La reflexión ética de nuestros días gira fundamentalmente en torno a la relación entre libertad y verdad de la acción humana. Podría decirse desde esta perspectiva que la articulación o contraposición entre estas dos notas constitutivas de la moralidad del obrar humano dan lugar respectivamente a una concepción unitaria de la ética o a una proliferación de “éticas adjetivadas”, dialécticamente contrapuestas entre sí.
Es esta unidad de la ética la que se resiente en algunas de las actuales conceptualizaciones de la moralidad en las que el valor de la libertad queda absolutizado, hipertrofiado, en detrimento de ese otro valor que es la verdad y sentido objetivo de toda acción auténticamente humana.
La contraposición entre “ ética formal y procedimental y de normas” y “ética material de bienes y de virtudes”; entre “ética privada y ética pública”; entre “ética civil y ética religiosa”; entre “ética de mínimos y ética de máximos”, por citar solo unos cuantos ejemplos, es un claro exponente de esta fragmentación.
El supuesto que tras esta fragmentación se advierte es una visión atomizada de la pluralidad de elementos que integran la unidad vital de la acción humana, con la consiguiente imposibilidad de ofrecer una propuesta ética universal, es decir, dotada de validez para toda persona humana, en cuanto fundada en el reconocimiento de los bienes fundamentales y valores básicos perfectivos de la dignidad común a todos y cada uno de los individuales existentes personales
La recuperación del nexo entre libertad y verdad; entre el ser, la verdad y el bien de toda acción humana, es decir, la visión integradora de los diversos elementos que intervienen en la configuración del ser y sentido de la acción humana, es hoy la tarea prioritaria de la reflexión ética.
Este el desafío que le plantea esta proliferación de éticas adjetivadas constituidas por propuestas parciales, sectoriales, de validez particular para los diversos ámbitos en que se desarrolla el obrar humano y las diversas motivaciones que la inspiran, constituidas como totalidades que se justifican por su respectiva lógica, dialécticamente contrapuestas entre sí como si de otras tantas “éticas” se tratara.
La conciliación entre la unidad y la pluralidad, entre la riqueza entrañada en lo uno y la unidad integradora de lo múltiple, ha sido y continuará siendo un permanente problema filosófico no siempre adecuadamente resuelto. Y que nos vuelve a aparecer en ese aparente conflicto entre una propuesta ética universal –inspirada en la unidad de la acción humana– y las propuestas éticas parciales –inspiradas en la pluralidad de elementos que la integran y de los diversos ámbitos que se ejerce–.
En mi opinión, la recuperación de la unidad de la ética frente a la fragmentación de los múltiples elementos que la integran exige ante todo como principio inspirador el respeto tanto a la libertad como a la verdad: a esos dos radicales de la inteligibilidad de la acción humana.
El respeto tanto a la libertad como a la verdad del obrar del agente humano habrá de ser el alma de los principios inspiradores de esa tarea urgente en nuestros días de devolver a la ética su unidad, fundamentada en ese centro de unidad que es la persona humana.
Ni la verdad ni el bien que el agente humano está llamado a alcanzar pueden ser entendidos desligados de la verdad y el bien de la libertad, como tampoco la libertad puede entenderse como un valor absoluto, desligado de la verdad y el bien que la realiza como auténtica libertad.
Y es justamente el valor de la verdad y su adecuada articulación con la libertad, según comencé diciéndoles a ustedes, la cuestión de fondo entre esos dos modelos éticos fundamentales en que se substancia en definitiva el debate ético actual.
La contraposición dialéctica entre verdad y libertad frente a su armónica articulación respetuosa con uno y otro valor indisolubles de toda auténtica acción humana –con anterioridad e independencia de los diversos ámbitos en que ésta se desarrolle y de las diversas motivaciones que la inspirense hace particularmente notoria en esa peculiar conceptualización, en ese pretendido nuevo marco teórico para la ética que, a juicio de algunos cultivadores de la filosofía práctica –ética, jurídica y política– demanda la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.
Una muestra de esa contraposición dialéctica entre verdad y libertad la ofrece el intento actual de elaborar una “ética civil” –propia de los ciudadanos de esta moderna sociedad–, nítidamente diferenciada, si ya no opuesta, a la “ética religiosa” –propia de los creyentes, de los adeptos a una determinada confesión religiosa–.
Constituye, a mi juicio, una expresión paradigmática de la fragmentación de la unidad de la ética a la que vengo refiriéndome.
Surge esta peculiar conceptualización con el intento de elaborar los principios éticos que deben regular la convivencia ciudadana en la actual sociedad pluralista, democrática y secularizada.
Estos rasgos de la sociedad moderna se consideran hasta tal punto determinantes de esta formulación de la «ética civil» que, privada ésta de su vinculación a este horizonte de la realidad social, carece, a juicio de sus propugnadores, de consistencia real.
Cualquier pretensión de elaborar una ética reguladora de la convivencia social en la que estas notas no tuvieran carácter determinante, queda excluida de esta propuesta.
La «ética civil» –se dice– exige de suyo la no confesionalidad social; es un concepto correlativo al pluralismo moral, y demanda la aceptación del sistema democrático como el único procedimiento adecuado para el establecimiento de las normas reguladoras de la convivencia social.
Semejante conceptualización de la «ética civil» da por sentado que el pluralismo moral, la democracia y el secularismo son de suyo indicadores indiscutiblemente positivos del desarrollo que la libertad y autonomía del ciudadano han alcanzado en la sociedad actual, frente a la imposición que sobre él ha venido ejerciendo una ética dotada de principios universales, pretendidamente fundados en la verdad del ser y el obrar humanos.
O, dicho de otro modo, que son valores morales que han de ser asumidos sin más como ingredientes constitutivos de una auténtica convivencia social.
A partir de la aceptación indiscriminada de este supuesto, esta propuesta de «ética civil» considera necesario establecer una distinción entre «ética pública» y «ética privada», y entre «ética laica», presidida por la racionalidad, y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad.
La «ética privada» vendrá determinada por aquellos contenidos de valor que el individuo decida libremente dar a su propio proyecto de vida, mientras que la «ética pública» habrá de ser una ética formal, sin contenidos; procedimental y de normas, sin otra finalidad que la de hacer posible que cada uno de los individuos pueda llevar a cabo su propia opción moral en la convivencia social.
Huelga advertir que en una sociedad que ha asumido el pluralismo moral como un valor moral indiscutible, carece de sentido exigir o invocar unos criterios racionales que permitan distinguir un proyecto de vida moralmente correcto del que no lo es.
Cualquier proyecto de vida es moralmente correcto por el simple hecho de haber sido libremente elegido; es igualmente aceptable, dado que no existe ninguno que pueda legítimamente alzarse con la pretensión de ser el verdadero y correcto.
Decir lo contrario supondría introducir un factor de dogmatismo, de intolerancia, incompatibles con la libertad y la absoluta autonomía de la que goza el ciudadano en una moderna sociedad civilizada.
Es precisamente este respeto al pluralismo moral el que exige, según este planteamiento, que la ética pública mantenga una absoluta neutralidad ética sobre los contenidos que el ciudadano deba dar a su propio proyecto de vida. Menos aún podrá esta ética pública dictar normas socialmente obligatorias, fundadas en valores morales de carácter substantivo.
Se limitará a establecer unas normas mínimas que la sociedad democrática decida darse a sí misma para que cada ciudadano, como ya se ha indicado, pueda elegir y llevar a cabo en la convivencia social su propia ética privada.
Pero la sociedad actual no es solo una sociedad pluralista y democrática. Es también una sociedad secularizada.
Ante este tercer rasgo –asumido al igual que los otros dos como un valor positivo de una auténtica convivencia social– se hace necesaria una nueva distinción entre «ética laica» y «ética religiosa».
La «ética laica» habrá de tener como principio inspirador la «racionalidad ética», entendida como una racionalidad dotada de una completa autonomía, es decir, independiente de cualquier fundamento natural o transcendente. Una racionalidad autoconstituyente de los principios y leyes que deben regular la praxis humana, individual y social.
Es una exigencia de la dignidad de que goza el sujeto-ciudadano –a diferencia del simple súbdito– el no obedecer otras normas que las que él se da a sí mismo desde ese poder soberano de autoafirmación que le constituye como tal. Y que habrán de ser aprobadas por consenso de la mayoría.
Esta «ética laica» habrá de excluir todo principio procedente de una «ética religiosa» por dos sencillas razones. Porque carece de sentido en una sociedad secularizada invocar o aceptar una instancia transcendente, religiosa, como fuente normativa de los contenidos y principios reguladores de la convivencia social. Y porque semejante pretensión introduciría de nuevo un factor de dogmatismo, de fundamentalismo e intolerancia incompatibles con el valor de la libertad.
«Confesionalidad religiosa» y «ética civil» (laica) son magnitudes que se autoexcluyen. La confesionalidad religiosa –se dice– origina una visión única y totalizante de la realidad. Se impone de un modo no racional. No tolera la justificación racional, por cuanto hace de las «personas», «creyentes» y de las valoraciones, «dogmas».
Ello no quiere decir que el individuo no pueda hacer una opción por esta «ética religiosa». Pero habrá de ser en todo caso una opción privada, que no puede comparecer en el discurso público con la pretensión de presentarse como una propuesta racional.
I. Valoración
La valoración de semejante conceptualización de la «ética civil», a la luz de los elementos constitutivos de la verdad de la acción humana en su estructura y en su contenido moral específico, puede quedar condensada en los siguientes puntos.
1. La ética, o da cuenta del ejercicio racional (libre) y razonable (verdadero) de la libertad del agente humano, o no es ética en absoluto: ni pública, ni privada, ni civil, ni religiosa.
2. Este ejercicio racional y razonable de la libertad humana exige tanto el respeto a la libertad como el respeto a la verdad.
3. La persona humana es principio y dueño de sus actos. Esa soberanía, ese señorío sobre sus actos, pertenece al haber natural de la persona humana. Nadie –ninguna instancia, ni civil ni religiosa– puede arrogarse el derecho de suprimirla mediante cualquier tipo de coacción aún en nombre de una presunta verdad, sin atentar eo ipso a la verdad real de la dignidad de la persona humana.
La persona ha de buscar la verdad y el bien que la perfeccionan, a través del libre ejercicio de su entendimiento y de su voluntad. Es decir, ha de tender, mediante un querer que tiene en el sujeto humano su principio, a un bien que es juzgado y comprendido como tal por el sujeto mismo. Determinarse al bien ejerciendo su capacidad de autodeterminación en que se expresa la condición racional y libre del obrar humano. La libertad no es solo condición sine qua non de la moralidad del obrar humano: es un imperativo ético. Pretender que el hombre obre el bien moral coaccionadamente es una contradicción en los términos. Obrar moralmente –perdónese la insistencia– no es sólo realizar el bien moral, sino realizarlo libremente mediante un conocimiento racionalmente fundado y libremente reconocido del bien en cuestión.
Este respeto a la libertad ha de ser, en consecuencia, el primer principio que debe presidir una auténtica convivencia social.
La conciencia particularmente intensa de los hombres de nuestro tiempo de la dignidad de la persona y de la libertad, del respeto a la conciencia en su itinerario en busca de la verdad –sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona–, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna [1].
Que la ética civil ha de respetar la libertad, como principio primero que ha de presidir e informar la convivencia ciudadana, es una afirmación positiva en el haber de la propuesta de «ética civil» que vengo examinando. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.
4. La libertad es una nota constitutiva de la moralidad, pero igualmente constitutiva de ésta es la verdad. La libertad es verdad y se abre a la verdad. De ahí que la moral requiera igualmente respeto a la verdad.
Siempre he entendido la moral como la lógica, el logos, la verdad de la libertad.
La ética –la reflexión sobre la verdad de la libertad– es un todo armónico que se constituye como tal en la medida en que en sus principios y razonamientos respeta el imperativo de la libertad que atraviesa y corona el mundo de la moralidad.
Un imperativo que entiendo ante todo como dejar ser a la libertad lo que es. Respetarla en su ser. No violentarla, distorsionarla, manipularla ideológicamente. «Liberar la libertad» de las falsificaciones a que –por defecto o por exceso– viene siendo sometida en amplios sectores de la cultura actual es hoy una de las tareas más urgentes del pensamiento humano.
Y es en este punto donde esta propuesta de «ética civil» presenta su flanco más débil. El concepto de libertad que en ella se esgrime no responde a la verdad del ser de la libertad.
Entiende, en efecto, la libertad como una idea exenta de toda referencia a la verdad del ser humano en la que tiene su origen y de la que recibe su sentido. Propugna una idea de libertad «utópica», sin lugar, sin punto de partida ni meta; una libertad «subsistente», inspirada en un concepto de razón absolutamente autónoma, autoconstituyente y creadora de los bienes, valores y normas que deben presidir la praxis humana, individual y social.
Ese concepto de libertad no es la libertad real humana. Es una libertad meramente pensada, ilusoria, que lejos de hacer posible la autonomía del obrar humano desemboca en la más alienante de las heteronomías.
Entender al agente humano como creador y artífice de la verdad o falsedad de la realidad, del bien y del mal de su obrar, es desconocer la verdadera identidad del hombre. Perdida la identidad del hombre, la libertad queda desarraigada de su lugar originario e inicia con ello el camino de su propia disolución.
Dejada de lado la apertura natural a la verdad y al bien de la inteligencia y la voluntad en las que tiene su sede la libertad, ésta pasa a convertirse en puro poder arbitrario, erigido en árbitro supremo de todo comportamiento individual y colectivo.
A una sociedad entendida como una comunidad presidida por un diálogo racional y libre en busca de ese bien común que es la verdad, sucede una sociedad regida por unas relaciones de dominio del más fuerte sobre el más débil.
Una libertad desarraigada de la verdad queda privada de una referencia fija, estable, que le permita al hombre discernir objetivamente el bien del mal. Sólo le queda medir lo bueno y lo malo en función de sus intereses subjetivos: el dinero, el poder, o lo que en definitiva le asegure un bienestar egoísta e insolidario.
Verdad y libertad se reclaman mútuamente. La verdad no es un añadido extrínseco que se impone a la libertad presuntamente constituida como libertad con independencia absoluta de la verdad. La verdad es una dimensión constituyente y constitutiva de la libertad. Una libertad falsa –aun a riesgo de que parezca una tautología– es una falsa libertad, una libertad vacía de existencia real.
La libertad real –no la meramente pensada– es una potencia de la que el hombre dispone en su itinerario hacia su propio logro, hacia su propio perfeccionamiento personal. De ahí que necesite abrirse al verdadero bien que la actualiza y que no tiene dado de antemano, sino que ha de ser libremente conquistado.
Un bien que la razón le propone, no le impone coactivamente a la libertad. Un requerimiento que la razón le hace a la libertad, a la que lejos de destruir, la supone. Se trata, en definitiva, de una propuesta que incluye en sí misma –como propuesta racional, y no necesidad física–, una libre respuesta a esa exigencia objetiva en que consiste la obligación moral, a diferencia de la violencia a la libertad que la coacción entraña.
Pienso que es una deficiente comprensión tanto de la verdad como de la libertad la que explica la vinculación que en esta conceptualización de la «ética civil» se establece entre escepticismo y libertad como requisito indispensable para la tolerancia, y la que igualmente se propugna entre afirmación de la existencia de la verdad y dogmatismo e intolerancia.
La libertad, la autonomía y la tolerancia –es lo que en definitiva viene a decirse– son incompatibles con la afirmación de que existen unas verdades y unos valores dotados de objetividad real. Este planteamiento dialéctico entre verdad y libertad, como si de dos realidades antagónicas se tratara, es la que ha llevado a decir que “no es la verdad la que nos hace libres, sino que es la libertad la que nos hace verdaderos”.
Una tal interpretación de las relaciones entre verdad y libertad tiene tras de sí el miedo y desconfianza a la verdad, que tienen tal vez como trasfondo el temor a la «verdad sangrienta». A los atropellos que contra la libertad se han cometido a lo largo de la historia, y también en el presente, en nombre del pretendido derecho a imponer el “bien” de la verdad.
Tal imposición de la verdad es ciertamente un atropello a la libertad. A la libertad fundada en la dignidad de la persona humana, y de la que ésta no decae aun en el caso de que, dada la condición limitada y falible de su ser y de su obrar, incurra en el error y en el mal.
Pero el escepticismo gnoseológico y axiológico no es la respuesta adecuada a las agresiones a la libertad cometidas por el fanatismo, el fundamentalismo, o cualquier otra expresión contraria al modo apropiado a la dignidad de la persona de buscar y adherirse a la verdad: libremente, no mediante ningún tipo de coacción.
Negar, en nombre de la libertad, la existencia de la verdad y la capacidad que el hombre tiene de alcanzarla es una falta de respeto al ser humano: a ese formidable poder de su inteligencia y de su razón de que todo hombre goza por el simple hecho de serlo. Y la vía más directa para disolver la libertad en puro poder.
El escéptico hace alarde de una racionalidad menguada, reducida, y pretende imponerla a los demás. Si estos no le obedecen, no duda en calificarlos de fanáticos y dogmatistas intolerantes.
La aparente neutralidad ética profesada por el escéptico en nombre del valor de la libertad es, por otra parte, contradictoria en los términos.
Al afirmar que todas las creencias y estilos de vida son igualmente valiosos, por cuanto ninguno de ellos puede alzarse legítimamente con la pretensión de ser el verdadero y correcto, y que, por lo mismo, el pluralismo moral es un bien moral indiscutible que debe ser respetado por una sociedad civilizada, moderna, expresiva de una auténtica convivencia ciudadana, introduce subrepticiamente un criterio de valor que choca abiertamente con la neutralidad ética que, en nombre de la tolerancia, el escéptico dice profesar.
5. Esta realidad de la libertad, este dominio que el hombre tiene sobre sus actos, tiene su fundamento en el modo racional propio del agente humano de tender al bien.
El agente tiende al bien mediante juicios de la razón. Y la razón no está determinada a ningún bien particular. No ve el bien desde un solo punto de vista, sino desde muchos. Son múltiples las concepciones que la razón puede tener del bien. De ahí que la pluralidad de opciones que el agente humano tiene ante sí es algo que emana de la propia condición racional del agente humano.
La pluralidad es, pues, una nota del obrar humano libre, por racional. “La raíz de la libertad –dice Tomás de Aquino– es la voluntad como sujeto, pero como causa, es la razón. La voluntad puede tender libremente a diversos objetos porque la razón puede formar diversas concepciones del bien. De ahí que los filósofos definen el libre albedrío diciendo que es «el libre juicio de la razón» como para indicar que la razón es la causa de la libertad” [2].
La pluralidad es, por ello, un valor expresivo de la riqueza de aspectos que el bien humano presenta. Una pluralidad de aspectos que reclama y potencia el diálogo racional y libre propio de una sociedad auténticamente humana.
Pretender sofocar esta pluralidad consecuente a la condición libre del hombre constituiría un atentado a la condición moral del obrar humano. Allí donde no hay libertad, no hay moralidad.
Claro es que en virtud de esta libertad de opción de que el hombre goza, éste puede configurar su propio proyecto de vida desde diferentes modos de entender la moralidad. Es decir, puede adoptar diversas concepciones sobre lo que constituye su verdadero bien, el bien específicamente moral. La multiplicidad de concepciones morales sostenidas por los hombres es un hecho histórico indiscutible. La historia no es sino el escenario de la libertad y de sus diversas expresiones correctas e incorrectas.
La afirmación de que un rasgo característico de la sociedad moderna es el pluralismo moral no se sostiene ni histórica ni conceptualmente. El pluralismo moral es –repito– una constante histórica del obrar humano.
Lo único que cabe decir en todo caso es que este pluralismo moral puede expresarse más libremente en una sociedad como la nuestra, en la que ciertamente hay un mayor reconocimiento de la libertad del hombre para vivir y expresar la opción que a su juicio le parezca buena, aunque realmente no lo sea.
Pero si este pluralismo moral se entiende, no como un concepto descriptivo de una realidad existente, sino axiológico y prescriptivo, es decir, si se afirma que todas estas múltiples concepciones morales son igualmente correctas, y por lo mismo todas deben ser asumidas como moralmente verdaderas, por el simple hecho de haber sido libremente elegidas, la reflexión ética resulta superflua.
¿Qué sentido tiene, en efecto, la pregunta por unos criterios encaminados a justificar racionalmente un comportamiento moralmente correcto del que no lo es, si todos ellos lo son por el hecho de ser libremente elegidos?
Si la pluralidad de opciones es un signo de la libertad sin la que no cabría calificar de moral el obrar humano, la aceptación del pluralismo moral como una tesis moralmente correcta deja privada de sentido la pregunta sobre la especificidad –la condición buena o mala– de este mismo obrar humano.
La aceptación axiológica del pluralismo moral entra en contradicción con la existencia misma de esa rama del saber humano que es la ética: un saber reflexivo encaminado a dar razón de los principios y normas que permitan discernir un comportamiento moralmente correcto del que no lo es.
Un saber reflexivo que tiene como supuesto de su propia existencia como tal la experiencia moral de todo agente humano sobre la posibilidad que su libertad de opción comporta de actualizarse de un modo moralmente positivo o negativo.
Semejante aceptación del pluralismo moral constituye una opción exponente del más neto conformismo social que entraña una pretensión neutralizadora de la función crítica, dinamizadora del progreso moral de los pueblos, que la reflexión ética ha venido desempeñando, y que le corresponde seguir haciendo, mediante el discernimiento adecuado de los valores morales positivos y negativos presentes en la sociedad.
No es congruente con la naturaleza de la ética ajustar sus principios a los «valores» vigentes de hecho en una situación determinada de la sociedad. La tolerancia, entendida como aceptación plena de cualquier tipo de creencia, conducta o estilo de vida, y que se inspira en el escepticismo, es paralizante, sofocadora del dinamismo impulsor de todo auténtico progreso humano.
Con esta actitud de resignada atenencia a una situación moral de hecho, el agente humano dejaría de ser sujeto, protagonista de la sociedad en la que vive, para ser objeto pasivo. Dejaría de hacer la historia para limitarse a sufrirla. Una actitud contraria a la vigorización de la moral de la convivencia social que esta propuesta de «ética civil» pretende promover.
Aspirar a una sociedad en la que todos los ciudadanos asuman libremente aquellos verdaderos valores morales propios de una auténtica convivencia digna del hombre, es una tarea siempre abierta a la reflexión ética y al quehacer libre de todos y cada uno de los ciudadanos que la integran.
No sería por ello una sociedad menos libre que una sociedad que aceptara pasivamente el pluralismo moral como expresión ligada conceptualmente a una sociedad auténticamente libre. Sociedad libre y pluralismo moral no son conceptos equivalentes.
Y ciertamente, una sociedad en la que hipotéticamente todos sus miembros aceptaran libremente los verdaderos valores dignificadores del hombre, lejos de sofocar el diálogo y la pluralidad de opciones dentro del respeto a estos valores fundamentales de la persona humana, los potenciaría en sumo grado.
La aceptación del pluralismo moral, del «politeísmo axiológico», conduce lógicamente al solipsismo, a la incomunicación. No hay modo de establecer un auténtico diálogo racional si no existe un mundo de valores comunes compartidos por los interlocutores, por cuanto cada uno de ellos se cerrará en su propio coto privado.
Invocar frente a este mundo común de valores, el derecho a la «diferencia», a reconocer al «otro» encierra una contradicción.
“En sentido estricto, el objeto del reconocimiento solo puede ser lo común, no lo diferente. Reconocer significa volver a conocer: volver a conocer en el otro lo ya conocido antes de conocer al otro, es decir, lo conocido en uno mismo. Significa, por tanto conocer al otro como igual, como otro yo: reconocer en él lo común.
La diferencia puede ser objeto de reconocimiento en la medida en que sea como una forma diferente de lo común, como una manera distinta de ser lo mismo.
Conocer la diferencia en cuanto que diferencia no es reconocer, sino desconocer, conocer al otro como un absolutamente otro. Tomado en cuanto otro, es precisamente como resulta imposible saber lo que le corresponde al otro. Reconocer su derecho a alguien exige previamente reconocer a ese alguien como uno de nosotros.
No es posible conocer lo que le corresponde al diferente en cuanto que diferente, sino solo en cuanto igual, en cuanto su diferencia se da en lo común. Para que sea posible el reconocimiento de las diferencias es decir, para que se posible conocer las diferencias como diferentes modos de lo común –y saber qué diferencias son ésas– es necesario en primer lugar definir y constituir lo que somos en común...” [3].
La aceptación del pluralismo moral como valor social supremo, lejos de ser un signo enriquecedor de la pluralidad, del legítimo pluralismo, contribuye al empobrecimiento de la convivencia social y política. Lejos de fomentar la vigorización moral de la sociedad civil, la debilita al reducirla a un colectivo social de intereses individuales.
6. La democracia como ordenamiento que se propone asegurar y garantizar la participación de los ciudadanos en la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de modo pacífico, es ciertamente un positivo valor moral, a saber, el de la defensa de la libertad [4].
Pero el sistema democrático no es fuente de moralidad. No le corresponde decidir sobre lo que está bien o está mal moralmente. Ello supondría la aceptación de la libertad exenta de toda referencia a la verdad a la que vengo refiriéndome reiteradamente. No es necesario insistir más en este punto.
Me limitaré a incluir aquí algunos textos que, a mi juicio, sintetizan muy bien lo hasta ahora dicho.
En la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral.
Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos –que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos– exigiría que a nivel legislativo se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecúen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia privada y el del comportamiento público.
(...) La raíz común de estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que solo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y la intolerancia” [5].
Y la respuesta a semejante concepción de la democracia no puede ser más certera: “La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un substitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente es un «ordenamiento». Y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que depende de la conformidad con la ley moral, a la que como cualquier comportamiento humano debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de los que se sirve. (...) El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna o promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política” [6].
“Si el criterio último y único fuera la capacidad autónoma de elección de los individuos o de los grupos ¿qué impediría que se llegase a decidir, según ese criterio, eliminar el mismo respeto a la libertad y a las conciencias? ¿No demuestra la historia que algunos sistemas totalitarios de nuestro siglo se han puesto en marcha sobre la base de decisiones avaladas por los votos? Si realmente todo fuera pactable, ¿por qué no lo iba a ser también –como por desgracia está sucediendo con lacerante «normalidad»– la vulneración de los derechos fundamentales de los hombres?” [7].
Carece de sentido la pretendida identificación entre sociedad democrática y ética civil. Una sociedad democrática no deja de ser, por democrática, una sociedad humana.
Y, en cuanto que humana, tendrá como principio inspirador de su configuración práctica-moral la defensa y promoción del verdadero bien de todos y cada uno de sus miembros y de los derechos fundamentales objetivos inherentes a la verdadera dignidad personal de cada uno de ellos.
7. El agente racional y libre que es la persona humana es un ser constitutivamente moral por el simple hecho de ser persona. Se trata de una dimensión real que le es anterior a su adhesión a una concreta confesión religiosa o a su condición de ciudadano de una determinada sociedad. Ni el creyente deja de ser persona por el hecho de ser creyente, como tampoco deja de serlo el no creyente por no creer.
Toda norma moral, en cuanto que moral, está fundada en principios universalmente comprensibles y comunicables, es decir, susceptibles de fundamentación racional. La racionalidad es una nota interna a toda moral.
Una «moral religiosa» privada de racionalidad, no es ni «religiosa» ni «moral». Es sencillamente una contradicción ética y moral. Una acción humana privada de racionalidad es un constructo ininteligible incapaz de soportar una calificación moral.
Las exigencias éticas no se imponen a la voluntad como una obligación sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, en concreto, de la conciencia personal [8].
Atribuir al creyente una adhesión irracional a los principios y normas que le presenta su moral «religiosa» es una afirmación gratuita contraria al respeto a la dignidad de la persona humana y a las notas de inteligencia, razón y libertad que, en cuanto constitutivas de su obrar, han de presidir la adhesión del creyente a la moral religiosa. Decir lo contrario equivaldría a afirmar que el creyente se ve obligado para ser creyente a renunciar a su condición de persona, de agente racional, libre y razonable.
La contraposición entre ética «laica», propia de una sociedad secularizada, fundada en la «racionalidad ética», y «ética religiosa», inspirada en la confesionalidad, privada de justificación racional por cuanto hace de las personas «creyentes» y de las valoraciones «dogmas», carece de mínima base racional.
8. Lo que a mi juicio subyace en esta peculiar forma de entender la «ética civil» es la profunda crisis que la racionalidad humana directiva de la praxis individual, social y política viene sufriendo en nuestros días.
La fragmentación de que vienen siendo objeto en un amplio sector de la literatura ética contemporánea los conceptos constitutivos de la verdad de la acción humana –en su estructura y en su contenido– es una muestra inequívoca de esta crisis.
Y tiene su expresión más nítida en esta proliferación de éticas «adjetivadas» dialécticamente contrapuestas entre sí: «ética privada / ética pública», «ética civil / ética religiosa», «ética material, de bienes y virtudes / ética formal y de normas», «ética de mínimos / ética de máximos».
Ciertamente la acción humana, cuya verdad y sentido moral específico se propone la ética esclarecer, fundamentar y justificar racionalmente, presenta múltiples aspectos. En la configuración inteligible del obrar humano entran aspectos materiales y formales, substantivos y procedimentales, así como los conceptos de bien, norma y virtud.
Es obvia, por otra parte, la pluralidad de ámbitos en que el agente humano desarrolla su obrar y cuya autonomía específica dentro del obrar humano habrá de ser cuidadosamente respetada.
Pero esta pluralidad de aspectos y ámbitos del obrar humano no justifica la «pluralidad de éticas» en las que la atención prestada al adjetivo se hace en detrimento, si no ya en olvido, de la «substantividad» de la ética: es decir, de la respuesta que ante todo la ética en cuanto tal ha de dar a esta verdad del obrar moral, en cuanto que radical obrar humano.
II. Prospectiva
Frente a esta proliferación de éticas «adjetivadas» urge recuperar la unidad de la ética, de la ética sin adjetivos, que tiene como tarea la de dar cuenta y razón de la condición intrínsecamente moral de la acción humana y de su especificidad moral positiva o negativa.
Y ello requiere recuperar el nexo perdido entre ser, verdad y bien; entre verdad y libertad; entre bien, norma y virtud, en cuanto elementos constitutivos y mutuamente solidarios de la inteligibilidad de la acción humana en su estructura y contenido, frente a la atomización y dispersión de que son objeto en estas «éticas adjetivadas».
Una tarea semejante va más allá ciertamente del ámbito estricto de la ética.
Porque la crisis generalizada de la ética –tan reiteradamente denunciada en nuestros días– por la que atraviesa la cultura actual, es, antes que una crisis ética, simple corolario de la crisis del saber sobre el hombre: una crisis gnoseológica y antropológica.
El contenido genérico y específico de la moralidad del obrar humano es relativo a la verdad y al bien de la persona humana. Es por relación a esta verdad integral del ser y del obrar de la persona humana, y a las exigencias objetivas que de esta verdad dimanan, por lo que se determina de modo inmediato el comportamiento humano moralmente positivo o negativo.
El conocimiento de esta verdad y de estas exigencias objetivas es accesible a la razón de todo ser humano, y es la que debe inspirar ese diálogo, tan necesario y urgente entre todos los que compartimos la condición humana, en la tarea de elaborar una ética válida para todos las personas humanas –por el simple hecho de serlo–, en orden a configurar y consolidar una convivencia social y política respetuosa tanto de la verdad como de la libertad de quienes la integran.
Es esta verdad la que permite establecer los principios que deben presidir el obrar humano, individual y social.
La tarea más urgente que la cultura actual tiene ante sí es la de abrirse a la sabiduría: a la verdad integral del ser y del obrar humano, mediante la recuperación y fortalecimiento del poder de la inteligencia humana frente al escepticismo, «el cansancio de la razón», la «razón perezosa» que tanto se hace sentir en nuestro tiempo.
Desde esta libre apertura de la inteligencia y de la voluntad del hombre a la verdad, la belleza, y al bien que lo constituyen y perfeccionan, estará éste en condiciones de dar sentido a los contenidos morales inmediatos de su obrar, como de abrirse racional y libremente a Dios, fundamento último y garante absoluto de la verdad, libertad y bien que deben informar una auténtica convivencia social y política. Una sociedad auténticamente humana en la que los ciudadanos puedan desarrollar libremente, sin antagonismos innecesarios, su quehacer privado o público, civil o religioso.
Desde esta potenciación del dinamismo natural de la inteligencia y de la voluntad humanas hacia la verdad, la belleza y el bien, racional y libremente reconocidos y aceptados, tanto la llamada ética civil como la religiosa alcanzarán su interna dimensión moral: una expresión racional y razonable del obrar del agente racional y libre que es toda persona humana.
El debate civil, político y jurídico entre «ética» y «religión» tal como viene siendo planteado en nuestros días es una muestra fehaciente de que aun queda mucho camino por recorrer para el logro de esa vigorización de una auténtica sociedad civil a la que ciertamente, en nombre de la verdad y libertad que constituyen y perfeccionan la dignidad real del ser humano, debemos aspirar todas las personas-ciudadanos, por el simple hecho de serlo.
La consecución de este objetivo es uno de los retos prioritarios que el pensamiento humano tiene ante sí en los albores del siglo XXI.
Modesto Santos, en dadun.unav.edu/
Notas:
1 Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, nº 31.
2 Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.
3 Cruz, A., “¿Es posible la política del reconocimiento? “Una respuesta desde el republicanismo”, ponencia pronunciada en el Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias Sociales, Universidad de Navarra, Pamplona, 8-10 de noviembre de 1996.
4 Cfr. J. Pablo II, CA, n. 46a.
5 J. Pablo II, Evangelium vitae, AAS 86 (1994) nº 69, 70.
6 Ibidem, nº 71.
7 C. E. Española, Moral y sociedad democrática, (1996), nº 26.
8 Cfr. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, AAS 85 (1993), 1133-1228, nº 36.