Jerónimo Molina Cano

I.           Política social y economía política: desencuentros, equívocos, convergencias

La historia de la política social teórica resulta inseparable de los avatares metodológicos de la ciencia económica. No siempre advertido, creemos que se trata de un hecho indiscutible. En países como Alemania, la Nationalökonomie o, más tarde, la Volkswirtschaft y la Socialpolitik constituyen la faz doble de un mismo fenómeno, a saber: la ruptura epistemológica experimentada en el seno de uno de los saberes más genuinamente modernos, la economía política (Staatswirtschaft). Este fenómeno ha tenido largas consecuencias históricas, pues no en vano representa una de las líneas de avance de la mutación del pensamiento moderno, desencadenada oficialmente al proclamarse en el año 1848 la República social francesa.

Dejando a un lado círculos intelectuales minoritarios (realismo político, ordo-liberalismo), apenas si se repara hoy, al menos como el caso merecería, en la íntima vinculación de los saberes político y económico. Paradójicamente, nuestra época ha conocido una extraordinaria estatización de la economía [1]. Los efectos de aquella incuria tal vez hubiesen sido menores de no haberse empleado con éxito tantos esfuerzos para separar, abusando de su realidad, la reflexión sobre lo político y lo económico. De ello ha resultado la institucionalización por vía universitaria de las tendencias cratológicas del saber político moderno —teoría política positiva, Political System— y una de-substanciación del pensamiento económico —economía matemática, Econometric Methods—. No podremos ocuparnos aquí, pues no es nuestro objeto, del balance teórico de la ciencia económica moderna, mas debemos aprovechar la ocasión para recalcar algunas nociones cuyo trasfondo filosófico incoamos en otro lugar [2] y que, según creemos, resultarán imprescindibles para una buena comprensión de la tópica intelectual que nutre la llamada «tercera vía», que tanta importancia tiene en el pensamiento social del economista alemán Wilhelm Röpke.

1.1.      Giros epistemológicos del saber económico

a)        Oeconomie politique

Lo primero que conviene destacar es que el pensamiento económico no ha descrito nunca algo parecido a una trayectoria recta hacia su constitución en una moral science o incluso, en algunos supuestos disparatados no muy lejanos, en una natural science [3]. La obsesión cientificista, propagada como una infección sobre todo a finales del siglo XIX, no le ahorró a la economía política las penalidades por erigirse en lo que Joseph A. Schumpeter denominó, muy acertadamente, Economic Analysis [4].

Descartada esa pretensión de «cientificidad», al menos como se entiende hoy, en épocas anteriores a mediados del siglo XIX, la visión del desarrollo del pensamiento económico ofrece una sugestiva transformación de los propios modos de pensar la economía como actividad humana. El polemólogo francés Julien Freund, en su libro póstumo sobre L’essence de l’économique, se refirió a un detalle que pocos estudiosos de las teorías económicas han tenido en cuenta. Concretamente, Freund hacía alusión a lo que podría denominarse, con no poco provecho para la ciencia económica, «ruptura epistemológica» marcada por la obra de Antoine de Montchrestien de 1615 titulada Traicté de l’Oeconomie politique. Se trata de la primera ocasión en que se utilizó la expresión economía política. Probablemente, Freund se excedía en la consideración de las virtudes de aquel tratado económico [5]. Sin embargo acertó plenamente al conectar la acción política y la acción económica desde el punto de vista del giro histórico que supone la aparición del Estado moderno [6]. Naturalmente, la relación del Estado y el capitalismo, las «grandes estructuras concentracionarias de la Edad moderna» [7], constituye un tema historiográfico clásico; el mérito del escritor francés se refiere exclusivamente al señalamiento de que la terminología de Montchrestien hizo visible al fin la economicidad inherente a la forma política moderna. En la perspectiva de una filosofía política de la historia, la imbricación constitutiva de capitalismo y Estado explica en parte el desarrollo de la modernidad como un «proceso» de totalización de lo político [8].

El Estado, que a la larga transformó revolucionariamente, esto es, subvirtió las estructuras en las que estaba basado el modo de vida europeo vigente, propició un nuevo contexto para los órdenes económicos tradicionales que desde la Grecia clásica se conocen como oikonomia o economía doméstica y crematística [9]. Hace más de cien años se refería a esto mismo Gustav Schmoller, en su artículo de 1893 «economía nacional, economía política y método» [10]. Dejando a un lado sus apreciaciones de orden filológico —vinculación del οικοζ con la raíz alemana Wirt— Schmoller afirmó rotundamente que la constitución del Estado nacional moderno (Nationalstaat) determinó la aparición de la economía política, lo mismo que la de las lenguas y las literaturas coetáneas. La dimensión política del despliegue moderno de las estructuras económicas fue considerada, empero, como un aspecto secundario de la economía política. Hizo falta que los juristas llamaran la atención después de la I guerra mundial sobre la «constitución económica» de los Estados para que, desde distintos ángulos, se apreciase el valor de lo político para la economía [11]. Desgraciadamente, en un libro importante para el pensamiento económico moderno como es The Economic Point of View, de Israel M. Kirzner, se echa en falta la consideración de los enormes cambios inducidos por la mentalidad estatal en la configuración de la economía política. Para este economista, el Estado, y por extensión lo político y su mundo de representaciones constituyen, desde la óptica de la praxeología miseana, equívocas analogías organicistas, incluso falsos conceptos colectivos [12].

La difusión de la nueva terminología de Montchrestien debió ser lenta e irregular en las distintas lenguas europeas hasta generalizarse desde principios del siglo XIX, o tal vez un poco antes, cuando probablemente la expresión fue recuperada, mas entonces a partir de la voz inglesa Political Economy, refrendada por el enorme prestigio de los economistas clásicos [13]. En Alemania tuvo circulación la terminología politischen Ökonomie [14], sin embargo, dadas las condiciones particulares del espíritu alemán —una cierta resistencia, al menos más acentuada que en otras naciones, a abandonar el modo de pensar ordinalista—, tuvieron a la larga mayor aceptación Volkswirtschaft o Nationalökonomie, más en contacto, por otro lado, con el espíritu del romanticismo [15]. Decía Schmoller que la originalidad de la lengua alemana al anteponer Volk a Wirtschaft había consistido en generar un nombre individual y, al mismo tiempo, colectivo, pues representa la unión de todas las «economías» de una nación. De modo que la Volkswirtschaft es distinta a la Staatswirtschaft, al mismo tiempo que conceptualmente la abarca [16].

Teniendo en cuenta lo anterior creemos que se apreciará mejor el giro epistemológico que supuso la aparición del concepto Socialpolitik a mediados del siglo XIX, adelantándose varias décadas a lo que la terminología económico-científica consagró vagamente como economía social. Si la economía política en su sentido prístino, a pesar de los matices introducidos tardíamente por la Volkswirtschaft, significaba el reconocimiento de un contexto de la actividad económica hasta entonces inédito [17], el desarrollo de la política social supuso también el anuncio de un nuevo ámbito económico o, si se prefiere, de un nuevo orden pragmático, separado de los órdenes conocidos (familia, empresa, Estado).

b)        Socialpolitik

La voz Socialpolitik, cuyo contenido fue durante algún tiempo muy disputado, no tiene un origen claro, aunque cabría fecharlo hacia mediados del siglo XIX [18]. Además, no ha sido infrecuente considerarla como un sinónimo de «cuestión social» (Johann K. Rodbertus) y «reforma social» (Gustav Schmoller). Hizo así su aparición un nuevo concepto que, a falta de una adecuada comprensión de lo que supuso la irrupción de lo social en sus diversas formas (democracia social, sociedad industrial, movimiento obrero), se vinculó a la crítica ética de la economía política. De modo que aun siendo economista el especialista en política social (Sozialpolitiker), su vocación hubo de orientarse a la lucha contra las injusticias históricas [19]. Como era de esperar teniendo en cuenta este punto de partida, el pensamiento de muchos de ellos gravitó sobre el problema de la distribución de la renta. Consecuentemente, se operó una curiosa moralización del saber económico para justificar la modificación de los resultados del mercado, todo ello mezclado con la disputa académica sobre las «leyes naturales de la economía» [20]. Schmoller, dando por supuesto lo que había que explicar —si la «distribución» es un concepto económico o más bien «sociológico» [21]—, justificó el intervencionismo económico apelando a la existencia de una «comunidad moral» [22].

Debería aceptarse que, a pesar incluso del primado que la retórica científica y metodológica tenían para la Escuela Histórica, las consecuencias teóricas que creyeron deducir de sus investigaciones economistas como Schmoller tenían muy poco de «económicas». De hecho, la constitución en 1873 del Verein für Socialpolitik, como muy bien supo ver Treitschke en los resultados del Congreso de Eisenach (1872), no dejaba de ser un estímulo para el socialismo. En cualquier caso, la definición de la misión de la Asociación para la Política Social era tan vaga como que sus miembros, según uno de sus fundadores, «no están de acuerdo sino acerca de la bancarrota científica de la antigua economía política de abstracciones dogmáticas, sobre ciertas cuestiones fundamentales de método, sobre ciertos fines generales y sobre cierto número de reformas sociales urgentes» [23].

A pesar de los esfuerzos teóricos de la Asociación presidida por Schmoller, auto-disuelta en diciembre de 1936 y reconstituida en 1948 [24], lo cierto es que la política social todavía no ha podido desprenderse de un cierto carácter anfibológico; así, se la ha visto alineada indistintamente en el contexto de la sociología, la economía y también el derecho. Mas ahora interesa tan sólo la dimensión económica de la política social, pues ya hemos adelantado que su aparición denunció el segundo de los grandes giros epistemológicos del pensamiento económico [25].

En ocasiones se ha afirmado que la política social alemana no fue sino una manifestación, siquiera la más notoria, de la joven Escuela Histórica. Según la opinión de Schumpeter, tratábase de una respuesta singular a las exigencias del nuevo espíritu económico, que él mismo llegó a definir expeditivamente como la «contracorriente del liberalismo» [26]. El autor tenía razón, pero creemos que no «toda» la razón, pues al centrarse casi exclusivamente en el asunto del progreso de la economía científica [27], terminó por dejar a un lado la gran transformación epocal de la que es solidaria, en Alemania como en pocos lugares, exceptuando tal vez Francia, la Socialpolitik. Más allá de las polémicas científicas a las que dio lugar y a las que después aludiremos, nos parece que la política social ha respondido desde sus orígenes a las determinaciones de lo social, una nueva dimensión de la existencia colectiva que adquirió carta de naturaleza una vez que Lorenz von Stein hubo puesto en circulación sus opiniones acerca de las leyes del movimiento histórico, fundadas en la dialéctica del Estado y la sociedad. De alguna manera, la política social, que se insinúa en un libro tan sugestivo como Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage [28], bajo la especie de la monarquía social, constituye entonces la única mediación posible entre la política del Estado (reino de la libertad) y la unidad de la vida utilitaria o economía (reino de la necesidad) [29].

El conflicto entre la sociedad y el Estado, según lo había planteado von Stein, había rebasado ampliamente las posibilidades de respuesta de la economía política de Montchrestien o de la Staatswirtschaft, cuyo contexto natural no era desde luego el Estado surgido de la Revolución francesa [30], sino el anticuado Estado de las dinastías nacionales, orientado todavía al bien común y sometido a una razón peculiar (ratio status), así como la Economic Society anglosajona. Se fuerza, pues, la naturaleza de las cosas cuando se quiere presentar como algo evidente la continuidad entre la economía política y la política social. Instaladas en planos distintos de la realidad, esa proximidad es de todo punto imposible, incluso si sus cultivadores no se han apercibido de ello. Hubo incluso quienes creyeron, haciendo pie en Sismondi, que la única diferencia entre ellas se refiere al matiz de la crítica ética incorporada en la política social. Como si aquella hubiese estado ausente en el pensamiento de Adam Smith, cuya memoria se funde con La riqueza de las naciones, objeto de tantas críticas en la época, pero que fue autor también de La teoría de los sentimientos morales.

Quizá ha contribuido a embrollar las cosas el hecho de que se haya metido en el mismo saco la política social y la joven Escuela Histórica, para lo cual, por lo demás, había sobrados motivos. No es el menos importante la doble adscripción a una y otra de los economistas de lengua alemana más representativos del último cuarto del siglo XIX [31]. De esta manera se generalizó la creencia, más tarde repetida acríticamente, de que la política social no era, en último análisis, sino uno de los escolios del debate metodológico del grupo historicista. Incluso un subproducto de la politización y moralización de la economía política.

Ahora bien, si no estamos equivocados, las condiciones ambientales del siglo XX, época que los historiadores del futuro caracterizarán como la del ascenso del Estado total —antítesis espiritual, precisamente, de la Economic Society propia de las sociedades sin Estado—, resultan incompatibles con la esencia de la economía política, sobre cuya supervivencia científica e intelectual cabe hoy albergar serias dudas. Una forma de adaptarse a las nuevas realidades fue el recurso de los especialistas a una curiosa inversión de términos, seguramente inconsciente, de la que procede la «política económica», que finalmente, aunque otra cosa parezca, es hoy una rama de la política social [32]. Debemos insistir en que la Socialpolitik constituye la expresión concreta de una época histórica, que bien podría denominarse, haciendo honor a la mentalidad predominante y a su estructura de realidad, la época de lo social o, incluso, la época de la política social [33]. Desde la óptica del espíritu de la época, la justificación de una separación como la propuesta más arriba entre la política social y la economía política parece justificada. Así, un fenómeno «legislativo» o, al menos, no estrictamente «jurídico», como el Derecho llamado pleonásticamente «social» no se entiende en el contexto de la economía política, sino en el de la política social.

1.2.      Del Methodenstreit a la Soziale Marktwirtschaft

Como quiera que no se puede pasar por alto que la economía política y la política social han compartido, todavía en los años posteriores a la II guerra mundial, un tratamiento muy próximo, cuando no idéntico, de los asuntos referidos a sus respectivos estatutos científicos, tiene interés examinar lo que podríamos llamar la «lucha por el punto de vista económico» y cuáles han sido sus consecuencias. Desarrollada en gran medida por escritores de lengua alemana, lo más interesante de esta vasta «causa de los economistas» es que en ella se ha puesto de manifiesto, finalmente, lo que separa a la economía política de la política social, siquiera indirectamente, a causa de la «des-economización» y el «desmantelamiento teórico» de esta última [34]. Ahora bien, dicho esto habría que reconocer expresamente que los avatares de la política social han repercutido también negativamente sobre el cuerpo científico de la economía política, transformada en ocasiones en una «doctrina social». Atendiendo a sus consecuencias, el ejemplo más notorio ha sido el «keynesianismo».

Una evaluación rápida de la situación muestra las tres actitudes fundamentales adoptadas desde los años 1940 ante la crisis general del pensamiento económico y político-social. (1) Por un lado, el amalgamamiento de lo económico-político y lo político social en las distintas formas de la economía del bienestar, expresión contemporánea del paradigma neoclásico. (2) Por otro lado, la depuración de los errores de la economía política y su conversión en una praxeología especial («cataláctica»), representada por las aportaciones de la Escuela Austriaca (Austrian Economics). (3) Finalmente, la reelaboración de los materiales históricos y teoréticos acumulados en el transcurso de las décadas anteriores a la II guerra mundial; tarea esta sumamente delicada que, partiendo del pensamiento en órdenes concretos, aspira a reunir de nuevo al político social y al economista político en un saber económico refundado: la llamada economía social de mercado. El contexto intelectual de esta última tiene para nosotros un interés especial, pues en él se encuentra una de las concepciones de la política social mejor fundadas, la economía a la medida del hombre, la Humane Economy de Wilhelm Röpke.

Naturalmente, no pretendemos resumir en un párrafo los avatares de mas de cien años de disputas científicas entre economistas, pues creemos que, a pesar de su aparente sencillez, la tricotomía que postulamos merece un estudio mucho más amplio. Este tendría forzosamente que hacer eco de las polémicas más notables, así el Werturteilstreit, cuyos protagonistas principales fueron Max Weber, Werner Sombart y Eugen Philippovich von Philippsberg, y cuyo clímax tuvo lugar en la reunión del Verein für Socialpolitk de 1909 [35]. En aquella ocasión, Weber y Sombart dirigieron duros ataques contra una ponencia de von Philippsberg muy alejada de la regla de la «neutralidad axiológica». La misma, si no mayor importancia tuvo el debate sobre el cálculo económico socialista, aunque a veces no estuvo del todo claro si el diferendo se refería a la imposibilidad absoluta del socialismo —en el sentido «sociológico» de la expresión miseana Gemeinwirtschaft— o, más bien, a las dificultades teóricas que excluyen el cálculo económico socialista [36]. Un examen completo de estos asuntos debería también incluir la polémica de Gustav Schmoller y Heinrich von Treitschke sobre el intervencionismo, oscurecida sin duda por la iniciada cuarenta años después por Mises y más centrada en cuestiones de economía teórica [37]. O la que, recordando en cierto modo la dicotomía diltheyana entre ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza, enfrentó a Vilfredo Pareto y Benedetto Croce a propósito de la esencia de la ciencia económica [38].

Cada uno de estos debates acentúa adecuadamente los términos del conflicto entre economistas y escritores políticos sociales, asunto académico no exento de consecuencias prácticas cuando la crisis finisecular del Estado social reclama nuevamente, por utilizar la expresión consagrada, una «economía social de mercado». Por razones de oportunidad nos referiremos aquí únicamente al Methodenstreit o disputa sobre el método.

a)        Teoría e historia

La polémica sobre el método (Methodenstreit) enfrentó durante algún tiempo al líder de los economistas alemanes, Schmoller, y al promotor de la Escuela Austriaca, Carl Menger. En ella se ventiló esencialmente la orientación que debía adoptar la ciencia económica. Ante la disyuntiva teoría o historia, los rivales hicieron públicos sus argumentos en cuatro episodios que se desarrollaron en poco más de un año, entre 1883 y la abrupta conclusión del debate al año siguiente. Por eso resulta sorprendente que todavía en los años 1950, la polémica fulgurante entre M. N. Rothbard y Fritz Machlup y el antiguo discípulo de von Mises, T.W. Hutchinson, sonara a la disputa antigua, si bien el cruce de artículos en abril y mayo de 1956 traía causa directa en la metodología praxeológica puesta en forma por Ludwig von Mises [39]. Y aún en 1982 hacía notar entre nosotros Huerta de Soto, a propósito de su examen de la crisis de la ciencia económica, que «los fenómenos complejos de la vida social, por estar producidos por una multiplicidad de factores inaprehensibles para la mente humana, no pueden verificar teoría económica alguna. Tales fenómenos, por el contrario, sólo pueden ser inteligibles y comprendidos si se posee la teoría lógica previa que nos proporciona la ciencia económica, y que se obtiene por otros procedimientos metodológicos» [40].

Carl Menger había publicado en 1883 un libro titulado Investigaciones sobre el método de las ciencias sociales y de la economía política en especial, en el que intentaba, como prolongación de su Principios de economía política de 1871, asentar ciertos principios metodológicos, a partir de los cuales desarrollar la ciencia económica. Por entonces se había generalizado ya la opinión de que los economistas clásicos habían realizado el canon científico sólo muy imperfectamente. Lo cual, siendo cierto, no justificaba interpretaciones abusivas de sus errores. En esencia, Menger postuló en aquella ocasión lo que llamó «método compositivo» o «axiomático», según el cual el corpus teórico de la economía política, concebida como una ciencia del espíritu (Geisteswissenschaft) o ciencia moral (Moral Science), podía desarrollarse deductivamente a partir de ciertos axiomas. Con esta premisa, a la que hay que añadir la proyección del pensamiento del austriaco sobre la teoría social (origen no intencionado de las instituciones sociales, estudio de estas últimas a partir del análisis de sus elementos aislados), difícilmente se podía disimular un ataque frontal a la escuela económica predominante en Alemania. Contra ella, en razón de su rechazo sistemático de lo que llamaban la economía «abstracta» de los clásicos, iba dirigido el libro.

Schmoller, a quien se menciona poco en el texto, si bien desde 1882 era el influyente catedrático de economía política de la Universidad de Berlín, respondió con una vehemente defensa de los postulados de la Escuela Histórica; la cual, según Menger, se había apartado de la fecunda línea de los Savigny, Niebuhr y en general la Escuela Histórica del Derecho. Aunque el austriaco reconocía realmente la necesidad de aunar las investigaciones teóricas con la acumulación de material histórico, Schmoller, aceptando por su parte idéntica equiparación, vióse impulsado a reivindicar el estatuto de la historia, llamada a colmar lagunas seculares del conocimiento, condición ésta del salto verdaderamente teórico de la economía política. De todo ello dio cuenta Schmoller en una reseña de la obra de Menger publicada en el mismo año 1883 [41]. La rápida respuesta del interpelado, que llegó en la forma de un librito epistolar, así como el ulterior abandono de la discusión por parte de Schmoller [42] pusieron fin bruscamente a un debate que pareció más bien producto de una desgraciada confusión, aumentada tal vez por el herido amor propio de los contendientes [43]. Decía Schumpeter que aquello no fue sino una cuestión de temperamentos enfrentados, el teórico y el histórico [44].

El debate perdió muy pronto interés y no consiguió mover un ápice la opinión de los partidarios de uno y otro. Merece la pena no obstante destacar la glosa que Eugen von Böhm-Bawerk hizo de una recopilación de textos antiguos de Schmoller publicada en 1896. En ellos, particularmente en la reseña de la discordia, halló la ocasión para zanjar definitivamente la polémica aportando un poco de sentido común. Así se presentó el status controversiae: «el objeto de la polémica no estriba en si el método adecuado es el histórico o el exacto, sino sencillamente en si junto al método fundamental de la investigación económica, el histórico, sobre cuya legitimidad no cabe duda alguna, se puede reconocer también como otro método igualmente fundamental el ‘aislante’ o ‘abstracto’» [45].

Según Böhm-Bawerk, los economistas históricos erraron al identificar el método deductivo o dogmático con el desarrollado por la economía clásica [46]. Así, al rechazar aquél frontalmente, creyendo que se oponía a esta última, vinieron a incurrir en los defectos que, en algún caso con razón, atribuyeron a los clásicos [47]. En último análisis, el método postulado por los austriacos, conectado con el realismo aristotélico, no es «aempírico» sino todo lo contrario. ¿Acaso no son evidentes, se pregunta el autor, las leyes de la utilidad marginal y la preferencia temporal?

¿Acaso no han sido denunciadas por la experiencia cotidiana, lo mismo que el resto de axiomas fundamentales de la Escuela Austriaca? [48] Böhm-Bawerk todavía volvió a ocuparse del asunto, poco antes de su muerte, para un revista de sociología francesa, pero en rigor la última palabra estaba dicha. Nada menos que Werner Sombart dejó sentenciado en 1929 que «todo historiador que aspire a ser algo más que un mero anticuario debe poseer una adecuada preparación teórica en los campos de investigación implicados por su trabajo», pues la «teoría es el prerrequisito del desenvolvimiento científico de la historia» [49].

b)        Praxeología y economía humana

La configuración del punto de vista económico según la praxeología alteró profundamente la esencia del debate sobre la metodología económica. Así pues, la idea, patrocinada por von Mises, de que la ciencia económica pertenecía a la matriz de las ciencias de la acción humana presuponía una crítica radical no ya a las premisas de la Escuela Histórica, sino a todo el paradigma neoclásico [50]. Los cánones del nuevo programa para el saber económico quedaron expuestos en La acción humana (1949) [51], pero desde ese momento los estrechos límites del viejo debate fueron ampliamente superados, incluso si Mises quería aludir directamente a ellos en el título de su libro de 1957 Teoría e historia [52]. Este último, como se observa desde la introducción, constituye una causa general contra todas las formas del positivismo cientificista y sus consecuencias en el campo de las ciencias humanas.

El ambicioso plan miseano, fundado en lo que Schumpeter denominó el «individualismo metodológico», constituye un intento de refundación global del saber económico, en el que lo social (das Sozial), mas no lo societario necesariamente (das Gesellschaftlich), dejó una profunda oquedad. Mises y su escuela trazaron una clara línea de demarcación entre la economía política y la política social, de ahí el enorme interés científico que han suscitado los economistas que intentaron después administrar la reconciliación entre una y otra. No para volver a esquemas sincréticos desusados [53], sino para renovar una cierta forma de pensar la economía, poniéndola a la altura del tiempo. Uno de los ejemplos más notables lo encontramos en Walter Eucken, cuya gran obra de 1940, Cuestiones fundamentales de la economía política [54], constituye su reconstrucción personal del saber económico.

Eucken siempre se había sentido atraído por la disyuntiva entre las economías teórica e histórica, si bien su opinión sobre los escritores que la protagonizaron no era precisamente optimista. Escribió:

«En la nefasta disputa entre Menger y Schmoller, ninguno de los dos tenía razón, y la verdad tampoco está en el término medio. No corresponden a la realidad económica, ni el dualismo de Menger, cuyo peligro percibió Schmoller, ni el empirismo de Schmoller, cuyo fracaso previó Menger» [55]. La renovación del saber económico debía apoyarse en una verdadera superación de la deformante visión dicotómica de la economía. Para ello el autor urgía a una revisión de la economía clásica; pero también a la evaluación de los deméritos de la «economía conceptual», a la que hacía responsable, en la figura de Menger, de un dualismo que remite a la existencia de dos ciencias económicas [56]. El «empirismo» de la Escuela Histórica, aunque intelectualmente se justificaba como la reacción de Schmoller y sus discípulos a los excesos de la economía conceptualista, tampoco podía salir bien librado, pues el rechazo sistemático de la teoría constituye una insensatez, siendo aquella imprescindible para comprender la realidad.

Eucken vindicó entonces un «pensamiento en órdenes (concretos)» para el saber económico. De esta manera, aunque no siempre se le ha reconocido, el catedrático de Friburgo pudo escribir una de las páginas más importantes de la economía política contemporánea. Pues el pensamiento en órdenes libera a la inteligencia económica de las servidumbres de la «abstracción individualizadora» propia de los «tipos ideales» [57] y muestra a las claras que la economía se constituye primariamente bajo especie de orden. No se trata, según Eucken, del orden natural postulado por los clásicos. Aquello, tal vez, podría representar metafóricamente (la «mano invisible» de Smith, la «colmena rumorosa» de Mandeville) la concepción más moderna del mercado como un proceso de información fluyente, pero en modo alguno había que tomarlo como realidad. El orden económico es siempre un orden que se halla en estrecha dependencia de otros órdenes (jurídico, político, etcétera). «Tales órdenes positivos podrán ser malos, pero sin un orden es completamente imposible que tenga lugar lo económico» [58].

La específica aportación del escritor alemán al estudio de los sistemas económicos es su «morfología económica» [59]. Partiendo de que «todo el obrar económico se basa en planes» [60], que no es sino otra forma muy sugestiva de exponer el axioma austriaco, pero sobre todo miseano, de la acción humana, Eucken describió las dos grandes formas del orden económico: la economía con dirección central y la economía de tráfico [61]. Muy ligada a la obra euckeniana y, por tanto, al pensamiento en órdenes, se encuentra la de su colega de Friburgo, el jurista Franz Böhm, autor de un libro definitivo sobre la dimensión «creada» o «jurídicamente determinada» del mercado [62]; también muy próxima a Eucken está la obra del sociólogo Alexander Rüstow, del que cabe mencionar ahora su breve pero clarificador estudio sobre las determinaciones político-estatales del liberalismo económico, original de 1933 y reimpreso en 1981 como «Liberaler Interventionismus» [63]. ¿Qué decir de Alfred Müller-Armack, quien espoleado también por la dialéctica historia-teoría desarrolló la categoría de «estilo», para ser aplicada al estudio de la realidad económica [64]? Todos ellos, con algunas diferencias que no afectan a lo esencial, constituyeron la elite intelectual del grupo nucleado en la Universidad de Friburgo y que manifestó una sobresaliente actividad intelectual y social en defensa de lo que llamaron economía social de mercado (Soziale Marktwirtschaft).

El común denominador de su filosofía económica consiste en la interrelación de todos los órdenes humanos, sin excluir el político. Es el orden político, justamente, aquel que debe responder del mantenimiento de los demás. No tiene sentido, por tanto, la abusiva prevención intelectual contra toda acción estatal por el mero hecho de ser «política» su naturaleza. Hay determinaciones político-estatales de las que depende de jure y, más aún, de facto la continuidad del mercado como institución artificiosa. En última instancia, la ordenación económica constituye siempre un «problema político» [65]; tal resulta ser el sentido del intervencionismo liberal rüstowiano. En una visión de conjunto, la economía social de mercado representa un sólido intento de llevar la economía política hasta un plano superior, en el cual se pueda «enlazar otra vez con aquella política social incipiente, cuyo camino no fue debidamente proseguido y cuya eficacia histórica se perpetúa, sin embargo, hasta hoy» [66].

Cualquiera de los escritores citados merecería un estudio en profundidad de su obra, bastante desatendida sobre todo fuera de Alemania. Según la opinión común, su pensamiento se integra en el acervo del neoliberalismo de la segunda mitad del siglo XX, tomando parte decisiva en su reconstrucción y novación junto a los discípulos directos de Ludwig von Mises, desde Hayek a Kirzner. Existen empero profundas discrepancias entre unos y otros; no siendo la menor de ellas una concepción divergente del papel que debe desempeñar lo político en la ordenación general de la economía.

Al grupo de Eucken, Müller-Armack, Rüstow y demás también perteneció Wilhelm Röpke, quien tuvo un papel destacado en la reconstrucción de la teoría económica aportando, como premisa de la misma, una incursión humanista hacia la filosofía y la sociología. De hecho, su concepto de la «economía humana» presentóse como el resultado de la reprobación del paleo-liberalismo y el colectivismo, en la óptica de la crítica de la cultura, más allá de la mera evaluación económica teórica. En su idea de un orden económico a la medida del hombre debía basarse la civitas humana.

Jerónimo Molina Cano, en unav.edu

Notas:

1   Tal vez convenga tener presente el abismo que después de la II guerra mundial se ha abierto entre el «pensamiento estatal» -monopolizador de casi todos los contextos universitarios- y el «pensamiento político» -cultivado casi privadamente-. Lo cual resulta tanto más inquietante, cuanto menos se oculta el hecho de que durante toda la época moderna ha sido plena la coincidencia entre uno y otro, desde Jean Bodin, Thomas Hobbes o Diego Saavedra Fajardo a Carl Schmitt, último epónimo de la tradición «política» europea.

2   Véase Molina, Jerónimo (1997), La filosofía de la economía de Julien Freund ante la economía moderna, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, pp. 7-17.

3   Es el caso de ciertas corrientes que, dentro del paradigma neoclásico, han intentando hacer de la «economía» una «mecánica». Véase Kirzner, Israel M. (1976), The Economic Point of View. An Essay in the History of Economic Thought, Sheed & Ward, Kansas City, pp. 67-70.

4   La impresionante Historia del análisis económico de Schumpeter está construida sobre la premisa fundamental de la lucha por la constitución científica de la economía política. Téngase en cuenta que como consecuencia del prolongado influjo de las escuelas históricas en Alemania, la economía «teórica» apenas si tuvo una importancia testimonial en aquella nación hasta la I guerra mundial. Schumpeter, que se había formado en Viena y no pudo ser catedrático en Berlín, entre otros motivos por el mencionado desinterés teórico de los profesores alemanes, acusaba una cierta tendencia a enfocar la economía como un problema científico. En cierto modo, aquella «tendencia» ha llegado a formar parte actualmente de la propia fundamentación de la economía. Por otro lado, aunque no es comparable, tiene también enorme interés para este asunto Rothbard, Murray Newton (1999, 2000), Historia del pensamiento económico: El pensamiento económico hasta Adam Smith, Unión Editorial, Madrid, vol. I. La economía clásica, Unión Editorial, Madrid, vol. II. Ambos volúmenes fueron concebidos como una reconstrucción del saber económico a partir de los conceptos aquilatados por la Escuela Austriaca, cuyas doctrinas colocó el autor, a todos los efectos, en el fiel de la balanza. La obra manifiesta una evidente pretensión polémica desde el título, que, acaso para evitar equívocos, se hubiese debido respetar en la traducción española: An Austrian Perspective on the History of Economic Thought.

5   Además, la expresión «oeconomie politique» sólo figura en la patente real, pues el texto esta rotulado como Traicté oeconomique du profit. Véase Freund, Julien (1993), L’essence de l’économique, Presses Universitaires de Strasbourg, Estrasburgo, pp. 23-5. Cfr. Schumpeter, Joseph Alois (1982), Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, p. 209. Rothbard, M. N., ob. cit., pp. 275-7.

6   Véase Schmitt, Carl (1988), “El Estado como concepto concreto vinculado a una época histórica”, Veintiuno, n° 39.

7   La afortunada expresión es del jurista político Jesús Fueyo. Véase (1967), La mentalidad moderna, I. E. P., Madrid, p. 271.

8   Sobre esto, Conde, Javier (1974), “Las dos vías fundamentales del proceso de modernización política: constitucionalización, totalización», en Escritos y fragmentos políticos, I. E. P., Madrid, vol. II. Alfred Müller-Armack, en un capítulo de su vasta Religion und Wirtschaft (1959), traducida al español en 1967 como Genealogía de los estilos económicos, estimaba imprescindible mirar a los siglos XVI y XVII para lograr una comprensión profunda del pensamiento económico moderno, indisolublemente ligado a la Estatalidad.

9   Véase Aristóteles (1989), Política, C. E. C., Madrid, libro I, caps. VIII y IX.

10    Así tradujo Lorenzo Benito “Die Volkswirtschaft, die Volkswirtschaftlehre, und ihre Methode”, artículo incluido en Schmoller, Gustav (1905), Política social y economía política. Cuestiones fundamentales, Heinrich y cía., Barcelona, tomo II, pp. 83-179.

11    Uno de los ejemplos más notorios fue la crítica miseana del intervencionismo, elevado a categoría general y, por tanto, no tomado como un mero expediente secundario de una teoría de los fallos del mercado que cabe remontar a J. S. Mill o, incluso, al mismo A. Smith, quien aceptó en La riqueza de las naciones determinadas prestaciones del Estado, no necesariamente de carácter subsidiario.

12    Véase Kirzner, I. M. (1976), ob. cit., pp. 85-6. En esta opinión se denuncia el «individualismo metodológico» de la Escuela Austriaca. A veces se ha transgredido la lógica para hacer del individualismo como principio epistemológico un principio constitutivo de la sociedad. Para evitar este riesgo convendría tener más a la vista la preferencia, no meramente formal, de E. von Böhm-Bawerk por el «método aislante» y sus implicaciones epistemológicas. Véase Böhm- Bawerk, Eugen von (1999), “Economía histórica y economía teórica (1896)”, en Ensayos de Teoría económica, Unión Editorial, Madrid, vol. I, p. 163, nota 1.

13    Véase la corroboración de esa opinión en la crítica de Menger al concepto de Volkswirtschaft de los economistas alemanes y a los reparos que pone al poco interés de Adam Smith por mostrar la íntima relación entre el «complejo fenómeno de la economía humana en general y, particularmente, su forma social, el Volkswirtschaft», con la resultante de una pluralidad de esfuerzos individuales. Menger, Carl (1996), Investigations into the Method of the Social Sciences, Libertarian Press, Grove City, apéndice I, espec. p. 181.

14    La expresión Staatswirtschaft, en cierto modo equivalente, ajustábase más a la tradición político-económica germánica de las Staatswissenschaften. Por cierto que la realización más lograda de esta últimas la constituyó, con todos sus defectos y limitaciones, la Cameralística, que se encuentra en el origen de la primitiva ciencia política alemana, pero también de la teoría económica. Véase Müller-Armack, A. (1967), ob. cit., p. 228. Significativamente, el declive de las ciencias camerales, que únicamente brillaron a cierta altura en los estudios hacendísticos, coincidió con la recepción en Alemania de la economía política de Adam Smith. Esto explica, en parte, la diferenciación en la matriz de las viejas ciencias camerales de una Oekonomische Wissenschaft y una Polizeiwissenschaft. Detalles de lo que aquí apenas si podemos comentar esquemáticamente en Miglio, Gianfranco (1988), “Le origini della scienza dell’amministrazione”, en Le regolarità della Politica. Scritti scelti, raccolti e pubblicati dagli allievi, Giuffrè, Milán, vol. I. Por supuesto, Müller-Armack, A. (1967), ob. cit. Pp. 234 sq.

15    Sobre esta delicada cuestión terminológica se hace alguna luz en el artículo «Wirtschaft», recogido en el séptimo volumen de la obra dirigida por Koselleck, Reinhart (1972-1997), Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Klett-Cotta, Stuttgart, tomo VII, pp. 581-4.

16    Véase Schmoller, G. (1905), ob. cit., tomo II, pp. 85-86. Tenía razón pues Kirzner cuando anunció la novedad del uso schmolleriano de la «terminología Political Economy como sinónimo de Volkswirtschaft». Kirzner, I. M. (1976), ob. cit., p. 85.

17    La expresión prototípica de ese pensamiento, si bien no la única, es el mercantilismo. Véase Heckscher, Eli F. (1983), La época del mercantilismo, F. C. E., México.

18    Véase Rodríguez, Federico (1974), Introducción en la política social, Cívitas, Madrid, vol. I, pp. 41-60. Actualmente, el interés teórico por la política social tiene una representación académica mínima. La obra mencionada del profesor Rodríguez, a pesar de algunos planteamientos incorrectos, constituye uno de los más meritorios ensayos historiográficos de la literatura político-social del último cuarto de siglo. En general, la actitud científica predominante ante este tipo de cuestiones ha sido dejar en suspenso la opinión, volcándose el especialista, más bien, sobre análisis empíricos y ético-normativos que, sin embargo, presumen resuelto el problema central de la política social, a saber: su sentido histórico. Quizá esto no sea tan raro si se tiene en cuenta que ni siquiera en el Lexikon de Koselleck se le dedica un estudio específico a la voz Sozialpolitik.

19    Véase Schmoller, Gustav (1905), “Carta abierta a Heinrich von Treitschke”, en ob. cit., tomo I, pp. 119 sq.

20    No puede decirse que la polémica sobre unas supuestas leyes inmanentes de la economía sea una cuestión científica menor. No obstante, desde un punto de vista económico poco puede añadirse a las puntualizaciones de Böhm-Bawerk en «Poder o ley económica», de 1914. Véase en Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), ob. cit., pp. 231-308. No es casualidad que las sesiones científicas con que se celebró el centenario de la fundación del Verein für Socialpolitik (Bonn, 1972) tuviesen idéntico lema: Macht oder ökonomisches Gesetz? Desde la óptica del sistema social la última palabra al respecto fue la de los ordo-liberales, quienes se esforzaron por demostrar la dependencia política y jurídica del orden económico.

21    La responsabilidad en este punto le corresponde a Jean B. Say, quien puso en circulación la confusa tricotomía producción-distribución-consumo.

22    Véase Schmoller, Gustav (1905), “La justicia en la economía”, en ob. cit., tomo II.

23    Véase Schmoller, Gustav (1905), “Carta abierta a Heinrich von Treitschke”, en ob. cit., tomo I, p. 235.

24    Una resumida historia de la Asociación para la política social en Hagemann, Harald y Trautwein, Hans-Michael (1999), “Verein für Socialpolitik. The Association of German-speaking Economist”, en Royal Economic Society. Newsletter, nº 107. Para la primera época de la Asociación: Böse, Franz (1939), Geschichte des Vereins für Social-politik. 1872-1932, Duncker & Humblot, Berlín. Para los debates posteriores a la reconstitución de 1948: Schefold, Bertram (1999), “Die Wirtschafts-und Sozial-ordung der Bundesrepublik Deutschland im Spiegel der Jahrestagungen des Vereins für Socialpolitik 1948 bis 1989”, en Zeitschrift für Wirtschaftsund Sozialwissens- chaften, vol. VIII.

25    Una genealogía del primer giro epistemológico (economía política) debería referirse como focos originarios a las zonas luteranas y católicas, por utilizar la terminología de Müller-Armack -el mismo Montchrestien fue un católico simpatizante de los hugonotes-. Sin embargo, el segundo giro epistemológico experimentado por los saberes económicos ha sido genuinamente alemán. Aunque «algunos de los factores que explican el ascenso de la Escuela Histórica alemana se daban en todas partes», la mutación constituía un «fenómeno propiamente alemán, nacido de raíces específicamente alemanas y dotado de vigores y debilidades típicamente alemanas». Son palabras de Schumpeter, J. A. (1982), ob. cit., p. 898.

26    Schumpeter, J. A. (1982), ob. cit., p. 844.

27    Según el economista de origen austriaco, Schmoller y su nutrido grupo «se desviaron del abrupto sendero que lleva a las conquistas científicas» (ob. cit., p. 878), estando a punto aplastar el «componente teórico de la economía general» (ob. cit., p. 922).

28    Existe una traducción parcial en lengua española: Stein, Ludwig von (1981), Movimientos sociales y monarquía, C. E. C., Madrid.

29    Véase Stein, L. Von (1981), ob. cit., pp. 193 sq.

30    El Estado verdaderamente «moderno» en el sentido que le da Jouvenel, Bertrand de (1976), Les débuts de l’État moderne. Une histoire des idées politiques au XIX siècle, Fayard, París.

31    Creemos que esta tesis se ve abonada por el hecho de que, ya en nuestro siglo, economistas «teóricos» como von Mises, Hayek, Eucken o el propio Röpke se hubiesen movido en los ambientes del Verein für Socialpolitik. En el capítulo 4º de la IV parte de Historia del análisis económico, desgraciadamente inacabado, tuvo Schumpeter el acierto de separar el estudio de la Socialpolitik y del Historicismo. Schumpeter, Joseph A. (1982), ob. cit., pp. 877 sq.

32    La polémica, actualizada periódicamente, entre política económica y política social no tiene verdadero interés teórico. Aunque puede resultar simpática y de buen tono, siempre es estéril. Según las fuerzas de los partidarios de una y otra, toca a veces consagrar el lema «la mejor política económica es una buena política social»; la minoría que sostiene lo contrario, «la mejor política social es una buena política económica», aguardará entonces la ocasión para revolver la fórmula oficial.

33    Sobre este concepto historiográfico, Molina, Jerónimo (2000), La política social en la historia, Diego Marín-Librero Editor, Murcia, cap. I.

34    La afirmación debe no obstante matizarse, pues al menos los juristas han seguido cultivando minoritariamente la política social como política jurídica laboral y de seguridad social, manteniendo entonces un interés instrumental en las magnitudes de la economía pública. Las relaciones entre la política social y la rama «social» del derecho merecen un estudio aparte en el contexto del movimiento del socialismo jurídico o, en terminología científica, socialización del derecho, abanderado casualmente por un hermano de Carl Menger, Anton.

35    El problema de la neutralidad axiológica (Wertfreiheit) está muy bien delimitado en Weber, Max (1992), Essais sur la théorie de la science, Pocket-Presse de la cité, París.

36    Una amplia exposición de todo el asunto desde sus principios en Huerta de Soto, Jesús (1992), Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Unión Editorial, Madrid.

37    Treitschke reprochó a Schmoller su apología de una especie de socialismo de Estado a la prusiana, alarmado más que por la idea de la Sozialekönigtum, por la extraña mezcla de la dinastía de los Hohenzollern con el principio democrático. Schmoller replicó inmediatamente y, por elevación, aprovechó para infligir un duro golpe a los partidarios de la economía clásica del Congreso de los economistas alemanes (Kongreß des deutschen Volkwirte), auto-disuelto en 1885. Una exposición del debate en Molina, Jerónimo (2000), ob. cit., pp. 64-7.

38    Véase al respecto Kirzner, Israel M. (1976), ob. cit., pp. 155-7.

39    Véase Rothbard, Murray N. (1991), “L’apriorisme extrême”, en Économistes et charlatans, Les Belles Lettres, París, pp. 85-96.

40    Véase Huerta de Soto, Jesús (1994), “Método y crisis en la ciencia económica”, en Estudios de economía política, Unión Editorial, Madrid, p. 64.

41    Véase Schmoller, Gustav (1883), “Zur Methodologie der Staatsund Sozialwissenschaften”, Jahrbuch für Gesetzgebung, Verwaltung und Volkswirtschaft im deutschen Reich.

42    Véase Menger, Carl (1996), Die Irrthümer des Historismus in der deutschen Nationalökonomie, Scientia Verlag Alen, Darmstadt. Menger había enviado su libro a Schmoller con el fin de proseguir la discusión. Sin embargo, hastiado y «para no incurrir en la descortesía de romper un libro suyo tan bellamente presentado», Schmoller le reintegró el ejemplar. Además, hizo pública inmediatamente la carta que acompañaba la devolución. El texto de la carta se recoge en Hayek, Friedrich A. von (1996), “Carl Menger (1840-1921)”, en Las vicisitudes del liberalismo, Unión Editorial, Madrid, p. 58, nota 53.

43    El tono áspero de la reseña de Schmoller fue suavizado en la reimpresión del texto en Schmoller, Gustav (1896), Zur Literaturgeschichte der Staatsund Sozialwissenschaften.

44    Véase Schumpeter, Joseph A. (1982), ob. cit., p. 893.

45    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), “Economía histórica y economía teórica”, ob. cit., vol. I, p. 165.

46    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), en ob. cit., vol. I, p. 166.

47    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), en ob. cit., vol. I, p. 178.

48    Véase Böhm-Bawerk, Eugen von (1999), en ob. cit., vol. I, p. 179-81.

49    Véase Sombart, Werner (1929), “Economic Theory and Economic History”, Economic History Review, vol. II, nº 1. El objetivo de aquel estudio era poner en forma su noción de «sistema económico» como medio comprehensivo de los materiales históricos y teóricos aportados por los investigadores. En esa misma línea se desenvolverán también, creemos que con mayor éxito, las investigaciones sobre el «estilo», el «plan» y el «orden» económicos de la Economía Social de Mercado.

50    Así lo da a entender en su interpretación del Methodenstreit Huerta de Soto, Jesús (1997), “La Methodenstreit, o el enfoque austriaco frente al enfoque neoclásico en la ciencia económica”, en Actas del 5º Congreso de Economía Regional de Castilla y León, Servicio de Estudios de la Consejería de Economía y Hacienda de Castilla y León, Ávila.

51    Véase Mises, Ludwig von (1986), La acción humana, Unión Editorial, Madrid.

52    Véase Mises, Ludwig von (1975), Teoría e historia, Unión Editorial, Madrid.

53    El propio Schmoller pretendió oficiar en su tiempo de tercera escuela entre liberales («economistas», «manchesteristas») y socialistas. Véase Schmoller, Gustav (1905), “Teorías variables y verdades estables en el domino de las ciencias sociales y de la economía política actual”, ob. cit., tomo II, p. 63. Pero es sabido que aquellos buenos oficios no le valieron sino el estigma de «socialista de cátedra» (H. Oppenheim) o «patrón del socialismo» (H. von Treitschke).

54    Véase Eucken, Walter (1967), Cuestiones fundamentales de la economía política, Alianza Editorial, Madrid.

55    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 71, nota 4.

56    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 67, nota 3.

57    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 77.

58    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 87.

59    Sobre esto véase también su obra póstuma e inacabada: Eucken, Walter (1956), Fundamentos de política económica, Rialp, Madrid.

60    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., p. 120.

61    Véase Eucken, Walter (1967), ob. cit., respectivamente caps. VI y VII.

62    Véase Böhm, Franz (1937), Die Ordnung der Wirtschaft als geschichtliche Aufgabe und rechtsschöpferische Leistung, Kohlhammer, Stuttgart-Berlín.

63    Ludwig-Erhard-Stiftung (1981), Grundtexte zur Sozialen Marktwirtschaft, Gustav Fischer Verlag, Stuttgart-Nueva York, vol. I.

64    Puede verse Müller-Armack, A. (1967), ob. cit.

65    Véase Eucken, Walter (1963), “El problema político de la ordenación”, en VV. AA., La economía de mercado, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, vol. I. Que la interrelación entre lo político y lo económico existe pertenece, según Eucken, a la categoría de las evidencias, «el porqué y la forma de esta interdependencia es precisamente el gran problema». Ob. cit., vol. I, p. 51.

66    Véase Müller-Armack, A. (1963), “Las ordenaciones económicas desde el punto de vista social”, en VV. AA., ob. cit., vol. I, p. 118.

Carlos Robles Pihuave

Introducción

Desarrollar el pensamiento crítico para la vida académica y personal es un proceso fundamental en los seres humanos. Constituye un requisito imprescindible en la formación del conocimiento, para aprender, tomar decisiones y actuar. En este contexto, se lo ha definido como la capacidad que tienen las personas en la formación de un juicio auto-regulado para un propósito específico, cuyo resultado en términos de interpretación, análisis, evaluación e inferencia pueden explicarse según la evidencia, conceptos, métodos, criterios y contexto que se tomaron en consideración para establecerlo.

El pensamiento crítico está conceptualizado en términos de dos dimensiones, las habilidades cognitivas y las disposiciones afectivas. Adicional a ello, esta forma de pensamiento es concebida como la capacidad para examinarse y evaluarse que posee cada individuo y es la actividad cognitiva asociada a la evaluación de los productos del pensamiento, considerado un elemento esencial para resolver problemas, tomar decisiones y para ser creativos. De esta forma, se trata de un proceso reflexivo, en el cual se supone estar en un estado de vacilación, de perplejidad, de dificultad mental, en el cual se origina el pensamiento, y un acto de búsqueda, de investigación para encontrar algún material que esclarezca la duda.

En este contexto, el texto que se presenta a continuación indaga en las habilidades básicas del pensamiento crítico, sus características y modelos de aplicación en contextos innovadores. Por ello se ha considerado encuestar a los docentes de la Unidad Educativa Bilingüe Boston de la ciudad de Guayaquil, Ecuador, con el propósito de analizar la actitud mental de estos profesores, su comportamiento cuestionador al momento de impartir la cátedra y la forma en que se interesan por los fundamentos en los que se asientan las ideas, acciones y juicios, tanto propios como ajenos.

Metodología

El enfoque metodológico de este estudio se encuentra marcado por su naturaleza investigativa y por su intencionalidad. Se trata, en todo caso, de dar la respuesta más adecuada a la realidad abordada. Los elementos en mención conllevan a decidir el empleo de un método mixto de investigación, con los que se complemente tanto la visión cualitativa como cuantitativa. En una aproximación básica al objeto de estudio se pretende buscar la forma en que se desarrolla el pensamiento crítico en el aula de clases, relacionando este criterio con la aplicación de diversas estrategias metodológicas aplicadas por los 32 profesores que dictan clases en la Unidad Educativa Bilingüe Boston de la ciudad de Guayaquil, Ecuador. Lo cuantitativo permite obtener los datos esenciales, mientras que con el enfoque cualitativo se detalla la valoración del contexto de aprendizaje y didáctico específico aplicado desde la visión de los maestros consultados. De esta forma se pretende indagar desde una perspectiva multidimensional en una realidad compleja y dinámica situada con la práctica en el aula y con la finalidad de reflexionar sobre diferentes estrategias aplicadas por los docentes que posibiliten el pensamiento crítico.

Resultados

La finalidad de esta investigación es conocer y valorar la capacidad de pensamiento crítico que poseen los 32 profesores que dictan clases en la Unidad Educativa Bilingüe Boston de la ciudad de Guayaquil, Ecuador. En este sentido, se requiere conocer su capacidad crítica que se podrá alcanzar a través de la forma que tienen de socializar los conceptos en el aula de clases y los modos que tienen para evaluarlo, de tal manera que se identifiquen las estrategias metodológicas de enseñanza- aprendizaje que fomentan la mejora de la competencia del pensamiento crítico en sus estudiantes. Además se busca en este apartado determinar si los profesores encuestados promueven un ambiente donde sus alumnos pueda descubrir y explorar sus propias creencias, expresar libremente sus sentimientos, comunicar sus opiniones, y ver reforzadas sus preguntas cuando consideran diversos puntos de vista.

Lo primero que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con lo que conciben como pensamiento crítico. Sobre este aspecto se presentan a continuación los siguientes resultados:

Tabla 1. Sobre la conceptualización del pensamiento crítico

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Fuente: elaboración propia

De los 32 profesores encuestados se pudo evidenciar que el 38%, equivalente a 12 docentes, concibe el pensamiento crítico el razonamiento reflexivo que se inculca en el aula de clases para la adopción de decisiones acertadas. La opción Enseñar a los estudiantes a resolver problemas obtuvo el 19%, correspondiente a 6 maestros. Otra alternativa que tuvo mucha aceptación fue la de Generar en los alumnos interés y motivación por aprender, ítem que alcanzó el 31%, es decir 10 profesores, mientras que la opción Transmitir la mayor cantidad de conocimientos en el aula obtuvo apenas un porcentaje de aceptación del 12%, correspondiente a 4 maestros.

De esta forma se puede señalar que hay una idea clara de lo que es el tema abordado en el grupo encuestado y para muchos docentes el pensamiento crítico constituye un proceso de búsqueda del conocimiento a través de habilidades de razonamiento, de solución de problemas, y de toma decisiones que nos permitan obtener los resultados esperados. Con ello resulta evidente que la naturaleza social que caracteriza al pensamiento crítico va más allá del contexto en que se presenta y pretende hallar no el argumento ideal o perfecto, sino la construcción de alternativas que coincidan con la realidad social siempre intentando alcanzar la argumentación que provoque en el pensador inquietudes continuas.

Lo siguiente que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con las estrategias o técnicas empleadas para fomentar el pensamiento crítico en los alumnos durante las horas de clases.

Tabla 2. Sobre las estrategias empleadas en clases para fomentar el pensamiento crítico

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Fuente: elaboración propia

De los resultados de esta pregunta se pueden inferir algunos aspectos significativos sobre el objeto de estudio abordado. La opción Crear un ambiente favorable que fomente el pensamiento crítico tuvo un porcentaje de aceptación de apenas el 6%, es decir 2 profesores. La alternativa Utilización de recursos audiovisuales para generar curiosidad obtuvo un nivel de preferencia del 12%, equivalente a 4 maestros. La alternativa con mayor aceptación fue Propiciar un contexto donde los estudiantes pregunten y construyan su propio conocimiento a partir de la reflexión con un porcentaje de respuestas del 44%, equivalente a 14 profesores. Mientras que la opción Cuestionar los aprendizajes previos mediante diálogo interactivo alcanzó una aceptación del 38%, correspondiente a 12 educadores.

De acuerdo con lo anterior se deduce que es acertada la idea de enlazar el pensamiento crítico con el pensamiento reflexivo, porque hace posible con la meta-cognición que se evalúe y optimice el propio proceso de la construcción del conocimiento. Otro aspecto a destacar es que el pensamiento crítico es una poderosa herramienta en la búsqueda del conocimiento que puede ayudar a la gente a superar dogmas ya establecidos, ya que promueve la autonomía racional, la libertad intelectual y la investigación objetiva, razonada y basada en la evidencia de una amplia gama de temas y preocupaciones personales y sociales. Tanto la reflexión como el diálogo interactivo entre docente y alumnos son aspectos claves para el desarrollo de este tipo de pensamiento.

Lo siguiente que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con las características del pensador crítico.

Tabla 3. Sobre las características del pensador crítico

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Fuente: elaboración propia

Los resultados de esta pregunta son valiosos para dar luz a la investigación planteada. De los 32 profesores encuestados, un grupo significativo, el 56%, la mayoría, señala que entre las características del pensador crítico constan el hecho de que sea Reflexivo, investigador y cuestionador de su realidad. Apenas el 6%, equivalente a dos docentes, señalan como características que sea Líder, con valores y capaz de trabajar en grupo con motivación. Para un 16%, es decir 5 profesores, lo más importante para el pensador crítico es que sea Innovador con capacidad para emplear las TIC y resolver problemas. Y, finalmente, el 22%, correspondiente a 7 maestros, consideran como características principales el hecho de que sea Constructor de su propio conocimiento y con habilidades cognitivas potenciales.

De lo anterior se puede inferir que pensar críticamente significa está circunscrito a responder razonadamente ante una situación relevante, poniendo en juego los recursos mentales apropiados y además conlleva un conjunto de procesos cognitivos superiores y complejos. Además se puede sugerir que el pensamiento crítico es una base fundamental en los procesos de investigación, pues está relacionado con el razonamiento. Además no se debe de olvidar que los argumentos pudiendo ser deductivos e inductivos, y como siempre su interpretación dependerá de los individuos que posean la capacidad de querer realizar una argumentación. Por consiguiente se puede considerar que el pensamiento crítico es un pilar muy importante en la formación integral del ser humano, porque se lo considera en la toma de decisiones personales o en ámbitos administrativos, ya que el pensar críticamente es voluntario y las habilidades se pueden desarrollar siempre y cuando el individuo esté con voluntad de hacerlo.

Lo siguiente que se les consultó a los profesores estuvo relacionado con el modelo de enseñanza aplicado en las aulas de clases para fomentar el pensamiento crítico presente en las aulas de clases.

Tabla 4. Sobre el modelo de enseñanza aplicado para fomentar el pensamiento crítico en las aulas de clases

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Fuente: elaboración propia

La última pregunta de la encuesta estuvo relacionada con los modelos de enseñanza aplicados para fomentar el pensamiento crítico. Estos modelos están basados en la caracterización que López (2012) ha elaborado en un estudio previo y que se amplía en el apartado de discusión de este trabajo. La opción relacionada con el Modelo de evaluación procesual tuvo un porcentaje de aceptación del 12%, equivalente a 4 profesores, mientras que el Modelo de pensamiento dialógico tuvo una preferencia del 44%, correspondiente a 14 maestros. Por otra parte, el Modelo de comunidad de investigación fue preferido por el 19% de los educadores, es decir 6 profesionales. Finalmente, el Modelo de controversia fue seleccionado por el 25% de los profesores, equivalente a 8 encuestados.

Los modelos de pensamiento crítico considerados pretenden no ser exhaustivos, pero sí abarcadores para sistematizar los esquemas socializados en las aulas de clases por el grupo de profesores consultados para este estudio. Lo que tienen en común los modelos mencionados anteriormente es que permiten a los alumnos construir sus propias respuestas ante preguntas, problemas o retos a partir de la reflexión, más que realizar solamente tareas de memorizar, reconocer y seleccionar la respuesta correcta entre posibles aciertos.

Discusión

Hacia una definición del pensamiento crítico y sus estrategias metodológicas

Las definiciones que hay sobre el pensamiento crítico son variadas y no están ajenas a controversias como otras disciplinas del conocimiento. Se ha considerado que es la capacidad de opinar o manifestar un punto de vista personal, sea o no fundamentado, o bien una actitud contestataria y de oposición sistemática. En esta parte relacionada con la discusión de este texto se brindarán un acercamiento al concepto del objeto de estudio abordado.

El pensamiento crítico es una capacidad compleja, cualquier intento por ofrecer una definición exhaustiva es inútil. Por ello lo que se ofrece en este punto es el criterio de diversos especialistas y estudiosos sobre el tema. En una investigación elaborada por Díaz Torres (2019) se distinguió que la habilidad de pensar críticamente supone destrezas relacionadas con diferentes capacidades como por ejemplo, la capacidad para identificar argumentos y supuestos, reconocer relaciones importantes, realizar inferencias correctas, evaluar la evidencia y la autoridad, y deducir conclusiones.

Para Franco, Almeida y Saiz (2014), el pensamiento crítico se concibe como el pensamiento en el que predomina la reflexión racional y que se encuentra interesado en decidir qué hacer, qué decidir o qué creer. Es decir, por un lado, constituye un proceso cognitivo complejo de pensamiento que reconoce el predominio de la razón sobre las otras dimensiones del pensamiento. Su finalidad es reconocer aquello que es justo y aquello que es verdadero, es decir, el pensamiento de un ser humano racional. Añaden que el pensamiento crítico implica el uso de las principales competencias cognitivas del ser humano que permitan llevar a cabo el mejor plan de acción, con el fin de lograr, del modo más eficaz, las metas que se hayan fijado en un momento dado.

Un punto de vista similar tiene Halpern (2014), quien afirma que pensar críticamente es querer y es saber buscar diversas fuentes de información y, a partir de ellas, discriminar, de entre la información disponible, aquella que es, decididamente válida, relevante y reutilizable; además, se debe aprehender, con el fin de que se convierta en conocimiento personalmente construido. Pensamiento crítico es tener la capacidad de identificar la información relevante, de utilizarla para tomar decisiones sólidas, de manera autónoma, que permitan solucionar problemas del mejor modo posible. De este modo, se aumenta la eficacia en muchos ámbitos y facetas de la vida.

Según Júdex, Borjas y Torres (2019), el desarrollo del pensamiento crítico es una de las principales preocupaciones de los sistemas educativos actuales. Desde la perspectiva de Villalobos, Ávila y Olivares (2016), la naturaleza del pensamiento crítico es muy compleja, es así que pensar críticamente implica hacerse cargo de la mente y, por lo tanto, de la vida, buscando mejorarla con base en el criterio propio. Por ello consideran que actualmente la misión principal de las instituciones educativas es el desarrollo de pensadores críticos pues, además de dominar asuntos esenciales de su materia, también se convierten en ciudadanos eficaces, capaces de razonar éticamente, de comunicarse efectivamente, así como de ser empáticos intelectualmente con formas alternas de ver las cosas y actuar en beneficio de todos.

Para Porozo (2016), este tipo de pensamiento es muy hábil y responsable que conduce a un juicio correcto, debido a que se basa en el contexto, se apoya en criterios y se corrige a sí mismo, porque además implica establecer un propósito, identificar un problema; analizar el problema, punto de partida, objetivo, dificultades, recursos; formular vías o alternativas de solución, evaluar posibles alternativas y elegir, y actuar evaluando procesos y resultados.

Por su parte, para Alvarado (2014) las estrategias metodológicas que deben aplicarse en el aula de clases para fomentar este tipo de pensamiento son las siguientes:

1.       Crear un ambiente favorable que fomente el pensamiento crítico

2.       Utilización de recursos audiovisuales para generar curiosidad

3.       Propiciar un contexto donde los estudiantes pregunten y construyan su propio conocimiento a partir de la reflexión

4.       Cuestionar los aprendizajes previos mediante diálogo interactivo

A criterio de Carrasco (2018), el pensamiento crítico no es pensar por pensar pero sí es el pensamiento que comporta el auto-mejoramiento. Y considera que el pensamiento crítico constituye un tipo de habilidad cognitiva de orden compleja que, para su desarrollo, requiere de la adquisición de diversos elementos que operan en el pensamiento y que se van fortaleciendo a medida que el sujeto cognoscente crece y construye conocimientos a través de la experiencia con el medio social.

En definitiva, todas las definiciones asocian pensamiento crítico y racionalidad. Es el tipo de pensamiento que se caracteriza por manejar, dominar las ideas. Su principal función no es generar ideas sino revisarlas, evaluarlas y repasar qué es lo que se entiende, se procesa y se comunica mediante los otros tipos de pensamiento, ya sea este verbal, matemático o lógico. Por lo tanto, el pensador crítico es aquel que es capaz de pensar por sí mismo y posee habilidades como de disposiciones, de conocimientos relevantes y competencias meta-cognitivas.

Los modelos de pensamiento crítico

Los modelos de instrucción que se han diseñado para desarrollar el pensamiento crítico en una institución educativa, pueden variar de acuerdo con el abordaje de cada programa. En este trabajo se distinguen, no obstante, cuatro modelos, que son los más utilizados y que se encuentran sintetizados por López (2012) en un estudio previo.

Modelo de evaluación procesual. Para Carrasco (2018), este modelo se centra en habilidades específicas de comprensión y evaluación de argumentos, a través del análisis de los componentes de un discurso o escrito de diferentes textos de los contenidos curriculares. La metodología se enfoca  al desarrollo de habilidades meta-cognitivas y auto-regulatorias (el qué, cómo, por qué, para qué, cuándo del empleo de las habilidades enseñadas). Los autores conciben al pensamiento crítico como el intento activo y sistemático de comprender y evaluar las ideas o argumentos de los otros y de los propios, además de reconocer y analizar los argumentos en sus partes constitutivas

Modelos de pensamiento dialógico. Desde la perspectiva de Díaz Torres (2019) con este tipo de pensamiento los estudiantes aprenden a asumir otros roles y a razonar puntos de vista contrarios sobre las disciplinas y de forma trans-disciplinar. De esta forma, los estudiantes no aprenden a destruir los argumentos opuestos y ganar las discusiones, sino a conocer con profundidad las deficiencias y debilidades de puntos de vista contrarios.

Modelo de comunidad de investigación. Para Halpern (2014), el centro de este modelo es la comunidad de investigación y el trabajo en grupo, pues pretende la construcción del plan de discusión, la solidificación de la comunidad, la utilización de ejercicios y de actividades para la discusión y fomentar compromisos para el futuro.

Modelo de la controversia: Otro modelo de enseñanza para el desarrollo del pensamiento crítico es la controversia. Para Porozo (2016), la controversia es un tipo de conflicto académico que se produce cuando las ideas, conclusiones y teorías de un estudiante son incompatibles con las de otro, y los dos tratan de alcanzar un acuerdo. Este modelo otorga mayor dominio y retención de la materia y mayor habilidad para generalizar los principios, decisiones de mayor calidad, sentimientos de satisfacción en los estudiantes, mayor originalidad en la exposición de los problemas, entre otros beneficios.

Las habilidades básicas del pensador crítico

Pensar críticamente cobra importancia fundamental en un mundo que, agobiado por las crisis en todos los órdenes, sociales, políticos, y económicos entre otros, demanda cada vez más la presencia de hombres y mujeres capaces de actuar con criterio en la búsqueda de soluciones a los conflictos, cualquiera que sea su campo de acción.

En este contexto, para autores como Aznar y Laiton (2017), el desarrollo de habilidades de pensador crítico implica una educación integral, que desarrolle sus competencias y su característica fundamental de ser en el sentido de saber movilizar los conocimientos que se poseen en las diferentes y cambiantes situaciones que se presentan en la práctica.

En este sentido, autores como Rivas, Morales y Saíz (2014) sostienen que reflexionar de manera crítica o ser capaz de tomar decisiones sólidas son algunas de las habilidades de pensamiento más deseadas en la sociedad del siglo XXI. Los cambios tan enormes que está experimentando nuestro mundo exige del buen juicio para alcanzar un mínimo bienestar personal y una razonable competencia profesional, en cualquier ámbito. No es casual que haya una preocupación importante por mejorar las competencias intelectuales, como las citadas.

Una parte de la discusión generada en torno a las habilidades del pensamiento crítico se centra en contraponer las habilidades generales contra las habilidades específicas. En todo caso, existen numerosas tipologías de habilidades de componente cognitivo.

Por ejemplo, Betancourth (2015) organiza en tres categorías este tipo de rasgos. La primera de ellas se refiere a las habilidades vinculadas a la capacidad de clarificar las informaciones. Consta aquí el hecho de formular preguntas, concebir y juzgar definiciones, distinguir los diferentes elementos de una argumentación, de un problema de una situación o de una tarea, identificar y aclarar los problemas importantes. La segunda categoría abarca las habilidades vinculadas a la capacidad de elaborar un juicio sobre la fiabilidad de las informaciones y abarca la capacidad de corroborar la credibilidad de una fuente de información, juzgar la credibilidad de una información, identificar los presupuestos implícitos y juzgar la validez lógica de la argumentación. Mientras que la tercera categoría se refiere a las habilidades relacionadas con la capacidad de evaluar las informaciones, constan entre ellas obtener conclusiones apropiadas, realizar generalizaciones, inferir, formular hipótesis, generar y reformular de manera personal una argumentación, un problema, una situación o una tarea.

El pensador crítico está comprometido con sus aprendizajes y vivencias, por tanto, dispuesto a reflexionar, a cuestionar, a debatir. Sus procesos son ricos y flexibles, siempre se esfuerza por adoptar puntos de vista distintos, que le permite considerar nuevos y diferentes modos de pensar sobre un mismo problema; consecuentemente, está abierto a la autocrítica, a asumir sus errores en su razonamiento. Y finalmente, está motivado para planificar sus estrategias de reflexión, decisión, y solución de problemas, con el fin de alcanzar, del modo más eficaz, sus objetivos y metas (Franco, Almeida y Saiz, 2014, p. 84).

Las competencias de pensamiento crítico son importantes a cualquier edad y deben, por eso, ser estimuladas de forma permanente. De tal modo que promover el pensamiento crítico es, en gran medida, una cuestión de ayudar a los estudiantes a dominar y ampliar cada vez más el repertorio de recursos intelectuales como “los conocimientos previos, los criterios de juicio, el vocabulario y las estrategias de pensamiento crítico así como los hábitos de la mente” (Villalobos, Ávila y Olivares, 2016, p. 560).

En este punto es pertinente destacar las quince habilidades que Ennis (2011) describe sobre la persona que posee un pensamiento crítico:

1.       Centrarse en la pregunta

2.       Analizar los argumentos

3.       Formular las preguntas de clarificación y responderlas

4.       Juzgar la credibilidad de una fuente

5.       Observar y juzgar los informes derivados de la observación

6.       Deducir y juzgar las deducciones

7.       Inducir y juzgar las inducciones

8.       Emitir juicios de valor

9.       Definir los términos y juzgar las definiciones

10.     Identificar los supuestos

11.     Decidir una acción a seguir e interactuar con los demás

12.     Integración de disposiciones y otras habilidades para realizar y defender una decisión.

13.     Proceder de manera ordenada de acuerdo con cada situación

14.     Ser sensible a los sentimientos, nivel de conocimiento y grado de sofisticación de los otros.

15.     Emplear estrategias retóricas apropiadas en la discusión y presentación, ya sea oral o escrita.

En esta misma línea, Correa y España (2017) consideran que el pensamiento crítico requiere aprehender o formular adecuadamente las categorías que establece una nueva forma de pensamiento, realizar distinciones o marcos para comprender, describir o caracterizar la información requerida por una persona en un momento dado.

Pensar críticamente implica reflexión y acción, todo ello encaminado a lograr nuestros fines. Alcanzar nuestras metas está promovido por alguna necesidad, buscar algo que no tenemos. Dicho de otro modo, es resolver un problema, eliminar esa carencia. De un modo sencillo, podemos decir que pensar críticamente es razonar y decidir para resolver problemas del modo más eficaz posible (Rivas, Morales y Saíz, 2014, p. 258)

Por otro lado, Lara y Cerpa (2014) establecen una diferencia entre dos clases principales de actividades de pensamiento crítico: las disposiciones y las capacidades. Las primeras se refieren a las disposiciones que cada persona aporta a una tarea de pensamiento, rasgos como la apertura mental, el intento de estar bien y la sensibilidad hacia las creencias, los sentimientos y el conocimiento ajeno. La segunda hace referencia a las capacidades cognitivas necesarias para pensar de modo crítico, como centrarse, analizar y juzgar.

Estudiosos como Aznar y Laiton (2017) destacan entre las habilidades del pensamiento crítico la evaluación de la credibilidad de una fuente, uso del proceso de solución de problemas, pensamiento deductivo, pensamiento inductivo, razonamiento, toma de decisiones. También resaltan la importancia de una enseñanza centrada en la resolución de problemas, argumentando que proporciona a los alumnos destrezas y estrategias que lo habilitan para generar hábitos de razonamiento sistemático y riguroso que además tienen la posibilidad de ser aplicados en situaciones de la vida cotidiana del individuo.

Conclusiones

La presente investigación ha abordado la formación del pensamiento crítico y ha hecho hincapié en las habilidades básicas, características y modelos de aplicación en contextos innovadores, señalando la relevancia que tiene esta habilidad en relación a la generación de conocimientos genuinos y válidos que sirvan como herramientas de transformación tanto personal como social a través del aprendizaje.

En este texto se ha definido que existen diferentes concepciones sobre lo que es el pensamiento crítico, así como varios modelos y técnicas para fomentarlo en una institución educativa. Algunas de estas técnicas hacen referencia a habilidades generales que pueden enseñarse, tales como mantener la mente abierta, búsqueda de personas y la evaluación de los propios pensamientos y creencias. Además se trata de propiciar un ambiente adecuado para la reflexión y expresión de argumentos. Entre los modelos actuales que tienen más éxito en el logro de sus metas son aquellos que tratan de vincular la enseñanza de las habilidades del pensamiento crítico con situaciones o problemas cotidianos.

Pensar de manera crítica es uno de los valores tan relevantes tanto para resolver problemas cotidianos y del mundo académico y laboral, así como para crear nuevos productos. Es por ello que implementar estrategias de enseñanza sistemática de habilidades cognitivas, meta-cognitivas y disposicionales es un desafío que no debe pasarse por alto en las instituciones educativas de cualquier nivel.

Carlos Robles Pihuave en dialnet.unirioja.es/

Alfonso López Trujillo

1.6.    La pedagogía divina: la obediencia de la Cruz

Sin duda el escollo más difícil al ahondar en el concepto de paternidad como autoridad está en el misterio del mal (que fácilmente, al igual que la tentación, adjudicamos a Dios). El mal ha conducido y conduce a la revuelta y la rebelión de no aceptar un Dios que hace sufrir a quienes ama. El Santo Padre ha señalado con fina percepción la radicalidad que adquiere a veces este cuestionamiento. Las preguntas por el misterio del mal, «el hombre las hace a Dios. En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace a Dios como Creador y Señor del mundo. Y es bien sabido que en la línea de esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios» [49].

Es la misma dificultad que señalábamos en relación con la pedagogía de Dios. Esa tensión existencial fue experimentada también por el Hijo por excelencia, Jesucristo, en la hora repleta de angustia del huerto de Getsemaní. El conjunto de la pasión del Hijo es un escándalo.

¡Un Padre que ama y que no duda en entregar a su Hijo! «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura (necedad) para los gentiles» (1Co 1, 22-23).

Sobre el tema del abandono de Cristo en la Cruz acaba de escribir un artículo Jean Galot, que suministra algunas útiles reflexiones. Alude al abandono efectivo y afectivo. Según el primer tipo de abandono, «Jesús estaba clavado a la desnudez de una situación que humanamente parecía desesperada... Dios le parecía totalmente silencioso». Vivida en abandono afectivo, esta situación es probada por Jesús como desolación. «Jesús se siente abandonado, no siente ya aquel impacto de la presencia del Padre que había iluminado su vida terrena», y esto se contrapone a los momentos de exultación en el Espíritu (Lc 10, 21). Galot interpreta así el uso en este caso del Eloí, Eloí (con que invoca a Dios, siguiendo el Salmo 22), en lugar del término Abbá. Su más intenso deseo de unión con el Padre es lacerado por el dolor íntimo del abandono. Todo esto se expresa en el Por qué que surge de la Cruz, como del Calvario de tantas víctimas del dolor, de dramas de intensidad inusitada. No es una pregunta angustiada sin respuesta, o sin esperanza. Por eso, con razón, indica la diferencia entre abandono, en las dos modalidades (efectiva y afectiva), y una separación real como ruptura. Galot replica a J. Moltmann, quien escribe: «Dios es abandonado por Dios. El amor que unía se vuelve maldición que separa: el Hijo permanece Hijo en cuando abandonado y maldito». Moltmann, observa Galot, ve en el abandono una pérdida de la filiación por parte del Hijo y de la paternidad por parte del Padre. En suma, en el abandono la eterna vida trinitaria es puesta en cuestión [50]. Esta interpretación radical sigue una vía trazada por Lutero, que ponía el acento en la reprobación del Hijo por parte del Padre, que no «resulta conciliable con la doctrina revelada, tanto desde una perspectiva cristológica como trinitaria» [51]. Se sabe, por lo demás, que tal interpretación de colorido luterano, como extrema conflictualidad, es asumida por algunos teólogos liberacionistas, como J. Sobrino.

Así como el misterio de la cruz es un «escándalo», en la cultura actual la contraposición entre la ternura y la solicitud de Dios Padre y la sensación de abandono frente a la proliferación del mal, de las tribulaciones, de los dramas, de las tragedias, constituye un escándalo permanente del cual sólo con la razón resulta imposible emerger. ¿Cómo entender que el mismo Dios, lleno de ternura, que invoca Oseas, sea el mismo que permite las masacres del mundo actual, las guerras, las persecuciones, los atentados contra la vida en el crimen del aborto, perpetrado por las propias madres? El texto del profeta sirve de telón de fondo para la contraposición: «Cuando Israel era niño, yo le amé... Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer... Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11, 1.3-4.8). Ese mismo Dios, lleno de misericordia, en medio del escándalo del mal, promete en Cristo el alivio para los que están cargados y afligidos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30).

El misterio del mal hacía elevar la protesta al médico de La Peste de Albert Camus, que se resistía a aceptar a un Dios que hace sufrir y retorcer en el dolor a los niños. ¿Cómo concebir un tal Padre? Jesús se dirige a su Padre, Abbá, Padre, con esta fórmula solemne y confiada en los momentos más duros y decisivos de su existencia. Es una súplica confiada en la potencia del Padre, unida a la opción por una obediencia dolorosa, hasta la sangre, hasta la muerte. Allí donde la relación Hijo-Padre parece irse a pique, en la angustia y la perplejidad, allí en donde puede surgir la duda con respecto al poder y a la misma bondad del Padre omnipotente (que como Padre bueno no puede dar cosas malas a quien ama), allí surge el reconocimiento de la voluntad del Padre en la obediencia total: «Abbá, Padre, todo te es posible: aleja de mi esta copa; sin embargo, no se haga lo que yo quiero (mi voluntad), sino lo que tú quieres» (Mc 14, 36). Es la suprema lección de la pedagogía del Padre y la lección de la obediencia confiada del Hijo, modelo para nuestro vivir, para nuestro caminar como hijos que adquieren, en el sufrimiento, el verdadero sentido de la libertad. La cruz libera y perfecciona.

El autor de la Carta a los Hebreos, refiriéndose al ejemplo de Cristo, precede la consideración sobre la Pedagogía de Dios con las siguientes palabras: «Fijos los ojos en Jesús, quien inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en Aquél que soportó tal contradicción...» (Hb 12, 2-3). El tema de la Pedagogía de Dios ocupa un largo párrafo, entrelazado con ejemplos tomados de la pedagogía humana: si los padres corrigen, aunque la corrección sea de momento desagradable y penosa, ¿cómo dudar de que a quien ama el Señor lo corrige? (cfr. Hb 12, 5-12): «Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige?» (v. 7). Hay que leer en esta perspectiva de la pedagogía divina el texto de la Carta a los Romanos: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene (pavnta sunergei§) Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8, 28): «Todo conviene (sunergei§) al bien de los que aman a Dios». En ese «todo», pavnta, puede haber una referencia a los sufrimientos de que Pablo trata en los vs. 17-18. Este texto tiene paralelos en la literatura judía: «Todo esto (tau§ta pavnta) son bienes para los piadosos (los fieles)» (Si 39, 27). También en los Salmos de Salomón: «Fiel es el Señor con aquellos que lo aman» (4, 25) [52]. En un contexto cristiano la fuerza es mayor. En la existencia del cristiano todos los factores se combinan de manera armónica, concurren para su bien; cuanto acaece va en ventaja de los creyentes, no fundados en ellos mismos, sino en el Dios fiel. El amor de los fieles hacia Dios es su respuesta vital, de toda su existencia a la llamada de Dios que ama con amor de Padre. El bien a que se alude ha de ser entendido integralmente: la salvación, con la cual los dolores y calamidades que se soportan no tienen comparación (cf. Rm 8, 18), y lo que parecen males (o, en cierta medida, lo son), pueden ser en el plan de Dios caminos para la conversión y para la salvación. Así se lee patéticamente esta rica plegaria de un enfermo de SIDA: «Te doy gracias, oh Dios, no por el dolor o el sufrimiento, sino por todo lo que el dolor me ha ayudado a ver y comprender». Por eso Pablo podrá decir en su himno al amor de Dios más adelante: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?... Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8, 35.38-39) [53].

1.7.    En busca del Modelo

A esta altura de este rápido recorrido por senderos de la teología bíblica en torno a la paternidad de Dios, es preciso descender a dimensiones de tipo más pastoral, que no serían tales si no estuvieran precedidas por el anhelo de escuchar la Palabra de Dios en la Iglesia. Trasladarnos a la paternidad en la familia es también querer oír algo de lo que el Señor suscita en el interior de la Iglesia doméstica, en una forma de aplicación a los «pequeños». Si por una parte es un «descender» de aplicación a la pastoral familiar, por otra, como se advertirá, es introducirnos en un proceso psicológico, inductivo, a partir de la experiencia de la paternidad en familia, camino necesario (ordinariamente) para tener acceso de alguna manera, a la paternidad de Dios. De la paternidad en la tierra, los hijos se elevan a la paternidad celeste o celestial.

Detrás de Lc 11, 2 se puede percibir, sin duda, la diferencia entre el Padre celeste y el padre terreno: «Él les dijo: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino”» (Lc 11, 2). El modelo —en singular— por excelencia, es el Padre celestial a quien han de asemejarse otros modelos —en plural—, los padres (padre y madre) en la Iglesia doméstica.

Para Tertuliano, en la parábola del hijo pródigo emerge el perfil único de la ternura y misericordia infinitas del Padre. Es un texto muy hermoso que conviene tener siempre como inspiración y guía. A través de la parábola del hijo pródigo se manifiesta la ternura del Padre, su misericordia infinita y somos invitados a experimentar como hijos su torrente de bondad. He aquí la reflexión de Tertuliano: «No pasaré en silencio este padre tan tierno que llama a su hijo pródigo y que lo acoge con gozo cuando hace penitencia después de haber conocido la penuria... Había encontrado de nuevo el hijo que había perdido: lo había sentido más querido, por haberlo ganado de nuevo. ¿A quién debemos reconocer en este padre? A Dios, evidentemente: nadie es padre como él, nadie es tan amoroso como él. Por lo cual, si tú que eres su hijo, aun si has derrochado lo que has recibido de él, aun si regresas desnudo, él te acogerá, porque has regresado y él se gozará de tu retorno más que de la sabiduría de su otro hijo, pero a condición de que hagas penitencia en el fondo del corazón, y de que compares tu hambre con la abundancia de que gozaban los jornaleros de tu padre, de que tú abandones los cerdos, rebaño inmundo, y retornes junto a tu Padre» [54].

Schürman piensa que en la base del Padre Nuestro de Lucas (también de Mateo) se encuentra el «Abba oJ pathvr». Lucas habría omitido «Abba», ya en un ambiente helénico, para escoger la fórmula más corriente «pathvr» [55]. Refiriéndose a J. Jeremías, advierte que la voz «Abba» «después de mucho tiempo había dejado de imitar el lenguaje de los niños», e implicaba en el mundo adulto un profundo sentido de reverencia [56].

En Lc 11, 2 el vocativo «pathvr» es como un eco del «Abba» de la lengua materna de Jesús. Expresa una relación con Dios cuya esencia íntima está en la naturaleza del Padre. Lc recoge con énfasis particular la expresión «el Padre mío» (Lc 2, 49; 10,22; Lc 22,29; Lc 24,49), con un acento particular cristológico. No es ya una oración judía, sino cristiana, en una relación, la más cercana y familiar, unida a la universalidad del Reino. Comenta Schürmann: «El punto en el cual convergen para formar una unidad esta familiaridad sencilla y la universalidad soberana», refleja la conciencia de Jesús [57].

Si las consideraciones anteriores sintetizan en buena parte lo que significa la paternidad de Dios, revelada a los «pequeños» (cfr. Mt 11, 25), en la que se instaura una nueva relación, una concepción nueva de Dios como Padre, y también una nueva concepción del hombre (con una renovada antropología), que es concebido como imagen de Dios, y como poseedor de la dignidad, los derechos y también las exigencias de hijo, se podrá comprender lo decisiva que es esta realidad de nuestra fe. El Padre nos introduce en un diálogo, el más personal y familiar, «en una ternura de piedad en verdad entrañable» [58]. Bajo la mirada del Padre crecemos en nuestro propio ser en la plenitud de las dimensiones del amor, para «ser capaces de comprender, con todo el conjunto del Pueblo de Dios, cuál es la anchura  y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3, 18-19).

Se trata ahora de iluminar la paternidad en la familia a la luz del modelo de la paternidad de Dios, para trazar algunas pistas que puedan, desde la luz de la fe, iluminar el comportamiento de quienes en el seno de la familia son como representantes de la paternidad de Dios. Para estas reflexiones, a la vez de carácter teológico y pastoral, será necesario dar una mirada a la realidad, a fin de establecer una comunicación entre los modelos: el del Padre, por un lado, y el «modelo», por el otro, de quienes desempeñan en la comunidad de vida y de amor que es la familia, una tan grande responsabilidad en el ejercicio amoroso de la autoridad, de la misión educativa. Mirando al Padre e imitándolo se capacitarán para formar de verdad a sus hijos en los valores centrales humanos y cristianos, siguiendo también la pauta de la Pedagogía de Dios, de manera que no se evadan las exigencias de una educación que dirige y corrige.

2.       Nadie es padre como Dios

2.1.    Paternidad y familia

Si bien en el seguimiento del verdadero modelo, que viene de Dios, no hay que olvidar que, como enseña el Catecismo, Dios «trasciende también la paternidad y la maternidad humanas, aunque sea su origen y medida: Nadie es padre como lo es Dios» [59], por otro lado el Catecismo de la Iglesia Católica indica también oportunamente que «el lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres [genitores] que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre» [60].

La psicología señala la importancia que tiene el diálogo amoroso adecuado que se establece entre los padres y los hijos en el desarrollo de la personalidad del niño, especialmente en los primeros años de la existencia. Es un diálogo que, especialmente en relación con la madre, se inicia aun antes de nacer, con un lenguaje especial, no articulado, pero que expresa y transmite un mensaje. Paul Ricoeur, tratando de la «dimensión de la ternura», la llama «lenguaje sin palabra... como expresión» [61]. La situación de la familia, el tejido familiar, tiene una importancia innegable en el desarrollo armónico de la personalidad y en el crecimiento de la fe del niño, la cual, de alguna manera ha de encarnarse y sustentarse en la experiencia que el niño va cosechando, muy particularmente en la paternidad que experimenta.

El encuentro del niño con los padres representa también el encuentro consigo mismo como un yo, el progresivo descubrimiento de su personalidad y la formación del mundo de su conciencia con los principios fundamentales de carácter moral. El diálogo interpersonal es dialéctico, en el sentido de que en el descubrimiento del otro también nos descubrimos a nosotros mismos. En la misma experiencia de ser amado por los padres, el hijo se da cuenta cabal de su valor como persona. Si está en el centro de las miradas en el hogar y se constituye en el centro de los proyectos familiares, como normalmente debe acontecer, la conciencia de su propia dignidad es también un fruto del reconocimiento que de ella hacen otros. Cuando los niños y los adolescentes no ocupan el lugar a que tienen derecho en el hogar, se viven dramas de gravedad increíble, y este es el primer eslabón de una cadena de situaciones penosas en las cuales quien se siente abandonado interpreta el desinterés de los otros hacia su persona como una especie de desprecio de sí mismo. Es la sensación de ser «sobra», de estar demás, en una posición marginal. Los niños y los adolescentes abandonados no aman la vida, por eso parece menguar en ellos la natural tendencia a la conservación. Cuando se encuentran en ambientes de cálida acogida, que son como la compensación de los hogares que no les han brindado lo que merecen, los niños experimentan el amor, y en la ternura descubren una nueva apreciación de su propio ser. Esto surge como una espléndida novedad: es un amanecer, es como una resurrección en el reconocimiento de su dignidad. En la raíz de esa experiencia está el hecho fundamental de que Dios Padre siempre nos ama. El resplandor del amor de Dios, a través de quienes los aman, es el inicio de una nueva calidad y concepción de vida, es —retornando al texto de S. Cipriano— como la novedad del «hombre nuevo, que ha renacido...» [62]. Por eso la Buena Nueva es fundamental para todo hombre, en cualquier situación, y es la causa de su permanente renacer, en la conciencia de que se es amado, integralmente, como persona, no por lo que se tiene, se posee, sino por lo que se es, como imagen de Dios.

El Evangelio fundamental es saber que somos amados por Dios como Padre, que ha enviado a su Hijo para darnos la vida en abundancia. «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5, 20).

En cualquier condición, sanos o enfermos, doctos o ignorantes, pobres o ricos, heridos por los dramas de la infidelidad humana, envueltos incluso por la atmósfera del pecado, el Padre nos ama y pone todo lo necesario para nuestro rescate, para que podamos re-adquirir en todo su esplendor la dignidad de hijos de Dios.

2.2.    La ausencia del padre

La experiencia de la paternidad en el seno del hogar es la que normalmente conduce a introducirse en la red de relaciones —empezando por la familia hasta llegar al conjunto de la familia humana— que constituyen el universo del hombre. Todo esto está en una relación dinámica y decisiva con la paternidad de Dios.

Si los padres son capaces de proyectar una imagen positiva, porque su relación en el tejido de la familia es positiva e integral, entonces informan de esa imagen el mundo del niño. Así, cuando en la misma educación de la fe, el niño oye hablar de que hay un Padre Celestial, bueno por excelencia, en el cual no hay sombra alguna, se hace posible un proceso de comparación y de superación, que le permite acceder y de alguna forma comprender el Amor del Padre. Conscientes, eso sí, de la diferencia abismal, infinita, entre la paternidad divina y la humana. Como recuerda el Catecismo, «Nadie es padre como lo es Dios» [63]. Cuando, en cambio, falta una adecuada imagen del padre, o cuando la figura del padre está ausente, el lenguaje de la fe carece de soporte en la experiencia humana. Esta ausencia puede ser más o menos honda. Cuando el padre falta por completo, en la dura experiencia de la orfandad, el camino será normalmente más difícil y tendrá que ser compensado el vacío por otras formas de experimentar la paternidad, la familia. Siempre me ha impresionado la experiencia de Jean Paul Sartre, quien perdió a su padre en tierna edad y tuvo la penosa experiencia como de sobrar, de estar demás, de no contar, de ser uno más. Muchos piensan que esta situación influyó en la misma elaboración de su pensamiento, de manera inconsciente, por esa aparente incapacidad suya de descubrir y de vivir la dialéctica del amor. Por eso en el conjunto de las relaciones con los otros, el encuentro en el amor, como respeto, como donación, se le hace muy difícil de entender. La concepción sartriana de las relaciones personales entendidas («el infierno son los otros») como un duelo de libertades, ha tenido sin duda incidencia en su filosofía, y muy especialmente en aspectos de su ateísmo. Como la ausencia del padre no le aportó la experiencia de sentirse amado como persona, como hijo, habría encontrado un hondo vacío, obstáculo para seguir el proceso de una relación que descubre a Dios como Padre.

La familia pasa hoy, en muchas partes, por un proceso de crisis, de erosión, que tiene una de sus raíces en las variadas formas de ausencia de paternidad. El derecho del hijo a tener de verdad un hogar, una familia, es negado de muchas maneras. La ausencia de un hogar fundado como comunidad de vida y amor de carácter permanente, constituye un muy penoso condicionamiento. Las uniones consensuales libres, la plaga del divorcio, cuyos verdaderos desastres apenas están siendo estudiados por sociólogos, psicólogos, educadores, etc., la tendencia a hacer de la familia una especie de club, como en el caso de las familias mono-parentales que llevan los hijos de precedentes uniones a nuevas familias, todas estas múltiples formas de abandono se pagan con graves costos.

¿Cómo será el futuro si las legislaciones logran acomunar a la familia con las falsas alternativas de las «uniones de hecho», que precisamente por serlo, carecen de estabilidad, de contextura jurídica, como oportunamente observa el profesor Juan Ignacio Bañares? En cambio, el matrimonio, como se ha entendido hace siglos, el compromiso de darse y de recibirse de los esposos, vincula su futuro. En las uniones de hecho, aunque pueda haber parecidos con la vida conyugal, «se niega cualquier compromiso de futuro, pues se desea vivir la sexualidad de un modo desprovisto de toda vinculación... La unión de hecho consiste precisamente en mantener el hecho de la convivencia momento a momento, sólo desde el presente, sin que nadie deba al otro nada de su futuro» [64]. En este tema se puede llegar hasta la insensatez, por decir lo menos, de proponer el derecho a la adopción por parte de las uniones de homosexuales o lesbianas, que en nada tendría en cuenta el interés superior del niño, invocado por la Convención sobre los Derechos del Niño [65].

El Santo Padre ha puesto el dedo en la llaga cuando habla de «huérfanos de padres vivos» [66]. La variedad y el crecimiento de los abandonos del hogar, en los cuales las víctimas primeras son los hijos, ponen de manifiesto una realidad muy penosa. Abundan hoy los estudios acerca de los efectos negativos de estos abandonos en el desarrollo armónico de los niños, señalando las consecuencias de violencia creciente, y también la falta de aprovechamiento académico cuando los niños sufren esta clase de experiencias en su familia. El psiquiatra Tony Anatrella, en un reciente libro muy aleccionador titulado La diferencia prohibida. Sexualidad, Educación, Violencia. Treinta años después de mayo de 1968 [67], dice que habrá que tener el coraje un día de dar las cifras de este desastre. Y se refiere, además, a una serie de efectos, entre los cuales están la confusión, la pérdida de autoridad y de crédito de los adultos, y la falta de puntos de referencia para la existencia [68]. Se trata de un universo personal desmantelado, desde el cual los niños y los adolescentes se lanzan a la aventura de la vida sin preparación alguna. Pocas cosas hay tan trágicas y dramáticas como esta pérdida de los puntos de referencia sin los cuales los hombres no caminan en el mundo, sino que deambulan y van a tientas.

En cambio cuando el niño tiene el soporte de una comunidad familiar, la realidad —también para el crecimiento en la fe— es diferente: «El niño, cuanto más ha vivido una dependencia de los padres que da seguridad, más rápidamente, cuando es adolescente, se muestra capaz de llegar a ser autónomo» [69]. En una relación de dependencia amorosa se tendrá más fácil acceso a la verdadera identidad, al crecimiento de una libertad bien entendida.

La imagen del padre juega un papel fundamental. Asumo esta afirmación del Profesor Anatrella: «La imagen del padre es el resultado de una alquimia psíquica del individuo desde su infancia. Ella se forma a partir de numerosos elementos: primero el padre real, el progenitor. La actividad del padre en la realidad influirá sobre la organización de esta imagen» [70]. «El padre —subrayará en otro lugar— investido de sus diferentes funciones, juega un papel primordial en la sociedad y en el seno de la familia, y su ausencia... estará cargada de consecuencias» [71].

Los análisis que se hacen del fenómeno actual concluyen en un dramático diagnóstico: la familia sufre la crisis de la ausencia de la paternidad. Se teme ser y actuar como padre. Si el padre es fuente de la vida, hoy muchos, condicionados por la cultura de la muerte, experimentan el temor a ser padres, a asumir la paternidad con todas sus consecuencias. Se teme comunicar la vida y crece también, en muchas naciones económicamente desarrolladas, el temor a la maternidad, como fruto de múltiples factores, entre otros el trabajo al cual son compelidas las madres fuera del hogar. Entonces, en muchos casos, se llega incluso a que la vida engendrada es rechazada, repudiada, yendo contra el más fundamental de los derechos, el de existir, en el abominable crimen del aborto.

Hay también un temor difuso al ejercicio de la responsabilidad paterna, a ejercer la autoridad, a educar. Y, como lo he recordado en otros escritos [72], mientras la familia conserve el papel irreemplazable de ser la auténtica formadora de personas, no se puede ceder a la tentación de abdicar de estas responsabilidades. ¡Cómo se extiende el llamado «síndrome de Peter Pan», que pone de manifiesto el capricho de quienes quieren permanecer siendo niños siempre, sin madurar! Entonces el temor a educar se convierte en una especie de conspiración: los padres que no saben serlo, corresponden inconscientes a esos caprichos, no sin mecanismos auto-justificativos. Se esgrimen diversos argumentos: los padres dicen que no se sienten dispuestos a violar el mundo de la libertad de los hijos, a dirigir y a orientar, a corregir. Piensan con ignorancia que o los hijos ya están formados o que sufren raros disturbios que se alzan como barrera infranqueable para dirigirlos. Y no se dan cuenta de que al no educarlos con responsabilidad ponen en el más alto riesgo la formación de los hijos. Se vuelven personalidades que no maduran, que no crecen.

También se teme formar para el sufrimiento, para el dolor, soñando con edenes permanentes, donde nunca se plantean los interrogantes serios sobre la vida, sobre el sentido de la vida, sobre la vida eterna... Cuando esos interrogantes son sofocados, también la formación religiosa está minada. Y muchas veces los padres delegan en otros la educación moral y religiosa cuidándose poco de cómo se va haciendo. Cabría aquí recordar una vez más la enseñanza de la Carta a los Hebreos, en la cual se indica la relación entre Pedagogía divina y pedagogía humana en la familia: «Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos. Además, teníamos a nuestros padres según la carne, que nos corregían y les respetábamos... Cierto que ninguna corrección es de momento agradable sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella» (Hb 12, 8-9.11). Corregir, orientar, es una exigencia del mismo amor que quiere el bien del otro. Olvidan frecuentemente los padres que para el cumplimiento de su difícil pero nobilísima tarea no están solos. Los acompaña el Padre, enviándoles por el Espíritu la gracia de estado.

El Catecismo de la Iglesia Católica, que recuerda —como hemos visto— que el lenguaje de la fe se inspira en la experiencia humana, es realista al mostrar cómo esta experiencia puede ser frágil: «esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad» [73]. «Nadie es padre como lo es Dios» [74]. La invitación apremiante es la de tomar el modelo de la paternidad de Dios, el único modelo sin sombras ni fisuras, sin los límites que se presentan en la paternidad humana, límites que los mismos padres deben hacer ver a sus hijos, para que no caigan en una especie de «mitificación» que después puede provocar dolorosos rechazos. El Padre celestial es el modelo cuya imitación ha de iluminar en todo a los padres en el ejercicio amoroso de sus responsabilidades. Para ellos, los padres deben saber comportarse frente a Él como hijos. Es lo que enseña San Juan Crisóstomo como condición para que los padres puedan llevar la marca del Padre celestial: «No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial» [75]. Es explícita la contraposición entre la ternura del amor del Padre celestial, constitutivo de la palabra padre, con un padre cruel e inhumano. La autoridad ha de estar en armonía con el sello del amor. Y añade San Cipriano, en un texto que también asume el Catecismo: «Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» [76].

2.3.    La marca de la bondad del Padre

Los padres deben examinar su corazón para ver hasta qué punto llevan la marca de la bondad del Padre celestial. Han de examinarse en el amor según la expresión de San Juan de la Cruz, porque en el amor han de ser examinados, y concretamente en el modo de ejercer su autoridad. Mantiene su vigencia la exhortación de San Pablo: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 4). El amplio marco es una pedagogía del amor. La norma no son los padres, pues no son el modelo acabado. Sólo serán un buen modelo si se asemejan al Modelo del Padre celestial. No caminar según la voluntad y el modelo del Padre, puede perturbar no sólo el desarrollo armónico de los hijos sino la misma calidad de su relación con Dios, pues puede, en lugar de revelarlo, ocultar el rostro de Dios, aplicando al ejercicio de la paternidad el conocido texto de Gaudium et spes en las reflexiones sobre el ateísmo. Al repasar el fenómeno del ateísmo y sus diversas y complejas causas, señala: «Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión» [77]. Es misión de los padres revelar ese «genuino rostro de Dios», Padre amoroso que educa a sus hijos.

Repitámoslo: los padres humanos falibles pueden desfigurar la imagen de la auténtica paternidad [78]. Es una tentación la de imaginar que se puede educar hijos sin amonestar, sin corregir, sin castigar (en modo adecuado, proporcionado, con una pedagogía del amor que no sea conducida por la emotividad, la ira). Corregir justa y oportunamente, con entrañas de misericordia, requiere un difícil equilibrio, sobre todo hoy en las familias en las que los dos padres trabajan durante jornadas fatigantes fuera del hogar y retornan —sobre todo las madres— cansadas, a la labor en la familia. Hoy es más corriente una cierta fragilidad emocional. La ausencia de tiempo suficiente para la convivencia, para estar juntos los esposos, los padres y los hijos, con la posibilidad de dialogar, puede predisponer para un clima tenso, incluso con ciertas dosis de conflicto en el seno del hogar. El castigo, el reproche, la corrección en una atmósfera enrarecida pueden suscitar complicaciones que hacen interpretar la corrección fuera del ámbito de la formación como una forma de «violencia» sin derecho, y no como pedagogía de un amor que corrige, orienta, educa, redime.

No es ésta la sede para introducir otro tema que me preocupa: ¿no se exagera cuando, siguiendo ciertos modelos, en el contexto del «super-yo» se restringe al padre (varón) el papel de formación en el mundo de la moral? Todo esto, ¿no es más bien fruto de una misión compartida del hombre y de la mujer, en la cual aportan lo mejor que ellos pueden ofrecer, de lo que, padre y madre, son? Es el trabajo conjunto de quienes forman una sola carne, como comunión de vida y amor, el sujeto que educa, en tareas y proporciones variadas. Habría que decir más bien que la autoridad del padre ha de brindarse con ternura de padre, y la de la madre con su forma de ternura, que educa y se ejerce en otra forma de autoridad. Sería oportuno reflexionar más sobre el papel concreto de lo que puede ofrecer el padre con sus cualidades y lo que puede ofrecer la madre sin dejarse llevar por un «igualitarismo» que nivela indiscriminadamente como si todos los «roles» fueran intercambiables. Hay, sin embargo, un espacio que proviene de la costumbre, de la cultura, y que hay que ponderar.

Nos hemos limitado a seguir unas pocas pistas, aunque en verdad fundamentales. En un mundo que está como comprometido en una conjura en extremo peligrosa para negar la función paterna, recuperar desde la fe el sentido y el valor de esa responsabilidad y de ese derecho, es una gran necesidad. Está en juego el mundo de los valores fundamentales para la vida, minados en la realidad básica de la familia. Es preciso, entonces, volver a Dios, fijar la mirada en el rostro amoroso del Padre, para asumirlo como el modelo por excelencia. Los padres, repitámoslo, lo serán de verdad en la medida en que sean hijos, que, con la fuerza del Espíritu, con la palabra, con la vida, con todas las energías del amor sean capaces de decir: Abbá, Padre, y de asumir plenamente, en ese Amor, su misión de padres. Así la familia tendrá un hermoso porvenir.

En la celebración del Segundo Encuentro Mundial de las Familias con el Santo Padre, Kiko Argüello, fundador, con Carmen, de las Comunidades Neo- catecumenales, hizo al Santo Padre el regalo, bien expresivo, de un hermoso icono que presidió los momentos centrales de ese Encuentro. Este icono lleva por título «Retorno a Nazaret de la Sagrada Familia». El autor explica que se trata del retorno de la Sagrada Familia después de que el Niño Jesús fuese encontrado en el Templo. San José lleva sobre sus espaldas a Jesús, que dirige su mirada hacia María, su Madre. Comenta Argüello: «El hecho de que Jesús adolescente sea llevado sobre las espaldas quiere indicar la importancia que tiene el padre en la familia para introducir al joven en la vida adulta. El icono muestra también la necesidad que tiene el hombre de la familia para llegar a ser adulto, como ha sido revelado por Dios en la Familia de Nazaret».

Diría que las pistas que hemos seguido van precisamente en este sentido: el padre verdadero, aquél que en la familia es, en cierto modo (junto con la madre), representante de Dios, es no sólo el instrumento de Dios para procrear, sino el que educa, forma amorosamente, con el corazón modelado por el Padre Celestial, para introducir al hijo en la vida adulta, en la madurez humana y en la madurez de la fe. ¡Qué hermoso sería que los padres tomaran a los hijos de sus manos y los pusieran sobre sus espaldas, para emprender con ellos el camino de la vida, para introducirlos en la Familia que es la Iglesia y en el corazón de toda la humanidad!

Alfonso López Trujillo en unav.edu/

Notas:

49.       S.S. JUAN PABLO II, Carta apostólica Salvifici doloris, 9.

50.       Cfr. Jean GALOT, Cristo Abbandonato sulla Croce, en Civiltà Cattolica, pp. 9-13.

51.       Art. cit., p. 13.

52.       Citado por FITZMEYER, op. cit., p. 621.

53.       El texto que comentamos, y su antecedente en el v. 28, tiene sus dificultades y sus redacciones diferentes según el códice que se adopte, sobre todo si se omite a Dios como sujeto, aunque todas convergen en el sentido antes indicado. Hay diversas versiones posibles: «Dios coopera, en todo, con los que lo aman». Schlier, entre otros, prefiere esta lectura. O «Dios “sunergei§”, hace que todas las cosas cooperen al bien de quienes lo aman». Así, v.g., Lagrange. Si Dios, como sujeto, es omitido, como en la traducción textual de la koiné, la Vulgata y muchos escritos patrísticos, entonces se lee: «Todas las cosas operan conjuntamente para el bien de aquellos que lo aman». Detrás de todo esto, es claro, está el Plan de Dios, quien controla la historia humana. Si Dios falta y «sunergei§» es entendido en sentido intransitivo y el sujeto es el Espíritu, la colaboración con todas las cosas es atribuida al Espíritu. Si Dios es el sujeto la fuerza radica en el reconocimiento del poder trascendente de Aquel (el Padre) que ayuda. Todo está puesto bajo su voluntad (cfr. FITZMEYER, o.c., pp. 622-623). Es algo que el mundo pagano, v.g. Platón, de algún modo vislumbraba, respecto de la «Providencia», y que en la Revelación cristiana adquiere enorme resplandor. Platón, en la República, escribe así: «¿No debemos acaso estar de acuerdo sobre el hecho de que todo lo que proviene de los dioses se resuelve del mejor modo posible para quien es caro a los dioses...? Así entonces debemos concluir respecto del hombre justo (peri; tou§  dikai;ou androı) ya esté golpeado por la pobreza o la enfermedad o cualquier otro mal, que al final estas cosas se manifestarán como un bien, o en la vida o en la muerte» (República, 10,12).

54.       TERTULIANO, La penitencia, VIII, 6-8.

55.       H. SCHÜRMANN, Il vangelo di Luca, Brescia 1983, pp. 269-270.

56.       Op. cit., p. 271.

57.       Op. cit., p. 267.

58.       S. JUAN CASIANO, Collationes, 9, 18: PL 49,788C; en CEC, n. 2785.

59.       Texto antes citado, que el Catecismo asume en estas palabras. Ver CEC, n. 239.

60.       CEC, n. 239.

61.       Cfr. P. RICOEUR, Histoire et vérité, Ed. du Seuil, Paris 1955, p. 205.

62.       S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 9: PL 4,525A; en CEC, n. 2782.

63.       CEC, n. 239.

64.       Cfr. Alfa y Omega, «ABC» (15/4/99) 19.

65.       Cfr. artículo 21.

66.       S.S. JUAN PABLO II, Carta a las familias, 14.

67.       Tony ANATRELLA, La difference interdite. Sexualité, Éducation, Violence. Trente ans après Mai 1968, Flammarion 1998.

68.       Op. cit., p. 25.

69.       Cfr. op. cit., p. 26.

70.       Cfr. op. cit., p. 26.

71.       Cfr. op. cit., p. 42.

72.       Especialmente en el escrito La familia, don y compromiso, esperanza de la humanidad, Pontificio Consejo para la Familia, Roma 1997.

73.       CEC, n. 239.

74.       CEC, n. 239.

75.       S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilia in Mt 7,14: PG 51, 44B; en CEC, n. 2784.

76.       S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 11, PL 4,526B; en CEC, n. 2784.

77.       GS, n. 19.

78.       Cfr. CEC 239.

Alfonso López Trujillo

1.       La paternidad de Dios

Al abordar este tema nos hallamos en el corazón de nuestra fe. Nos acercamos a la raíz de nuestra identidad cristiana. Invocar a Dios, como Padre Nuestro, es a la vez ahondar en nuestra identidad de hijos. Escribe San Cipriano: «El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo» [1].

Karl Barth señala, como primera condición para el trabajo del teólogo, una indicación que podemos extender a todo creyente: la capacidad de admirar (el estupor: qaumazein). Sólo así se preserva el misterio del desgaste de lo rutinario. En un libro intitulado Sobre el Cristianismo, Julián Marías observaba: «Se ha debilitado de manera increíble la conciencia de misterio, la admiración —en el grado sumo que se llama adoración— por su grandeza, su bondad, su supremo valor». Y más adelante indica: «Se ha evaporado lo que fue el torso de la fe cristiana: la gratitud a Dios creador (...). Un paso más es el envaguecimiento de la visión de Dios como Padre —núcleo esencial del cristianismo—, tal vez arrastrada por el descrédito actual de lo que se llama “paternalismo”, que suele confundirse con la paternidad» [2]. «Padre —escribe Charles Journet— es una palabra que todos los hombres conocen y que es plena de misterio. Ya aquí abajo, la paternidad es un hermoso misterio del orden natural. Mientras más grandeza y dignidad tiene un hombre, más comprende lo que es haber sido elegido para dar la vida, conservarla y dirigirla. Esta paternidad no es más que una pobre cosa en comparación con la paternidad divina» [3]. Hemos, pues, de sumergirnos, movidos por el Espíritu, en el misterio.

El misterio de la paternidad es no sólo la clave para comprender nuestra última y profunda verdad, sino también para entrar en una nueva relación con los demás y para introducirnos en el misterio de la Familia de Dios, en la familia que es la Iglesia, y también en la dimensión de la Iglesia doméstica.

Quisiera primero hacer un rápido recorrido por algunos textos que he reunido meditando, en este año dedicado a Dios Padre, para introducirnos luego en algunas consideraciones de tonalidad más pastoral, en relación con la paternidad en la familia.

          Dios Padre: Padre mío, Padre nuestro

¿En dónde hallamos la novedad de poder invocar a Dios como Padre? Es verdad que la invocación a Dios como Padre es conocida en muchas religiones y que, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, «la divinidad es con frecuencia considerada como “padre de los dioses y de los hombres”» [4]. Sin embargo, poder llamar con toda verdad a Dios Nuestro Padre adquiere una absoluta novedad. Esta novedad es subrayada por el Catecismo de la siguiente manera: «Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo» [5]. En el Padre Nuestro nos referimos a Dios en «una relación totalmente nueva con Dios» [6]. Ya Romano Guardini, en su libro La Oración del Señor lo observaba. «Las religiones primitivas de todos los pueblos occidentales tienen un padre celestial, la deidad rectora que todo lo abarca —escribe el prestigioso teólogo—, que ilumina y dinamiza los cielos. Por los griegos fue llamado Zeus; por los romanos Júpiter; por los antiguos germanos Wotan». Siempre indicaba el poder de arriba. Sin embargo —agrega Guardini—, «lo que Cristo significa con el Padre celestial es algo del todo diferente. No significa Algo que puede ser sentido en el universo como algo que todo lo abraza e invade... No es un poder radiante que gobierna desde arriba, que crea y da la luz... Lo que Jesús significa es diferente» [7].

Así la palabra «Dios» adquiere también una nueva connotación. Como recuerda Michael Schmaus, en el Nuevo Testamento, la Palabra Dios se refiere casi exclusivamente a la primera persona divina: el Padre. La caracterización del Hijo con la expresión «Dios» ocurre pocas veces y siempre con ciertas reservas. Sólo hay seis textos en los que la naturaleza divina de Jesucristo es atestiguada con la palabra «Dios». Para dar testimonio de la divinidad del Espíritu Santo jamás se usa ese término [8]. Schmaus recurre también a la investigación de K. Rahner, quien señala que cuando Cristo es llamado Hijo de Dios es con referencia a la primera persona de la Trinidad. Dios es llamado Padre por Cristo. Dios Padre envía a su Hijo para la salvación del mundo. El uso de la palabra «Dios», referida al Padre, está sustentado por una abrumadora cantidad de textos [9].

En el Antiguo Testamento, junto a diferentes términos, Dios es también presentado con el término de padre, generalmente en relación con su realidad de Creador. Quizás por el temor de que fuera confundido con usos mitológicos, el término se usa poco (sólo 15 veces) y con ciertas reservas. En el Nuevo Testamento sorprende ya a primera vista la frecuencia del término, pues es aplicado a Dios unas 250 veces. Jesús alude a Dios con ese término no menos de 170 veces. La novedad fundamental tiene su raíz en el uso, que entraña una novedad y una relación única existente entre Jesús como Hijo y Dios como Padre. Todas las oraciones de Jesús comienzan con la invocación a Dios como Padre, con excepción de la invocación en la Cruz, en la cual se citan las palabras del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (cfr. Mt 27, 46).

Es bien característico el uso en Mt 11, 25-26 donde Jesús agradece al Padre de la manera más solemne (ejxomologou§maiv, alaba, da gracias) la revelación del misterio (avpekavluyaı) a los pequeños, mientras lo ha mantenido oculto a los sabios e inteligentes (prudentes). Esta revelación se basa en una especial comunión de vida que le permite hablar de «Padre mío». Esa comunión peculiarísima es la fuente de su conocimiento: «Todo me ha sido dado por el Padre mío» (Mt 11, 27a), a diferencia de la fuente de información de los escribas y fariseos que eran las tradiciones de los ancianos (cfr. Mc 7, 3.9). El término «Padre», empleado ciertamente por Jesús, adquiere su novedad fundamental por el significado excepcional y único que tiene para Él. Por un lado, permanece la diferencia abismal que el mismo Jesús establece al dirigirse a su Padre (sólo Jesús puede invocarlo así) y a nuestro Padre, en razón de la filiación adoptiva que nos constituye en familia de Dios, formada por los «hijos de Dios», con la característica red de fraternidad que tal relación crea (cfr. Jn 20, 17). Cuando invocamos al Padre Nuestro, el «nuestro» subraya la comunión eclesial, como familia que comparte y supera el egoísmo [10]. Sin embargo, Jesús y nosotros somos cubiertos por el mismo amor del Padre, «para que el amor con el cual tú me has amado esté en ellos» (Jn 17, 26) [11]. La absoluta novedad de esta invocación abarca también nuestra condición de hijos, en la novedad de la filiación adoptiva. La relación enteramente nueva que se establece cuando el Hijo invoca a Dios como Padre, como Su Padre, entraña pues una clara diferenciación: Dios es Padre suyo de modo distinto, diferente. La diferencia es abismal con respecto al modo en que es nuestro Padre.

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11, 25). La revelación a los pequeños está en la raíz de la grandeza de los pequeños  (en  Mt  nhpivoiı: infantes).  Por  ello  dirá  en  otra  parte: «Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 10; cf. Mt 18,6). Pequeña en este sentido fue Santa Teresita (Teresa del Niño Jesús), quien pedía a Jesús-Niño que «llame a los goces celestiales a innumerables falanges de niñitos». Ella hablaba movida por el amor: «En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor». Todos los Santos que han recibido la palabra de Dios con corazón abierto, reyes, teólogos, etc., son «pequeños».

El texto de Mateo continúa: «Sí, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo» (Mt 11, 25-27). El inicio de esta plegaria es especialmente expresivo en Lucas: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo (hjgalliavsato tw§pneuvmati tw§ aJgivw/), y dijo: “Yo te bendigo, Padre”» (Lc 10, 21). Me llama la atención cómo la invocación al Padre es hecha en el Espíritu Santo, lo cual, según veremos, resulta una constante cuando se dirige a Él como Abbá. La expresión Abbá puede ser subyacente a esta oración. Esta alabanza de Jesús, que exulta en el Espíritu, se parece a la exultación de María en el Magníficat: «mi espíritu se alegra en Dios mi salvador» (Lc 1, 47).

Cristo es Hijo de modo distinto que cualquier otro [12]. Nosotros no somos hijos por naturaleza, sino por gracia. Todo lo que somos es fruto de un don. Llamamos a Dios Padre no por una especie de panteísmo que todo lo invade —según la advertencia de Guardini—, sino porque Él nos llama y nos convierte en hijos: «Tú serás mi hijo; tú serás mi hija» (cfr. Sal 2, 7). Es un cambio profundo, no sólo de palabras, sino de verdad, en la realidad. La adopción es un regalo a cuya noticia tenemos acceso sólo por la Revelación y en virtud de la palabra del Señor que nos convoca, que nos enseña así a invocar a Dios como Nuestro Padre movidos por el Espíritu. Primero el Padre nos ha llamado a ser hijos para que podamos invocarlo como Padre. Nosotros invocamos a Dios con un nombre nuevo. Tertuliano recuerda, aludiendo al original sentido de la expresión Dios Padre, que no había sido revelada jamás a nadie. «A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre» [13].

Dirigirnos a Dios como Nuestro Padre «nos muestra que nuestra plegaria procede de nuestra calidad de hijos e hijas de Dios, de nuestro ser mismo que recibimos del Padre y que hace de nosotros hombres nuevos a imagen de su Hijo Único» [14]. Invocar a Dios como Padre significa descubrir la dignidad del hombre como hijo de Dios, individualmente asumido y en la Iglesia, como ser creado y recreado por Dios, a imagen semejante de su creador (cf. Col 3, 9s). En el Padre reconocemos la fuente de la vida, de nuestra vida natural y de nuestra vida de hijos. Somos hechura de sus manos y regenerados en el perdón y la misericordia. Invocamos a Dios como Padre bueno, clemente, misericordioso (cf. Ex 34, 6-7), cuya ternura, cuyas entrañas de misericordia se ponen de manifiesto en el perdón del Padre misericordioso que acoge, cubriéndolo de besos, al hijo pródigo. Charles Peguy dirá: «En la parábola el perdón ha quedado plantado en el corazón del impío como un clavo de ternura» [15].

1.2.    Abbá, Padre: novedad y significado

Quisiera ahora referirme a algunos textos, y concretamente a dos muy semejantes de San Pablo, que nos servirán de camino y de clave para descubrir, por así decirlo, lo esencial de la relación de la paternidad de Dios con respecto al hombre, y de la filiación del hijo con respecto al Padre. También me referiré al Abbá de la oración en el Huerto.

Haré primero, pues, un rápido recorrido por estos tres textos, en los que aparece esta invocación Abbá, Padre en el Nuevo Testamento. El marco general de este recorrido introductorio gira en torno a esta expresión: Abbá.

Dios es muchas veces llamado Padre en el A.T., pero en ninguna parte como plegaria, según la expresión llena de confianza que el mismo Señor emplea y que Pablo y Marcos nos transmiten. J. Jeremías indica que este término arameo no tiene paralelo en la literatura judía. Es el modo que el niño en el balbuceo inicial usa para dirigirse al padre como «papá» [16]. Nadie habría osado usar tal término familiar para designar al Dios del Sinaí, tres veces Santo. La familiaridad del Abbá, traducible por «papá», no parecía convenir al Dios soberano y omnipotente. Esto ya era una novedad. Sólo una vez aparece en los labios de Jesús (en Marcos: la oración de Getsemaní), pero los estudios exegéticos han podido mostrar que así comenzaba Jesús sus oraciones. Lo llamaba así en las circunstancias más ordinarias de su existencia [17].

Para J. Jeremías esta expresión transmite una «ipsissima vox» de Jesús, lo cual explicaría la conservación del término unido a la traducción en el griego: Padre (pathvr) [18]. Observa Joseph A. Fitzmeyer que el Abbá empleado por Jesús terreno en el momento de mayor intimidad con Dios fue conservado con amor por los primeros cristianos precisamente en recuerdo de Jesús [19]. Aunque la interpretación de J. Jeremías es rechazada por algunos (y no se ve la fuerza de los argumentos contrarios), hay que tener en cuenta, como lo anota este comentario a la Carta a los Romanos, que «la fórmula se convirtió en un modo para dirigirse a Dios también en las comunidades cristianas de lengua griega y se volvió una fórmula de distinción, por el hecho de que en estas comunidades ha sido agregada la traducción griega (oJ  pathvr)» [20].

Si, por una parte, la fórmula nos sugiere la vecindad, la cercanía de Dios, en cuyo regazo el niño juega confiado, cuya mano estrecha para sentir la seguridad, por otra, la actitud del niño (espontánea, sencilla) no es algo que quede en un marco infantil, sino que caracteriza también al creyente adulto en la comunidad eclesial. Por ello advierte con razón Servais Th. Pinckaers: «Sin embargo, el término no permanece infantil en la boca del Señor. Se carga de una significación muy profunda indicando la relación íntima que une a Jesús con su Padre». La comunidad cristiana «ha percibido profundamente la unicidad, la especificidad de este apelativo» y ha mantenido el término arameo en la formulación griega. Se orará diciendo: Abbá!, Padre [21].

Esta forma de orar aparece explícitamente —como ya hemos dicho— tres veces en el Nuevo Testamento, a saber: en la Carta a los Gálatas 4, 6-7, en la Carta a los Romanos 8, 14-17 y en el Evangelio de Marcos 14, 35-36, en la Plegaria de Getsemaní. Por comodidad presento los tres textos en columnas.

Ga 4, 6-7:

Rm 8, 14-17:

Mc 14,35-36:

La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios.

 En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.

Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú».

En los textos paulinos quisiera subrayar, primero, la significación del paso de la condición de siervo, de esclavo, a la del hijo. Invocar al Abbá, Padre es acceder a la condición de hijo, con todos los derechos. Es un cambio impresionante, una verdadera liberación. Es una transformación profunda que ha de llenarnos de gozo, en el paso del temor a la libertad. La comenta hermosamente San Pedro Crisólogo: «La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujasen a proferir este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15)... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?» [22].

Segundo: Abbá es una invocación, una plegaria, posible por la moción del Espíritu, así como Jesús solamente es reconocido como Señor en el Espíritu (cf. 1Co 12, 3).

Tercero: nos detendremos en el grito, de júbilo y libertad, que en Gálatas es del Espíritu y en Romanos es nuestro. Descubriremos una relación entre este grito y el que resonó con fuerte voz en el Calvario.

Por razón de orden prefiero referirme en primer lugar al texto de Gálatas (Ga 4, 4-7), que sirve de base al Apóstol en Romanos (Rm 8, 14-15). Luego buscaremos unir, en el relato de la pasión, la oración de Jesús en Getsemaní (en la cual aparece la expresión Abbá, pero no se habla de un grito) con la de la Cruz.

1.2.1. Ga 4, 4-7

San Pablo introduce el capítulo cuarto de la Carta a los Gálatas con esta afirmación: «Cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo» (v. 3). Cuando se es menor de edad no hay diferencia con el esclavo (cfr. v. 1).

Viene ahora la novedad, el cambio fundamental:

Pero, al llegar la plenitud de los tiempos (tov  plhvrwma  tou§  crovnou) [23], envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley (v. 4).

Y sigue más adelante:

La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (vs. 6-7).

Franz Mussner alude a una discusión en los comentarios: si la recepción por parte de los creyentes es la consecuencia de su filiación, o si la filiación es la consecuencia de la recepción del Espíritu. Adopta como la mejor solución la propuesta por José Blank: «la recepción de la filiación comporta eo ipso la donación del Espíritu» [24].

Hay dos aspectos en este texto que quisiera subrayar:

Primero: la inmediata consecuencia de poder invocar a Dios como Padre (o, según otro parecer, la condición para invocarlo como Abbá!) es la realidad de la superación de la esclavitud: «ya no eres esclavo, sino hijo» (v. 7). El cristiano puede, por tanto, acceder a la herencia, de la cual San Pablo hablará también en Rm 8, 17: «Si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo».

Segundo: la invocación al Abbá, Padre, es un grito que tiene como sujeto al Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones. Es el Espíritu quien grita (kra§zon), solamente un ser personal puede gritar. Kuss anota que «en el grito de oración se trata al mismo tiempo... de una revelación del nombre... obtenido mediante el Espíritu» [25]. Por eso Grundmann [26] (y Schlier) piensan que kravzein  puede ser también «proclamar, anunciar, revelar» [27]. Es un grito —oración de libertad, de exaltación como hijo que rompe las cadenas de la esclavitud—. En el mismo grito Abbá! el hijo se reconoce como tal. Abbá es —como vimos— ipsissima vox Jesus, tomada del lenguaje infantil, que para el sentimiento de los contemporáneos de Jesús habría parecido irreverente.

1.2.2. Rm 8, 14-15

«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar (kravzomen): ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 14-15).

Aquí, este texto, que tendría su base en el precedente de Ga 4, 4-7, se inicia con el cambio fundamental del espíritu de servidumbre (pneu§ma douleivaı), que conduce de nuevo al temor (pavlin eijı fovbon), al espíritu recibido de adopción, de hijos de Dios (pneu§ma uiJoqesivaı).  Algunos  traducen  Espíritu  con  mayúscula, otros no, como Dieter Zeller. Es, por así decirlo, un nuevo orden, un nuevo estado, al cual introduce, en todo caso, la novedad del Espíritu Santo: en el versículo 21 se hablará de «la gloriosa libertad de los hijos de Dios»... Se trata de la liberación de la esclavitud del pecado y del temor de la muerte, de «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2,15).

El Espíritu permite dirigirse al Padre con confianza, en un grito liberador de confianza. Al respecto es interesante la reflexión de Lutero en su comentario a la Carta a los Romanos: «En el espíritu del temor no se puede gritar... la confianza dilata el corazón, la frente, la voz, mientras el temor todo lo comprime».

En el Espíritu gritamos (kravzomen) Abbá: el sujeto es nosotros, movidos por el Espíritu. La invocación es a la vez una confesión, similar a aquella que bajo la moción del Espíritu se hace con respecto a Jesús como Señor: «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino con el Espíritu Santo» (oudeiı dunvatai  eipein,  Kurioi Ij hsouı, eij mh; ejn pneuvmati aJgivw/) (1Co 12, 3). En tal sentido el hijo es «guiado por el Espíritu» para este grito-confesión. Aquí, desde luego, se trata de una confesión en la que se pone en juego —y radicalmente— la existencia, que no es por lo tanto meramente verbal, declaratoria, sino algo que abarca la vida toda y que requiere incluso la entrega plena del martirio.

1.2.3. Mc 14, 36

La invocación de Jesús al Padre como Abbá la encontramos en Mc 14, 36 en la plegaria de Getsemaní: «Y decía: “¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”» (Mc 14, 36). Rudolph Pesch, en su comentario al Evangelio observa que esta invocación no tiene correspondiente en la literatura judaica —como lo hemos ya observado— y era una modalidad familiar no sólo del niño, sino también del adulto, que indica una nueva experiencia de Dios: la filiación de Jesús en la obediencia incondicional. En la transcripción del Padre Nuestro se autoriza a imitar a Jesús en el uso de esta palabra [28]. La invocación al Padre, Abbá, es la aceptación total de la pasión y de la muerte, dando a su entrega el sentido de un permanente volverse hacia Dios, totalmente recogido en su seno. Esta oración culmina en el grito de libertad, con fuerte voz, no obstante estar exhausto, que le permite el Espíritu.

Según Mc 15, 34, «gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?”» (cfr. Mt 27, 46). Este «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34) es dramático. Recuerda el comienzo del salmo 22, que expresa también confianza y esperanza en el Dios que salva: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste; a ti clamaron, y salieron salvos, en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos... ¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos, corre en mi ayuda, oh fuerza mía» (Sal 22, 5-20). Y más adelante el salmo dice: «no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó» (v. 25).

En  Mt  se  indica  que  «dando  de  nuevo  un  fuerte  grito  (pavlin kravxaı  fwnh/  megalh,/v) exhaló el espíritu» (Mt 27, 50). El drama de la Cruz culmina con una entrega confiada. Angelo Amato alude al fresco de Masaccio, en Santa María Novella de Florencia, con la figura del Padre majestuoso e imponente, que sostiene con los brazos abiertos la Cruz de Jesús. El Padre parece crucificado con el Hijo. Es como el cuadro del Greco en el museo del Prado: elimina la Cruz y pone a Jesús crucificado en los brazos compasivos y misericordiosos del Padre celestial [29].

En Lc 23, 46 se hace referencia también al fuerte grito: «Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y, dicho esto, expiró». Aquí se trata de un grito de liberación y de confianza, del encomendar el espíritu que en Jn 19, 30 (parevdwken to; pneu§ma) tiene la conocida doble significación.

          De la servidumbre a la libertad de hijos de Dios

¿Qué significa el «espíritu de esclavitud» o de servidumbre, signado por el temor, en el cual San Pablo advierte que no se debe recaer? Me parece que se refiere a una forma de relación, fruto de una pobre concepción de Dios, en virtud de la cual el hombre, la creatura, quedaría sometida a una dependencia total: la del esclavo bajo su dueño. Esta forma de relación corresponde a niveles inferiores y a etapas primitivas. Se teme a aquél de quien se depende del todo, como si uno fuera una marioneta vaciada de su libertad, a aquél en quien sólo se ve un poder apabullante que genera temor. Pienso que este «espíritu de servidumbre» tiene una buena caracterización en la relación del Amo y el esclavo, diseñada por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, que impresionó al joven Marx y que supone una caricatura de Dios y, por consiguiente, también una caricatura del hombre, y ha generado la reacción del humanismo ateo.

La invocación de Dios como Padre es también liberadora respecto de algunas conocidas teorías psicológicas o sociológicas. Es oportuno recordarlo ya que, como observa Amato, «en nuestra cultura parece perdurar a veces el rechazo freudiano de la paternidad de Dios». La religión es considerada por el fundador del psicoanálisis como una neurosis obsesiva universal. Dios Padre no sería más que una proyección infantil... Cuando el joven crece y madura pierde el complejo del padre, perdería también la fe en Dios [30]. Justamente advierte Amato que el desarrollo del psicoanálisis ha echado por tierra esta posición de Freud. Se ve con seriedad que el origen de la neurosis no es el sentimiento religioso, sino la carencia de religiosidad, como lo muestran Viktor Frankl y Jacques Lacan [31].

Recordemos que la Encíclica Veritatis splendor habla certeramente de «la verdadera autonomía moral del hombre» en la cual «la libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí». Se trata de una «teonomía participada», en la cual «la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios». Por ello, «la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina». La obediencia del hombre al Padre no es lo que la Veritatis splendor llama heteronomía, «como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad» [32].

Me pregunto si fuera de la Revelación cristiana puede darse una concepción verdadera de Dios como Padre, la cual, dignificando al Hijo, exalta la libertad y la responsabilidad de la creatura humana. Observa Galot: «La revelación del Padre, definido por su relación con el Hijo, supone una profunda transformación en la revelación de Dios... No se trata de atribuir a Dios considerado en toda su realidad divina la cualidad de Padre, sino de reconocer una persona divina que se define por la paternidad» [33]. Al Dios concebido como un poder autoritario, implacable y severo, corresponde la fisonomía del hombre como esclavo, despojado de su libertad, sin conciencia propia (en el sentido hegeliano). Esta relación vieja, viciada, es superada por un nuevo orden, por una nueva relación, por un espíritu nuevo: no el de la condición de esclavos que viven bajo el temor, sino el que proviene del descubrimiento, gracias a la Revelación, del rostro amoroso del Padre. Así como es posible concebir a Dios de otra manera, como Padre, somos capaces de descubrirnos a nosotros mismos en nuestra nueva realidad: la de hijos muy amados, constituidos como tales por el amor del Padre, bajo la acción del Espíritu. La voluntad de Dios no tiende al sometimiento de la creatura, ni busca su aniquilación, sino que pide el acatamiento de la obediencia, en un ejercicio fecundo de la libertad que no reduce la persona a cosa, sino que la hace crecer en su universo de libertad. El Padre busca nuestro bien con su autoridad providente. He aquí la razón de nuestra arraigada confianza. Es el camino de la superación del temor, que espanta e inmoviliza, para acceder a la condición de hijos liberados, capaces de prorrumpir en un grito de libertad:

¡Padre! Esta confesión nos sitúa en nuestra realidad filial, de la cual da testimonio el mismo Espíritu: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 16-17). En el hombre liberado, también la creación entera, que fue sometida a la vanidad, es liberada. La creación gime con dolores de parto en la espera de esa liberación (cfr. Rm 8, 20-22).

Podemos leer con renovado entusiasmo la Carta a los Colosenses: «Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados» (Col 1, 12-14). El Padre quiere nuestro bien, aun en medio de situaciones de dolor y de sufrimiento que no acertamos a comprender: «Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio» (Rm 8, 28).

Este paso de la esclavitud a la libertad, que entraña la invocación de Dios como Padre, es recogido en la asamblea eucarística cuando, con «osadía filial», en la liturgia romana decimos «audemus dicere» antes de la recitación del Padre Nuestro, o con las expresiones análogas que recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, tomadas de la liturgia oriental: «Atrevernos con toda confianza», «Haznos dignos de» [34]. Recordemos que los Catecúmenos sólo podían recitar el Padre Nuestro en la Vigilia Pascual, en la noche en que eran introducidos en la plena comunión eucarística, precisamente con el «osamos» o nos atrevemos... que se vuelve grito de júbilo con la comunidad eclesial.

La expresión Abbá, Padre ha sido estudiada —como vimos— con especial solicitud por Joaquín Jeremías. Le somos deudores de hermosas y certeras consideraciones, según las cuales Abbá es el balbuceo del niño que se dirige lleno de confianza a su Padre, que juega en su regazo, como ya lo hemos recordado. El niño se siente seguro en presencia de su Padre, el cual lo mira con ternura [35]. Abbá es, a la vez, la expresión solemne referida a Dios en su majestad, en su trascendencia, al cual «osamos invocar» confiadamente, y es la expresión de la serena cercanía que el niño experimenta como seguridad jugando en brazos de su Padre. Me parece que en esa doble y complementaria dimensión, por un lado la de la trascendencia de Dios, sin dejar que un cierto tipo de familiaridad deje de lado la consideración del «totalmente Otro», la identidad de Dios, infinitamente grande en su majestad, y, por el otro, la de su inmanencia, su cercanía, la del Dios más íntimo que nuestro propio ser, se establece el equilibrio para no desfigurar la auténtica paternidad de Dios. En esa doble relación, cuyo equilibrio y armonía no aportamos nosotros sino que nos viene de la misma Revelación en Cristo, hemos de descubrir los genuinos principios de la paternidad, de la autoridad y pedagogía de Dios. Así se podrá evitar concebir a Dios como un tirano inclemente que doblega al hombre y le roba su identidad, que es el drama que domina el ateísmo «humanista», o convertir al Dios, Padre bueno, en un bonachón desprovisto de autoridad, a quien curiosamente, como por estar al alcance de la mano y carecer de peso, en nombre de la familiaridad se le pone al margen de la vida ética y de la misma educación. Estos dos aspectos serán para nosotros de especial valor en el tema que nos ocupa.

1.4.    La Paternidad: fuente de todo bien

El Padre es la fuente de todo bien. El Padre quiere nuestra felicidad. Es una convicción que no podemos dejar de lado, incluso cuando nos sentimos probados y débiles ante una tentación que atribuimos a Dios para descargarnos cómoda, pero engañosamente, de nuestra flaqueza (cfr. St 1, 13-15). Esta es una verdad a la que hemos de aferrarnos: «No os engañéis, hermanos míos queridos. Toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambios ni sombras ni rotaciones. Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuésemos como primicias de sus creaturas» (St 1, 16-18). En Dios no hay cambios, Él es inmutable en su fidelidad, como lo indica una imagen sugerida por el movimiento de los astros, que aparece en una variante del v. 17: Dios es «en quien no hay cambio que provenga del movimiento de la sombra» [36], en contraposición con quien vacila, que es semejante al oleaje del mar (cfr. St 1, 6).

Los textos que hemos examinado más arriba, de las cartas a los Romanos y a los Gálatas, están estrechamente ligados con el que consideramos a continuación, tomado de la Carta a los Efesios. San Pablo hace esta ardiente súplica: «Doblo mis rodillas delante del Padre, del cual toda paternidad, en el cielo y en la tierra, trae su nombre» (Ef 3, 14-15). Es sabido que la palabra griega patria que aquí se traduce por paternidad, otros la traducen por familia. El fervor de la oración está subrayado por la expresión «doblar las rodillas», ya que el hebreo ora de pie. El concepto de paternidad o de familia hace referencia a todos los seres existentes, de quienes el Padre es origen y principio. Patria en griego tiene diversas acepciones: estirpe, tribu, generaciones. Alude evidentemente al único principio de «toda familia», que tiene en Dios y por Dios su existencia concreta. Por eso en el Credo se enfoca al Padre como creador del cielo y de la tierra. La paternidad mira al origen de la vida. Familia designa el grupo social que debe su existencia y unidad a un mismo antepasado: el padre.

La súplica de la Carta a los Efesios concluye pidiendo al Padre «que os conceda robustecer en vosotros el hombre interior, por la potencia del Espíritu... fundados en el amor» (Ef 3, 16-17). En el final de esta súplica se explicita el Padre como fuente del crecimiento en el ser por el amor. Esto nos conduce, en mi opinión, a la médula del concepto de paternidad: ser no sólo el principio de la vida comunicada, sino del crecimiento del hombre nuevo en el ser, del hombre interior. El hombre nuevo es recreado a imagen del rostro de Dios, que recibe toda su vitalidad desde dentro, por la acción del Espíritu. Este «hacer crecer en el amor», en las hondas dimensiones del ser se relaciona con el concepto de educación, también con el de pedagogía. El Padre es quien con su autoridad amorosa educa, conduce, forma.

1.5.    Lo que significa el nombre de Padre

En el concepto de Padre convergen, a la luz de los textos examinados, varios aspectos armónicamente complementarios. El Padre es origen y principio de Vida, es quien da la vida, y a esa obra vivificadora está asociado el aspecto de su autoridad y también su obra de educador o formador en el amor y en una pedagogía de amor que le es característica.

Charles Journet observa cómo la palabra padre «quiere siempre decir autor y conservador de la vida, fusión entre la dulzura y la fuerza» [37]. Hay que tomarla en forma analógica: mis padres, dice, me han dado la vida, pero Dios me la da de una manera «tellement plus profonde» [38]. Es tal la novedad de la peculiaridad referida al Padre que en Mateo leemos: «No llaméis a nadie “Padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo» (Mt 23, 9). El mismo Jesús usa el nombre de padre referido a los hombres, pero ha de estar reservado en la significación más honda y perfecta al Padre celeste, con el cual la paternidad humana es incomparable [39]. Observa Jean Galot que sólo el Padre celeste es íntegramente padre y que en él se encuentra el modelo de toda paternidad: «Tiene como rasgo distintivo y único ser totalmente Padre en su personalidad. En efecto, su persona consiste en ser Padre, de tal forma que todo en él es paternal. Se trata de un hecho excepcional, que solamente se verifica en Dios. Un hombre se convierte en padre; no lo es por nacimiento. Es primero una persona humana y luego se convierte en padre. (...) El Padre celestial existe desde toda la eternidad como Padre. Es persona divina de Padre por el hecho de engendrar a su Hijo. Es la paternidad lo que constituye su ser personal. Posee por tanto una personalidad de Padre muy superior a la personalidad de todos los padres humanos» [40].

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad trascendente, y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos» [41]. Y agrega: «Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura» [42].

Galot profundiza en la fusión entre paternidad y maternidad referida a Dios, habida cuenta de la infinita distancia que existe entre la paternidad divina y la paternidad humana: «Una de estas diferencias —indica— estriba en que en Dios la paternidad abarca todo lo que nosotros entendemos por paternidad y maternidad. Nosotros distinguimos entre paternidad y maternidad porque en la humanidad se da una diferencia de sexos (...). Es Padre, en el sentido de una paternidad que supera las distinciones entre los sexos y que lo designa como el único autor de la generación divina. No se trata, por tanto, de una paternidad que se afirme en oposición a la maternidad. Integra todas sus riquezas» [43]. Es una oportuna indicación para orientar en el tema del «lenguaje inclusivo», que constituye una propuesta difícil de aceptar. Así, advierte con razón Galot, «querer llamarlo madre sería introducir en las relaciones que tenemos con él una connotación sexual que le es totalmente extraña, y vincular la invocación de su nombre a las reivindicaciones feministas» [44]. Es similar la advertencia que al respecto formula Angelo Amato: «Estas metáforas femeninas, ¿implican que Dios, además de ser padre, es también madre?... Respondemos sin vacilación que nunca en la Biblia se llama a Dios “Madre”. Más aún, los profetas lucharon siempre contra el politeísmo y contra la introducción de todo tipo de culto a las divinidades femeninas (cfr. 1R 15, 13)» [45]. Y reafirma: «En este sentido “Padre” es un nombre teológico, que revela el secreto íntimo de Dios, que es comunión trinitaria» [46]. «De ahí surge la idea no de un Dios madre, sino de un Dios maternal, de un Dios con un corazón caritativo de Madre» [47]. Es preciso, por ello, saber manejar con cuidado el texto de San Agustín: «Dios es un padre, porque él ha creado, porque llama a su servicio, porque ordena, porque gobierna; él es una madre porque calienta, nutre, amamanta y porta en su seno» [48].

El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la ternura paternal de Dios (o maternal), del Dios Rico en Misericordia, o, en la oración de Catalina de Siena, «Loco de Amor»: «¡Oh Loco de amor!... ¿cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y deleitaste en ti mismo y quedaste ebrio de tu salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella se aleja y tú te acercas. Ya más cerca de ella no podías llegar, al vestirte de humanidad». Como que presiente uno la poesía de San Juan de la Cruz.

Es frecuentemente citado este texto de Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Otro texto nos habla del consuelo materno de Dios: «Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 13). El término que se utiliza para designar la misericordia divina tiene que ver con las entrañas maternales: rahamín. Rehem es el seno materno, el hogar del cariño, la protección, del surgimiento de la vida, del amor «entrañable». A ello alude Lc 15, 20 en la parábola del hijo pródigo. El gesto del Padre que cubre de besos a su hijo es como un abrazo maternal.

Alfonso López Trujillo en unav.edu/

Notas:

1.        S. CIPRIANO, De Dominica oratione, 9: PL 4,525A; en CEC, n. 2782.

2.        Julián MARÍAS, Sobre el Cristianismo, p. 13.

3.        Charles JOURNET, Notre Père qui es aux cieux, Edits. S. Ag., p. 30.

4.        4. CEC, n. 238.

5.        5. CEC, n. 240.

6.        6. CEC, n. 2786.

7.        Romano GUARDINI, The Lord’s Prayer, Sophia Institute Press, Manchester, New Hampshire 1958, pp. 22 y 23.

8.        Michael SCHMAUS, Teología Dogmática, vol. I, La Trinidad de Dios, Rialp, Madrid 1963, pp. 381-382.

9.        Ibíd.

10.         10. Cfr. CEC, nn. 2790-2792.

11.         Cfr. José CABA, «Abba, Padre», en Diccionario de Teología Fundamental, Ediciones Paulinas, Madrid 1992, pp. 37-38.

12.         Cfr. SCHMAUS, op. cit., p. 393.

13.         TERTULIANO, De oratione, 3; en CEC, n. 2779.

14.         Servais Th. PINCKAERS, Au coeur de l’Evangile, Le «Notre Père», Ed. Parole et Silence, Saint-Maur 1999, p. 7.

15.         Charles PEGUY, I misteri, Jaca Book, 1984, p. 240.

16.         Cf. J. JEREMIAS, El mensaje del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1995, pp. 83- 213.

17.         Cf. Jean GALOT, Padre ¿quién eres?, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, p. 25.

18.         Cf. J. JEREMIAS, Teología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1974, pp. 80-87.

19.         Joseph A. FITZMEYER, Lettera ai Romani, Ediz. Piemme, 1999, p. 593.

20.         Op. cit., p. 593.

21.         Servais Th. PINCKAERS, Au coeur de l’Evangile, Le «Notre Père», pp. 28-29.

22.         SAN PEDRO CRISÓLOGO, Sermón 71: PL 52,401CD; en CEC, n. 2777.

23.         La Nueva Biblia Española traduce según mi parecer de forma poco clara: «se cumplió el tiempo».

24.         MUSSNER, La lettera ai Galati, Brescia 1987, p. 424.

25.         KUSS, Der Römerbrief, Regensburg 1957, p. 550.

26.         En ThWB III, 898-904.

27.         Cfr. MUSSNER, op. cit., p. 426.

28.         Cfr. MUSSNER, op. cit., p. 576. Zeller advierte con respecto a la palabra Abbá, «que aunque provenga del lenguaje infantil, abbá no puede ser traducido como “papaíto” o algo semejante, porque ya la tradición lo traduce como Padre. Pablo alude a una aclamación conocida a los Romanos, la cual tiene su origen en los cristianos de lengua aramaica y quizás corresponde al uso de la plegaria de Jesús» (Dieter ZELLER, La Lettera ai Romani, Brescia 1998, p. 250).

29.         Cf. Angelo AMATO, El Evangelio del Padre, p. 82.

30.         Cf. Sigmund FREUD, El Porvenir de una ilusión, Obras completas VIII, Bibl. Nueva, Madrid 1974, pp. 2961-2992.

31.         Cf. Angelo AMATO, pp. 12-13.

32.         Cfr. S.S. JUAN PABLO II, Carta encíclica Veritatis splendor, n. 41.

33.         Jean GALOT, Padre ¿quién eres?, p. 24.

34.         Cfr. CEC, n. 2777.

35.         Cfr. Joachim JEREMIAS, Abba, Ediciones Sígueme, Salamanca 1981, pp. 105-111.

36.         Cfr. la nota correspondiente en la Biblia de Jerusalén.

37.         JOURNET, op. cit., p. 31.

38.         Ibíd.

39.         Op. cit., p. 32.

40.         Jean GALOT, Padre, ¿quién eres?, p. 26.

41.         CEC, n. 239.

42.         Ibíd.

43.         GALOT, op. cit., pp. 28-29.

44.         Op. cit., p. 28.

45.         Angelo AMATO, El Evangelio del Padre, p. 33.

46.         Op. cit., p. 34.

47.         Ibíd.

48.         SAN AGUSTÍN, Comentario al salmo 26,18.

Rafael Domingo Oslé

Avance

La idea de solidaridad es vieja como la Biblia, la filosofía griega y el derecho romano, los tres grandes pilares de la civilización occidental, y ha servido a la causa de fenómenos tan dispares como el nacimiento de las uniones obreras en los movimientos sociales del XIX y comienzos del XX, la cohesión de las clases sociales marxistas, la promoción del fascismo italiano, la construcción de la Unión Europea o la caída del comunismo en Polonia. El mandamiento nuevo de amarse unos a otros como Jesucristo nos amó (Juan 13, 34) cambió para siempre el enfoque y el marco de la caridad social y la fraternidad humana, dotando a la solidaridad de una intensidad divina. 

El derecho romano denomina solidaria (in solidum) a aquella responsabilidad que es compartida enteramente y al mismo tiempo por varios deudores, varios acreedores, o varios delincuentes en algunas obligaciones nacidas de una estipulación o de un delito civil, por ejemplo. Esta responsabilidad solidaria pasó al Código francés de 1804, y sigue presente después de la reforma de 2016. Por influencia del Código francés, la solidaridad ha pasado a los códigos civiles europeos y latinoamericanos influidos por él y se ha expandido en el ámbito del derecho continental. El derecho de la Unión Europea ha incorporado el principio de solidaridad como pilar fundamental de su derecho.

El libro del Génesis (Gn 1, 26-28; Gn 5, 1-3; y Gn 9, 6) afirma que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Teólogos cristianos han analizado a fondo este pasaje y han hallado en él un fundamento para la dignidad humana. Pero ahí se encuentra también el fundamento de la solidaridad. Si la dignidad humana es el estatus que corresponde a los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios, la solidaridad es la responsabilidad compartida que deriva de ser portadores de esa imagen divina.

Sin justicia, no hay solidaridad, pero la solidaridad va más allá de la justicia humana. La solidaridad toca la caridad.

Artículo

La palabra solidaridad, derivada del latín solidus (sólido), goza de la frescura de lo revolucionario, la riqueza de lo clásico y la fuerza de lo necesario. Aunque el vocablo fue pronunciado, por vez primera, en francés (solidarité) y en el marco de la revolución francesa, la idea de solidaridad es vieja como la Biblia, la filosofía griega y el derecho romano, los tres grandes pilares de la civilización occidental. 

En los últimos siglos, sin embargo, la palabra solidaridad ha estado ligada a movimientos sociales y ha adquirido un carácter ético-político más marcado hasta el punto de convertirse en uno de los principios básicos de la organización social y política de las sociedades democráticas más avanzadas. La idea de solidaridad ha servido a la causa de fenómenos tan dispares como el nacimiento de las uniones obreras en los movimientos sociales del XIX y comienzos del XX, la cohesión de las clases sociales marxistas, la promoción del fascismo italiano, la construcción de la Unión Europea o la caída del comunismo en Polonia. 

En el siglo II a.C., el antiguo esclavo y comediógrafo romano-africano Terencio resumió magistralmente el profundo sentido de la solidaridad humana: «Hombre soy: nada humano me es ajeno» (HeautonTimorumenos, 1.1.77). La revolución del amor que Jesucristo trajo al mundo encumbró el amor solidario hasta divinizarlo y lo convirtió en seña de identidad de la vida y práctica cristianas. El mandamiento nuevo de amarse unos a otros como Él nos amó (Jn 13, 34) cambió para siempre el enfoque y el marco de la caridad social y la fraternidad humana, dotando a la solidaridad de una intensidad divina. De ahí que bien pueda hablarse de una solidaridad específicamente cristiana que ilumina y engrandece la solidaridad secular. Aquí radica, en parte, el éxito del concepto de solidaridad que mientras campa a sus anchas en una sociedad secularizada satisface también plenamente los más elevados ideales cristianos. 

Como bola de nieve que se agranda y solidifica a medida que cae por la ladera y arrastra materiales, la idea de solidaridad se ha enriquecido con el paso de los siglos. Se ha aplicado la solidaridad en los más diversos ámbitos y ha sido objeto de estudio por distintas ramas del saber, entre otras: el derecho, la filosofía, la sociología, la antropología, la ciencia política, la teología, las relaciones internacionales, las ciencias de la salud, la química, la biotecnología, y, cómo no, la arquitectura, que exige materiales sólidos en la construcción, como bien explicó ya Vitrubio (De Architectura 7.1.1), en el siglo I antes de Cristo. 

Responsabilidad compartida por entero

La palabra solidaridad se emplea, con carácter más o menos técnico, en las más variadas áreas del derecho, tanto privado como público. Pero más allá de todo tecnicismo y cualquier diferencia se encuentra la intuición central que dio origen al término solidaridad en el derecho romano. El derecho romano denomina solidaria (in solidum) a aquella responsabilidad que es compartida enteramente y al mismo tiempo por varios deudores, varios acreedores, o varios delincuentes en algunas obligaciones nacidas de una estipulación o de un delito civil, por ejemplo. 

El jurista romano Gayo, en sus conocidas Instituciones, recurre en ocho ocasiones a la expresión in solidum. Por ejemplo, en Instituciones 3.121, Gayo nos dice que, antes de que el emperador Adriano mediante una epístola cambiase la legislación, los fiadores respondían por entero, esto es, solidariamente, de las deudas del deudor principal, y que el acreedor se podría dirigir directamente bien contra el deudor, bien contra cada uno de los fiadores por el total de la deuda. Otro ejemplo se encuentra en Instituciones 4.71, donde Gayo explica que cuando un padre de familia pone a su hijo bajo potestad o a su esclavo al frente de un negocio marítimo o terrestre, la responsabilidad es solidaria (in solidum). Pero la idea que subyace y unifica los diversos casos siempre es la misma: una unidad de prestación y una capacidad de exigir o responder por el todo, porque, aunque haya pluralidad de personas, la prestación es única (plures in unum). Por eso, si muere una persona obligada por entero, las restantes seguirán respondiendo del todo.

Aunque con matices distintos, esta responsabilidad solidaria pasó al Código francés de 1804, y sigue presente después de la reforma de 2016. Así, el art. 2013.1, por ejemplo, establece que «la solidaridad entre los deudores obliga a cada uno de ellos a toda la deuda. El pago efectuado por uno de ellos libera a todos respecto al acreedor». Por influencia del Código francés, la solidaridad ha pasado a los códigos civiles europeos y latinoamericanos influidos por él y se ha expandido en el ámbito del derecho continental.

Esta responsabilidad solidaria también fue recibida por el derecho canónico de la Iglesia católica, aunque con ciertas limitaciones. Por ejemplo, la responsabilidad de la cura pastoral puede recaer solidariamente sobre dos o más sacerdotes (Canon 517 §1). La idea fundante de la solidaridad se ha ido expandiendo y abriendo camino en el derecho administrativo y el derecho internacional, entre otros derechos, aunque, tantas veces, chocara frontalmente con el principio de soberanía del Estado. El derecho de la Unión Europea ha incorporado el principio de solidaridad como pilar fundamental de su derecho.

La imagen de Dios se comparte solidariamente

Esta idea jurídica de pluralidad en la unidad, de responsabilidad por entero derivada de la unidad de la prestación, es la misma que fundamenta la solidaridad en la teología cristiana debido a la sorprendente proximidad conceptual que existe entre la teología y el derecho. 

Cada ser humano es portador no de un trozo o fracción de la imagen de Dios, sino de toda ella. En efecto, la humanidad no porta millones de imágenes de Dios, sino una única, pues la imagen de Dios es una e indivisible. 

Si la imagen de Dios es una y está compartida, todos tenemos la responsabilidad de vivir conforme a la voluntad de Dios, de ejercitar nuestra libertad y cumplir con nuestras obligaciones identificándonos con ella. En la medida en que el ser humano actúa más solidariamente con los demás, va descubriendo también su radical unidad con todos los portadores de la imagen divina. Por eso, como veremos, la solidaridad admite muchas intensidades, ya que impregna todas las dimensiones de la existencia humana. En este sentido se puede decir que la solidaridad es un concepto radicalmente espiritual.

Los cristianos además sabemos que esa imagen de Dios es la de un Dios trinitario, que es Amor, esto es, infinitamente solidario. Al Dios cristiano también se le puede aplicar, elevado a escala infinita, esta idea de solidaridad, ya que una misma y única naturaleza divina es compartida solidariamente (por entero) por tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso, toda la obra divina, creadora, redentora y santificadora, aunque se atribuya más específicamente a una persona divina, es profundamente solidaria. Así lo explico Juan Pablo II, llamado el papa de la solidaridad: «Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión» (Sollicitudoreisocialis, 40 ).

Para san Pablo, compartir la imagen de Dios es compartir la imagen de Cristo, que es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación (Col 1, 15). Esa identificación con Cristo conduce a comportarse solidariamente, como lo hizo Cristo en sus años terrenales. El Evangelio nos ha dejado impresionantes muestras de ello, pero hay una frase de Jesucristo que condensa de modo muy particular cuanto venimos diciendo: cada vez que lo hicieron con uno de ellos —el forastero, el desnudo, el hambriento, el sediento, el enfermo— «lo hicieron conmigo» (Mt 25, 31-46). Esto explica que las primeras comunidades cristianas adoptaran un modo de vivir solidario muy distinto al general de la cultura de su tiempo, y que se gozaran en compartir sus bienes y riquezas con la comunidad (Hch 2, 44-45; Hch 4:32-37). Como bien afirma un documento reciente de la Iglesia Ortodoxa griega: «Después de la conversión del emperador Constantino, ningún cambio en la política imperial fue más significativo, como expresión concreta de las consecuencias sociales del Evangelio, que la vasta expansión de la provisión de la Iglesia para los pobres, con un gran apoyo material del Estado» (GreekOrthodoxArchdiocesesofAmerica, FortheLifeoftheWorld. Towarda Social Ethos oftheOrthodoxChurch, n. 33).

La teología cristiana protestante ha elaborado y puesto el énfasis en las alianzas con Adán y Eva, Noé, Abraham y Moisés como concreciones de la solidaridad de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. La alianza con Dios es una, la misma para todos, por lo que todos los seres humanos somos solidariamente responsables de su cumplimiento. Una alianza es más solidaria y, por tanto, estable y duradera que un contrato, que suele depender más de circunstancias concretas del momento y puede verse alterado por ellas (rebus sic standibus). Por eso, la ruptura de una alianza es siempre insolidaria; no en cambio la de un contrato, que se puede disolver por mutuo disentimiento.

Ser portadores de la imagen de Dios sirve para identificar a los seres humanos como personas, pero no para uniformarlos. La imagen de Dios es una fuente de pluralismo y diversidad, ya que es la imagen de un Dios vivo personal y trino. La idea de persona está esencialmente enraizada en la relación y la diversidad. Cada persona es diferente de las demás. Precisamente esta diferencia permite afirmar que, a pesar de ser Dios el Uno Absoluto, es posible una distinción de tres personas divinas basada en sus relaciones de origen: el Padre genera, el Hijo es engendrado y el Espíritu Santo procede. Hecho a la imagen trina de Dios, cada miembro de la humanidad es diferente y debe ser protegido en esa diferencia. Esta diversidad enriquece la sociedad humana y apoya el pluralismo como valor político. El pluralismo se basa en la unidad, porque la primera viene de la segunda, y no al revés. El pluralismo es la forma de vivir la unidad en la diversidad en las sociedades políticas democráticas.  Los individuos no determinan su realización y florecimiento personal estipulando un contrato hipotético mínimo para vivir en sociedad. La unidad no es contractual ni se basa en una concepción del yo independiente de cualquier concepción del bien, sino que es más profunda que todo eso: la unidad es la unidad de la imagen de Dios reflejada en cada ser humano dentro de la comunidad política. La unidad de la imagen de Dios es precontractual, pre-política y pre-jurídica. Trasciende, precede y da forma a cualquier tipo de organización de las sociedades democráticas.

Conclusión

La creciente consciencia de interdependencia de la humanidad y el convencimiento cada vez más firme de la unidad de la realidad invitan a pensar que la solidaridad está llamada a desempeñar un papel central en las importantes transformaciones sociales, ecológicas, económicas, digitales, a las que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI, llamado precisamente el siglo de la solidaridad. 

La solidaridad es una responsabilidad compartida y, por tanto, una exigencia que se va descubriendo paulatinamente, en la medida en que se siente más profundamente la fraternidad humana nacida de la común filiación divina. La solidaridad es una conquista de cada día, que exige una búsqueda del bien común y un respeto profundo de la dignidad de cada persona. Sin justicia, no hay solidaridad, pero la solidaridad va más allá de la justicia humana. La solidaridad toca la caridad. La solidaridad crece en las personas, sociedades y culturas, es decir, la solidaridad se hace más solidaria cuanto más se aproxima a las ideas de amor, servicio y gratuidad. La plena implantación de la solidaridad exige una profunda espiritualización de la sociedad. Por eso, en el desarrollo de la solidaridad, el cristianismo y el derecho deben ir de la mano.

Rafael Domingo Oslé en nuevarevista.net

Teresa Cisneros G.

La situación por la que atraviesa nuestro país nos presenta un momento propicio para la reflexión y cuestionamiento de nuestro sistema de organización político, estatal, jurídico e institucional.

En el ámbito institucional, son las instituciones educativas las que más se prestan a ser cuestionadas: escuelas, colegios, universidades, etc. Este cuestionarnos la educación abarca un espectro inusitado que desborda el ámbito propiamente educativo y nos lleva a  preguntas  que nos afectan  a  todos  como  peruanos  tales cómo: ¿tenemos claramente  definido al hombre ideal al cual apuntamos?; ¿es coherente  nuestro modelo  de hombre que la  educación postula -implícita o explícitamente- con el modelo de sociedad que proyectamos para el futuro?; ¿cómo estamos afrontando desde la educación los retos socioeconómicos, laborales, culturales, etc. que la sociedad nos demanda?;¿cómo podemos mejorar la calidad de la educación y qué elementos tomaremos en cuenta para ello?; ¿tenemos un verdadero proyecto educativo, coherente con un proyecto de nación?; ¿podemos llamarnos siquiera una nación?

En estos momentos de transición política, el tema educativo puede considerarse central para redefinir nuestro futuro. Es evidente que nuestra educación es de bajísima calidad y no responde a las expectativas que la sociedad tiene de los productos que de ella egresan.

Este artículo pretende hacer una reflexión sobre la Educación Católica [1] en la intención de ayudar a esclarecer la toma de conciencia general de que el camino de salida del país debería apoyarse en la educación. Este tipo de educación tiene en sí misma elementos de análisis y crítica de la realidad presente y encuentro en ella una respuesta coherente que, partiendo de la realidad, propone el qué, el cómo y el para qué de la educación en el Perú con una clara propuesta de un proyecto de sociedad al cual apuntar.

Partimos de un análisis de lo que entendemos por evangelización como el elemento constitutivo de la Educación Católica. Para ello se hace indispensable acercarnos a la educación como misión esencial de la Iglesia Católica, ya que la posibilidad de hacer referencia a un "proyecto católico" -basado en una particular antropología filosófica y teología moral- radica en su intrínseca misión evangelizadora. Finalmente, aportamos una serie de reflexiones sobre el papel de la Iglesia y de la Educación Católica a nivel mundial y especialmente en el Perú.

1.       Evangelización: misión esencial de la Iglesia

La enseñanza del catecismo que recibimos al iniciarnos en la doctrina de Cristo y que afirmaba que "todos somos la Iglesia" responde a una simplificación del verdadero sentido de formar parte del cuerpo de la Iglesia, que no es otro que el Cuerpo de Cristo, aquella comunidad visible y al mismo  tiempo  espiritual  que  brota de un doble elemento: el divino y el humano.

Cristo instituyó la Iglesia "para ser comunidad de vida, de caridad y de verdad". (Lumen gentium; 1964). Aquí la palabra clave es comunidad pues la Iglesia es un cuerpo que reúne a los creyentes en el nombre de Jesús, para "buscar juntos el reino, construirlo y vivirlo". (Paulo VI, 1968).

La Iglesia tiene por misión "infundir en la humanidad la virtud perenne, vital y divina del Evangelio" (Lumen gentium; 1964). Evangelizar es su misión esencial, su "vocación propia" (Lumen gentium; 1964) y se entiende como el acto de predicar el Evangelio, la buena nueva (Paulo VI, 1968). ¿A quién corresponde esta difusión de la ''buena nueva"? Evangelizar "no es un acto individual y aislado sino profundamente eclesial ( ...) un acto de la Iglesia" (Juan Pablo 11, 1979).

La prédica del Evangelio, de la verdad revelada por Cristo, no es propiedad ni de los evangelizadores ni de la Iglesia misma (Paulo VI, 1968). Pero, es la Iglesia quien lo predica y sólo a ella, "experta en humanidad" le corresponde "escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio" (Paulo VI, 1967). Para ello, Puebla declaró que la misión evangelizadora de la Iglesia no es posible sin un esfuerzo permanente de conocimiento de la realidad y de adaptación "atractiva y convincente del Mensaje a los hombres de hoy" (Puebla, 1983, p. 85). Entonces, evangelizar no consiste simplemente en la difusión teórica de una doctrina, sino que es y debe ser una proclamación vivencia[ de la verdad revelada que se dirige a una realidad, conformada por hombres de diversas culturas, nacionalidades, credos y razas que viven en un tiempo histórico y espacio determinado.

Es en esta misión evangelizadora que la Iglesia es definida como Madre y Maestra: madre porque engendra vida y, parafraseando a Juan Pablo II, nacemos de ella al engendramos por el bautismo; como Madre amorosa nos alimenta con los sacramentos y la palabra de Dios y nos conduce al designio de Dios, razón de nuestra existencia como cristianos (Juan Pablo 11, 1979).

Al mismo tiempo, es maestra de verdad, de la verdad revelada por Cristo y en ella reside la responsabilidad de su difusión. En esta doble misión de Madre y Maestra es el Espíritu Santo quien constituye la "fuente de vida" y es "guía en el camino de la verdad" (Lumen gentium, 1964).

Podemos decir entonces que somos comunidad eclesial pero con un fin específico: buscar juntos el reino, construirlo y crearlo puesto que la Iglesia recibe la  misión  de "...anunciar  el  reino de Cristo  y de Dios e instaurarlo  en todos los  pueblos  y constituye  en la tierra el germen y el principio de ese Reino" (Lumen gentium,  1964).  En esta búsqueda del reino, en su construcción y creación es que  la Iglesia como madre y maestra tiene por misión esencial la educación de todos los hombres y  de allí su clara conciencia  y aporte,  desde  los inicios del cristianismo, a la auto-concepción del hombre y a la educación. En la Historia de la Educación, la labor de  la  Iglesia aportó una religión que deriva  en  una  peculiar  Filosofía  Cristiana de la Educación, una Antropología Filosófica Cristiana y una práctica pedagógica coherente con la doctrina social de la Iglesia [2].

1.1     El evangelio como verdad revelada

Entender el Evangelio como "verdad indiscutible" es lo que ha suscitado a través de la historia cristiana una serie de controversias alrededor de la verdad. Surge entonces la pregunta: ¿dónde está la verdad? Y, si ya está dada, ¿para qué buscarla? Desde la educación universitaria, por ejemplo, la formación basada en la investigación no tendría ya sentido pues si la verdad ya ha sido revelada -se conoce con certidumbre absoluta- ¿qué sentido tiene buscarla? Juan Pablo II nos aclara que la tarea de las universidades como instituciones educativas católicas es" unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tienden a oponer como si fueran antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad" (Juan Pablo II, 1990). No debemos entonces entender como opuestas e irreconciliables la "realidad sensible" cotidiana y lo espiritual y trascendente.

Inconscientemente actuamos separando nuestras creencias y fe de la vida "real". Muchas veces lo que creemos entra en conflicto, por ejemplo, con los nuevos avances científicos. Pienso que el caso de Galileo es el inicio de esa separación. Desde su juicio se hizo evidente que -tanto la Iglesia como el hombre creyente- separaron tácitamente la ciencia y la fe en dos ámbitos que caminaban paralelos pero que al tratar de intersecarlos, generalmente entraban en conflicto.

La aclaración de Juan Pablo II y la reciente declaración de la Iglesia de que Galileo tenía razón, pone nuevamente en el tapete esta dicotomía tácitamente aceptada y nos la resuelve simplemente: no son -ni deben ser- ámbitos excluyentes. La fe debe iluminar todos los aspectos de nuestra vida cotidiana entendiendo, por ser cristianos, que conocemos la fuente de la verdad lo que no excluye nuestra obligación de buscarla en todos y cada uno de nuestros actos individuales, profesionales y sociales. Esta clara unión de nuestra espiritualidad y vivencia diaria es lo que debe iluminar la vida diaria de los católicos y el trabajo de las instituciones, especialmente aquellas dedicadas a la investigación y educación.

1.2. ¿El reino de Cristo en la tierra?

La Iglesia y los que la conformamos somos una comunidad con la finalidad de anunciar y buscar  juntos el Reino de Dios, reino que no será en esta tierra sino "al final de los tiempos". En este sentido, la Iglesia: "...en la espera escatológica de los nuevos cielos y de la nueva tierra, anticipa en cierto modo realmente la renovación del mundo..." (Lumen gentium; 1964).

Aunque será al final de los tiempos cuando se instaurará  el Reino de Dios, sin embargo es en la tierra, en nuestro accionar y vivir cotidiano donde se inicia dicho Reino. Es por ello, que la búsqueda de la justicia, la paz y la vivencia de la caridad cobran un significado fundamental. Es de esta concepción de donde surgen algunas tendencias "progresistas" que desligan a la  Iglesia del Reino de Dios  y suelen confundir dicho Reino,  por venir, con  nuestra  vida aquí en la tierra. No cabe aquí una relación de sinonimia: Reino de Dios=paz y justicia en el mundo. El reconocimiento, denuncia y compromiso activo por el cambio de la innegable injusticia de las estructuras políticas, sociales y económicas existentes, no implica un Reino de Dios en la tierra. Ello corresponde  al  reino  del hombre  y no puede ser confundido con el que vendrá. Surge de aquí muchas veces la confusión entre política, ideología y religión en una visión "secularista" que tiende a confundir a muchos cristianos sin una sólida formación teológica y de ella surgen entre otras, las diversas "teologías de la liberación".

Su fundamento, aunque con bases teológicas e "hipótesis a veces brillantes" (Juan Pablo II, 1979), es la secularización del Reino de Cristo: es la praxis política en la búsqueda de estructuras  más justas la base de la salvación. Se plantean relaciones  entre  política  y religión en las que erróneamente "...se pretende  mostrar  a  Jesús como comprometido políticamente, como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incluso implicado en  la lucha de clases. Esta concepción de Cristo como político, revolucionario, como el subversivo de Nazareth, no se compagina  con la catequesis de la Iglesia" (Juan Pablo II, 1979).

Es evidente que en estos extremismos se pasa por alto y se altera la voluntad de entrega de Cristo y la conciencia de su misión para la redención y salvación de los hombres.

Las posiciones extremas surgieron como fruto de una determinada época histórica de latino-américa y de la constatación de situaciones de extrema pobreza, injustas estructuras sociales, políticas y económicas, libertades conculcadas, etc.

Fueron años difíciles, y la Iglesia, escrutando el signo de los tiempos y en la tradición de León XIII en cuanto a Doctrina Social, pretende "abrir las ventanas" de la institución eclesial para relacionarse aún más con la sociedad y con el tiempo en el que vive y actúa. Sin embargo, algunos clérigos y católicos de corazón se dejaron deslumbrar por la "luz" que se filtraba y "saltaron" por ellas al dar un mayor peso al  aspecto social y material del hombre que al aspecto espiritual. Se incorporaron entonces elementos de la doctrina marxista en una suerte de "amalgama" de filosofía y praxis de base netamente materialistas que se utilizaron en una evidente contradicción para la interpretación de la Doctrina Social de la Iglesia, basada esencialmente en su misión espiritual y entendida como Teología Moral y de ninguna manera como una ideología.

En este intento, se presenta una dicotomía entre una Iglesia "oficial" y "alienada" y otra que "nace del pueblo", Iglesia popular que se concreta en los pobres.

En cuanto a la Teología de la Liberación de Gutiérrez, en su forma original, pretendió explicar la realidad desde el reduccionismo "simplista de la teoría de la dependencia y ciertas categorías marxistas" (Klaiber, 1988, p. 417), uniformizando la pastoral -"pastoral liberadora"- para liberar al pobre de las estructuras sociales de dominación. La manipulación del Evangelio, desde una visión antropocéntrica, desembocó en no pocas politizaciones de sectores religiosos que erróneamente "prometían el paraíso sobre esta tierra" (Klaiber, 1988, p. 35).

Sin embargo, no se le puede negar valor a  dicha  postura  y puede afirmarse que la Teología de la Liberación fue el "movimiento eclesial que más incidió en la dimensión política (...) resaltando el compromiso político del cristiano" (Klaiber, 1988,  p. 413). Después de los errores iniciales, este movimiento pasa por un proceso de maduración y rectifica algunas deficiencias comenzando a enfatizar más el aspecto espiritual y contemplativo del hombre pero aún sus resultados están por verse.

Desde Medellín, se hizo un llamado a la solidaridad con los que viven injusticias, acelerando un "proceso de democratización que dio a los laicos, sacerdotes y religiosas una nueva mística que los unió en una causa común" (Klaiber, 1988, p. 415) pero al mismo tiempo produciéndose tensiones entre sectores progresistas y conservadores; tensiones que recién empezaron a ser superadas al promulgarse el documento final de Puebla que subrayó la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y por los jóvenes y afirmó el concepto de liberación en Cristo, aunque precisando también que la liberación cristiana no puede confundirse con una liberación meramente política y mucho menos en el sentido marxista.

La liberación cristiana no puede ser manipulada por sistemas ideológicos y partidos políticos. Se entiende liberación en un sentido integral como la vivió y realizó Jesús: "Liberación de todo lo que oprime al hombre (...)  pero que es sobre todo liberación del  pecado  y del Maligno, dentro de la alegría de conocer a Dios y ser conocido por Él" (Paulo VI, 1968).

Parte indispensable de la misión evangelizadora de la Iglesia como comunión de fieles es "la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre" porque aunque su misión no sea política o social, considera al hombre en la integridad de su ser.

No cabe duda que la misión de la Iglesia, plasmada en su Doctrina Social, coherente con el ejemplo de Cristo, pasa por la opción preferencial "por los pobres y por los jóvenes". Tampoco es posible dejar de tomar en cuenta el llamado a la conciencia de Paulo VI en la Encíclica "Populorum Progressio" en la que declaraba que "el nuevo nombre de la paz es desarrollo" luego de un análisis de las interdependencias y relaciones entre los países ricos y pobres del mundo, partiendo de la constatación de la miseria y el subdesarrollo y denunciando graves contraposiciones de orden ideológico y militar en un mundo separado en dos bloques.

Para entender la Doctrina Social de la Iglesia debemos remitirnos a la Encíclica "Solicitudo Reí Socialis" (Juan Pablo 11, 1987) que enriquece las enseñanzas de la "Populorum Progressio" actualizándola al paso de las variaciones de las condiciones históricas y acontecimientos del hombre y de la sociedad. En esta encíclica se indican algunas formas concretas de acción. Ya Paulo VI había ampliado el horizonte de la cuestión social y la valoraba como un hecho moral exhortando a la acción por el bien común de la humanidad. Juan Pablo II va más allá y toma clara distancia de la contraposición política mundial de orden ideológico entre el capitalismo radical y el colectivismo marxista entendiendo que las dos crean interdependencia económica sin exigencias éticas. Aclara que el verdadero desarrollo humano no es automático ni meramente económico sino un objetivo moral por ser bien común. Si fuera solamente económico sería una contradicción intrínseca porque subordina al hombre a la planificación económica y a la ganancia exclusiva. Así, el super-desarrollo, por ejemplo, sería contrario al bien y la felicidad auténtica pues hace al hombre esclavo de la posesión y del goce inmediato. El mal no consiste entonces en "tener" como tal, sino en el poseer que no respeta la naturaleza específica del hombre que subordina la posesión, el dominio y el uso a la semejanza divina del hombre y a su vocación de inmortalidad.

En lo que venimos diciendo es clara la relación entre el pensamiento de la Doctrina Social de la Iglesia y el pensamiento político griego. Para éste, la ética no podía entenderse fuera del ámbito político pues era una parte integral de la política. Pareciera que en estas encíclicas se retoma el concepto de ética como política: la participación en la vida de la polis y su gobierno en y para la búsqueda del bien común. Podría entenderse ahora que aunque la Doctrina Social no es ideología sí es acción moral y con ello se marca una clara opción política en el servicio de la sociedad para la búsqueda del bien común.

En una lectura teológica de los problemas modernos, Juan Pablo II asegura que son causas morales las que frenan el desarrollo y que existen estructuras de pecado donde se incluye el pecado de omisión, el afán de ganancia exclusiva y la sed de poder como absolutización de las actitudes humanas. Para vencer al mal moral, debemos instaurar el valor moral como camino de superación para el cambio de actitudes y la búsqueda afanosa de valores superiores, en especial del Bien Común. Así, la Doctrina Social de la Iglesia se define como Teología Moral y no ideología. Forma parte de su misión evangelizadora y es una doctrina que debe orientar la conducta de las personas y naciones, teniendo como consecuencia el compromiso por la justicia. El católico debe denunciar las injusticias al mismo tiempo que anuncia por medio de la evangelización. Se toma entonces los conceptos de crítica y denuncia no sólo en sus aspectos pasivos y negativos sino que interpreta la denuncia como actividad y la crítica pasa a ser una positiva propuesta creativa ante una realidad.

Como curso de acción concreta se plantea que el desarrollo debe llevar a una liberación de la vida humana y ése es el principio de acción fundamental.

Desde la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia, es que J. Klaiber (1990) puede llamarla "proveedora de utopías", entendiendo la utopía no como utopía patológica o aspiración irrealizable sino mas bien como un proyecto utópico o prefiguración utópica de sociedades futuras y posibles; como una fuerza de transformación de la realidad por su denuncia y rechazo del orden existente y la prospección  de una  sociedad  diferente [3]. Sociedad  diferente que la Iglesia propone alcanzar en coherencia con el Mensaje de Cristo, por el camino de verdad, el amor y caridad fraterna y, sobretodo, el camino de la paz.

2.       El proyecto educativo católico

Este camino de la paz, de verdad, amor y caridad se concreta en el proyecto católico. ¿Por qué hablar de "proyecto católico"? Hablar de "proyecto" es hablar de designio y éste significa empresa y programa a la vez.

Coherente con la esencia misma de la Iglesia Católica y su misión fundamental que es la evangelización, la empresa a realizar es predicar el Evangelio y anunciar el Reino de Dios e instaurar el germen de éste en la tierra. Surge de esta empresa la misión de la Iglesia plasmada en un programa por realizar en toda la tierra y dirigido a todos los hombres y que se traduce en la Educación Cristiana.

Por ello, hablar de "proyecto cristiano" nos lleva inevitablemente a hablar de "proyecto educativo cristiano" ya que la educación se entiende como la formación del hombre, y responde a una determinada cosmovisión y antropología filosófica. Al mismo tiempo, toda educación es ya en sí misma una respuesta a dicha concepción del mundo y del hombre (Cisneros, 1990) y es evidente que el cristianismo tiene una peculiar concepción de mundo y hombre que debe traducirse en un tipo determinado de educación.

Por otro lado, toda visión de la vida se funda en una determinada escala de valores en la que se cree y que confiere a los maestros y adultos autoridad para educar. La carencia de valores que proponer por parte de maestros y adultos implica no poder comunicar ni transmitir un sentido de vida, restando enormemente la potencialidad educativa y la autoridad para educar. La escala de valores en la que se cree en la educación cristiana es muy clara y ya hemos hecho referencia a sus fundamentos. Sin embargo es importante resaltar las concepciones cristianas de amor y libertad que fundan la acción educativa y sin las cuales el quehacer educativo no tendría sentido.

La concepción de educación de la Iglesia propone una educación integral que se conoce como educación "liberadora" [4].Esta educación tiene por finalidad la promoción total del hombre: la formación integral del hombre incluye el desarrollo de todas sus capacidades además de su preparación profesional, la formación del sentido ético y social y su apertura a la trascendencia y a su educación religiosa (Sagrada Congregación para la Educación Católica, 1977).

Para esta formación integral del hombre, la educación católica entiende que cada uno es responsable de la verdad y el amor. Hay una clara noción de individualidad en la interpelación que Dios hace al hombre: nos llama con amor a cada uno por nuestro  nombre y  no en masa. El amor es entendido como amor de dilección o amor benevolente que se funda en el infinito amor de Dios por nosotros. Se diferencia claramente del amor de deseo o necesidad pues el amor benevolente es signo de excedencia de ser y de obrar; quiero lo que no necesito aun a costa de dejar insatisfecha mi necesidad. Se llama de dilección o benevolencia porque significa querer el bien del "otro" en cuanto "otro" que es un "yo mismo". A diferencia de él, el amor de necesidad o deseo es un amor que demuestra mi indigencia; amo porque necesito llenarme de ser. Se funda entonces en un amor de egoísmo donde busco mi bien y el de mis seres queridos pero no es bien en sí.

La libertad en este quehacer educativo es entendida como la esencia misma del hombre. Por ello, hablamos desde el cristianismo de una "libertad para" y no de una "libertad de". La libertad es de Dios y Él nos la ha dado al crearnos libres. Tenemos libertad para una finalidad, un sentido de libertad y un fin de la vida misma. La libertad aparece en nosotros en grado suficiente como para ser responsables de nuestros actos desde que diferenciamos incipientemente el bien del mal (desde el "uso de razón"). Por estas razones, la educación católica entiende la formación "libre" del hombre en la formación de la responsabilidad y no de la independencia absoluta ni de la aspiración por la felicidad pues el deseo de ella se mueve en el plano de la necesidad y el egoísmo (Cardona, 1990).

Se reconoce a la educación como derecho fundamental de la persona humana y de los pueblos, cuya calidad humana dependerá en gran parte de la calidad de la educación que reciban (Blondet, 1986, p. 16). Por ello, la educación para ser plena, eficaz y responder a la misión de la Iglesia, debe propiciar -además de impartir conocimientos y desarrollar hábitos intelectuales- la formación de la voluntad por medio del ejercicio pleno de la libertad, el compromiso por amor a los otros, la crítica y capacidad de propuesta, la posibilidad de imaginar y estar dispuesto a crear lo imaginado; en pocas palabras, debe propiciar la madurez de la fe.

La Escuela Católica entra de lleno en la misión  de la  Iglesia y particularmente en la exigencia de la educación en y a la fe. Así, este proyecto educativo se define precisamente por su referencia explícita al Evangelio, con el intento de arraigarlo en la conciencia y en la vida de los jóvenes, que viven los condicionamientos culturales de hoy.

La Iglesia es depositaria de la visión utópica de una sociedad más justa y humana y la educación cristiana es la respuesta para la formación de los hombres y mujeres constructores de esa sociedad. Utopía y educación son dos términos estrechamente unidos desde el cristianismo y se confieren sentido uno al otro y al proyecto educativo católico mismo. La posibilidad de crear la utopía humana sin Dios ha sido intentada  desde el planteamiento marxista hasta  el capitalismo puro. Sin embargo, los resultados de estas experiencias se han parecido a las profecías de J. Orwell en "1984" o a las de A. Huxley en "Un Mundo Feliz" (Klaiber, 1990). No puede negarse que el replanteamiento de las sociedades comunistas que vivimos actualmente tiene una base de desencanto que no puede reducirse únicamente a factores económicos sino que alude al rechazo a un sistema que consideraba al hombre como un ser "unidimensional", sin posibilidades de trascendencia ni recursos espirituales profundos por entenderlo primordialmente como ser social antes que individuo o -desde la visión cristiana- persona.

Las denuncias de Puebla de algunos "signos de nuestros tiempos" como el materialismo, el consumismo, el indiferentismo y la ignorancia religiosa entre otros, hace necesario que la Iglesia garantice la presencia del pensamiento cristiano como criterio válido de discernimiento de los valores que hacen al hombre y los contravalores que lo degradan por medio de la formación del juicio moral. En este intento, la Iglesia refuerza su programa de formación de alumnos fuertes, capaces  de resistir  al relativismo  debilitante  y de vivir coherentemente las exigencias del propio bautismo: se postula una educación como comunidad cristiana, en la vivencia operante del cristianismo, en espíritu de diálogo como contribución positiva a la edificación de la ciudad terrena en la que Dios no sólo está presente sino que se convierte en su finalidad.

2.1               Naturaleza y fines del proyecto educativo católico

Este proyecto reconoce a los padres como los primeros y principales educadores de sus hijos. El deber de la educación compete, además de a la familia, a toda la sociedad en la búsqueda del bien común. Constituye una responsabilidad de la escuela poner de relieve la dimensión ética y religiosa de la cultura para lograr la libertad ética de los educandos. La escuela supone no sólo la elección de valores culturales, sino también una elección de valores de vida que deben estar presentes de manera operante; por ello, la educación debe realizarse como una comunidad de auténticas relaciones interpersonales y dirigirse a la adhesión comunitaria a la concepción cristiana de la realidad (Sagrada Congregación para la Educación Católica, 1977).

La enseñanza de la doctrina evangélica sin embargo, no puede limitarse a los cursos de religión de los programas curriculares. Debe ofrecerse como una totalidad dentro de las asignaturas "seculares". Es por ello que se asigna un papel fundamental  al  maestro: él es  el modelo de su propio mensaje. En la medida en que son modelos convincentes de integridad moral, de inquietud intelectual, de apertura hacia los demás, etc. serán verdaderos maestros de la doctrina evangélica. Se debe "abrir los ojos" de los alumnos, para que tengan "visiones" de mundos por explorar y construir y de posibilidades de desarrollo personal y comunitario, en la fe en Cristo. Esta es la verdadera Educación Cristiana.

EJ proyecto educativo católico tiene por destinatarios a todos los hombres, sin embargo, siendo los más necesitados los pobres y los jóvenes -siguiendo las recomendaciones de Puebla- opta por ellos.

A diferencia de una "educación para la vida" como se denominó el documento diagnóstico de la educación elaborado por el entonces Ministro Pango (1985), el proyecto católico opta por definirse por una educación "en la vida" (Blondet, p. 19). Así, se propugna una educación en y para la libertad y la responsabilidad; la justicia y la paz por medio de la solidaridad; el trabajo; la comunión de todos los hombres; la formación de actitudes morales basadas en la capacidad crítica, el juicio y la toma de decisiones. Para ello, la educación en y para la fe forma la base de una verdadera conversión ética. Con ello, contribuye a la formación de una sociedad nueva en la que sus estructuras hagan posible el compromiso de la fe cristiana en obras de amor y justicia.

Este proyecto educativo se cristaliza además en las diversas estructuras a las que pertenece el cristiano como la familia, la parroquia y las comunidades eclesiales de base. La Educación Cristiana utiliza como medios de apoyo a su proyecto educativo a la catequesis, la liturgia, el testimonio de los laicos y los medios de comunicación social como agentes evangelizadores.

3.       Reflexiones sobre la Iglesia y la educación católica en el Perú

El Perú en el que vivimos nos sería difícil definirlo como "católico", siendo la Religión Católica la de la inmensa mayoría de peruanos. Coincidimos cuando se afirma que "la raíz de la actual crisis sociopolítica es moral"  (Conferencia Episcopal Peruana, 1989).

Nuestra acción diaria, tanto en lo individual como en lo social, depende del sentido que le damos a la vida; allí radica lo que nos es valioso e importante y la forma como nos auto-valoramos. El colapso generalizado de los valores morales hace que nuestra autovaloración y percepción del sentido de la vida y de la sociedad haya variado, alejándose cada vez más de nuestro "ser" cristianos. Es en las múltiples elecciones de la vida cotidiana donde debería estar patente y manifiesta nuestra fe. Por ello, la Conferencia Episcopal Peruana afirma, con razón, que "la inversión ética tiene que basarse sobre una conversión religiosa".

Acompaña a esta crisis moral una gran ignorancia religiosa e indiferentismo signados por la inmoralidad económica que muchas veces se matiza bajo el título de "viveza criolla"; la falta de respeto a la vida, que se traduce en la violencia generalizada, el aborto, el narcotráfico, etc.; la falta de respeto a la verdad; la inmoralidad familiar y social; la falta de solidaridad y civismo aun existiendo en nuestra tradición histórica relaciones de cooperación. Por no "meternos en problemas" no sentimos los problemas de los demás como nuestros. La falta de responsabilidad cívica se hace patente en el hecho de que elegimos autoridades públicas de las que nos desentendemos sin apoyarlas, esperando resultados "mágicos" de su gestión o achacándoles los problemas de la colectividad. A esto agregaría el consumismo que envuelve a toda la sociedad, especialmente a los jóvenes, y del que los medios de comunicación social y los padres de familia son en gran parte responsables.

Por ello, afirmamos que "sin moralidad no hay respeto por los derechos humanos ni desarrollo auténtico y por eso se necesita de la solidaridad" (Conferencia Episcopal Peruana, 1989). La solidaridad consiste en no ver a los otros como instrumentos sino como un "mí mismo" por el amor y semejanza a Cristo (amor benevolente).

Es por eso que la Educación  Católica -con las  características y fundamentos que hemos presentado- es una necesidad urgente en el Perú de hoy. La Iglesia Católica tiene por misión fundamental el evangelizar y un medio esencial para ello es la Educación Católica. Si la entendemos como educación moral y práctica de la Doctrina Social de la Iglesia puede convertirse en una opción "política" en el sentido griego de política, posibilitando un verdadero camino por el que los jóvenes transiten en la búsqueda del bien común  por amor a Dios y todos los "otros yo mismo". Se evitará así la posibilidad de únicamente quedarnos en la sensibilización de los jóvenes -como muy bien señalan J. Ansión y otros (1992)- que, al no dar una opción política clara, algunos terminan engrosando las filas de Sendero Luminoso ya que el joven tiene por característica propia el idealismo de querer cambiar el mundo y estar convencido que puede hacerlo con la vehemencia de un adolescente.

La Iglesia en el Pení, como en otras partes del mundo, ha sido acusada de brindar una educación "elitista" por haber estado des­ tinada en gran parte -por lo menos hasta fines del siglo pasado y con reconocidas excepciones- a las clases medias y altas. Sin embargo, ya desde antes del último siglo ha tomado conciencia de que la educación católica debe estar priorizada hacia los más necesitados. Hace mucho que la opción de la Iglesia se definió claramente por los pobres y los jóvenes y sus grandes esfuerzos educativos de los últimos tiempos se han centrado en ellos. Ejemplo de ello son los colegios parroquiales, grandes proyectos educativos como "Fe y Alegría", las catequesis, los grupos de jóvenes, etc.

Sin embargo, aún no es suficiente. Fiel a su postulado de impartir educación a todos sus fieles, la Iglesia debe seguir esforzándose no sólo por ampliar la cobertura de la Educación Católica sino por utilizar otros medios para la difusión de su doctrina.  Para ello -y ya es una recomendación de Puebla- deberá utilizar los medios de comunicación social, las familias y, especialmente, a los laicos.

Otra posibilidad que debe ser tenida en cuenta por la Educación Católica es el papel fundamental de los maestros en la formación cristiana de los jóvenes. Esto ya se pone en práctica en los colegios de Fe y Alegría donde el criterio que prima para la selección es la calidad humana del maestro y no su formación profesional. Los laicos católicos dedicados a la escuela cobran cada día mayor importancia pues de ellos depende fundamentalmente que se logren los objetivos de las diferentes escuelas. La situación social, económica y política de los tiempos recientes, exige un nivel cultural más alto y una mayor preparación para el ejercicio de la docencia. Esto coincide con un considerable descenso del número de sacerdotes y religiosas dedicados a la educación en los últimos tiempos a causa de la escasez de vocaciones y la urgencia de otras necesidades apostólicas.

Por ello, el laico católico es un verdadero "signo de los tiempos" para la educación. Es en su calidad como persona y en su testimonio de vida en la fe, donde reside la esperanza de la Educación Católica. Por ello, los esfuerzos de la Iglesia deberían centrarse en la capacitación, actualización y formación en la fe de los maestros, apostando con ello al efecto multiplicador necesario para una verdadera educación integral en y para la fe; una educación orientada a la búsqueda de la verdad -la verdad  revelada,  la  Buena  Nueva-  que sólo se percibirá en la medida en que la  escuela  sea  en  sí misma lugar de vivencia de fe y para  ello hace falta la  coherencia  de vida de todos los agentes que componen la comunidad escolar.

Teresa Cisneros G. en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1.     Nuestra reflexión está centrada en  la  Educación  Católica.  Sin embargo,  se  la llamará también Educación Cristiana como suelen hacerlo los documentos eclesiales, entendiendo el término "cristiano" en la connotación de los primeros discípulos de Jesús donde estaba muy lejos de producirse el Cisma de la Iglesia. Esto no excluye a la educación impartida por los cristianos no-católicos, pero podría haber diferencias fundamentales.

2.     Consultar: F.M. Sciacca: "El problema de la Educación" e I. Gutiérrez Z.: "Historia de la Educación".

3.     Para este tema de las utopías remitirse a Fullat, Octavi:"Filosofías de la Educación"; 1983.

4.     Lo que se entiende por "liberadora" podría suscitar muchas  respuestas.  Desde  el  punto de vista de Freire, el término tiene connotaciones socio-políticas inevitables. Desde el proyecto cristiano de educación entendemos por educación liberadora a la educación eleutérica: aquella educación en y para la libertad, que libera al educando de los constreñimientos de su sociedad; que realmente forma a los alumnos para creer y crear una sociedad justa y libre en oposición a una educación tradicional que se presta al mantenimiento de la actual sociedad.

Miguel Ángel Monge

«No soy aún experto en el dolor,

así, me empequeñece esta enorme tiniebla; pero si ella eres Tú, hazme pesado: irrumpe: que pueda obrar en mí toda tu mano

y yo también en ti con mi gritar» [1]

Tras 20 años como capellán de un hospital, puedo afirmar que he conocido a fondo el sufrimiento humano. He vivido la experiencia  del dolor de tantos enfermos —un dolor real, verdadero, a veces intenso— y también he escuchado muchas veces sus quejas; en ocasiones, incluso sus gritos de protesta.

He presenciado todas las gamas posibles del dolor, desde la rebeldía hasta la aceptación generosa y rendida. Porque, efectivamente, el sufrimiento unas veces, acerca a Dios, pero otras aleja, puesto que puede hacer dudar de la bondad divina, incluso puede conducir a la negación de la existencia de Dios [2].

Me han hecho muchas preguntas, preguntas que a veces no esperan respuesta: ¿Por qué esta enfermedad? ¿Por qué a mí? ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Dios no es justo. No soy tan mala para merecer esta enfermedad. Dios no es Padre; si fuera padre, ¿cómo iba a permitir estos sufrimientos en un hijo? Algunos incluso llegan al extremo de afirmar: «Dios no existe» [3].

No es mi propósito dar respuesta a todas esas cuestiones [4]. Aquí sólo pretendo explicar cómo es posible una consideración positiva del dolor, como si fuera una bendición, una caricia de Dios, y, que por ello, pueda ser elogiado y hasta glorificado, de modo que los enfermos lleguen a ser considerados «predilectos de Dios» [5]. Me expongo a ser tachado de masoquista (es la acusación más socorrida que se suele recibir en estos casos), por aquellos que quizá saben poca teología, pero creo estar en consonancia con la tradición ascético-mística de la Iglesia, que ya desde San Pablo enseña: «Que yo nunca me gloríe más que en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo» [6].

Pues bien, he conocido a enfermos que no sólo aceptan sino que incluso aman su enfermedad. Enfermos y enfermas que han hecho suyas unas palabras del Beato Josemaría Escrivá, que parecen escandalosas —aunque, como veremos, conectan con la tradición cristiana— pero que, en todo caso, necesitan una explicación.

Se trata, entre otras, de aquellas que aparecen en Camino, su obra más difundida: «Bendito sea el dolor. Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!» [7]. Éste es el tema de mi comunicación.

Las «injusticias» de Dios

Josemaría Escrivá, como tantos seres humanos, se encontró ya desde su juventud con el zarpazo del dolor, lo que en lenguaje coloquial algunos tienden a considerar, o por lo menos denominan, «injusticias» de Dios. A este propósito, hay una anécdota que refiere la Baronesa de Valdeolivos, testigo del proceso de Canonización. En el año 1912 o 1913, después de la muerte de dos de sus hermanas, Josemaría tuvo un conato de rebeldía. Narra la testigo que estaba jugando con otras niñas y «terminamos un castillo de naipes y Josemaría con la mano nos lo tiró. Nos quedamos medio llorando».

—       «¿Por qué hace eso Josemaría?» Y muy serio nos contestó:

—       «Eso mismo hace Dios con las personas. Construyes un castillo y, cuando está casi terminado, Dios te lo tira» [8].

Ante el sufrimiento de los inocentes, también Josemaría se inquietaba y llegaba a preguntarse «¿Por qué, Señor, por qué?».

Uno de sus biógrafos narra que, niño aún y con un gran sentido de la justicia, Josemaría se perdía en penosas meditaciones tratando de encontrar un rayo de luz que esclareciese lo que para él resultaba incomprensible, y recoge este interesante texto autobiográfico:

«Yo desde chico, he pensado tantas veces en el hecho de que hay muchas almas buenas a las que les toca sufrir tanto en la tierra; penas de todo género: reveses de fortuna, hundimiento de la familia, teniendo  que dejarse pisotear el legítimo orgullo... Al mismo tiempo, veía otras personas que no parecían buenas —no digo que no lo fuesen, porque  no tenemos derecho a juzgar a nadie—, a las que todo iba de maravilla. Hasta que un buen día me vino a la consideración de que también los malos hacen cosas buenas, aunque no las realicen por un motivo sobrenatural; y comprendí que Dios, de alguna manera los había de premiar en la tierra, ya que luego no podría premiarlos en la eternidad. Me acordé entonces de la frase: También se ceba al buey que irá al matadero» [9].

No entendía aún lo que más tarde escribiría en Camino: «Cruz, trabajos, tribulaciones: los tendrás mientras vivas. —Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro» [10].

Nos enfrentamos pues a este misterio: el dolor, aun siendo malo en sí mismo, puede ser señal del amor de Dios y, por consiguiente, convertirse en fuente de alegría.

El «dolorismo»

Ante el sintagma «Bendito sea el dolor»..., acude fácilmente la acusación de masoquismo, como si pareciera que quien la pronuncia se gozase en el dolor, de modo que cuanto mayor y más intenso fuese el sufrimiento más gozo tendría quien lo padece. La expresión que ahora se emplea, ante cualquier planteamiento que intente dar un sentido positivo al dolor o al sufrimiento, es la de «dolorismo». Antiguamente se hablaba también de «victimismo», o elección espectacular del dolor [11]. Son términos más o menos equivalentes.

El «dolorismo» puede entenderse como «una satisfacción perversa por el dolor» [12]. Ciertamente —señala Edit Stein— se puede caer  en tal búsqueda del sufrimiento, pero en ese caso se trataría no de «una aspiración espiritual, sino de un deseo sensible, no mejor que   las otras pasiones, sino mucho peor por ir contra natura» [13]. Esta santa mártir explica cuál es el verdadero sentido del amor que se puede tener al sufrimiento, lo que en el lenguaje de la Teología espiritual se ha designado con el nombre de expiación: «Sólo puede aspirar a la expiación quien tiene abiertos los ojos del espíritu al sentido sobrenatural de los acontecimientos del mundo: esto resulta posible sólo a los hombres en los que habita el Espíritu de Cristo, que como miembros de la cabeza encuentran en él, la vida, la fuerza, el sentido y la dirección» [14].

Dolor: ¿absurdo o salvífico?

Juan Pablo II, en la Carta apostólica «Salvifici doloris», advierte que el dolor en sí mismo es absurdo, y que sólo cuando es aceptado y ofrecido a Jesucristo, se hace vida y resurrección. Comentando esa Carta, el Cardenal Ratzinger afirma: «El dolor aceptado y soportado en comunión con Cristo, crucificado y resucitado, encuentra un sentido profundo para la persona y para los demás; es más, puede convertirse en fuerza de curación. Esta no es una especulación teológica sino una posición auténticamente realista, ya que un programa que no ayuda al hombre en el sufrimiento sino que le promete suprimirlo totalmente carece de realismo» [15].

Con un prejuicio dolorista, muchas afirmaciones de la Sagrada Escritura no se entenderían, empezando por aquella exigencia radical de Cristo: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y que me siga» [16]. Pero, si tomar la Cruz o aceptar el dolor que eso conlleva es sinónimo de ser imitador de Cristo, la Cruz no puede constituir una desgracia, una fatalidad; al contrario, puede ser —es— una bendición, un triunfo [17]. Así lo manifiestan los Padres de la Iglesia y el testimonio de multitud de santos y santas, como se comprueba en tantas afirmaciones laudatorias de la Cruz que aparecen en sus escritos. Juan Pablo II enseña: «Los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la Cruz, en la paradójica confluencia de felicidad y dolor». Acude a dos testimonios [18]:

a)       «Dios Padre muestra a Santa Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: “Y el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y el afecto de la caridad que ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo unigénito, el cual estando en la Cruz estaba feliz y doliente”» [19].

b)       Parecido es el testimonio que ofrece el Papa de Teresa de Lisieux, «que vive su agonía en comunión con la de Jesús feliz y angustiado» [20]: «Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo», decía Teresita [21]. Juan Pablo II, concluye así su reflexión: «El grito de Jesús en la Cruz no delata la angustia de un desesperado sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor por la salvación de todos» [22].

Ésta ha sido la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá, que ha resaltado siempre los aspectos positivos de la Cruz: «El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con Él no cabe la tristeza. In laetitia nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz» [23].

Sin embargo, no faltan autores que pretenden corregir estos planteamientos «doloristas», poco menos que tratando de excluir la existencia del dolor de los planes divinos y eludiendo, cuando no negando, su dimensión positiva. Se quiere resolver el problema, con noble intención sin duda, con afirmaciones de este tenor: «Jesús enseñó que Dios no manda males a nadie: ni a los justos ni a los pecadores. Él sólo manda el bien» [24]. Ante el obstáculo que supone asumir la presencia misteriosa del dolor, se ofrecen explicaciones para no atribuirlo a un querer de Dios.

Pero esto no resuelve la dificultad porque el dolor existe en la vida del mundo y necesita una explicación. El dolor forma parte de la vida. Su registro es tan común como misterioso, sobre todo por lo que se refiere a su significación. Y, si existe [25], debe tener algún sentido en el plan de la Creación [26], aunque se procure —y se debe procurar siempre— eliminarlo, o al menos atenuarlo [27]. Pero siempre, de un modo u otro, el dolor y la enfermedad están presentes en la vida de los hombres; y, entonces, ¿qué hacer? Porque no basta la mera conformidad como si se tratara de una fatalidad inexorable: «No cedáis a la tentación de considerar el dolor como una experiencia solo negativa», advierte Juan Pablo II [28].

Hay que reconocer que el dolor en sí mismo es un mal y como tal no se puede querer. Cuando se habla de la muerte redentora de Cristo, advertimos que no hemos sido redimidos a través del dolor mismo, sino por medio de un infinito amor que se ha manifestado en la aceptación del sufrimiento. Por eso, la aceptación del dolor y de la privación por parte de un cristiano no se dirige, como es lógico, al sufrimiento en sí, es decir, a la cruz en sí misma sino a Aquel que ha sido crucificado en ella [29]. «El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria —dice Edith Stein— sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina» [30]. Porque, sin unión con la Cruz —mejor dicho, con Cristo crucificado— no hay fecundidad en la vida cristiana, ya que «el Dolor es la piedra de toque del Amor» [31], como afirmaba el Beato Josemaría.

Sin embargo, algunos parecen considerar el dolor sencillamente como un error en el plan divino de la Creación. Con esa visión, la muerte de Cristo en la Cruz es vista más como una consecuencia de  la maldad humana (el fanatismo y el odio de los fariseos), que como fruto de una voluntad expresada abiertamente por Cristo. Pero eso supone ignorar el sentido de la Cruz, como advertía San Pablo: «El mensaje de la Cruz es necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros es fuerza de Dios» (1Co 1, 18). El Apóstol muestra que la verdadera sabiduría viene de Dios y se ha manifestado en la Cruz de Cristo. En la Cruz se cumplen las palabras de Isaías (Is 24, 14) que Pablo cita a continuación: «Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé la prudencia de los prudentes». Son necesarias sencillez y humildad para penetrar en la sabiduría divina de la Cruz.

Edit Stein dirá —lo hemos recordado antes— que esto sólo lo pueden entender los hombres en los que habita el Espíritu de Cristo [32].

«Gozarse en el sufrimiento»

Josemaría Escrivá vivió la experiencia de unir amor y sufrimiento en su vida, de tal modo que llegó a «gozarse en el sufrimiento»: «Mi camino es de amar y sufrir. Pero el amor me hace gozar en el sufrimiento, hasta el punto de parecerme ahora imposible que yo pueda sufrir nunca. Ya lo dije: a mí no hay quien me dé un disgusto. Y aún añado: a mí no hay quien me haga sufrir, porque el sufrimiento me da gozo y paz (24-I-1932)» [33]. Desde el principio supo transmitir este espíritu a sus hijos espirituales. Impresiona el relato que hace sobre la enfermedad de una de las primeras vocaciones de mujeres del Opus Dei, María Ignacia García Escobar [34]: «Ama la voluntad de Dios esa hermana nuestra: ve en la enfermedad larga, penosa y múltiple (no tiene nada sano) la bendición y las predilecciones de Jesús y, aunque afirma en su humildad que merece castigo, el terrible dolor que en todo su organismo siente, sobre todo por las adherencias del vientre, no es castigo, es una misericordia» [35].

En otra ocasión, haciendo su oración en voz alta, afirmaba: «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios» [36].

San Pablo tiene unas palabras que constituyen, a mi parecer, la última etapa del itinerario espiritual en relación con el sufrimiento:

«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Nótese que la alegría ante el dolor, el sentirse dichosos por sufrir por Cristo, viene a ser como la etapa final del itinerario espiritual del cristiano.

Se entiende por ello que si un alma no tiene una intensa vida de piedad o está todavía en los comienzos de la lucha interior —menos aún, si no ha comenzado a luchar—, no será prudente insistir en esos aspectos del dolor; habrá que ofrecer otras reflexiones sobre su carácter misterioso, sobre su aceptación rendida aunque no se entienda, dejando para más adelante las otras consideraciones. Mi experiencia es que en esos casos no se debe ofrecer a un enfermo —porque no las entenderá— tales consideraciones optimistas acerca del dolor.

El Beato Josemaría se queja también de esa falta de preparación de algunas personas: «Hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos...!» [37].

Sólo se puede exclamar ¡Bendito sea el dolor!, cuando en la cruz, en todas las cruces, se ve una participación en la Pasión de Cristo, donde el alma se identifica con Cristo y se convierte en corredentora. Mientras tanto, buscando explicaciones sencillas y adecuadas, habrá que ayudar a los enfermos a que asuman la parte proporcional de sufrimiento de la que sean capaces. En esos casos, más que muchos razonamientos humanos —que se vuelven áridos y con frecuencia son rechazados— habrá que procurar poner a las almas frente al sufrimiento de Cristo en la Cruz, ya que quien enseña es Cristo crucificado [38]. Y recordando a todos que «mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del dolor. Un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo, pero dolor real porque supone vencer el propio egoísmo y tomar el amor como regla de todas y de cada una de nuestras acciones» [39].

El dolor sigue siendo un misterio, pero con la muerte de Cristo  en la Cruz se ha convertido en la piedra de toque del amor. De tal modo que los términos dolor, amor, alegría, aparentemente contradictorios, se conjugan armoniosamente en el alma cristiana.

Se ve, pues, que sólo desde el amor de Dios manifestado en Cristo, que se entregó voluntariamente por nosotros en la Cruz, y desde la fe en el destino eterno, los hombres pueden adentrarse en el misterio de dolor, que entonces deja de ser una contradicción para convertirse en una prueba que hay que superar para llegar a la maduración interior y al encuentro con Dios Padre en la vida eterna. En definitiva, se trata de aceptar, siempre y en todo, la voluntad de Dios: «sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo y la abrazaremos con la fuerza del amor» [40].

La referencia a Cristo es, pues, la clave para superar las contradicciones de la vida. Sólo unidos al sufrimiento de Cristo en la Cruz puede encontrarse la dicha en medio de la adversidad. Sólo puede exclamarse ¡Bendito sea el dolor! cuando en la cruz, en todas las cruces, se ve una participación en la Pasión de Cristo, donde el alma se identifica con Cristo y se convierte en corredentora [41].

Tengo para mí que la incomprensión que pueden suscitar las expresiones, ya señaladas, del Beato Josemaría se parece a lo que sucedió con otra enseñanza suya, la llamada universal a la santidad [42], que en algún momento fue calificada de herética y que, sin embargo, con el paso del tiempo ha llegado a formar parte del patrimonio común de la Iglesia. En realidad, la idea de «glorificación» del dolor tampoco es propiamente original de Josemaría Escrivá sino que se trata de una enseñanza que forma parte de la tradición espiritual de la Iglesia Católica. Basta leer a los Padres, a Santa Teresa de Jesús, a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Lisieux, a Edith Stein (Santa Benedicta de la Cruz), por citar sólo unos cuantos nombres, para comprobar que estamos ante la misma doctrina. Lo que ha logrado el Beato Josemaría ha sido desarrollar de modo sobresaliente su experiencia misma sobre el tema y transmitirla con fortaleza a sus seguidores.

Miguel Ángel Monge en dadun.unav.edu

Notas:

1.      R.M.ª RILKE, Libro de las horas, III, 1; cfr. F. BERMÚDEZ CAÑETE, R.M.ª RILKE, Madrid 1984, p. 139.

2.      El Catecismo de la Iglesia Católica así lo expresa: «La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura (...) Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él» (n. 1500).

3.      Es la brutal afirmación de Primo Levi, escritor judío, italiano del Piamonte, agnóstico, que estuvo en el campo de exterminio de Auschwitz, y después repitió muchas veces: «Auschwitz ocurrió, por tanto Dios no existe». Por cierto, V. Messori, que refiere la anécdota, contesta que eso se explica por la libertad y el pecado original: cfr. Los desafíos del cristianismo, Barcelona 1997, p. 26.

4.      Lo he procurado en un libro, escrito en colaboración con otro colega en las tareas de la capellanía: cfr. M.A. MONGE, J.L. LEON, El sentido del sufrimiento, Madrid 32002.

5.      Cfr. A. DEL PORTILLO et al, En memoria de Mons. Escrivá de Balaguer, Pamplona 1976, p. 153.

6.      Ga 6, 1-4.

7.      Cfr. Camino, n. 208. Sobre el origen de estas palabras, cfr. P. RODRÍGUEZ, «Camino», edición crítico-histórica, Madrid 2002, pp. 397-399, donde, el Beato Josemaría cuenta que —estas son sus palabras— «eso lo escribí en un hospital, a la cabecera de una moribunda a la que acababa de administrar la Extremaunción».

«La primera vez que aparece esta expresión en los Apuntes Íntimos —comenta P. Rodríguez— lleva la fecha de 14 de enero de 1932 y la frase está escrita sin referencias a ningún hecho particular, escuetamente (como en general los futuros puntos de Camino). Son los relatos posteriores del Autor —rememorando años después— los que vinculan el origen de este punto a una experiencia concreta, nacida de su trabajo sacerdotal en los hospitales. Por otras fuentes sabemos que se sirvió de estas palabras en más de una ocasión para consolar a los enfermos moribundos que atendía durante sus años en los Hospitales de Madrid. No es posible precisar con exactitud quien fue la primera persona que escuchó esas palabras de consuelo»: p. 398.

En Lisboa, el Beato Josemaría, en una tertulia, aludió al origen de ese punto: «Te encontrarás también con el dolor físico, y feliz con ese sufrimiento. Me has hablado de Camino. No me lo sé de memoria, pero hay una frase que dice: bendito sea el dolor, amado sea el dolor, santificado sea el dolor. ¿Te acuerdas? Eso lo escribí en un hospital, a la cabecera de una moribunda a quien acababa de dar la Extremaunción. ¡Me daba una envidia loca! Aquella mujer había tenido una posición económica y social en la vida, y estaba allí, en un camastro de un hospital, moribunda y sola, sin más compañía que la que podía hacerle yo en aquel momento, hasta que murió. Y ella repetía, paladeando, ¡feliz!, bendito sea el dolor —tenía todos los dolores morales y todos los dolores físicos—, amado sea el dolor, santificado sea el dolor, ¡glorificado sea el dolor! El sufrimiento es una prueba de que se sabe amar, de que hay corazón»: cfr. S. BERNAL, Mons. Escrivá de Balaguer, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Madrid 61980, p. 169 (tomado de R. SERRANO, Así le vieron, Testimonios sobre Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1982, p. 90). También el 2 de julio de 1974, comenta lo mismo con un numeroso grupo de personas reunidas en Santiago de Chile: «Y ese sacerdote —con 26 años, la gracia de Dios y buen humor, y nada más— después tenía que hacer el Opus Dei... Y ¿sabéis cómo pudo? Por los Hospitales... No se me olvidará aquella pobre criatura a quien yo, sacerdote joven, estaba ayudando a morir después de administrarle la Extremaunción y le susurraba al oído: ¡bendito sea el dolor! —eso es liberación—; ¡amado sea el dolor!, y lo iba repitiendo con la voz rota: murió a los pocos minutos. ¡Santificado sea el dolor! ¡Glorificado sea el dolor! Y no he cambiado de parecer. Me daba una envidia loca»: tomado de A. SASTRE, Tiempo de Caminar, Madrid 1991, pp. 110-111.

8.      VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, I, Madrid 21997, p. 56.

9.      ID., o.c., p. 56.

10.       JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 699. En 1966, escribe: «No os puedo ocultar —  con alegría, porque siempre he predicado y he procurado vivir que, donde está la Cruz, está Cristo, el Amor— que el dolor ha aparecido frecuentemente en mi vida; y más de una vez he tenido ganas de llorar»: Es Cristo que pasa, n. 168.

11.       Por cierto, ni esta palabra —victimismo—, ni su contenido, gustaban al Beato Josemaría. Curiosamente, sin embargo, en algún momento de su vida pidió a Dios que le enviase una enfermedad dura para expiar y desagraviar: cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, o.c.,    p. 314.

12.       E. STEIN (Teresa Benedicta de la Cruz), Ciencia de la Cruz, Burgos 21994, p. 145.

13.       Ibíd.

14.       Ibíd.

15.       Cfr. J. LOZANO BARRAGÁN, Teología y Medicina, México 2000, p. 318.

16.       Lc 9, 23.

17.       Cfr. F.L. MATEO-SECO, Sapientia crucis. El misterio de la Cruz en los escritos de Josemaría Escrivá de Balaguer, «Scripta Theologica» 24 (1992) 419-438.

18.       JUAN PABLO II, Novo millenio ineunte, n. 27.

19.       STA. CATALINA DE SIENA, Diálogo de la Divina Providencia, n. 78.

20.       JUAN PABLO II, Novo millenio ineunte, n. 27.

21.       STA.TERESA DE LISIEUX, Últimos coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897: Opere complete, Città del Vaticano 1997, 1003. Cfr. también: «El pensamiento de la felicidad terrestre no sólo no me causa gozo alguno, sino que hasta me pregunto, a veces, cómo me será posible ser feliz sin sufrir. Jesús, sin duda, cambiará mi naturaleza, de lo contrario, echaré en falta el sufrimiento y el valle de lágrimas»: Obras Completas, Burgos 51980, p. 651.

22.       JUAN PABLO II, Novo milenio ineunte, n. 26. Expresiones parecidas pueden encontrarse en otros textos del Magisterio: «Es una idea específicamente cristiana ver en el dolor una señal de amor de Dios y una fuente de gracias»: Pío XII, Aloc. 17 de julio de 1940. O esta otra de Juan Pablo II: El sufrimiento «es un bien ante el cual la Iglesia se inclina con veneración, con toda la profundidad de su fe en la redención»: Exhort. Ap. Salvifici doloris, n. 24.

23.       Cfr. I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona 1985, p. 337.

24.       «Humanizar», revista del Centro de Humanización de la Salud, Religiosos Camilos, 54 (Madrid 2001) 34.

25.       Hay muchos tipos de dolor. El que nos interesa, el que realmente da miedo, es aquel que rompe al hombre por dentro, el que parece no tener ningún sentido, ninguna explicación. Nos referimos al sufrimiento inesperado, que golpea fuertemente los entresijos del alma: una acción terrorista (recuérdese lo ocurrido el 11 de septiembre del 2001 en Nueva York), la muerte de un ser querido, una grave enfermedad, la calumnia, la cárcel, etc.

26.       La gente sencilla entiende la presencia del dolor como parte constitutiva de la vida. La cultura africana lo expresa muy bien. Decía una mujer keniana, en la agonía antes de morir de un cáncer: «Al nacer y al morir, hay que sufrir un poco. El dolor es “asunto de Dios”; y estoy mirándole en mi último dolor; estoy a solas con Él»: cfr. E. TORANZO, B. OKONDO, L. WAITHIRE, Deja que África te hable, Madrid 1997, p. 108.

27.       En este sentido, el Beato Josemaría solía decir: «El dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece»: G. HERRANZ, Palabras de Mons. Escrivá de Balaguer a médicos y enfermos, 12 de junio 1976, p. 25. Esta es, por lo demás, la tarea de la Medicina, que ha conseguido en este campo desarrollos espectaculares (remitimos a las modernas Unidades de Dolor de muchos hospitales).

28.       Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo, Fátima1997: «Ecclesia» 2882-2883 (1997) 47-48.

29.       J. BURGGRAF, El sentido de la filiación divina, en Santidad y mundo, estudios entorno a las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, Pamplona 1996, p. 123.

30.       E. STEIN, Ciencia de la Cruz, o.c., p. 146.

31.       JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 439.

32.       Cfr. E. STEIN, Ciencia de la Cruz, o.c., p. 145.

33.       JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Apuntes íntimos, n. 582; en A. VÁZQUEZ DE PRADA, o.c., pp. 418-419.

34.       María Ignacia había nacido en Hornachuelos (Córdoba); se incorporó al Opus Dei en 1932, en el Hospital del Rey, de Madrid, donde murió de tuberculosis, el 13 de septiembre de 1939: cfr. J.M. CEJAS, La paz y la alegría, Madrid 2001.

35.       JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Apuntes íntimos, n. 1006; citado por A. VÁZQUEZ DE PRADA, o.c.

36.       Cfr. P. RODRÍGUEZ, «Omnia traham ad meipsum». El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer, «Romana» (1991) 331-352.

37.       Via Crucis, II estación, 5, p. 37.

38.       «Ante la realidad del dolor el remedio es mirar a Cristo»: cfr. J. ECHEVARRÍA, Itinerarios de vida cristiana, Barcelona 200, p. 173. Tengo esta experiencia personal como capellán de hospital: muchos enfermos, quejosos de su situación, a los que animo a mirar —o, a quejarse— a la imagen del Cristo de la habitación, con frecuencia se sienten removidos y, al contemplar los dolores de Nuestro Señor en su Pasión, consideran los suyos más llevaderos.

39.       JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 43.

40.       ID., Vía Crucis, IV estación, p. 50.

41.       Lo explica muy bien Edith Stein: «El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. Sufrir y ser felices en sufrimiento, estar en la tierra, recorrer los sucios y ásperos caminos de esta tierra y, con todo, reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reir y llorar y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: esta es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba en la eternidad»: E. STEIN, Ciencia de la Cruz, o.c., p. 146.

42.       Refiriéndose al 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei, comenta Pedro Rodríguez: «En síntesis puede decirse que el Beato Josemaría “descubre” la llamada universal de Dios a la santidad realizándose no sólo en situaciones extraordinarias sino en el seno del trabajo humano y de las circunstancias más comunes de la vida, llamada que se le aparece como “olvidada” en la praxis de los cristianos, que estaba dominada, en muy buena parte, por la separación entre la fe y la vida ordinaria»: Camino, edición crítico-histórica, o.c., p. 7.

Juan de Dios Larrú

1.       Introducción: la grandeza de una vida

El centenario del nacimiento de Karol Wojtyla es ocasión privilegiada para ahondar en los surcos abiertos por un Papa santo que ha  iluminado el siglo XX, —en el que  no faltaron oscuras sombras y densas tinieblas—, con el resplandor del testimonio de una vida grande, vivida desde una enorme pasión por el hombre que tenía su fuente en el misterio de la redención  de Cristo.

Contemplar con la perspectiva de un siglo la vida de san Juan Pablo II nos hace más conscientes de que la figura de los santos no cesa de crecer con el devenir del tiempo. Es el Espíritu Santo el artífice principal de la santidad de cada persona. Él va modelando la carne del hombre de modo discreto, sigiloso, paciente, para ir paulatinamente configurándola con la carne gloriosa de Cristo. En el caso del Papa polaco tres rasgos destacan de esta labor del Paráclito: su ser padre, ser pastor y ser profeta.

Su paternidad podría ser sintetizada en este versículo paulino tantas veces citado por él: “Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 14-15). En efecto, quedando huérfano en su juventud, experimentó con un gran vigor que su paternidad tenía su fundamento último en el Padre (tam Pater nemo) [1]. La grandeza de su paternidad se refleja, entre múltiples destellos, en que condujo con magnanimidad a la Iglesia al tercer milenio en medio de un cambio de época. En esta transición de hondo calado antropológico, él supo reconocer la luz de la familia como el lugar privilegiado donde se anuncia el Evangelio y se genera al cristiano. La pregunta familia, ¿qué dices de ti misma? revela la novedad de perspectiva del Papa de la familia; considerarla como un auténtico sujeto social y eclesial en un tiempo en que únicamente el individuo y el Estado parecen ser relevantes en el ámbito público. De este modo, lejos de un reductivo paternalismo, san Juan Pablo II insistió en que entre todos los caminos que la Iglesia había de recorrer, la familia es el primero y el más importante [2]. Su corazón de gran pastor se mostró en su enorme capacidad de oración y de entrega al pueblo de Dios [3]. Unido inseparablemente a su cayado con la cruz de Cristo, su potente palabra apuntaba siempre hacia el misterio del Redentor del que nace la sobreabundante Misericordia divina. La urgencia de una nueva evangelización [4] ardía en su corazón, unido a la cruz que se alza en medio de nuestro mundo secularizado para descubrir cuánto nos ama Dios.

Por otro lado, su capacidad profética se pone de relieve en el testimonio personal ofrecido a favor de la verdad del amor humano. El vínculo entre el profeta y la verdad siempre resulta incómodo, y más en una época en que lo que prima es la posverdad. El profeta anuncia una nueva acción de Dios y revela el sentido de la historia. Como afirma Benedicto XVI, a diferencia del visionario, el profeta “nos muestra el rostro de Dios y con ello nos muestra el camino que hemos de tomar” [5]. La estrecha vinculación de la profecía con la verdad anunciada se sella, con frecuencia, en el cuerpo del profeta con el don del martirio [6]. En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II ha aludido a este profetismo del cuerpo, por el que el cuerpo habla “por” y “de parte de” [7].

La imponente herencia legada por uno de los hombres más insignes del siglo XX nos invita a hacer memoria del futuro, es decir, a secundar los caminos abiertos, siguiendo las sendas y el rastro dejado por el “Papa de la familia” [8]. Los acontecimientos actuales nos hacen ver la necesidad perentoria de interpretar la historia. Son precisamente los profetas, los que ofrecen luces para el camino y por ello son los que nuestro mundo tanto necesita. San Juan Pablo II fue indudablemente uno de los grandes profetas del siglo XX, sabiendo reconocer la acción de Dios en el mundo que le tocó vivir.

Tanto la profecía como la paternidad encuentran un punto de convergencia en el tema clave del amor. Profeta del amor humano, y maestro y padre singular en la escuela del mismo, san Juan Pablo II supo abrir un nuevo horizonte en la experiencia humana del amor a la luz de la Revelación del amor de Dios en el rostro de Cristo. Este novedoso acercamiento en la reciprocidad de Revelación y experiencia le va a permitir dirigir al hombre de hoy un apremiante llamamiento a responder al amor de Dios.

2.       La belleza y el amor

“La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, y el trabajo es para resurgir” [9]. Esta expresión del gran poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-1883), amigo de Chopin e inspirador de la poesía de Juan Pablo II, se encuentra en la obra poética Promethidion, publicada en 1851 en París, donde el poeta vivió desterrado. Se trata de un libro de filosofía estética compuesto de una introducción, dos diálogos en verso, mas un epílogo en prosa. Norwid va a usar tres términos para acercarse a la belleza: molde, perfil y forma.

San Juan Pablo II comentaba del siguiente modo este texto en el discurso que dirigió en el año 2001 a los representantes del Instituto del patrimonio nacional polaco con motivo del 180 aniversario del nacimiento de Norwid: “La fe en el Amor que se revela en la Belleza que “entusiasma” al trabajo, abre la palabra de Norwid al misterio de  la alianza, que Dios estrecha con el hombre, a fin que el hombre pueda vivir, como vive Dios. El canto sobre la belleza del Amor y sobre el trabajo, Promethidion, indica el acto mismo de la creación, en el cual Dios revela a los hombres el ligamen que une el trabajo al amor (cfr. Gn 1, 28); en el amor laborioso el hombre nace y resurge. El lector debe madurar hacia una palabra que mira tan lejos. Lo sabía muy bien el poeta cuando dijo: “el  hijo ignorará, pero tú, nieto, recordarás” [10].

Según la lectura de Juan Pablo II, la belleza tiene su fuente escondida en el misterio de la creación, cuyo motivo primero es el amor de Dios. El Creador es, de este modo, el manantial primordial de toda la belleza que se difunde en las criaturas. Así, en el Principio, Dios revela al hombre el vínculo que existe entre el amor y el trabajo. Y es que podemos decir que ya la acción creadora de Dios incluye en sí el amor y el trabajo. Así como el Logos es a la vez palabra y acción, Dios crea amando y trabajando simultáneamente. El hombre, como imagen de Dios, participa de la acción creadora de  Dios, y experimenta que en el amor laborioso nace una y otra vez, resurge, buscando vivir la plenitud de la Alianza con Dios.

Años antes, con motivo del discurso a los artistas en la iglesia de la Santa Cruz en Varsovia el año 1987, Juan Pablo II volvió a citar el Promethidion de Norwid. Lo hizo en estos términos hablando de la Eucaristía y de la necesidad de vivir de ella: “El espíritu humano se nutre de verdad y de amor. Y de aquí nace la necesidad de la belleza. El poeta dijo: “¿Qué sabes tú de la belleza…? La belleza es la forma del amor” [11]. Y es un amor creativo, un amor que inspira al hombre e impregna sus actividades de motivaciones de lo más profundas… y por tanto, ¿no hay en ella una íntima y real relación con Aquel que amó hasta el fin? ¿Que ha revelado la definitiva medida del amor en la historia del hombre y del mundo? ¿Una medida definitiva: redentora y salvífica?” [12].

Esta sintética definición de la belleza como forma amoris es sumamente sugerente para comprender el “amor hermoso”. Para santo Tomás de Aquino, la forma de un ser es una cierta irradiación que proviene de la claridad primitiva [13]. Así podríamos decir que la belleza de cada criatura irradia el amor que tiene su origen último en Dios Creador.

En la oración dirigida a la imagen de la Inmaculada de la Plaza de España en Roma el 8 de diciembre de 1996, Juan Pablo II explicaba así la expresión Tota pulchra es perteneciente a una antiquísima oración dirigida a la Virgen María: “quiere decir: en ti no hay nada que desluzca la belleza que el Creador quiso para el ser humano. No hay en ti ni mancha del pecado original, ni ninguna otra mancha de culpas personales. El Creador ha conservado incontaminada en ti la belleza original de la creación, a fin de preparar una digna morada a su Hijo unigénito, que se hizo hombre para la salvación del hombre” [14].

Así pues, en la Virgen María se concentra toda la belleza que el Creador ha querido para el ser humano. Notemos que no se refiere aquí a la dimensión estética sino a la santidad, a la dimensión espiritual y moral de la misma. La experiencia estética y la experiencia moral se asemejan en el conocimiento por con-naturalidad, como un conocimiento dirigido a reconocer  que algo es bello o bueno, que incluye un movimiento de trascendencia que conduce a la admiración. La diferencia entre ambas experiencias es su diferente articulación en la acción humana, pues la belleza apunta a la contemplación y la bondad a su realización [15].

La teleología de este derroche de la gracia divina sobre la Virgen María es bien clara: se dirige a la Encarnación y la salvación del género humano. De modo que podemos decir que por María creación y salvación quedan enlazados. A continuación, en su oración el Papa volvía a recordar la cita de Norwid, y la comentaba en los siguientes términos: “Sí, la belleza, encarnación del amor, es fuente de un fortísimo impulso al trabajo, al esfuerzo y a las luchas creativas para una forma mejor de vida humana; es un estímulo para superar las fuerzas de muerte y para la continua resurrección. Porque el amor, la belleza y la vida están íntimamente unidos entre sí, Nosotros, que vivimos en Roma, nos reunimos en torno a esta columna, cuya estatua de la Inmaculada domina sobre la ciudad, a fin de encontrar aquí la fuente del asombro, pero también para estar entusiasmados con la belleza espiritual de María. Este descubrimiento renovado es capaz de suscitar en nosotros nuevas fuerzas y nuevos motivos para vivir, para trabajar, para combatir el mal y el pecado, y para resurgir cada día” [16].

Notemos, en primer lugar, que la palabra “forma” del amor, se interpreta como encarnación del mismo. El hombre vive siempre el amor de un modo concreto, encarnado. Por otro lado, una segunda anotación tiene que ver con este entrelazamiento que el texto establece entre la belleza, el amor y la vida. El amor, por consiguiente, no es un objeto a observar, elegir o aceptar. Tiene que ver con una verdad dinámica que mueve al hombre, que lo hace luchar y vivir; y a la vez con una verdad extática, pues lo transporta más allá de él, para superar la muerte hacia una continua resurrección.

Norwid es un poeta de inspiración platónica. Es bien conocido que Platón fue el primer filósofo que estableció un profundo nexo entre amor y belleza. Eros, hijo de Poros y Penia, es al tiempo pobre y audaz, a caballo entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino [17]. En esta tensión entre plenitud y carencia, para Platón el camino del amor es como una escalera, una ascensión gradual por los peldaños de las cosas bellas. Así el amor es entusiasmo, una fuerza e impulso que eleva el alma, que trasciende lo sensible para unirse a la divinidad. Por eso el nombre que le dan los dioses es pteros (el que da alas) [18]. El eros es mediador de la belleza en un juego de máscaras entre manifestación y ocultamiento de la verdad del hombre.

Juan Pablo II en la catequesis 22 nota 1, a propósito del eros platónico comenta, inspirándose en Anders Nygren, que para Platón “el «eros» es el amor sediento de la Belleza trascendente y expresa la insaciabilidad que tiende a su objeto eterno; él, pues, eleva siempre lo que es humano hacia lo divino, que es lo único en condición de saciar la nostalgia del alma prisionera en la materia; es un amor que no retrocede ante el más grande esfuerzo, para alcanzar el éxtasis de la unión; por lo tanto es un amor egocéntrico, es ansia, aunque dirigida hacia valores sublimes” [19].

Comenta el Papa en la nota que el significado del eros ha sido reducido de múltiples modos a lo largo de la historia. Y establece una comparación entre el “conocimiento bíblico” y el “eros” platónico [20]. La visión espiritualista de Platón se funda en la idea de reminiscencia que exige la preexistencia de las almas inmortales [21]. Así, el espíritu humano sería impulsado por el amor como fuerza primera. Esta concepción no  supera el orden cósmico y no reconoce el valor fundamental de las relaciones humanas. Para Juan Pablo II lo bíblico y lo platónico son dos ámbitos conceptuales, dos lenguajes diferentes, que solamente con gran cautela pueden ser interpretados el uno con el otro. De este modo, una de las aportaciones de la Teología del cuerpo es alejarse de una visión espiritualista del amor, que impide desplegar una verdadera espiritualidad conyugal y familiar [22], en la que el carácter “sacramental” del cuerpo humano va a ser central [23].

3.       La vocación al amor [24]

“Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano” [25]. Con estas palabras, en el libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza, san Juan Pablo II desvelaba lo que podríamos denominar una singular vocación dentro de su vocación sacerdotal. Esta llamada a aprender a amar el amor humano, llevaba aparejada la misión de enseñar a amar a los jóvenes. La gracia que recibió el joven sacerdote Karol Wojtyla es la de reconocer que la vocación al amor es el elemento más íntimamente unido a los jóvenes, y por extensión a todo ser humano.

La expresión vocación al amor denota ya una forma muy original de acercarse al misterio del amor humano. No se trata de considerarlo un objeto de investigación que puede resultar más o menos interesante y atractivo, sino más bien la necesidad de adentrarse en su lógica interna. Así lo expresaba en el mencionado libro: “El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar!” [26]. La novedad que encierra la enseñanza de Juan Pablo II sobre el amor humano se encuentra en palabras de Benedicto XVI, en “su modo original de leer el plan de Dios precisamente  en la confluencia de la revelación divina con la experiencia humana. En Cristo, en efecto, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta también la verdad plena de la vocación al amor del hombre, que puede reencontrarse cumplidamente solamente en el don sincero de sí” [27].

El amor es una vocación divina. Aprender a amar implica, en primer lugar, reconocer que Dios nos ha amado primero, es decir, descubrir el amor de Dios como la fuente originaria de todo amor. Ya en Amor y responsabilidad, Wojtyla afirmaba que “el concepto de vocación está estrechamente asociado al mundo de las personas y al orden del amor” [28]. Su experiencia de acompañamiento a matrimonios y familias para ayudarlas a descubrir cómo el amor puede construir una historia, le va a consentir penetrar en la esencial naturaleza vocacional del amor. En el drama El taller del orfebre expresará lo mismo, esta vez en el registro poético: “El amor no es una aventura. Posee el sabor de toda la persona. Tiene su peso específico. Y el peso de todo su destino. No puede durar sólo un instante” [29]. De este modo, la entera existencia del hombre es vocacional, la vida humana es una permanente posibilidad de diálogo con Dios para generar una comunión de personas. Dirigiéndose a capellanes universitarios en 1973 lo expresaba de este modo: “El amor es, ante todo, una realidad. Es una realidad específica, profunda, interna a la persona. Y a la vez, es una realidad interpersonal, de una persona a otra, comunitaria. Y en cada una de estas dimensiones (interior, interpersonal, comunitaria) tiene su particularidad evangélica. Ha recibido una luz” [30].

El término vocación al amor adquiere su forma más madura y acabada, al inicio de su pontificado. Lo corroboran dos conocidos e importantes textos de Redemptor hominis [31] y de la exhortación apostólica post-sinodal Familiaris consortio [32]. Los dos adjetivos que cualifican el amor como vocación, fundamental e innata, revelan que el amor hunde sus raíces en el misterio de Dios creador, en el misterio del Principio como lo llama en las Catequesis sobre el amor humano [33]. Así, pues, en el origen de toda vocación se encuentra el amor creador de Dios. Se trata de un amor de comunión entre las personas divinas. El amor trinitario es un amor de comunión perfecto. El amor que une al Padre, al Hijo y al Espíritu se comunica por desbordamiento al hombre, creado como varón y mujer. La diferencia sexual es así íntimamente vinculada al amor originario. El varón y la mujer pueden reflejar en su amor humano ese misterioso amor trinitario que está en la fuente de la existencia de todo ser humano.

En la lógica interna del texto el hombre es creado “por amor” y “para amar”. Este paso del sustantivo al verbo nos indica que la experiencia humana radical del amor es una respuesta libre a una llamada que nos provoca. Esta respuesta al amor divino el hombre la vive tal como narra Gn 2, 23, como un despertar al amor. Se trata de un éxtasis, vinculado a una singular acción divina, que provoca el canto nupcial del primer hombre ante la aparición de la amada en toda su fascinante presencia. Este singular despertar del amor nos habla de la presencia en nuestro interior de la persona amada. El reconocimiento de esta presencia personal es una realidad “mágica”, fabulosa, que maravilla al amante hasta el punto de convertirse en foco de su atención y de su intención. El canto nupcial es simbólicamente significativo en cuanto que supone poner palabras a la unión afectiva que ha surgido [34]. Esta vinculación amor-lenguaje es importante para superar una emotividad que resulta incapaz de poner palabras al afecto que siente y experimenta.

En Tríptico Romano este momento del despertar del amor viene descrito como un atravesar el umbral del asombro. Entre los seres que no se asombran, únicamente el hombre se asombra [35]. Esta originalidad del ser humano, su capacidad de asombro, está vinculada a descubrir el significado y el sentido de las cosas. Dado que la acción de despertar tiene relación con abrir los ojos, el asombro está en estrecha relación con una teoría de la visión en sentido amplio. Podríamos decir que el asombro es la circunstancia en la que la visión está obligada a convertirse en mirada.

Es bien conocido que para la filosofía griega la vista es el sentido más perfecto. Platón atribuye a la vista dos características fundamentales: la agudeza y la pureza. Se trata de dos aspectos que muestran la capacidad de relación humana, de su capacidad de entrar íntimamente en contacto con la realidad sin falsificarla. Para Platón, el ojo no es solamente capaz de ver sino propiamente de mirar. Es decir, realizar una actividad dirigida por el sujeto mismo. El hijo ha de aprender a mirar que es como saber ver. El asombro favorece este paso del ver al mirar.

Aristóteles reafirma esta conexión entre ver-conocer-saber situando el acto de ver entre las acciones perfectas. Éstas son aquellas que conteniendo el propio fin, no comportan ninguna escisión o dilación en el tiempo. De este modo el acto de ver se especifica como acción perfecta en cuanto realizada, instantánea y estable. Junto a la agudeza y la pureza aparece también la instantaneidad como característica propia de la visión humana. El asombro no se reduce, sin embargo, a una simple sensación óptica. En Platón el asombro es un maravillarse que abre el espíritu al misterio del origen divino de lo inteligible. En Aristóteles es lo que hace progresar la ciencia para el placer del sabio.

En la tradición cristiana, el amor tiene sus propios ojos. Lo expresa maravillosamente el dicho de Ricardo de San Víctor: “Donde está el amor, allí está el ojo” [36]. Y es que el amor contiene una verdad que guía internamente la libertad hacia la comunión. De este modo, al amor genera su propia mirada para dirigirse hacia el amado y poder construir una comunión con él. El conocimiento amoroso es superior al intelectual porque produce atracción y comunión, hasta el punto que se verifica una transformación y una asimilación entre el amante y el amado. Esta reciprocidad de afecto consiente un conocimiento profundamente personal.

4.       La hermosura del amor: la virtud de la castidad

La conclusión que san Juan Pablo II extrae en el libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza es muy elocuente: “Si se ama el amor humano, nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un “amor hermoso”. Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello. Si ceden a las debilidades, imitando modelos de comportamiento que bien pueden calificarse como “un escándalo del mundo contemporáneo” (y son modelos desgraciadamente muy difundidos), en lo profundo del corazón desean un amor hermoso y puro. Esto es válido tanto para los chicos como para las chicas. En definitiva, saben que nadie puede concederles un amor así, fuera de Dios. Y, por tanto, están dispuestos a seguir a Cristo, sin mirar los sacrificios que eso pueda comportar” [37].

La consecuencia de amar el amor humano es, por tanto, buscar con todas las fuerzas un amor hermoso. El deseo de alcanzar una vida lograda, inscrito por Dios en cada corazón humano, impulsa a los jóvenes a esta búsqueda, no de un amor cualquiera, sino de uno plenamente bello. El Papa es bien consciente que se trata de una lucha dramática, pues siempre acecha la tentación de reducir la grandeza del amor al que está llamado el hombre. Ceder a las propias debilidades e imitar comportamientos escandalosos son posibilidades reales. Pero en lo más profundo del corazón permanece siempre este deseo de un amor hermoso y puro.

Dado que ese amor es inalcanzable por las solas fuerzas humanas, es necesario descubrir que únicamente Dios puede conceder un amor así. Dios dona este amor hermoso entregándonos a su Hijo, por lo que seguir a Cristo es el camino para encontrar este amor hermoso. Este seguimiento de Cristo supone siempre sacrificios que es necesario asumir gozosamente, con la viva conciencia que merecen la pena para alcanzar la hermosura del amor.

El amor hermoso es, para Juan Pablo II, el amor casto. Ya en Amor y responsabilidad, Karol Wojtyla se hace la pregunta por el verdadero sentido de la castidad [38]. La perspectiva de su reflexión es la estrecha relación entre castidad y amor verdadero. Se trata de una visión que desea redimensionar el acercamiento a la castidad únicamente desde la virtud de la templanza. En tal sentido, la virtud de la castidad no aparece como la represión de la espontaneidad del amor, ni como manifestación de un resentimiento, sino como la virtud propia del amante, que es vivida conforme al estado de vida de cada persona. El término fundamental para comprender su concepción de las virtudes es el de integración [39]. Desde esta perspectiva, la castidad va a integrar los sentidos, los afectos, los distintos dinamismos operativos de la persona en el amor pleno y total hacia la otra persona. En las Catequesis expresa el mismo contenido pero con otros términos, en el contexto de mostrar cómo la castidad se encuentra en el centro de la espiritualidad conyugal: “La castidad es vivir en el orden del corazón. Este orden permite el desarrollo de las «manifestaciones afectivas» en la proporción y en el significado propios de ellas” [40]. Este orden no es únicamente fruto de las virtudes, sino de la vinculación entre dones, afectos y virtudes. En el caso de la castidad se vincula singularmente con el don de piedad, como un don que reconoce y respeta lo que viene de Dios, concretamente la masculinidad y feminidad de la persona humana, la grandeza del acto conyugal, y la nueva vida que puede surgir de la unión conyugal.

En Familiaris consortio, comentando la enseñanza de San Pablo VI en Humanae vitae y de la importancia de la castidad y su educación permanente, afirma: “Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena” [41].

De este modo, la virtud de la castidad custodia el amor auténtico y promueve su plena realización. Su adquisición y crecimiento requiere una disciplina interior permanente, una ejercitación cotidiana y un asiduo recurso a Dios en la oración. En este sentido, conviene recordar que en las catequesis se establece una relación orgánica entre la teología del cuerpo y la pedagogía del cuerpo, que constituye el núcleo de la espiritualidad conyugal [42]. En este contexto, y a propósito de las anotaciones acerca del Cantar de los Cantares, san Juan Pablo II afirma que “el amor desencadena una particular experiencia de la belleza, que se centra en lo que es visible, pero envuelve simultáneamente a la persona entera. La experiencia de la belleza engendra la complacencia, que es recíproca. «Oh la más hermosa entre las mujeres…» (Ct 1, 8), dice el esposo, al que hacen eco las palabras de la esposa: «Morena soy, pero hermosa, oh hijas de Jerusalén» (Ct 1, 5)” [43].

El hombre moderno ha enfatizado la dimensión estética de lo bello. De este modo se ha eclipsado que la belleza está muy emparentada con la bondad, como ya sabían los griegos. Para santo Tomás de Aquino, el esplendor  y la armonía de la belleza no constituyen cualidades estáticas del ser, sino que revelan la cualidad moral de la acción excelente iluminada por la razón virtuosa [44]. Siguiendo a Aristóteles, valora positivamente el placer en la acción humana y, por tanto, la virtud de la templanza no elimina los deseos placenteros ligados al tacto, sino que busca una medida conforme a la razón prudente. Así como en los cuerpos bellos se da una proporción entre los miembros y un conveniente esplendor, así también las acciones humanas son hermosas cuando resplandece en ellas la luz de la razón, y se da proporción entre los hechos, palabras y razón [45].

La intrínseca belleza de la acción temperante es, para el Doctor común, la honestas [46]. Si el pudor es una reacción que manifiesta una ausencia de perfección moral, la honestas es causada por la excelencia de la persona que ama la belleza de la templanza. La honestas une el concepto de la belleza interior de la persona y su bondad moral.

La castidad, que requiere el pudor y la honestas, es una virtud que toca el interior del corazón del hombre. No se reduce, por tanto, a obedecer un código de comportamiento exterior, sino que plasma y modela los deseos sexuales desde su interior. La castidad es una conformación del deseo  sexual, cuya bondad deriva del fin último al que tiende. La belleza de la castidad se encuentra en el deseo bello que dirige a la plenitud de un amor personal. Se trata del deseo conformado por la razón en vista del amor recibido, lo que santo Tomás denomina deseo “recto”. La persona casta ama inteligentemente, fascina por su belleza, por su encanto, que se trasluce y expresa en sus gestos que revelan una intimidad habitada por la persona amada y en tensión hacia la plenitud de una comunión [47].

El Pseudo-Dionisio, inspirándose en la tradición platónica, establece  un parentesco entre la belleza y la vocación. Con la cercanía etimológica entre las palabras kalós (bello)-kaléo (llamar), encontramos que la belleza es una llamada a un amor de comunión. Para él, Dios es causa de la armonía y el esplendor de todas las cosas. “Llama (kaloûn) a todas las cosas a sí mismo; por ello es llamado kallos, belleza” [48]. La vocación de lo bello tiene su origen en el Dios creador, y la llamada adquiere el sentido bíblico de la elección [49].

5.       La madre del amor hermoso

El título mariano “Madre del amor hermoso” se inspira en el versículo Si 24,18: «Yo soy la madre del amor hermoso y del temor; del conocimiento y de la santa esperanza, me doy a todos mis hijos, escogidos por él desde toda la eternidad», en el contexto del elogio de la sabiduría. La liturgia de la Iglesia emplea el texto desde el siglo X en las Misas de María. Como afirma la introducción al formulario de esta misa votiva de la Virgen: “la Iglesia, según la tradición tanto del Oriente como del Occidente, celebrando el misterio y la función de María, contempla con gozo su espiritual belleza. La belleza como resplandor de la santidad y de la verdad de Dios, «fuente de toda belleza», e imagen de la bondad y de la fidelidad de Cristo, el “más bello de los hijos de los hombres” [50].

El vínculo que une a san Juan Pablo II con la Virgen María a lo largo de toda su vida se expresa de modo bien elocuente en el lema de su pontificado: “Totus Tuus”. La fórmula, tomada de San Luis Mª Grignon de Montfort, supone un redescubrimiento de la piedad mariana, anclada en Cristo como había reflejado el capítulo VIII de la Lumen Gentium, e implica el cultivo de un total abandono y confianza en la Virgen María [51]. La devoción mariana de nuestro santo, hunde sus raíces en la imagen de NªSª del Perpetuo Socorro en su parroquia de Wadowice, unida a la tradición del escapulario de la Virgen del Carmen, lo que le vinculó desde niño a la espiritualidad carmelitana que profundizó después al conocer a san Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. Junto a ello, fueron decisivas las peregrinaciones a los santuarios de Kalwaria y Czestochowa, donde se encuentra el santuario paulino de Jasna Góra con el icono de la Virgen Negra, Reina de Polonia.

El título de “peregrina de la fe”, estrella del tercer milenio, es muy querido para nuestro pontífice, pues el camino de fe de María es punto constante de referencia para la Iglesia [52]. La encíclica Redemptoris Mater [53], con motivo del año santo mariano de 1987, la carta Mulieris dignitatem [54], las catequesis de las audiencias entre el 6 de septiembre de 1995 y el 12 de noviembre de 1997 [55], y la carta sobre el Rosario [56] son botones de muestra de la enseñanza mariana de san Juan Pablo II.

La Carta a las familias nos ofrece una estupenda síntesis de la historia del amor hermoso desde la clave de la historia de la salvación [57]. Así, aunque en sentido estricto esta historia comienza en el misterio de la Anunciación a la Virgen María, se puede decir también que tiene su inicio con Adán y Eva en el paraíso. Tobías y Sara son testigos de que tras la caída de nuestros primeros padres no se les privó totalmente de la capacidad de este amor hermoso. Todo amor hermoso se origina con la auto-manifestación de la persona que posibilita la unión de los dos. Este amor es descrito en el libro del Cantar de los Cantares. En el umbral de la Nueva Alianza, María y José viven la experiencia del amor descrito en el Cantar con toda la novedad del Espíritu.

Para que el amor sea realmente hermoso ha de ser recibido como un don de Dios. La Fuente del don, el Espíritu Santo, dador de vida, se derrama en los corazones humanos (Rm 5, 5), generando, alimentado y haciendo crecer la mutua entrega. La particular vinculación entre el Espíritu Santo y la Virgen María, hace de la Esposa del Espíritu, la testigo por antonomasia de que el amor y la belleza proceden de Dios. María es bella porque es amada; y es de aquella hermosura que llamamos santidad. María nos introduce en la escuela del amor hermoso, nos enseña como buena Madre, el arte de amar.

El misterio de la Encarnación del Verbo se convierte en fuente de una belleza nueva que ha inspirado innumerables obras maestras del arte. De este modo, la Iglesia es consciente de su misión en el desarrollo de la cultura. Inspirándose en la afirmación de Santo Tomás de Aquino “Genus humanum arte et ratione vivit” [58], Juan Pablo II afirma que la cultura es un modo específico del “existir” y del “ser” del hombre. Por ello “la cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser” [59]. Y es que “el hombre es él mismo mediante la verdad, y llega a ser más él mismo mediante el conocimiento cada vez más perfecto de la verdad” [60]. Por tanto, el hombre no es solo creador de la cultura, sino que también vive de la cultura y mediante la cultura.

La recíproca promesa que los esposos hacen el día de la celebración del sacramento del matrimonio, únicamente es posible, según la Carta a las familias, en la dimensión del «amor hermoso». Este amor se recibe y aprende sobre todo rezando, pues es en la oración donde actúa de un modo singular el Espíritu Santo. Derramado en el corazón de los cónyuges (Rm 5, 5), se convierte en verdadera fuente y manantial de unidad, de cohesión y fortaleza para el matrimonio y la familia. De este modo, la hermosura del amor consiste en que el amor conyugal se puede transformar en verdadera caridad conyugal [61].

6.       Conclusión: ¿por qué el amor es hermoso?

Vivimos inmersos en un cambio de época que genera una gran incertidumbre ante el futuro. El prefijo post- que define nuestro tiempo revela que la referencia principal se encuentra siempre en el pasado. En llamativo contraste, san Juan Pablo II aprendió a mirar siempre hacia el futuro de modo profético, anticipándose a su tiempo. Es decir, pensar el presente como una semilla que mira al futuro. En lugar de ir detrás, a remolque de los acontecimientos de una época que pasa, Él supo ir preparando una época que se acerca, pues está ya en germen en el presente. En este sentido, conducir a la Iglesia hacia el tercer milenio fue siempre su deseo y la misión que recibió. Formado en la escuela del Concilio Vaticano II supo ver que la cuestión del hombre era decisiva, y que la cuestión antropológica se jugaba principalmente en el campo del matrimonio y la familia, pues es en ellas donde el hombre aprende a amar y madurar en su vocación divina.

Nos encontramos en nuestros días ante un hombre, caracterizado de modo predominante por su emotividad, por buscar un bienestar incesante. A primera vista, sentirse bien, buscar sensaciones nuevas en experiencias diferentes, no parece nada sospechoso. Sin embargo, el hombre emotivo es muy frágil y tremendamente manipulable. Las emociones colectivas y los afectos privados revelan que estamos inmersos en un gran analfabetismo afectivo, que conduce a un amor mudo, indecible e incomunicable. Un amor temeroso de prometer, que se licúa por el entorno de de-socialización y  de-construcción que lo circunda, y termina por hacer naufragar la navegación del hombre por este mundo.

Por este motivo, en primer lugar, hemos de ponernos en guardia de que el amor hermoso del que nos habla el Papa de la familia se pueda interpretar en clave esteticista, romántica, absolutizando la belleza de la contemplación del instante. El ensimismamiento y la dispersión son las notas del narcisismo que caracteriza el culto a la emoción [62]. La verdad del amor no se mide por la intensidad del instante, sino que se verifica en las obras y en el bien que se comunica al amado.

En segundo lugar, hemos de reconocer la actualidad de la propuesta de san Juan Pablo II para generar una nueva cultura del amor hermoso, una civilización del amor, a través del método de las minorías creativas [63]. ¿Qué amor nos propone el santo Papa polaco? Ciertamente no el amor líquido, no el amor emotivo, no el amor superficial y vano. En la escuela de la Cruz redentora y junto a María, Madre del amor hermoso, este Maestro del amor nos invita a vivir el amor verdadero, el amor casto, el amor virtuoso, el amor que hace grande la existencia humana, porque es capaz de dilatar el corazón y de realizar el don de sí total de la persona. La belleza de la que nos habla Juan Pablo II proviene del amor de Dios Creador y Padre. Es una belleza, siempre antigua y siempre nueva, como decía San Agustín, que se oculta para hacer resplandecer al amado más que al amor.

San Juan Pablo II es testigo de esperanza fundada porque nos ha testimoniado en primera persona el amor más hermoso, el amor más grande, aquel que Cristo revela a sus discípulos en el Cenáculo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos” (Jn 15, 15). El amor de Dios se nos ha comunicado de un modo máximo en el don de sí de Cristo en la Eucaristía. Se nos invita así a entrar más hondamente en la lógica de la sobreabundancia, en el misterio de la fecundidad del amor, que crece en hermosura en la medida en que el don de sí es más pleno.

Juan de Dios Larrú en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      TERTULIANO, De paenitentia, 8 (CCL 1, 335).

2      JUAN PABLO II, Carta a las familias, n.2.

3      FRANCISCO, Homilía centenario nacimiento san Juan Pablo II, (20.05.2020).

4      JUAN PABLO II, Homilía santuario de la Santa Cruz en Mogila, (9.06.1979).

5      BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret. Estudios de cristología, Obras completas, BAC, Madrid 2015,109.

6      Cf. P. BOVATI, «Così parla il Signore». Studi sul profetismo biblico, EDB, Bologna 2008.

7      JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Catequesis 107 (26 enero 1983), 566-568.

8      L. MELINA, “El legado de Juan Pablo II sobre matrimonio y familia”, Alpha Omega 11 (2008) 179-190.

9      C.K. NORWID, Promethidion: Bougmil vv. 185-186.

10      JUAN PABLO II, Udienza ai rappresentanti dell’istituto del patrimonio nazionale polaco in occasione del 180° aniversario della nascita del poeta Cyprian Norwid, (1 julio 2001).

11      Cf. C.K. NORWID, Promethidion, Bogumil, v. 109.

12      JUAN PABLO II, Homilía Celebración de la Palabra con el mundo de la cultura y el arte, (Varsovia, 13.06.1987).

13      SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Dyionisii, De divinis nominibus, IV, 6.

14      JUAN PABLO II, Oración a los pies de la Inmaculada, (8.12.1996).

15      L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, 142.

16      JUAN PABLO II, Oración a los pies de la Inmaculada, (8.12.1996).

17      G. REALE, Eros: dèmone mediatore. Una lettura del Simposio di Platone, Rizzoli, Milano 1997.

18      Cf. J. ÁLVAREZ-E. GUTIÉRREZ, “La etimología del nombre Eros en el Fedro de Platón”, Fortunatae: Revista canaria de Filología, Cultura y Humanidades Clásicas 7 (1995) 13-26.

19      JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Catequesis 22 (26 marzo 1980), 158.

20      Ibíd.: “La comparación del «conocimiento» bíblico con el «eros» platónico revela la divergencia de estas dos concepciones. La concepción platónica se basa en la nostalgia de la Belleza trascendente y  en la huida de la materia; la concepción bíblica, en cambio, se dirige hacia la realidad concreta, y le resulta ajeno el dualismo del espíritu y de la materia como también la específica hostilidad hacia la materia («Y vio Dios que era bueno»: Gn 1, 10.12.18.21.25). Así como el concepto platónico de «eros» sobrepasa el alcance bíblico del «conocimiento» humano, el concepto contemporáneo parece demasiado restringido. El «conocimiento» bíblico no se limita a satisfacer el instinto o  el goce hedonista, sino que es un acto plenamente humano, dirigido conscientemente hacia la procreación, y es también la expresión del amor interpersonal (Cf. Gn 29, 20;  1S 1, 8; 2S 12, 24)”.

21      J.M. RIST, Eros y Psiche. Studi sulla filosofía di Platone, Plotino e Origene, Vita e Pensiero, Milano 1995, 196.

22      P. KWIATKOWSKI, Lo Sposo passa per questa strada…La spiritualità coniugale nel pensiero di Karol Wojtyla. Le origine, Cantagalli, Siena 2011.

23      J. MERECKI, “Il corpo, sacramento de la persona”, en: L. MELINA-S. GRYGIEL, Amare l'amore umano, Cantagalli, Siena 2007, 173-185.

24      T. CID, Persona, amor y vocación. Dar un nombre al amor o la luz del sí, Edicep, Valencia 2009.

25      Cf. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza y Janés, Barcelona 1994, 133.

26      Ibíd.

27      BENEDICTO XVI, Discurso con ocasión del XXV aniversario de la fundación del Instituto Juan Pablo II, (11.05.2006).

28      K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2008, 311.

29      K. WOJTYLA, El taller del orfebre, BAC, Madrid 2005, 55.

30      K. WOJTYLA, Los jóvenes y el amor. Preparación al matrimonio, Encuentro, Madrid 2018, 48.

31      JUAN PABLO II, Redemptor hominis, n.10: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no es encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre”.

32      JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n.11: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano”.

33      Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, nota a), 63.

34      G. BIFFI, Canto nuziale. Esercitazione di teologia anagogica, Jaca Book, Milano 2000.

35      JUAN PABLO II, Tríptico Romano. Poemas, Ucam, Murcia 2003, 20-21.

36      RICARDO DE SAN VÍCTOR, Benjamin minor c. 13 (SCh 419,126): “Ubi oculus, ibi amor”.

37      JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1995, 133.

38      K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, Madrid 2005, 203-211.

39      Para la experiencia de la integración en Wojtyla, particularmente en Persona y acción, puede verse: A. PÉREZ LÓPEZ, De la experiencia de la integración a la visión integral de la persona. Estudio histórico-analítico de la integración en Persona y acción de Karol Wojtyla, Edicep, Valencia 2012.

40      JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, Cat. 131 (14.11.1984), 669. Un estudio monográfico sobre la virtud de la castidad en las catequesis, puede verse en: F. CORTÉS, El esplendor del amor esponsal y la communio personarum. La doctrina de la castidad en las Catequesis de san Juan Pablo II sobre El amor humano en el Plan Divino, Cantagalli, Siena 2018.

41      JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 33.

42      JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cristiandad, Madrid 2000, Cat. 127 (3.10.1984), 653.

43      Ibíd., Apéndice (23.05.1984), 683.

44      La relación entre belleza y castidad en Santo Tomás ha sido estudiada por O. GOTIA, L’amore e il suo fascono. Bellezza e castità nella prospettiva di San Tommaso d’Aquino, Cantagalli, Siena 2011.

45      SANTO TOMÁS DE AQUINO, In 1Co, XI, II, n. 592.

46      Cf. O. GOTIA, op.cit., 226-231.

47      J. NORIEGA, No solo de sexo…Hambre, libido y felicidad: las formas del deseo, Monte Carmelo, Burgos 2012, 183.

48      DIONISIO AREOPAGITA, De divinis nominibus, IV, 7: PG 3, 701 C.

49      Cf. J.-L. CHRÉTIEN, La llamada y la respuesta, Caparrós, Madrid 1997, 31-33.

50      MISAS DE LA VIRGEN MARÍA, Coeditores litúrgicos, Madrid 1987, n. 36.

51      JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 207-209.

52      JUAN PABLO II, Catequesis audiencia general (21.03.2001).

53      JUAN PABLO II, Redemptoris mater, (25.03.1987); AAS 79 (1987) 361-443.

54      JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, (15.08.1988); AAS 80 (1988) 1653-1729.

55      Recogidas en castellano en: JUAN PABLO II, La Virgen María, Palabra, Madrid 1998.

56      JUAN PABLO II, Carta Rosarium Virigins Mariae, (16.10.2002); AAS 95 (2003) 5-36.

57      JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 20.

58      SANTO TOMÁS DE AQUINO, Comentario a Posteriora Analytica de Aristóteles, n. 1.

59      JUAN PABLO II, Discurso a la Unesco, (2.06.1980) n.7. El tema de la cultura en Juan Pablo II lo ha estudiado: L. NEGRI, L’uomo e la cultura nel magisterio di Giovanni Paolo II, Jaca Book, Milano 1988; en español: F. MIGUENS, Fe y cultura en la enseñanza de Juan Pablo II, Palabra, Madrid 1994.

60      Ibíd., n. 17.

61      L. DE PRADA, La caridad conyugal, una amistad que construye una vida. Estudio teológico-pastoral en Familiaris consortio y Carta a las familias (Juan Pablo II), Didaskalos, Madrid 2017.

62      M. LACROIX, Le culte del l’émotion, Flammarion, París 2001.

63      L. GRANADOS-I. DE RIBERA, Minoría creativas. El Fermento del Cristianismo, Monte Carmelo, Burgos 2011.

Israel Galván Delgado

¿Por qué está huyendo?

-Porque él es el héroe que se merece la ciudad pero no el que necesitamos ahora. Así que lo perseguiremos, él puede resistirlo.

Porque él no es un héroe, es un guardián

silencioso…

The Dark Knight (2008)

I-           INTRODUCCIÓN

1-Contexto y el concepto de «cristiandad» en Kierkegaard

En el contexto político y el momento histórico que vivió Søren Kierkegaard (1813- 1855) –y que guarda muchas características con la actualidad- la sociedad danesa en general se consideraba “cristiana” por antonomasia, debido a la primacía del protestantismo luterano que en aquél tiempo se extendía casi por todos los países escandinavos. Las personas se hacían conocer por los corredores y las calles como “cristianos” jactándose de dicho título por cumplir los estatutos que la institución religiosa les dictaminaba: dar el diezmo, ir al templo, escuchar el sermón, reunirse en cafés y lugares para discutir y tratar temas religiosos que estaban íntimamente relacionados con lo político.. En aquella época bastaba con ser un miembro regular y reconocido frente a la institución religiosa oficial para obtener un amplio respeto por la sociedad.

Entre sus principales labores críticas surgidas por su inconformidad a la degradación que había sufrido el cristianismo, al cual, le había dedicado muchos años de su vida personal y su formación académica, Kierkegaard se enfoca a ese fenómeno que afectaba a toda Dinamarca y le asigna el nombre de cristiandad.

El pensador danés observó que la cristiandad solo era una ilusión [1]. La gente era religiosa, sí, pero sus vidas estaban conducidas en la indiferencia a las problemáticas que ocurrían y que afectaban a cada uno de los particulares de su entorno. El sistema filosófico de Hegel se había convertido en la bandera de conocimiento de los «caballeros» que abarcaban casi todos los horizontes y campos de pensamiento y acción -desde lo científico hasta lo teológico- y los individuos habían pasado a ser «platos de segunda mesa» regidos por un sistema irreal que solo complacía a unos cuantos y que a través de una dialéctica del amo y el esclavo la clase burguesa mantenía sus privilegios.

A través de su libro Kierkegaard's Relation to Hegel Reconsidered [2], Jon Stewart expone que debido al tamaño pequeño de la comunidad intelectual en Dinamarca, la polémica de Kierkegaard tenía que ser un poco velada e indirecta.

Kierkegaard critica la aplicación de la doctrina de la mediación de la encarnación y de la relación Dios-hombre; una crítica que se dirigía específicamente a los textos de un contemporáneo de Kierkegaard llamado Hans Lasen Martensen. La forma de hacer filosofía y teología evocaban a una cosa: la imposibilidad de la relación directa a través de la encarnación, una condición que solo podía desembocar en una falta de libertad de la cual se habían apropiado los daneses en aquella época.

Debido a esto, a través de la figura del caballero de la resignación infinita, Kierkegaard lanza una crítica diciendo:

Es fácil reconocer a los caballeros de la resignación infinita, pues caminan con paso ágil y decidido. En cambio engañan con facilidad aquellos que llevan consigo el tesoro de la fe, dado que su aspecto exterior presenta una sorprendente semejanza con quienes desprecian profundamente tanto la infinita resignación como la fe, es decir, con la burguesía. (Kierkegaard, p.109).

Para Kierkegaard, sus contemporáneos habían ahogado su individualidad en el mar de la totalidad, habían olvidado que su importancia no solo radicaba en formar parte de un corpus (cuerpo), sino por ser miembros particulares, cada uno diferentes entre sí. Habían olvidado que cada individuo tenía en sí mismo la tarea de determinar su propia existencia.

Aquel sistema que solo veía números marcados en la frente de los sujetos, extinguió la voluntad de ser en sus corazones. Contra esta sociedad que se había perdido en la enajenación, Kierkegaard aboga por traer de vuelta una nueva manera en que los individuos pudieran relacionarse entre sí y que pudiera ser una realidad en la vida de cada uno y en consecuencia, en lo comunitario.

II-          NACE EL CABALLERO DE [LA] FE

Es por [la] fe que Kierkegaard le dedica todo un libro a Abraham (porque Abraham ha sido, es y será el padre de la fe) [3], y al testimonio de la prueba que enfrentó cuando Dios le pidió que entregara en sacrificio a Isaac; a este libro lo titula Temor y temblor (1843/1994) porque en Kierkegaard no existe otra manera de nombrar semejante experiencia [4].

Kierkegaard le da un giro completo a la interpretación del relato del Génesis [5] en el que descubre que la fe no tiene nada que ver con alguna categoría epistémica, ni tampoco es un producto de lo racional, ni algo que se adquiera de manera positiva a través de la mediación brindada por la educación o formación religiosa. No, [la] fe es una experiencia que acontece cuando se elige correr el riesgo de creer lo imposible [6].

En otras palabras, la fe no es algo que se adquiera por medio de un método, no es un aprendizaje que se obtiene a través de la mediación (porque si así fuera Hegel tendría razón); tampoco es producto de una herencia cultural o histórica. La fe no se sujeta a las creencias religiosas o conocimientos teológicos, ni tampoco es algo que la filosofía con sus exhaustivas indagaciones puede brindar. Solo se puede acceder a la fe cuando en el instante [7] del encuentro con aquél Absolutamente Diferente [8], sin tener conocimiento de sus motivos o razones, (como Dios que llama a su elegido y a su vez éste ha decidido responder). Es decir, a la fe se accede cuando el individuo decide dar un salto al absurdo [9].

Sin embargo, ejecutar dicho salto no es una experiencia placentera, no aterriza en el confort o el consuelo, por el contrario, se experimenta en la angustia, aquella a la que Kierkegaard relaciona con el vértigo que acontece cuando se salta sin saber en dónde se caerá, porque solo así se puede experimentar un verdadero salto [10]. La angustia es «el vértigo de la libertad [11]», de aquella libertad dada cuando ese Particular se ha reivindicado por encima de lo General al elegir lo Absolutamente Diferente, tal como lo hizo Abraham al responder a ese llamado que estaba por encima de lo ético.

Cuando Dios pide a Abraham sacrificar a Isaac (a quién más ama en el mundo) le está pidiendo que renuncie a su simiente [12], que entregue a su hijo amado, y con ello, que se entregue a sí mismo puesto que Isaac -como hijo de la promesa- haría de Abraham padre de muchedumbre lo cual generaría que su nombre se mantuviese vivo hasta la muerte. Este acto aterrador, a diferencia de cualquier otro, no trae consigo ninguna recompensa, aquí no entra la ley de la reciprocidad [13]. Dios le está pidiendo a Abraham «todo a cambio de nada», y más aún, sin la posibilidad de encontrar consuelo por su perdida, puesto que no puede justificarse ante los demás (ante sus compatriotas, ante Sara y sus siervos)

Abraham no se encuentra en el mismo estadio que los héroes trágicos como Agamenón que entrega a su hija en sacrificio dictado por la tradición para salvar a la polis de la ira de los dioses, o en el de Jefté que sacrifica la inocencia de su hija para que el castigo de Yahvé no azotara contra el pueblo tal como señalaban los sacerdotes. Así lo dice de Silentio:

Cuando, llegado el momento crítico, Agamenón, Jefté y Bruto, se sobreponen heroicamente a su dolor, cuando heroicamente han renunciado a la persona amada y sólo falta llevar a término la parte material del sacrificio, no habrá en ningún lugar un alma generosa que no derrame lágrimas de compasión por su dolor y de admiración por la hazaña.

[…]

Es muy clara la diferencia que existe entre el héroe trágico y Abraham: el héroe trágico no abandona nunca la esfera de lo ético. Para él cualquier expresión de lo ético encuentra su telos en otra expresión más alta de lo ético y reduce la relación ética entre padre e hijo o entre hija y padre a un sentimiento que encuentra su dialéctica en su relación con la idea de moralidad. Y ahí no puede existir, por lo tanto, una suspensión ideológica de la propia ética. (Kierkegaard, p. 154)

Abraham no es el caballero heroico que salga abanderado y elogiado por múltiples cantos de poetas o de rapsodas que cuenten su leyenda para ser ejemplo de otros; tampoco encuentra consuelo en las lágrimas de alguien que escuchara su testimonio –puesto que Abraham no habla, ni cuenta lo ocurrido-. Porque él no es un héroe, es un guardián silencioso que ha elegido proteger el secreto que él y Dios tienen, y que calla [pero también responde y es responsable] ante la imposibilidad de comunicar lo que ha sucedido. Abraham es un creyente, un caballero de [la] fe.

III-            PRUEBA Y TENTACIÓN

En el relato bíblico se encuentra solo una participación activa de Isaac en el momento en que pregunta a Abraham ¿dónde está el cordero para el sacrificio? [14], Abraham responde brevemente con la afirmación -Dios proveerá. De lo anterior se explica por qué en Dar la muerte (1999) Derrida afirma que Abraham no dice una verdad puesto que la pregunta de Isaac apuntaba a una respuesta más específica, pero tampoco dice una no-verdad porque efectivamente Dios había provisto del cordero: el mismo Isaac. Abraham, dice y no dice. Le responde a Isaac pero Abraham elige a Dios al mantener a salvo el secreto que tiene con él.

El caballero de [la] fe sube al monte Moriah atravesando la tentación, la prueba, porque la verdadera tentación es según Johannes de Silentio elegir la ética; es decir, elegir a Isaac por encima de Dios [15]. Abraham tiene en sus manos elegir o lo uno o lo otro [16]. O cumple su deber de padre (porque Abraham ama a Isaac y no hay mayor muestra de amor que el deber que tiene el padre hacia su hijo), o bien, cumple su deber absoluto hacia Dios (sin tener conocimiento alguno del porvenir, ni tener razón alguna de porqué Dios da y Dios quita [17]).

¡Qué tremenda paradoja! pero Abraham toma una decisión y elige a Dios sobre todas las cosas, siendo su decisión la que genera en Dios el deseo de relacionarse con él de una manera distinta. Dios lo llama «amigo» [18], y será este llamado la señal de que Abraham ha alcanzado la esfera de máxima de la existencia. ¡Qué locura! Abraham ha ido más allá de lo imposible, pero ¿a qué costo?

IV-             ¡TIEMBLA! [EL] CABALLERO DE [LA] FE

En Dar la muerte (1999), Derrida destaca la importancia de que Kierkegaard haya elegido como seudónimo a Johannes de Silentio como el autor de Temor y Temblor, puesto que el silencio es clave fundamental y primaria para la recepción de dicha obra. Johannes de Silentio es el poeta de Abraham, pero un poeta que asume la dificultad en la que se encuentra al intentar hablar sobre el caballero de fe, porque entiende que el camino de vida que Abraham emprendió - el de dar [la] muerte a lo más amado sin justificación- es ante los ojos de la razón locura, arrojando constantemente la cuestión ¿quién se halla en grado de comprenderlo? [19].

De lo anterior se entiende que Derrida asuma que el camino de [la] fe se encuentre en terrenos de la paradoja, porque la responsabilidad y la irresponsabilidad son las dos caras de una misma moneda, y solo aquél que manifieste tener el «gusto del secreto» [20] -tal como Derrida se había declarado gustoso- puede transitar. El pensador sin lugar natal [21] reconoce en Kierkegaard el portador de un secreto que solo le concierne a la interioridad y que solo a través del silencio se puede guardar, es por esto que reivindica la figura seudónima utilizada y a su vez la relaciona con el propio Kierkegaard, refiriéndose al escritor como «Kierkegaard/de Silentio».

La importancia que encontramos en el encuentro de Derrida con la obra kierkegaardiana radica en el efecto que ésta [le] produce. Derrida comprende muy bien que el Temor y temblor de quien guarda el secreto no es algo que pueda reducirse a la pura expresión del lenguaje (sea escrita sea hablada) sino a la experiencia que acontece cuando se entra en el espacio y tiempo de lo indecible. De lo anterior se comprende por qué antes de escribir su reflexión ético-política -y con un estilo más poético- Derrida dedica unas líneas a la experiencia del temblar y [lo] qué hace temblar. Derrida dice:

Temblar. ¿Qué hacemos cuando temblamos? ¿Qué hace temblar?

Un secreto siempre  hace  temblar.  No solo  estremecerse o tiritar, lo que también  ocurre a

veces, sino temblar (…) Tiemblo ante lo que me excede mi ver y mi saber aun cuando ello me afecte en lo más íntimo, en cuerpo y alma, como se suele decir. Tendido hacia aquello que hace fracasar el ver y el saber, el temblor es efectivamente una experiencia del secreto o del misterio, pero otro secreto distinto, otro enigma u otro misterio vienen a precintar la experiencia invivible, añadiendo un precinto o una custodia de más al tremar. (Derrida, p.67)

Solo se tiembla cuando se está frente a la causa última –afirma Derrida. ¿Cuál es esa causa que encuentra el escritor de Dar el tiempo? Y en todo caso, ¿Cuál es la causa que lleva a Abraham al temblor? es el don del amor infinito, la disimetría entre la mirada divina que me ve y yo mismo que no veo aquello mismo que mira –porque la fe es creer lo que no se ve- [22], la muerte dada y soportada de lo irreemplazable (como Isaac que es el hijo de la promesa, el hijo que no se puede reemplazar). Más adelante dice Derrida:

El temblor de Temor y temblor es, según parece, la experiencia misma del sacrificio. No, ante todo, en el sentido hebreo, korban. Que quiere decir más bien la aproximación y que abusivamente se traduce por sacrificio, sino en el sentido en el que el sacrificio supone matar a lo único en lo que tiene único, de irreemplazable y de más valioso. Se trata pues también de la sustitución imposible, de lo insustituible pero también de la sustitución del animal por el hombre y asimismo, sobre todo, en esta misma sustitución imposible de lo que vincula a lo sagrado del sacrificio y al sacrificio con el secreto. (Derrida, p.70)

V-          ¡TIEMBLA! LA TIERRA: CRISTO COMO FIGURA DEL SER SOBRE- ÉTICO

Dios reconoce a Abraham como su igual, como su amigo, y le imita. Por eso en los evangelios de la tradición neo-testamentaria encontramos un sacrificio consumado en Dios al entregar en holocausto a su hijo: el Cristo, así como en el pasado lo hizo el caballero de la fe con Isaac. Ya no es Abraham, sino Dios el que escucha la petición de su pueblo que en aquel momento se siente abandonado. Ahora es Dios el que ama, así como Abraham le amó en el pasado, sobre todas las cosas: “con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas” [23]. Tal como lo menciona el Mtro. Juan Ramón González en su trabajo El sacrificio del otro: una lectura necesaria sobre el estadio religioso en S. Kierkegaard (2014):

¿Qué dice Dios?: [Yo tengo que aprender de éste que le mande ofrecer en holocausto a Isaac porque él sabe algo que yo no sé, ¿Qué es lo que sabe que yo no sé? Amar; amar a Dios sobre todas las cosas]. Entonces Dios manda a Jesús para que sea el cordero y entonces a partir de eso: tiembla la tierra. (González, p.2).

Dios imita a Abraham, y al imitarle entrega en sacrificio a su hijo –lo que más ama-. Abraham ama a Dios y Dios le ama, y lo ama a través de su pueblo, su muchedumbre. Es por esto que para Kierkegaard la figura del Cristo viene a ser la consumación de una relación que ha durado toda una historia. Kierkegaard, ve en Cristo la plenitud de la fe en el acto de entrega. Por eso para Kierkegaard (además de Sócrates), Cristo es la figura que más impresionante e impactante, y será el centro de sus escritos edificantes. No puede ser Sócrates, porque Kierkegaard ha entendido que la filosofía no edifica, no puede hacerlo, pero sí la fe y la obra del amor que se da en consecuencia.

Kierkegaard comprende que la praxis del Cristo no fue más que el fruto de esa fe de la que Abraham dio muestra y que le permitió acceder a esa realidad en la que puede relacionarse con aquello que está en lo secreto. Para Kierkegaard, Cristo entiende que amar a Dios sobre todas las cosas es el mysterium tremendum que consiste en descubrir el rostro secreto de Dios en el otro. Él fue capaz de relacionarse con lo absolutamente diferente, y no solo eso, encontró en lo diferente el síntoma de una realidad que solo es accesible a aquellos que han decidido mirar a través de la fe.

Entonces ¡Tiembla [la] Tierra!, porque ahora el absurdo, la locura, se ha encarnado en la figura del Cristo. Ese Cristo que [les] revela a través de sus parábolas y actos que el rostro de aquél Cualquier/radicalmente otro -siguiendo a Derrida- se oculta en un ave del cielo o un lirio del campo [24], o en una prostituta [25], o en un huérfano o una viuda [26], o un leproso [27], o una mujer griega [28], o un centurión homosexual (como aquél soldado romano que pidió salud para su amado) [29], y en todas esas figuras de exclusión; desechados por aquella sociedad del siglo I despreciadas por no-ser iguales a lo que el sistema imperante (judío-romano) consideraban que era un ser-viviente [30]. Por eso bien apunta Juan Ramón González (2014):

El vínculo con el otro es inefable, más allá de lo estético y de lo ético, no hay una ética de lo igual, tiene que ser una ética de lo diferente y lo incomprensible; solo así se puede sostener una relación con el otro en la medida en que es otro (...), si uno puede sostener al otro como radicalmente otro y, siguiendo a Lévinas, donde "el otro es aquél que nos muestra el rostro", y en el rostro nos muestra la diferencia. (González, p.6)

En la figura de Cristo se consuma el acto realizado por Abraham, y tampoco nadie se halló en grado de comprenderlo, a tal suerte que su muerte (porque su muerte de cruz no fue sino la de un criminal) hizo evidentes los vacíos de la ética de una sociedad que durante toda su historia le dio más importancia a las leyes, a los conceptos, a lo General, que a sus propios co-existentes. Por esto se entiende que el Cristo sea el cordero que encarne en sí mismo el sacrificio –el que ahora Dios hará- por un deber absoluto hacia la humanidad. Cristo se convierte en el ser que encarne una ética por encima de la ética, una ética basada en el sacrifico, es decir, una sobre-ética. Esto explica por qué en Las obras del amor (1847), Kierkegaard exponga que solo a través de la praxis cristiana [las obras que se hacen desde el amor de Cristo] sea posible la edificación [31].

Por este motivo Johannes de Silentio afirma que la felicidad no es el télos de [la] fe, sino todo lo contrario, es el camino más difícil de seguir. Posteriormente Kierkegaard en Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo les recuerda a sus oyentes el motivo por el cual el evangelista nombra al Cristo como el «camino angosto» [32], no solo por una condición espacial, sino por la experiencia tan agitadora como lo es la «angustus» [33] [angustia], llevando a quién decide ir por él a un salto al abismo por el que pocos están dispuestos a ir. Para el danés ser-cristiano es la existencia más prodigiosa pero también la más exigente que solo se puede experimentar desde la locura de la fe.

VI-        A MANERA DE CONCLUSIÓN:

Era imprescindible que Kierkegaard eligiera la figura del Caballero de [la] fe para la creación de su obra Temor y Temblor en 1843. Es por esto que este trabajo se concentró exclusivamente en la importancia que tiene dicha figura como enlace intermedio entre lo que consideraría Kierkegaard como lo ético y lo religioso. En la narrativa de Kierkegaard, si bien no en todas sus obras explícitamente, la fe jugará un papel importante a pesar de que no se enuncie siempre este término. El caballero de [la] fe, será el eslabón clave comprender el pensamiento kierkegaardiano, no solo a través de su trabajo como escritor, sino su segunda ética con base en el amor que desarrollaría posteriormente en sus obras edificantes como sus Discursos Edificantes, Las obras del amor, Los lirios del campo y las aves del cielo, entre otras.

Asimismo, era necesario para el sostenimiento de su discurso que Derrida haya dedicado una obra completa al estudio del texto de Kierkegaard-de Silentio. Para el autor de Canallas, Abraham ejemplifica a la perfección lo que el considerará como un acto de la híper-ética, alguien que ejecuta un doblete ético y paradójico que experimenta en su máxima expresión la doble cara del deber como responsabilidad e irresponsabilidad, una vida que solo puede vivirse asumiendo el sufrimiento y el constante temblar.

El caballero de la fe, como figura de alteridad (pues no cabe ni en lo uno ni en lo otro), como figura silenciosa y silenciada (porque sin el silencio no se podría concebir la fe) y como guardián del secreto del corpus kierkegaardiano, es sin duda, una pieza importante al momento de análisis de la obra del oriundo de Copenhague. No en vano que Kierkegaard en su Diario de 1843 mencione que bastará su libro Temor y temblor para que se convierta en un autor inmortal.

Israel Galván Delgado en academia.edu

Notas:

1      Así lo dice Kierkegaard en Mi punto de vista (1952/1859)

El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente soy como escritor, que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de ‘llegar a ser cristiano’, con una polémica directa o indirecta contra la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un país como el nuestro todos somos cristianos. (p.17)

2      Fuente: https://ndpr.nd.edu/news/23802-kierkegaard-s-relation-to-hegel-reconsidered/

3      (Romanos 4:16)

4      Kierkegaard así lo refiere en el prólogo de su texto:

(…)pues se habla de ello con temor y temblor, es decir, con el respeto que produce lo que es grande; de este modo no se olvidan las cosas que han sido grandes, lo cual ocurriría si se temiesen los daños que pudiera acarrear el hablar de tal manera, pues el tratar de lo grande produce espanto. Pero sin espanto no se puede comprender lo que es grande. (p.149)

5      (Génesis 22)

6      Recomiendo leer el artículo de Laura Llevadot bajo el mismo título Creer lo imposible: Kierkegaard y Derrida publicado en 2010, basado en una cita de Kierkegaard del texto que hemos tomado para este trabajo:

Cada uno de nosotros perdurará en el recuerdo, pero siempre en relación a la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ese es el más grande de todos (p.71)

7      El instante es un concepto clave en la obra de Kierkegaard. Kierkegaard define en Migajas Filosóficas de la siguiente manera:

“Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con un nombre singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo.”

Por cuestiones de este ensayo omitiremos el uso de este concepto constantemente, sin embargo, el instante se mantiene presente cada vez que hablamos de la decisión de Abraham. El instante de la decisión es locura, dice Climacus ahí mismo en Migajas. Será en este parpadeo (como lo describe Kierkegaard) en esta plenitud en el tiempo, en el cual la decisión puede hacerse una realidad.

8      En su texto Migajas filosóficas o un poco de filosofía (1844), a través del seudónimo Johannes Climacus, se hace mención de Dios como el Absolutamente Diferente. Este texto es uno de los primeros escritos de Kierkegaard donde se puede observar con claridad su metodología filosófica a partir de una dialéctica existencial. Este texto será clave para pensadores de la talla de Heidegger que poco reconocen su influencia, puesto que Kierkegaard abordará ya desde este momento el problema de la no-verdad en el sujeto, por lo que el sujeto entra en la dinámica de un no-ser, que solo puede ser si la verdad que se halla fuera de él (ser afuera) entra en sí mismo. Esta dialéctica entre el no-ser y el ser afuera (absolutamente diferente) será el comienzo de una nueva interpretación filosófica respecto al problema de la existencia y el sentido.

9      Del latín «absordus» (sordo hacia). En sentido estricto, es lo contrario a la razón o lo que repugna de la misma. Se opone a ello, por ello, a lo lógicamente verdadero. Lo que no se puede comprobar empíricamente. Fuente: Filosofía del lenguaje y lógica (Ed. Mad, Año: 2003)

10      Kierkegaard constantemente hace referencias a los saltos. En Temor y temblor, a través del ejemplo de un bailarín, ilustra como el salto verdadero es aquél en el cual no se sabe dónde se va a caer y por eso vacilan (P.103). Por otra parte, Kierkegaard menciona esta cita en La Repetición que para el presente autor, goza de ser una de sus favoritas:

"Probablemente no existe una persona que no haya atravesado un periodo donde ni la riqueza del lenguaje, o la pasión de la interjección le eran suficientes, ni la expresión, ni los gestos satisfacían; nada le satisfizo más que romper en los más extraños saltos y acrobacias. Quizás el mismo individuo aprendió a bailar. Quizás frecuentemente asistió al ballet y admiró el arte del bailarín. Quizás hubo un tiempo en el que el ballet ya no le conmovió y sin embargo, hubo momentos en los que volvió a su cuarto y, consintiéndose un poco, encontró un alivio indescriptiblemente humorístico en pararse en una pierna en pose pintoresca o, sin importarle un comino el mundo, arreglarlo todo con un Entrechat".. Howard y Edna Hong, Princeton University Press: Princeton. 1982 p. 158

11      Cita tomada de El concepto de la angustia, editado por Alianza, Madrid. (P.61)

12      El Yo en el pensamiento semita no es una categoría existente. Esta es una reiteración que diversos exégetas, lingüistas y teólogos comparten. La Unidad como categoría única, explica a la perfección porque cuando se dice que la simiente (semilla) de Abraham reposa en Isaac, en realidad quiere decir que en Isaac va implícita la vida de Abraham, y por ende, su recuerdo en la historia. Esta es una aclaración que quise hacer debido a que esto explica con más fuerza, la dificultad y angustia que atraviesa Abraham durante el proceso del sacrificio. Véase: Teología del Antiguo Testamento: un juicio a Yahvé de Walter Brueggemman (2001)

13      Al respecto Paul Ricœur (1989) expuso una conferencia titulada El amor y la justicia, en la que explica la importancia de comprender la ley de la reciprocidad en contra de la ley de la entrega. Por mención de Ricœur me permito compartir un poco de lo incluido en ese texto:

Que la Regla de Oro provenga de o remita a una lógica de equivalencia, es algo que está marcado por la reciprocidad o la reversibilidad que esta regla instaura entre lo que el uno hace, y lo que es hecho al otro, entre actuar y sufrir, y, por implicación, entre el agente y el paciente, quienes, aunque irremplazables, son proclamados sustituibles. (p,38)

14      (Génesis 22:7)

15      Op. Ct. P.128

16      Es el nombre de una de sus obras estético-éticas de Kierkegaard producida y publicada en el mismo año que Temor y temblor, O lo uno o lo otro, Aut-Aut. Se encuentra disponible en castellano por Ed. Trotta.

17      Es una cita bíblica tomada de Job (1:21). Kierkegaard le dedicará dos trabajos a Job a lo largo de su carrera. Por una parte La repetición en la cual tomará el momento de la pasión de Job en la que se muestra indignado frente a Dios, y por la otra, un Discurso Edificante en el cual hará mención de dicha cita. Las constantes relaciones que se hacen de Abraham y Job como dos figuras clave para la obra kierkegaardiana han sido expuestas por varios autores.

18      Así está escrito en la epístola de Santiago (2:23): Así se cumplió la Escritura que dice: «Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia», y fue llamado amigo de Dios.

19      Es una pregunta retórica que constantemente hace Kierkegaard para realzar el absurdo del acto de Abraham frente a lo considerado éticamente correcto. En Temor y temblor encontramos esta pregunta 7 veces.

20      En 2009 se publicó una entrevista a Jacques Derrida bajo el mismo nombre El gusto del secreto. Su edición en castellano se encuentra editada por Amorrortu Editores.

21      Una de las declaraciones más fuertes que realizó Derrida en vida, fue su testimonio referente a su exilio. Expulsado de Argelia su país natal debido a conflictos civiles y despreciados en Francia por varios de sus colegas, Derrida ha sido un autor excepcional que toma su experiencia de vida para su propuesta de pensamiento.

22      (Hebreos 11:1)

23       Es un fragmento del shemá hebreo, la máxima declaración de reconocimiento hacia Yahvé: “Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando” (Deuteronomio 6:4-6)

24      (Mateo 6:25-34)

25      (Mateo 21:31)

26      (Santiago 1:27)

27      (Lucas 5: 12-16)

28      (Marcos 7:24-30)

29      (Mateo 8:5-13)

30      Es el segundo relato de la creación encontrado en el Génesis 2. Este relato es base central para la cosmovisión semita, puesto que a diferencia del primer relato que solo aborda una cuestión cosmogónica, en este se configuran los roles que el género humano ha de llevar a cabo: “Y Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente.” (2:7)

31      Dos capítulos de esta obra de los 47’s destacan lo que queremos decir. Por un lado en la primera parte localizamos un capítulo titulado La caridad es la plenitud de la ley, en la cual Kierkegaard desarrolla una comparación dialéctica entre la cualidad que tiene la legalidad sobre el individuo y el poder liberador del amor. Por otro lado en El amor edifica, Kierkegaard enuncia magistralmente que no es desde el lenguaje, ni una praxis desde lo ético que el amor se hace visible, sino a través de un acto edificante que surge como producto de la entrega desinteresada.

32      En Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo, conjunto de sermones que expusiera en 1851, en su reflexión de Hechos de los Apóstoles, Kierkegaard expresa lo siguiente:

Cristo es el camino. Son sus propias palabras, de modo que debe ser verdad.

Y este camino es angosto. Aun cuando no lo hubiera dicho, sería verdad. Aquí tienes el ejemplo de lo que es «predicar» en el más alto sentido. Pues aunque Cristo nunca hubiera dicho: «la puerta es estrecha y es angosto el camino que conduce a la vida», míralo a él y lo verás de inmediato: es angosto este camino. (Kierkegaard, p. 74)

33      El concepto proveniente del latín «angustus» hace referencia a un desfiladero o abismo profundo y estrecho. De aquí la derivación de estrecho como espacio reducido, el cual, se tenía que saltar. La sensación provocada por el hecho de estar junto a dicho desfiladero vacío pasó a llamarse «angustia». Fuente: http://etimologias.dechile.net/?angustia.

Héctor Domínguez

2.2.    Las cuestiones eclesiológicas decisivas para el ecumenismo

El decreto sobre ecumenismo, Unitatis redintegratio, empezaría subrayando que la restauración de la unidad entre los cristianos era «uno de los fines primarios del Concilio» (UR 1). Esto fue efecto de una toma de conciencia en profundidad, por parte de los padres, de lo que es la Iglesia. El Vaticano II es el primer Concilio que aborda in extenso una reflexión eclesiológica [36]. El Vaticano I lo intentó pero quedó interrumpido, y lo que de él nos ha llegado como definitivo muestra un planteamiento diferente: preocupaban las corrientes racionalistas que atacaban la fe [37]. De las dos constituciones dogmáticas de aquel Concilio, la primera, Dei Filius, trataba directamente de la fe católica. La segunda, Pastor aeternus, intentaba apuntalar la defensa de esa fe dando un referente claro: la autoridad y el magisterio del obispo de Roma. El tema de la Iglesia se abordó, pues, desde una inquietud apologética inmediata.

El Vaticano II en cambio se acercó a la doctrina eclesiológica como fruto de una maduración en la que resultaron decisivos los movimientos litúrgico, bíblico y ecuménico y un laicado cada vez más consciente de sí mismo [38].

PABLO VI, al inaugurar la segunda sesión del Vaticano II no dudó en afirmar: “No hay por qué extrañarse si después de veinte siglos de cristianismo... el concepto verdadero, profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la  fundó y los apóstoles la comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia, y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones” [39].

El hecho mismo de que sea éste el primer intento de tal ambición en un Concilio nos hace comprender que estamos sólo ante un primer paso, de gran alcance, pero con inevitables tanteos e imprecisiones.

Lumen Gentium presenta la Iglesia ante todo, como un misterio enmarcado en el misterio de Dios. Los cuatro primeros números se resumen en la frase final: “así toda la Iglesia aparece como un pueblo que funda su unidad en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4:2) [40]. Consecuentemente el capítulo segundo trata del Pueblo de Dios, como sujeto activo, el gran protagonista, el interlocutor de Dios. Y así, la jerarquía pasa a ocupar el tercer lugar: los ministerios -papa, obispos, presbíteros, diáconos...- constituyen un servicio dentro del Pueblo de Dios.

Notemos que la estructuración de LG tiene gran repercusión ecuménica aunque aquí sólo nos limitemos a mencionarlos. Nos detenemos en otra aportación de la LG, que además de su importancia ecuménica tiene valor de principio, y es la visión escatológica de la Iglesia.

Efectivamente, el redescubrimiento de la dimensión escatológica ha sido considerado como uno de los rasgos más nuevos y más llenos de promesas de la LG. Con él, el Concilio relativiza la institución y subraya su índole provisional. «La Iglesia deja atrás todo lo que pudiera parecer autosuficiencia de [...] sus estructuras» [41]. Dicho de otro modo: con la recuperación de lo escatológico en eclesiología queda de relieve el principio que legitima los cambios en la Iglesia –los introducidos por el Concilio mismo, en primer lugar el cambio de actitud de la Iglesia católica ante el movimiento ecuménico-. El esquema de ecclesia de la comisión preconciliar no dedicaba especial atención a la escatología. Tampoco el esquema presentado al comienzo de la Segunda sesión del Concilio (septiembre 1963). No puede extrañarnos esto si tenemos en cuenta que la escatología era hasta entonces, en teología, el tratado «de las últimas cosas», de novissimis: muerte juicio infierno gloria, “la caída del telón” [42]. Es posible que la voz de PAUL TILLICH alertando, en vísperas de la apertura del Concilio, sobre la pérdida en el catolicismo de la conciencia profético-escatológica en beneficio de la otra dimensión (sacramental-sacerdotal) de la Iglesia, suscitara en algunos padres la necesidad de subsanar esta laguna en la presentación que de la Iglesia hacía Lumen Gentium [43]. El hecho es que el card. J. FRINGS, en nombre de 66 padres, pedía en la congregación 37 un capítulo nuevo en esa dirección [44]. Una página del entonces teólogo de Frings, J. RATZINGER, escrita con el título de «Iglesia e historia», refleja bien lo que subyacía a la petición [45]:

“Se pedía un enfoque de la Iglesia menos estático y más en la dinámica vital de su historia (heilsgeschichtlich...). La Iglesia no es una magnitud ya lista y acabada, definida de una vez por todas y por encima del tiempo y del espacio. Sino que por su naturaleza sigue en camino y pone de manifiesto la historia de Dios con los hombres -del Dios que desde Adán y Abel se abre paso hasta ellos y, en la Alianza, va con ellos por la historia. Así quedaría trazada una imagen viva de la Iglesia, nunca terminada, peregrinación de la humanidad con y hacia el Dios que la llama […] Entendida así la Iglesia como historia que siempre acontece de nuevo entre Dios y el hombre, brota también una 'visión escatológica' de la Iglesia. Porque si la Iglesia por su propio ser está en camino, no puede quedar conectada sólo con el pasado, aunque su centro permanente e inalterable sea el acontecimiento único de Cristo: justamente este Cristo, al que ella vuelve la vista y del que procede, es también el Señor que viene, y ella, precisamente al mirarlo, está también en marcha hacia el futuro. Una Iglesia cristo-céntricamente marcada no está sólo vuelta hacia el acontecer salvífico del pasado, es siempre también Iglesia bajo el signo de la esperanza. Tiene todavía pendientes ante sí su conversión y un futuro decisivo”.

La LG recupera, pues, la perspectiva escatológica de la institución. Datos esparcidos en los dos primeros capítulos corrigen la visión de los manuales de la primera mitad de este siglo, cuando se tendía apologéticamente a identificar dos realidades, Iglesia y Reino de Dios [46]. Se matizaba que el Reino se halla en la Iglesia sólo en germen (LG 5:2), incoado (9:2), praesens in mysterio (3); la Iglesia todavía “está en camino, lejos” (peregrinatur: 6:5), “anhela el Reino consumado” (5:2). Es el «ya / todavía no», que hizo famoso el exegeta congregacionalista CHARLES H. DODD. Todo ello obtiene nueva fuerza al añadírsele el cap. 7º, “Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial”. Obsérvese que suponía un cambio por cuanto en el esquema penúltimo todavía se decía «carácter escatológico de nuestra vocación, y nuestra unión...» que no era sino un enfoque puramente individualista: la orientación escatológica y el paso a la perfección definitiva parecían ser sólo cosa de los miembros de la Iglesia –como si los autores del esquema tuvieran reparo en atribuir fragilidad y provisionalidad terrenas a la Iglesia misma. Este prejuicio fue criticado al comienzo de la sesión tercera, y así se logró que en el título apareciera la Iglesia peregrina como sujeto [47].

El Concilio mostraba así sentido de la historicidad de la Iglesia, que había faltado en la mayoría de los que asistieron al Vaticano I el siglo anterior, pero que era ya una adquisición de las nuevas generaciones. La Iglesia, Pueblo de Dios en marcha, subrayaba su condición de hallarse siempre en proceso, abocada hacia adelante junto con todo lo creado. Es éste el fundamento de la revisión crítica a que está llamado, en cada etapa de su existencia, el Reino hecho historia [48]. El fundamento del aggiornamento [49].

Finalmente,  hay  que  añadir  que  lo  dicho  en  la  frase  de  LG  48:3  acerca  de los «sacramentos e instituciones» [50] se puede también aplicar, aunque el texto no lo mencione, a «la formulación de los documentos dogmáticos de la Iglesia, en cuanto tentativas de aproximación a la Verdad eterna en un lenguaje humano y por tanto limitado en sus medios» [51]. Es lo que enseñó más tarde Mysterium ecclesiae en su nº 5 [52].

         2.2.1.  La eclesialidad de los cristianos separados

Estudiamos ahora dos modificaciones realizadas por el Vaticano II acerca de la eclesialidad de los cristianos que no están en comunión con la Sede Apostólica romana. La primera se refiere a los individuos; la segunda, a sus comunidades.

a)       Los individuos: bautismo y pertenencia a la Iglesia

La encíclica Mystici corporis (MC) publicada durante la II Guerra mundial (1943), ha sido considerada «un hito en la evolución de la moderna eclesiología» (P. HÜNERMANN); con todo, no se distinguió por su apertura ecuménica. En el punto que nos ocupa afirmaba:

«En realidad, sólo ha de contarse entre los miembros de la Iglesia a quienes han recibido el baño de la regeneración y profesan la verdadera fe, y ni se han separado lamentablemente (misere) de la contextura de este Cuerpo ni han sido apartados de él por la autoridad legítima por faltas gravísimas. (...) Como en la verdadera asamblea de los fieles de Cristo no hay sino un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo bautismo, así no puede haber sino una sola fe (cf. Ef 4, 5), y por tanto el que rehúsa escuchar a la Iglesia debe ser considerado, según lo manda el Señor, como pagano y publicano (cf. Mt 18, 17). Por lo cual, los que están divididos entre sí por la fe o por el gobierno no pueden vivir en este Cuerpo único ni de su único Espíritu divino» (DSch 3802 / 2286) [53].

«No cualquier pecado, por grave que sea, separa por su naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia -como en cambio lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía» (DSch 3803 / 2286) [54].

«El Espíritu Paráclito (...) rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo» (DSch 3808 / 2288) [55].

Esos textos defendían una posición que «ni el esquema reformado de J. KLEUTGEN en el Vaticano I había profesado» [56]. Se recibieron por algunos teólogos con gran reticencia. Terminada la guerra, los autores se esforzaron por interpretarlos del modo más benigno. El primero fue KLAUS MÖRSDORF, con su distinción entre pertenencia constitucional y activa; la primera es la producida por el bautismo, la activa es la realización personal del carácter bautismal. Todo bautizado es miembro constitucional, pero puede tener un obstáculo canónico que le impida la pertenencia activa plena [57]. K. RAHNER, por su parte, recordó la doctrina anterior a la encíclica sobre membrum re y  membrum voto y sugería distinguir entre «pertenencia» (concepto más amplio) y «carácter de miembro» (Gliedschaft), al que MC daba un sentido muy estricto [58]. Otros teólogos ideaban otras fórmulas [59]. Las propuestas, sin embargo, no fueron bien vistas: «Algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la verdadera Iglesia para alcanzar la  salvación eterna», decía la Humani generis [60].

El tema, pues, era delicado. Urgía una matización, pero tenía que venir del magisterio. A prepararla se aprestó AUGUSTIN BEA en su calidad de presidente del Secretariado para la Unidad. Había que contar, como se vio enseguida, con la oposición de «un teólogo de Roma, no italiano, influyente y que 'ejercía autoridad'» y que reaccionaría enseguida tachando de inaceptables las explicaciones de Bea [61].

A sus ochenta años, el cardenal recorrió los principales centros intelectuales de Centroeuropa e Inglaterra. Al abordar el tema que nos ocupa, su punto de partida eran documentos de la misma autoridad que los de Pío XII [62]. Bea citaba a Juan XXIII, que llamaba a los cristianos separados «nuestros hijos» y «nuestros hermanos» (discurso en el conclave y encíclica Ad Petri cathedram) y a Pío XII mismo en otra de sus encíclicas (Mediator Dei) donde decía que los creyentes en Cristo «se convierten por el bautismo, con el título general de cristiano, en miembros del Cuerpo místico de Cristo» [63] y procuraba hacer referencia al cn. 87 del antiguo CIC [64]. Citaba también los textos bautismales de s. Pablo (1Co 12, 13; Ga 3, 27). Y concluía:

«La doctrina de Mediator Dei y de s. Pablo es universal: habla del efecto del bautismo como tal, con la sola condición de que sea válido. Por tanto tiene que poder aplicarse también de alguna manera a nuestros hermanos separados de la Sede apostólica como consecuencia de una herejía o de un cisma heredados de sus antepasados».

Las declaraciones rígidas de MC las interpretaba el cardenal Bea así:

«La encíclica MC niega la pertenencia de herejes y cismáticos al Cuerpo místico, que es la Iglesia, sólo en aquel sentido pleno en el que se afirma de los católicos; esto es, niega la plena participación en la vida que Cristo comunica a su Iglesia y en el Espíritu divino de Cristo que la anima y vivifica. Los hermanos separados están privados ciertamente del disfrute de tantos privilegios y gracias propios de los miembros unidos visiblemente con la Iglesia católica, pero la encíclica no excluye de ningún modo toda pertenencia a la Iglesia y todo influjo de la gracia de Cristo [...]. Como consecuencia de su pertenencia fundamental, aunque no plena, a la Iglesia, gozan ellos también del influjo de la gracia de Cristo. [...] El Espíritu Santo obra por tanto de manera especial y abundante también en ellos aunque, ya lo hemos dicho, no tan plena...» [65].

El lenguaje de Bea «era un lenguaje nuevo» en los oídos que le escuchaban en las ciudades suizas, alemanas, inglesas, comentará J. Willebrands en el centenario del nacimiento del cardenal. Así, el de Unitatis redintegratio:

«Quienes ahora nacen en esas comunidades [separadas] y se nutren en ellas con la fe de Cristo (...) y han recibido debidamente el bautismo quedan constituidos en cierta comunión -aunque no perfecta- con la Iglesia católica. Es cierto que por discrepancias existentes (...) se oponen no pocos obstáculos, a veces bastante graves, a la plena comunión eclesial, obstáculos que intenta superar el movimiento ecuménico. Sin embargo, justificados en el bautismo por la fe, están incorporados a Cristo y, por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos, y los hijos de la Iglesia católica los reconocen con razón como hermanos en el Señor» (UR 3:1).

b)       La eclesialidad de las comunidades

Quizá el modo más existencial de acercarnos al problema sea citar una frase del obispo protestante de Oslo, ANDREAS AARFLOOT, en su discurso de bienvenida al Papa durante el viaje de éste a los Países nórdicos, junio de 1989:

“Desde el Concilio Vaticano II, (...) hemos advertido un reconocimiento creciente, por parte de la Iglesia católica, de otras estructuras y tradiciones eclesiales. Indirectamente, el hecho de que la Iglesia católica se haya comprometido en diálogos bilaterales con las iglesias luteranas a través de la Federación Luterana Mundial nos parece una señal de práctico reconocimiento eclesiológico. Nosotros nos consideramos genuinas iglesias, con la necesaria cualidad sacramental y estructural. Pero estamos aguardando el día en que Su Santidad reconozca expresa e inequívocamente el carácter eclesial de las Iglesias luteranas y demás Iglesias protestantes.”

El noruego simplificaba quizá el punto de vista luterano [66], pero planteaba un interrogante serio. A su modo, lo había planteado ya el P. CONGAR en 1937: «qué son, a los ojos de la Iglesia, las cristiandades disidentes» [67]. No bastaba con preguntarse qué son, a los ojos de la Iglesia, los cristianos disidentes; el ecumenismo comenzaba cuando se admite que los otros -no sólo los individuos, sino los cuerpos eclesiásticos como tales- tienen también dones de Dios; «en la medida en que las cristiandades disidentes hayan conservado principios de comunión con Dios, puestos por Cristo en su Iglesia, (...) podrá ser verdadero decir que las almas se santifican en ellas no a pesar de su confesión sino en y por ella» [68].

Pero fue después de la segunda Guerra mundial, con la fundación del WCC, cuando empezó a preocupar al Magisterio romano el problema de la realidad eclesial de esas comunidades [69].

Juan Pablo II no dio respuesta, en su discurso, al obispo luterano de Oslo. Sin embargo el Vaticano II, como reconocía Aarfloot, ha dejado abierta una vía importante para dialogar sobre ello.

2.2.2.  La dialéctica obispos-papa

Lo que ahora abordamos recoge el resultado de un debate, el más largo de los mantenidos en el Vaticano II, pero que es mucho más viejo que el Concilio: el del equilibro de papeles entre los obispos y el papa. Con desigual éxito, la discusión ha estado presente en la vida de la Iglesia católica durante todo el segundo milenio. Su desenlace sigue pendiente, pero se han dado nuevos pasos hacia él. Si los incluimos aquí es porque están relacionados con el punto más sensible del diálogo ecuménico, el del primado papal.

Digamos que el Concilio inició la apertura de una brecha en la concepción primacial que el Vaticano I pareció sancionar, primero porque, por el hecho de reunirse, “refutó el dogma de 1870 que parecía volver inútil y hasta teológicamente imposible la celebración del Concilio” [70]; pero, además, porque devolvió al ministerio episcopal su plena sacramentalidad y restableció la responsabilidad colegiada común del Papa y los obispos para conducir la Iglesia universal. Fue esto fundamentalmente lo que alargó tanto la discusión sobre el capítulo III de Lumen Gentium y lo que, al centrar la preocupación en un solo extremo, impidió se tratara con detenimiento del ministerio presbiteral [71].

Esto dicho, es innegable la gran aportación positiva que el capítulo III contiene.

Señalamos al menos tres de sus matizaciones importantes:

a)       La primera, la decisión del Concilio de fundamentar las estructuras eclesiales en una ontología de gracia sacramental:

«Este santo Sínodo enseña que en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden (...), cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal confiere también, junto con el oficio de santificar, los oficios de enseñar y de regir, los cuales sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio.» (LG 21:2).

GÉRARD PHILIPS, que tanta parte tuvo en la preparación de LG, escribió acerca de ese párrafo: «El episcopado considerado como sacramento y como colegio, he ahí la parte más original del capítulo»; y más adelante: «El vínculo entre la sacramentalidad y la colegialidad de la función episcopal constituye, a nuestro parecer, el progreso teológico más importante efectuado por el Concilio» [72].

La oscuridad que sobre este punto reinó había llegado hasta nuestro tiempo. Parece que san Jerónimo tuvo mucha parte en ello. Según él, un colegio de presbíteros de Alejandría habría estado ordenando durante un cierto tiempo al obispo del lugar. Jerónimo y su fuente (el Ambrosiaster) parecen movidos por el afán de mostrar la superioridad del presbítero frente al diácono, pero la actitud polémica del santo ha pesado mucho «en el desarrollo ulterior de la teología latina, que ha dado a veces en no saber lo que distingue al presbítero del obispo» [73].

b)       La segunda, que el Concilio redescubre el significado de la Iglesia local: en ella está presente la plenitud de la Iglesia universal toda entera. La idea de que la Iglesia local representa a toda la Iglesia era fundamental en la Iglesia primitiva. Esta idea se halla claramente expresada en la constitución sobre la liturgia, donde se presenta a la Iglesia local como «la más alta manifestación de la Iglesia»  cuando se reúne en torno al obispo en asamblea litúrgica, en especial al celebrar la Eucaristía (SC 41:2). Por su parte, el decreto Christus Dominus sobre los obispos dice que en la diócesis o Iglesia local, «adherida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, ... se halla y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, Una, Santa, Católica y Apostólica» (ChD 11:1). Y también, por supuesto, Lumen Gentium en los nn. 23:1 («en ellas y a partir de ellas») y 26:1:

«La Iglesia de Cristo está verdaderamente presente (vere adest) en todas las legítimas comunidades locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, también son llamadas iglesias en el NT. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo convocado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1Ts 1, 5). En ellas son congregados los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo».

Por la Cena (prosigue el Conc.) queda unida toda la fraternidad. «En estas comunidades, ya sean pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuyo poder se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» [74].

Desde la reforma gregoriana (fines del s. XI), había adolecido el catolicismo de una teología insuficiente de las Iglesias locales. Se privilegiaba la consideración de la Iglesia universal, con insistencia creciente en el poder papal [75]. ¿Es una casualidad que el momento decisivo, o punto de inflexión, de este fenómeno de atrofia/hipertrofia tuviera lugar poco después del distanciamiento entre Oriente y Occidente? [76]

c)       Tercero, la apuesta por la colegialidad que es prolongación de las dos afirmaciones anteriores. El término mismo no está en los textos del Concilio (sí está collegium). Pero es una consecuencia de lo que dice LG 22:2: «El orden de los obispos (...) en el que perdura el colegio apostólico, es también, junto con su cabeza (...), sujeto de la potestad plena y suprema en la Iglesia universal» [77].

No es posible aquí explicar la colegialidad tal como se debatió en el aula conciliar. Se la ha llamado exageradamente «espina dorsal de todo el Concilio», «centro de gravedad del Vaticano II»; en todo caso, éste fue el debate más animado. Pero ha de mencionarse algo referente al capítulo III de LG acerca de que sigue pendiente el desenlace del contencioso teológico obispos-papa: lo acontecido en la semana negra (15-21 nov. 1964), en especial la «nota explicativa previa a los modos» sobre el capítulo III que se comunico a los padres «por mandato de la autoridad superior» inmediatamente antes de la votación final de la LG, demostró que:

«no se ha encontrado aún la forma de realización del primado ni de formulación de su doctrina que deje claro ante las Iglesias de Oriente que una unión con Roma no significaría someterse a una monarquía papal sino restablecer el vínculo de comunión con la sede de Pedro» [78].

Resumiendo, el Concilio afirma la conexión entre la gracia sacramental y la estructura eclesial, la importancia de la iglesia local, la competencia y responsabilidad colegiales del episcopado. Se vuelve así a una conciencia más viva de continuidad con la Iglesia del primer milenio. Pero el Concilio en el último momento no ha podido llegar al final esperado.

Comprendamos los inevitables tanteos, imprecisiones y compromisos de un Concilio que por primera vez abordaba detenidamente el tema de la Iglesia. Habrá que continuar «liberando» la fuerza que late en tantos pasajes, a veces dispersos, y lograr su mayor reajuste. Pero lo que se ha avanzado y descubierto es mucho y está llamado a tener repercusión en el futuro. A no ser que se detuviera el cambio de orientación iniciado en el Vaticano II [79]. Un poco de nostalgia queda, sin embargo, sobre todo al releer lo que el teólogo E. AMANN escribía doce años antes de que comenzara el Vaticano II:

«Desde el tiempo de Gregorio VII los papas habían reivindicado con energía extraordinaria a veces este poder casi absoluto y discrecional sobre el episcopado. Los grandes debates de los siglos XV y XVI habían traído el repliegue de tales ideas. Reimpulsadas un tanto a comienzos del XIX no habían recuperado toda la fuerza lograda en tiempos de la 'monarquía pontificia'. Ahora [en el Vaticano Primero] lo conseguían. Los años que siguieron al Concilio iban a traer un reforzamiento de la acción directa del papa sobre las diócesis y, digamos la palabra, de la centralización papal. Lamentablemente, el problema de la conciliación de los derechos divinos del episcopado con los derechos divinos del papa no pudo discutirse (...). Sin embargo, una teología bien equilibrada de la Iglesia reclama que este problema sea planteado; y la vida práctica pide asimismo que sus aplicaciones queden reguladas. ¿Será ésta la obra del Vaticano II? Es el secreto del futuro» [80].

Héctor Domínguez en dialnet.unirioja.es

Notas:

36        K. RAHNER, Das neue Bild der Kirche (= La nueva imagen de la Iglesia), en: Schriften zur Theologie, VIII (Einsiedeln 1967 [no está traducido]), 330: “En este Concilio, la Iglesia ha sido no sólo el sujeto sino también el objeto de las afirmaciones conciliares; éste ha sido el Concilio en que la Iglesia reflexiona sobre la conciencia que tiene de sí misma.”

37        Sin olvidar la preocupación romana por apagar cualquier rescoldo de galicanismo...

38        La cosecha teológica del medio siglo anterior al Concilio está bien presentada en la obra de ROGER AUBERT, La théologie catholique au milieu du XXe siècle, Paris-Tournai 1954.

39        Nº 17 del discurso, en la edic. de la BAC, Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones..., Madrid 41967, 1006s.

40        La misma orientación en el primer texto de la comisión ortodoxo-católica (1982): El  misterio de la Iglesia... a la luz del misterio de la Santísima Trinidad, en: Enchiridion oecumenicum, I, 504.

41        Y. CONGAR, Le diaconat dans la théologie des ministères, en coll. Unam Sanctam, t. 59 (Paris 1966) 127.

42        Todavía dos años antes de convocarse el Concilio, era un exegeta, no un teólogo, el que trataba la voz eschatologie en el diccionario Catholicisme (4, 410-414); cf. M. MICHEL, “Le retour de l'eschatologie dans la théologie contemporaine”: Revue des Sciences Religieuses 58 (1984) 180-183.

43        TILLICH, “Die Wiederentdeckung der prophetischen Tradition in der Reformation” (= El redescubrimiento de la tradición profética en la Reforma): NZSystTh 3 (1961) 237-238; ID., “Die bleibende Bedeutung der katholischen Kirche für den Protestantismus” (= La relevancia permanente de la Iglesia católica para el protestantismo): ThL 87 (1962) 641-648 (ambos art. también en sus obras completas, tomo VII del año 1962). Tillich propugnaba en el protestantismo el movimiento contrario: revalorizar la dimensión sacramental-sacerdotal; ahí veía él el valor de la aportación católica.

44        AS II/I 346.

45        J. RATZINGER, Das Konzil auf dem Weg. Rückblicke auf die Zweite Sitzungsperiode des Zweiten Vatikanischen Konzils, Köln 1964, 28-30.

46        En el Vaticano I, el esquema segundo de ecclesia que no llegó a discutirse decía que la Iglesia era Dei civitas et regnum caelorum merito appellata (cap. 2º); y el título del cap. 9º: ecclesiam esse verum regnum, divinum, immutabile et sempiternum (MANSI 53, 309 y 315).

47        Cf. O. SEMMELROTH en su comentario al capítulo VII de LG (en: Das Zweite vatikanische Konzil, suplemento del Lexikon für Theologie und Kirche I (1966) 314-316. El autor comenta que sin la dinámica escatológica lo institucional de la Iglesia hubiera quedado “incorrectamente descrito”.

48        Proceso de revisión necesario pero delicado. “Que el Pueblo peregrino de Dios, en su camino a través del segundo milenio, haya venido a ser un pueblo en desacuerdo y escindido encuentra su explicación en último  término en la distinta manera de comprender, en cristología y eclesiología, la escatología hecha historia” (H. SCHÜRMANN, Orientierungen am Neuen Testament, III, Düsseldorf 1978, 11).

49        “La extensión de la afirmación de transitoriedad a las 'instituciones' sugiere, salvas siempre aquellas cosas que Cristo quiso inmutables en su Iglesia, la necesidad de la puesta al día de muchas de las instituciones eclesiásticas; en otras palabras, en la transitoriedad de esas instituciones radica el fundamento teórico del trabajo de 'aggiornamento'“, en: C. POZO, Teología del más allá, Madrid 1980, 554.

50        “Y mientras llegan los cielos nuevos y la tierra nueva, en los que tiene su morada la santidad, la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa [...]” (LG 48:3)

51        G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano, II, Barcelona 1969, 218s.

52        AAS 45 (1973) 402s; Ecclesia (1973) 882s.

53        AAS 35 (1943) 202-203.

54        AAS 35 (1943) 203.

55        ID., 220.

56        G. DEJAIFVE, “L'appartenance à l'Eglise du concile de Florence à Vatican II”: NRTh 99 (1977) 34.

57        KL. MÖRSDORF, Die Kirchengliedschaft im Lichte der kirchlichen Rechtsordnung (=La pertenencia a la Iglesia a la luz de la ordenación jurídica eclesiástica): Theologie und Seelsorge 1 (1944) 115-131; art. recogido y reelaborado en sus Schriften zum Kanonischen Recht, Paderborn-München 1980, 148-167.

58        Die Zugehörigkeit zur Kirche nach der Lehre der Enzyklika Pius' XII M.C.C, ZkTh 69 (1947) 129-188; en español, Escritos de teología, II 9-94 (el título original dice “pertenencia”, no “incorporación”).

59        Citas y resumen en DEJAIFVE a.c., 36-37.

60        Encíclica Humani generis, AAS 42 (1950) 571. Precede a esas palabras la identificación del  Cuerpo místico con la Iglesia católica romana, que veremos más adelante.

61        Sigo en estos datos a un testigo de excepción, el card. JAN WILLEBRANDS, a quien Bea incorporó a su equipo de trabajo (cf. supra pág. 12 con la referencia en nota 20).

62        Su conferencia, en A. BEA, La unión de los cristianos, Barcelona 1963, 11-38.

63        AAS 39 (1947) 555; DSch 3850 / 2300.

64        El canon 87 decía: “Por el bautismo queda el ser humano constituido persona en la Iglesia de Cristo con todos los derechos y obligaciones de los cristianos a no ser que, en lo tocante a los derechos, obste algún óbice que impida el vínculo de la comunión eclesiástica o una censura infligida por la Iglesia”. En el nuevo código es  el canon 96.

65        A. BEA, o. c., 28.30.32.33. La conferencia se publicó como primicia en La civiltà cattolica 112/1 (1961) 113ss. Los textos que cito están cotejados con esa primera versión.

66        Algunas comunidades protestantes no desean ser llamadas Iglesias.

67        Chrétiens désunis. Principes d'un “oecuménisme” catholique, Paris 1937, XV y título de la página 300.

68        Ibíd., 306.

69        G. DEJAIFVE, Un tournant décisif de l'ecclésiologie à Vatican II, Paris 1978, 79.

70        O. CLÉMENT, Roma, de otra manera. Un ortodoxo reflexiona sobre el papado, Cristiandad, Madrid 2004, 97.

71        Unilateralidad hubo también dentro de la cuestión misma obispos-papa: la dialéctica Iglesia universal/comunión de Iglesias apenas si fue contemplada. Es éste un contencioso postconciliar incómodo entre teólogos y Curia romana.

72        G. PHILIPS, o. c., II, 305 y 306.

73        R. LAURENTIN, L'enjeu du Concile. Bilan de la deuxième session, Paris 1964, 47.

74        K. RAHNER, o. c., 334-335, comenta la inserción tardía de este párrafo en un texto ya ultimado: “prescindamos de si éste era el sitio  más  acertado; lo importante es que está y que dice lo  que había que decir”. G. PHILIPS reconoce lo “inesperado” de que el tema de la Iglesia local sea tratado “en conexión con el poder santificador del  obispo”, y pide que se lea el  texto con  “una cierta simpatía” pero, pese  a  las  dos  páginas  que dedica a explicarlo, silencia que el párrafo intercalado se debió a la protesta de muchos padres (rogantibus pluribus patribus: AS III/I 253) que dentro y fuera del aula conciliar se quejaban de que la LG enfocara la Iglesia “demasiado unilateralmente” desde el punto de vista de la Iglesia universal y su estructura dejando menos clara no sólo la vida concreta de la Iglesia donde realmente tiene lugar sino las consecuencias de la relación fundamental entre la ekklesía como comunidad local, que es “cuerpo de Xto”, y la ekklesía como unidad de esas Iglesias, fundada en la verdad y el amor en Cristo. Rahner, del que tomo este resumen, menciona en especial la intervención del arzobispo E. ZOGHBY vicario del patriarca oriental MAXIMOS IV (Das Zweite Vatikanische Konzil, suplemento del Lexikon für Theologie und Kirche, I (1966), 242s); la referencia de Philips, en: La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano, I, ad numerum 26 de LG.

75        Cf. Y. CONGAR, “Autonomie et pouvoir central dans l'Eglise vus par la théologie catholique”: Irénikon 53 (1980) 291-313; ID., De la communion des Eglises à une ecclésiologie de l'Eglise universelle, en: L'épiscopat et l'Eglise universelle, Paris 1962, 227-260. Sobre la Iglesia local, cf. H. LEGRAND, “La Iglesia local”, en: Iniciación a la práctica de la teología. III. Dogmática, 2, Madrid 1985, 138-319; J. M. R. TILLARD, L'Eglise locale. Ecclésiologie de communion et catholicité, Paris 1995.

76        Aquí tenemos quizá un caso de aplicación del sentido de la historicidad en la Iglesia para no considerar necesariamente la fortaleza del papado en un momento de lucha con el Imperio (en el que muchos obispos eran señores feudales) como una adquisición eclesiológica. Lo que fue, entre otros factores, una necesidad política  por el bien de la Iglesia permite, y exige, distinguir entre esencia y formas históricas.

77        Se puede leer a H. LEGRAND, Colegialidad y primado según el Vaticano II, en: Iniciación a la práctica de la teología. III. Dogmática, 2, Madrid 1985, 289-303.

78        J. RATZINGER, Ergebnisse und Probleme der dritten Konzilsperiode, Colonia 1965, 49s.

79        Cf. las serias reflexiones de PIERRE DUPREY, del Secretariado para la Unidad, en Herder-Korrespondenz 39 (1985) 213ss.

80            E. AMANN, “Concile du Vatican ”, en : Dictionnaire de théologie catholique XV, 1950, col. 2583.