La corriente intelectual que nació de los pensadores ilustrados subrayó la autonomía moral del hombre. Dostoyevski se nutrió de estas ideas, y en obras como "Los hermanos Karamazov" reflexiona sobre los dilemas morales que tal cosa plantea
Fedor Dostoyevski (1821-1881) vivió en la segunda mitad del siglo XIX, en una Rusia zarista que empezaba a incorporar ciertas reformas sociales. Las obras que escribió tuvieron un fuerte impacto en su época. También el lector de ahora acoge con interés sus novelas. Probablemente la razón que explique, en buena medida, la actualidad de Dostoyevski es que supo formular los interrogantes que llevaba dentro el hombre moderno y, además, logró proporcionar respuestas coherentes y adecuadas a esas cuestiones.
Publicó en un momento de fuerte influencia ideológica. Inicialmente Dostoyevski se había codeado con reformadores utópicos, hasta que fue encarcelado y condenado a Siberia por delitos políticos. La experiencia de convivir y trabajar con lo más depravado y miserable de la sociedad le marcó profundamente.
La lectura del Evangelio en los años del presidio le sirvió para dar un fuerte giro en sus convicciones. De las utopías modernas que ofrecían fórmulas de éxito para la felicidad social pasó a una penetrante psicología humana, que no siempre fue bien comprendida.
Hacia el final de su vida Dostoyevski recibió una crítica sobre los temas que solía tratar en sus escritos. En ella se le reprochaba la obsesión por cierto tipo de conducta que reflejaba una voluntad enfermiza en sus personajes.
La respuesta a esta crítica fue publicada en Diario de un escritor, una revista editada por el propio Dostoyevski. En su réplica, el escritor ruso no sólo no negó la crítica sino que la hizo propia y dejó entrever algunas de sus motivaciones más hondas de su tarea literaria:
«En lo que respecta a “mi debilidad por las manifestaciones patológicas de la voluntad”, sólo le diré que, en efecto, a veces he conseguido desenmascarar en mis novelas y relatos a ciertas personas que se consideran sanas y demostrarles que están enfermas. ¿Sabe que hay muchísima gente cuya enfermedad se debe precisamente a su buena salud, es decir, a su desmedida confianza en su normalidad, que les inculca una terrible presunción, un desvergonzado amor propio que a veces llega casi a convencerles de su infalibilidad? Pues bien, ésas son las personas que he mostrado más de una vez a mis lectores, y hasta es posible que haya llegado a demostrar que esos individuos no gozan de tanta salud como suponen, sino que, por el contrario, están muy enfermos y necesitan curarse»[1].
Dostoyevski no buscaba la reforma ideal de la sociedad ni la denuncia de los abusos de los poderosos. Pretendía algo más revolucionario y, desde luego, más doloroso: diagnosticar enfermedades morales. Sólo si el lector tomaba conciencia de su malestar era posible que realmente pudiera curarse. Dostoyevski, en el fondo, deseaba contribuir a la salud moral de sus lectores.
La Ilustración, al subrayar el papel preponderante de la razón y del conocimiento para la felicidad del hombre, prestó una atención menor a otras dimensiones de la persona. En particular, la reflexión sobre lo bueno se vio muy condicionada por una lógica basada en resultados verificables.
Así, el hombre moderno pronto terminó por encogerse de hombros ante las cuestiones de orden moral. No podía decir mucho con certeza en este ámbito, puesto que la razón adiestrada por la ciencia se veía confundida al carecer de un método eficaz para juzgar moralmente.
Ante este panorama, Dostoyevski pensaba que, aunque un enfermo no supiera que tenía una dolencia, no por ello dejaba de encontrarse mal. La ignorancia puede ser el mejor aliado de la enfermedad. De ahí que el autor ruso pretendiera hacer caer en la cuenta a aquellos que presumían de salud moral que quizá requerían de algún tratamiento para curar su voluntad. Un modo de lograrlo fue tratar de mostrar las consecuencias de los planteamientos modernos y proponer ideas acordes con la estructura moral de la persona humana.
El hombre moderno, seguro de sí mismo y confiado en su autonomía, estimó que la libertad sólo podía considerarse como tal si podía elegir sin ninguna restricción. Sin embargo, ante esta actitud se alzaba un obstáculo particularmente incómodo: Dios. El orden moral que tenía su origen en Dios era visto como una amenaza para la libertad moderna.
Dostoyevski formuló este conflicto de un modo sintético en la última de sus novelas, Los hermanos Karamazov. Probablemente la frase más conocida de esta novela sea la tesis de Iván, el segundo de los hermanos: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
Realmente, el autor no pone nunca en boca de Iván esta frase. Son otros personajes quienes dialogan con él sobre este razonamiento. No obstante, al leer despacio estas conversaciones, se observa que la premisa de la tesis tiene que ver más con la dimensión espiritual del hombre:
«Si se extirpa en el hombre la fe en la inmortalidad, se secará en él enseguida no sólo el amor, sino, además, toda fuerza viva para continuar la existencia terrena. Más aún: entonces ya nada será inmortal, todo estará permitido, hasta la antropofagia«[2].
Iván Karamazov es el referente del ateísmo ilustrado. Persona culta y educada, afirma sin ambages que Dios no existe, y deduce −con una lógica impecable− que, sin Dios, no hay fe en la inmortalidad del hombre. Por tanto, carecemos de un sentido para nuestra existencia y nuestro amor se ahogará antes o después. Dado que no hay nada inmortal, nada duradero, no habrá razón alguna para vetar ninguna conducta. La distinción entre lo bueno y lo malo sería, pues, algo impuesto por la fuerza.
Si la tesis karamazoviana pudiera parecer exagerada, o quizá caduca, conviene tener presente que el siglo XX ha experimentado un continuo resonar de esta intuición de Dostoyevski. Probablemente el eco más difundido haya sido uno de los lemas del 68: “Prohibido prohibir”. Este eslogan no deja de ser la formulación precisa del rechazo a cualquier limitación de la libertad por parte de ninguna autoridad.
Dostoyevski deja el razonamiento de Iván sin una réplica directa. Pero hace algo más útil: refuta esta tesis con la historia de otros personajes y con el desenlace trágico del propio Iván.
Una de las mejores respuestas al planteamiento de Iván es la historia personal de Zósima, un asceta de gran ascendiente sobre el hermano pequeño de los Karamazov. Cuando era joven, Zosima trabó amistad con un personaje de más edad que él. Este hombre tenía renombre en la ciudad por sus obras de beneficencia, y era apreciado por todos.
En un momento dado, este personaje le reveló a Zósima un terrible secreto: hacía catorce años que había asesinado a una mujer por celos, y había encubierto su crimen para que fuera acusado uno de los sirvientes de la casa.
Aunque este personaje al principio se volcó con su trabajo, cada vez que se acordaba de lo que había hecho le inundaba un fuerte pesar. No lo podía olvidar. Este sufrimiento fue amargándole más todavía cuando se casó. Así lo recuerda Zósima:
Ya durante el primer mes de matrimonio empezó a torturarle sin cesar una idea: ‘Mi mujer me ama; pero ¿qué ocurriría si se enterase?’ Cuando ella quedó encinta del primer hijo y se lo comunicó, se sintió turbado: ‘Doy vida y yo mismo he quitado una vida’. Llegaron los hijos: ‘Cómo me atreveré a amarlos, a instruirlos y educarlos, cómo voy a hablarles de la virtud: yo he derramado sangre’. Los hijos crecen hermosos, él siente deseos de acariciarlos: ‘No puedo mirar sus rostros claros, inocentes; no soy digno de ello”[3].
Aquella acción había dejado una profunda huella en su interior, que ni el tiempo ni sus buenas acciones lograban borrar. El crimen, fruto de una decisión ciertamente excitada por una pasión, y su acusación injusta de un inocente, le hacían indigno del amor de sus hijos. En realidad este hombre estaba interpretando un papel: daba la apariencia de un filántropo y de un buen padre, pero, en el fondo, no se atrevía a darse a conocer por el miedo a verse rechazado por su mujer y sus hijos. Estaba lleno de vergüenza.
En el trato con el joven Zósima, este personaje se decidió a confesar su crimen, tras intensos debates internos consigo mismo. Realmente no le creyeron cuando lo contó públicamente, pero halló una paz que antes no tenía. La opción por la verdad de su vida le abrió las puertas de Dios y, sobre todo, le hizo salir del amargo sufrimiento de no verse amado sinceramente por los demás. Después del revuelo, pudo decir con convicción a su joven amigo: “El Señor no está en la fuerza, sino en la verdad”[4].
Dostoyevski aporta una clave para descifrar el enigma de la libertad del hombre. Parecía que el enemigo de la libertad era la autoridad, y especialmente la autoridad divina. Daba la impresión de que las normas impuestas sofocaban la libertad. Sin embargo, a la vista de la historia del joven Zósima, Dostoyevski deja entrever que el auténtico enemigo de nuestra libertad somos nosotros mismos: podemos realizar acciones que nos impiden amar, o, para ser más precisos, que no dejan que seamos amados con sinceridad.
De este modo Dostoyevski ilumina el sentido de lo que es bueno: lo bueno es aquello que nos transforma en personas dignas de ser amadas. Este principio es lo que orienta la libertad auténtica.
Con la historia del amigo de Zósima, Dostoyevski nos muestra que no todo está permitido. Lo hace cambiando nuestro punto de vista: lo que verdaderamente angustia al hombre no es lo que está permitido o lo que está prohibido, sino lo que deja de recibir. Dostoyevski nos ayuda a comprender que la identidad profunda del hombre no radica tanto en hacer como en recibir.
Con este giro dostoyevskiano de la libertad, la persona puede revitalizarse y, en lugar de ver amenazas, abrirse al descubrimiento de un amor que desea curar su voluntad herida.
Tomás Baviera, en nuevarevista.net
[1] F.M. Dostoievski, “¿Soy un enemigo de los niños? ¿Qué significa a veces la palabra ‘feliz’?, Diario de un escritor, diciembre 1877. En: F.M. Dostoievski, Diario de un escritor, Alba, Barcelona 2007, p. 583.
[2] F.M. Dostoievski, Los hermanos Karamázov, Cátedra, Madrid 82005, p. 160.
[3] Ibídem, p. 481.
[4] Ibídem, p. 483.