Una auténtica espiritualidad sabe decir que no al pesimismo estéril
Es notorio que en nuestros días muchos cristianos están entregando su vida en tareas de amor al prójimo: cuidados de la salud, superación de las adicciones, fomento de la educación, atención a los ancianos. Incluso en ambientes hostiles. Y se hace necesario crear espacios motivadores y sanadores, para estos hombres y mujeres, muchas veces abnegados (Papa Francisco, Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 76-77).
Habría que tomar en consideración algunas tentaciones, que se oponen a éstos y a otros promotores de la nueva evangelización. Una de ellas sería el excesivo apego a la propia autonomía y distensión: una vida espiritual aislada de la entrega a los demás, cuyas tareas serían como un simple apéndice de la propia vida. Ello supondría una falta de identidad y un cierto complejo de inferioridad, un relativismo práctico: como si Dios no existiera, como si no existieran los demás; una evasión de los compromisos, sin entregar el tiempo libre. Un síntoma de esto podría ser la escasez de catequistas (idem, nn. 78-81).
Existe la tentación de una espiritualidad desligada de la acción, que se consuela con proyectos fantasiosos, con más atención a la organización que a las personas, con una huida de las contrariedades y de la cruz. Un gris pragmatismo mezquino, con tristeza y con poca esperanza. No hay que perder la alegría evangelizadora (idem, nn. 82-83).
Una auténtica espiritualidad sabe decir que no al pesimismo estéril: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Romanos 5, 20); ayuda a descubrir el vino que se convierta en agua, el trigo en medio de la cizaña, a valorar siempre lo positivo. No tiene justificación el derrotismo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Corintios 12, 9). La Cruz no es derrota, sino bandera de victoria (idem, nn. 84-85).
Si bien en algunos lugares se ha producido una desertización espiritual y en otros hay una resistencia abierta a las luces del Evangelio, también es verdad que abundan las personas de fe, y una notable sed espiritual en muchos. Convendrá decir sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo, a las nuevas posibilidades que abre la comunicación. Rechacemos la sospecha y la desconfianza, poniendo el acento más en las relaciones personales que en las mediáticas. Hay que llegar a una revolución de la ternura (idem, nn. 86-88).
Rafael María de Balbín