Esposa del Espíritu Santo
Eunsa, Pamplona 1998, cap. IX, pp. 231-252
María y la Resurrección de su Hijo
Entre el Viernes Santo y la mañana de la Pascua, ¿dónde estaba María? «La espera que vive la madre del Señor el Sábado Santo --afirma Juan Pablo II-- constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, Ella confía plenamente en el Dios que da la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas»(1). Los evangelios guardan un profundo silencio. «Y habiéndolo descolgado lo envolvió en una sábana, y lo puso en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido colocado todavía» (Lc 23,53). Teniendo en cuenta las costumbres de Israel, podemos suponer que vivía en compañía de las mujeres --las que estuvieron con Ella junto a la Cruz-- «que habían venido con Jesús de Galilea», porque se dice expresamente que «fueron con José de Arimatea»: «era el día de la Preparación y clareaba el sábado. Las mujeres, que habían venido con él desde Galilea, fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo fue colocado su cuerpo. Regresaron y prepararon aromas y ungüentos. El sábado descansaron según el precepto» (Lc 23,54-56; cfr Mt 28,1-4). Es lógico que no fueran cada una por su parte, tras lo ocurrido, sino que volvieran juntas al lugar donde se habían hospedado como peregrinas para la Pascua. Tampoco se dice si vivían con los Apóstoles o no. De un modo indirecto, por las idas y venidas de las mujeres y de los discípulos en aquellas primeras horas de la mañana de la Pascua, podemos conjeturar que no habitaban en el mismo lugar, ya que da la impresión que unos y otros se movían con autonomía. Tal vez tampoco estuvieran todas las mujeres juntas en una misma casa. Sólo cuando llegan las primeras noticias de la Resurrección de Jesús, da la impresión que se establecen de nuevo los contactos entre los diversos grupos. Por ejemplo, María Magdalena se dirigió con rapidez al lugar donde estaban los Apóstoles, y tal como lo relata el evangelista es muy posible que no se dirigiera al sepulcro desde la casa de los Apóstoles, aunque sabía donde residían en aquel momento, al menos Pedro y Juan. En su casa se reunieron después las demás mujeres con los discípulos(2).
De todos modos, las iniciativas de aquellas primeras horas continuaron aún por separado. Pedro y Juan fueron solos al sepulcro; María Magdalena volvió allí sola, y después de hablar con el Resucitado, se dirigió otra vez por encargo suyo a los discípulos para decirles que el Señor había resucitado. ¿Y María, la Madre de Jesús? Es difícil suponer que no tuviera comunicación alguna con las otras mujeres. Pero también es preciso considerar que María tenía una fe muy superior al resto de los discípulos y mujeres en que «al tercer día resucitaría», mientras éstas sólo pensaban en cómo embalsamar el cuerpo de Jesús. Quizá querían dejar tranquila a María en su dolor. De hecho cuando la Magdalena encuentra el sepulcro vacío, no acude a María, sino a los Apóstoles.
Al día siguiente de morir su Hijo, era sábado, y un día obligado de visita al Templo. Aún no había trascurrido una semana desde que Jesús entró triunfante --recibido como el Mesías esperado-- el Domingo de los Ramos en la Ciudad Santa. La «llena de gracia» rezaba con aquella gran esperanza en la Resurrección, el verdadero triunfo de su Hijo; Ella esperaba por todos los discípulos de su Hijo y por todos los hombres. Pero también vivía de fe, porque no sabía cuándo y cómo sucedería todo aquello. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones del Resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica completa de lo sucedido tras la Pascua durante cuarenta días(3). Más aún, es legítimo y razonable pensar que Jesús resucitado y glorioso se apareció antes que a nadie a su Madre(4). La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro(5), ¿no podría ser un indicio de que ya se había encontrado con Jesús? Es algo, pues, comúnmente admitido que Jesús se apareció a su Madre --la primera quizá y a Ella sola-- después de la Resurrección. ¿Razones?(6) Por haber estado de pie sufriendo junto a la Cruz; y a Ella sola porque esta aparición tenía un significado muy distinto al de los discípulos y al de las otras mujeres. En efecto, a los discípulos tenía Jesús con su presencia volverlos a ganar para la fe; María, en cambio, debía ser recompensada por ello. No cabía la «sorpresa» en María, tan grande era su fe, la «llena de gracia» ¡estaba ya preparada! No consta cómo fue la aparición del Hijo a la Madre...
Y esta deducción es coherente con otro dato evangélico: los primeros testigos de la Resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres. En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles(7). También sabemos que la Magdalena no lo reconoció en un primer momento y le confundió con el jardinero del huerto donde estaba el sepulcro; a los apóstoles en el Cenáculo a puertas cerradas; a aquellos dos que iban a Enmaús, les acompañó en su caminata; a los quinientos discípulos de Galilea les dio cita en la montaña, como conciertan dos amigos una entrevista... A su Madre debió presentarse dándola a conocer su estado glorioso y que ya no viviría como antes en la tierra; quizá le volvió a recordar que ya en la Cruz le había entregado a Juan como su hijo.... Desde luego la Madre del Resucitado fue la más fiel y la que superó mejor la prueba de la fe ante la Cruz, por lo que la confiere una primacía singular en el misterio de la Resurrección(8). María, por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que pertenece al grupo de los discípulos que se encuentran con Jesús en las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también Ella de la plenitud de la alegría pascual(9).
El Espíritu Santo en la Resurrección de Jesús
La misma tarde del «primer día de la semana», cuando se aparece a los Apóstoles mostrándoles las heridas de las manos y del costado, Jesús «sopla» sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Ioh 20,22). Jesús ya glorioso, como les había prometido, les envía el Espíritu divino. ¿Qué papel juega el Espíritu Santo en la Resurrección? El sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, por el que «recibe» el Espíritu Santo, de manera que después Él, junto con el Padre, se lo entrega a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, es decir a la Iglesia, a la humanidad entera. Jesús lo «envía» desde el Padre(10).
Los escritos inspirados del NT contienen una profesión de fe en este misterio, recogida por los Apóstoles(11) de la fuente viva de la primera comunidad cristiana. En esa profesión de fe se encuentra, entre otras, la afirmación según la cual el Espiritu Santo que actúa en la Resurrección es el Espiritu de santificación. Efectivamente, es san Pablo quien más profundiza en este misterio, cuando, por ejemplo, presentando a Cristo como el anunciador del Evangelio de Dios, afirma: «el Evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espiritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro»(12). Es decir, «la "elevación" mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios "lleno de poder"»(13). En definitiva, Cristo, que era ya el Hijo de Dios en el momento de su concepción --en el seno de María-- por obra del Espíritu Santo, en la Resurrección es «constituido» fuente de vida y de santidad --«lleno de poder de santificación»-- por obra del mismo Espíritu Santo.
Más aún. La nueva vida en Cristo es vida en el Espíritu. En el capítulo quince de la Primera Carta a los Corintios(14), san Pablo comienza recogiendo la tradición de la Iglesia: «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (1 Cor 15,3-5). En este punto el Apóstol enumera diversas "cristofanías" que tuvieron lugar tras la Resurrección, recordando al final la que él mismo había experimentado(15). Se trata de un texto muy importante que documenta no sólo la convicción que tenían los primeros cristianos sobre la Resurrección de Cristo, sino también el contenido pneumatológico y escatológico de aquella fe de la Iglesia primitiva, reflejado en la misma predicación apostólica.
Relacionando la Resurrección de Cristo con la fe en la universal «resurrección del cuerpo», el Apóstol establece también un nexo entre Cristo y Adán en estos términos: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Cor 15,45). Al afirmar que Adán fue hecho «alma viviente», Pablo cita el conocido texto del Génesis según el cual Adán fue hecho «alma viviente» gracias al «aliento de vida» que Dios «insufló en sus narices»(16). Después, Pablo argumenta que Jesucristo, como hombre resucitado, supera a Adán, porque posee la plenitud del Espíritu Santo, que debe dar una vida nueva al hombre para convertirlo en un ser espiritual. Ahora bien, el hecho de que el nuevo Adán haya llegado a ser «espíritu que da vida» no significa que se identifique como persona con el Espíritu Santo que «da la vida» --vida divina por medio de su Muerte y de su Resurrección, es decir, por medio del sacrificio ofrecido en la Cruz--, sino que, al poseer como hombre la plenitud de este Espíritu, lo entrega a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad, como antes hemos dicho.
No olvidemos que este texto del Apóstol forma parte de la instrucción paulina sobre la muerte y el destino del cuerpo humano del que es principio vital --y natural-- el alma(17), que en el momento de la muerte lo abandona. La Resurrección de Cristo, para san Pablo, responde a este misterio y resuelve este interrogante con una certeza de fe. El cuerpo de Cristo, pleno del Espíritu Santo en la Resurrección es la fuente de la nueva vida de los cuerpos resucitados: «se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual»(18). El cuerpo «natural» --es decir, animado por la psyché-- está destinado a desaparecer para dejar lugar al cuerpo «espiritual», animado por el pneuma, el Espíritu, que es principio de vida nueva ya durante la actual vida mortal(19), pero alcanzará su plena eficacia después de la muerte. Entonces será autor de la resurrección del «cuerpo natural» en toda la realidad del «cuerpo pneumático» mediante la unión con Cristo resucitado(20), hombre celeste y «Espíritu que da vida»(21). Por tanto, la futura resurrección de los cuerpos está vinculada a su espiritualización a semejanza del Cuerpo de Cristo, vivificado por el poder del Espíritu Santo.
Ésta es la respuesta del Apóstol al interrogante que él mismo se plantea: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?»(22). «¡Necio! --exclama san Pablo--. Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad... Así también en la resurrección de los muertos: ...se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual»(23). Y llegamos a la conclusión: la vida en Cristo es al mismo tiempo la vida en el Espíritu Santo: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece (a Cristo)»(24). La verdadera libertad se halla en Cristo y en su Espíritu, «porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte»(25).
La santificación en Cristo es, pues, al mismo tiempo la santificación en el Espíritu Santo(26). Si Cristo «intercede por nosotros»(27), entonces también el Espíritu Santo «intercede por nosotros con gemidos inefables... Intercede a favor de los santos según Dios»(28). Como se puede deducir de estos textos paulinos, el Espíritu Santo que ha actuado en la Resurrección de Cristo, ya infunde en el cristiano la nueva vida, en la perspectiva escatológica de la futura resurrección. Existe, pues, una relación estrechísima entre la Resurrección de Cristo, la vida nueva del cristiano --liberado del pecado y hecho partícipe del misterio pascual--, y la futura reconstrucción de la unidad de cuerpo y alma en la resurrección tras la muerte.
En suma, el Espíritu Santo es el autor de todo el desarrollo de la vida nueva en Cristo. Se puede decir, en fin, que la misión de Cristo alcanza realmente su culmen en el misterio pascual, donde la estrecha relación entre la cristología y la pneumatología se abre --ante la mirada del creyente y ante la investigación del teólogo--, al horizonte escatológico; y, además, esta perspectiva incluye también el plano eclesiológico(29).
María testigo de la «Ascensión» de su Hijo
Es también legítimo preguntarnos ¿qué hizo María en esos cuarenta días que median entre la Resurrección y la Ascensión de Jesús? Sabemos por los relatos evangélicos las apariciones del Resucitado a sus discípulos tanto en Jerusalén, como en Judea y Galilea. La fe de los suyos, sin duda, tras haberse tambaleado, se robusteció. Jesús no era sólo el Redentor y Salvador de Israel, era también el Hijo de Dios. Antes le llamaban «Rabbí» (Maestro): ahora comienzan a llamarle --como lo hizo ya Tomás-- «Señor mío» y «Dios mío». Los enemigos de Jesús, como no creían en su Resurrección tuvieron que interpretar de otra manera la desaparición del cuerpo del Señor del sepulcro. La única conclusión posible era el robo del cadáver por sus discípulos. Y esto era muy grave: llevaba aneja la pena de muerte para quien cometiera tal profanación(30). El que los discípulos se encerrasen en casa por miedo a los judíos, pudo tener, entre otros, este motivo. Se dice en el Evangelio que a los apóstoles se habían añadido «los que andaban con ellos». Y a este grupo pertenecían ciertamente las piadosas mujeres y la Madre de Jesús.
Cumpliendo el mandato de Jesús, los Apóstoles abandonaron Jerusalén y se fueron a Galilea. Un regreso a su tierra y a su pueblo difícil, duro, porque ante sus paisanos sus andanzas de los últimos tres años junto a Jesús terminaron en una humillación, un fracaso... eran los "seguidores de un crucificado"... Para aquellos hombres "ya había pasado todo" y volvían a su oficio, el que dejaron para seguir al Nazareno. Desde Cafarnaún salieron una vez más a pescar... ¡Cuántos recuerdos!... Y una mañana, tras una noche llena de trabajo intenso y estéril, se les apareció el mismo Jesús, el Resucitado. Desde la playa les mandó que echasen de nuevo la red en el lago. Lo hicieron y recogieron 153 peces grandes. Juan fue el primero en reconocer a Jesús. Posiblemente fue también «el discípulo amado» quien contara a María todo lo que había sucedido, porque Ella estaba confiada a sus cuidados. La vuelta de María a Galilea tuvo que traerle a su memoria tantos recuerdos entrañables...
Cuarenta días después de la Resurrección volvieron a juntarse de nuevo los discípulos en Jerusalén, para acudir a la cita de Jesús. María subió con ellos a la Ciudad Santa. Se hospedaron posiblemente en la misma casa donde, antes de la pasión, los había despedido Jesús en la cena pascual. Jesús en su última aparición les había dado instrucciones: «Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Y sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24,44-49). La despedida que se avecinaba es ya la definitiva. Por eso, salieron todos juntos del Cenáculo camino del monte de los Olivos. Bajaron primero al valle del Cedrón y subieron por una loma a la otra parte. La escena es impresionante. Jesús bendice a los discípulos y a su Madre para después elevarse a su vista hasta que lo ocultó una nube.
Tras la Ascensión, los discípulos y María vuelven a Jerusalén llenos de alegría. Ahora era distinto que en la Ultima Cena, porque sabían que el Señor les acompañaría siempre, aunque ya no podrían hablarle como hasta ahora. Pocas cosas unen tanto como una despedida en común a a una persona que se ama, como enseña la experiencia, por ejemplo, en el retorno del sepulcro del padre, la madre y los hijos después de visitarle en la tumba. Las relaciones de los apóstoles con María se movieron de acuerdo a esta ley universal. Ahora, María, la «Madre de Jesús» era para aquellos discípulos algo más, porque Él era ya «el Señor». Además para Ella fue un añadido a su alegría saber que muchos de los parientes y vecinos de Nazaret que «no habían creído» antes, están ahora en el grupo de los fieles. Para Ella ahora todos estos eran «hijos suyos», se unieron a María en el terreno espiritual. Con el encargo de su Hijo desde la Cruz, ¿iba María a abandonarles? Resulta inconcebible. Ella como ningún otro conocía los sentimientos y la misión de Jesús, de manera que todo el amor de María se concentró en la obra de Jesús. Cuando los discípulos comenzaron a rezar en la espera de la venida del Espíritu, Ella rezaba y se unía a la oración de los apóstoles en aquellas delicadas y decisivas circunstancias.
La espera María con los Apóstoles al «Paráclito»
Los Apóstoles, obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se habían reunido allí y «perseveraban... con un mismo espíritu» en la oración. «Entonces regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que está cerca de Jerusalén, a la distancia de un camino permitido en sábado. Y cuando llegaron subieron al Cenáculo donde vivían Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo y Simón el Zelotes, y Judas el de Santiago» (Act 1,12-13). No estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos, hombres y mujeres. «Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús y sus hermanos» (Act 1,14). Con estas sencillas palabras el autor sagrado, señala la presencia de la Madre de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés. Fue nuevamente el Espíritu Santo quien elevó a María, en alas de la más ferviente caridad, al oficio de Orante por excelencia en el Cenáculo, donde los discípulos de Jesús estaban en espera del prometido Paráclito. Así es como Ella está presente con los Doce, «en el amanecer de los "últimos tiempos" que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia»(31).
«Pensemos ahora en aquellos días que siguieron a la Ascensión, en espera de la Pentecostés. Los discípulos llenos de fe por el triunfo de Cristo resucitado y anhelantes ante la promesa del Espíritu Santo, quieren sentirse unidos, y los encontramos "cum Maria matre Iesu", con María, la madre de Jesús. La oración de los discípulos acompaña a la oración de María: era la oración de una familia unida»(32). San Lucas nombra a María, la Madre de Jesús, entre estas personas que pertenecían a la comunidad originaria de Jerusalén, y lo hace sin añadir nada de particular respecto a Ella. «Esta vez quien nos transmite ese dato es San Lucas, el evangelista que ha narrado con más extensión la infancia de Jesús. Parece como si quisiera darnos a entender que, así como María tuvo un papel de primer plano en la Encarnación del Verbo, de una manera análoga estuvo presente también en los orígenes de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo»(33). Es decir, así como la venida al mundo del Hijo de Dios es presentada en estrecha relación con la persona de María, así también ahora se presenta el nacimiento de la Iglesia vinculado con Ella. La simple constatación de su presencia en el Cenáculo de Pentecostés basta para hacernos entrever toda la importancia que Lucas atribuye a este detalle.
María aparece, pues, en el libro de los Hechos como una de las personas que participan, en calidad de miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para Pentecostés. En el momento de la Anunciación(34) María ya experimentó la venida del Espíritu Santo y fue asociada de modo único e irrepetible al misterio de Cristo(35). Ahora, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia(36).
Por tanto, María, desde el inicio, está unida a la Iglesia, como uno de los «discípulos» de su Hijo, pero al mismo tiempo es «tipo y ejemplar acabadísimo de la misma (Iglesia) en la fe y en la caridad»(37). La oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés, tiene un significado especial, precisamente por razón del vínculo con el Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Desde Pentecostés --donde «todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Act 2,4)-- María quedó para siempre unida al camino de la Iglesia.
La comunidad apostólica tenía necesidad de su presencia y de aquella perseverancia en la oración, en compañía de la Madre del Señor. Se puede decir que en aquella oración «en compañía de María» se trasluce su particular mediación, nacida del Amor y de la plenitud de los dones del Espíritu Santo. San Agustín lo expresaba así: «cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella cabeza, de la que es efectivamente madre según el cuerpo»(38). María, esposa del Espíritu Santo, imploraba Su venida a la Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz, y ahora a punto de manifestarse al mundo. «Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, todos los cristianos que han buscado el amor de Dios, ese amor que se nos revela y se hace carne en Jesucristo, se han encontrado con la Virgen, y han experimentado de maneras muy diversas su maternal solicitud. La Virgen Santísima puede llamarse con verdad madre de todos los cristianos»(39).
La venida del Espíritu Santo y el carácter misionero de la Iglesia
No comprenderemos nada del acontecimiento de Pentecostés que nos describen los Hechos de los Apóstoles, si no tenemos siempre presente que el Espíritu que desciende sobre la Iglesia es tanto el Espíritu de Jesucristo como el de Dios Padre; dicho con otras palabras: el Espíritu Santo es el lazo de unión entre el Padre y el Hijo, amor subsistente que les abraza y consuma en la unidad. En la creación tenemos un símbolo lejano de este amor sobre todo en el amor conyugal entre hombre y mujer, fecundo más allá de sí mismo en el hijo de ambos; todo hijo es una prueba encarnada del amor consumado: es el «un solo cuerpo» de sus padres.
El acontecimiento de Pentecostés está ligado a la puesta en marcha de la Iglesia en la Historia. Si desde el momento de su nacimiento, saliendo al mundo el día de Pentecostés, la Iglesia se manifestó como «misionera», esto sucedió por obra del Espíritu Santo(40). En efecto, estando María reunida con los Apóstoles en el Cenáculo sucedió que: «al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse» (Act 2,1-4). El viento impetuoso y el fuego, con el que el Espíritu llena en Pentecostés a la Iglesia en su totalidad y a cada discípulo en particular mediante una lengua de fuego que se posa encima de cada uno, es para ella la prueba que Dios Padre y Dios Hijo le dan de su fecundidad.
La llegada del Espíritu como un viento impetuoso nos muestra su libertad: «El viento --decía Jesús a Nicodemo-- sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va»(41). Y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido --como de un viento impetuoso--, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.
En la tradición judía el fuego era signo de una especial manifestación de Dios que hablaba para instruir, guiar y salvar a su pueblo(42). El recuerdo de la experiencia maravillosa del Sinaí se mantenía vivo en el alma de Israel y lo disponía a entender el significado de las nuevas comunicaciones contenidas bajo aquel simbolismo(43). La misma tradición judía había preparado a los Apóstoles para comprender que las lenguas significaban la misión de anuncio, de testimonio, de predicación, que Jesús mismo le había encargado, mientras el «fuego» estaba en relación no sólo con la ley de Dios, que Jesús había confirmado y completado, sino también con Él mismo, con su persona y su vida, con su muerte y su resurrección, ya que Él era la nueva Torah para proponer al mundo(44).
Y bajo la acción del Espíritu Santo las lenguas de fuego se convirtieron en palabra en los labios de los Apóstoles(45). Con la «lengua de fuego» cada uno de los Apóstoles recibió el don multiforme del Espíritu(46), y, a la vez, era un signo de conciencia que los Apóstoles poseían y mantenían viva acerca del compromiso misionero al que habían sido llamados y al que se habían consagrado. En efecto, apenas estuvieron y se sintieron «llenos del Espíritu Santo, se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». Su poder venía del Espíritu, y ellos ponían en práctica la consigna bajo el impulso interior imprimido desde arriba.
Los efectos de este prodigio se hicieron patentes fuera del Cenáculo. «Habitaban en Jerusalén judíos, hombres piadosos venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido se reunió la multitud y quedó perpleja, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Estaban asombrados y se admiraban diciendo: ¿Acaso no son galileos todos éstos que están hablando? ¿Cómo es, pues, que nosotros les oímos cada uno en nuestra propia lengua materna? Partos, medios, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y la parte de Libia próxima a Cirene, forasteros romanos, así como judíos y prosélitos, cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios. Estaban todos asombrados y perplejos, diciéndose unos a otros: ¿Qué puede ser esto? Otros, en cambio, decían burlándose: están llenos de mosto» (Act 2,5-13). En el Espíritu de la fecundidad divina, la Iglesia podrá ser también fecunda en lo sucesivo, cosa que se manifiesta enseguida en el milagro de que cada uno de los judíos devotos que entonces se encontraban en Jerusalén, procedentes de todas las naciones de la tierra, «cada uno le oía hablar en su propia lengua». Es exactamente lo contrario de lo que ocurrió cuando los hombres pretendieron construir la torre de Babel(47): pretensión de ser, a partir de la sola fuerza del espíritu humano, una única unidad internacional que apuesta abiertamente contra la unidad de Dios(48); ahora la única lengua de la Iglesia, que «anuncia las maravillas de Dios», deviene comprensible para todas las naciones por la fuerza de Dios. La diversidad de dones, de carismas, de servicios, que el Dios trinitario distribuye, procede de su unidad y tiende a su unidad. Evidentemente no se trata aquí de las numerosas culturas humanas que la historia del mundo intenta aunar en una unidad artificial --en vano, si es que deben conservar su peculiaridad--; se trata más bien de una unidad fundada por el Padre en el Hijo y en el Espíritu Santo que, en cuanto previamente dada, despliega su plenitud interior, donde cada elemento particular está al servicio de la plenitud de la unidad(49). Todos pueden y deben comprender que esta lengua no es como las demás lenguas, sino que es superior a todas ellas, al igual que la palabra y la verdad de Dios supera a todas las religiones inventadas por los hombres.
Los Apóstoles son testigos también de dos acontecimientos extraordinarios, misteriosos y significativos(50): uno, la experiencia de la glosolalia; otro, la valentía con la que confiesan abiertamente su fe en Jerusalén. La «glosolalia» expresaba palabras pertenecientes a una multiplicidad de lenguas y empleadas para cantar las alabanzas de Dios. El Espíritu hace posible que unos galileos incultos sean comprendidos por todos los hombres en sus distintas culturas y lenguas. La muchedumbre está admirada y estupefacta por lo que están viendo y oyendo. Los discípulos, gracias al Espíritu de Cristo, hablan un lenguaje que todos pueden comprender y aprobar. El cristianismo verdaderamente vivido sería al mismo tiempo el verdadero humanismo que todo hombre comprende como tal y, si no está totalmente deformado, también reconoce. La verdad de Cristo presentada por el Espíritu no tiene necesidad de un complicado proceso de inculturación; los frutos del Espíritu, tal y como han sido descritos anteriormente, son apetitosos para cualquier paladar. Ciertamente la Iglesia, a imitación de Cristo, debe ser también perseguida, pero ha de procurar que no sea por no saber exponer la verdad de Cristo realmente en el Espíritu.
El segundo hecho extraordinario es la valentía con que Pedro y los otros once se levantan y toman la palabra para explicar a aquella multitud el significado mesiánico y pneumatológico de lo que estaba aconteciendo ante ellos(51). Se trata de un primer cumplimiento de las palabras dirigidas por Jesús a los Apóstoles al subir al Padre: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra»(52). «El Espíritu Santo --comenta el Concilio Vaticano II-- unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos(53) a toda la Iglesia a través de todos los tiempos, vivificando, a la manera del alma, las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo»(54). De Cristo a los Apóstoles, a la Iglesia, al mundo entero: bajo la acción del Espíritu Santo puede y debe desarrollarse el proceso de la unificación universal en la verdad y en el amor.
María, el Espíritu Santo y el nacimiento de la Iglesia
Jesucristo, transmitiendo a los apóstoles el reino recibido del Padre(55), coloca los cimientos para la edificación de su Iglesia. En efecto, Él no se limitó a atraer oyentes y discípulos mediante la palabra del Evangelio y los «signos» que obraba, sino que también anunció claramente su voluntad de «edificar la Iglesia» sobre los Apóstoles, y en particular sobre Pedro(56). Cuando llegó la hora de su Pasión, la tarde de la víspera, Él ora por su «consagración en la verdad»(57), ora por su unidad: «para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti... para que el mundo crea que tú me has enviado»(58). Finalmente da su vida «como rescate por muchos»(59), «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos»(60). «Como Jesús, --enseña el Vaticano II-- después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre, y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre»(61). Este hecho es culminante y decisivo para la existencia de la Iglesia, por lo que podemos decir con san Ireneo, «Allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia»(62).
«La era de la Iglesia empezó con la "venida", es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los Apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia... El Espíritu Santo asumió la guía invisible --pero en cierto modo "perceptible"-- de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Éstos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores»(63). Cristo, pues, preparó y anunció su Iglesia, la instituyó, y luego definitivamente la «engendró» en la Cruz mediante su muerte redentora.
La existencia de la Iglesia, sin embargo, se hizo patente el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles comenzaron a «dar testimonio» del misterio pascual de Cristo. Podemos hablar de este hecho como de un nacimiento de la Iglesia, como hablamos del nacimiento de un hombre en el momento en que sale del seno de la madre y «se manifiesta» al mundo. La venida del Espíritu Santo dio, pues, comienzo al nuevo Pueblo de Dios. Haciendo referencia a la Antigua Alianza entre Dios-Señor e Israel como su pueblo «elegido», el pueblo de la Nueva Alianza, establecida «en la sangre de Cristo»(64), está llamado en el Espíritu Santo a la santidad(65).
Descendiendo sobre los Apóstoles reunidos en torno a María, Madre de Cristo, el Espíritu Santo los transforma y los une, «colmándolos» con la plenitud de la vida divina. Ellos se hacen «uno»: una comunidad apostólica, lista para dar testimonio de Cristo crucificado y resucitado. Esta es la «nueva creación»(66) y la «vida nueva»(67) surgida de la Cruz y vivificada por el Espíritu Santo, el cual, el día de Pentecostés, la pone en marcha en la historia. La Iglesia, a su vez, desde el día de Pentecostés --«por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios»(68)--, se convierte también en madre que mira a la Madre de Jesús como a su modelo. Esta mirada de la Iglesia hacia María tuvo su inicio en el Cenáculo.
Notas
1. AUG, 21-V-1997.
2. Cfr F. M. Willam, Vida de María, Herder, Barcelona 1976, pp. 327-330.
3. San Pablo recuerda una aparición «a más de quinientos hermanos a la vez» (1 Cor 15,6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas. ¿Cómo podría la Virgen presente en la primera comunidad de los discípulos (cfr Act 1,14), haber sido excluída del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?
4. Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre. En efecto, ella que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así, inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia (cfr Sedulio, Carmen pascale, 5,357-364: CSEL 10,140ss).
5. Cfr Mc 16,1; Mt 28,1.
6. «Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su Madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su Resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren. Suponiendo que se trata de una «omisión», se podría atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a la palabra de «testigos escogidos por Dios» (Act 10,41), es decir, a los Apóstoles, los cuales «con gran poder» (Act 4,33) dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su función eclesial: «Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea, allí me verán» (Mt 28,10). Si los autores del NT no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su Madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe» (AUG, 21-V-1997).
7. Cfr Ioh 20,17-18.
8. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús. María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras, del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías; comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública. Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31), resuenan en su Corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección. La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.
9. «La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo (cfr Ioh 19,25) y en el Cenáculo en Pentecostés (cfr Act 1,14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos. En el tiempo pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli laetare. Alleluia». «¡Reina del cielo, alégrate, Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la resurrección de Jesús prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» Que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en «causa de alegría» para la humanidad entera» (AUG, 21-V-1997).
10. Cfr DEV, 41. Así como san Lucas deduce del don de Pentecostés las actividades carismáticas, para san Juan es el don de Pascua quien nos trae las gracias sacramentales. Son dos puntos de vista diferentes sobre la misma realidad.
11. «Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu» (1 Pet 3,18). Cfr J.B. Bauer, Diccionario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1967, cols. 350-352.
12. Rom l,3-4.
13. DEV, 24.
14. Cfr J.M. Casciaro-J.M. Monforte, Jesucristo, Salvador de la Humanidad. Panorama bíblico de salvación, Eunsa, 2ª ed., Pamplona 1997, pp. 601-611.
15. Cfr 1 Cor 15,4-11.
16. Gen 2,5.
17. Es decir, psyche en griego, refesh en hebreo: cfr Gen 2,7.
18. 1 Cor 15,44.
19. Cfr Rom l,9; 5,5.
20. Cfr Rom l,4; 8,11.
21. 1 Cor 15,45-49.
22. 1 Cor 15,35.
23. 1 Cor 15,32-44.
24. Rom 8,9.
25. Rom 8,2.
26. Cfr por ejemplo 1 Cor l,2; Rom 15,16.
27. Rom 8,34.
28. Rom 8,26-27.
29. «Porque "la Iglesia anuncia... al que da la vida: el Espíritu Santo vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, 'aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia' (Rom 8,10) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu" (DEV, 58). En el centro de este servicio se encuentra la Eucaristia. Este sacramento, en el que continúa y se renueva sin cesar el don redentor de Cristo, contiene al mismo tiempo el poder vivificante del Espíritu Santo. La Eucaristía es, por tanto, el sacramento en el que Espiritu sigue obrando y «revelándose» como principio vital del hombre en el tiempo y en la eternidad. Es fuente de luz para la inteligencia y de fuerza para la conducta, según la palabra de Jesús en Cafarnaúm: "El Espíritu es el que da vida... Las palabras que os he dicho (acerca del "pan bajado del cielo") son espíritu y vida» (Ioh 6,63)"» (AUG, 8-VIII-1990).
30. En estos últimos años se ha encontrado en Nazaret una inscripción en mármol, con un edicto imperial que sanciona con la pena de muerte la profanación de sepulturas.
31. CEC, 726.
32. ECP, 141.
33. Ibidem.
34. Cfr Lc 1,35.
35. «En el misterio de Cristo María está presente ya "antes de la creación del mundo" (cfr Eph 1,4) como Aquella que el Padre "ha elegido" como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad» (RM, 8).
36. Es verdad que Ella misma es ya «templo del Espíritu Santo» (LG, 53) por su plenitud de gracia y su maternidad divina, pero Ella participa en las súplicas por la venida del Paráclito a fin de que con su poder suscite en la comunidad apostólica el impulso hacia la misión que Jesucristo, al venir al mundo, recibió del Padre (cfr Ioh 5,36), y, al volver al Padre, transmitió a la Iglesia (cfr Ioh 17,18).
37. LG, 53. Lo ha puesto muy bien de relieve el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia, donde leemos: «La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (LG, 63). «Pues en el misterio de la Iglesia --prosigue el Concilio--... precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente... Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (LG, 63).
38. San Agustín, De sancta virginitate, 6: PL 40,399.
39. ECP, 141.
40. «Y podemos en seguida añadir que la Iglesia permanece siempre ahí: permanece "en estado de misión" (in statu missionis). El carácter misionero de la Iglesia pertenece a su misma esencia, es una propiedad constitutiva de la Iglesia de Cristo, porque el Espíritu Santo la hizo "misionera" desde el momento de su nacimiento» (AUG, 20-IX-1989).
41. Ioh 3,8.
42. Cfr CEC, 696.
43. Como sabemos también por el Talmud de Jerusalén: Hag 2, 77b, 32; cfr también el Midrash Rabbah 5,9 sobre Ex 4,27.
44. «Ya en la historia del Antiguo Testamento se habían realizado dos manifestaciones análogas, en las que se había dado el espíritu del Señor para un hablar profético (cfr Mich 3,8; Is 61,1; Zach 7,12; Neh 9,30). Isaías había visto un serafín que se acercaba teniendo en la mano una brasa que con las tenazas había tomado de sobre el altar y con ella le tocaba los labios para purificarlo de toda iniquidad antes de que el Señor le confiase la misión de hablar a su pueblo (cfr Is 6,69 ss). Los Apóstoles conocían este simbolismo tradicional y por ello eran capaces de captar el sentido de lo que sucedía en ellos ese día de Pentecostés, como atestigua Pedro en su primer discurso vinculando el don de las lenguas con la profecía de Joel acerca de la futura efusión del Espíritu divino que debía capacitar a los discípulos para profetizar (Act 2,17 ss; cfr Ioel 3,1-5)» (AUG, 20-IX-1989).
45. Act 2,4; cfr AUG, 20-IX-1989.
46. Como, por ejemplo, los siervos de la parábola evangélica que habían recibido todos un cierto número de talentos para hacer fructificar (cfr Mt 25,14 ss.).
47. Aquí conviene hacer una última reflexión acerca de la contraposición (una especie de analogía ex contrariis) entre lo que sucedió en Pentecostés y lo que leemos en el Libro del Génesis sobre el tema de la torre de Babel (cfr Gen 11,1-9). Allí se nos narra la «dispersión» de las lenguas, y por eso también de los hombres que, hablando en diversas lenguas, no logran ya entenderse. En cambio, en el acontecimiento de Pentecostés, bajo la acción del Espíritu, que es Espíritu de verdad (cfr Ioh 15,26), la diversidad de las lenguas no impide ya entender lo que se proclama en nombre y para alabanza de Dios. Se tiene así una relación de unión entre los hombres que va más allá de los límites de las lenguas y de las culturas, producida en el mundo por el Espíritu Santo. (AUG, 20-IX-1989).
48. «Son un solo pueblo con una sola lengua. Y esto no es más que el comienzo de su actividad»: (Gn 11,6). Cfr A. Bandera, El Espíritu que ungió a Jesús, Edibesa, Madrid 1995, pp. 124-130.
49. Para explicar esto Pablo se sirve de la imagen del único cuerpo que sólo en virtud de su vitalidad interior tiene muchos miembros. Este cuerpo es al mismo tiempo un cuerpo espiritual, formado por el Espíritu, y un cuerpo carnal, perteneciente al Hijo encarnado. Las dos cosas son inseparables: «Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (1 Cor 12,13): la vida interior y la constitución exterior son inseparables en la Iglesia de Dios.
50. «El acontecimiento de ese día fue ciertamente misterioso, pero también muy significativo. En él podemos descubrir un signo de la universalidad del cristianismo y del carácter misionero de la Iglesia: el hagiógrafo nos la presenta consciente de que el mensaje está destinado a los hombres de «todas las naciones» y de que, además, es el Espíritu Santo quien interviene para hacer que cada uno entienda al menos algo en su propia lengua: «les oímos en nuestra propia lengua nativa» (Act 2,8). Hoy hablaríamos de una adaptación a las condiciones lingüísticas y culturales de cada uno. Por tanto se puede ver en todo esto una primera forma de «inculturación», realizada por obra del Espíritu Santo» (AUG, 20-IX-1989, n. 6).
51. «Vemos la transformación que obra el Espíritu Santo en aquellos en cuyo corazón habita. Fácilmente los hace pasar del gusto de las cosas terrenas a la sola esperanza de las celestiales, y del temor y la pusilanimidad a una decidida y generosa fortaleza de alma. Vemos claramente que así sucedió en los discípulos, los cuales, un vez fortalecidos por el Espíritu, no se dejaron intimidar por sus perseguidores, sino que permanecieron tenazmente unidos al amor de Cristo» (San Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de san Juan, 10).
52. Act 1,8. El don del Espíritu Santo es fuente y fuerza de la moral de la «nueva criatura»: cfr Josemaría Monforte, Ideas éticas para una vida feliz, Eunsa, Pamplona 1997, p. 64.
53. LG, 4.
54. AG, 4.
55. Cfr Lc 22,29; y también Mc 4,11.
56. Cfr Mt 16,18.
57. Cfr Ioh 17,17.
58. Cfr Ioh 17,21-23.
59. Mc 10,45.
60. Ioh 11,52.
61. LG, 5.
62. San Ireneo, Tratado contra las herejías, 3,24. También podemos añadir sin riesgo de error: «Allá donde la Iglesia ha llegado proclamando y difundiendo el Evangelio y la acción salvadora de Cristo, allí se encuentra María» (J. Ibáñez-F. Mendoza, La Madre del Redentor, Palabra, 2º ed., Madrid 1988, p. 7.
63. DEV, 25.
64. Cfr 1 Cor 11,25.
65. «Es el pueblo consagrado mediante "la unción del Espíritu Santo" ya en el sacramento del bautismo. Es el "sacerdocio real" llamado a ofrecer "los dones espirituales" (cfr 1 Pet 2,9). Formando de esta manera el pueblo de la Nueva Alianza, el Espíritu Santo hace manifiesta a la Iglesia, que surgió del Corazón del Redentor procesado en la cruz» (AUG, 30-VIII-1989).
66. El nacimiento de la Iglesia es como una «nueva creación» (cfr Eph 2,15). Se puede establecer una analogía con la primera creación, cuando «Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida» (Gen 2,7). A este «aliento de vida» el hombre debe el «espíritu», que en el compuesto humano hace que sea hombre-persona. A este «aliento» creativo hay que referirse cuando se lee que Cristo resucitado, apareciéndose a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, «sopló sobre ellos y les dijo: "recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"» (Ioh 20,22-23). Este acontecimiento, que tuvo lugar la tarde misma de Pascua, puede considerarse un Pentecostés anticipado, aún no hecho público. Siguió luego el día de Pentecostés, cuando Jesucristo, «exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís» (Act 2,33). Entonces por obra del Espíritu Santo se realizó «la nueva creación» (cfr Ps 103/104,30).
67. «Así dice el Señor Yahvéh: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan (...) y el espíritu entró en ellos y se incorporaron sobre sus pies» (Ez 37,9-10); y sigue diciendo el profeta Ezequiel: «He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al pueblo de Israel» (Ez 37,12)... Más áun, «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis... y sabréis que yo soy el Señor» (Ez 37,14). Esta grandiosa y penetrante visión profética se refiere a la restauración mesiánica de Israel tras el exilio, anunciada por Dios después del largo sufrimiento (cfr Ez 37,11-14). Es el mismo anuncio de continuación y de nueva vida dado por Oseas (cfr Os 6,2; 13,14) y por Isaías (Is 26,19). Pero el simbolismo usado por el profeta infundía en el alma de Israel la aspiración hacia la idea de una resurrección individual, tal vez ya entrevista por Job (cfr Iob 19,25). Esa idea habría madurado sucesivamente, como lo atestiguan otros pasos del Antiguo Testamento (cfr Dan 12,2; 2 Mach 7,9.14.23-36; 12,43-46) y del Nuevo (Mt 22,29-32; 1 Cor 15). Pero en aquella idea estaba la preparación para el concepto de la «vida nueva», que se revelará en la resurrección de Cristo y por obra del Espíritu Santo descenderá sobre los que creerán. Por lo tanto, también en el texto de Ezequiel podemos leer, nosotros los creyentes en Cristo, una cierta analogía pascual.
68. LG, 64.