuménicos, que se van originando en el seno de las Iglesias, para hacer realidad las esperanzas de la unión entre los cristianos.

Este movimiento será levadura para todos los cristianos que buscan vivir cristianamente en la Iglesia instituida por Jesucristo, lugar de encuentro de la humanidad en el amor.

El CEI llega a su plenitud, como impulsor del movimiento ecuménico en Nueva Delhi, en la asamblea allí celebrada en el año 1961, al definirse como: " una asociación fraternal de Iglesias, que confiesa a nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las escrituras, y se esfuerza por responder en armonía, a su común vocación, para la gloria del Único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo" [9]

Este espacio se constituye en el lugar de encuentro donde se promueve el estudio común, fuente de alimentación de la conciencia ecuménica, apertura a la alianza y a las relaciones de carácter universal con todas las Iglesias cristianas, donde nace la conversión y la búsqueda de la verdad, como base de un auténtico diálogo.

El ecumenismo espiritual.

La dimensión espiritual del ecumenismo, tiene un despertar, bastante temprano, en la Iglesia católica. León XIII instituye la novena de Pentecostés para "acelerar la obra de la reconciliación de los hermanos separados". Algún tiempo después, los presbíteros anglicanos Spenser Iones y Paul J. Wattson inician un octavario para la unión de las Iglesias, que se celebra del 18 al 25 de enero. La idea es muy bien acogida inicialmente, pero al pasarse al catolicismo P. J. Wattson, esta semana toma un cariz especial, por constituirse en instrumento del apostolado para la conversión de los no católicos.

Cada día del octavario se pide por una Iglesia particular, pero para los no católicos, la insistencia de los católicos en que la unidad se hiciera en torno a la figura del Papa, se constituyo en un obstáculo para participar en el octavario.

Será en la década de 1930-1940, cuando un párroco de Lyón, Paul Couturier [10], intuya la dificultad que se planteaba para los no católicos a la ho­ ra de orar juntos. Con el apoyo del Obispo instituyó una oración con la que

pudieran orar todos juntos. Esta oración se concretó en los siguientes términos: "Que nuestro Señor dé a toda la Iglesia en la tierra aquella paz y unidad que estaba en su mente, y en su propósito cuando, en la víspera de su pasión oró para que todos san uno".

Son momentos de Kairos, con la intuición maravillosa del p. Couturier de centrar todo el encuentro en la persona de Jesucristo, punto de confluencia de toda la humanidad.

De aquí parten los movimientos ecuménicos posteriores, y su evolución en los últimos sesenta años, han originado los proyectos ecuménicos actuales.

Una experiencia de fe vivida en la vida cotidiana, se cargaba de anhelos e ilusiones, para que la comunidad de creyentes abriera nuevos caminos hacia la plenitud ecuménica. Es cierto, que no es algo totalmente nuevo en la vida de la Iglesia, sino un reencuentro con sus mejores tradiciones.

De los diálogos permanentes del p. Couturier con los exiliados rusos nace un clima de relación fraternal, que hace que aumente la confianza mutua y la comunión. Sobre esta base se va edificando la actividad ecuménica y se liman las rigideces doctrinales y las posiciones intolerantes.

Junto a este movimiento, en los años 30 del siglo pasado, aparece un movimiento nuevo de gran importancia e influencia en el movimiento ecuménico. Se trata del movimiento personalista, inspirado por Emmanuel Mounier, que sirvió para aglutinar a católicos, protestante y ortodoxos de la Europa Occidental. El medio de comunicación entre ellos es la revista Esprit, desde donde muchos teólogos tratan de impulsar el ecumenismo.

Pero el hecho más importante y decisivo para lanzar el compromiso espiritual del ecumenismo dentro del catolicismo romano fue, sin duda, la experiencia que muchos fieles tuvieron durante la segunda guerra mundial 1939-1945.

La lucha, por una parte, contra el nazismo-fascismo, y por otra, evitar que los judíos fuesen llevados a los campos de concentración, es decir, al exterminio, son los dos grandes impulsos que mueven la espiritualidad ecuménica. La década de los años 1930-1940 se había afianzado como años de encuentro, de diálogo y de lucha compartida entre todas la Iglesias cristianas. Pero, será sobre todo, los años de 1939-1945, ante el dolor y la tragedia que suponen los campos de concentración y las cámaras de gas, donde nazca la necesidad de la unidad y el descubrimiento del otro, como base de todo diálogo y punto capital del movimiento ecuménico.

El ecumenismo en la Iglesia Católica

Anteriormente hemos indicado, como Bossuet y Molanus, emprendieron un camino de diálogo ecuménico para terminar con las guerras de religión. Habían visto la necesidad de caminar hacia una Iglesia Universal que acogiera en su seno a las distintas expresiones de vida y de fe cristianas.

Desgraciadamente este movimiento muere y no se conocen otros movimientos importantes hasta el "movimiento de Oxford", donde se crea "la asociación para la promoción de la unidad de los cristianos". Era el año de 1875.

Participan en este movimiento anglicanos, católicos y ortodoxos griegos. En 1864 se prohíbe a los católicos participar en dicha asociación. Pío IX lo comunica en los siguientes términos: "Que los fieles de Cristo y los varones eclesiásticos oren por la unidad cristiana, guiados por los herejes y, lo que es peor, según una intención en gran manera manchada e infectada de herejía, no puede de ningún modo tolerarse... Otra razón por la que deben los fieles aborrecer en gran manera esta sociedad londinense, es que quien a ella se unen, favorecen el indiferentismo y causan escándalo" [11].

Al papa Benedicto XV se le informó de una conferencia mundial en la que participaban todas las confesiones que reconocían a Cristo como Dios y Salvador. Robert Gardiner, secretario de la comisión, que preparaba dicha conferencia, informó e invitó a Benedicto XV a la participación de los católicos en dicha conferencia. Benedicto XV, el 18 de noviembre de 1914 agradeció la información y la invitación, pero no la aceptó.

Charles Brent, iniciador de Fe y Constitución (FC), esperando un acercamiento mayor del Benedicto XV y la asistencia de algún delegado, visita personalmente al Papa invitándole a dicha conferencia. El Papa, después de un recibimiento amable, y prometerle sus oraciones por el éxito de la conferencia, volvió a negarse con toda rotundidad.

Las reuniones se celebraron en Lausana del 3-21 de agosto de 1927. Benedicto XV ya había muerto, y la Iglesia católica no tuvo representante alguno.

Tampoco estuvo oficialmente presente la Iglesia católica en el nacimiento del CEI (Consejo Ecuménico de las Iglesias) en Ámsterdam el año 1948. Aunque hubo algunos católicos, como periodistas o representantes de centros ecuménicos, que se hicieron presentes a título personal.

La razón de la ausencia no fue el desinterés de los católicos, pues había personas con interesadas en estar presentes, pero Roma, por dos veces, los días 5 y 18 de junio, negó toda autorización para asistir.

Las posturas católicas se presentan un tanto rígidas, aunque al parecer de algunos críticos, no es debido a problemas teológicos-eclesiológicos, sino de tipo práctico y psicológico. Un acercamiento tímido se da en los tiempos de León XIII, como vimos anteriormente, cuando se instituye la novena de Pentecostés para acelerar la reconciliación con los hermanos separados.

Será en el periodo preparatorio del Concilio Vaticano II, año 1961, cuando se abra la primera puerta para participar en la Asamblea de Nueva Delhi, donde hubo una representación católica permitida. Cinco cristianos católicos, representantes de distintas partes del mundo católico estuvieron como observadores.

El secretario General del Consejo Ecuménico de las Iglesias saludó a los cinco representantes de la Iglesia católica con las siguientes palabras: "Hoy se han establecido relaciones no oficiales, pero muy útiles, con el secretariado especial designado por el papa Juan XXIII para promover la unidad de todos los cristianos. Damos la bienvenida a los cinco católicos romanos, autorizados por este secretariado y enviados como observadores a esta asamblea" [12].

A partir de esta asamblea de Nueva Delhi, la Iglesia católica ha estado presente en todas las asambleas celebradas a nivel de observación.

El año de 1965 se crea una comisión de teólogos católicos y del CEI, para reflexionar sobre cuestiones doctrinales. El acercamiento se hace más estrecho en la asamblea de Upsala, a partir de la cual, los teólogos católicos participan de "pleno iure" en los trabajos.

La colaboración en el programa "Sodepax" (Comisión para la Sociedad, Desarrollo y Paz) hace que los vínculos adquieran mayor consistencia.

Las visitas, de los papas Pablo VI y Juan Pablo II al Consejo Ecuménico de las Iglesias, han  hecho que la vecindad  se haga más cerca­na, cargada de destellos de esperanza ilusionada, en la unión de todas las Iglesias Cristianas.

Es cierto que la apertura católica al movimiento ecuménico tarda en concretarse, pero una vez que irrumpe en este campo, lo hace con fuerza, valentía y alegría. Esto se manifiesta abiertamente en el papado de Juan XXIII y en el Concilio Vaticano II.

Juan XXIII se había marcado como uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II, "Promover la restauración de la unidad de todos los cristianos", como dijimos anteriormente.

Desde estos momentos la Iglesia Católica se vuelca con toda ilusión en la promoción del movimiento ecuménico. El concilio comienza a celebrarse en un ambiente de anhelos ecuménicos y de esperanzas en la unión de todas las Iglesias cristianas.

La respuesta a las invitaciones fraternales de muchos delegados de otras Iglesias a presenciar los debates, junto con los padres conciliares de todo el Orbe católico, hace que el concilio Vaticano II revista la condición de ecuménico, abierto a toda la cristiandad.

La importancia que toma el ecumenismo en el Vaticano II se pone de manifiesto en los distintos documentos conciliares.

La Constitución Lumen Gentium en el capítulo II, al hablar del pueblo de Dios, hace una referencia expresa a la relación de la Iglesia Católica con la Iglesias cristianas no católicas [13]  y con los no cristianos [14]. Todos son Pueblo de Dios.

La Constitución Gaudium et Spes busca la unión de la Iglesia católica con toda la familia humana, por ello, el concilio se dirige a todos los hombres, teniendo presente el mundo creado por Dios y redimido por Cristo, para que todos los humanos puedan encontrar la plenitud humana en la salvación.

Además de estas dos grandes constituciones el Concilio aporta una importante declaración sobre la Libertad Religiosa, titulada "Dignitatis Humanae", donde se proclama con todas las fuerzas la libertad religiosa. Es obligación de todo ser humano la búsqueda de la verdad y una vez conocida abrazarla con todas las fuerzas. Dicho documento condena el proselitismo y considera los derechos que tienen los otros y los deberes de cada uno con los demás.

En el decreto, dedicado totalmente al ecumenismo, titulado "Unitatis Redintegratio", se pone de manifiesto, cómo el concilio Vaticano II se tomó, muy en serio, el problema de la unidad de las Iglesias Cristianas y el de la unidad en la diversidad de todos los hombres.

Este Decreto se confecciona desde la experiencia real, vivida por las Iglesias a lo largo de muchos años de su historia, con matices claramente ecuménicos. De ahí que se insista constantemente en la búsqueda de la unidad.

"Una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor, muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan como la herencia de Jesucristo ( ... ) Siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres" [15].

Esta unidad es entendida en base trinitaria. El Padre envía a su Hijo Unigénito al mundo. Este ruega al Padre por los creyentes e instituye el sacramento de la unidad, dándoles el mandamiento del amor mutuo. El Espíritu de Cristo que se les había prometido es entregado como plenitud del Suceso Pascual.

Se señala el carácter apostólico de la Iglesia en su doble vertiente, en lo que tiene que ver con la tradición de la fe de los apóstoles y en lo que dice relación al orden. Pedro es la Piedra a partir de la que se debe edificar la comunidad [16].

Pero et Decreto sobre Ecumenismo presenta una característica importante, en cuanto no es un decreto cerrado, sino que presenta una serie de cuestiones importantes que merecen la pena profundizarse en los caminos de unidad.

En primer lugar, tenemos los problemas que se relacionan con la celebración de la fe cristiana y la organización eclesiástica, es decir, el bautismo, la Eucaristía y el ministerio [17].

En segundo lugar, en el Decreto se ha encontrado el camino para iniciar el diálogo en lo que se refiere a las preocupaciones de la formación ecuménica en todos los niveles [18].

En tercer lugar, cuando los padres conciliares hablan de la forma de exponer la doctrina de la fe católica piden, por una parte, que la exposición debe ser clara y transparente, sin concesiones a la galería. Sólo así puede darse el diálogo franco y honesto. Por otra parte, el camino a recorrer tiene que  estar empapado  en el amor, en la verdad y en la humildad, con el deber de que esté presente el concepto de jerarquía  de las verdades [19].

En cuarto lugar, se debe tener presente, a la hora de la reflexión, las relaciones con las Iglesias y las comunidades eclesiales separadas de la sede apostólica romana. No se pueden situar en el mismo plano las Iglesias Orientales, (Ortodoxas), y las Iglesias y comunidades eclesiales de Occidente (Anglicanas, Luteranas, Reformadas, etc.) [20].

En el nº 13 de U R, al mencionarse la causas que han llevado a las divisiones a la Iglesia de Cristo, se indican cuestiones de tipo doctrinal y las relativas a la estructura eclesial, que traducidas en otros términos, se trata de las relaciones entre lo universal y lo particular en la vida de la Iglesia. De aquí nace la diferencia de comprensión sobre la unidad en la Iglesia católica y en la comunidad de las Iglesias que se agrupan en el Consejo Mundial. Para la Iglesia católica, la relación se da en la comunión episcopal, en el colegio apostólico, cuyo centro es el sucesor de Pedro. La circunferencia con los radios convergiendo en el centro, sería la forma de explicar la unidad y la comunión en la Iglesia apostólica. Pedro, obispos y fieles.

Mientras que para el CMI (Consejo Mundial de las Iglesias) la unidad se expresa a nivel local. La unidad se constituye cuando todos los cristianos en cualquier parte del mundo reconocen el mismo bautismo y se reúnen en torno a la misma mesa. La unidad va de abajo hacia arriba en el CMI, mientras que en la Iglesia católica va de arriba hacia abajo.

En la línea de mantener vivo el acercamiento ecuménico, Pablo VI promulgó, durante los años conciliares (1964), la encíclica "Ecclesiam suam", como una invitación universal al diálogo. Juan Pablo II, en el año 1995 volvía a dar un nuevo impulso al ecumenismo con la encíclica "Ut Unum Sint".

El ecumenismo un camino abierto a la humanidad.

Al hablar del ecumenismo como un camino de unidad, surgen de forma inmediata las siguientes preguntas: ¿qué unidad?, ¿para qué sirve la unidad?, ¿una unidad con exclusiones o sin exclusiones?, ¿tienen todos cabida en esta unidad?, ¿se puede buscar la unidad y al mismo tiempo impedir que otro puedan formar parte de la nueva comunidad a construir?

La respuesta a estas preguntas nos llevan a adentrarnos en el corazón del concepto de ecumenismo, que hasta ahora hemos manejado, y desde ese mismo corazón preguntarnos: ¿el movimiento ecuménico trata de la unión de los cristianos o de la unidad de todo el pueblo de Dios? ¿Puede el diálogo ecuménico abrirse a toda la humanidad?

Es bueno, a la altura del movimiento unionista en que nos encontramos, hacer una indagación que nos permita comprender el término "ecumenismo" en toda su profundidad y extensión.

El calificativo ecuménico hace referencia a algo "universal", algo que se extiende por todo el mundo. Así decimos concilio ecuménico, cuando en él participan las Iglesias del mundo entero. Pero además, se debe tener en cuenta que el término ecuménico, no se reduce simplemente a una categoría religiosa, ni a las instituciones eclesiásticas, sino que el calificativo ecuménico afecta también al ámbito político, geográfico y cultural.

Al parecer de los expertos en lengua griega clásica, el término ecuménico tiene su origen en "oikos", que significa lugar habitado, por tanto, lugar donde hay personas, y en el término "oikía", que significa hogar familiar, es decir, lo que la familia ha construido para vivir [21].

El Nuevo Testamento utiliza el Verbo "oikodomeo" para significar la construcción de la Iglesia (Cf. Mt. 16, 18) y también señala el proceso de edificación (Hch 9, 31). El uso que Pablo hace del verbo "oikodomeo", adquiere un sentido muy importante, como es la constitución de nuevas comunidades cristianas que es la tarea específica de los apóstoles (2Co 10, 8) aunque en el parecer de Pablo, también es tarea de todos los cristianos: "por esto, confortaos mutuamente y "edificaos" los unos a los otros como ya lo hacéis (1Ts 5, 11).

El término "oikoumene" del que viene directamente la palabra "ecumenismo" sintetiza en sí los términos "oikos" y "oikia", pues el primero significa espacio habitado, y el segundo significa familiaridad de los que lo han construido y lo habitan [22].

Los escritores griegos clásicos, como Aristóteles, utilizan el término Oikoumene para oponer la realidad del mundo poblado por los griegos, al espacio que no se sabía si estaba poblado y quienes eran sus habitantes. Por tanto "oikoumene" tiene, en primer lugar, un significado con sentido geográfico.

Al emprender Grecia su aventura imperialista con Alejandro Magno, los griegos toman conciencia de que el mundo habitado era más amplio que lo pensado con anterioridad.

La dimensión antropológica de la apertura humana a los demás seres, se constituye en una nueva experiencia que cristaliza en la conciencia del hombre, donde se percata, que el mundo habitado es más amplio que lo pensado originalmente.

Dentro del nuevo territorio hay formas distintas de comunicarse y ex­ presarse, es decir, hay culturas distintas que entran a formar parte de la nueva "oikoumene". Lo ecuménico se universaliza en las nuevas tierras y culturas conocidas. Por tanto, Ecumenismo hace referencia en primer lugar a lo geo­ gráfico, en segundo lugar a lo cultural, y cuando Grecia comienza a declinar políticamente, con la muerte de Alejandro Magno, y el imperio se divide en cuatro partes, poco a poco comienza a surgir un nuevo imperio que va a dominar la cuenca del Mediterráneo. Es el imperio romano

Con el nuevo imperio nace una nueva dimensión del término "oikoumene", esto es, la dimensión política. Esta nueva dimensión coincide con los tiempos en que el imperio romano impone su poder a las tierras que bordean, el llamado "Mare nostrum".

Esta visión universalizada desde el campo de la política aparece frecuentemente en el nuevo Testamento, como el lugar donde se debe anunciar el Evangelio, la Buena Noticia. En Mt 24, 12-24 es el lugar donde se debe proclamar el Reino, que es el mundo entero. En Mc 13, 10, discurso escatológico, anuncia que es antes que sucedan estas cosas, es necesario que se proclamen la buena noticia a todas las naciones.

En Lucas, que es el evangelista que más utiliza el término, lo encontramos cuando Cesar Augusto mandó por decreto hacer un censo del mundo entero. (Lc 2, 1). En las tentaciones de Jesús en el desierto, le muestra los reinos de toda la tierra. (Le. 4, 5). En los Hechos de los Apóstoles Ágabo profetiza el hambre que vendrá sobre toda la tierra. (Hch 11, 28). La gran Artemis es venerada en la provincia de Asia y en el mundo entero. (Hch 19, 27).

El término "oikoumene", en la forma que se utiliza en el NT tiene casi siempre un carácter inclusivo, es decir, que abarca no sólo la dimensión religiosa, sino también lo geográfico, lo cultural y lo político.

Por tanto, hablar de ecumenismo significa tener presentes las cuatro dimensiones propias de la existencia humana: la espacial o geográfica, la cultural, la política y la religiosa.

La dimensión espacial nos habla del derecho que tiene toda persona a un espacio para realizar su vida, y en el que las personas se pueden relacionar con la naturaleza y tomar conciencia que hay otros seres con los mismos derechos que uno mismo.

La dimensión cultural tiene que ver con todas las manifestaciones y expresiones, mediante las que, todos los humanos de la tierra manifiestan sus relaciones con los otros y con la naturaleza.

La dimensión política es la forma de institucionalizar el poder en la sociedad, donde se pone de manifiesto, el grado de organización que un pueblo alcanza para sí. Está dimensión se encuentra fundamentada sobre el derecho y el poder, de forma que, cuando el derecho no es apoyado por el poder, el derecho se muestra débil, y cuando el poder no está vigilado por el derecho se cae en la dictadura.

Estas tres dimensiones que abarcan lo geográfico, lo cultural y lo político, tienen mucho que ver con el desarrollo de la dignidad persona humana y con toda su riqueza [23].

La dimensión religiosa del ecumenismo surge a raíz de las rupturas de la Iglesia occidental y la oriental y de la ruptura, en el siglo XVI, de las Iglesias cristianas occidentales.

Será en las correspondencias epistolares entre Bossuet y Molanus, y después entre Bossuet y JG Leibniz, cuando se institucionalice el término "ecumenismo", para significar, un camino universal de unión, entre todas la Iglesias cristianas, e incluso de otros movimientos religiosos no cristianos.

Desde la reflexión de estas dimensiones, nace la necesidad de que en la universalidad de la Iglesia, se abran espacios que unan las diferentes expresiones de vida de la comunidad humana [24].

Es cierto, que desde esta perspectiva, nos salimos un tanto del los límites del ecumenismo como se ha entendido tradicionalmente, movimiento de unión entre las Iglesias cristianas. Pero, si tenemos en cuenta que la humanidad constituye el "Pueblo de Dios" y la llamada a la salvación es universal, hemos de aceptar que el movimiento ecuménico afecta a toda la humanidad.

El movimiento ecuménico tiene  un especial significado  al hablar de  la unidad de los que confiesan a Jesucristo como el Señor, pero difícilmente el conjunto de los pueblos de la tierra podría aceptar al Dios de la unidad, si quienes dicen creer en él, no muestran con hechos su vivir en unión fraternal.

Emiliano Tiburcio Moreno, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Cf. JAVIERRE, A.M. Promoción conciliar del diálogo ecuménico. (Madrid 1966)

2      Cf. GUITTON, J. Diálogo con los precursores. Madrid 1963

3      Cf. GONZÁLEZ MUÑANA, M. Hacia la Pascua de la unidad. (Córdoba 1997) 100s

4      Cf. THILS, G. Historia doctrinal del movimiento ecuménico (Madrid 1968)

5      Cf. GONZÁLEZ MUÑANA, M. Hacia la Pascua     Pg100-101

6      Ibídem 103

7      U.R. 1

8      Cf. 3ª Asamblea Ecuménica  de las Iglesias. Varios. Movimiento ecuménico  Madrid 1966

9      3ª Asamblea de Nueva Delhi. Madrid 1966

10      El padre Paul Couturier nace en Lyón el 29 de julio de 1881 y muere en Lyón el 24 de marzo de 1953. Fue ordenado sacerdote en 1906. En la década de los años recibió en su casa a numerosos refugiados rusos que huían de Rusia a Occidente. En el trato con dichos emigrantes descubrió la riqueza de la espiritualidad de aquellos emigrantes ortodoxos.

11      Dz 1686-1687

12      Texto citado por GONZÁLEZ MUÑANA en Hacia la Pascua de... Pag 113.

13      Cf. Lumen Gentium nº 15.

14      Ibídem nº 16.

15      Cf. UR nº 1

16      Ibídem n°2

17      Ibídem nº 22

18      Ibídem nº 10

19      Cf. UR nº 11

20      Ibídem 13-23.

21      Cf. DE SANTA ANA, J. Ecumenismo y Liberación Madrid 1987.

22      También se debe tener en cuenta que hay otros términos, con las mismas raíces griegas, que indican la marcha de la casa y su economía. Así tenemos la palabra oikonomos, que sería el mayordomo, y el término oikonomía, que sería la función del mayordomo prever las necesidades de la casa.

23      Cf. DE SANTA ANA, J, Ecumenismo... Pg 18-20

24      Hay abundancia de textos bíblicos apoyando esta dirección. Cf. Ex 22, 20-26. Lc 4, 25-27.

Pablo Ruiz Lozano,

4.       La dificultad del hombre posmoderno para vivirse en gratuidad

4. 1. La modernidad

La crisis del ser, reflejada en nuestra introducción filosófica, asume carta de ciudadanía a comienzos de la segunda mitad del siglo XX en el campo de la reflexión filosófica, y muy pronto sus presupuestos se extienden, quizás como pocas veces había ocurrido en la filosofía, al ámbito de lo cotidiano, a la existencia en el día a día. La posmodernidad se ha introducido en toda la sociedad occidental y sus características se manifiestan en los valores y modos de vida del hombre.

Sin embargo, para comprender la posmodernidad necesitamos retomar lo que sucedió en los siglos anteriores y, muy especialmente, en las últimas décadas. Como señalamos más arriba, con la modernidad se inició un proceso en el que el hombre se constituyó en centro de la historia, en los diferentes ámbitos de la cultura y la sociedad el hombre se hizo dueño y señor de la realidad. Especialmente a partir de la Ilustración el hombre se constituyó en dador de sentido de toda la realidad. De ahí su necesidad de apresar en conceptos toda aquello que era exterior a él mismo. El sujeto moderno pronto descubrió su dificultad para trascenderse más allá de sí mismo porque reconocer un otro diferente de sí era poner en cuestión su misma pretensión de absolutez.

Para el sujeto moderno la única realidad existente era aquella que pudiera encajar en su horizonte de comprensión. En consecuencia, todo tenía explicación, todo adquiría sentido, pero a cambio de un control total sobre la realidad. Hegel fue el modelo de esta filosofía omnicomprensiva que concibe la antropología como autoconciencia que se constituye a sí misma, como sujeto capaz de abarcar todas las dimensiones de la realidad. La audacia de Hegel adquiere carta de ciudadanía a través de las ideologías impulsadas por hegelianos de izquierdas y de derechas que buscan satisfacer la nostalgia de plenitud del hombre que, pese a situarse en el centro de la historia, se descubre a sí mismo atravesado por el dolor y la muerte.

Los grandes movimientos ideológicos del siglo XIX, que dieron lugar a las luchas históricas del pasado siglo, mostraron su capacidad de interpretar el mundo, pero también su violencia sobre la realidad y sobre los individuos, cuando estos no se dejaban asimilar a su horizonte de comprensión. No es necesario recordar cómo el siglo XX ha sido un periodo marcado por las grandes utopías, por la confianza en el progreso de la ciencia y de la técnica, por la esperanza en la construcción de un mundo más libre, más justo, más igualitario. Pero frente a esto, también ha estado marcado por dos grandes guerras, por la violencia y el terror, por el enfrentamiento entre bloques y por las grandes dictaduras que se imponían a favor de un supuesto paraíso que había de venir.

Desde una perspectiva antropológica esta visión se reflejaba en muchas dimensiones de la vida. No sólo en las grandes utopías. El hombre moderno se concibe a sí mismo como hacedor de la realidad. Depende de él tanto la construcción del mundo como su propia configuración. Así se produce un desplazamiento hacia una valoración de lo que se puede hacer frente a lo que se es. No es que se rechace el ser de la persona, pero se cree que ese ser se constituye en función de su capacidad de hacer. En muchos ámbitos, en educación, en moral o, incluso, en la misma espiritualidad, el peso recae sobre valores que hay que adquirir. La raíz y las consecuencias son las mismas, el sujeto moderno es el protagonista y el que encuentra en sí mismo la fuente de la moralidad. En consecuencia ya no vive la realidad como don, sino como conquista.

Durante cierto tiempo convivieron la concepción secularizada y la religiosa en el mundo occidental, pero con el tiempo, se ha realizado una lectura predominantemente secularizada, en la que lo religioso es un complemento, que para algunos sujetos es aceptable y asumible, pero que sólo pertenece al ámbito estricto de lo personal. De hecho, poco a poco la concepción secularizada se ha impuesto en el conjunto de la sociedad, incluso en el que asume una visión religiosa. Por tanto, los parámetros desde los que se comprende el individuo religioso son los mismos que los de la modernidad.

Por eso, el sujeto religioso es un sujeto moderno, pero con una relación con el Otro, marcada en la mayoría de los casos por su visión modernista y eso le lleva a concebir una religión en la que predomina el subjetivismo, el protagonismo del creyente, lo valórico y el centro puesto en el hacer. Dios es vivido, con frecuencia, como el que está enfrente, alguien que acaba siendo útil para el hombre en la medida que resuelve sus problemas: la salvación, el conocimiento de la verdad o la moralidad.

A partir del Vaticano II se produce un intento de cambio que busca romper con una visión espiritual, de algún modo vacía, pues reflejaba el sinsentido de un hombre que pone la fuerza en su capacidad de hacer, pero un hacer centrado en su propia perfección. Frente a una espiritualidad centrada en el sacrificio, el ascetismo, la fuerza de voluntad y la superación de toda mancha e impureza, se impone una crítica a las leyes, costumbres y tradiciones del pasado. Frente a la ley y la obediencia se afirma la libertad como valor alternativo y la dignidad de la persona como principio inspirador.

Como dice Chus Villarroel, el cambio trajo un nuevo modelo que “reaccionó también contra el espiritualismo y la mística desencarnada de la época clásica. No todo lo que parecía espiritualidad o mística era experiencia de Dios. Como valores alternativos apostó por la secularización y encarnación. Frente a la huida del mundo, el compromiso con la realidad; frente al espiritualismo, la encarnación en la vida; frente a la clausura, la misión, frente a los rezos y cultos prolongados, el trabajo a destajo; frente a todos los individualismos, el compartir con los demás” [28].

Sin embargo, la sustitución de un paradigma por otro, acabó mostrando que la raíz del problema, iniciado con la modernidad seguía siendo la misma. El hombre como centro de la historia que desea conquistar el mundo, pero sólo desde él. En este contexto la gratuidad seguía siendo una experiencia casi desconocida. Y cuando aparece se sitúa en el ámbito de la iniciativa humana. Lo importante es lo que somos capaces de hacer o compartir. Pero no nos entendemos como sujetos que se constituyen desde la donación del Otro o de los otros, si acaso en donación de uno mismo, que se cree el verdadero sujeto de la historia.

Toda esta dinámica, sin embargo, culminó, pero también cansó y acabó mostrando su peor cara. El sueño de la razón moderna acabó fracasando ante su incapacidad de construir la utopía, ante su evidente eficacia en despertar violencia y, en definitiva, ante su impotencia para ocupar el centro de la historia, sustituyendo a Dios.

4.2. La posmodernidad

La reacción ante la incapacidad moderna de soportar la alteridad y la trascendencia vino con la posmodernidad. Ésta se presentaba como la reacción ante el fracaso de la razón totalizante. “De esta manera, frente a lo que antes era totalidad ahora se dibuja el fragmento, frente a la unidad y al orden está la división y la separación, frente a las certezas lo desconocido, frente a la ideología el pensamiento débil, frente al conocimiento solar de la razón el amor por las tinieblas, frente al pensamiento de la identidad un pensamiento de lo diferente y fragmentario” [29].

Lo que va a caracterizar a la posmodernidad es la pérdida de horizontes de sentido, tras comprobar el fracaso de los sueños de la razón. Frente a la ilusión prometeica de cambiar y transformar el mundo, el hombre actual está convencido de que no puede cambiar la realidad y ha decidido disfrutar el presente de una manera despreocupada.

Los rasgos que caracterizan a nuestro tiempo son variados, sus manifestaciones múltiples. Pero en ellos van a convivir, por un lado, los logros de la modernidad, con su capacidad técnica, su progreso material, industrial y comercial y, por otro, esa insatisfacción por lo logrado, por su modo de lograrlo o quizás, por sus desilusionantes resultados.

“Si el consumo y el hedonismo han permitido resolver la radicalidad de los conflictos de clases, ha sido al precio de una generalización de la crisis subjetiva. La contradicción en nuestras sociedades no procede únicamente de la distancia entre cultura y economía; procede también del proceso de personalización, de un proceso sistemático de atomización e individualización narcisista: cuanto más la sociedad se humaniza, más se extiende el sentimiento de anonimato; a mayor indulgencia y tolerancia, mayor es también la falta de confianza personal; cuanto más años se viven, mayor es el miedo a envejecer; cuanto más se trabaja menos se quiere trabajar; cuanto mayor es la libertad de costumbres, mayor es el sentimiento de vacío; cuanto más se institucionalizan la comunicación y el diálogo, más solos se siente los individuos; cuanto mayor es el bienestar, mayor es la depresión” [30].

Estas palabras de Lipovetsky apuntan a la realidad en la que nos situamos: la problemática actual es antropológica. La irrupción de la posmodernidad provoca el surgimiento de un nuevo sujeto antropológico, del que todavía no sabemos cuáles son los fundamentos que lo van a sustentar [31]. Si el hombre es un ser en busca de sentido, el problema ante el que nos enfrentamos es que aquello que le constituía como sujeto parece haberse puesto en crisis.

Adolphe Gesché, en su obra El Sentido [32], analiza fenomenológicamente aquellas situaciones personales en las que el hombre se encuentra con su propia realidad y que necesita afrontarlas para constituirse realmente como hombre. Estas situaciones personales las llama “lugares de sentido”, porque son espacios de revelación de aquello que el hombre busca. Gesché propone como lugares de sentido: la libertad, la identidad, el destino, la esperanza y lo imaginario. Nos serviremos de ellos para describir los retos antropológicos que plantea la posmodernidad al hombre de hoy. En ellos veremos cómo la posmodernidad acaba siendo una modernidad en sentido negativo, porque el sujeto sigue siendo el protagonista, aunque sea de su propia incapacidad. De ahí que resulte un sujeto des-comprometido.

La posmodernidad supone un reto para nuestro primer lugar de sentido, la libertad. Ya sea ésta entendida como conquista, como esencia o como existencia, siempre se ha considerado como aquello que constituye al hombre y le ofrece la posibilidad de ser sí mismo. La paradoja de la posmodernidad es que con probabilidad nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre se ha sentido más perdido ante ella. La pérdida de sentido de la historia en que se vive, hace que se relativicen el pasado y el futuro. Se vive tan sólo en el presente. Esta cultura presentista, donde todo es inmediato, donde el acceso a la información y a la realidad no exige ningún esfuerzo, propicia una aceleración de la vida en la que el individuo tiende a la fragmentación. El sujeto posmoderno carece de un centro unificador y estructurador que dé coherencia y sentido a la totalidad de la vida. Existe, o parece existir, una falta de sistema de valores de referencia. Por ello es posible vivir en el materialismo absoluto y, a la vez, estar abierto a una realidad que es leída en clave mágica y pseudo-religiosa. Todo puede ser una ayuda si ofrece la posibilidad de vivir de una manera “más libre”. Una de las consecuencias manifiesta es el pluralismo, el cual lleva a una relativización de todas las opciones. Todo acaba convirtiéndose en una cuestión de opciones o elecciones personales. Efectivamente, cuando múltiples visiones del mundo se enfrentan y reclaman nuestro afecto y atención, todas quedan relativizadas, y las personas ante tal avalancha de opciones empiezan a dudar y cuestionar el propio marco de referencia, su propia cosmovisión personal.

En este contexto la libertad se convierte en un simple abanico de opciones que se nos abre para poder elegir. Pero, incluso, como abanico es un sueño paradójico, porque cualquier elección supone rechazar otras posibilidades y eso paraliza al individuo de esta época. Además, la fragmentación de los individuos hace que estos actúen de modo incoherente y desarticulado. La persona se ve insegura a la hora de tomar decisiones en su vida y no tiene referentes racionales que le ayuden a tomar opciones. Eso provoca que cuando el individuo se ve acometido por presiones muy fuertes, se rompa, se fragmente.

El segundo lugar de sentido es la identidad. Gesché cree el hombre en busca de sentido quiere saber lo que es. Se pregunta quién es. Esta identidad, como ha puesto de manifiesto tanto la filosofía como la teología, no la poseemos por nosotros mismos, sino que se nos dibuja en la relación de alteridad. Es en nuestra relación con otros y con el Otro, tal como hemos visto en páginas anteriores, como nos constituimos. Precisamente esta idea de la identidad es una de las claves para la vivencia de la gratuidad. Los obstáculos a unas adecuadas relaciones de alteridad, impiden el reconocimiento del otro y el agradecimiento a su don.

La posmodernidad supone un reto a estas relaciones. El abanico de intereses, fragmentaciones, realidades, atracciones y posibilidades tan al alcance de la mano se ve complementado y fortalecido por las mismas estructuras que ahora conforman la sociedad, en particular las económicas. En una sociedad de mercado, donde todo se compra y se vende, cualquier realidad acaba siendo vista como un objeto de valor. Lo cual significa que nada puede ser gratuito y todo puede ser comprado. Desde esta perspectiva la gratuidad se convierte en un concepto, en la práctica, casi desconocido. Lo cual impide reconocerse en los mismos gestos de gratuidad que se nos ofrecen.

De ahí que una de las causas en el cambio en las relaciones sociales, que ha propiciado un nuevo sujeto y que añade incapacidad parece abrirse a la gratuidad, es el cambio determinado por la generalización de la relación mercantil. Lo que durante mucho tiempo quedaba reducido al único espacio de lo económico, ha trascendido cualquier frontera y se ha expandido hacia todas las dimensiones del ser humano. La relación mercantil, o la puesta en valor de toda alteridad con las que nos relacionamos, refuerza la misma dinámica de personalización que caracteriza el momento en que vivimos. Responde, justamente, a la necesidad que tenemos de gestionar nuestros comportamientos con el mínimo de coacciones y el máximo de elecciones, con el mínimo de austeridad y el máximo de deseo, tal como describe Lipovetsky [33].

Hoy todo es susceptible de ser adquirido, la única dificultad reside en tener los medios necesarios para compensar su valor. Esta visión cosifica la realidad, pues toda ella se convierte en objeto de consumo. Pero además, sobre el objeto se proyecta la misma relación consumista, todo se reduce a usar y tirar, en la medida que responde a nuestros deseos.

Esto podría contrastar con algunos datos como la proliferación del voluntariado en las últimas décadas. Es cierto que

“aparentemente el voluntariado se inscribe a contracorriente de los valores dominantes de nuestro tiempo: a la auto-absorción narcisista, opone la ayuda mutua y la dedicación, a la lógica mercantil, la donación y la gratuidad, al enfrentamiento competitivo, el compromiso a favor del prójimo. Con seguridad la mayoría de personas dedica tiempo a actividades voluntarias declarando actuar en nombre de los grandes ideales humanistas: el amor al prójimo, hacer la vida más humana y solidaria. Pero más allá de estos referentes, es sobre todo el placer de encontrar al otro, el deseo de valorización social, la ocupación del tiempo libre lo que constituyen las motivaciones esenciales del voluntariado” [34].

Por eso recuerda Lipovetsky que no hay incompatibilidad entre el centramiento en los deseos e intereses del yo y la preocupación por el otro. Porque el deseo de beneficencia no está tanto en la gratuidad o en la respuesta nacida del imperativo moral, sino en la búsqueda de un suplemento existencial, un modo de completar la propia vida.

El nuevo sujeto resultante es el sujeto de la sociedad del hiper-consumo, que no se conforma con participar del bienestar material, sino que reclama equilibrio y confort espiritual, los cuales habían sido relegados en décadas anteriores. El desarrollo de técnicas de autoayuda y desarrollo personal, el florecimiento de doctrinas orientales y nuevas espiritualidades responde a esta demanda. Pero el resultante es una búsqueda centrada en la propia gratificación. Por eso, al individuo posmoderno en realidad no le importa mucho saber quién es, sino qué tal se siente y cuánto placer o gozo le devuelve la realidad o las relaciones que establece.

El tercer lugar de sentido es el destino, como respuesta que todo hombre debería darse para saber qué quiere hacer con su vida. Este destino se concreta en el impulso que tenemos en dar sentido a la vida. No debemos entenderlo como la búsqueda personal del mero éxito, algo que sería un agravio para la mayoría de la humanidad, sino “como la promesa de una vida que se expresa en la búsqueda de un deseo purificado y un puro cuidado a favor de los hombres” [35]. En definitiva, el destino tiene que ver con el deseo de todo hombre de definir para su vida unos rasgos y unas fronteras que lo caractericen y que lo superen.

El destino es, con toda probabilidad, lo más opuesto al hombre de la posmodernidad. Porque el hombre de hoy se caracteriza por ser incapaz de mirar más allá de su propia realidad. Como bien se ha descrito, el mito que simboliza el tiempo actual es el de narciso, pues refleja todo el desencanto que arrastra el ser humano tras constatar ante su propio espejo el fracaso de toda la ilusión, la utopía y los sueños de la modernidad. Ya no quedan grandes cuestiones por resolver, y no porque no existan, sino porque se han abandonado. La sociedad posmoderna, el hombre concreto, acaba de renunciar a toda mirada esperanzada hacia el futuro para refugiarse en el presente.

Este narcisismo, se muestra en la constante y obsesiva preocupación del individuo en su yo y en sus cambios psicológicos. Un yo que tan sólo se deja seducir por su propio deseo. Por lo cual se está volviendo incapaz para todo lo que signifique reciprocidad, apertura al otro. Y en consecuencia olvida que uno de los polos fundamentales del proceso de maduración de toda persona pasa por el reconocimiento del otro. “El narcisista, encadenado a sus deseos y necesidades, tiene graves dificultades para abrirse gratuitamente a alguien, que no pueda controlar para ponerlo al servicio de sus intereses. El narcisista no es capaz de discernir la alteridad, no la siente como una posibilidad de maduración. Tiende a manipular la realidad del otro (y por tanto también la del Misterio de Dios) para adecuarlo a sus deseos, para convertirlo en herramienta útil de su egocentrismo. Abrirse a la auténtica experiencia de Dios supone la destrucción radical de los muros y defensas de un joven obsesionado por su yo” [36]. Esto es lo que Carlos Domínguez, en un acertado artículo, describía como la alteridad difuminada [37].

Desde una perspectiva espiritual, uno de los déficits más graves es la incapacidad para abrirse a la percepción de un plan de Dios entendido como presencia que recorre la historia, que afecta a toda la realidad, a toda persona y uno mismo a través de impulsos de eficacia y de momentos de fracaso. Esta perspectiva no favorece compromisos a largo plazo, tan sólo se está dispuesto a darse, a entregarse, supuestamente gratuitamente, mientras la satisfacción que devuelva haga sentirse bien.

Este subjetivismo amenaza incluso la misma imagen de Dios, al considerar que, para ser libre, no puede haber ningún impedimento a la libertad, ni ninguna ley superior de la conciencia. Se cree que para ser persona, con todos sus derechos, no puede haber una ley superior que proceda de un Dios trascendente. Se cae, así, en un “ateísmo humanista” que, para defender al hombre, acaba con Dios.

Desde el punto de vista religioso, la vivencia se caracteriza por una creencia genérica en Dios, que coexiste, cuando se da, en el mismo plano con otras realidades e intereses, lo que propicia una relativización general. De este modo, el compromiso cristiano se convierte en convivencia pasiva con todas las creencias e ideologías, dejando en una dimensión secundaria la confesión de Jesús como Señor o la dimensión crítica del cristianismo. Desde esta perspectiva hablarle al creyente de destino teologal o de la oferta de una esperanza de eternidad resulta más que superfluo.

Gesché propone otros dos lugares de sentido que, a diferencia de los anteriores, pueden convertirse en oportunidad para el hombre de hoy, aunque también apuntan a nuevos riesgos que habría que enfrentar.

Uno de esos lugares de sentido que Gesché propone es el imaginario. No existe posibilidad de darse sentido, piensa el teólogo belga, si el hombre no se entiende a sí mismo y a lo que lo rodea. Y para ello no basta con recurrir al estrecho ámbito de la racionalidad, sino que tiene que abrirse a ese mundo más amplio que constituye la tradición, y que está formada por mitos, hechos y leyendas, como todo aquello que cada uno aporta a su propia vida a través de la imaginación y de sus sueños desde la infancia. La reivindicación del imaginario supone un lugar de encuentro para la experiencia de la posmodernidad. Su crítica a la racionalidad moderna, ha conllevado una apertura a nuevas dimensiones del conocimiento que no se queda en lo estrictamente racional.

Gesché señala el imaginario literario como un recurso muy apropiado para que el hombre pueda aprender a conocerse a sí mismo. Cree que la “literatura puede considerarse como un verdadero locus, un auténtico lugar de epistemología del hombre” [38]. Creo que este recurso a la narratividad puede ser una ayuda en nuestra propuesta para recuperar la gratuidad. Pero esto lo veremos en el siguiente apartado.

Sin embargo, existen retos en la posmodernidad que pueden dificultar esta apertura a lo imaginario. Por un lado, está el rechazo a los grandes relatos, que se vive en la actualidad. Desengañados de las grandes utopías sociales, que prometían un mundo justo para todos, nos sentimos tentados de desestimar los “grandes relatos” sociales o religiosos como las grandes ideologías o los mismos relatos bíblicos o de otras religiones. Hay más comodidad en los pequeños relatos, en las microhistorias cerradas de sus pequeños grupos, sin conexión unas con las otras y sin referencia a las estructuras sociales o religiosas, o a los dinamismos más complejos que atraviesan la sociedad entera. El problema es que se vive el instante, lo inmediato. Si antes existían personas radicales que arrollaban personas o instituciones por alcanzar sus ideales utópicos, ahora nos estancamos en el pequeño oasis de lo puntual. Y esto se convierte en un impedimento para enlazar con el imaginario.

El otro elemento perturbador para recuperar lo imaginario es el peso de los medios de comunicación en nuestra vida. El hombre posmoderno observa la realidad cada vez más a través de los nuevos medios. Y esto le lleva a interpretar la realidad tal como estos medios se la presentan. Por decirlo de alguna manera, los medios nos dicen que la imagen de la realidad y del hombre que ellos ofrecen es la verdadera y que no hay otra. Existe el riesgo de que caigamos en esta lectura, dada la fuerza que los medios tienen para imponerse. Sin embargo, la realidad es que ellos tan sólo ofrecen una imagen de la realidad, no la realidad. En este sentido, el mundo del arte, de lo imaginario es mejor para que el hombre se entienda a sí mismo, porque no engaña al ofrecer una ficción y ofrece infinitas más posibilidades de abrir horizontes al hombre para su conocimiento [39].

El último lugar de sentido es la esperanza. La descripción realizada hasta ahora del hombre de la posmodernidad más que hablarnos de esperanza hacia lo que apunta es a su contrario. ¿Cómo es posible confiar en un horizonte, si no hay sentido del futuro? ¿Cómo esperar en algo más allá para uno mismo o para los otros, si se vive fragmentado e incapaz de abrirse a la realidad del otro? ¿Cómo esperar en lo que ha de venir, si lo único que se desea es el gozo inmediato?

El que se va encerrando en sí mismo, se convierte fácilmente en un observador lejano de los demás y de la realidad histórica. A través de los medios de comunicación tiene acceso al espectáculo de los pobres, los desplazados, la injusticia, el desempleo... ante todo lo cual se convierte en un espectador sin compromiso real. Este desafecto impide vivir en gratuidad, porque la preocupación principal de cada uno gira alrededor de sí mismo. Un signo de ese auto-centramiento es el recurso, como hemos señalado con anterioridad, a las distintas terapias que hoy se ofrecen para sentirse bien, incluidas aquellas formas de oración que no se dejan confrontar con Dios, ni con la comunidad cristiana comprometida con su mensaje de liberación y salvación. Pero esa misma búsqueda es indicio de que en el individuo posmoderno sigue encendida la llama de la pregunta por lo otro.

De ahí que podamos afirmar que el hombre necesita estar preñado de esperanza. Nunca en la historia ha soportado vivir en la soledad de lo idéntico, donde no haya alteridad que lo regenere. Siempre ha buscado abrirse más allá de sí mismo. Y el momento en que vivimos no puede ser menos. Quizás la cuestión sea plantear la pregunta necesaria para hallar la respuesta adecuada. A la nueva situación antropológica hay que responder con los instrumentos que mejor responden a las nuevas expectativas.

5.       Conclusión: abrirse a la gratuidad en tiempos posmodernos

Para algunos estudiosos la posmodernidad es la superación de la modernidad, pero en realidad se puede afirmar que lo que significa es una vuelta de tuerca a la misma. La propuesta de un pensamiento débil frente al que se presentaba como totalizante no deja de ser una paradoja, porque el nihilismo actual no es más que la otra cara de la misma moneda. El teólogo Serafín Béjar, siguiendo a Bruno Forte, señala esta paradoja de la posmodernidad:

“En su rechazo crítico de la Ilustración no es muchas veces más que su forma invertida, un pensamiento de negación y de ruptura en donde aquella era pensamiento de afirmación y de conciliación; al conocimiento solar se le opone el amor a las tinieblas; al sentido de la posesión y de la consistencia, la insoportable levedad del ser (M. Kundera). Y es precisamente en éste su ser anti-pensamiento donde reside el gran riesgo de lo posmoderno, es decir el riesgo de convertirse en una mera continuidad dentro del signo de lo contrario de lo que intenta abandonar. La sed de totalidad de la razón emancipadora puede pasar a ser una nueva totalidad la de lo negativo que abarca todas las cosas” [40].

Ambos modelos parecen ser las distintas caras de una misma moneda. Una moneda que parece agotarse y que resulta un impedimento para que el hombre pueda realizarse en plenitud. De hecho, hay voces que le acusan de “haber perdido el calor de la interioridad y de no haber dejado hueco para la gratuidad” [41]. De ahí que sea necesario ofrecer nuevos caminos para recuperar ese sentido de la gratuidad y esa apertura originaria al don, pero es obvio que lo tenemos que hacer partiendo de la realidad en la que nos situamos.

La generación anterior, si podemos llamar así a la generación marcada por la modernidad, estuvo educada y formada predominantemente en lo intelectual y racional. La generación actual parte de nuevos parámetros: “acentúa el valor de las interpretaciones, de los sentimientos, de las grandes concentraciones motivadas no por ideas, sino por la búsqueda de imágenes y sensaciones colectivas” [42]. Se valora más la experiencia y la impresión de sentirse bien. Esto significa, en el caso del creyente, que hoy para que la fe sea significativa no puede apelar de modo exclusivo a la verdad, ya que sería una verdad más en competencia con otras muchas. Si antes la argumentación y el razonamiento eran importantes a la hora de tomar compromisos; ahora, el sentimiento, la experiencia y la evidencia son determinantes. Por eso, es necesario partir de aquello que puede ser auténticamente creíble para las personas de nuestro mundo: hay que apelar a la experiencia.

Hoy hemos de recuperar el ser y ponerlo por delante del hacer. Y la única manera es volver a la fuente que constituye y da sentido real al hombre. Decíamos en los dos primeros apartados que tanto la filosofía como la espiritualidad recuerdan que el modo de apropiarse del ser propio es en apertura a una alteridad. La cuestión es cómo propiciar que el individuo fragmentado y narcisista sea capaz de recuperar ese sentido del otro que le constituye. Sugeriré algunos caminos que pueden ayudarnos a recuperar el sentido de la gratuidad.

En el Nuevo Testamento la llegada del Reino es acompañada del don de la vista a los ciegos y del oído a los sordos (Lc 7, 22). Tomaremos estos dos verbos para sugerir posibles caminos que nos ayuden a esa apertura a la gratuidad.

Recuperar la visión es la primera tarea a la que se tiene que enfrentar el individuo de hoy. Se trata de volver la mirada a la realidad y a partir de ahí reconstruir el relato de lo vivido, de la vida propia pero también de la vida en general. El hombre posmoderno no puede abrirse a la realidad tan sólo con la racionalidad, porque ésta no es dadora de un único sentido y porque no le basta con ella. Por eso, debemos proporcionarle instrumentos que sean capaces de propiciar nuevos y más ricos significados. Como vimos en el apartado anterior recurrir a lo imaginario a través de la narratividad es un ámbito al que es sensible el hombre actual. A través de los relatos se puede recuperar el verdadero sentido del ser, porque este ser no aparece violentado por un concepto ni poseído como propiedad, sino que se muestra sugerido en las entrañas de los acontecimientos. En este aparecerse se descubre que no somos dueños de nuestro yo, sino que nos constituimos a través de los otros y del Otro, por excelencia.

Se trata de mirar hacia atrás, recuperar la visión, para evocar lo acontecido. Este es el modo en el que podemos destruir las murallas del aislamiento, la falta de sensibilidad hacia los otros y el narcisismo en el que nos encontramos encerrados. De hecho podemos decir que el modo privilegiado en el que Dios se revela dándose al hombre es el narrativo. Lo hace a través del testimonio de la Biblia, paradigma de historias donde identificarse y lo hace través del libro de la propia vida, siempre cuando ésta no se encierre en lo racional, con su consiguiente enclaustramiento de toda la realidad en el concepto, sino que se abra al descubrimiento de la trascendencia que se da.

Mirar la historia y la propia historia supone recuperar el sentido del tiempo, perdido en la posmodernidad, supone descubrir que uno no es el protagonista, obliga a descentrar el narcisismo y hace que uno se descubra como donado. Porque a través de esta historia podemos reencontrarnos con el hombre concreto que fue Jesús, que fue salvación para la humanidad y que para muchos contemporáneos sigue siéndolo.

Ante la dificultad del individuo actual para abrirse a los grandes relatos, una manera de recuperar ese sentido es a través de los microrrelatos de los otros, de aquellos que dan testimonio de esa experiencia de saberse gratuitamente acogido.

Por eso necesitamos recuperar el oído, que es volver a escuchar. Y escuchar es disponerse al otro, abrirse al que está ahí. Para el hombre posmoderno, la gran dificultad es mirar más allá de sus propios intereses. De ahí que sea necesario encontrar caminos que le ayuden a descubrir al otro. Un modo concreto de propiciar la apertura a experiencias es facilitando estructuras de plausibilidad. Peter Berger, denomina estructura de plausibilidad a las bases sociales que justifican cosmovisiones que ofrecen una forma de entender y explicar la vida [43].

Ante la multitud de formas de ver la vida que vivimos hoy, todas clamando ser la verdad y pidiendo la fidelidad de la gente, las personas necesitan verlas puesta en práctica y funcionando en un grupo humano, para que puedan interesarles. Y además, necesitan observar la coherencia o no de dicha forma de vida para poder valorar la credibilidad o no de la misma.

En estos momentos, el cristianismo al empezar a ser una cosmovisión minoritaria y tener que vivir en abierta competencia con otras cosmovisiones, la estructura de plausibilidad se hace más necesaria y su papel más vital.

En esta misma línea, Serafín Béjar nos recuerda que un modo particular de provocar al posmoderno es desde la evidencia que engendra el sufrimiento y la muerte de las víctimas de la historia. “El sufrimiento del inocente es la experiencia que puede quebrar la totalidad para mostrar la infinita dignidad de lo concreto” [44]. Sólo ante el rostro concreto del otro que me interpela, puedo descubrir mi verdadera realidad. Por eso es el otro el que me constituye. “Nos reconocemos en nuestra mismidad cuando, saliendo de nosotros mismos, somos mirados y reconocidos en el rostro de los otros” [45]. De ahí que sean más necesarias que nunca comunidades que sirvan de referente para todo el que desee encontrar caminos para el seguimiento. Hoy es más difícil para un ejercitante, dejarse transformar por la experiencia de ejercicios, sino tiene ámbitos donde continuar la apertura al Otro, que ha vivido en los ejercicios y que se tiene que concretar en los otros que interpelan en medio de la cotidianeidad.

De este modo recuperamos aquello que al principio de este trabajo recordábamos, una parte de la filosofía del s. XX ante la crisis de la metafísica, recordaba la necesidad de recuperara el ser desde otro lugar. Marion hablaba del amor como acceso más genuino al verdadero ser, el de Dios, o Levinás que insistía en la apertura al rostro del otro como camino para constituirse como ser. Se trata, en definitiva, de abrir espacios que nos hagan capaces de abrirnos a la profunda carga de misterio y significatividad que tiene la existencia que vivimos.

Pablo Ruiz Lozano, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

28      C. Villarroel, Vivencias de gratuidad, Edibesa, Madrid 2002, 26.

29      J. S. Béjar, “Inquietar al posmoderno o la infinita dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 38.

30      G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 127-128.

31      Una reflexión sobre esta tesis aparece en P. Ruiz Lozano, “Libertad y verdad en tiempos de internet”: Proyección LV (2008) 397-417.

32      Cf. A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004.

33      Cf. G. Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 5 y ss.

34      G. Lipovetsky, El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, Anagrama, Barcelona 1994, 144.

35      A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 93.

36      A. Jiménez Ortiz, “Sentido del límite y experiencia de Dios”: Proyección LI (2004) 392.

37      Cf. C. Domínguez Morano, “La alteridad difuminada”: Proyección LI (2004) 347-367.

38      A. Gesché, El sentido, Sígueme, Salamanca 2004, 160.

39      Cf. ibíd., 160ss.

40      J. S. Béjar Bacas, “Inquietar al posmoderno o la infinitiva dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 39

41      C. Villarroel, Vivencias de gratuidad, Edibesa, Madrid 2002, 28.

42      W. Daros, “La religiosidad cristiana posmoderna en la interpretación de Gianni Vattimo”: Logos. revista de filosofía XXXVII (2009), 56.

43      Cf. P. L. Berger- T. Luckmann, La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires 19722.

44      J. S. Béjar Bacas, “Inquietar al posmoderno o la infinitiva dignidad de lo concreto”: Proyección LII (2005) 44.

45      ibíd., 48.

Pablo Ruiz Lozano,

1.       Introducción

Ignacio de Loyola acaba los ejercicios espirituales con la “Contemplación para alcanzar amor”. Al llegar a este momento espera que el ejercitante haya vivido una experiencia de gratuidad y desee responder a ella con todo lo que él es. Sin embargo, muchos acompañantes de ejercicios se preguntan qué ocurre hoy para que esta respuesta no se vea de manera tan clara, qué está cambiando en el hombre para que hoy no se responda a la gratuidad, qué dificultades hay para vivir desde la gratuidad. El presente trabajo quiere responder a estas preguntas desde una reflexión sobre la misma gratuidad, no limitada a la experiencia de los ejercicios espirituales, sino ampliada a las diversas dimensiones del hombre, comenzando por su misma condición ontológica.

Para iniciar nuestra reflexión observamos que la literatura sobre el concepto gratuidad es bastante insignificante. No aparece casi nada ni en compendios ni en diccionarios, salvo alguna excepción en enciclopedias de espiritualidad. En teología, la gratuidad ha remitido con frecuencia a los tratados de gracia. Sin embargo, hay que reseñar que en los últimos años es un tema que está comenzando a aparecer, de modo particular en obras de espiritualidad y mística, pero también en otros campos como el de la economía, las ciencias sociales, la educación, la antropología, etc.

Observando esta reciente literatura uno descubre que la presencia más constante del término “gratuidad” en los diferentes saberes conlleva cierta ambigüedad. Resulta extraño que hoy se hable más que nunca de gratuidad, cuando vivimos en un mundo tan marcado por las relaciones de interés, por las imposiciones del mercado, por la competencia, la eficacia, los beneficios y las recompensas. Lo cual lleva a preguntarnos si tiene sentido hablar de gratuidad cuando medimos y calculamos la repercusión o el fruto que pueda tener cada una de nuestras acciones.

Quizás tengamos que recordar el refranero español y recuperar aquella expresión tan sabia que decía “dime de qué presumes (hablas, en este caso) y te diré de qué careces”. La proliferación del término gratuidad en las diferentes ciencias probablemente responda a una carencia nuestra, de todos nuestros contemporáneos.

El Diccionario de Espiritualidad, sitúa de manera muy acertada la clave del problema [1]. Considera que entendemos por gratuidad la disposición generosa del que da por pura benevolencia, sin que haya ninguna necesidad, ni obligación, y sin que se imponga ninguna exigencia por parte del que recibe. Desde esta perspectiva se puede afirmar que la gratuidad perfecta procede de Dios, que es el único que es amor absoluto y originario. Sin embargo, el hombre puede participar analógicamente de esa gratuidad en la medida en que dejándose atrapar por el amor de Dios, es capaz de devolver amor por amor, amando al resto de los hombres de modo desinteresado.

Si tomamos como referencia esta definición, cabe preguntarse si hoy el hombre puede tener una dificultad antropológica para abrirse a esa experiencia de gratuidad radical y fundante.

Esto es lo que trataremos de mostrar en este trabajo. Señalaremos el fundamento óntico y antropológico de la experiencia de gratuidad. O dicho de otra manera, concebimos que el hombre ha de entenderse a partir de la vivencia de la gratuidad, de un ser que se le da y le sostiene. Esta experiencia ha sido puesta de relieve tanto en la filosofía, especialmente en los últimos años, en la concepción teológica y antropológica de la biblia como en la misma espiritualidad ignaciana. Sin embargo, la vivencia del hombre actual, el final del camino al que nosotros, hombres y mujeres de la posmodernidad, hemos llegado, nos muestra que estamos sufriendo las consecuencias de la ruptura con una estructura antropológica que nos ha sostenido durante siglos. Esta ruptura es la que nos está incapacitando para vivir en gratuidad.

2.       El ser como don

Cuando en la segunda mitad del siglo XIX, Nietzsche anunciaba a través del personaje del insensato la muerte de Dios, no podía imaginar que más que cerrar una etapa en la historia del pensamiento occidental, estaba abriendo una nueva puerta a través de la cual se iniciaba una revolución –o una recuperación– del Dios que había quedado secuestrado en las estrechas paredes del concepto. De modo análogo a lo que para muchos ocurre en la Pasión de Jesús, tuvo que ser la muerte el lugar teológico donde se revelara la verdad última sobre Dios.

Pero el anuncio estremecedor de Nietzsche tan sólo es la cúspide de un proceso que había comenzado varios siglos antes. De hecho nos podríamos remontar a los mismos fundamentos metafísicos de la filosofía griega, cuando ser y verdad se hacen coincidir, y determinan el horizonte gnoseológico de todo el pensamiento occidental. En estos inicios podemos encontrar la huella del enclaustramiento conceptual de Dios, que hace que éste se convierta en un ídolo, a disposición de los deseos y proyecciones del ser humano [2]. Si bien durante mucho tiempo, especialmente en la filosofía medieval se remarcó que Dios era mucho mayor que nuestros conceptos, y que a Dios no podíamos encerrarlo en nuestras capacidades cognoscitivas. Por eso, tiene razón Marion cuando dice que “las cinco vías trazadas por Santo Tomás no conducen absolutamente a Dios” [3], y durante ese tiempo aún había instancias externas que salvaban a Dios de los límites del concepto [4].

Sin embargo, la modernidad introdujo un cambio de paradigma que encerró aún más a Dios en el concepto. El sujeto se convierte en instancia suprema de veracidad, se pierde el referente externo, con lo cual, la idea de Dios queda atada a los estrechos límites de la misma metafísica. Señala Marion, “cuando el consensus de ‘todos’ sea sustituido por el idiotismo ‘yo entiendo por…’, ¿quién podrá garantizar el fundamento de la equivalencia del discurso probatorio con su más allá?” [5]. Las definiciones de Dios que ofrecen Descartes, Malebranche o Spinoza, no dejan de ser “formas nominales que intentan encerrar al Otro irreductible en una infinidad verbal” [6]. Este proceso, lo culminará Hegel cuando aproxime lo divino tanto a lo humano, que dejará la sospecha de que entre lo uno y lo otro no hay en realidad diferencia [7]. Sospecha que Feuerbach resaltará cuando indique que Dios no es más que el reflejo infinito del ser humano. Dios muere, piensa Feuerbach por obra del pensamiento que lo mata al hacerlo provenir de la misma finitud, al convertirlo en el fantasma infinito de la finitud. Tras Feuerbach, Nietzsche proclamará la muerte de Dios y con él la filosofía se introducirá en la senda del nihilismo.

Será Heidegger quien firmará el acta de la muerte de Dios con su proclamación de la muerte de la metafísica, pero será él mismo quien señalará que esta muerte conlleva una nueva comprensión que puede significar la superación de la misma muerte.

El alemán reconoce que el fin de la metafísica, entendida en su sentido tradicional, llega con la identificación entre ser (entendido como ente) y Dios. Heidegger propugna una vuelta a los orígenes, la reelaboración de una teoría más elemental y básica (ontología), que se preocupe por el ser mismo entendido como fundamento del ente (no como igual al ente). La diferencia ontológica consiste en establecer la distinción entre ser y ente. El ente es lo concreto, mientras que el ser es lo que hace al ente ser ente. Por consiguiente, el ser no es el ente ni el conjunto de los entes. Para poder llegar a un cierto conocimiento del ser, es necesario volver la mirada al hombre que en su propio existir es capaz, gracias a su conciencia, de tener una cierta comprensión del ser. El ser, de algún modo, se le revela al hombre en su existir.

De este modo, Heidegger intenta superar la metafísica tradicional, que, para él, se había convertido en onto-teología, limitándose a pensar el ente concreto en su relación con el ser, pero olvidando el ser mismo. Así al preguntarse por Dios, la metafísica lo había convertido en el Dios de los filósofos, pero no en el Dios de la fe. Desde esta nueva perspectiva ontológica de Heidegger, entre filosofía y teología se ha de dar una ruptura total. Tal como lo expresa el texto citado por Marion, en el que Heidegger responde a la pregunta sobre si es lícito identificar ser y Dios:

“Ser y Dios no son idénticos y yo no intentaría nunca pensar la esencia de Dios mediante el ser. Algunos de ustedes saben que yo vengo de la teología, que guardo siempre por ella un viejo amor y que sigo entendiendo algo de ella. Si aún tuviera que poner por escrito una teología –a lo que me siento a veces tentado– entonces el término ser no podría en ningún caso intervenir. La fe no tiene necesidad de pensar el ser. Cuando ella recurre a éste, ya no es fe. Esto es lo que Lutero comprendió. Hasta en el interior de su iglesia parece olvidarse. Soy contrario a toda tentativa de emplear el ser para determinar teológicamente en qué Dios es Dios. Del ser en esta cuestión no hay nada que esperar. Creo que el ser no puede ser jamás pensado como la raíz y esencia de Dios, pero con todo, la experiencia de Dios y su manifestación, en tanto que ésta puede afectar al hombre, es en la dimensión del ser que ella fulgura, lo cual no significa a ningún precio que el ser pueda ser predicado posible de Dios. Sería necesario sobre este punto establecer distinciones y limitaciones totalmente nuevas” [8].

Estas limitaciones y distinciones que propugna el filósofo alemán en este texto, las resolverá pensando el ser no en las categorías del ente sino allí donde se revela y manifiesta, un espacio que esté al margen del pensamiento conceptual y objetivador. Si bien, como le criticará Marion, Heidegger no consigue separarse de la esfera del ser, porque en realidad éste no ha liberado a Dios del ser. Heidegger indica que “ser” es un término no teológico y que la teología habla de la revelación, que es una experiencia particular del hombre que no debe corresponder a la filosofía sino a la fe. Filosofía y teología son dos ciencias distintas. La primera es la ciencia trascendental del ser. La segunda es la ciencia categorial que se ocupa de un determinado ente, el hombre en tanto que creyente. Pero con esta distinción, Heidegger subordina la teología a la ciencia fundamental que es la ontología, pues ésta se interesa por aquello más fundamental y básico, el Dasein. El ser creyente es una forma determinada de Dasein, por consiguiente, posterior al Dasein considerado por la filosofía. De esta forma cuando la teología habla de Dios, habla de un ente concreto que se manifiesta desde la constelación del ser. Sin embargo, la incoherencia de Heidegger es que no cierra la puerta a un cierto conocimiento de Dios, aunque sólo sea desde el ser:

“Sólo desde la verdad del ser deja pensarse la esencia de la gracia. Sólo desde la esencia de la gracia está por pensar la esencia de la divinidad. Sólo en la iluminación de la esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho lo que ha de nombrar la palabra Dios” [9].

Esta recuperación de Dios a partir de la diferencia ontológica, no es admisible para Marion [10], porque sigue manteniendo a Dios en la esfera del ser, es decir, en el ámbito idolátrico, pues permanece en el ámbito del logos.

Sin embargo, el pensamiento de Heidegger no ha quedado en saco roto. Tanto el mismo Marion como otros pensadores han intuido que el giro, la “Kehre”, que el alemán propugna, es una puerta abierta a una recuperación de Dios más auténtica. Heidegger señala que la apertura al Dios vivo sólo es posible en la escucha y en la doxología, en la medida que lo propio del ser es el darse [11].

Esta puerta se ha convertido en un reto para muchos pensadores que han seguido la estela del filósofo alemán. Entre esos autores que han asumido el reto de Heidegger podemos recordar al teólogo B. Forte, quien propone un concepto de revelación que va “más allá de la mera comunicación de verdades para profundizar en el mismo como comunicación de la vida divina” [12]. Dios se manifiesta al hombre según la estructura trinitaria de su ser: la revelación se expresa a través del Silencio (Padre), Palabra (Hijo) y Encuentro (Espíritu Santo). El creyente asume la fe a través de la escucha de la Palabra, una escucha que tiene que hacerse profunda, es decir, volver al Silencio del que brotó, para que remita más allá de sí y no se quede encerrada en los estrechos límites de nuestro mundo. Esta revelación se hace encuentro histórico a través del Espíritu Santo. Mediante este esquema revelatorio, Forte consigue superar la crisis a la que nos había llevado la razón de la modernidad y nos presenta un acceso a Dios, que sólo es posible en su Adviento hacia nosotros, en su darse al hombre.

Marion, partiendo de los presupuestos iniciales de Heidegger, también asume el reto propuesto por el filósofo alemán. Marion cree que el error de la filosofía ha sido pretender pensar a Dios racionalmente mediante conceptos. Al considerar a Dios como un “ens” [13], la filosofía y la teología han hecho de Dios un ídolo. Pues, el ídolo es el objeto de manipulación por excelencia, es el objeto dominado por un sujeto. Ya que cuando el logos racional busca conocer su objeto, intenta dominarlo de tal modo que es la razón la que decide si el objeto existe o no, como ocurriría con Dios.

El ateísmo es consecuencia, por tanto, de una metafísica del ser en la que se ha intentado conceptualizar a Dios. La regionalización de Dios, su conceptualización, posibilita su negación. Es cuestión de negar el concepto que lo sustenta. El ateísmo conceptual se muestra operatorio en la misma medida en que limita Dios al concepto. Así por ejemplo, el ateísmo de Marx, señala Marion [14], descansa sobre la limitación de Dios al concepto de objeto extraño que opera la alienación.

Para Marion, la negación de Dios produce una paradoja, la limitación que supone un concepto abre la posibilidad a otros conceptos. “La muerte de Dios implica directamente la muerte de la muerte de Dios” [15]. En la filosofía, el final de este proceso es la última negación de Dios, la proclamación de la “muerte de Dios”. O dicho de otro modo, cuando se descalifica un concepto referido a Dios, se abre la posibilidad a nuevos modos de nombrar a Dios, que a su vez podrán ser rechazados.

Pero puede haber una alternativa a éste círculo vicioso en el que se entraría a causa de la paradoja, que sería liberar a Dios de aquello que lo mantiene en ella, el ser.

Por eso, Marion se propone salir del logos conceptual para acercarse a Dios de otro modo, bajo la figura de lo impensable, figura que sólo corresponde al amor.

Para Marion, desde una terminología más mística, el amor hay que considerarlo como experiencia de lo impensable, que se manifiesta en la donación. El don no tiene necesidad para darse, ni necesidad de interlocutor que lo reciba, ni que una condición lo asegure o lo confirme. Como amor, Dios puede transgredir de golpe todas las limitaciones idolátricas. Porque la idolatría comienza en el momento en que se reserva a Dios un lugar para manifestarse.

Desde una perspectiva más novedosa y en diálogo constante con el mundo actual, se presenta la propuesta de A. Gesché [16]. Para este teólogo, es erróneo recurrir a Dios como al tapagujeros de nuestros vacíos existenciales. Dios no es el dador de sentido, al menos no en sentido fundamental, porque la realidad está llena de sentido y se puede vivir sin Dios. Sin embargo, hacerse la pregunta sobre Dios no es algo superfluo. Dios añade algo, el espacio de Dios es el del don, el universo de la gratuidad y la gracia. En este ámbito de la sobreabundancia es donde el cristiano encuentra su espacio para la fe. “Hablar de Dios, de la caridad, de la fe, es actuar de manera que cada cosa pueda comprenderse, aunque sólo sea por un instante, desde la perspectiva del exceso, de la inversión del orden de las cosas, de la conversión de las miradas de la transgresión de la regla de lo simplemente debido” [17].

Heidegger, Forte, Gesché o Marion nos han ayudado filosóficamente a recordar que a Dios no hay que apresarlo sino que debemos dejarnos apresar por Él. En estos tiempos de crisis conceptual, el lugar para abrirse a esta realidad es el de la experiencia de aquello que se nos ofrece como diferente de lo que ya creemos ser nosotros mismos. Como señalaba Alain Badiou, “lo que fundamenta un sujeto no puede ser aquello que se le debe” [18].

3.       Cristianismo como experiencia de gratuidad

En sentido análogo al que acabamos de indicar, Olegario González de Cardedal recuerda en obra, “La entraña del cristianismo”, que el cristianismo desde la modernidad ha ido viviendo un proceso de exasperación y olvido del cristianismo original [19]. Porque el hombre moderno ha hecho todo lo posible para olvidar los dos fundamentos del cristianismo: la creación y la encarnación. Fundamentos que remiten al hombre a lo que es su esencia en la visión de fe: es decir que “en el principio eran el amor, el sentido, la gratuidad y el don. El hombre sólo es y permanece en la medida en que se acoge, realiza y devuelve en el amor y el don” [20].

De hecho, si hacemos un recorrido por la revelación bíblica y, por supuesto, por la espiritualidad ignaciana nos encontramos que no podemos entender el hombre sin remitirnos a ese fundamento en Dios.

3. 1. Fundamento bíblico

“Toda la revelación cristiana es anuncio de la gratuidad, de lo que no nos es debido, exigido, reclamado sino dado gratuitamente por amor, por un don de amor de misericordia” [21]. Esta afirmación no nos parece extraña, pues estamos tan acostumbrados a oír hablar del amor de Dios, de su donación, que al escucharla aseveramos con plena seguridad. Sin embargo, en el mundo antiguo no todos vivían esa experiencia. En el mundo griego, donde existía una religión que no era dadora de sentido, los dioses eran “ajenos” a los hombres. Por eso, para la tradición filosófica antigua era imposible concebir un Dios, que aunque identificado con el Bien, pudiera salir de su perfección para amar lo imperfecto. Para los primeros filósofos Dios podía ser objeto de amor, pero nunca donación de sí, y menos hacia algo que era inferior a Él. Esa mera posibilidad comprometía la misma noción de Dios, ya que suponía pensarlo como ser necesitado de otro. Lo cual contradecía su propia perfección. La experiencia de Israel, como la de otros pueblos cercanos, es muy diferente, ellos conciben su relación con Dios desde la gratuidad. En el caso del pueblo de Israel, además, la revelación gratuita de Dios adquiere connotaciones singulares con la idea de alianza y de elección.

En el Antiguo Testamento, Israel se reconoce a sí mismo desde la experiencia del amor donado y entregado sin mérito alguno por parte de Dios: “Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás –porque sois el pueblo más pequeño–, sino que por puro amor vuestro” (Dt, 7, 7). La imagen que se ofrece de Yahvé es la de Dios que se dona en un acto de mera gratuidad, sin merito alguno por parte de los elegidos, que muestran su indignidad ante la elección.

Esa gratuidad de Dios es descrita y vivida de diversos modos. Los acontecimientos históricos se convierten para Israel en manifestación de esa donación de Dios, así el don de la tierra a un pueblo nómada o a un pueblo en el exilio, son espacios privilegiados de encuentro con Dios. De hecho, la donación de la tierra es signo de una realidad mayor que es la experiencia de la alianza, el desposorio entre Dios y su pueblo. Un pacto a través del cual se realiza la promesa de fidelidad de Dios a Israel.

La historia es para Israel un proceso de renovación y profundización en la imagen de Dios. Los profetas desvelarán o incidirán en algunos rasgos novedosos que nos recuerdan la gratuidad de Dios. Así, el amor de Dios permanecerá fiel a su pueblo, incluso en momentos de infidelidad y pecado. Oseas, Jeremías o Isaías lo expresarán con la imagen nupcial, recordando lo totalmente gratuito y sin descanso que es el amor de Dios: “con amor eterno te amé” (Jr 31, 3).

La experiencia de Israel, sin embargo, revela en ocasiones una teología del mérito que pone matices a esa gratuidad. La alianza exige fidelidad al pacto entre Dios y su pueblo. Y en ocasiones, Dios mostrará su ira ante el pecado de Israel. Por otra parte, en el Antiguo Testamento, la donación de Dios es en singular, el pueblo elegido es Israel, un pueblo pequeño, sin méritos, pero el pueblo que es posesión de Dios.

Estos matices de la revelación del Antiguo Testamento, resaltan la novedad que trae el Nuevo Testamento. En éste se revelará y manifestará en plenitud y de manera universal la gratuidad del amor de Dios. En continuidad con el Antiguo, en el Nuevo Testamento aparecen las mismas claves y los mismos signos que hemos descrito, sólo que ahora se presentan a partir de la novedad que supone Cristo, una novedad que rompe con cualquier signo que nos recuerde la teología del mérito, como ya Pablo recuerda en la primera teología cristiana: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí. No anulo la gracia de Dios: pues si la justicia se alcanzara por la ley, en vano habría muerto Cristo” (Ga, 2, 20-21). O también, “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; no por mérito vuestro, sino por don de Dios; no por las obras, para que nadie se jacte” (Ef 2, 8-9).

En el Nuevo Testamento, los signos apuntan a la principal novedad, que viene dada por la iniciativa de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La gratuidad de Dios se concreta en el envío de su Hijo, Jesús, para liberar al hombre del pecado. El don de Dios al mundo es el mismo Cristo, según la teología de Juan. En él se realiza plenamente el plan de Dios en la historia. Él se convierte en principio y fin de todo, lugar donde el amor de Dios se hace plenitud.

La idea de elección permanece, aunque se hace universal: “Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano, no muchos poderosos no muchos nobles; antes bien, Dios ha elegido los locos del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y a los despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a lo que son algo. Y así nadie podrá engreírse frente a Dios” (1Co 1, 26-29).

Estos signos que Israel había evidenciado como expresión de la donación de Dios son releídos en el Nuevo Testamento a partir de la redención en Cristo, que ha universalizado y ampliado las promesas a Israel. El nuevo Israel es toda la humanidad. Cristo es ahora la nueva tierra, el nuevo lugar para el encuentro con Dios, que no queda reducido a las estrechas paredes del templo o a Jerusalén. También en Él, por su muerte, se realizará la Nueva Alianza de Dios con su pueblo y nos dejará una lectura nueva de la ley: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé…Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando…que os améis unos a otros” (Jn 15, 12-14.17).

El rostro de Dios expresado por Jesús y su singular modo de relacionarse con él, hizo que la primera comunidad se diera cuenta desde el inicio que Jesús no era un profeta más, sino que él era el mismo don gratuito de Dios: “Dios nos demostró su amor, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5, 8).

En los evangelios sinópticos el don de Dios se manifiesta a través de la particular conciencia que tiene Jesús de sí mismo y de su relación con Dios, el abbá. Esta relación le lleva a mostrarnos el rostro gratuito de Dios que siempre se muestra misericordioso con los hombres. Las parábolas de la misericordia en el evangelio de Lucas son paradigma del inmenso y gratuito amor de Dios. En la parábola del Hijo pródigo, el rostro de Dios sorprende no ya porque muestre su misericordia a quien se presenta con las manos vacías, después de haber roto toda relación con el padre, sino porque es también misericordia con aquellos, que como el hermano mayor, sienten que no deben nada, porque ellos han permanecidos fieles y se creen objeto de todo mérito. La parábola apunta a que el ámbito del encuentro con Dios no es el de correspondencia sino el de la parcialidad. De ahí que Dios sea gratuito. Una narración semejante aparece en Mateo, en la parábola de los jornaleros de la viña (Mt 20, 1-16), en la que el propietario de la viña se muestra igual de generoso con los que trabajaron desde la primera hora y con los que llegaron al final del día. Ambas parábolas son la expresión clara de cómo Dios se da gratuitamente.

Jesús anuncia al Padre y apunta siempre a la inmensa distancia que hay entre el don y la realidad del hombre. En su predicación no hay espacio para el mérito, por eso en el centro de la Buena Nueva, la llegada del Reino de Dios, de lo que se trata es de la soberanía de Dios en la criatura, soberanía que depende solo de la acogida o actitud abierta ante esta oferta de entera gratuidad: “el reino de Dios es como un hombre que sembró un campo: de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce fruto: primero el tallo, después la espiga, después grana el trigo en la espiga” (Mc 4, 26-28).

3.2. La dinámica de la espiritualidad ignaciana

Ignacio acaba los Ejercicios Espirituales con la Contemplación para alcanzar Amor. A través de ella impulsa al ejercitante a vivir en la “quinta semana” el constante don de Dios en la vida de toda persona. Toda la dinámica de ejercicios ha preparado al ejercitante para vivir el don gratuito de Dios. Los ejercicios son un método que propicia el encuentro entre Dios y la criatura, y que ayuda al ejercitante a encontrarse con Dios y a buscar y hallar su voluntad. Pero la dinámica espiritual que se plantea exige abrirse a la gratuidad de Dios, al don, y eso sólo se puede conseguir si se libera de todos aquellos afectos que le impiden descentrarse y abrirse al Otro por excelencia. En las parábolas que hemos mencionado más arriba, tanto el hermano mayor como los viñadores de primera hora son incapaces de reconocer la gratuidad porque el centro de su interés está puesto sobre sí mismos. Ignacio es consciente de la dificultad que el hombre tiene para salir de su propio amor, querer e interés de ahí que la dinámica de los ejercicios busque liberar al hombre de estas dificultades.

Esta dinámica aparece resumida en el Principio y Fundamento. Donde el hombre se experimenta como criatura que descubre que todo le viene de Dios y a Dios le vuelve todo. Pero vivir la plenitud de la creaturidad no es posible si no se produce una liberación de todo afecto desordenado que impide acercarse y acoger el don desde la indiferencia. En este marco inicial que propone Ignacio se invita al ejercitante a tomar conciencia de que es necesario disponerse para poder asumir la oferta de plenitud que ofrece el Amor gratuito de Dios.

La primera semana de los ejercicios es la experiencia concreta de la gratuidad a través de la misericordia donada que nos redime de nuestra situación de pecadores. Ignacio había descubierto en experiencia propia que el camino hacia Dios comienza por el descubrimiento de un Dios liberador, que rescata al hombre de la cárcel de su propio pecado y su muerte. Por eso, la primera semana es la confrontación entre la realidad pecadora del ejercitante y la misericordia gratuita de Dios. El reconocimiento de ambas lleva al ejercitante a ponerse convertido ante Cristo y preguntarse cómo responder ante tanta misericordia recibida.

La vivencia de la primera semana dispone para la segunda. En ella se contempla la vida terrena del Señor, de tal modo que “el ejercitante se encuentra con el Sacramento del amor-misericordia del Padre, que asume nuestra condición humana y no se avergüenza de parecerse en todo a sus hermanos, para ser sacerdote compasivo y fidedigno” [22]. A través de las contemplaciones el ejercitante se abre a la bondad y amor de Dios, que se manifiesta en la petición repetida a lo largo de todas las oraciones en las que se recuerda que esa iniciativa gratuita de Dios, la de hacerse hombre, fue realizada “por mí”. La dinámica a la que Ignacio quiere llevar al ejercitante a lo largo de toda la semana es la identificación con Cristo para más amarle y seguirle, la respuesta de amor a tanto amor recibido, cuyo punto culminante se revela en la tercera manera de humildad, que es el modo en que Jesús elige ser pobre y humilde, para hacerse uno con todo el dolor y el sufrimiento de este mundo. Por eso sólo aceptando el amor gratuito ofrecido se puede responder con gratuidad.

La tercera manera de humildad anticipa el amor llevado hasta el extremo tal como se contempla en la tercera semana acompañando la pasión de Nuestro Señor. El ejercitante siente que la gratuidad del amor culmina en despojarse de todo para dar la vida por los amigos. El proceso de los ejercicios ha conducido al ejercitante, si se ha acogido la gratuidad del amor de Dios, revelado en Cristo, a despojarse de todas sus ataduras para vestirse tan sólo de la librea de Cristo.

Pero la muerte no es el fin, porque el amor lo vence todo. La cuarta semana manifiesta que la desnudez, el despojamiento, la libertad abren a una nueva vida que se convierte en misión y compromiso para el ejercitante. El Resucitado se convierte en compañero en el camino de la vida. Su presencia conforta, instruye y da fuerza a los que se convierten en sus testigos.

La contemplación para alcanzar amor recoge y sintetiza toda la experiencia vivida en los ejercicios e invita, como recuerda Javier Osuna, a “mirar la realidad invadida por la presencia del Amor vivificante que hace la nueva creación en medio de una historia conflictiva [23]. Es la experiencia englobante del Amor que se ha dado con todo lo que es y lo que tiene, que continúa dándose sin cesar, y que «desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina»” [24]. Como culmen de toda la dinámica de los ejercicios, se pretende que el ejercitante vuelva al mundo habiendo asumido que la clave espiritual es la de encontrar a Dios en todo para así responderle amando y sirviendo. Por eso Ignacio recuerda que la contemplación no es mera mirada al amor sino que éste “se pone más en obras que en palabras”. De este modo deja de manifiesto que todo el proceso de los ejercicios ha estado atravesado por una triada que determina toda la finalidad de la experiencia. Esta triada está constituida por tres momentos: el conocimiento interno o experimental (Dios que se da), amor y afectividad (vivencia del ejercitante) y servicio o acción en todo (respuesta del ejercitante a tanto don recibido) [25]. Los ejercicios habrán alcanzado su objetivo en la medida en que estos tres momentos se den y se alimenten mutuamente para una verdadera integración de la experiencia.

Toda la dinámica de los ejercicios constituye una experiencia religiosa en la que al hombre se le recuerda cuál es el centro de su existencia. Ignacio, a través de los ejercicios, pone al hombre ante su auténtica verdad: que es Dios quien nos elige y que somos nosotros los que mediante el discernimiento tratamos de dar respuesta a esa elección. Una respuesta que, confrontada ante Dios, es verdadera libertad para el hombre. Y que a su vez respeta la libertad de Dios frente al hombre.

Aquí debemos recordar el contexto en que aparece la espiritualidad ignaciana. En el siglo XVI, la cultura y la filosofía están empezando a romper amarras con una concepción antropológica medieval en la que el hombre no podía dejar de comprenderse si no era desde Dios. El humanismo naciente pone en discusión el paradigma existente hasta entonces. El nuevo estatuto del hombre, a través del cual éste se va a convertir en centro de la historia, abre un abismo entre él y Dios, de tal modo que se va a desfigurar la imagen de Dios y la relación que el hombre tiene con él. Primero será un proceso de objetivación o de funcionalización, en que Dios se va a comprender desde la existencia y los intereses del ser humano [26]. Y este proceso conducirá, siglos más tarde, a la negación de Dios y al ateísmo.

Sin embargo, los ejercicios de Ignacio tienen algo singular que hay que rescatar: frente a lo que acabará diciendo la filosofía, a través de Feuerbach, que piensa que Dios no puede ser más que una proyección de los deseos humanos; Ignacio es capaz de conjugar el nuevo hombre sin negar el papel primordial de Dios en la historia. En la dinámica de los ejercicios espirituales difícilmente el ejercitante puede realizarse a través de la proyección de sus propios anhelos. Ya que la mística de los ejercicios trata de subvertir los deseos más íntimos y legítimos de todo corazón humano, invitando a un éxodo, a una salida de la propia tierra, para reunirse en el lugar que “yo te mostraré” [27]. Así, el principio y fundamento recuerdan que Dios no es el que está frente al hombre y contemplándolo ajeno a lo que le ocurre; al contrario, Dios hay que buscarlo en la intimidad de la contemplación y desde ésta abrirse a la inversión de valores que éste le propone. Por eso, sólo es desde el descubrimiento de la voluntad de Dios, que el creyente se pone en marcha y se hace protagonista de su historia.

Olegario González de Cardedal piensa que si en el s. XVI, cuando en Europa se está produciendo el cambio de paradigma cultural, hubiera triunfado el humanismo español, representado por Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, posiblemente la historia de Occidente hubiera sido muy diferente.

Es precisamente este cambio de paradigma cultural el que acabó teniendo una gran influencia en la experiencia cristiana de los siglos posteriores. Por eso, cuando hoy nos preguntamos por qué hoy muchos ejercitantes no se han dejado transformar por la experiencia de ejercicios, qué ocurre en nuestros contemporáneos para que la dinámica de experiencia de gratuidad, amor y servicio no se lleve a cabo, el origen de la respuesta hay que buscarlo en este proceso que acabamos de describir y que va a desembocar en el siglo XX en una dinámica que tiene una base ontológico-antropológica y espiritual.

Pablo Ruiz Lozano, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Cfr. P. Agaesse, “Gratuité” en Marcel Viller, S.I. (dir), Dictionnaire de spiritualité: ascétique et mystique: doctrine et histoire, vol. VI, Beauchesne, Paris 1937-1995, 788-800.

2     Cf. J-L. Marion, El ídolo y la distancia. Cinco estudios, Sígueme, Salamanca 1999, 18-21. Marion piensa que el enclaustramiento de Dios en el concepto es transformarlo en un ídolo. El ídolo es la imagen de Dios que el hombre adora y que al no personificar al Dios verdadero, acaba siendo la imagen previa que de lo divino tiene el hombre. La proyección de una idea de Dios que se hace manejable en función de los intereses del hombre.

3     ibíd., 23.

4     Cf. ibíd., 22-25.

5     ibíd., 24

6     id.

7     Cf. G.W.F.Hegel, Fenomenología del Espíritu¸ F.C.E., Madrid 1982, 440.

8     M. Heidegger, aussprache mit Martin Heidegger an 06/Xi/1951.Comité de Conferencias de estudiantes de la Universidad de Zurich. Texto en francés tomado de: J-L. Marion, Dieu sans l’être, P.U.F., Paris 1982, 92-93.

9     M. Heidegger, Carta sobre el Humanismo, Taurus, Madrid 1959, 51.

10      J-L. Marion, Dieu sans l’être, PUF, Paris 1982,68-69.

11      Aquí se enuncia con total claridad una tesis de la madurez de Heidegger: hay (il y a, es gibt) ser, o, si rescatamos la presencia del verbo geben, el ser se da. El es del es gibt es el ser mismo, y el gibt es la esencia dadora (gebende) del ser. En palabras de Heidegger: “el darse en lo abierto, con esto abierto, es el ser mismo” (das Sich geben ins offene mit diesem selbst ist das Sein selber): “Brief über den Humanismus”, en Wegmarken. Gesamtausgabe vol. 9, Frankfurt a. M. 1946, 334.

12      J.S. Béjar Bacas, Donde hombre y Dios se encuentran, Edicep, Valencia 2004, 166-167.

13      Cf. J.M. Rovira Belloso, “La reflexión sobre el misterio de Dios en la teología del siglo XX” en: revista Española de Teología, 1990, 319-326. El profesor Rovira intenta mostrar que esta afirmación de Marion no es correcta. Para él, Marion no comprende el concepto de “analogía” tomista, al reducir el “ens” al “esse”.

14      Cf. J-L. Marion, “De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique”, en: Laval Théologique et Philosophique, (1985), 25-27; Dieu sans l’être, PUF, Paris 1982,45.

15      Ídem: “De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique” 27.

16      Cf. A. Gesché, El sentido. Dios para pensar Vii, Sígueme, Salamanca 2004, 19-28.

17      ibíd., 23.

18      A. Badiou, Saint Paul. La fondation de l’universalisme, PUF 1998, 81.

19      Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 108ss.

20      ibíd., 110.

21      G. Agresti, Elogio de la gratuidad, Narcea, Madrid 1983, 6.

22      J. Osuna, “Gratuidad y experiencia de Dios”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 262.

23      Sobre la Contemplación para alcanzar amor ha habido diversas interpretaciones. Joseph Gibert, entre otros, la consideraba algo análogo a un modo de orar. Nosotros tomamos la interpretación de I. Iparraguirre, quien creía que la Contemplación para alcanzar amor “condensa en una forma superior trascendente lo más vital de los ejercicios”. Cf. M. J. Buckley, “Contemplación para alcanzar amor”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 452 y ss.

24      J. Osuna, “Gratuidad y experiencia de Dios”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 263.

25      Cf. M.J. Buckley, “Contemplación para alcanzar amor” en, J. García de Castro (dir), Diccionario de espiritualidad ignaciana i, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Maliaño (Cantabria) 2007, 452-456.

26      Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 170ss. Cf. también, id., La teología española ante la nueva Europa, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1994, 37-51.

27      Una expresión muy clara de este salir de uno mismo es la petición de los coloquios de segunda semana, en los que se pide pobreza y oprobios y menosprecios. Incluso es más claro Ignacio en el número 157 de los Ejercicios. En esta nota Ignacio invita al ejercitante a seguir pidiendo pobreza, aunque sea contra la carne.

José Antonio Calvo Gracia

II.      Filosofía y cristianismo a la vez: un imposible real

La expresión «un imposible real» [75] pertenece al pensar de María Zambrano y se refiere a la unidad que puede darse entre experiencia religiosa y experiencia filosófica. Aunque ella la dirige primariamente a los planteamientos de Platón y de Plotino, encontrando en ellos su justificación, un examen detenido de la obra de Zambrano muestra que esta expresión conviene perfectamente a la esencia de su propio quehacer filosófico, es más, a su propio itinerario vital.

Tras haber encontrado y mostrado en el capítulo I el quicio de su pensamiento, identificándolo con la relación que se establece entre el hombre y la divinidad y, más concretamente, con su misión filosófica de poner el logos humano creado y creador –composición de pasividad y actividad– en el Logos divino y trascendente, increado y creador –puramente activo–; una vez revivida en los capítulos II y III la experiencia de destierro provocada por el doloroso desgarramiento inicial entre razón humana y razón divina, un itinerario muchas veces penoso a través de los grandes hitos del pensamiento occidental; y después de haber descrito en el capítulo IV su noción de racionalidad inclusiva dependiente de la realidad de lo sagrado; el último capítulo de esta investigación doctoral tiene como finalidad mostrar si, dentro de esta propuesta de razón, el desempeño filosófico de María Zambrano puede ser calificado como filosofía cristiana.

Para ello, en un primer momento, se analizará la relación que existe entre razón y salvación, recuperando un fragmento de la ya citada Carta a Dieste. En segundo lugar, tomando como base una de sus últimas obras, Los bienaventurados, intentará responderse a la pregunta sobre la razón de ser y la necesidad de la filosofía si, como ella confiesa, el Logos divino se hizo carne. La respuesta, como podrá verse, está en la esperanza como energía que alienta la búsqueda vital de la verdad. Por último, ya de modo marcadamente conclusivo, se presentará la reciprocidad que existe entre Dios y el ser humano, la fe y la razón, la filosofía y la teología, en la propuesta filosófica de María Zambrano. Una relación que justificaría plenamente la calificación de filosofía cristiana.

1.       «Lo que ha de Salvarnos»

La filosofía de María Zambrano es una filosofía de luz, como el cristianismo es una religión de luz. No en vano, en el ir y venir de las reflexiones acerca de la razón, Zambrano recurre al prólogo del Evangelio según san Juan, para mostrar cómo el pensamiento es «luz que se enciende en la oscuridad hasta que la claridad del verbo aparece como una aurora consurgens» [76]. Luz y logos son conceptos clave de ese canto que inaugura el evangelio joánico y que, en línea complementaria a la metafísica del ser, constituyen la también clásica –y, por qué no, neoplatónica y cristiana– metafísica del logos [77]. Este carácter iluminativo es el que alienta a Zambrano a soñar y a buscar una forma de racionalidad que tenga como ámbito lo universal, lo necesario y lo evidente y que, rompiendo la frecuente reducción a una racionalidad instrumental y desde un carácter frecuentemente fronterizo, se inserte en la tradición filosófica y se abra al mismo tiempo a la dimensión práctica del ser humano en su sentido más clásico.

Esta constatación tan amplia hace que la utilización indiscriminada de la locución razón poética [78] tenga el riesgo de ser reductiva, hasta el punto de poder considerarse «un icono en el que María Zambrano ha quedado prisionera» [79]. Pero si se trata de un concepto tan asentado y representativo que aparece en seguida que se menciona a Zambrano, ¿cómo salvar esta dificultad terminológica?

Una de las caracterizaciones más tempranas y más detalladas de la razón que ofrece María Zambrano es la que aparece en 1945 en la correspondencia con el poeta Rafael Dieste y, en ella, se encuentra claramente la fórmula razón poética. Podría pensarse legítimamente que, si se trata de la conversación epistolar entre un poeta y una filósofa, el adjetivo poética es una referencia inequívoca a la poesía. Sin embargo, hay que ir más allá. Nuevamente la cuestión zambraniana exige arriesgar y dar el salto al relato bíblico y teológico: razón poética es razón creadora; o, con la precisión de la síntesis teológica de los padres de la Iglesia y de los escritores eclesiásticos, Logos creador. Se trata ni más ni menos que del momento inicial en el que, según la teología joánica, «por medio de él (=el Logos) se hizo todo» (Jn 1, 3). Solo puede entenderse adecuadamente la expresión razón poética –en el sentido en el que la usa María Zambrano–, si se sitúa en el contexto creador y si se refiere a la totalidad de la creación, no solo a determinados productos literarios capaces de transmitir sentido, a los que genéricamente se denomina poesía. Del mismo modo que en el cántico se exalta al Logos que, por atribución divina, se encarna, toma carne humana, la razón poética toma carne en los saberes de sentido –filosofía, poesía y religión–, sin que ninguno de ellos pueda arrogarse en exclusividad esta presencia creadora.

En la misma clave joánica es necesario introducir otra de las llamadas atribuciones divinas, en este caso, la redención. Solo de esta manera puede justificarse y entenderse en toda su extensión la misión filosófica de Zambrano de devolver el logos al Logos. Así la razón poética se convierte en «lo que ha de salvarnos» [80]. No se trata de reformular principios ni siquiera del intento de Ortega de una reforma de la razón, sino de un logos que llegue al interior, que sea alma, incluso espíritu. Una razón que no se reduzca a logicismo, sino que sea vivificante, capaz de conjugar [81] los diferentes aspectos de la vida. Y esta razón –marcadamente espiritual– no será como «la otra», que puede caracterizarse como superficial, externa, beligerante, ácida, triste, sino que logrará conectar y cohesionar toda experiencia de lo real, incluso las que más tengan que ver con el misterio, ya que procede de él y a él tiende, en cuanto experiencia de lo sagrado. Estas sencillas acotaciones hacen que surja una pregunta que, al menos formalmente, no se ha planteado nunca: ¿Por qué la historia del logos que propone María Zambrano se parece tanto a la historia de la salvación? Parece que el itinerario es el mismo: un momento originario en el que el increado crea; el desgarramiento que sitúa a lo creado en soledad y, al mismo tiempo, en una dinámica de exilio; el tiempo de una encarnación en la que lo desprendido vuelve a reconciliarse con clara preeminencia del trascendente –activo y encarnado– que viene en ayuda del transcendido –pasivo y elevado–; un momento extático de bienaventuranza, de la que también participa lo corporal transido de espíritu. Así, la razón, en cuanto fuerza armonizadora, redime al ser humano de «una especie de imperativo de la filosofía, desde su origen mismo, el presentarse sola, prescindiendo de todo cuanto en verdad ha necesitado para ser» [82]. En efecto, esta nueva razón libera de los ínferos o de la cárcel de las sombras a todo lo que pertenece al misterio de lo sagrado y a todas aquellas disciplinas que se acercan a él con la humildad y la reverencia debidas, librando, al mismo tiempo, al sujeto del ya comentado individualismo de corazón, propio del ser que ha olvidado la unidad originaria que brota de la dependencia universal de lo sagrado y de su lugar en ella.

A este logos buscado por María Zambrano que cumple una misión salvadora, se le atribuye otra de revelación o desvelación. Así, uno de los focos de su pensamiento consistirá en la recuperación de todo lo que supone pasividad y receptividad en el conocer y vivir humanos. En este sentido juega un importante papel un determinado saber sobre el alma, que, en primer lugar, supone reconocerla y reconocerla como dada. Sirva como ilustración una de las conversaciones con su maestro ortega recreadas en su obra autobiográfica Delirio y destino, donde escribe: «el alma existe. ¿Tú sabes? Y nos la dan impresa» [83]. Esta alma dada es, además, un alma religiosa [84]. Junto al alma, cobran una importancia excepcional los sueños, no en clave freudiana –como instancia predictiva o reveladora que manifiesta los deseos reprimidos de la persona–, sino como epifanía de la propia identidad de cada alma, de cada ser humano, que se corresponde con una vida al margen del tiempo o atemporal. En su obra El sueño creador, escribe:

La situación inicial del hombre es, pues, la de pasividad; estar enclaustrado, entrañado, con el ser recibido que tiende irreprimiblemente a desentrañarse, a manifestarse. Es decir, el estado de sueño, sea dormido o despierto [85].

La lectura de este fragmento evoca la definición de lo sagrado como placenta a la que ya se ha aludido en el capítulo anterior y que conlleva el depender como fuente de la existencia; y, al mismo tiempo, la libertad como signo de un despertar que se convierte en una sucesión de despertares, pues ni la dependencia se agota ni la libertad es absoluta. Es, en definitiva, una «escala» [86] por la que el alma –y, por tanto, la persona humana– transita y asciende hasta el lugar fuera de todo lugar y el tiempo sobre todo tiempo que es la bienaventuranza.

Vista la relación que existe entre el logos buscado por María Zambrano y el dogma cristiano en lo que refiere a creación, encarnación y redención, surge una pregunta muy importante y que ella misma formula en su obra Los bienaventurados, publicada poco antes de su muerte: si la historia del Logos cristiano está cumplida universalmente, ¿qué papel puede jugar una filosofía que tenga el mismo objeto? Una virtud sobrenatural asentada sobre una experiencia humana fundamental, como es la esperanza, ofrece la respuesta.

2.       «y si el verbo se hizo carne, ¿a qué la Filosofía?»

Los bienaventurados es el último libro que María Zambrano publica en vida. Comenzó a preparar su edición en 1989, ayudada por Rosa Mascarell –su secretaria en los últimos años–, y salió a la luz en 1990. Esta obra puede considerarse como el clímax de la explanación mística de su planteamiento filosófico, que ya había iniciado en la década de 1970 con Claros de bosque. Es cierto que, como se ha visto en el capítulo IV, María Zambrano ofrece una definición de filosofía desde sus obras más tempranas y que va planteándola en su relación con los demás saberes de sentido y con la fuente misma de la racionalidad; sin embargo, es en su madurez cuando se decide a verbalizar lo que ya iba precipitándose como la quintaesencia de sus reflexiones: «Y si el verbo se hizo carne, ¿a qué la filosofía?» [87]. Esta es una pregunta radical. Radical para el filósofo y radical para el teólogo. Radical, en definitiva, para el cristiano filósofo que comprende que no puede diseccionar su vida en dos compartimentos estancos: el de la teoría y el de la vida o, por qué no, el de la razón y el de la fe.

Máximamente radical, en una cultura en que realidad y verdad se han confinado a los más o menos escasos resultados de las ciencias experimentales, que dan para ir viviendo, pero no para vivir [88]. La pregunta de Zambrano es una pregunta de creyente y de pensante, que aúna la convicción personal de la fe profesada con la de la racionalidad humanamente ejercida. Por supuesto no es una pregunta escéptica que niegue la posibilidad de uno de los términos o de los dos, como tampoco suspende el juicio. María Zambrano responde y esta respuesta es su contribución final a la misión filosófica aceptada de resituar el logos en el origen del cual nunca ha dejado de sentir nostalgia, aunque haya renegado de él.

En primer lugar, y como bien señala José Miguel Ullán [89], hay que hacer una precisión. El pensar de María Zambrano destaca el momento ‘y’ o, en latín, ‘et’. La respuesta va a ser un sí rotundo tanto a la fe, como a la filosofía, y a las dos, en su relación. La clave nuevamente está en el dogma cristiano: si la anunciación es el momento que une la actividad divina ‘y’ la pasividad humana; si la encarnación une la naturaleza divina ‘y’ la naturaleza humana –uniendo al Logos divino con un logos humano–, ¿por qué va a haber un abismo infranqueable entre ambas orillas? ¿Un abismo tan infranqueable que hasta haga dudar de la existencia de la otra orilla?

La primera respuesta es una confesión –ese género tan apreciado por Zambrano–: «No hay filosofía propiamente si en ella no se da algo que sostiene y abandona al par a la arquitectura de la razón» [90]. Y a esta respuesta sigue –paradójicamente– una pregunta: ¿en qué consiste ese algo? Parece que es un movimiento del espíritu que invita a transitar de un lado a otro, algo que es necesario para cubrir un camino y, sin embargo, al llegar a cierto punto, resulta incapaz por innecesario. Este algo tiene nombre de virtud teologal: es, y Zambrano lo plantea sin ningún tipo de prevención, la esperanza. No obstante, antes de llegar a esta respuesta definitiva, María Zambrano propone un meta-discurso acerca del ser de la filosofía, que poco a poco se va acercando a «las raíces de la esperanza» [91].

2.1.    Filosofía tras la creación y la encarnación

La encarnación representa para Zambrano el primer paso de la salvación del logos desprendido por violento desgarro de su origen sagrado. En cierto modo y parafraseando a Steiner, puede afirmarse que toda creación humana tiene como razón y condición necesaria la creación [92]. Pero ¿cómo hacerla categoría filosófica aceptable para una cultura que sospecha de lo religioso o, incluso, lo elimina en aras de una racionalidad positivista autosuficiente que solo aspira a «ceñirse a los hechos»? [93].

Para dar respuesta a este desafío, María Zambrano propone una filosofía que se ocupe de lo que está por debajo de los hechos. Así la define como «la visibilidad de segundo grado» [94]. Esta visión no solo es la propia del pensamiento filosófico, sino que además es un peldaño indispensable para que el místico o el iniciado puedan experimentar la visibilidad fundamental que es contemplación y éxtasis en la esfera de los misterios. La filosofía entonces no es que posea, sino que es poseída por lo más universal, el «Todo y el Uno» [95]. Postular la universalidad como nota esencial choca de lleno con la idea moderna de una filosofía reducida a su forma discursiva: una filosofía de coordenadas, marcada por el cartesianismo y «nacida de una respuesta evidente, concluyente, imperante, pues, en grado sumo» [96].

Así pues, es vital romper con la idea de una filosofía que tenga como finalidad principal «sujetar el pensamiento» [97], en lugar de plantear en esperanza el escatológico ya pero todavía no. Esta expresión ya clásica en la teología expresa la tensión entre la posesión en arras y la posesión completa de una vida en la gloria, la tensión entre la llegada y la consumación del reino; de ahí que María Zambrano se sirva de ella –o al menos de su sentido– para introducir en su planteamiento otra expresión netamente cristiana, llegando a afirmar que la filosofía es «la manifestación no de Dios sino de su reino», culminando inmediatamente con la segunda petición del padrenuestro: «Adveniat regnum tuum» [98]. Es el deseo místico de quien ha gustado la presencia y la figura de la realidad misteriosa y que ha comprendido su carácter de don.

La única filosofía posible tras la encarnación no renuncia a la herencia de Heráclito. María Zambrano, de modo recurrente, señala como imagen de la continuidad anhelada el «fuego incesantemente encendido» y un «torpe arroyo». No son dos metáforas aisladas, sino que en el colmo de la visión zambraniana resulta necesario que el fuego «encienda el agua». En este sentido, la filosofía, al mismo tiempo que supera las reducciones cartesiana y positivista, que explican los hechos como «inercia y obstinación», las cosas, como «hechos condensados, fijados», que subyugan «irremediablemente» tanto al sujeto, como al objeto, debe abrirse a la «posibilidad de desbordamiento» [99].

Este desbordamiento sirve a María Zambrano para introducir otras dimensiones esenciales de una filosofía adecuada a una racionalidad ensanchada. Por ejemplo, el ser expresión de libertad, el conllevar abandono y obediencia, determinada violencia y, finalmente, la felicidad y la bendición. Cualquier lector familiarizado con los itinerarios espirituales y las vías que conducen a la intimidad con el Absoluto notará que son nociones que forman parte del vocabulario de la ascética o de la teología espiritual.

En primer lugar, la libertad. No el sentimiento fingido de libertad que brota de la cosificación de lo real. María Zambrano entiende que la libertad es romper con un «universo fatalmente conformado», fruto de la cristalización de los hallazgos filosóficos en sistemas en los que, para que todo encaje y para que nada se escape, exigen del ser humano la renuncia a pensar a lo grande, «obligándolo a servir y a dejarse usar», sacrificando la experiencia del alma en favor de la experiencia de lo materialmente sensible o de lo lógicamente coherente. Zambrano entiende la libertad propia de la actitud filosófica como la sorpresa, muchas veces padecida, ante el «encuentro con la realidad prometida que al fin accede a hacerse presente» [100]. En este contexto de libertad como ausencia de prejuicios negativos es en donde lo buscado se revela. Por esta razón, la libertad supone para el filósofo entrar en la noche oscura. Esta expresión originaria de la mística española del Siglo de oro es empleada recurrentemente por Zambrano, quien entiende y explica «que la actitud filosófica es lo más parecido a un abandono» [101], a un entrar en estado de contemplación, sintiendo cómo la propia vida forma parte de un plan más amplio, en el que el azar es solo la noción de la que se sirven tanto racionalistas, como vitalistas para evitar penetrar en el ámbito del misterio y de la transcendencia, omitiendo que la pasividad es dimensión fundamental del conocimiento humano.

A partir de este momento, en menos de veinte páginas, María Zambrano va enlazando notas –siempre en sentido musical [102]– que permiten progresar en la caracterización de una filosofía adecuada a la razón que ha de salvarnos. Notas que, como ya se advirtió, forman parte del dominio de la lengua referido a la ascética, tanto la propia de la comunidad pitagórica –religiosa y pagana–, como la cristiana. El siguiente paso en esta concatenación es la obediencia, entendida en acuerdo con su etimología: la filosofía sabe escuchar y pasar a la acción. La actitud filosófica es obediente cuando no rehúye su dimensión de receptividad, cuando no deja de ser «una pasión que conduce a la muerte, a una vida, a un conocimiento» [103]. De una forma más clásica, Zambrano combinará la noción aristotélica de apetito con las platónicas de inspiración y de delirio. De hecho, se servirá del discurso de Diotima, con el mito de la concepción y el alumbramiento del amor (El Banquete, 203b-204b), para mostrar el verdadero sentido de una filosofía mediadora entre el movimiento y la quietud, «abierta a la circulación sin trabas de la luz» [104], donde el mayor enemigo es el yo cartesiano, metódico y moderno, que ha crecido a costa del logos y que «en su obstinación» tapa el horizonte y anega el camino, «ensanchándose, creciendo, representándose hasta convertirse en un verdadero personaje» [105].

La filosofía de la libertad y de la obediencia –del abandono– se presenta finalmente como una misión que compromete toda la vida, una especie de sacerdocio a mitad de camino entre lo místico y lo ritual, donde «pensar propiamente es arrancar algo de las entrañas a la realidad en cualquiera de sus aspectos y modalidades» [106]. Parece que esta expresión sirve para explicar en qué consiste la filosofía y, en particular, la metafísica. No es una ciencia fenomenológica que vea desde lejos los objetos o sus representaciones, sino que penetra hasta lo más hondo de los seres –de todos y cada uno– no para incluirlos en catálogos ontológicos, sino para poseer algo de ellos. Este trabajo metafísico se presenta como costoso, no en vano el verbo empleado es «arrancar» y el lugar en el que tiene lugar esta acción es la «entraña» de los seres, no las apariencias, sino su fondo más profundo. ¿Hasta dónde llega esta razón? Su objeto es el todo, toda la realidad, añadiendo «en cualquiera de sus aspectos y modalidades». Este objeto universal asimila a la filosofía con sus hermanas en el saber de sentido, la religión y la poesía.

Contrasta este «arrancar de las entrañas» con la recapitulación final en la que, utilizando la expresión de Hegel «lo que se busca», muestra cómo solo una filosofía de este tipo tiene sentido tras la encarnación del verbo, porque lo que aporta es «acción y saber, razón de nuevo, nuevamente quiciada, lo que desde la filosofía y la poesía se busca, la respuesta de la filosofía con la acción de la poesía» [107]. La filosofía tendrá que cuidar de quedarse en enquistar respuestas, porque lo suyo es enquiciar preguntas, sin separarse del logos originario. Esta situación de hermanamiento racional de filosofía, poesía y religión es la insinuación de un logos de la bienaventuranza, «lo cual sería ya más que la felicidad como respuesta, sería la bendición» [108].

2.2.    «Las raíces de la esperanza»

En el capítulo IV de esta investigación doctoral, se ha mostrado cómo la filosofía anhela cubrir una nostalgia: la nostalgia del ser. Zambrano entiende al filósofo verdadero como una persona que camina en pos de una unidad deseada, como un buscador del locus en el que todo es uno y no necesita de más explicaciones, sino de contemplación. Esta búsqueda tiene tanto que ver con el origen como con el porvenir, por eso es al mismo tiempo nostalgia y esperanza, y no, progreso –esperanza secularizada–. La zambraniana nostalgia del ser está muy cerca de la política platónica que muestra al ser humano siempre en comercio con lo divino, anhelando un orden primigenio [109].

En ese orden original, originario y originante, está la razón de todo. María Zambrano, en claro ejercicio sapiencial, afirma que:

es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades [110].

La esperanza es presentada no solo como una realidad esencial del ser humano, constitutiva de su ser y, por tanto, esencial, sino también como propia de las experiencias sociales que se han configurado a lo largo de la historia. Este convencimiento de Zambrano se ve refrendado por otro de sus textos esenciales y que conviene tener muy en cuenta:

Si la filosofía existe como algo propio del hombre, ha de poder franquear distancias históricas, ha de viajar a través de la historia; y aun por encima de ellas, en una suerte de supra-temporalidad, sin la cual, por lo demás, el ser humano no sería uno, ni en sí mismo... ni en la unidad de la especie [111].

Estas palabras han sido magistralmente comentadas por Joaquina Labajo, al afirmar que «a través de la defensa de la autonomía y extra-temporalidad de la filosofía, concebida como capacidad inherente al hombre, María Zambrano firmaba su adhesión a la unidad del género humano» [112]. No obstante, es necesario hacer dos precisiones respecto a la expresión unidad de la especie: la primera consiste en reafirmar la distancia que existe entre María Zambrano y el marxismo, tal y como confesó a su amiga Elena Croce [113]. La segunda  es que esta distancia que existe entre filosofía y tiempo no supone una separación absoluta entre ambas experiencias, sino más bien, y como ya se ha referido, la consideración del logos humano como una puerta al presente divino, en el que cobra sentido la pregunta por el ser humano y su actividad.

Una vez introducida la problemática en torno a la relación entre filosofía, esperanza y tiempo, puede accederse a lo que María Zambrano denomina «las raíces de la esperanza» y que se correspondería con una tercera serie de respuestas a la pregunta por ese quejido esperanzado de «¿a qué la filosofía?».

Si María Zambrano afirma en El hombre y lo divino que el fondo de lo real es lo sagrado, ahora precisa que el ser humano tiene como fondo último de la vida la esperanza, ya que «la vida del ser humano se dirige inexorablemente a una finalidad» [114]. Esta afirmación es enormemente relevante para calificar la propuesta filosófica de María Zambrano, por si no fuera suficiente con la claridad con la que reclama la existencia de un origen real común para todos los órdenes de la existencia, ahora postula inequívocamente la existencia de una finalidad. Sin ella, es inexplicable la vida humana y su fondo último que, como se ha señalado anteriormente, es la esperanza. Al polinomio filosofía/esperanza/vida, se añade ahora el convencimiento de la existencia de una finalidad necesaria para superar los prejuicios de la razón moderna que, poco a poco, se redujo a una razón que solo entiende con seguridad de procesos materiales y de causas eficientes con referencia empírica.

El lugar donde bulle la esperanza –donde llama con verdadera auctoritas– es el corazón. No el de una hermenéutica trivial de las razones del corazón de Pascal, sino más bien el de san Agustín, aquel corazón en el que tienen lugar sus confesiones, una interioridad que tiene la virtualidad de la intensión y de la intensidad. El corazón-interioridad de Agustín y Zambrano es el lugar donde la memoria va rescatando lo primero y descubriendo en ello lo último. Se trata de sucesivos niveles de profundidad, en los que acontecen no solo sucesos psicológicos –no es una interioridad meramente natural–, sino el encuentro con Dios ante quien se realiza la confesión y que posibilita la apertura a los demás seres humanos [115] en la historia. Es en el corazón, donde Agustín, rompiendo con la pretensión platónica de inmortalidad, se abre al deseo de eternidad de carácter netamente cristiano [116]. En la misma clave, María Zambrano recela de las propuestas parciales de futuro y se inclina por las onmiabarcantes de eternidad, no sin denunciar que a lo largo de su historia «la filosofía [...] ha descuidado esa intimidad del ser oscura y palpitante» [117]. El ser oscura y palpitante, en coherencia con los textos y con la lectura que se está proponiendo, puede entenderse como ser profunda y viva.

Si lo anterior tiene que ver con el tiempo y la eternidad, puede darse un paso adelante, afirmando que la esperanza, en su lugar del corazón, es de por sí «un puente entre la pasividad [...] y la acción» [118]. María Zambrano entiende que la esperanza, como posibilidad para la filosofía, constituye el nexo de unión –la razón zambraniana es razón mediadora– entre origen y fin, entre pasión y acción. La Zambrano que critica abiertamente a Aristóteles, tendrá que concederle en este momento que la esperanza como puente se asemeja casi hasta la identidad con la más alta actividad del ser humano que es el acto de la contemplación, propio de lo divino que hay en él. Este acto es de por sí el único que puede mantenerse en mayor continuidad y el que otorga la felicidad más perfecta (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177a). Para Zambrano esta esperanza conlleva la desaparición del sujeto como invento moderno y, al mismo tiempo, la actualización de la finalidad propia de la persona humana [119].

Como la esperanza tiene lugar en la intimidad-corazón y esta es siempre susceptible de mayor profundización y crecimiento, debido a su carácter esencial de apertura, al fondo podrá encontrarse «algo que la sostiene: la confianza» [120]. Si la esperanza sostiene la vida, la esperanza es sostenida por la confianza. Este necesario y fundamental cimiento –Zambrano nunca se referirá a la esperanza y a la confianza como virtudes– posibilita el crecimiento: acrecentamiento, ahondamiento, vivificación son los términos que utiliza [121].

El puente de la esperanza tiene unos arcos, que pueden ser calificados como etapas de un itinerario o pasos de un caminar. Estos arcos son fáciles de nombrar y, nuevamente, se corresponden con estados de la ascética cristiana: aceptación, llamada, don. La aceptación tiene que ver con la realidad y supone el ineludible trato del ser humano y la obligación de una mirada en verdad [122]. La llamada también tiene su lugar en el corazón y presupone el estado previo de relación verdadera con la realidad. Esta llamada-vocación es el arco central del puente y tiene que ver con la presencia del otro envuelta en el silencio y que necesita ser expresada en la voz y la palabra del ser humano en el que alienta. Esta es la caracterización más fina del logos creado y creador: la creación humana es respuesta a lo previamente dado. Sin la continua referencia del logos al Logos es imposible que exista o se ejercite algo tal como la razón poética. El tercero de los arcos es el del don: «ofrenda y, si llega el caso, sacrificio» [123]. La esperanza se dirige a ofrecer, tiende irremediablemente a lo que no es la propia persona, aunque la comprometa totalmente. María Zambrano concluye esta reflexión afirmando que:

cuando de verdad la esperanza se dirige a ofrecer, puede ir más allá de lo que la razón común presenta, mas sin crear espejismos porque o va en la oscuridad –en la noche oscura– o en la luz directa de la verdad no aparente [124].

Búsqueda y unión son los caminos sobre los que deambula la filosofía tras la encarnación del Logos, rutas verdaderas sólo cuando lo que se busca es ofrecer. Si lo que se pretende es recibir, si cae en la avidez y la impaciencia, se convierte en ilusión, «esclava de la luz refleja» [125].

3.       La reciprocidad y la «unidad superior».

La vida y la obra de María Zambrano son consciencia y conciencia del exilio. No la resignación ni la aceptación de un exilio forzado por razones ideológicas –que, indudablemente, existen–, sino el exilio que toda persona apasionadamente reflexiva puede descubrir en los itinerarios de su alma: del hogar, a la sociedad; de la intimidad, a la comunidad; del sosiego, al vértigo de la cultura contemporánea. Exilio es la realidad trágica del logos humano desprendido –desgarrado– de su origen sagrado. Dramático exilio es cumplir la voluntad paterna del Logos divino sometido a la carne y a la muerte. Y en el drama y la tragedia se experimenta la conexión creadora. Zambrano lo aprende con sacrificio y por eso puede decir que:

en mi exilio, como en todos los exilios de verdad, hay algo sacro e inefable [...]. Son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es la hora del amanecer, trágico y de aurora, en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir [126].

Congregación, sacro, inefable... son palabras que Zambrano utiliza para confesar –confesar, según el intento agustiniano– su experiencia vital, que sin duda ha marcado también su misión y propuesta filosófica. Este momento de unidad auroral es un momento de comunión. hablando de Rafael Dieste y de un artículo suyo publicado en Ínsula sobre su Galicia natal, María Zambrano da con una clave que se aplica perfectamente a la culminación de su exilio vital y a la del exilio filosófico de la razón: «Se trataba, pues de la Eucaristía, no de la comunidad, sino de la comunión, que es lo que se busca en toda peregrinación y en toda romería» [127]. En la comunión, el exilio se transforma en peregrinación y romería. Quizá sea este el verdadero sentido de cualquier existencia humana y, al mismo tiempo, el del itinerario de la razón que María Zambrano describe en toda su obra.

Los compases finales de esta investigación tienen como título reciprocidad y «unidad superior». La reciprocidad ha quedado suficientemente fundamentada en el capítulo IV, al presentar exigentemente la necesidad de que los saberes de sentido reconozcan la deuda que tienen contraída los unos con los otros. Por otra parte, la «unidad superior» que añora María Zambrano queda descrita en un artículo suyo publicado en la revista Educación, que lleva como título «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad» [128]. En estas páginas vuelve a denunciar la especialización, así como los límites insostenibles que supone, llamando a la misión acuciante de «establecer nexos entre las diversas disciplinas» [129].

La especialización que olvida y recela de la unidad conlleva para María Zambrano el riesgo de caer en una «verdadera barbarie, en un nuevo paganismo en el sentido peyorativo de la palabra» [130]. Pocas líneas después explica en qué consiste la barbarie a la que se está refiriendo:

Barbarie es vivir como extranjero a las grandes preocupaciones de la época, ignorar las leyes que están rigiendo la vida más cotidiana, usar de los productos de la técnica más refinada sin la menor idea del saber que los hace posibles; vivir, ir viviendo sin darse cuenta, como un objeto entre los objetos; seguir el camino trazado sin la menor intervención personal, propia, al modo de un autómata [131].

Barbarie es el hábitat en el que camina el exiliado. Barbarie es la situación del logos desasido de su origen. Sin embargo –todavía queda en el terreno de la denuncia fenomenológica–, es necesario que exponga la razón por la que la barbarie se impone como forma de la sociedad contemporánea. Zambrano no lo atribuye, por supuesto, a la falta de datos científicos ni a la falta de noticias, sino a la «falta de unidad superior que integra ciencia y ciencias, filosofía, historia, poesía, arte. Por falta de reflexión» [132].

«Por falta de reflexión». El último párrafo de este artículo que se viene citando explica en qué consiste esta reflexión, como elemento constitutivo e inexcusable del saber. En primer lugar, la consideración cuantitativa de los saberes, aunque sean grandes, es definitivamente infecunda. Saber sin reflexión se «disgrega, se desgrana como arena del desierto, es decir: es estéril». En segundo lugar, la reflexión es necesaria porque cumple una misión unificadora de los saberes que conlleva tres ganancias: «los hace asimilables», los hace visibles «para que aparezcan conjuntamente» y «los hace íntimos». La suma de ganancias es que el conocimiento vivido en un medio reflexivo se hace vivificante. «Y solo el conocimiento que se hace vida merece su nombre; solo él está a la altura de la condición humana» [133]. Solo en el conocimiento que pasa de ser apropiación intelectual a ser apropiación cordial, saber de experiencia, vida.

En las próximas páginas, la investigación se dirige a valorar si la propuesta de circulación-reciprocidad-perichóresis de los saberes, ensanchamiento de la consciencia por la reflexión, unidad superior lograda que busca, investiga y propone María Zambrano puede recibir el calificativo de filosofía cristiana y por qué.

3.1.    ¿O lo uno o lo otro?

Una de las preguntas que más azota la sensibilidad filosófica y humana de María Zambrano es aquella que le obliga a escoger de modo excluyente entre un saber y otro saber, escoger un determinado ejercicio de la razón que se sitúa frente a los demás, despreciándolos. Esa razón beligerante y ácida que, a fuerza de ir recortándose, ha autocensurado su capacidad de transcender y volar hasta su origen sagrado, se ha recluido en la tristeza y en el inmovilismo más recalcitrante. La razón buscada por Zambrano no obliga a elegir entre saberes, sino que permite abrirse a todos, poniéndolos en su lugar, en circulación y dependencia, es la gota de aceite que suaviza y permite abrir una cerradura deformada por la herrumbre, causada por haber estado inutilizada durante siglos de racionalismo. Como ella misma escribe, utilizando de nuevo la imagen que había presentado en la ya citada Carta a Dieste, se tenía que sentir la gota de aceite llena de sabiduría que evita, dada a tiempo, la cerrazón de las entrañas, su petrificación. Y el hombre, ser de interioridad, no puede permanecer mucho tiempo con ellas cerradas o vacías [134].

La anchura de la razón humana tiene las mismas dimensiones que la vida y, en el caso de María Zambrano, también quiere manifestarse en el lugar que habita –en su habitación–, tal como lo ha descrito Ullán, refiriéndose a la casita de La Pièce, junto al monte Jura: «Sea como fuere a aquel hogar María Zambrano llegó a llamarle de todo. Cierro los ojos: convento abandonado, choza, nido, cenobio, granja, catacumba, gruta, cámara de tortura, jaula, madriguera... Cielos e infiernos; islas movedizas, con el anhelo compartido de conformar un solo espacio donde volviera a ser pensable aquello que de suyo no es: redimirse en esta vida por amor a lo uno y a lo otro, por hermanar eso que no se alcanza, con lo que no se deja de padecer. Integridad de los espíritus: penas y gozos del alma» [135]. Un solo espacio, amor a lo uno y lo otro, hermanamiento... son expresiones que denotan el deseo de unidad que bulle en la experiencia de Zambrano. Como ya se apuntó al principio de este capítulo, la conjunción –la conjunción ‘y’– requiere hacer una pausa reflexiva y valorar su alcance. Uno de los síntomas de la modernidad es el haber roto con la unidad de los saberes y, por tanto, con la realidad que la sustenta. Este síntoma es quizá más notorio en la filosofía y en la teología. En primer lugar, con la inauguración de dos itinerarios excluyentes: razón o revelación; ciencia o fe; pensamiento crítico o pensamiento dogmático; ciencias experimentales o especulativas. En segundo lugar, con la ruptura de la continuidad entre filosofía y teología, recelando de la metafísica o de una disciplina clásica como es la teología natural. En tercer lugar, con la reducción de la filosofía a determinado análisis de los enunciados que busca la referencialidad indexical y empírica como garantía de existencia y, por tanto, de significatividad. rota la conjunción, se instala la disyunción –la disyunción ‘o’–: primero como planteamiento de dos rutas inconmensurables entre sí, segundo como elección de una de ellas, tercero como negación de la otra o, en el mejor de los casos, como ficción de una posibilidad de relación, que permita dotar de sentido fingido al ser humano y su experiencia.

Este planteamiento de oposición no es ajeno a la posibilidad de una filosofía cristiana y tiene un origen fehaciente en la reforma emprendida por Lutero. La célebre afirmación del cardenal Willebrands de que el cristianismo solo tendrá futuro en la comunión [136] puede aplicarse perfectamente, en clave zambraniana, a la razón: solo en la comunión de saberes la razón es razón, la razón tiene futuro; y, por qué no, solo en la comunión de saberes la universidad tiene futuro. El envés de esta afirmación es el desencuentro, consecuencia del racionalismo esencial.

El pensamiento del encuentro y el ejercicio de la comunión –de la conjunción ‘y’– en el pensamiento cristiano católico es más o menos claro y en él se injerta la propuesta de racionalidad de María Zambrano.

Como ha señalado Blaumeiser [137], para el católico la realidad está atravesada por el sentido vertebrador de una metafísica de la creación, que se ve reforzado por el misterio de la encarnación. Estos dos misterios no solo articulan la teología, sino que permiten una contemplación armoniosa de la realidad y de los acercamientos a ella. Si Tales pudo afirmar en razón que todo está lleno de dioses, el cristiano católico puede acercarse a la realidad sabiendo en razón que todo está dotado de un logos conciliador. Sin embargo, Lutero no comenzó por la creación y el «vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31), sino por el pecado como potencia dialéctica que solo tiene solución en el misterio del Crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1, 23). Desde esta perspectiva, fe y razón son ejercicios antitéticos. Es más, Dios mismo es la antítesis del ser humano. No es este el lugar para seguir ahondando en el análisis de cómo el pensamiento cristiano católico ha conservado una visión de la realidad afianzada en la conjunción et, mientras que los reformados han optado por un pensamiento desde el aut; sin embargo es preciso notar que la filosofía de María Zambrano en su pars destruens es la crítica de una razón edificada en la oposición, en la dialéctica negativa y en la condenación, mientras que en su pars construens es la afirmación de la reciprocidad, tal y como queda señalada en su obra fundamental El hombre y lo divino –nuevamente la conjunción ‘y’–, en su planteamiento de razón inclusiva, con su intento de reintegración del ser humano, que tanto tiene que ver con la creación, la anunciación-encarnación y la redención –momentos ‘y’ de la experiencia judeocristiana–, constituyentes de su saber de reconciliación.

3.2.    La razón es posible

Esta afirmación es clara para cualquier pensamiento de corte realista. Es verdad que se puede enunciar con multitud de matices, igual que María Zambrano matiza la afirmación de la filosofía, al reconocer que solo puede mantenerse desde un «voto de pobreza virginal» [138]. Esta pobreza es el sello de autenticidad del logos que no renuncia a su misión, aun viéndose hoy en una época pos-filosófica, marcada por la destrucción de la ontología invocada por Heidegger y por la deconstrucción del lenguaje propuesta por Derrida. Pero no es cualquier pobreza, es una «pobreza virginal», la propia de una virgen. Tampoco es cualquier virgen, sino aquella que en su regazo va más allá del éxtasis, va y viene de lo sagrado, concibiendo, sabiendo que lo concebido es obra no del espíritu absoluto –«fantasma que absorbe» [139]–, sino del concurso entre el Logos divino y el logos humano, que es carne y entrañas. De esta pobreza, también escriben Inciarte y Llano, contraponiendo el desasosegado interés sofístico de la conquista, a la tranquila espera/búsqueda de quienes creen en el don de la verdad [140].

María Zambrano confía en la razón que se despoja de afanes de control, que es apertura a lo divino y a lo humano, que funda, media y establece relaciones de adecuación, que cree en la intencionalidad y la justifica. Por esta razón –aquí ‘razón’ significa al mismo tiempo causa y racionalidad–, su pensamiento puede ser contemplado como una propuesta filosófica cristiana. Una al lado de otras. Si la exclusividad no es propia de la razón, tampoco puede serlo de una filosofía frente a otras. Las palabras de Schimidinger ayudan a entender la situación: «Una ‘filosofía cristiana’, por su misma identidad, debe estar al lado de los que defienden la posibilidad de la razón» [141]. Esta afirmación sería suficiente para considerar cristiana la propuesta filosófica de María Zambrano, sin embargo, teniendo en cuenta alguna de las consideraciones iniciales de la magna obra Filosofía cristiana [142], es necesario hacer alguna reflexión más, aun a sabiendas de que está escrita antes de la publicación de Fides et Ratio, a la que también será necesario acudir.

          3.2.1. El hábitat de la filosofía cristiana

En primer lugar, es necesario constatar que en un paradigma filosófico, científico o racional moderno e ilustrado es imposible hablar de filosofía cristiana: es el hierro de madera, el equívoco al que se refería Heidegger [143]. Este paradigma es para Zambrano causa de la agonía de occidente, por eso no se cansa de denunciar la piqueta –es expresión suya– que destruye a Europa. Es el devenir de este continente el que «ha tenido la virtud de producir solapados enemigos, de engendrar el rencor en las oscuras cavernas en que se cría» [144]. La siembra de la enemistad y del solipsismo proviene de una auto-comprensión cada vez más sesgada de su cristianismo: del olvido de la creación [145] como momento originario, a favor de la creación como actividad humana escindida de lo que es dado; del olvido de la resurrección como momento de recuperación de la unidad originaria, a favor de la lucha por la pervivencia; del olvido de la esperanza como anhelo de plenitud y cumplimiento, a favor del progreso entendido como proceso secularizado. Ante esta amnesia europea, visible ostensiblemente en el itinerario filosófico occidental, María Zambrano postula otra versión del cristianismo y junto a ella, otra forma de pensar y hacer filosofía.

Tal y como propone Zambrano, el principio de la resurrección de Europa está en su esencia, en «eso que por nada aceptamos» [146]. En efecto, se está refiriendo a su alma cristiana. Un alma puesta en tela de juicio por los grandes totalitarismos del siglo XX –por cierto, María Zambrano escribe esta serie de artículos titulados La agonía de Europa entre los años 1940 y 1944, en el París ocupado– y por el auge de las ideologías que permanece en pleno siglo XXI.

Como ya se ha señalado, el destino de la filosofía corre parejo al destino de Europa. Si Europa agoniza, agoniza la filosofía. Si la posibilidad de resurrección para Europa es la afirmación de su alma cristiana, la posibilidad de la filosofía occidental tendrá que aceptar una forma de razón tan ancha como para que tengan lugar la experiencia religiosa, la fe de la que brota, el lenguaje en que se expresa y su fondo cristiano.

Se trata de emprender la vuelta al Paraíso, a través de un mundo creado por el ser humano en estado de caída y soledad [147]. El a través es entendido, de acuerdo con la propuesta agustiniana, como un proceso de ahondamiento en la interioridad humana, que, según Zambrano, traspone, transciende y atormenta, es inagotable e infinita y «está en el fondo, tiene fondo. Por eso, necesita revelarse, confesarse» [148], dando así el importante paso del yo oscuro al yo uno en su transparencia: una conversión del ser humano que tiene como signo la «aceptación de la realidad en forma reveladora» [149].

Para María Zambrano, esta conversión es previa al nacimiento de «una nueva filosofía, en esta tradición europea» [150], nacida «bajo su Dios» [151]. Una nueva filosofía, que supere el desatado culto al éxito, el idealismo, el naturalismo, el liberalismo [152]; que salga del «fangoso escepticismo» que había quedado de la fe en la razón [153] –en la razón escindida y autosuficiente, indigna de ser creída, esperada, amada–, perdida «por sus dones, más que por sus defectos» [154]. Es decir, por ocultar el «saberse lo más valioso del mundo, [...] bajo la hinchazón, bajo la soberbia» [155], por olvidar que «es imagen de alguien que al mismo tiempo le ampara y le limita» [156]. Este alguien es un ser real, es el otro, el Absoluto, la Divinidad o, más concretamente, Dios mismo, el Dios de la Biblia, que se auto-revela y que hace partícipe de sus perfecciones y de sus predilecciones al ser humano. La unidad superior a la que se viene aludiendo viene dada por este origen, tiene lugar en el alma, la única dimensión del ser humano en la que cabe la reciprocidad propia de la razón ensanchada, donde cabe –inhabita– Dios.

Uno de los mayores enemigos de la filosofía, al que ya se ha hecho alusión, es esa oposición entre Dios y ser humano, entre fe y razón/filosofía, que renace con Lutero: Dios regresa a su infinitud, se desecha la razón/filosofía como instancia mediadora, el ser humano queda en soledad frente a un abismo que no podrá salvar con razón pura, sino con fe pura. Al desaparecer esta conexión, ante el Dios impenetrable solo cabe la combinación de agnosticismo y fideísmo. La razón se ve confinada en el ámbito de las ciencias naturales; la razón queda agnóstica, incapaz de proferir palabra sobre aquel que no solo es semper maior, sino semper terribilis; al ser humano le queda la sola fides, que fácilmente deriva en fideísmo. Será necesaria, afirma Zambrano, la mediación católica, de la Iglesia que confía en la creación divina, en «la hermosa realidad sacada por Dios de la nada» [157]. Realidad que no solo es afirmación de lo creado, sino del Creador, bajo una designación filosófica y más que filosófica: «Logos, principio del Universo; Logos encarnado» [158].

          3.2.2. Itinerarios de una filosofía cristiana

La filosofía no es teología y la filosofía cristiana, por ser verdadera filosofía, tampoco puede serlo. otra cosa es que la teología requiera fundamentos filosóficos, lenguajes filosóficos, razonamientos filosóficos. Esto es especialmente claro, por ejemplo, en la teología fundamental [159]. No es el caso de María Zambrano que, como la rica variedad de filósofos cristianos y más concretamente católicos, no se mueven por presupuestos teológicos, sino por un interés filosófico, de acuerdo con el método y los temas propios de este saber de sentido. Entonces, ¿qué es el filósofo cristiano o la filosofía cristiana? Aquella que vive en la revelación cristiana, teniéndola como horizonte y como medio ambiente donde desarrollarse [160]. El concepto de filosofía cristiana puede entenderse como aquella forma de pensamiento especulativo propio de un filósofo que, en su actividad, no pone entre paréntesis su concepción cristiana de la realidad.

Aunque toda la discusión en torno a la historia del concepto de filosofía cristiana es de un profundo valor, no es este el lugar para acometerla, sino para examinar el hecho de que María Zambrano es un ejemplo de filósofa cristiana que piensa de acuerdo con su propuesta de razón ensanchada: su pensamiento es verdadera filosofía en deuda con la fe –la fe cristiana y católica– y con la poesía. ¿Qué supone este acuerdo?

Para Zambrano, en primer lugar, no existe una vida humana que no esté cobijada en el misterio absoluto [161]. Este misterio es luz que aclara y luz que ciega, realidad auroral, y aquí radica el incesante padecer en las entrañas propio del ser humano. Su filosofía está también al amparo de este misterio que es lo sagrado: misterio absoluto, sagrado absoluto.

En segundo lugar, como quedó patente en el capítulo I, María Zambrano utiliza en su pensamiento el dato bíblico, no tanto como revelación en sentido teológico –dispuesta por Dios para comunicarse con el ser humano (cfr. Dei Verbum, 2)–, sino como relato revelador con una significación universal y real para la vida [162]. Y, por supuesto, para el pensamiento filosófico. El culmen de la revelación, tanto en clave teológica pura, como en clave zambraniana, está en la encarnación del Logos.

Por último, desde un punto de vista fenomenológico, en el pensamiento de María Zambrano queda suficientemente probado el convencimiento de que aunque las religiones no proceden de las metafísicas, estas últimas sí que están en indiscutible dependencia de determinadas categorías religiosas fundamentales [163]. No será necesario aludir nuevamente al uso que María Zambrano realiza de las nociones teológicas de creación, encarnación, redención para explicar su misión filosófica y su propuesta de razón inclusiva, ensanchada.

3.3.3. La fe y la razón

La discusión intra-eclesial sobre las relaciones entre la fe y la razón quedó definitivamente orientada por la encíclica Fides et ratio (1998), de san Juan Pablo II. En este documento magisterial se ofrece un marco que regula las relaciones entre revelación, teología y filosofía, salvaguardando la identidad de cada una de ellas. La teología realiza un doble movimiento: en primer lugar, recibe y acepta la revelación –explicitada por la tradición, la Sagrada Escritura y el magisterio–. A este movimiento se le denomina auditus fidei; en segundo lugar, quiere dar razón ante los requerimientos del pensar humano, ofreciendo un desarrollo especulativo. A este segundo movimiento se le denomina intellectus fidei. Es en el intellectus fidei cuando la filosofía puede aportar a la teología conceptos, argumentos que reflejen la inteligibilidad y coherencia de la revelación (Fr, 65 y 66). Sin embargo, no es este el aspecto de mayor relevancia para esta investigación doctoral, sino la determinación del estado de la filosofía de María Zambrano en relación con la fe cristiana. Fides et ratio señala tres posibilidades distintas: una «filosofía totalmente independiente de la revelación evangélica» (Fr, 75); una «filosofía cristiana» (Fr, 76); y una tercera posición en que «la teología misma recurre a la filosofía» (Fr, 77).

La primera de estas posibilidades es claramente inaplicable a María Zambrano: su contexto es indudablemente cristiano, una constatación que no resta un ápice de interés filosófico a su propuesta.

respecto a la segunda, conviene comenzar resaltando que la denominación de filosofía cristiana «es en sí misma aceptable, pero [...] con ella no se pretende aludir a una filosofía oficial de la Iglesia» (Fr, 76). Por tanto, afirmar que la propuesta de María Zambrano puede calificarse como filosofía cristiana no significa darle carta de oficialidad, sino más bien que su modo de filosofar es el de una cristiana que no renuncia a la unión vital entre el pensar y el creer (cfr. Fr, 76). Fides et ratio señala en el mismo número que se viene citando dos constataciones importantes sobre el filosofar cristiano –que no es evidentemente un cambio de estado: un pasar de ser filósofo a ser teólogo–: un aspecto subjetivo, «la fe libera la razón de la presunción», y otro objetivo, «la revelación propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesible a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola». El caso de Zambrano es paradigmático: su interés filosófico es poner a la filosofía en su sitio, buscando que renuncie a la soberbia de la razón, aceptando que toda experiencia humana y todo saber de sentido está interrelacionado y es dependiente. No es una renuncia a la razón, sino la afirmación de una razón más ancha. Al mismo tiempo, y desde el punto de vista objetivo, es evidente que María Zambrano tematiza filosóficamente contenidos revelados, sin renunciar a un método puramente racional ni a la búsqueda de la verdad.

El tercero de los estados es aquel en el que la teología acude a la filosofía para mostrarse como «obra de la razón crítica a la luz de la fe» (Fr, 77). ¿Puede la propuesta de Zambrano cumplir esta misión?

La respuesta definitiva le corresponde a la autoridad y examen del magisterio eclesiástico, sin embargo, puede afirmarse a la luz de la presente investigación doctoral que la filosofía de María Zambrano cumple al menos tres exigencias indispensables para encontrarse de un modo fecundo con la teología: posee una clara dimensión sapiencial (cfr. Fr, 81); evidencia la capacidad del conocimiento humano para llegar a la verdad, a través de una relación adecuada –adaequatio– con la realidad, aunque esta sea mayor que el pensamiento y que la expresión (cfr. Fr, 82); a pesar de su límites metodológicos y de una buscada falta de precisión, tiene un «alcance auténticamente metafísico» (Fr, 83).

Puede defenderse que el pensamiento de María Zambrano es «una filosofía en consonancia con la Palabra de Dios», un «punto de encuentro entre las culturas y la fe cristiana», que sirve de ayuda «para que los creyentes se convenzan de que la profundidad y autenticidad de la fe se favorece cuando está unida al pensamiento y no renuncia a él» (Fr, 79).

* * *

Siempre quedará como una esperanza en la naciente luz auroral la palabra definitiva de María Zambrano sobre filosofía y cristianismo [164]. Tan solo quedan a disposición del lector/pensador sus obras completas, que no terminadas [165]; el deseo truncado de impartir tres clases sobre filosofía y cristianismo en la Facultad de Teología de San Vicente Ferrer de valencia, durante el curso 1975-1976 [166]; y la intuición más hermosa de que es la belleza quien hace de la filosofía y el cristianismo una verdadera comunión.

José Antonio Calvo Gracia en dadun.unav.edu

Notas:

75      Zambrano, M., LB, p. 46.

76      Zambrano, M., LP, p. 37.

77      Los conceptos luz y logos no pueden considerarse privativos de una línea metafísica como la neoplatónica, aunque sea neoplatónica y cristiana. Su presencia está ligada a la categoría de creación, que para santo Tomás de Aquino se realiza por el Logos (=verbum), otorgándole la inteligibilidad luminosa necesaria para que haya conocimiento filosófico del ente y de Dios. Además, esa luz está participada en el ser humano, como ser capax Dei. Cfr. raMoS, A. (2014): «A Metaphysics of the Logos in St. Thomas Aquinas: Creation and Knowledge», en Cauriensia, vol. IX, pp. 95-111, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/sEgv5S>. Para entender el alcance de la ‘metafísica del logos’ resulta imprescindible la línea de investigación desarrollada en la Universidad de Navarra por el grupo de trabajo Hermenéutica patrística y medieval (Logos), coordinado por la profesora María Jesús Soto Bruna, editora a su vez del número IX de la revista Cauriensia al que se acaba de referir.

78      La más sintética y precisa aproximación al término razón poética –en Zambrano y en otros autores– en su sentido de facultad creadora es la que se ofrece en labrada, M. A. (1992): Sobre la razón poética, Pamplona, Eunsa.

79      Revilla, C. (2004): «Sobre el ámbito de la razón poética», en Revista de la Asociación de Hispanismo Filosófico, nº 9, p. 1, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/1cQueW>.

80      Zambrano, M. (7 de noviembre de 1944), Carta a Dieste, en Boletín Galego de Literatura, nº 6, noviembre, 1991, p. 103. En Moreno Sanz, J., LO, p. 102.

81      Zambrano, M., LP, p. 195.

82      Zambrano, M., NM, p. 65.

83      Zambrano, M. (1952): «Delirio y destino. Los veinte años de una española», en OC, vI, p. 958.

84      Cfr. Zambrano, M., OC, VI, p. 958.

85      Zambrano, M. (1970): «El sueño creador», en Obras Reunidas. Primera entrega, Madrid, Aguilar, p. 30. (En adelante OR).

86      Cfr. Zambrano, M., OR, p. 30.

87      Zambrano, M., LB, p. 56.

88      Cfr. Zambrano, M. (1971): «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», en Educación (33), p. 91.

89      Cfr. Ullán, J. M., «relato prologal», en Zambrano, M. (2010): Esencia y hermosura. Antología, Barcelona, galaxia Gutenberg, p. 36. Desde este relato «relato prologal» podría calificarse a María Zambrano de una mujer ‘y’. El propio Ullán lo ratifica al describirla como conversadora: «Era un placer, no exento de inquietud reconfortante, oír su entremezclar en armonía las rotundas y las medias palabras, la premonición y la huella, la confidencia personal y el alarido en nombre de los muertos, las toses y las risas, la plegaria y el refunfuño, el sermón y la travesura, la religión y la filosofía, la poesía y la historia, la amistad y el escarmiento».

90      Zambrano, M., LB, p. 76.

91      Ibíd., p. 100.

92      Cfr. Steiner, g. (2017): Presencias reales, Madrid, Siruela, p. 206. También Steiner se pregunta en la tercera parte de esta obra la razón de la creación estética y de la belleza, concluyendo, con una tesis fuerte de carácter metafísico y religioso a la par: la única garantía de la inteligibilidad de lo real es la Transcendencia. Al mismo tiempo que reconoce que solo desde la aceptación del origen, el ser humano puede ser considerado creador y «anfitrión de la belleza». Steiner dirige este convencimiento a la comprensión de la creación estética, Zambrano, en la misma tónica, lo traslada a todo quehacer de sentido.

93      Zambrano, M., LB, p. 77.

94      Ibídem.

95      Ibíd., p. 78.

96      Ibíd., p. 82.

97      Ibídem.

98      Ibíd., p. 78.

99      Ibíd., p. 82.

100       Ibíd., p. 83.

101       Ibíd., p. 84.

102       Zambrano, M., NM, p. 62.

103       Zambrano, M., LB, p. 87.

104       Ibídem.

105       Ibíd., p. 88.

106       Ibíd., p. 91.

107       Ibíd., p. 96.

108       Ibídem.

109       Muy interesante, relacionar el proyecto filosófico de María Zambrano de poner el logos en el Logos, con el ideal de sociedad perfecta de Platón. En ambos casos, la nostalgia funciona como motor capaz de resituar la experiencia humana en su origen divino e ideal. Esta comparación desde la clave de la nostalgia se apoya en García Gual, C. (1985): «Platón, nostalgia, historia, utopía», en Revista de Filosofía Taula, nº 3 (mayo), pp. 27-37, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/TJ7fQJ>.

110       Zambrano, M., LB, p.  112.

111       Zambrano, M., NM, p. 66.

112       Labajo, J. (2011): Sin contar la música, Madrid, Endymion, p. 29.

113       Cfr. ibíd., p. 273. Esta conversación está referida de buenas fuentes en la obra de Labajo.

114       Zambrano, M., LB, p. 100.

115       Cfr. Guardini, r. (2013): La conversión de Aurelio Agustín. El proceso interior en sus Confesiones. Bilbao: Desclée de Brouwer, pp. 23, 41 y ss. Esta obrita de Guardini ofrece algunas claves sobre el concepto de alma en san Agustín que permiten iniciar un estudio comparado con la idea de alma en María Zambrano, doctrina que le acarreó la ruptura con su maestro Ortega.

116       Cfr. Zambrano, M. (2011): Confesiones y guías, Madrid, Eutelequia, p. 59. Por otra parte, para completar esta cuestión es necesario acudir a Zambrano, M. (2016): «La Confesión: género literario y método», en OC II. En estas obras, la autora muestra como vías universales para transmitir, parafraseando su propia obra, un saber acerca del alma las confesiones, de corte agustiniano, y las guías, de corte molinista.

117       Zambrano, M., LB, p. 101.

118       Ibíd., p. 103.

119       Ibídem.

120       Ibíd., p. 101.

121       Cfr. ibídem.

122       Cfr. ibíd., p. 108.

123       Ibíd., p. 111.

124       Ibíd., p. 112.

125       Ibídem.

126       Zambrano, M. (2014): El exilio como patria, Barcelona, Anthropos, p. 59.

127       Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 588.

128       Zambrano, M. (1971): «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», en Educación (33), pp. 82-91.

129       Zambrano, M., «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», p. 84. Al describir la especialización preocupante en los saberes, presenta a los científicos como una «casta», cuya actividad «ha dejado de estar exclusivamente enderezada al conocimiento». Dos razones son las que han conducido a esta derivación: la desmesurada responsabilidad de quienes se consideran «avanzadas del conocimiento» y el «lenguaje mismo de las ciencias», «inaccesible aun para las personas más cultas», fruto de una captación de la realidad realizada «no contemplativamente, sino para operar en ella, sobre ella».

130       Zambrano, M., «La unificación del conocimiento y las fronteras de lo humano en la unidad», p. 91.

131       Ibídem.

132       Ibídem.

133       Ibídem.

134       Zambrano, M., «La agonía de Europa», en OC, II, p. 374.

135       Ullán, J.-M., «relato prologal», en Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 12.

136       Cfr. Willebrands, J. Discurso del 11 de noviembre de 1983, citado en AA. vv. (2017): Lutero y la teología católica. Tender puentes entre formas de pensamiento diferentes, Madrid, Ciudad Nueva, p. 81.

137       Cfr. Blaumeiser, h. «¿o lo uno o lo otro? Martín Lutero y la perspectiva católica. Para un intercambio de dones», en AA. vv. (2017): Lutero y la teología católica. Tender puentes entre formas de pensamiento diferentes, Madrid, Ciudad Nueva, p. 71.

138       Zambrano, M., LB, p. 11.

139       Rodrigo Andreu, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 124.

140       Cfr. Inciarte, F. y Llano, A. (2007): Metafísica tras el final de la Metafísica, Madrid, Ediciones Cristiandad, p. 26.

141       Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g., FC/1, p. 42 y ss.

142       Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g. (eds.) (1997): Filosofía cristiana en el  pensamiento católico de los siglos XIX y XX (3 tomos), Madrid, Ediciones Encuentro. Esta es la obra más extensa publicada en español sobre la denominada filosofía cristiana. Cada uno de los tomos se centra en un aspecto o periodo: «Nuevos enfoques en el siglo XIX» (Tomo 1), «vuelta a la herencia escolástica» (Tomo 2) y «Corrientes modernas en el siglo XX» (Tomo 3): La obra atiende a los pensadores cristianos de las distintas lenguas, curiosamente la única mención a María Zambrano la sitúa en Cuba, como una filósofa no «expresamente católica», en la nómina de filósofos de lengua española que en Latinoamérica coincidieron en «formular teorías, adecuadas a la realidad, sobre el hombre como persona, sobre la ética, sobre el fenómeno de lo espiritual, sobre el arte y sobre la sociedad» (Tomo 3, p. 589):

143       Cfr. Heidegger, M. (1969): Introducción a la metafísica. Buenos Aires: Nova, p. 46.

144       Zambrano, M., «La agonía de Europa», en OC, II, p. 333.

145       Cfr. ibíd., p. 361.

146       Ibíd., p. 347.

147       Cfr. ibíd., p. 353.

148       Ibíd., p. 372.

149       Ibíd., p. 360.

150       Ibíd., p. 360.

151       Ibíd., p. 353.

152       Ibíd., pp. 334 y ss.

153       Ibíd., p. 338.

154       Ibíd., p. 337.

155       Ibídem.

156       Ibídem.

157       Ibíd., p. 355.

158       Ibídem.

159       Es importante señalar a este respecto una de las llamadas más acuciantes que María Zambrano realiza a la Iglesia: «Una teoría del conocimiento de la revelación se hace cada día más necesaria y no se deja de echar de menos en la ‘nueva teología’, de la que parecen existir pocas noticias de que se haya empezado esta tarea indispensable, si es que en la Iglesia se quiere salvar la existencia de la revelación, a no ser que, a imagen y semejanza de la mente occidental declarada en crisis o en bancarrota, no se haya renunciado a ella con un disimulado vado retro», en Zambrano, M., LB, p. 30.

160       Cfr. FC/ 1, pp. 24 y 25.

161       Cfr. FC/1, p. 42. En este sentido también resulta importante el acceso directo al artículo de Henri de Lubac publicado en la Revue Théologique (LXIII, 1936), con el título «Sur la philosophie chrétienne», que recientemente ha sido traducido y editado por Marcelo López Cambronero para la editorial Nuevo Inicio. En su estudio crítico, López explica cómo en la polémica sobre la filosofía cristiana hay un componente definitivo: un dualismo de origen teológico entre lo natural y lo sobrenatural, solo este dualismo, en ocasiones maniqueo, hace inaceptable un filosofar cristiano que sea verdadero filosofar e integre determinados contenidos de la revelación, como luz impulsora de la aventura del conocimiento humano. Cfr. de Lubac, h. (2017): Sobre la filosofía cristiana, granada, Nuevo Inicio, p. 105.

162       Cfr. FC/1, p. 28.

163       Cfr. FC/3, p. 55. De esta opinión es Scheler, quien afirma que «estas determinaciones dualistas de la relación entre filosofía y religión contradicen a la esencia de la religión y la filosofía», Max Scheler (2007): De lo eterno en el hombre, Madrid, Encuentro, p. 80.

164       En el archivo de María Zambrano, conservado por la fundación del mismo nombre en Vélez- Málaga, se encuentra un vestigio: la portada de un cuaderno roto en el que escribió «Filosofía y cristianismo», un mes –¿septiembre o noviembre?, no alcancé a descifrar– y unos años 1944 y 1953 (Manuscrito 550): ¿Qué escribió en este cuaderno perdido? Es posible aventurar que sus páginas forman parte de todas sus obras posteriores, como sus ideas, de su pensamiento.

165       Ya que, como recoge Ullán, Zambrano denominó en 1981 a su obra Prólogo a un libro desconocido que es un todo todavía pendiente. Cfr. Zambrano, M., Esencia y hermosura. Antología, p. 606.

166       Zambrano, M., LP, p. 243.

José Antonio Calvo Gracia

I.       María Zambrano, cristiana y filósofa

El título de este capítulo puede resultar horripilante para algunas cabezas [1], es decir, puede erizar el cabello de muchos o, al menos, de algunos, sobre todo, si se le añade como complemento circunstancial el sintagma ‘a la vez’: cristiana y filósofa a la vez. Todavía más disruptivo sería el calificarla de filósofa cristiana, al menos y de momento, como hipótesis. Sin embargo, la propuesta filosófica de María Zambrano no puede desligarse de una concepción teológica de la experiencia vital ni de un marcado acento cristiano con el que solfear dicha experiencia. Si esto se comprende y si esto se explica, los cabellos de los biempensantes –no solo los tradicionalistas, sino también los de la mal traducida politically correctness– volverán a su lugar y posición inicial de tranquilidad y podrán conceder que sí, que el pensamiento de María Zambrano es un intento de filosofía cristiana [2].

El concepto filosofía cristiana nace en medio de la discusión. Es discutible y, por tanto, discutido desde que aparece en la década de 1920. Dos medievalistas, Brehier y Gilson, muestran sus posturas contrarias: el primero afirma que no hay filosofía cristiana, que el pensamiento filosófico no se ha visto influido por la revelación, que Agustín y Tomás de Aquino adoptan filosofías paganas para hacer teología; Gilson, por su parte, quiere demostrar que hay filosofía cristiana y que la revelación ha influido decisivamente en el desarrollo de la filosofía. Esta discusión se lleva a un debate público, celebrado en La Sorbona, en 1931. Además de Brehier y Gilson, intervienen Maritain, Brunschvicg y Blondel. No se llega a un acuerdo, la discusión continúa y otros filósofos de altura, como Mandonnet, van Steenberghen, Pieper, Heidegger, Jaspers o el español Ramírez aportan y enriquecen el debate. ¿Cuál es el estado de la cuestión? Atendiendo a la encíclica de Juan Pablo II Fides et ratio (1998), no existe una filosofía cristiana oficial, pero sí existe una relación clara entre filosofía y revelación –o entre filosofía y cristianismo–, una relación orgánica que puede ser explicada de un modo histórico, como pretendía Gilson, y de un modo existencial, como mostraba Maritain: la revelación aporta a la filosofía nociones racionales que de otro modo no habrían sido descubiertas, como creación y persona; además aunque la razón –en el sentido de filosofía– es independiente de la revelación, existe un modo cristiano de filosofar, en el que la fe no solo no destruye la filosofía, sino que la eleva y la salvaguarda, defendiéndola de la tentación escéptica.

La filosofía cristiana es al menos un intento, aunque va a intentar mostrarse que es un intento cumplido, dentro de las posibilidades de cualquier pensamiento limitado, como es el humano: unas veces bien logrado, otras a medio camino. Y algunas pocas, bastante alejado. En torno a esta cuestión de la posibilidad de una filosofía cristiana, María Zambrano en una época de madurez, cuando cuenta con setenta años, en una carta, enmienda a aquellos filósofos –cita concretamente a Spinoza y Kant– que «creyeron –o quisieron– que la filosofía ha de ser un saber impasible. Y que por tanto una filosofía cristiana es casi imposible» [3]. El error en el que estos pensadores racionalistas o idealistas incurrieron fue pensar que la filosofía es un saber separado e inmutable, en el que la misión del filósofo consiste en legislar desde una pretendida y falsa razón omnisciente, que relega la transcendencia a determinada cualidad del sujeto. Todo lo que está fuera del sujeto está fuera de la capacidad de conocer y si no se puede conocer, molesta su existencia. Eso ha pasado con el Absoluto en gran parte del pensamiento moderno y contemporáneo y eso ha hecho que se considerara un despropósito que pudiese haber una filosofía cristiana, que la revelación proporcionara temáticas profundas a la filosofía o que existiese una relación fecunda entre la fe y la razón. María Zambrano presenta los ejemplos de san Agustín y de santo Tomás de Aquino con valor de prueba y defenderá contra viento y marea que el verdadero maestro está a medio camino entre la filosofía y la teología, porque «el Maestro [...] es un mediador» [4]. Así la razón en cuanto humana será una razón mediadora y una de sus formas será la piedad. otro de los errores que hace imposible al teólogo o al filósofo creyente comprender este paradigma dialogal entre fe y razón es el fideísmo. Pero de momento es prematuro ahondar en esta cuestión.

Para mostrar que el pensamiento de María Zambrano es un ejemplo de filosofía cristiana, este primer capítulo en ningún caso podrá ser ni más ni menos que una biografía intelectual de María Zambrano. Será un poco más, porque intentará mostrar los centros de la reflexión filosófica de Zambrano y su conexión con el hecho cristiano. Será un poco menos, porque ni debe ni puede ser una biografía detallada. En este sentido corre el peligro de ser tachado de visión sesgada de la experiencia vital de María Zambrano, sin embargo, no tiene nada de sesgo o de prejuicio, porque no intenta negar o silenciar ningún matiz, sino resaltar aquellos que son fundamentales para el propósito de esta investigación: mostrar el específico carácter cristiano –incluso católico confesional– del pensamiento zambraniano. Cristiano en el origen personal de la reflexión, cristiano en la temática, cristiano en el método, cristiano en la respuesta. Cristiano, sin restar un ápice de racionalidad ni del carácter filosófico presente en el análisis crítico de la realidad.

Desde luego, el paradigma de razón de María Zambrano no responde a esa visión abstracta –en el sentido de separada o de aparte– que hace de la filosofía una pretendida filosofía pura, sino, con palabras escuchadas al profesor Alejandro Llano en la Universidad de Navarra, una filosofía impura, no separada; al contrario, metida de lleno en todas las cosas y experiencias de los seres humanos, incluida la dimensión espiritual y de apertura a la trascendencia, dimensión, por otra parte, esencialmente constitutiva de lo humano.

María Zambrano (Vélez Málaga, 1904-Madrid, 1991), ante su muerte, no dudaba en decir a su amigo poeta panameño que «estamos en la noche de los tiempos, Edi Simons, hay que entrar en el cuerpo glorioso» [5]. Y, una vez realizada la salida del uno y la entrada en el otro, el primero pasó a dormir en la casita –así llamaba Zambrano a su sepultura– que, entre un naranjo y un limonero, había querido construir en el camposanto de su pueblo natal. Una casita, señalada e identificada con un texto del Cantar de los Cantares: Surge, amica mea et veni. Ese es su epitafio. Y si se abusa un poco del sentido de la sentencia clásica que afirma que en el principio está el fin y/o viceversa, habrá que conceder que esta inscripción sepulcral da una idea completa y aproximada de lo que es la experiencia vital de María Zambrano.

otros hechos y otros textos confirman esta afirmación y son los que van a ser presentados en las siguientes páginas, que quieren mostrar el humus en el que nace, crece, florece y fructifica la propuesta filosófica de María Zambrano.

1.       la vida de María Zambrano, un itinerario de Fe religiosa

Aunque algunos han intentado escribir la biografía más o menos definitiva de Zambrano, todavía nadie lo ha conseguido. El imponente intento de Juan Carlos Marset, que mereció el premio Antonio rodríguez ortiz de Biografías 2004, se quedó de momento en una primera parte, titulada Los años de formación [6]. Por ello, y para el propósito que guía este estudio, bastará con la «Cronología» publicada por Jesús Moreno en la edición de las Obras Completas de María Zambrano que él dirige y el esbozo biográfico escrito por Juan Fernando ortega Muñoz, que se titula, sencillamente, María Zambrano [7]. El profesor Ortega sabe y muestra que la intimidad religiosa de Zambrano es de una profundidad radical y que sobre ella se asienta su propuesta filosófica. La investigación doctoral de Carmen Villora, en concreto, su primer capítulo, es insustituible para este propósito [8]. Además, se cuenta con una colección de escritos autobiográficos que han sido publicados en el volumen VI de las Obras Completas de Zambrano y que constituyen una fuente primigenia para demostrar el carácter religioso católico de su vivir y su pensar. También, un epistolario publicado por su amigo e interlocutor Agustín Andreu, presentado por este último como Cartas de la Pièce, que resulta básico para el propósito de esta tesis.

María Zambrano siempre que se refiere por escrito a don Blas [9], su progenitor, lo hace escribiendo Padre con mayúscula inicial. ¿Qué significa? Ella misma lo dice: «Para mí mi Padre es un ser sagrado» [10]. No obstante, quien aportará la finura espiritual a Zambrano es su madre. Una finura espiritual que está unida a su profundo sentido de libertad. «Porque, aunque mi madre era una ferviente católica practicante, era también un ser libre, porque era inteligente» [11]. Inteligencia, libertad, apasionamiento, religiosidad –católica, no conviene perderlo de vista– son claves en el pensamiento filosófico de María Zambrano y, como se verá más adelante, cada una de estas características constitutivas de su experiencia conllevan la universalidad e interrelación de los tres saberes de sentido que se encuentran en el núcleo de su pensamiento: filosofía, poesía y religión.

En una de sus cartas al teólogo Agustín Andreu, fechada el domingo 13 de julio de 1975, hace un resumen de la herencia que ha recibido de su familia más cercana: de su padre, tiempo; de su hermana Araceli, tiempo; ¿y de su madre? De su madre, doña Araceli Alarcón, dice que ha recibido lo más necesario:

Mi madre me dejó lo que me hacía falta, algo de su sapientísima paciencia, las cuentas de su rosario, que aun en Madrid volví a rezar con ella algunas tardes. Sí, el rosario de la Madre salva, si uno entiende. Pues que en tan rosácea devoción hay lo suyo de intelección verdadera [12].

Como se apunta en este texto y podrá confirmarse en la segunda parte de este capítulo, María Zambrano llega a explicar la relación de conocimiento y de intelección acudiendo a un contenido de fe: la figura de la virgen María –paciente– que recibe del ángel el logos –agente–. De este modo, por la encarnación, se posibilita la vuelta de lo creado y desgajado al Creador y fuente de la unidad originaria. Todavía se puede añadir al trasfondo familiar de Zambrano la figura de su abuelo materno, con el que pasará en su infancia alguna larga temporada. De él se puede decir que, además de ex-seminarista, era un «teólogo vocacional, heterodoxo recalcitrante y conversador innato» [13] y que constituyó para María Zambrano un auténtico pedagogo y maestro en cuestiones religiosas.

Cuando en Segovia, adonde se había trasladado con su familia, decide estudiar filosofía, lo hace por «salvar» a su padre, ya que Blas Zambrano era un hombre con un horizonte interior trágico al modo de Unamuno. De algún modo, María Zambrano vislumbra que el fondo más profundo de todos y cada uno de los seres humanos es una realidad inferior –inferior en el sentido de ínferos– que necesita de una experiencia salvadora o redentora. No una eliminación de lo trágico, sino un respiro extático que permita entender la vida como un todo en el que lo chocante, lo diferente, lo incalificable o indefinible no sea expulsado o exiliado, sino incluido como parte constitutiva del misterio de la vida y del concomitante anhelo por la eternidad.

Como bien ha señalado Agustín Andreu, poniéndolo en relación con un tema eminentemente teológico como es la economía trinitaria, Zambrano entiende la salvación del hombre como «una crecida por dentro» [14] o una iluminación en sentido joánico e incluso agustiniano. Esta iluminación permite, siempre en clave zambraniana, descubrir un espacio infinito de libertad real.

Así llega a afirmar que el teresiano vivir fuera de sí supone vivir fuera de sí, por estar más allá de sí mismo.

vivir dispuesto al vuelo, presto a cualquier partida. Es el futuro inimaginable, el inalcanzable futuro de esa promesa de vida verdadera que el amor insinúa en quien lo siente. El futuro que inspira, que consuela del presente haciendo descreer de él; que recogerá todos los sueños y las esperanzas, de donde brota la creación, lo no previsto. Es la libertad sin arbitrariedades [15].

Estos pensamientos de profundo corte cristiano también tienen que ver con su experiencia de exilio [16] y con sus deseos que constituirán una luz para transcurrir su propia noche oscura de la que se hablará más adelante.

otro momento importante en el itinerario vital de María Zambrano es el de su despertar a una política activa y el de su repudio a determinadas formas violentas de corte materialista. La discípula de Ortega y Gasset en la madrileña Universidad Central no es ajena a la tesis fundamental que el profesor publica en el diario El Sol el 15 de noviembre de 1930 titulado «Delenda est Monarchia». Con este escrito, ortega rompe su compromiso con la monarquía y postula el advenimiento de la república como única forma política que puede mantener la vida y la vitalidad de la nación española [17]. Zambrano es buena hija de su padre, militante e incluso presidente durante algún tiempo de la Agrupación Socialista obrera, y eso se nota en su radicalidad; pero no hay que olvidar que también es buena hija de su madre y esto se conoce en este momento de efervescencia y violencia política en su convencimiento de que para el país no es bueno el materialismo capitalista, como tampoco lo es el marxista, sino que la misión de España está en la defensa y universalización de los valores espirituales. Estas ideas –quizá hubiese que llamarlas ideales– se encuentran expuestas y de algún modo desarrolladas en el manifiesto fundacional del Frente Español (FE) que aparecería publicado el 7 de marzo de 1932 en el periódico La Luz y que es firmado en primer lugar por María Zambrano. ¿Qué es lo que le lleva a firmar con tanto entusiasmo este manifiesto? El compromiso político de Zambrano le conduce a militar en el partido de Azaña Acción republicana, durante las elecciones municipales de 1931. Su militancia será breve, pues la quema de iglesias y conventos,  así como la persecución religiosa desatada y la pasividad de las autoridades respecto a estos hechos le llevarán a darse de baja de esta formación de izquierdas. Sin embargo, seguirá siendo profundamente republicana y radical en lo que se refiere a la preferencia por un régimen político determinado. Y seguirá siendo profundamente católica: ya se verá de qué manera, aunque puede adelantarse que en lo que se refiere a su visión metafísica y antropológica y a sus derivadas sociales.

El FE es un partido político, alentado en la sombra por ortega, al que enseguida se suman un grupo de universitarios españoles. Aunque, como señala el zambranista Jesús Moreno, María Zambrano reconocerá que su participación en este partido nacional es «su más grave error político» y que «como tenía poder para ello, lo disolvió», por «el cariz casi fascista que este movimiento adquiere» [18], no es aventurado precisar con toda razón que, si bien Zambrano repudia el FE, no es menos cierto que la crítica de los materialismos –y de las dos Españas, alentadas por programas políticos sectarios– y la defensa del patrimonio espiritual del individuo y de los pueblos permanecerán como una constante de su propuesta filosófica de racionalidad inclusiva.

En estos años de la II república Española hay dos hechos que resultan bastante significativos para señalar la experiencia de María Zambrano. El primero de ellos es la participación en la revista Cruz y Raya, de pensamiento católico más o menos liberal. Aunque su director José Bergamín intenta que forme parte de su consejo de redacción, Zambrano lo evita. Esto no significa que no participe, de hecho, lo hace con algunos artículos sobre san Basilio, Ortega y Gasset, Vossler y sus estudios sobre Lope de vega. En concreto interesa el que con el título «renacimiento litúrgico» [19] publica en junio de 1933 sobre la célebre obra El espíritu de la liturgia, de romano Guardini. Parece que la lectura de esta obra, aunque no comparta su necesidad y propósito, le lleva a tener una visión profunda, completa y bastante ilustrada de la liturgia católica y, en concreto, de lo que significa el rito romano en su forma más tradicional. Una visión que, como se verá, nunca abandonó e incluso defendió junto a otros intelectuales del momento como parte integrante del patrimonio espiritual de occidente.

El segundo de estos hechos es la participación en la revista mensual de pedagogía Escuelas de España. En el número 10, de octubre de 1934, se invita a algunos jóvenes que ya destacan en la sociedad y la cultura a realizar una reflexión sobre tres temas: Dios, el Arte y Rusia. María Zambrano ofrece la suya, en los siguientes términos:

No tener a Dios sería no tener límite; pues ¿Quién entonces habría de limitarnos? ¿Quién encajaría en este hueco que le espera? [...] Y de faltarnos «de veras» a los hombres Dios, faltaría el peso, la gravedad de las almas, de las vidas [...] Si hemos perdido a Dios, ¿qué he hecho yo de mi libertad? [...] Y sin nada a quien servir, ¿cómo voy a encontrar la libertad? [20].

Puede parecer una idea de Dios algo kantiana, sin embargo, de lo que está hablando es de algo que pertenece a su hondón espiritual y vivencia católica: el Dios que otorga fondo a la experiencia humana, que da valor a las almas, porque las ha creado, el que habita la interioridad. No habla desde luego, de un postulado de la razón práctica. Este pensamiento sobre Dios, que se aquilatará con el paso de los años y de las experiencias que van dejando huella en su alma, no puede leerse al margen del ensayo Hacia un saber sobre el alma, publicado inicialmente en la Revista de Occidente en ese mismo año 1934, y que acarreará su ruptura intelectual con ortega y la primera puesta sobre el papel de la razón poética [21].

María Zambrano contrae matrimonio el 14 de septiembre de 1936, en plena guerra Civil, con Alfonso Rodríguez Aldave, con el que se marcha a Santiago de Chile, donde este trabaja como secretario de la Embajada Española. ¿Es el matrimonio civil un signo del alejamiento de Zambrano respecto a la religión católica? Parece que no, sino que es fruto de la circunstancia política y religiosa que viven España y los españoles en ese tiempo de agitación y persecución, que da paso de una revolución comunista, a una guerra civil. En todo caso, doce años después, se separarán. Más tarde, en la correspondencia entre María Zambrano y Agustín Andreu comparecerá la huella angustiosa que este matrimonio ha dejado en ella. Una doble angustia, la de haberse celebrado y la de si solicitar su anulación supondría un desprecio formal de la doctrina católica sobre el matrimonio indisoluble y la separación de la Iglesia. Así escribe el domingo 22 de septiembre de 1974:

Gracias por las «gestiones» que has emprendido acerca de la anulación de mi matrimonio. Sí, estoy dispuesta a declarar en la forma que me digas, que no tuve intención alguna de casarme por la Iglesia «que entonces había en España» –escribes. Mas ¿acaso no anduve en otros países? recelo que el hacerlo así erogue consecuencias en cuanto a mi voluntad de seguir perteneciendo a la Iglesia Católica, que no vaya a tener valor de abjuración, en cuyo caso no lo haría pase lo que pase [22].

La crítica del materialismo tendrá que ser acallada, al menos exteriormente, cuando en su exilio –largo exilio desde 1939 hasta 1984– María Zambrano llegue a la universidad de San Nicolás del hidalgo de Morelia (México), donde permanecerá durante un curso. Allí el rector le hace saber que en México no existe libertad de cátedra y que la constitución prescribe la educación socialista [23]. Aunque María Zambrano le hace saber que nunca ha sido comunista ni marxista, guarda silencio sobre el resto, acepta el trabajo como profesora de filosofía y se dedica a escribir sobre lo que le interesa: Nietzsche o la soledad enamorada, San Juan de la Cruz (de la noche oscura a la más clara mística), Filosofía y poesía, Poesía y filosofía y Descartes y Husserl. La habana y Puerto rico serán algunas otras de sus etapas en el exilio americano. Después, en 1946, la vuelta a Europa, y el deambular como se puede entre Francia e Italia.

El año 1945 es fundamental para María Zambrano, ya que es cuando comienza a concebir la que sin duda será su gran obra y que resultará imprescindible para describir el itinerario de la razón y su recuperación en los capítulos centrales de esta tesis. Se trata de El hombre y lo divino [24], publicada su primera edición en 1955, año de la muerte de su maestro ortega, y su segunda, con algunos añadidos, en 1973, tras un viaje a grecia, que le marcaría profundamente. Durante la década que dedica a escribir la primera edición de esta obra barajará distintos títulos: historia de la piedad, Filosofía y cristianismo, La ausencia. Al final, el nombre que se impone es el de El hombre y lo divino, un nombre que, según la misma Zambrano, puede dar título a toda su obra y a las obsesiones de su pensamiento [25]. Ella misma lo confiesa en el texto escrito en marzo de 1987, titulado A modo de autobiografía, en el que, además de reconocer que en alguno de sus capítulos comparece la razón poética, afirma:

es muy mío, muy de lo hondo, porque es un fracaso, como digo, creo que lo digo, en el prólogo de alguna de sus ediciones, no sé ahora cuál, porque ha tenido varias, quizá en la primera, que el libro son los restos de un naufragio, porque lo que yo quería escribir era «Filosofía y cristianismo», y empecé a escribir algunos ensayos en roma, no recuerdo exactamente en qué año, y lo que fui escribiendo en torno a ello me pareció que tenía sentido en sí mismo y que debía publicarlo [26].

En Roma, entre 1953 y 1959, vivirá en la Piazza del Popolo, justo encima del café Rosati. Desde allí, participará en la misa de los artistas, en la iglesia de Santa María del Pópolo, y acudirá a los conciertos de los viernes, precedidos de lecturas de Rilke, Max Jacob, Kierkegaard y de textos de algunos padres de la Iglesia [27]. En esta época conocerá y comenzará su amistad con la poetisa mística victoria Guerini –conocida en el universo literario como Cristina Campo–. Aunque ya había escrito sus Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes [28], en roma su experiencia filosófica se conformará nuevamente de acuerdo a otras formas de expresión y de sentido como son los lenguajes de las artes o lenguajes poéticos, los lenguajes de la teología y de su primera expresión sacral que se mueve entre la mística y la acción litúrgica, que conjuga humana y divinamente la actividad de Dios y la pasividad del hombre, situando al ser humano como ser de encuentro y apertura, de mezcla y enriquecimiento mutuo.

Así no resulta anecdótico que, ante la reforma litúrgica emprendida por el concilio vaticano II, viendo en peligro la sacralidad de la liturgia católica, no dude en firmar otro escrito dirigido a Pablo VI, no ya de universitarios, sino de hombres y mujeres del mundo de la cultura, de distintas opciones y creencias, llamado ‘Manifiesto de Agatha Christie’ y firmado, entre otros, por Agatha Christie, María Zambrano, Elena Croce, Cristina Campo, Graham Green, Andrés Segovia, Colin Davis, Jacques Maritain, Jorge Luis Borges, Gabriel Marcel, en el que se afirma que el rito de la misa romana tradicional pertenece a la cultura universal y que desterrarlo de la vida ordinaria de la Iglesia sería similar a la destrucción total o parcial de basílicas y catedrales.

María Zambrano también sufre una noche oscura, que coincide con la publicación de su obra Los sueños y el tiempo –parafraseando el título de Heidegger El ser y el tiempo– y sobre todo con los difíciles cuidados que requiere su hermana Araceli y con su muerte, así como con sus idas y venidas internacionales. En 1961 lo manifiesta con palabras clave a su amiga venezolana Reyna Rivas: «Mi noche oscura sigue, Reyna, o mi túnel, como más modestamente lo llamo», «la oscuridad que yo llamo sagrada» [29]. Algunos amigos de María Zambrano y otros estudiosos de su obra se empeñan en dar por definitiva esta experiencia de oscuridad, pero no es así, ya que existe otra etapa posterior –y esta sí que es definitiva en el sentido de que corona su existencia– en la que Zambrano vive con confianza su ser cristiana católica. Se pueden ofrecer testimonios muy iluminadores. Por ejemplo, su correspondencia con el teólogo valenciano Agustín Andreu y que ha sido editada y publicada por él en el año 2002, bajo el título Cartas de La Pièce [30].

En su testamento, otorgado en 1989, con toda la seriedad y solemnidad de un documento notarial, «declara que pertenece a la Iglesia Católica, Apostólica y romana, en cuya fe y doctrina fue educada y en cuyo seno desea morir. Encomienda por ello a sus herederos y legatarios que, conforme a su criterio, manden realizar los ritos que según la costumbre sean del caso» [31]. Antes, en 1964, había escrito a la poetisa Reyna Rivas: «Pienso, digo, rezo; Señor mío, ya que me mandas vivir, haz que para vivir tenga y pueda así cumplir tu voluntad» [32].

Estos rasgos biográficos culminan con su muerte, acaecida el 6 de febrero de 1991, y con su cristiana sepultura, amortajada con el hábito de la venerable orden Tercera Franciscana, con el que siempre viajaba por si acaso, en una tumba con ese epitafio que dice Surge, amica mea, et veni [33]. Unos rasgos incompletos, pero que al menos permiten hacerse cargo del trasfondo vital de María Zambrano que, como es natural, forma uno con su pensamiento y su propuesta filosófica, como pretende mostrarse en la segunda parte de este capítulo.

2.       Lo cristiano en la Filosofía de Zambrano

Aunque no sea de un estilo muy depurado, puede permitirse la licencia de comenzar una sección con la cita de alguien que tiene bien claro lo que pretende justificarse en este trabajo: «Cuantos, por lo que sea, quieren apartar a María Zambrano de la teología y negar el teológico carácter cristiano de su pensamiento, lo tienen difícil» [34]. Si como afirma Andreu, negarlo es difícil, puede intentarse lo contrario. Aunque tampoco sea tarea fácil afirmar de un modo sistemático el carácter cristiano de una filosofía de una pensadora que huyó de cualquier sistema y que, solo al final, propuso notas para un método. En todo caso, aparece como una misión posible.

El primer paso para lograr el intento es reflexionar sobre los temas fundamentales de la filosofía de Zambrano. ]Esta reflexión servirá como tránsito de la exposición de sus experiencias vitales, realizada en la primera parte de este capítulo, a la presentación de los núcleos [35] de sus reflexiones filosóficas que es el objeto de la presente.

Lo más sencillo sería enumerar los títulos de las obras de María Zambrano, tanto las publicadas, como las pendientes de publicación. El sueño creador, Filosofía y Poesía, El hombre y lo divino, Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes, Poesía y sistema, Claros de bosque, De la aurora, Los bienaventurados, Hacia un saber sobre el alma, Los intelectuales ante el drama de España, Horizontes del liberalismo... son tan solo algunos de estos títulos y cierto es que no engañan. Son temas de su pensamiento y de sus publicaciones, pero la mera enumeración no es suficiente. Un segundo nivel de profundización consistiría en extraer aquellos temas constantes y recurrentes en su producción filosófica. Según la misma María Zambrano, y como tiene que ser recordado constantemente a lo largo de esta investigación, El hombre y lo divino bien pudiera ser el nombre que más conviniera a su completa producción filosófica. Así su preocupación fundante sería la relación entre el ser humano y lo divino, o, como ella pretendía en los orígenes de esta obra fundamental, Filosofía y cristianismo [36]. Sin embargo, esta constatación tan relevante resulta todavía insuficiente.

El tercer nivel, y al que aquí se aspira, es el de sus propósitos más profundos, el de sus pasiones dominantes, sus focos y sus encuadres: helenismo y cristianismo; religión y mística; lo espiritual y lo metafísico; las preguntas y las respuestas; las esperanzas; el Logos en Dios, el Logos que es Dios y el logos en el ser humano; la creación y la creatividad; la interioridad y el exilio; la acción y la pasión; lo sagrado, el lenguaje y las artes; la presencia y la ausencia; lo recibido y lo dado; el conocimiento y lo conocido; el sueño y la aurora. ¿En una palabra? El logos, pero con todos sus matices: griego y cristiano, o mejor, griego y redimido.

2.1.    Algunas fórmulas que indican la presencia de un fondo cristiano en el pensamiento filosófico de María Zambrano

Una lectura ágil e incluso poco profunda de las obras publicadas de María Zambrano, o simplemente de alguna de ellas, bastaría para hacerse cargo de que sus pensamientos y sus expresiones están transidos de experiencia y de tradición cristiana y católica. En este epígrafe, y sin otra pretensión que ilustrar, este respigado se va a realizar sobre la correspondencia de Zambrano con Agustín Andreu.

Andreu defiende que, además de Empédocles o la tragedia griega, la encarnación, la eucaristía, la cruz, el descendimiento, los ángeles, el Espíritu Santo –María Zambrano nunca renunciará a escribir estos términos con mayúscula, como queriendo manifestar la convicción de su realidad y el respecto sacral que merecen– son «los signos y figuras de su metafísica de la vida» [37]. Sin duda, ¡un orbe religioso! Entendiendo orbe como mundo, el conjunto de lo existente, pero sin desconectarlo de todas sus connotaciones: la redondez y las esferas, las celestes y la terrestre; aquellas órbitas transparentes imaginadas en los sistemas astronómicos antiguos por las que circulaban los astros, como formas de toda posibilidad de vida. Un orbe o un horizonte vital e intelectual que, para María Zambrano, solo encuentra expresiones ajustadas en la experiencia cristiana y su tradición.

El orbe, en una primera aproximación, está entre lo material y lo espiritual y así se entiende cuando María Zambrano escribe «sentada estuve en un recodo del camino del que he hecho mi pequeño oratorio» [38], oratorio desde el que alza su razón –lo más humano que posee y que no puede ser sino divino: el alma, en un sentido muy pitagórico y platónico y, por supuesto, muy cristiano; alma que conoce y que ama, conoce el bien y ama la verdad y viceversa– para ver con «sus miopes ojos» una desdibujada forma, pero suficientemente luminosa como puede ser la religión para aquellos que viven el drama del querer creer y no poder, como Blas Zambrano, su padre, o el amigo de este y admirado por su hija, Miguel de Unamuno. Luz que siempre atrae y que, algunas veces, saltando el principio de no contradicción, atrae y retrae, muestra y oculta a la vez. Una forma elevada como es la religión que, por mucho que se le niegue, se yergue siempre delante no solo como posibilidad, sino como realidad omnipresente en el horizonte vital de los seres humanos.

Un oratorio desde el que María Zambrano habla a Dios sobre su cabeza pidiéndole que le «sea destruida, retirada antes de que no la use bien o de usarla demasiado en tanto que mía» [39]. En esta misma carta 20, Zambrano habla de la cabeza humana asimilándola, como se hace muy coloquialmente, con la capacidad de conocer y desea que alguna vez todas las cabezas fueran puestas «con una sola bastaría, bajo los pies de Cristo en la Cruz» [40]. Ella ya ha puesto la suya:

en todas las Adoraciones de la Cruz en que literalmente me he arrastrado como María Magdalena, como mujer. Mas mi cabeza en tanto que tal no es de mujer ni de hombre, es Mente. Albergue del Logos, movida por el nous poetikos [41].

No es el momento de ahondar en su doctrina del Logos, pero adelantar estas expresiones profundamente piadosas y profundamente humanas permite el acercamiento progresivo al núcleo del pensamiento de María Zambrano que, en esta carta, aparece muy unida a su hermana Araceli. De las dos, también de su hermana aclarando que «sin ser filósofa», escribe que:

nunca nos hemos arrastrado [...] a los pies de un hombre. Lo dejamos sin saberlo quizás conscientemente para hacerlo a los pies del Único y para derramarle sólo a él la gota de perfume que la feminidad secretamente hace lentísimamente para que se derrame en el instante preciso [42].

Estas palabras escritas en 1974 confirman que María Zambrano no concibe una forma de pensamiento aislada no solo del resto de la comunidad humana, sino tampoco de lo sagrado y de las formas de acercamiento a lo divino, en concreto, para ella, de su pertenencia activa y agradecida a la Iglesia católica.

¿Cómo es esta pertenencia? La experiencia católica de María Zambrano es, como ella misma dice, de «simple oveja» [43] Aunque en ningún caso esto signifique que Zambrano renuncie a pensar su fe o dar razón de ella. Simplemente significa que no parte de la teología, a la que mira con una «timidez y un respeto que no quiere perder» [44]. Quien se ha atrevido a describir el cristianismo de María Zambrano es Agustín Andreu, quien en sus «Anotaciones epilogales» a las Cartas de La Pièce señala varias notas.

En primer lugar, el cristianismo católico de María Zambrano tiene como imagen central el descendimiento: descendimiento del Logos divino al hacerse Logos creador hasta la creación; descendimiento del Logos espiritual hasta cada uno de los seres humanos bajo forma de logoi spermatikoi; descendimiento del Logos de un modo definitivo a la creación por la encarnación; descendimiento del Logos hasta los infiernos. Podría decirse que es una comprensión kenótica del Logos, muy de acuerdo con la doctrina paulina. No es una especulación de Andreu. María Zambrano, en la carta 24, tras recordar la doctrina clásica de que cada ángel agota su propia especie, establece una comparación entre determinados movimientos angélicos y humanos –el ascenso, como angustia; el descenso, como desesperación–. El único que puede descender a los ínferos es el Único. Solamente Él, dice, para luego añadir que:

a veces he «explicado», saliéndome del tiesto filosófico, el Cristianismo como la religión del Descendimiento, viendo en ello su originalidad irreductible [45].

Muy conectada con esta imagen del Descendimiento o, incluso en su origen, está lo que Andreu denomina «catolicismo andaluz, trágico pero con alegría» [46], donde cobra un lugar importante la figura de María, en especial, como Mater Dolorosa. Este carácter trágico de la filosofía cristiana de María Zambrano la vincula con otras mujeres de la historia de la Iglesia como santa Hildegarda de Bingen, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Jesús o a otras más recientes como, en la medida que permite su acercamiento al cristianismo, Simone Weil. Todas ellas, en clave mística, han reclamado reformas o ellas mismas han sido reformadoras de la disciplina eclesiástica, aunque hayan sido incomprendidas o rechazadas en algunos momentos de su existencia. Por esta razón, Andreu escribe que «María Zambrano pertenece a la galería semi-subterránea de mujeres de la sociedad cristiana occidental del siglo XX» [47]. Mostrarlo es una exigencia que debe cumplir cualquier pretendido biógrafo, pues si no, la personalidad de Zambrano, tanto la del día a día, como la de la pensadora, quedaría clavemente dañada al privarle de una de las claves centrales de su fuerza vital.

otro de los aspectos que destaca en la militancia católica de María Zambrano es la centralidad de la liturgia. Tanto ella, como sus amigos, participaban de la liturgia católica con intensidad, recuperando toda la dimensión simbólica y alegórica del rito. La llamada reforma Litúrgica emprendida a partir del concilio vaticano II preocupó profundamente a Zambrano y, muy especialmente, los experimentos que en nombre de dicha reforma se llevaban a cabo. Experimentos que menospreciaban tanto la tradición, como la religiosidad popular. María Zambrano ve en estos intentos una insistencia inútil por conceptualizar a Dios, transformándolo en una idea: prescindir de la repetición del rito es, para Zambrano, prescindir de la divinidad de Dios, despojándolo de su majestad y vulgarizándolo hasta hacer sobrante su existencia. «¡Qué desastre!», exclama, y continúa diciendo:

una servidora [...] firmé dos cartas a Su Santidad, junto con intelectuales de diversos países, todos ilustres menos yo, católicos, acatólicos y etc., suplicándole primero –hace dos años– de conservar en lo posible la liturgia, y luego suplicándole conservar la Misa. Y así te digo que ha sido para mí y para tantas personas la destrucción [48].

Esta destrucción da a María Zambrano una luz sobre la que ha de ser la forma de vivir su catolicismo: despojada del rito, «al ir a roma comprendí que soy de la religión del Desierto» [49]. Esto cuadra perfectamente con la experiencia del exilio que ya se había convertido en una categoría existencial profunda de la vida y el pensamiento de Zambrano.

En este desierto, a modo de oasis, siguen apareciendo expresiones y experiencias espirituales que provienen de fuentes litúrgicas y teológicas de la Antigüedad, tanto del oriente como del occidente cristianos. Estas expresiones marcan el ir y venir del pensamiento de María Zambrano con las dos alas de la fe y de la razón, sobrevolando mares de simbolismo, como el propio de la Semana Santa en su ceremonial. Como cuando pide a su amigo Andreu que reconsidere su posición intelectual ante el escribir y el citar. Lo hace invitándole a ver el momento de la escritura como el «instante del Fiat», pidiéndole que rememore también «el instante de la ceremonia que inicia los oficios de la resurrección, el hacer del fuego, del fuego sacro» [50]. Zambrano entiende que el momento de la creación intelectual solo puede experimentarse con la relativa plenitud del ser humano, cuando se atiende a la divinidad creante que, por el poder de las palabras, hace lo que dice: el «hágase» posee toda la sencillez del Logos inteligente y toda la pureza del fuego del Espíritu divino. De hecho, para María Zambrano, esta referencia trinitaria –que descubre presente no solo en el cristianismo o en el catolicismo canónico, sino también por muchas partes, aunque de un modo velado, como en el Islam o en «la enlaberintada Mitología griega» [51]– es la única fórmula que le permite explicar unificadamente la labor de sentido que ha de realizar el filósofo que no está dispuesto a ceder ante la tentación de hablar o escribir tan solo de lo que domina.

María Zambrano también encuentra en la liturgia algo que, junto al Descendimiento, identifica y distingue de las demás religiones al catolicismo. Así se pregunta:

¿Es el alleluia el canto del Espíritu? Cuando me importaba tanto diferenciar la religión católica, pensaba que la podría dar su diferencia última en un disco en que Mary Anderson cantaba un Alleluia de Mozart, que no decir ninguna otra palabra, sin comentario [52].

También en un contexto litúrgico, en la carta 19, de 14 de octubre de 1974, María Zambrano desvela algunos de sus pensamientos profundos a raíz de lo que ella denomina una perla con la que iba a obsequiar a sus amigos y que, finalmente, reserva para el destinatario de la misiva. Dice así, y lo hace para explicar en qué consiste tener un maestro, «te la regalo a ti: se dice en los oficios del Jueves Santo de la liturgia bizantina: ¡oh tú, Judas, que has vendido la luz a precio de oro!» [53]. Zambrano no solo ve en este tropario una expresión delicadamente perfecta, sino el reto que se presenta ante cualquier intelectual responsable: el conocimiento no es oro, es luz; el contacto con lo conocido no es oro, es luz; en definitiva, el encuentro con el Logos no es oro, es luz. Confundir ese encuentro cognoscitivo con una relación en la que se resuelve de manera práctica una transacción, que implica dominio sobre la realidad, es la corrupción de la razón que ha dejado de ser encuentro deslumbrante, para convertirse en mero racionalismo.

En la misma carta, María Zambrano expone también algunas convicciones íntimas que, por ejemplo, indican que su pensamiento no es relativista ni en el orden del ser ni en el del obrar ni en el del conocer. Zambrano se pregunta «¿cómo no saber que existe el Mal, mejor dicho que lo hay y quiere existir a costa nuestra?» [54]. Llama la atención el uso que hace de los verbos «existir» y «haber» respecto al mal que ella nombra con mayúsculas. Es como si, en una forma de pensamiento muy clásica, se resistiese a reconocer que el mal tenga una existencia real, por el contrario, dice que lo hay, como puede haber y de hecho hay privaciones de bien. Decidirse por esta interpretación es aventurado, ya que no se encuentran otros pensamientos o expresiones en la obra zambraniana que permitan justificarla. No obstante, ahí queda, como también quedan algunas otras reflexiones subsiguientes como la existencia del Bien –también con letra mayúscula– o la posibilidad de conocerlo.

En relación con este debate moral, Zambrano hace una declaración de evidente fe cristiana: el desdén por una doctrina muy helénica como es la de la transmigración de las almas. De hecho, Zambrano la da por zanjada y le resta interés a su debate. Así afirma que «en la reencarnación no me molesto en creer ni en descreer. La Ética corta de raíz ese interés» [55]. No obstante, lo más importante viene a continuación, pues María Zambrano pasa de sus convicciones a su forma cotidiana de vivir con dos formulaciones acerca de su oración. La primera aparece cuando cuenta cómo son sus noches: noches de insomnio. Un insomnio sobrellevado desde la muerte de su hermana Araceli. Si antes escribía, en este momento ya no tiene fuerzas para escribir:

tan solo delirar o pensar o entre-soñar en la noche, bajo la misericordia divina [...]. Puedo ahora rezar poco. Y la oración no busca ni procura el sueño, sino algo que vale más que sueño y vigilia juntos [56].

«La oración busca algo que vale más que sueño y vigilia juntos». ¿A qué se refiere? Una hipótesis factible sería considerar que el sueño y vigilia juntos es la vida, y que lo único que vale más que la vida es Dios. En todo caso, esta carta tiene una posdata que culmina con una oración: «Que sea tu ángel guardián uno contigo. Amén» [57].

Al concluir este epígrafe, conviene poner de relieve la posición doctrinal en la que se sitúa María Zambrano. Nuevamente encontramos la respuesta en la colección de cartas que escribe en La Pièce. Tras el por ella denominado «desastre», Zambrano afirma que

se dará o está dando ya una svolta hacia Trento [...]. Trento para mí es: doctrina y apretar las tuercas. En aquella doctrina, para mí un brillante: «que el hacer bien no se pierde ni aún en sueños»; «que el soñar bien no se pierde ni aún despierto» [58].

Agustín Andreu explica este pensamiento diciendo que «María sentía un gran respeto por la Teología Dogmática tradicional, y muy poco por las piruetas de la Teología contemporánea, desconocedora de los tesoros que maneja, y corruptible por los señuelos sociológicos del prestigio y la consideración mundana e histórica de su tema y su quehacer» [59].

2.2.    El dogma cristiano como inspiración

Aunque las fórmulas presentadas en el epígrafe anterior ya muestran el sustrato religioso católico del pensamiento zambraniano, todavía se puede dar un paso más. María Zambrano no solo se sirve de determinadas fórmulas o expresiones del orbe cultural cristiano para ilustrar sus reflexiones, sino que tematiza algunos de los contenidos del dogma, extrayendo de él argumentaciones genuinamente filosóficas. En concreto, son cuatro los temas a los que María Zambrano va y vuelve en repetidas ocasiones, porque en ellos ve una realidad universal válida incluso para quienes no tienen una fe religiosa. El Dios personal, el Espíritu Santo, la virgen-Madre y el Logos creador son estos lugares fundantes que, partiendo de la fe de la Iglesia y de las experiencias de los místicos, permiten a Zambrano pasar de la razón racionalista a la razón poética, como propuesta de racionalidad ampliada y abierta a la transcendencia [60].

          2.2.1. Un Dios con quien comunicarse

Al contrario que su maestro ortega, como se verá en el capítulo IV de esta investigación, María Zambrano tiene presente a Dios de un modo muy intenso y extenso en toda su reflexión filosófica. Un Dios personal, el Dios de los cristianos en su forma más católica, es fuente para la filosofía de Zambrano.

Su comprensión más inmediata de Dios la encuentra en la figura de su «Padre» –refiriéndose a don Blas, como ya se ha visto, siempre escribirá la palabra Padre con mayúscula– y en la experiencia de obediencia absoluta o incondicionada [61] a él, fruto de la confianza. Sin embargo, esto es tan solo un punto de partida. María Zambrano necesita que la divinidad se concrete en un Dios a quien corresponder, que inicie un diálogo concreto con el ser humano. Este Dios no es el llamado dios de los filósofos, sino el Dios objeto de su profesión de fe.

En el capítulo «Tres dioses», presente ya en la primera edición de El hombre y lo divino, Zambrano plantea tres situaciones históricas de la manifestación de lo divino en el horizonte de lo humano. La primera de ellas sería un dios de las profundidades, que aparece en las teofanías primitivas como un ser ávido de devorar, un dios demasiado humano y poco divino, que tiene más de los seres humanos que de lo que desde la irrupción del judaísmo se atribuye a la divinidad. Es un dios de la vida que, en este primer momento, se muestra como «la avidez inicial a donde todo vuelve y que de todo tiene apetencia» [62]. Un ser divino de estas características solo puede comprenderse en un contexto cultural que no tenga noticia de la creación como el de la religión tradicional griega [63].

La segunda de estas situaciones históricas, también se da en la cultura griega, pero ya no viene de la mano de los poetas, sino de la de los filósofos: «es el dios que corresponde a la necesidad de ver» [64]. Se refiere, y así lo hace  constar, al aristotélico pensamiento de pensamiento o incluso al plotiniano luz de luz. El ser humano ha descubierto en sí determinadas dotaciones esenciales que le asemejan no con el mundo que aparece como inferior a él, sino con algo superior, con unos dioses que ya no son demasiado humanos. Al contrario, son demasiado divinos y, por eso, aunque explican e iluminan, siguen estando lejos. Ya no hay que temerlos, pero tampoco por qué amarlos. Son demasiado abstractos.

hace falta un Dios mediador, no un dios que mueva como mueve el amor, sino que sea movido por el amor. Es el Dios que «entre todos se mueve» [65]. Este Dios es el que, por la creación, adelanta de algún modo la encarnación. Esta es, para María Zambrano, la prueba última de que Dios es Dios, cercano a los hombres y entre los hombres. Ya no devora, sino que se pone en manos de sus creaturas por la comunión; ya no ilumina desde fuera, sino que es la luz que viene a las tinieblas. Así, los textos sobre la creación, contenidos en el libro del Génesis, y el prólogo del Evangelio según san Juan serán en gran parte el origen de la propuesta de racionalidad de Zambrano, que explica la pertinencia de los capítulos II, III y IV de esta tesis.

          2.2.2  La presencia del Espíritu Santo en el ser humano

El profesor Andreu es quien mejor conoce la importancia que tiene para María Zambrano la doctrina teológica sobre el Espíritu Santo. Si esto es así, es porque ha sido él quien en sus encuentros con Zambrano le ha ilustrado sobre la reflexión que los padres de la Iglesia, y en especial los alejandrinos, han realizado sobre la segunda persona de la santísima Trinidad.

En la carta 47, de 1 de marzo de 1975, a la que ya se ha aludido, María Zambrano reflexiona sobre la presencia del Espíritu en el hombre, una presencia que explica del siguiente modo:

Si el Espíritu del Señor flotaba sobre las aguas, en el ser humano, está siempre, oculto y prisionero. Abre, es Él el que abre toda prisión –la suya es la nuestra–. Abre y se abre paso irrumpiendo o sin ser notado hasta que su aliento respira en nuestro ser [66].

Y lo que abre es razón. Esa es la huella del Espíritu Santo en las personas en quienes habita. Habita en el fondo del alma que María Zambrano entiende a la manera de la interioridad agustiniana, como un fondo que está siempre más allá de los actos personales, presentándose como un horizonte hacia el que se camina en una vía que no se agota nunca, porque conduce a la verdad y, una vez que esta se alcanza, el alma humana quiere siempre vivir en ella y en sus inagotables senderos [67].

La figura del Espíritu Santo, que es el actualizador del Logos, es quien sugiere a María Zambrano su misión filosófica que consiste en:

abrir la razón, uniendo razón y piedad, razón y sentir originario, filosofía y poesía. En parte, «ecco fatto» podría decir, en parte y abriéndose una Aurora... Y como hay más, más y más y sigue habiendo más y trenzándose, mientras pueda, he de seguir siguiendo. Si Dios quiere [68].

En este contexto de reflexión sobre la interioridad como lugar del Espíritu es donde se comprende el contraste entre el Espíritu Santo y Espíritu Absoluto [69]. El primero está presente «haciendo» en el ser humano. El segundo es un fantasma que absorbe.

          2.2.3. La virgen-Madre

«Los misterios de la virgen presiden el proceso del pensamiento creador» [70]. Con esta rotundidad María Zambrano afirma lo que es una clave de su pensamiento filosófico y, en concreto, de su propuesta de racionalidad. Así, continúa diciendo en la carta 4, escrita desde La Pièce el domingo 19 de mayo de 1974, que:

el pensamiento que se da a luz ha de ser concebido y eso es doloroso y algo más, algo inenarrable: desgarramiento, entrega, oscura gestación, luz que se enciende en la oscuridad hasta que la claridad del verbo aparece como una aurora «consurgens» [71].

María Zambrano toma pie de la escena de la anunciación y del misterio de la virgen que es Madre, para explicar cómo aflora o se da a luz al conocimiento verdadero. Por una parte, el Espíritu representa o explica en qué consiste el entendimiento agente: divino, activo, personal. Por otra, la virgen es la imagen o el tipo del entendimiento paciente, padecedor, pasional. El encuentro de ambos y la gratuidad de su juego son las únicas garantías para que la razón no se ensoberbezca y no arroje a los infiernos del sin-sentido a todo aquello que sobrepasa a las posibilidades del ser humano en cuanto humano.

          2.2.4. El Logos creador como redención de la razón griega

Quizá pueda parecer que este último epígrafe tendría que haber aparecido antes, justo después de presentar la doctrina zambraniana sobre la divinidad y precediendo a la referida al Espíritu Santo. Y sin duda esto es verdad. Si se ha saltado el orden es porque hablar del Logos creador y de la creación en el pensamiento de María Zambrano es la llave que permite abrir las puertas necesarias para proseguir esta investigación.

María Zambrano escribe en una de sus primeras obras, titulada Filosofía y Poesía, un breve párrafo que habitualmente pasa inadvertido a los estudiosos de su pensamiento. La excepción es, y honra merece, el profesor Agustín Andreu. Él ha sido quien ha llamado la atención sobre la importancia de estas palabras de María Zambrano [72]. Este texto dice así

«En el principio era el verbo», el «logos», la palabra creadora que mueve y legisla al par. En las palabras en que se da esta revelación, la razón cristiana viene a engarzarse con la razón griega, rescatándola, como si las dos fueran la manifestación, una, y la revelación, otra, del mismo, único «logos». La venida a la Tierra, en un momento determinado de la historia, de un ser que portaba en su naturaleza una dualidad que puede ser sentida como contradicción impensable de ser a la vez y con igual plenitud divino y humano, no detuvo, sin embargo, la marcha del «logos» platónico-aristotélico, no deshizo la fuerza de la razón en su manifestación simplemente humana: su primacía. Y a pesar de la acusación paulina «la locura de la sabiduría», la razón como raíz del universo y del conocimiento humano, siguió en pie. Más algo irreductiblemente nuevo había advenido: la razón, el «logos», era el de la creación sobre el abismo de la nada; la palabra divina Fiat Lux, descendida aquí en cuerpo y humana figura. Y así el «logos» quedaba situado más allá de la naturaleza y del hombre, aunque el hombre participara de él si lo acogía; el «logos» más allá del ser y de la nada. El Principio más allá de lo principiado [73].

En la lectura reflexiva de este texto comparece la intención filosófica primera y principal de María Zambrano: poner el logos en el Logos. Ante los sucesivos desgarramientos de la razón en la historia humana, que han supuesto hasta la desintegración de la identidad propia del ser humano, se hace necesario, y esto solo puede hacerse desde la filosofía cristiana, ofrecer un remedio para estas secesiones o recortes de la razón.

En este sentido, se puede decir que la filosofía de Zambrano, ejercida desde su profunda vivencia religiosa, cumple una misión de buen samaritano. A la filosofía cristiana e incluso a cualquier filosofía auténtica le corresponde acordar –hacer acorde armónico– el logos humano al Logos divino, devolviendo el primero al misterio de su origen y de su existencia, librándolo de su pecado. De su pecado original.

Hacer acorde entre la razón humana y el Logos divino supondrá también acordar las dos mitades del hombre, que para María Zambrano son la filosofía y la poesía. ¿Quién logra el acuerdo o el acorde? La mística, como forma de piedad, es decir de «saber tratar con lo otro. Porque tratar con lo otro es simplemente tratar con la realidad» [74].

Ahora, planteado el carácter específicamente cristiano de la vida y de la reflexión filosófica de María Zambrano –tanto en su expresión, como en sus temas–, se debe, por una parte, seguir el itinerario de la razón en sus desgarramientos (capítulos II y III); mostrar la solución que Zambrano propone, es decir, su paradigma de razón poética (capítulo IV); y, por otra, ver si de verdad este camino recorrido es una filosofía adecuada para edificar una teología respetuosa con la revelación (capítulo V).

José Antonio Calvo Gracia en dadun.unav.edu

Notas:

1     Si se permite esta expresión y este uso de la palabra ‘cabeza’ es porque, como se verá más adelante, María Zambrano lo usa en este sentido y en un contexto semejante, si no idéntico.

2      Para profundizar en el debate sobre la filosofía cristiana será necesario acudir a la obra de Coreth, E.; Neidl, W. M. y Pfligersdorffer, g. (2002): Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos XIX y XX, Madrid, Ediciones Encuentro, pp. 30-37. Una buena aproximación a la cuestión de la filosofía cristiana se encuentra en Mindán, M. (2002): Reflexiones sobre el hombre, la vida, el tiempo, el amor, la libertad, Zaragoza, Librería general, pp. 117-121.

3      Zambrano, M. (2002): Cartas de La Pièce. Correspondencia con Agustín Andreu, Valencia, Pre- Textos, p. 89. (En adelante LP).

4      Ibíd., p. 89.

5      Moreno Sanz, J. (2004): La razón en la sombra. Antología crítica. María Zambrano, Madrid, Siruela, p. 729.

    Marset, J. C. (2004): María Zambrano. I. Los años de formación, Sevilla, Fundación Manuel  Lara. Según ha manifestado el autor, la obra completa tendrá cinco volúmenes más y no se publicará hasta que esté finalizada por completo.

7      Ortega Muñoz, J. F. (2006): María Zambrano, Málaga, Arguval.

8      Villora Sánchez, C. (2014): El pensamiento religioso de María Zambrano. Tesis doctoral dirigida por Juana Sánchez-Gey, Madrid, Universidad Autónoma, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/ Q9h1SW>.

9      El 25 de septiembre de 1986 María Zambrano escribe una semblanza de su padre titulada Blas Zambrano y Segovia. A la versión final, anteceden dos borradores y es en el segundo de ellos en el que se encuentra una descripción religiosa y espiritual más extensa, aunque resulta bastante críptica: «Se casó católicamente como su Padre murió, y sus hijas fueron bautizadas igualmente dando toda clase de facilidades para la educación normal católica. Un cierto desengaño del protestantismo paterno, a causa de su excesivo rigor y de carecer del sentido histórico de la Iglesia católica, de la que se sintió siempre apartado a causa de su persecución de la libertad a partir de que dejó ella de estar perseguida y pactó con el poder sometiéndose a él, a partir de Constantino. La libertad, decía y profesaba, fue revelada por Cristo en su abandono en la cruz [...]. Rechazo de los dogmas concernientes a la Encarnación, heterodoxo en extremo, pues, del Cristianismo aún protestante. Tendencias gnósticas sin que del gnosticismo tuviera estudioso conocimiento». Zambrano, M. (2014): «M-274: 9 a», en OC vI, Madrid, galaxia Gutenberg, pp. 703 y 704.

10      Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 21.

11      Ibíd., p. 23.

12      Zambrano, M., LP, p. 240.

13      Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 26.

14      Andreu Rodrigo, A. (2007): María Zambrano. El Dios de su alma, granada, Comares, p. 63.

15      Zambrano, M. (2010): El hombre y lo divino, Madrid, Fondo de Cultura Económica, p. 255. (En adelante HD).

16      El exilio es para María Zambrano una categoría antropológica fundamental, ya que apunta a una meta nunca alcanzada, pero capaz de aportar sentido a la existencia: «Y el exiliado, a fuerza de pasmos y desvalimientos, de estar a punto de desfallecer al borde del camino por el que todos pasan, vislumbra, va vislumbrando la ciudad que busca y que le mantiene fuera», en Zambrano, M. (1990): Los bienaventurados, Madrid, Siruela, p. 31. (En adelante LB).

17      Cfr. Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 50.

18      Moreno Sanz, J. (2004): La razón en la sombra. Antología crítica. María Zambrano, Madrid, Siruela, p. 678. Esta obra, además de ser una selecta y muy completa antología de los escritos de Zambrano, aporta, entre las páginas 673 y 730, una valiosa cronología de la vida de la pensadora malagueña, con valoraciones y notas interesantes –y, en algún caso discutibles–.

19      Zambrano, M. (1933): «renacimiento litúrgico. Sobre El espíritu de la liturgia de r. Guardini», en Cruz y Raya: Revista de afirmación y de negación, nº 3, junio, p. 164.

20      Zambrano, M. (1934): «Tres  preguntas a la juventud... Una respuesta», en Escuelas de España. Revista pedagógica mensual, II época, nº 10, octubre, p. 11.

21      Cfr. Zambrano, M. (2014), «A modo de autobiografía», en OC, VI, p. 721.

22      Zambrano, M., LP, p. 65.

23      Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 72.

24      Albert Camus «el día de su muerte en accidente llevaba los originales del libro de María Zambrano El hombre y lo divino, que pensaba editar en Gallimard, pues lo consideraba la obra cumbre del siglo XX», en Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 88.

25      Así lo declara en el «Prólogo a la segunda edición»: «No está en mi pensamiento hacer de Él hombre y lo divino el título general de los libros por mí dados a la imprenta, ni de los que están en camino de ella. Mas no creo que haya otro mejor que les conviniera», en Zambrano, M., HD, p. [27].

26      Zambrano, M. (2014): «A modo de autobiografía», en OC, vI, p. 721. En la Fundación María Zambrano, se encuentra la tapa –nada más– del cuaderno en el que comienza a recoger sus pensamientos sobre este propósito y puede verse la fecha que ella no recuerda al confeccionar el texto autobiográfico citado: son los años 1944 y 1953 (Manuscrito 550).

27      Cfr. Moreno Sanz, J., La razón en la sombra. Antología crítica. María Zambrano, p. 708.

28      Zambrano, M. (1970): «Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes», en Obras reunidas. Primera entrega, Madrid, Aguilar, pp. 221-236. Nunca llegó a haber una ‘segunda entrega’ de estas ‘obras reunidas’, aunque si se conserva en el archivo de la Fundación María Zambrano un índice manuscrito con las obras que la compondrían y una fecha, 1962 (¿?): Zambrano preveía unas 375 páginas, entre las que se encontrarían los siguientes títulos: Hacia un saber sobre el alma; La confesión, género literario; La guía, forma de pensamiento... (Manuscrito 247).

29      En Ortega Muñoz, J. F., María Zambrano, p. 100.

30      Zambrano, M., LP. En los «Preliminares a esta edición», Andreu muestra cómo a lo largo de su vida ha experimentado tres encuentros profundos con María Zambrano: el primero, entre los años 1955 y 1963, cuando era un joven sacerdote estudiante de Teología en roma y se encontraba con la «maestra» para conversar; el segundo, vía epistolar, entre los años 1973 y 1975; el tercero se corresponde con la edición del epistolario.

31      En Ortega Muñoz, J. F. María Zambrano, p. 103.

32      Ibídem.

33      Aunque sea a pie de página, conviene señalar que el epitafio elegido para la sepultura de su hermana Araceli fue Ave, Crux, spes única. El patrólogo y gran amigo de María Zambrano Agustín Andreu Rodrigo comenta que estas dos sentencias sepulcrales, aunque contrapuestas, son complementarias y que así las concibió María Zambrano, para expresar brevemente la esencia del cristianismo. Cfr. Andreu Rodrigo, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 145.

34      Ibíd., p. 174.

35      Se omiten algunos temas o intereses que, a nuestro juicio, no constituyen centros de preocupación filosófica de María Zambrano y que se corresponderían con los intereses fundamentales de la ideología de género. Si bien es cierto que Zambrano aborda en sus escritos cuestiones como la realidad de la mujer, la unidad de origen con el varón, el angelismo como imagen del origen común, no se sostiene el situar su pensamiento en la llamada perspectiva de género. Para contemplar un panorama completo sobre el estado de la cuestión zambraniana conviene acudir al capítulo I de Rodríguez Álvarez, J. C. (2011): El logos del tiempo. Introducción filosófica a la obra de María Zambrano. Tesis doctoral dirigida por Luis Andrés Marcos, Salamanca, UPSA, ed. electrónica (03/03/2018): <goo.gl/iCPcx1>.

36      Cfr. Zambrano, M. (2014), «A modo de autobiografía», en OC, VI, p. 721.

37      «Anotaciones epilogales», en Zambrano, M., LP, p. 341.

38      Zambrano, M., LP, p. 49.

39      Ibíd., p. 106.

40      Ibídem.

41      Ibídem.

42      Ibídem.

43      Ibíd., p. 81.

44      Ibídem.

45      Ibíd., p. 116.

46      «Anotaciones epilogales», en Zambrano, M., LP, p. 360.

47      Ibídem.

48      Zambrano, M., LP, p. 27.

49      Ibídem.

50      Ibíd., p. 188.

51      Ibíd., p. 116. En esta misma carta, María Zambrano reconoce sobre la huella trinitaria en la religión griega, que no se ha «atrevido a indagar sobre esto último. Ignorancia y no sólo temor».

52      Ibíd., p. 73.

53      Ibíd., p. 99.

54      Ibíd., p. 100.

55      Ibídem.

56      Ibíd., p. 102.

57      Ibídem.

58      Ibíd., p. 72.

59      Anexo I, zaMbraNo, M., LP, nota 334, p. 299.

60      Otra sistematización valiosísima de estos temas genuinamente teológicos y cristianos es la realizada por Juana Sánchez-gey. Ella se refiere a la mística, a la oración y, coincidentemente con mi propuesta, al Espíritu Santo y a la virgen. Cfr. Sánchez-Gey, J. (2017) «Algunas anotaciones al pensamiento teológico de María Zambrano», en Pensamiento, vol. 73, núm. 278 (septiembre- diciembre), pp. 1044-1047. Este artículo y esta investigación doctoral son, en lo que modestamente conozco, los únicos escritos que apuntan directamente a la impronta teológica del pensamiento de Zambrano. Los dos beben de las intuiciones e indicaciones de Agustín Andreu.

61      Cfr. Zambrano, M., LP, p. 206.

62      Zambrano, M., HD, p. 126.

63      María Zambrano cita en concreto la Teogonía de Hesíodo en la que aparece Cronos, «a quien ningún sacrificio puede aplacar». Zambrano, M., HD, p. 126.

64      Ibíd., p. 130.

65      Ibíd., p. 133.

66      Zambrano, M., LP, p. 193.

67      Cfr. Zambrano, M. (2004): La agonía de Europa, valencia, Universidad Politécnica, p. 113.

68      Zambrano, M., LP, p. 193.

69      Cfr. Andreu Rodrigo, A., María Zambrano. El Dios de su alma, p. 124.

70      Zambrano, M., LP, p. 37.

71      Ibídem.

72      Cfr. Andreu Rodrigo, A. (2010): «Fundamentación teológica de la razón poética», en Aurora nº 11, pp. 6-17.

73      Zambrano, M. (2010): Filosofía y poesía, Madrid, Fondo de Cultura Económica, pp. 14-15. (En adelante FP).

74      Zambrano, M., HD, p. 197.