Una encíclica, la Laudato si’, que contiene una verdadera mirada “divina” sobre la Tierra y las personas que la ocupamos
Precedida de un sabotaje informativo y seguida de polémica −sobre todo en ciertos sectores de Estados Unidos, vinculados a las industrias del petróleo y el carbón− acaba de publicarse el texto oficial de la encíclica Laudato si’, que es el primer gran documento ecológico de la Historia.
De ahí la expectación internacional que ha despertado, acrecentada por el hecho de ir dirigida a “creyentes y no creyentes”. Lo cual no significa que la Iglesia católica deje de aportar su propia perspectiva, con base teológica, pero con trasfondo sociológico y científico resaltables, aunque sin pretensión de intervenir en debates políticos.
Lo primero que hago al leer un documento o un trabajo de cierta importancia es zambullirme en sus notas, luego voy al texto. Me ha sorprendido en esta encíclica la cantidad de citas de declaraciones y documentos emitidos por Conferencias Episcopales y otros entes eclesiales de todo el mundo (Bolivia, Canadá, Argentina, Estados Unidos, Japón, Aparecida, etc.) sobre la cuestión ecológica. Lo que muestra el serio análisis al que, desde diversos ángulos, viene sometiendo el tema la propia Iglesia Católica. No puede extrañar así que en el texto se califique como “un bien para la humanidad” la sincera exposición de los desafíos ecológicos que derivan de las convicciones religiosas. Con ello Francisco abre un nuevo frente en el magisterio de la Iglesia −el ecológico−, así como León XIII redescubrió el filón del magisterio social.
Ahora bien, en un tema con tantas implicaciones científicas y sociológicas la prudencia de Francisco le lleva a afirmar que no es su intención “proponer una palabra definitiva”. En bastantes cuestiones concretas quiere limitarse a “promover un debate honesto”, respetando “la diversidad de puntos de vista”. Pero sin olvidar dos hechos que considera evidentes: el “rápido deterioro” de esa “casa común” que es la Tierra, y “la debilidad de las reacciones en el escenario de la política internacional”, probablemente presionada por la alianza entre economía y tecnología, y condicionada por intereses particulares y económicos, en verdadera contienda con el bien común.
Algunos han acusado a la primera parte de la encíclica (“Lo que le está pasando a nuestra casa”) de “eco-catastrofista”. Pero quien la lee sin prejuicios lo que capta es el deseo de conectar −buscando soluciones positivas− los abusos ecológicos con repercusiones sobre los países más pobres. El intento de creación de una cultura ambiental fundada, no sobre catastrofismos milenaristas, sino sobre el pragmatismo. No sobre una visión politizada de los problemas ambientales, cuanto la adopción de líneas de actuación positivas.
En este sentido, conviene destacar el estímulo que la encíclica aporta a las “buenas prácticas”, basadas en “un modelo circular de producción que asegure recursos para todos y para las generaciones futuras, y que requiere llevar al máximo la eficiencia, la reutilización y el reciclado”. Lo que apunta a una tercera revolución industrial, en momentos de “ocaso del viejo capitalismo agresivo”, como señala Jeremy Rifkin. Desde luego, ante la encíclica, se inquietará aquel establishment económico y político firmemente dependiente de los combustibles fósiles. Pero debería ser él mismo el que virara, poco a poco, hacia nuevas fuentes de energías renovables, como parece inevitable.
La mesura de planteamiento no significa que Francisco acuda en su discurso a un ecologismo light, a un “barniz ecológico” sin carne ni sangre teológica. Retrotrayéndose al “cultivar y custodiar la Tierra” (Genesis 2,15) del mandato bíblico, observa que en él se incluye “proteger”, “cuidar” y “vigilar”.
Desde esos parámetros, por ejemplo, se lamenta de que la crisis financiera de 2007/2008 era una ocasión estupenda para retornar a los principios éticos y para revisar los “criterios obsoletos” que continúan gobernando el mundo. Por eso −dice− la misma “creación que sufre dolores de parto” es la misma que sufre la explotación y la destrucción de la naturaleza, con una verdadera acción de “saqueo”, con el agotamiento de los recursos naturales, y la extensión desbordante a toda la población mundial del consumo salvaje.
En Laudato si’ no solamente se contiene un grito de alarma hacia la paulatina erosión del planeta por una descontrolada actividad humana. También se reafirman problemas de “ecología humana” y “ecología integral”, tan cercanos al Magisterio de la Iglesia como la función social del derecho a la propiedad privada, que “no es absoluto o intocable”, pues está sometido a la “hipoteca social”, de la que habla Juan Pablo II; el respeto a la vida, “en la que no parece muy compatible la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto”; el rechazo del relativismo , que corrompe a la cultura “cuando no se reconoce ninguna verdad objetiva y que hace de las leyes imposiciones arbitrarias”, o el peligro de una guerra química o nuclear, que aún se cierne sobre la humanidad.
De especial interés es la fórmula que acuña Francisco del “débito ecológico”, es decir, la responsabilidad de los países del Norte con los países del Sur, que “continúan alimentando el desarrollo de los países más ricos…, con un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso”. Este débito exige que los países desarrollados “limiten el consumo de energías no renovables, aportando a los no desarrollados recursos para promover políticas y programas de desarrollo sostenible”.
En fin, esta encíclica está llamada a ser polémica. Un solo ejemplo: Obama acaba de elogiarla y Bush III la mira con recelo. Pero la polémica −en mi opinión− perderá fuerza cuando se la lea a fondo y se descubra su riqueza teológica, moral e, incluso, de ciudadanía ecológica. Como se ha dicho, contiene una verdadera mirada “divina” sobre la Tierra y las personas que la ocupamos.
Rafael Navarro-Valls, catedrático de Derecho Canónico y académico/secretario general de la Real de Jurisprudencia y Legislación de España, en zenit.org.