Las Provincias - Valencia, 10-X-2005
Hablaba Benedicto XVI a los jóvenes reunidos en Colonia. Refiriéndose a
Así, esa violencia brutal, que acaba con la vida de Jesús, se transforma en amor porque Él se entrega libremente por la salvación del hombre y, además, en un delirio de amante, vendrá para siempre a las especies consagradas para hacer presente su pasión redentora, servirnos de alimento y permanecer con nosotros en el sagrario. Para quien cree en
Hay muchas formas de violencia: guerra, terrorismo, maltrato doméstico, aborto, pobreza, eutanasia, desprecio por la ecología, calumnia, difamación, privación injusta de la libertad, abusos sexuales de todo tipo, injusticias variadas, ataques a la libertad religiosa y de las conciencias, diversas formas de falta de libertad escolar, terrorismo de Estado, controles a la libertad política, cultural, artística, etc., o, sencillamente, el insulto y la mentira.
Sé que no soy exhaustivo, pero ya es un triste elenco o, si se quiere ser positivo, un inmenso abanico de crueldades para transformarlas en amor por tantas vías diversas: la comprensión, el perdón, el arrepentimiento, control de los instintos desatados, compromiso real con la libertad y la democracia, buena educación, espíritu de servicio, dar y darse, mentalidad abierta al bien, etc., etc.
En definitiva, cambiar los excesos injustos por un afecto real. San Josemaría fue mal entendido cuando escribía sobre la santa coacción, aunque siempre explicó que no era un empujón, sino ofrecer luz, doctrina, cariño, una sonrisa, simpatía, etc. Esa era su coacción. Por eso, en una entrevista a Le Figaro y refiriéndose a la libertad religiosa, afirmaba: “He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer”.
No cito al fundador del Opus Dei para una especie de autopropaganda, sino porque tiene una amplia doctrina –avalada por la vida– de amor, de libertad y de paz. En vísperas de su canonización, decía el cardenal de Kinshasa (Congo): “La violencia y la división tienen como causa frecuente la intolerancia y el rechazo de la diferencia. Nos conviene descubrir y vivir la predicación del beato Josemaría: una constante llamada a aprender a vivir juntos, a trabajar juntos; sin dar importancia a la raza, al contexto cultural, a la condición social, a las opciones políticas...”.
Dentro de la panoplia de las causas de la violencia –que cada uno hemos de buscar en nosotros para desterrarlas del corazón–, Juan Pablo II citaba la “no-verdad”, por la que entendía “todas las formas y todos los niveles de ausencia, de rechazo, de menosprecio de la verdad: mentira propiamente dicha, información parcial y deformada, propaganda sectaria, manipulación de los medios de comunicación, etc.”.
Todas las formas de no-verdad preparan el terreno de la violencia, están en su base. “La violencia –decía el anterior pontífice– se impregna de la mentira y tiene necesidad de la mentira.’’
Bastarían estas consideraciones para que todos encontrásemos espacios de lucha por la paz y por el amor en nosotros mismos, cada cual según su estado y condición. La paz es obra de la justicia, se ha repetido mil veces. Pero toda injusticia encierra una no-verdad. Por eso, el hombre justo, el hombre de paz ha de procurar reconocer la parte de verdad que hay en toda obra humana y, por supuesto, todas las posibilidades de verdad que hay en lo más íntimo del hombre. Y está la otra cara de la moneda: la obligación que toda persona tiene de buscar la verdad, vivirla y proclamarla siempre que sea necesario: la verdad sobre Dios y sobre el hombre, sobre la vida –toda vida– y la libertad, sobre el respeto a personas, instituciones y cosas, etc., etc.
Además, “el violento pierde siempre, aunque gane la primera batalla [...], porque acaba rodeado de la soledad de su incomprensión” ( Surco ). Y es que mientras el amor es fecundo y genera paz y confianza alrededor, la violencia es estéril y acaba aislada por sí misma.