En los últimos dos siglos la exégesis bíblica ha suscitado, con una erudición fantástica, un enorme volumen de materiales, aunque también bastante dispersos y no siempre coherentes. Por eso, conviene recordar que el mismo Jesucristo hizo una exégesis explícita, que es la clave de toda exégesis creyente
Fuente: omnesmag.com
Es un ejercicio que hay que hacer y que aquí solo podemos esbozar. Conviene empezar por la escena de Emaús (Lc 24, 13-35). Allí el Señor, a aquellos discípulos entristecidos y desconcertados por su muerte humillante en Jerusalén, les increpa: “¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo [el Mesías] padeciera estas cosas y así entrara en su gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los Profetas les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a Él”.
Lamentablemente, el texto no recoge las referencias del Señor. La mención a la Ley y los Profetas es un recurso tradicional judío, pero también recuerda la misteriosa escena de la transfiguración, donde Jesús apareció glorioso ante sus discípulos, con Moisés y Elías. Y, según san Lucas, “hablaban de su partida, que iba a cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). Lo más importante de esta exégesis es que Cristo une la figura, en principio gloriosa y triunfante, del Mesías, profeta y Rey, con la necesidad de padecer, que se expresa en los cantos del Siervo de Yahveh de Isaías y en los salmos del justo perseguido, como especialmente el Salmo 22, que los Evangelistas aplican largamente al Señor.
Los discípulos lo habían reconocido como Mesías por el testimonio de Juan el bautista sobre la unción con el Espíritu Santo y por los signos y milagros, especialmente la expulsión de los demonios. Israel conservaba, según los casos, una fuerte tradición mesiánica, relacionada con la restauración de Israel e ilustrada con una variada multitud de textos bíblicos. Sobre todo, con la espera de un nuevo profeta a la altura de Moisés; “Dios suscitará de entre vuestros hermanos un profeta como yo” (Dt 18, 15); capaz de “hablar con Dios cara a cara”, nostalgia y anhelo final del Deuteronomio (34, 10); y con la tradición del Hijo de David, que el Señor, por ejemplo, asume explícitamente cuando entra en Jerusalén montado en un pollino, cumpliendo deliberadamente la profecía de Zacarías (9, 9), entre el entusiasmo de sus discípulos (Mt 21, 4-5; Jn 12, 14-15).
Al estar vinculada la figura del Mesías con la restauración de Israel, se esperaba una solución fuerte y liberadora. Un Mesías capaz de vencer a los enemigos. Desde luego no se esperaban un Mesías que fuera vencido por los enemigos. Es llamativo que los Evangelios recojan tres anuncios del Señor sobre su pasión (Mc 8, 31-32; 9, 30-32; 10, 32-34), que desconciertan a los discípulos y provocan el reproche de Pedro (Mt 16, 22-24).
Por muchas variantes que la figura del Mesías pudiera tener, se esperaban un triunfo. Si no, ¿cómo podía restaurar Israel? Los Hechos de los Apóstoles recogen la ansiedad de los discípulos ante el Resucitado: “Los que estaban reunidos allí le hicieron esta pregunta. Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?”. Evidentemente era preciso ampliar y trascender la noción de ese Reino. Si no, ¿cómo podría congregar escatológicamente a todas las naciones? De hecho, Jesús prefiere usar “Reino de Dios”.
A aquellos discípulos ansiosos por la restauración de Israel les ha explicado durante casi tres años con parábolas que el Reino ya está en ellos como un fermento, y que crecerá poco a poco hasta el final de los tiempos. Sabía que todavía no le podían entender. Además, “después de su pasión, se presentó ante ellos con muchas pruebas: se les apareció durante cuarenta días y les habló de lo referente al Reino de Dios” (Hch 1, 3).
Lo más desconcertante para los discípulos era el paso de una liberación política, dentro de la historia del mundo, a una liberación del pecado, argumento de la historia cósmica, de una creación caída. La exégesis de Cristo une y contrapesa las dos figuras principales, Mesías y Siervo de Dios, y, por lo tanto, cambia el tiempo y la naturaleza de la liberación. No va a ser dentro de la historia humana, aunque se difundirá como un fermento en la historia humana. Tampoco se hará a la manera humana, con los medios económicos, políticos y militares. Entonces, ¿cómo se va a hacer?
Volvamos a san Lucas, al final de la escena de Emaús, cuando los discípulos descubren al Señor, éste desaparece, y vuelven a Jerusalén entusiasmados. Y allí se presenta de nuevo Jesucristo. Tras enseñarles “las manos y los pies” con las huellas de los clavos (que el resucitado conservará eternamente) les dice: “Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las escrituras: Así está escrito que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos y que se predique en su nombre la conversión para el perdón de los pecados” (Lc 24, 44-45).
Fijémonos en la exégesis de Cristo: “Lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. ¿En qué pasajes? No los recogen los evangelistas. Pero es posible saberlo indirectamente, fijándose en los que usa la primera tradición cristiana. No tanto los pasajes mesiánicos, pues esos ya cabía esperar que se aplicasen a Cristo, sino precisamente los que se refieren a que “Cristo tiene que padecer y resucitar” y a que se predique “el perdón de los pecados”. Solo podemos dar unas pinceladas en un tema enorme que comprende la relación de Jesucristo con los Cantos del Siervo y con los salmos y la cuestión del “cumplimiento” en Él de las Escrituras.
Es simpática y significativa la escena del eunuco de la reina etíope Candace, que encuentra Felipe en el camino. El eunuco va sentado en la carroza leyendo: “Como oveja fue llevado al matadero…” (Is 53, 7-8). Y pregunta a Felipe: “Te ruego que me digas de quién dice esto el profeta”. Y Felipe “comenzando por este pasaje le anunció el Evangelio de Jesús” (Hech 8, 26-40). Aplica a Jesucristo uno de los cantos del Siervo de Yahveh.
Los cinco grandes “discursos” que figuran en la primera parte de los Hechos son muy significativos. Allí los discípulos se ven obligados a explicar el sentido de la muerte de Jesucristo. Pedro, el día de Pentecostés, aplica unos versículos del Salmo 16 (15): “No abandonarás mi alma en los infiernos ni dejarás a tu Santo vea la corrupción” (Hch 2, 17). Además, del 110: “Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies”, que había usado el mismo Señor (Mc 12, 36) y que los cristianos relacionan desde el principio con la profecía de Daniel (7, 13) y la ascensión de Cristo a la gloria (a la derecha del Padre).
En el templo, Pedro predica: “Dios cumplió lo que había anunciado de antemano por boca de los profetas, que su Cristo padecería. Arrepentíos por tanto y convertíos para que sean borrados vuestros pecados” (Hch 3, 18). Y, por cierto, recuerda entonces al profeta prometido por Moisés. Y ante el Sanedrín, que les llama para pedir explicaciones, usa el Salmo 118: “La piedra rechazada por los arquitectos es ahora la piedra angular”, que el mismo Señor había usado (cfr. Lc 20, 17). Y, al ser liberados, recuerda el Salmo 2: “Los príncipes se han aliado contra el Señor y contra su Cristo” (Hch 4, 26). De nuevo ante el Sanedrín, declara: “A éste lo exaltó Dios a su derecha como Príncipe y Salvador, para otorgar a Israel el perdón de los pecados” (Hch 5, 31). Al ser llevado al martirio, Esteban recuerda la profecía de Moisés (“un profeta como yo”) y ve a Cristo “de pie a la diestra de Dios” (Hch 7, 55).
Aquí confluyen, por otro lado, las palabras del Bautista en el inicio del Evangelio de San Juan. “Vio a Jesús venir hacia él y dijo: ‘He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’”. Y tras testimoniar la manifestación del Espíritu Santo sobre Jesús en el momento del Bautismo, el texto sigue: “Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dijo: ‘He aquí el cordero de Dios’. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús” (1, 35-37). Eran Juan y Andrés, que luego buscó a su hermano Pedro y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías” (1,41).
Interesa destacar que Juan une desde el principio la figura de Jesús de Nazaret como Mesías con la del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Por dos veces atribuye a Jesús ser el “Cordero de Dios”, imagen que fuera del Apocalipsis (donde se usa 24 veces), no aparece explícita en otros textos. Aunque san Juan asimila Cristo al Cordero pascual, cuando ya muerto, no le rompen las piernas “para que se cumpliera la Escritura que dice no le romperán ninguno de sus huesos” (Jn 19, 36; Sal 34, 21, Ex 12, 46; Num 9, 12). Estaba prohibido romper los huesos del cordero pascual. Y los evangelistas destacan que Cristo muere “a la hora de nona”, del viernes, cuando se sacrificaban los corderos pascuales, tras exclamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, inicio del Salmo 22 (23) y expresión del justo perseguido.
Debemos al exegeta protestante Joaquín Jeremías la observación que recoge Ratzinger en su Jesús de Nazaret (volumen II, capítulo 1): “Jeremías llama la atención sobre el hecho de que la palabra hebrea talja significa tanto cordero como mozo o siervo” (en el ThWNT I, 343), con lo que se vinculan las dos cosas de que venimos hablando.
El sentido de la muerte de Cristo sintetiza la figura del Siervo perseguido y doliente por su fidelidad a Dios con el aspecto pascual y sacrificial ligado al cordero. Y tiene una magnífica expansión litúrgica, tanto en la Carta a los Hebreos como en el Apocalipsis. En la Carta a los Hebreos, se explica magníficamente el sentido sacrificial de la muerte de Cristo, sacrificio de la nueva Alianza, hecha con el Espíritu Santo; mientras que el Apocalipsis subraya la dimensión cósmica de esta ofrenda de Cristo Cordero celebrada en el Cielo.
La Carta a los Hebreos razona “bíblicamente” con estos elementos. En ella es muy importante el recuerdo de Melquisedec, sacerdote del Dios altísimo, pero no levita ni de la casa de Aarón, como los sacerdotes judíos del Antiguo Testamento. De ahí la importancia del Salmo 110 (109), aplicado a Cristo: “Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedeq”, con la salvedad que la ofrenda de Cristo es él mismo. Lo que es el gran pecado del rechazo de Dios se convierte, por la fidelidad de Cristo, en el sacrificio cristiano. Así, la muerte de Cristo es la ofrenda y el sacrificio cristiano fundador de la Nueva Alianza. Todo lo que los sacrificios podían significar de reconocimiento, ofrenda y pacto con Dios recibe una realización máxima en el sacrificio de Cristo. “Lo realizó de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo” (7, 27). “Este es el punto capital de cuanto venimos diciendo, que tenemos un sumo sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad de los cielos” (8, 1-2).
Y en el Apocalipsis: “Fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes” (Apc 5, 10); “Estos siguen al cordero a dondequiera que vaya y han sido rescataos ente los hombres como primicias para Dios” (Apc 14, 4).
Esto da una nueva dimensión a la salvación, al perdón de Dios y a la instauración del Reino. El Reino de Dios no se va a instaurar política ni militarmente, sino mediante el sacrificio de Cristo que implora y obtiene el perdón de Dios (“perdónales, porque no saben lo que hacen”) y mediante la aplicación mistérica, primero moral y después física, de la resurrección de Cristo. Así crece el Reino de Dios en este mundo, a la espera de la resurrección final. Camino de renovación real de las personas, que nos permite pasar del hombre viejo, herencia de Adán, al nuevo, en Cristo, como sintetiza, por su parte, san Pablo.
Juan Luis Lorda