En su catequesis de este miércoles, durante la Audiencia general, el Papa ha explicado el momento de la comunión durante la celebración de la Santa Misa
Queridos hermanos:
Celebramos la Misa para nutrirnos de Cristo, que se nos da en la Palabra y en el Sacramento del Altar. En el momento de la comunión que hoy contemplamos, Jesús se nos sigue dando en su Cuerpo y en su Sangre, por el ministerio de la Iglesia, como hizo con los discípulos en la Última Cena.
Después de la Fracción del Pan, el sacerdote nos invita a mirar «al Cordero que quita el pecado del mundo», reconociendo la distancia que nos separa de la santidad de Dios y de su bondad al darnos como medicina su preciosa Sangre, derramada para el perdón de los pecados. Somos, por tanto, convocados «al banquete de bodas del Cordero», reconociéndonos indignos de que entre en nuestra casa, pero confiados en la fuerza de su Palabra salvadora. Caminamos hacia el altar para nutrirnos de la Eucaristía, para dejarnos transformar por quien recibimos, como dice san Agustín: «Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí».
La Liturgia eucarística se concluye con la oración de la comunión. En ella damos gracias a Dios por este inefable don y le pedimos también que transforme nuestra vida, siendo medicina en nuestra debilidad, que sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure su constante protección.
Hoy es el primer día de primavera: ¡feliz primavera! ¿Pero, qué pasa en primavera? Florecen las plantas, florecen los árboles. Os haré unas preguntas. ¿Un árbol o una planta enfermos, florecen bien, si están enfermos? ¡No! ¿Un árbol, una planta que no son regados por la lluvia o artificialmente, pueden florecer bien? ¡No! ¿Y un árbol o una planta que ha perdido las raíces o que no tiene raíces, puede florecer? ¡No! ¿Pero, sin raíces se puede florecer? ¡No! Y esto es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en obras de caridad, en hacer el bien. Pero si no tienes raíces, no podrás florecer. ¿Y la raíz quién es? ¡Jesús! Si no estás con Jesús, ahí, en la raíz, no florecerás. ¿Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Espero que esta primavera sea para vosotros una primavera florida, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtudes, de hacer el bien a los demás. Recordad esto, que es un verso muy bonito de mi patria: “Lo que el árbol tiene de florido, viene de lo que tiene enterrado”. Nunca cortar las raíces con Jesús.
Y ahora continuemos con la catequesis sobre la Santa Misa. La celebración de la Misa, de la que estamos recorriendo los diversos momentos, está ordenada a la Comunión, es decir, a unirnos con Jesús. La comunión sacramental: no la comunión espiritual, que puedes hacerla en tu casa diciendo: “Jesús, yo quisiera recibirte espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que se da a sí mismo tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a Él. Lo dice el Señor mismo: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). En efecto, el gesto de Jesús que dio a los discípulos su Cuerpo y Sangre en la última Cena, continua aún hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de vida y del Cáliz de salvación.
En la Misa, después de haber partido el Pan consagrado, o sea el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándoles a participar en el convite eucarístico. Conocemos las palabras que suenan desde el santo altar: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Inspirado en un pasaje del Apocalipsis −«Bienaventurados los llamados a la cena de las bodas del Cordero» (Ap 19,9): dice “bodas” porque Jesús es el esposo de la Iglesia−, esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que alegra y a la vez empuja a un examen de conciencia iluminado por la fe. Si, por una parte, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por otra creemos que su Sangre es «derramada para la remisión de los pecados». Todos fuimos perdonados en el bautismo, y todos somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y no lo olvidéis: Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvífico de esta Sangre, san Ambrosio exclama: «Yo que peco siempre, debo siempre disponer de la medicina» (De sacramentis, 4,28: PL 16,446A). Con esa fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y lo invocamos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Esto lo decimos en cada Misa.
Aunque somos nosotros los que vamos hacia el altar en procesión para recibir la Comunión, en realidad es Cristo quien nos sale al encuentro para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús! Alimentarse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en lo que recibimos. Nos ayuda san Agustín a comprenderlo, cuando cuenta la luz recibida al oír decir a Cristo: «Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú el que me transforme en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú serás transformado en mí» (Confesiones VII,10,16: PL 32,742). Cada vez que recibimos la comunión, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre del Señor, así cuantos lo reciben con fe son transformados en Eucaristía viva. Al sacerdote que, distribuyendo la Eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tú respondes: «Amén», o sea, reconoces la gracia y el compromiso que comporta convertirse en Cuerpo de Cristo. Porque cuando recibes la Eucaristía te vuelves Cuerpo de Cristo. Es hermoso esto; es muy bonito. Mientras nos une a Cristo, arrancándonos de nuestros egoísmos, la Comunión nos abre y une a todos los que son una sola cosa en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!
La Iglesia desea vivamente que también los fieles reciban el Cuerpo del Señor con hostias consagradas en la misma Misa; y el signo del banquete eucarístico se expresa con mayor plenitud si la santa Comunión se hace bajo las dos especies, aunque sabiendo que la doctrina católica enseña que bajo una sola especie se recibe a Cristo todo entero (cfr. Ordenación General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la praxis eclesial, el fiel se acerca normalmente a la Eucaristía de forma procesional, como hemos dicho, y se comulga de pie con devoción, o de rodillas, como establece la Conferencia Episcopal, recibiendo el sacramento en la boca o, donde esté permitido, en la mano, como prefiera (cfr. OGMR, 160-161). Después de la Comunión, el silencio, la oración silenciosa nos ayuda a conservar en el corazón el don recibido. Alargar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, como también cantar un salmo o un himno de alabanza (cfr. OGMR, 88) que nos ayude a estar con el Señor.
La Liturgia eucarística se termina con la oración después de la Comunión. En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para darle gracias por habernos hecho sus comensales y pedir que cuanto hemos recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras, para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que pedimos al Señor que «el sacramento que acabamos de recibir sea medicina del cielo, para que elimine las culpas de nuestros corazones y nos asegure tu constante protección» (Misal Romano, Miércoles de la V semana de Cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que nos transforma en Él, nos hace más fuertes. ¡Es tan bueno y tan grande el Señor!
Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos, en particular a los jóvenes provenientes de Suiza y de Francia. Mientras la Pascua se acerca, os invito a reforzar vuestro fervor, incluida la participación activa en la Misa y en la caridad fraterna, de modo que la gracia de la resurrección transforme de verdad vuestras vidas. Dios os bendiga.
Saludo a los peregrinos de lengua inglesa presentes en la Audiencia de hoy, especialmente a los provenientes de Gales, Irlanda, Noruega, Japón y Estados Unidos de América. Saludo en particular a los peregrinos irlandeses que acompañan la imagen del Noveno Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar en Dublín el próximo mes de agosto. Con fervientes deseos de que esta Cuaresma sea para vosotros y para vuestras familias un tiempo de gracia y de renovación espiritual, invoco sobre todos vosotros la alegría y la paz del Señor Jesús. Dios os bendiga.
Con ocasión del próximo encuentro mundial de las familias, tengo intención de acudir a Dublín, el 25 y 26 de agosto de este año. Agradezco desde ahora a las autoridades civiles, a los Obispos, al Obispo de Dublín, y a todos los que colaboran para preparar este viaje. Gracias.
Una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua alemana. Entre vosotros, saludo a tantos estudiantes presentes en esta Audiencia, en particular a los estudiantes del Gymnasium Haus Overbach de Jülich que celebran el centenario de su fundación. No lo olvidéis nunca: en la Santa Eucaristía, el Señor está presente por vosotros. Dios os bendiga a todos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Exhorto a la comunión frecuente, haciendo presente el misterio de amor que se encierra en el Sacramento, para que la unidad con Cristo y con su Iglesia se manifieste en nuestro actuar cotidiano y testimonie nuestra vida nueva en Cristo. Gracias.
Queridos amigos de lengua portuguesa, que hoy participáis en este Encuentro, gracias por vuestra presencia y sobre todo por vuestras oraciones. Os saludo a todos, en particular a los alumnos, profesores y familiares de los Colegios Pedro Arrupe y Senhora da Boa Nova, deseándoos que la peregrinación a la tumba de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo refuerce, en vuestros corazones, el sentir y el vivir en la Iglesia, bajo la tierna mirada de la Virgen Madre. Sobre vosotros y sobre vuestras familias descienda la Bendición del Señor.
Dirijo una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua árabe, en particular a los que provienen de Oriente Medio. Queridos hermanos y hermanas, en la Eucaristía Jesús nos sale al encuentro para asimilarnos; dejémonos transformar por el Señor en Eucaristía viva y reconozcamos la gracia y el compromiso que comporta ser Cuerpo de Cristo. El Señor os bendiga.
Saludo cordialmente a los peregrinos polacos. Queridos hermanos y hermanas, nuestra participación en la Santa Misa es plena cuando recibimos el Cuerpo y la Sangre del Señor en la Comunión eucarística. Esa es la más profunda unión con Cristo. Él se da a nosotros pecadores como alimento que cura, llena de santidad y permite vivir la vida de Dios mismo. Tomad ese alimento, para que os colme de santidad. Os bendigo de corazón.
Doy una cordial bienvenida a los fieles de lengua italiana. Me alegra recibir a los Hermanos de la Instrucción Cristiana de Ploermel, con ocasión de su Capítulo general; a las Religiosas que frecuentan el Curso de Formación del USMI; a los seguidores del Movimiento de los Focolares y a los grupos parroquiales, especialmente a los de Viterbo y de Sant’Andrea del Pizzone. Que la peregrinación a la Sede de Pedro os ayude a cultivar esa sabiduría que solo Dios puede dar. Saludo a los participantes en el Congreso para los Familiares de los Caídos en Misiones de apoyo a la Paz –¡esos son héroes: héroes de la patria y héroes de la humanidad! Gracias–, acompañados por el Ordinario Militar para Italia, Mons. Santo Marcianò; a la Federación nacional de los Consorcios de la Cuenca de Montano; a la Federación nacional Cooper y a los grupos de estudiantes, especialmente a los de Roma, de Solofra y de Prato. Deseo que realicéis un gozoso y generoso servicio al bien común.
Un pensamiento especial para los jóvenes, los ancianos, los enfermos y los recién casados. Estamos concluyendo el tiempo de gracia de la Cuaresma. No os canséis de pedir en la Confesión el perdón de Dios, y en vuestros sufrimientos uníos aún más a los de la cruz de Cristo, porfiando en el perdón y en la ayuda mutua.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.