Existe una íntima conexión entre la sexualidad como participación en el infinito amor creador de Dios y su condición de medio para instaurar relaciones también amorosas entre varón y mujer
Amor y sexualidad
La grandeza de la sexualidad humana
Desde que comencé a ocuparme de estos temas, he sentido una inclinación irresistible a unir a la palabra “sexualidad” algún término o expresión enérgicamente ponderativos, hablando así del prodigio, de la grandeza, del vigor, de la maravilla, de la sublimidad… de la sexualidad humana[1].
Y es que, lejos de esas visiones empobrecedoras que pretenden reducirla a mera genitalidad o a sentimentalismo o difuso o apasionado, lejos también de las aberraciones que tienden a animalizarla mediante representaciones gráficas de varones o mujeres con denigrantes y provocadoras posturas infrahumanas, la caracterización fundamental de la sexualidad, desde el punto de vista que ahora quiero dibujarla, que es el de su ejercicio, puede realizarse mediante dos afirmaciones.
a) Por un lado, se configura como una participación inefable en el poder creador e infinitamente amoroso de Dios; algo, por tanto, que nos identifica notablemente con Él y nos torna más amables y más amantes.
b) Por otro, compone un medio privilegiado, tal vez el más específico, para despertar, instaurar, incrementar, consolidar, enardecer, madurar y hacer fructificar más y más[2] el amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales, en cuanto sexuados.
¿Cuestión de prioridades?
Y no es que una caracterización preceda sin más a la otra ni, mucho menos, que se sitúe al margen de ella o simplemente se le yuxtaponga. Ni siquiera que estén coordinadas.
Muy al contrario, existe una íntima conexión entre la sexualidad como participación en el infinito amor creador de Dios y su condición de medio para instaurar relaciones también amorosas entre varón y mujer. Y si hubiera que sugerir alguna prioridad, esta correspondería a lo señalado en segundo término.
Con otras palabras: la sexualidad puede configurarse como trasunto del inefable Amor de Dios, que crea a cada hombre para encaminarlo hacia la dicha sin fin en el interior de Su propia Vida felicísima, porque es capaz de establecerse como acto y expresión portentosos del amor humano, y no a la inversa.
Según explica Caffarra: «El hecho de que la sexualidad humana esté en condiciones de dar origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho de que la sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor»[3].
Me interesa subrayar este extremo, porque con relativa frecuencia se ha pretendido que la tradición católica reduce la sexualidad a mero instrumento de procreación. Y no es así o, al menos, no total ni principalmente.
Sin duda, frente a cierta mentalidad difundida en nuestros días, contribuir a la venida al mundo de una nueva persona constituye una de los más grandes prodigios que el varón y la mujer pueden llevar a cabo.
Con palabras de Caffarra: «El que una persona comience a existir constituye sin duda el mayor acontecimiento del universo creado, después de la Encarnación del Verbo»[4].
Pero semejante posibilidad se apoya a su vez en la aptitud de la sexualidad para instituir entre ambos una sublime relación de amor: es el amor el que hace posible la fecundidad, y no al contrario.
Se entiende, entonces, por qué Soloviev se empeña en poner de manifiesto que la sexualidad no guarda una relación unívoca, bilateral y exclusiva con la procreación, sino que encierra necesariamente, también, otro sentido más hondo[5].
Solo a modo de ilustración:
Por tanto, el significado de la diferencia sexual (y del amor sexual) debe buscarse no en relación con la idea de la vida de la especie y su reproducción, sino únicamente con la idea del organismo superior […]. Por último, parangonado a todo el reino animal, el hombre tiene la capacidad reproductiva más limitada, y sin embargo el amor sexual alcanza en él su mayor altura y su fuerza más intensa, uniendo en su grado má¬ximo la constancia de las relaciones (típica de los pájaros) con la intensidad de la pasión (típica de los mamíferos). Y así, resulta que el amor sexual y la reproducción de la especie tienen una relación inversamente proporcional: cuanto más fuerte es el uno, tanto más débil es la otra […]. Al mismo resultado se llega si se considera el amor sexual solo en el mundo humano, donde asume más agudamente que en el mundo animal este carácter individual gracias al cual una persona específica y concretamente determinada del otro sexo viene a asumir para el amante un valor absoluto como ser único e insustituible, como fin en sí[6].
Consideremos más detenidamente la cuestión.
La sexualidad humana puede dar origen a una nueva vida humana
por estar en condiciones de poner en la existencia una comunión de amor
Toda persona es un fin, término del amor humano
Aunque tal vez se quedara un poco corto y no lo justificara ontológicamente, Kant acertó al sostener que ningún ser humano debe nunca ser tratado como simple medio, sino siempre también como fin.
Y Soloviev lo expone ajustadamente, en relación al tema que nos ocupa. Tras sostener de forma explícita que «el amor sexual es, tanto para los animales como para el hombre, el momento de máximo esplendor de la existencia individual»; y tras aclarar que eso «no significa que la atracción sexual sea solo un medio para la simple reproducción o multiplicación de los organismos, sino más bien que está finalizada a través de la rivalidad y la selección sexual a la producción de organismos cada vez más perfectos», afirma sin la menor vacilación que tal cosa no puede afirmarse del ser humano. Y da la razón oportuna:
De hecho, en la humanidad, el principio individual [personal] tiene un valor autónomo y no puede ser, en su más alta manifestación, un mero instrumento para fines como el del proceso histórico, que le son extraños. O más bien habría que decir que el auténtico fin del proceso histórico no es tal que la persona humana pueda servirle exclusivamente como instrumento pasivo o transitorio[7].
Con palabras más certeras, quiere esto decir que la única actitud definitivamente adecuada respecto a una persona, a cualquiera, es la de amarla, procurando su bien, perfectamente compatible con la búsqueda simultánea de bienes distintos, pero dotado de cierta y clara prioridad de naturaleza respecto a esos otros.
A ello he apuntado tantas veces al sostener que todo hombre es término de amor. En las circunstancias que fueren, si no lo amo, si no persigo su bien de manera decidida, estoy atentando contra su dignidad. Siempre.
Con todo, hay momentos en una biografía donde esa exigencia se torna más perentoria. Por ejemplo, cuando el cónyuge, un hijo o un amigo vuelven a uno, arrepentidos por la injuria más o menos grave que le hayan podido infligir… o por cualquier barbaridad llevada a cabo. En esa coyuntura, más conforme mayores fueran la afrenta y el arrepentimiento, nuestro amor hacia quien viene a nosotros debe alcanzar cotas que rozan con lo inefable: ante un alma compungida que se acerca en busca de perdón, deberíamos incrementar nuestro cariño hasta el punto de que, con un deje de metáfora que no aleja sin embargo de la auténtica disposición interior, la única actitud coherente sería la de acogerla de rodillas. Algo muy similar ocurre en las cercanías de la muerte o en el momento de contraer matrimonio: resultaría vil y canallesco que en tales circunstancias nuestra conducta incluyera algún móvil distinto del más noble y limpio amor. Y lo mismo podría sostenerse de casos análogos.
Pero si existe un instante privilegiado en que las disposiciones amorosas han de llevarse al extremo, este es precisamente el de la concepción, condición de condiciones de todo desarrollo humano, justo por estar situada en su mismo inicio. De ahí que cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que no sea el explícito y directísimo acto de amor entre un varón y una mujer constituya una afrenta grave contra la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida… con independencia absoluta de las intenciones subjetivas y de la imputabilidad de la acción.
Cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que
no sea el explícito y directísimo acto de amor entre
un varón y una mujer constituye una afrenta grave
contra la dignidad de la persona a la que se va a otorgar la vida
Y, más todavía, término del Amor de Dios
A la misma conclusión cabe llegar desde un punto de vista complementario. Lo definitivamente decisivo en la irrupción al mundo de cualquier persona humana es el infinito Acto de Amor con el que Dios le confiere el ser, volcándose sin reservas sobre ella.
Con lenguaje figurado, ese Amor insondable es el “Texto” con que se escribe la concepción de una nueva vida personal. Y el único “contexto” proporcionado a ese Amor sin límites es justo un también exquisito acto de amor entre los hombres: a saber, el que dentro del matrimonio llevan a término un varón y una mujer cuando se entregan en una unión sin reservas, abierta a la fecundidad.
Siguiendo con el símil utilizado, cualquier otro procedimiento provoca una ruptura insalvable y desgarradora entre “Texto” y “contexto” y, por ese motivo, atenta contra la nobleza de quien se pretende engendrar.
De ahí la atrocidad de las tácticas que aspiran a sustituir la maravillosa expresión del amor sexual entre varón y mujer por un acto de dominio técnico sobre la persona que ha de ser procreada y la radical ilicitud de todos estos procedimientos.
Pero de ahí también que, aunque cualquiera de estas prácticas —fecundación artificial homóloga o heteróloga, cualquier otra técnica de instrumentación genética, eventual clonación…— se opongan materialmente a la grandeza de quien va a ser concebido, la dignidad de esa persona quede radical y absolutamente salvada, ¡plenamente intacta!, por el inconmensurable Amor de Dios en virtud del cual la persona recién engendrada entra siempre en el banquete de la existencia.
Ese Amor divino —el “Texto” de nuestra metáfora— sana de raíz las circunstancias y disposiciones más adversas, de modo que la persona surgida por los medios menos convenientes posee una dignidad absoluta, como fruto inmediato de la amorosa acción divina creadora.
Se entiende entonces que San Agustín, en uno de los más entrañables momentos de sus Confesiones, elevando su corazón a Dios, le dé gracias sincerísimas por su hijo Adeodato, surgido como se sabe de una relación extramatrimonial, «en la que yo —confiesa el santo— no puse sino el pecado».
El amor es siempre “lo primero” y lo más definidor
Pero hay más. Incluso del propio Dios podría afirmarse que, al crear a cada persona humana, el Amor precede en cierto modo a Su poder infinito: que es el Amor el que “pone en marcha” tal Poder.
Dios crea porque ama, porque quiere comunicar su bien, en una medida inimaginable, a esas realidades a las que pretende conducir hacia una plenitud y una felicidad sin límites: a las personas. Por eso, al asociar a los hombres al surgimiento de lo que representa el fin de su obra creadora —el incremento del número de mujeres y varones destinados a gozar de Él por toda la eternidad—, la sexualidad se relaciona más directa e íntimamente con el Amor que con el vigor creador… aun cuando la manera de expresarnos sea muy imperfecta y necesariamente traicione la simplicidad de la Vida y del Obrar divinos.
Y algo similar hay que afirmar respecto a la actividad humana. En contra de una opinión muy extendida en otros tiempos y de la que todavía quedan residuos, debe sostenerse sin reparos que la sexualidad entre los hombres se liga de manera inmediata, primaria y formalmente, a la posibilidad de establecer entre ellos relaciones auténticas de amor.
Así lo explica Brancatisano:
En el ethos social del pasado (tomado superficialmente en bloque), la unión sexual era considerada más en su función social de reproducción que como el aspecto peculiar de la relación entre los cónyuges: es decir, ese modo especialísimo mediante el que la mujer y el varón se comunican una vida nueva, entran en una dimensión de unidad, capaz de darles mutuamente una existencia que los conduce —juntos y en reciprocidad— a descubrir en plenitud el sentido de la vida.
La relación de amor, factor de crecimiento y realización del ser humano, pasaba a un segundo plano, y de esta suerte, también la dimensión de la unión mutua, dejando al varón y la mujer a la deriva de un destino dividido, que podría sintetizarse, para la mujer, en una maternidad vivida en ausencia —o en una presencia muy marginal— del padre y compañero, y para el hombre en el trabajo y en el compromiso social[8].
Y como todo amor es fecundo, efusivo, creativo…, y como aquel que pone en juego las dimensiones genésicas goza de una fecundidad peculiar, capaz de introducir en el mundo un nuevo ser humano…, más que un objetivo que se busque de forma expresa, aunque de ningún modo pueda lícita y positivamente rechazarse, la procreación es la consecuencia natural y al tiempo gratuita del amor inter-sexuado.
Con expresión decididamente poética y femenina, lo afirma también Brancatisano: «En este sentido la llegada de un hijo es el hecho más natural y sobrenatural que pueda existir. Cuando amamos, rebosamos de vida, somos creativos: deseo de hacer, de emprender, que vence las dificultades, el dolor y el miedo. Es imparable como el viento, al que no puedes detener cerrando las verjas»[9].
Por eso, la categoría constitutiva y la calidad existencial de la sexualidad y de su ejercicio —su grandeza y su belleza— se encuentran determinadas por la relación que, en sí misma y en cada acto concreto, instaure con el amor: primero con el amor humano y, a través de él pero como incluido en su misma naturaleza, con el divino.
Cuanto mayor sea el amor del que deriva la unión y el que se establece en ella, más fabuloso y bello es el ejercicio de la sexualidad entre los esposos.
Dentro de este contexto, no es difícil advertir que la sexualidad, profundamente considerada, “se resuelve” en amor: que toda su valía y su maravilla derivan del amor al que sirve de vehículo y al que ayuda a crecer.
La procreación es la consecuencia natural y al tiempo
gratuita del amor inter-sexuado
Relaciones íntimas… por amor
Que el ser humano es amor lo he explicado ya, en muchas ocasiones y desde distintas perspectivas. Pero ahora querría hacer una puntualización, que muestra un interés especial para la plena comprensión de la vida de relación íntima entre varón y mujer.
Según sostiene Víctor Hugo, «Dios es la plenitud del cielo; el amor es la plenitud del hombre»[10].
A primera vista, semejante afirmación no puede sino despertar cierta extrañeza. Pues, en sentido estricto, Dios es Todo el cielo, la perfección suma e indivisa, a la que nada falta, origen de la más plena felicidad. No obstante, en Él se incluyen asimismo —aunque identificadas con el Ser divino, sin establecer distinción ni ruptura alguna— la integridad del cosmos infrahumano y de las personas, en especial (la nuestra propia y) las que más hemos amado y más nos han querido: toda la realidad.
De manera similar, también el amor —como operación particular— es solo la plenitud del hombre, lo más alto y noble que puede llevar a cabo. Mas esto no quita que ese mismo amor constituya en cierto modo “todo” el hombre, varón o mujer, por cuanto uno y otra pueden hacerlo todo por amor y, de este modo, humanizar o personalizar todas y cada una de esas actividades o tareas.
En definitiva, este es el sentido más propio en que el hombre, a pesar de su complejidad, es amor:
a) por un lado, el amor es el ápice del ser humano;
b) por otro, todo lo que realiza un varón o una mujer obtiene validez propiamente humana en la medida en que se relaciona con el amor: en cuanto, in-formado por él, es o se convierte, en la acepción más propia de estos términos, en un acto de amor, como antes veíamos.
De ahí que, a la hora de establecer relaciones personales estrictas y beneficiosas para nuestro interlocutor, la pregunta clave sea siempre: lo que le propongo o sugiero, le impido o prohíbo, el modo en que lo hago… ¿favorece o impide que esa persona ame, que se olvide de sus propias ventajas y beneficios y esté más pendiente del bien real de los otros?
Pues así hay que enfocar también todo lo relativo a la sexualidad, modificando un poco los términos de la cuestión, que podría quedar como sigue: ¿con mi actitud o mi modo de obrar, consigo un bien real para la persona a quien digo que quiero?
Apuntaré ahora dos o tres detalles en los que la relación amor-sexualidad se pone particularmente de relieve y manifiesta la enorme posibilidad de convertir el trato íntimo en un auténtico medio para incrementar el amor entre los cónyuges.
La manifestación más específica del amor inter-sexuado
El amor humano se expresa corporalmente
El primero de ellos podría resumirse con pocas palabras: siempre y cuando derive de un amor auténtico, la fusión conyugal de los cuerpos constituye la más adecuada exteriorización visible de la unión y del amor unitivo de esos espíritus encarnados —por utilizar sin duda un expresión impropia— que son el varón y la mujer[11].
Con otras palabras: dentro del lenguaje amoroso del cuerpo —del cuerpo como expresión de la persona—, el abrazo conyugal íntimo compone una privilegiada palabra de amor, tal vez la más conforme con la naturaleza espíritu-corpórea y sexuada, de dos sujetos humanos.
Para entender mejor este asunto conviene recordar algo que he explicado otras veces. A saber: la unidad intimísima que en el hombre forman el alma y el cuerpo, el carácter estrictamente personal del cuerpo humano, y la necesidad de que el amor, que en fin de cuentas radica en la voluntad y de ella dimana, se manifieste y complete a través de los sentimientos y de los gestos que lo “encarnan” y llevan a cumplimiento.
Entre los hombres, ningún amor es pleno si no va acompañado de cariño, ternura, compasión, consuelo…, así como de miradas afectuosas y comprensivas y, cuando sea el caso, de abrazos, caricias, besos, etc.
Estas y otras manifestaciones similares resultan imprescindibles no solo para expresar, sino para despertar, establecer plenamente, completar, incrementar y hacer fecundo el amor.
La más específica expresión de amor entre varón y mujer
Pero no todas gozan de la misma capacidad de llevarlo a cabo. Parece claro que, por muy recta y sincera que fuere la intención de agradar de quienes las ponen por obra, ni la palabra grosera o la frase irónica ni el puntapié o la patada en la espinilla son instrumentos aptos para exteriorizar y hacer más total, hondo y jugoso el cariño entre dos personas.
¿Cuáles son, entonces, los gestos más pertinentes?, ¿cómo pueden descubrirse? Tengamos en cuenta que la esencia del amor, el objetivo que buscan los que se quieren, es el de establecer la más estrecha unidad recíproca posible: “fundirse uno en el otro”… sin perder por ello su propia consistencia y autonomía, sino, paradójicamente, consiguiendo de este modo un ser de mayor densidad y una individualidad más pronunciada.
También ahora me animo a copiar unas palabras de Alberoni:
El enamoramiento tiende a la fusión de dos personas distintas, que conservan la propia libertad y la propia inconfundible especificidad. Queremos ser amados en cuanto seres únicos, extraordinarios e insustituibles. En el amor no debemos limitarnos, sino expandirnos, no debemos renunciar a nuestra esencia, sino realizarla; no debemos mutilar nuestras posibilidades, sino llevarlas a término. También la persona amada nos interesa porque es absolutamente distinta, incomparable. Y así debe permanecer, resplandeciente y soberanamente libre. Nosotros estamos fascinados por lo que ella es, por todo lo que ella nos revela de sí. Por tanto, estamos dispuestos a adoptar su punto de vista, a modificarnos a nosotros mismos [y, de esta manera, enriquecernos] [12].
Y recordemos asimismo, tras las huellas de Bergson, que la unión más honda es la que llevan a término los seres vivos, precisamente en cuanto expanden su energía vital y la engarzan e inter-penetran con quienes a ellos se unen: para comprobarlo, basta atender a la diferencia de intensidad entre la cohesión de las piezas inertes de un artefacto, que en el fondo es extrínseca y meramente funcional —se limitan a “funcionar” como uno—, y la mucho más íntima y real compenetración que resulta en el ámbito de lo vivo: de un injerto entre vegetales, pongo por caso, o del trasplante de órganos en un animal o en un ser humano… siempre que no sea rechazado; en estos casos, los antiguos elementos no solo funcionan como, sino que llegan a constituir una unidad: ¡a ser uno!
A la vista de ello, cabría formular una especie de ley general:
Las acciones con las que los hombres intentan sinceramente
manifestar y hacer crecer su cariño resultarán más eficaces en la
medida en que mejor realicen, con sus cuerpos, esa unidad viva
que de verdad anhelan sus respectivos espíritus
Un buen apretón de manos
Desde esta perspectiva, y por poner un ejemplo, el apretón de manos representa en nuestra cultura un medio excelente para acercar a las personas[13].
Cada vez que realizo con sinceridad ese gesto:
a) mi mano —expresión en ese momento de la vitalidad de toda mi persona— se adelanta, manifestando mis disposiciones de unirme con mi interlocutor;
b) además, se muestra disponible para ser envuelta por la mano del amigo;
c) simultáneamente, rodea y se funde con la de la persona a la que saludo de manera más o menos intensa y vigorosa, en dependencia exacta de mi modo de ser y, sobre todo y por encima de ello, de lo que en realidad procura mi espíritu.
Es decir, realiza en el plano corpóreo la fusión que pretende la totalidad de la persona y, en particular, su voluntad.
Por eso, un buen apretón de manos, efusivo y no rutinario, constituye por sí solo una instrumento eficacísimo para iniciar una amistad o para consolidar la que ya estaba incoada. Con una condición, ya sugerida: que se trate de un gesto sincero, capaz de transmitir, mediante el ardor entrañable del contacto efusivo entre las manos, la vida y el amor que laten en los corazones de quienes se saludan. En caso contrario, como tantas veces hemos experimentado, semejante acción no produce efecto alguno e incluso, si advertimos cierto fingimiento o simulación o una intención oculta, puede llegar e generar el sentimiento contrario: repulsa y repugnancia.
El abrazo sincero
Pues bien: la cuestión es todavía más clara en el abrazo. En él, como escribe Barbotin,
… mis brazos se tienden hacia adelante y se abren para prolongar mi lugar corporal; ofrezco un espacio vivo que es mío, que soy yo, donde el otro está invitado a entrar. El abrazo, cuyo significado culmina en la unión conyugal, expresa la intención esencial del amor: coincidir con el otro, crear entre ambos una nueva unidad” [14].
Y, al manifestarla —añado yo—, inevitablemente la “realiza”: la aumenta, la consolida, máxime si se tiene en cuenta que se está invitando al otro a poner su corazón en contacto con el nuestro.
La pregunta clave es ahora la que sigue: ¿por qué, como se nos acaba de decir, “la significación del abrazo culmina en la unión conyugal”?
Para contestarla conviene recordar algo ya insinuado. A saber:
a) que el amor es una cierta vis unitiva, una fuerza que origina comunión o identificación… entre seres vivos y difusivos;
b) y que los gestos corporales manifiestan ese afecto en la medida en que realicen la compenetración física viva y abierta a la fecundidad, a la expansión.
La unión íntima
Como consecuencia, la cópula es capaz de representar y realizar en proporción sublime la personal unión amorosa por tres motivos:
a) Máxima unión. El primero, porque en ninguna otra manifestación sensible del cariño la penetración recíproca de los cuerpos es más interna, alcanzando tan íntima profundidad: te doy lo más mío y personal que poseo, aquello que guardo en el fondo de mi ser y que jamás daré a otro u otra.
b) Unión más viva. Después, porque en ninguna otra ocasión el espacio personal compartido es tan vivo, se encuentra en tan inmediato contacto con las fuentes de la vida.
c) Una realidad con vida propia. Por fin, y como culminación de los anteriores, porque jamás como en el caso que estamos considerando, las “porciones del propio cuerpo” que se aproximan, los gérmenes vitales, pueden llegar a compenetrarse tan entrañablemente, y a identificarse, hasta el punto de fundirse en una sola realidad dotada de vida propia —el hijo, al que aspira naturalmente la tendencia a la unión de los esposos—, que sintetiza en un único sujeto el espíritu vital de los padres.
Según explica Leclercq,
… el niño es el fruto de la unión; es la bendición del matrimonio, el fin de esta búsqueda de unidad que es la esencia misma del amor. El amor que busca la unión debe desear el fruto por el que se afirma y alcanza su plena realización. Lo hemos observado ya; en el hijo, y solo en el hijo, llegan los padres a la fusión completa, al reunir el hijo en sí, en su personalidad única, la doble personalidad de su padre y de su madre, fundidas en una tal unidad, de una manera tan armoniosa, que no solamente son inseparables de él, sino que ni siquiera se puede discernir exactamente lo que procede de uno o de otro[15].
También están llenos de fuerza estos versos de Miguel Hernández, que además proyectan en la totalidad del tiempo humano la unión viva de los esposos, a través precisamente del hijo, que de esta manera constituye la culminación de la sexualidad de los cónyuges y, al menos hasta cierto punto, la “plenitud” de la familia:
Para siempre fundidos en el hijo quedamos: / fundidos como anhelan nuestras ansias voraces; / en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ramos, / en un haz de caricias, de pelos, los dos haces. / […] Él hará que esta vida no caiga derribada, / pedazo desprendido de nuestros dos pedazos, / que de nuestras dos bocas hará una sola espada / y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos. / No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia / y en cuanto de tu vientre descenderá mañana. / Porque la especie humana me han dado por herencia / la familia del hijo será la especie humana. / Con el amor a cuestas, dormidos o despiertos, / seguiremos besándonos en el hijo profundo. / Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos, / se besan los primeros pobladores del mundo[16].
Volviendo al resultado de la unión fecunda —el hijo—, ¿cabe acaso una mayor «coincidencia con el otro»?, ¿es pensable un modo más hondo y sublime de «crear una nueva unidad»? ¿Se entiende, entonces, por qué, en cuanto máxima expresión de la donación comunicativa, las relaciones conyugales no desprovistas artificial y voluntariamente de su significado natural realizan un progresivo incremento del amor entre los esposos?
¿Se comprende también por qué me atrevía a afirmar que, siempre que se configure como manifestación auténtica de un amor auténtico, el abrazo conyugal compone el instrumento más específico y adecuado —no necesariamente el mayor— para incrementar el amor entre un varón y una mujer precisamente en cuanto tales? [17]
El abrazo conyugal compone el instrumento más específico y
adecuado para incrementar el amor entre un varón y una mujer
precisamente en cuanto tales
“Bañarse” en el Amor de todo un Dios
Mujer y varón, por encima de sí mismos
Como ya he sugerido, otro de los títulos de nobleza de la sexualidad humana deriva de su capacidad procreadora. O, mejor, del hecho de constituir —dentro del matrimonio, que es donde se establece un amor sexual auténtico— el único medio adecuado para dar vida a un ser humano.
Si la persona es lo más grandioso que existe en el universo, lo radicalmente insustituible, ¡incluso por el propio Dios!, traer una nueva persona al mundo constituye, en el ámbito natural, lo más excelso que un varón y una mujer pueden llevar a cabo: en cada acto de unión nupcial están abriendo la posibilidad de una dicha infinita, poniendo las condiciones para que “alguien” —el futuro hijo— se convierta en un felicísimo interlocutor del Amor divino por toda la eternidad.
Como sostiene Leclercq, «nada hay en el mundo más grande que el ser humano, y haber hecho un hombre es fuente de orgullo sin límites. En ninguna obra es el hombre más creador que en ésta; ninguna hay que sea más suya. Salvo en casos excepcionales y desgraciados, el hijo es el orgullo y la alegría de sus padres»[18].
De ahí que, aunque los padres no hayan nunca reflexionado de forma expresa sobre la sublimidad que va unida a la condición personal del hijo, sí que suelen tener conciencia de que han puesto por obra algo grandioso y —de forma implícita— de que en todo el proceso ha intervenido Algo-Alguien que está muy por encima de ellos.
O, por expresarlo con la terminología de Pascal, intuyen o al menos entrevén que la unión íntima entre los cónyuges representa uno de los momentos más claros en los que el hombre (varón y mujer) es mucho más que hombre.
Nada hay en el mundo más grande que el ser humano, y haber
hecho un hombre es fuente de orgullo sin límites
Lo testifican los poetas
Ciertamente, no estamos ante algo universal ni ante una especie de ley matemática. La percepción de cuanto acabo de esbozar depende en buena manera, y entre otras condiciones y circunstancias, de la finura humana de quienes conciben al hijo… y no es necesariamente proporcional a la instrucción ni, mucho menos, al rango social de los protagonistas.
Por eso encontramos manifestaciones del hecho en gentes de muy diverso origen y condición.
Luis Chamizo, por ejemplo, pone en boca de un campesino a quien el parto de su mujer ha sorprendido en medio del campo, mientras andaban en busca de un médico que la atendiera, y cuyo hijo ha nacido, por tanto, sin ayuda profesional alguna:
Toíto lleno de tierra / le levanté del suelo; / le miré mu despacio, mu despacio, / con una miaja de respecto. / Era un hijo, ¡mi hijo!, / hijo de dambos, hijo nuestro… […] Icen que la nacencia es una cosa / que miran los señores en el pueblo: / pos pa mí que mi hijo / la tié mejor que ellos, / que Dios jizo en presona con mi Juana / de comadre y de méico. […] Dos salimos del chozo; / tres golvimos al pueblo. / Jizo Dios un milagro en el camino: / ¡no podía por menos! [19].
De manera similar, aunque con un estilo muy distinto, un poeta que no se caracteriza precisamente por la viveza de su fe, no puede evitar el dejar constancia de que Algo inefable ha estado presente en la generación del hijo. Escribe Pablo Neruda:
Ay, hijo, ¿sabes, sabes / de dónde vienes? // […] Como una gran tormenta / sacudimos nosotros / el árbol de la vida / hasta las más ocultas / fibras de las raíces / y apareces ahora / cantando en el follaje, / en la más alta rama / que contigo alcanzamos[20].
Las referencias a las más ocultas fibras y a la más alta rama dejan suponer, por una parte, un Origen trascendente al ser humano y, por otra, un enriquecimiento —la más alta rama— que muy pocas entre las restantes actividades del hombre consiguen proporcionar.
Las alusiones al Origen resultan ya del todo explícitas, y como algo más que insinuaciones, en estos versos de Alfonso Albala: «Y sigue siendo esposa: / alta mar en su pecho, / baja mar en su vientre / sazonado de Dios, / sazonado de madre hacia mis brazos»[21].
Y en estos otros, complementarios, de Miguel D’Ors: «Ser madre es lo que nunca se termina, / lo que parece Dios de tan tan madre»[22].
No pueden negarlo los intelectuales
Prescindiendo ahora del lenguaje poético, con términos más bien filosóficos, lo expresa Jean Guitton:
Lo que sin duda llamaría la atención de un observador extraño al hombre, si existiera algún Micromegas venido de un planeta sin amor, sería sin duda la desproporción entre la relación del hombre y la mujer y los efectos de esta relación […]. Platón lo vio claramente, y Proust aún más. Pero cuando un fenómeno no guarda proporción con el antecedente que lo produce, cuando un polvorín salta a causa de una chispa, o cuando un imperio se disloca por el lunar de un rostro, ello prueba que el antecedente no tiene dignidad de causa, sino que es el instrumento que pone en movimiento una fuerza latente, cuya existencia la razón debe suponer a fin de explicar la magnitud del efecto[23].
Esa fuerza latente es la que casi todas las culturas a lo largo de la historia han descubierto ligada a la sexualidad. De ahí que en la mayoría de ellas la relación varón-mujer, aunque no siempre interpretada de la manera más correcta, se encontrara ungida por el nimbo de lo sagrado. De ahí que las bodas, además de algo íntimo y personal, se hayan vivido a lo largo de los siglos como un fausto acontecimiento religioso-social. Y de ahí también el triste y tan profundo significado que acompaña al hecho de que en nuestros tiempos las relaciones sexuales se hayan visto sometidas a un tan intenso proceso de desacralización, hasta transformarlas en algo trivial e intrascendente… que degrada por fuerza al mismo ser humano, y limita o elimina el sentido de su dignidad.
Oigamos de nuevo a Brancatisano: «Destituida de cualquier fundamento antropológico —en el sentido de que no responde a la esencia y el fin de la persona— la unión sexual pierde su valor humano y, eliminada la posibilidad de explicar su sentido como elemento constitutivo de la humanidad, acaba por empobrecer el valor de la persona humana»[24].
Y explica:
Este modo de valorar la unión sexual la convierte en “algo” —sin duda, indefinible— completamente marginal respecto a la identidad de la persona, como si se tratara de una mera capacidad de hacer y no de un obrar con el que se perfecciona el propio ser. Resulta innegable que el actual clima cultural, al banalizar la unión sexual, ha establecido una auténtica despersonalización de los individuos, causada sobre todo por la pérdida de su intimidad.
La exhibición de la unión sexual que la cultura actual lleva a cabo a través de los media, está logrando un efecto despersonalizador del ser humano. Aquello que reclama una esfera de respeto y discreción, porque afecta al núcleo único e irrepetible de la persona —y, como tal, no puede considerarse disponible al margen de una elección personalísima—, se ha transformado en el argumento dominante de la comunicación de masas; una comunicación pública e impersonal, que vacía la unión sexual de su significado más hondo y totalizador, y la convierte nada menos que en una actividad exhibida, sin que semejante exhibición aporte progreso alguno al conocimiento del ser humano[25].
Razones filosóficas
Todo lo contrario de lo que expresan los testimonios antes aducidos y otros muchos que cabría traer a colación y que la fe cristiana y la filosofía acorde con ella resumen en una verdad radical: la creación inmediata de cada alma humana por el infinito Amor de Dios.
Cuestión que nos acerca de nuevo a la tan estrecha relación que enlaza, entre los hombres, amor y sexualidad (o, si se prefiere, con los matices del caso, los aspectos unitivo y procreador de las relaciones conyugales).
Pues el perfeccionamiento del amor que lleva consigo la procreación como resultado de la unión sexual se encuentra estrechamente ligado al hecho de que el hijo es persona, dotada de un alma inmortal que solo puede “entrar” en este mundo como efecto de un acto creador de Dios.
Y, como consecuencia, que en la unión íntima fecunda, los cónyuges se han hecho partícipes del Amor y Poder creadores del Absoluto, de una acción formal y exclusivamente creadora, singularísima, en la que Dios se expresa más propiamente como Dios, en cuanto Amor-creador.
¿Cómo no habría de multiplicarse el amor matrimonial cada vez que, como resultado de una unión conyugal fecunda, se transforma en una prolongación del Amor del Absoluto, se “baña” o se sumerge y queda íntimamente impregnado por ese Amor sin fronteras?
Aunque solo pueda apuntarlo, este es uno de los motivos que mejor explican por qué, en un matrimonio normal y sano, la venida de cada nuevo hijo incrementa el amor y la atracción de todo tipo entre marido y mujer.
Más que dar muchas explicaciones, quisiera aquí aducir un testimonio personal, un soneto —bastante mediocre, pero sincero— que escribí, exclusivamente para mi mujer, cuando dio a luz nuestro séptimo hijo, pero que luego me decidí a publicar:
Siete veces, mujer, has transcendido, / siete veces con Dios te has tuteado, / siete veces mi amor has condensado, / siete veces el mundo has resumido. // Siete veces, mujer, he presentido / siete abismos que en carne has substanciado, / y en las siete, al nacer, he comprobado / que mi pasión por ti había crecido. // No fue solo cariño lo ganado, / ni fue hondura de amor comprometido, / materia del espíritu señero; // también mi ardor rugió multiplicado, / también vibró mi cuerpo enardecido: / fue exaltación total del hombre entero.
En un matrimonio normal y sano, la venida de cada nuevo hijo
incrementa el amor y la atracción de todo tipo entre marido y mujer
El aval de la fe y de la experiencia cotidiana
Después de esta clara manifestación de falta de pudor, me interesa mucho dejar claro que no me estoy moviendo en el terreno de la metáfora. Los padres cooperan real e íntimamente con Dios en la venida al mundo de cada nuevo ser humano en su total integridad: como personas completas.
Son, en este sentido, pro-creadores o incluso co-creadores. No se limitan a engendrar el cuerpo, mientras que Dios crea el alma. Aunque tales afirmaciones no puedan calificarse como falsas, más correcto es sostener que tanto los padres como Dios, aunque de manera y con intensidad distintas, dan origen a toda la persona del hijo: los padres, a través del cuerpo, y Dios directamente, otorgando el ser con el alma.
Por eso la Virgen Santísima es verdadera Madre de Dios (en su Segunda Persona y según la Humanidad) y no simplemente del cuerpo de Jesucristo. Y por lo mismo cualquier mujer que tiene la desgracia de abortar involuntariamente afirma con toda razón que ha perdido a su hijo y no simplemente el cuerpo de este.
De nuevo la unidad de la persona
Desde el punto de vista filosófico, y referido ya a cualquier sujeto humano, el asunto puede entreverse con solo reflexionar en que el cuerpo y el alma, si se consideran aislados, constituyen una abstracción, algo que no puede existir[26].
Tal como Dios ha establecido las cosas, no puede hacerse un cuerpo humano sin que allí haya alma espiritual (entonces no sería humano); ni tampoco Él puede crear un alma sino en el cuerpo correspondiente[27].
Todo hombre es una persona: una conjunción intimísima, y no una mera yuxtaposición, de alma y cuerpo. Según he apuntado, a esa misma y única persona, Dios la crea y los padres la engendran. El término de la acción de unos y Otro es justamente (la totalidad de) la persona concebida. Aunque la acción divina es infinitamente más directa y constitutiva, los padres no se limitan a generar el cuerpo: a través de él, alcanzan a la persona toda.
No estamos, tampoco ahora, ante actividades independientes ni yuxtapuestas ni siquiera coordinadas. Dios siempre está presente en el actuar de las criaturas, como el Fundamento que, en estrechísima unidad con ellas, penetra y hace posible tal actividad. Pero en este caso el obrar divino es formalmente creador.
Cabe afirmar entonces que, en cierto sentido, la virtud creadora de Dios se introduce “en” el mismo proceso biológico-personal origen del nuevo hijo; y en otro, todavía más definitivo, que es la fecundidad de los padres la que se desarrolla “dentro” del acto creador de Dios.
Por eso la generación de los hijos no es simplemente tal, ni mucho menos re-producción, sino estricta pro-creación, por cuanto actúa a favor de ésta y da entrada a Dios en el universo humano de una manera peculiarísima: justo como Creador de una realidad —¡cada nueva persona!— surgida de la nada.
Y de ahí que los padres puedan calificarse con todo rigor como co-creadores, puesto que lo suyo es, participadamente, una co-operación —una operación conjunta— con el acto inaugural del Absoluto.
Aunque no sean inteligibles para todos, ni haya que preocuparse por ello, conviene traer a colación un par de testimonios, que sancionen y expliquen cuanto acabo de afirmar.
A los efectos, sostiene Carlo Caffarra: «En su verdad más profunda no se debería hablar de acto procreativo o de procreación sino de co-creación, de acto co-creativo. Dios, que no quiso cooperadores cuando dio inicio al universo, quiere tener cooperadores cuando da origen a lo que es la obra maestra de todo el universo, el vértice de la realidad creada, el hombre»[28].
Y, previamente, había señalado la razón metafísica primordial de todo ello: la unidad de la persona humana en el ser, que tantas veces he expuesto y a la que hace un instante he vuelto a aludir. Pues bien, partiendo de esa primordial afirmación metafísica, escribe Caffarra: «comprendemos que el acto procreativo de los esposos, en su verdad más profunda, es co-creación con la actividad creadora de Dios. Es la persona la que se genera mediante la generación del cuerpo; es la persona la que es creada mediante la creación del alma»[29].
Lo mismo que, añadiendo algunas puntualizaciones, afirma Antonio Ruiz Retegui:
No es que Dios cree una sustancia espiritual que se una a la sustancia material engendrada por los padres. El término propio de la creación es la persona, y la misma persona es el término de la generación. Pero Dios la crea por su dimensión espiritual, mientras los padres la engendran por su dimensión somática: lo creado por Dios y lo engendrado por los padres es el mismo ser. Podría decirse que los padres disponen la materia cuya forma propia es el alma creada directamente por Dios, de modo que verdaderamente causan materialmente el alma. Por esto, la generación humana se denomina pro-creación y puede decirse con propiedad, no metafóricamente, que los padres participan del poder creador de Dios[30].
El acto procreativo de los esposos, en su verdad más profunda, es
co-creación con la actividad creadora de Dios
Dos relevantes corolarios
Las consecuencias de todo ello no pueden encarecerse en exceso. Me limito a señalar dos de particular magnitud.
a) Antes que nada, que el fruto de la unión conyugal fecunda no es un simple ejemplar de la especie humana, sino una imagen singular e irrepetible —y, por tanto, única— del Dios tres veces uno, directamente relacionada con Él y a Él referida.
Lo que implica a su vez que la verdad más absoluta del hijo no es ser “de los padres”, pertenecerles. Más radical y profundo es su directo e inmediato nexo con el Creador: su constituirse como “alguien delante de Dios y para siempre”, según la acertada expresión de Cardona, inspirada en Kierkegaard… y que tantísimas repercusiones presenta en educación[31].
En resumen, cada persona que viene a este mundo, mucho más y antes que hijo nuestro, es hijo de Dios.
b) En segundo término, me gustaría insistir en que, gracias al ejercicio de la sexualidad, los padres se introducen dentro de la potencia creativa de Dios, con cuanto lleva consigo y que empieza a vislumbrarse al considerar la simplicidad divina. Pues, en virtud de ella, el Acto con el que Dios da el ser a cada nueva criatura es numéricamente idéntico a aquel con el que instituye el universo entero, e idéntico a su vez al mismísimo Ser divino… que es su Amor infinito.
Por todo ello, y por mucho más, no puede sorprender la alta estima en que los santos han tenido el amor conyugal. Josemaría Escrivá, por referirme a una persona que entendió a las mil maravillas el amor humano, no solo insistía y se recreaba en la expresión paulina que califica el matrimonio como sacramentum magnum (grande: calificativo que, entre los siete existentes, solo se aplica a este sacramento); sino que repetía una y otra vez que el amor de sus padres, como el de todos los esposos que actúan con rectitud, él lo bendecía con las dos manos… por la sencilla razón de que no tenía cuatro. Y no dudaba en asimilar el lecho matrimonial a un altar.
¿Por qué esta última y tan audaz comparación? Estimo que en ella late una verdad teológica fuertemente arraigada; a saber: que justo en la unión íntima entre cristianos ligados en matrimonio se renueva de una manera muy particular el sacramento que entrelazó sus vidas para siempre, con las gracias que lleva adjuntas[32].
Pero como filósofo me gusta pensar —tal vez sin fundamento— que, al comparar el lecho conyugal con un altar, San Josemaría apuntaba también a la especial presencia de Dios en el mundo que acompaña a las relaciones matrimoniales fecundas. Una presencia que, si sería exagerado calificar de cuasi sacramental, debe sin embargo preservar su singularidad única, “especialmente divina”, distinta a las restantes en el ámbito natural: es formalmente, al menos en potencia, creadora de personas… y no simplemente conservadora de otras realidades[33].
Otra vez la literatura y la vida
También ahora son muchos los poetas que han sabido exponer ese vigor universal, cósmico, al que se encuentra aparejado el trato conyugal íntimo, justamente en virtud de su potencialidad creadora.
Y, así, Rafael Morales, refiriéndolo al propio hijo, exclama:
Rama del beso tú, que, leve y pura, / tienes raíz en la pasión amante, / en una humana y sideral locura. // Tibia luna rosada y palpitante, / dulce vuelo parado en la hermosura / que ha surgido del cielo de un instante[34].
De una manera velada, propia del lenguaje poético, estos versos sugieren la introducción de la actividad humana en una Acción a la que se encuentra referida, como a su Origen, la entera realidad creada: cielos y tierras, según apuntaba antes.
Algo similar expone Víctor Hugo: «Cuando se aproximan dos bocas consagradas por el amor es imposible que por encima de ese beso inefable no se produzca un estremecimiento en el inmenso misterio de las estrellas»[35].
Y, de nuevo, Miguel Hernández:
La gran hora del parto, la más rotunda hora: / estallan los relojes sintiendo tu alarido, / se abren todas las puertas del mundo, de la aurora, / y el sol nace en tu vientre donde encontró su nido. / […] Hijo del alba eres, hijo del mediodía. / Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas, / mientras tu madre y yo vamos a la agonía, / dormidos y despiertos con el amor a cuestas[36].
Pero también lo experimentan, de manera más clara cuanto más crece su afecto, los esposos que llevan a término cumplida y amorosamente la unión conyugal. Se advierten entonces ligados a la Fuente del cosmos, con la que en cierto modo se identifican, y, con Ella y por Ella, al universo todo y al conjunto de la humanidad.
Con un deje profundo de exaltación poética, lo expuso hace ya algunos años Cormac Burke:
Una falta de auténtica conciencia sexual caracteriza el acto si la intensidad del placer no sirve para despertar una comprensión plenamente consciente de la grandeza de la experiencia conyugal: me estoy entregando —entrego mi capacidad creativa, mi potencia vital— no solo a otra persona, sino a la creación entera: a la historia, a la humanidad, a los planes de Dios. En cada acto de unión conyugal, enseña Juan Pablo II, “se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su original profundidad y fuerza vital” [37].
Y añade, y con ello concluyo:
La vitalidad de sensación en el acto sexual debe corresponder a una vitalidad de significación […]. La misma explosión de placer que comporta el acto sugiere la grandeza de la creatividad sexual. En cada acto conyugal debería haber algo de la magnificencia —de la envergadura y del poder— de la Creación de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina de Roma…[38]
Tomás Melendo
(Resumen, con leves retoques, del capítulo XI del libro El ser humano: desarrollo y plenitud. Madrid. Ediciones Internacionales Universitarias, 2013).
Notas
[1] Un tratamiento más amplio de la sexualidad humana puede encontrarse en MELENDO, Tomás: La belleza de la sexualidad. EIUNSA, Madrid: 2007. Y también en MELENDO, Tomás; MARTÍ, Gabriel: Felicidad y fecundidad en el matrimonio: metafísica del amor conyugal. Madrid: Ediciones internacionales universitarias, 2010.
[2] Los verbos no están escogidos al azar, sino que apuntan a una progresión, aunque ciertamente no exacta ni lineal.
[3] CAFFARRA, Carlo: Sexualidad a la luz de la antropología y de la Biblia. Madrid: Rialp, 1990, p. 37.
[4] CAFFARRA, Carlo: La sexualidad humana. Madrid: Encuentro, 1987, p. 52.
[5] Cf. SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi (1892-1894); tr. cast.: El significado del amor. Monte Carmelo, 2009, particularmente los capítulos I y II de la versión castellana.
[6] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi, cit., tr. cast., pp. 33-35.
[7] SOLOVIEV, Vladimir: Smysl lubvi, cit., tr. cast., p. 49.
[8] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza. Roma: Edizioni Università della Santa Croce, 2004, p. 26. La traducción es mía.
[9] BRANCATISANO, Marta: Fino alla mezzanotte di mai: Apologia del matrimonio. Milano: Leonardo International, 2004 [1ª ed., 1997], p. 112; tr. cast.: La gran aventura: Una apología del matrimonio. Barcelona: Grijalbo, 2000, p. 87.
[10] HUGO, Víctor: Les misérables, IV, 5, 4.
[11] “Más adecuada” no equivale necesariamente a “mayor”: esta sería, como en los restantes casos, el “ir dando la vida”, día a día por el propio cónyuge.
[12] ALBERONI, Francesco: Ti amo, cit., pp. 193-194; tr. cast., p. 152.
[13] Cf. BARBOTIN, Edmon: Humanité de l’homme: Étude de philosophie concrète. Paris : Aubier, 1970, p. 33. Traducción castellana: El lenguaje del cuerpo. Pamplona: EUNSA, 1977, vol. I, p. 51.
[14] BARBOTIN, Edmon: Humanité de l’homme, cit., p. 33-34 ; tr. cast., vol. I, p. 51.
[15] LECLERCQ, Jacques : Le mariage chrétien. Paris : Casterman, 1954, p. 127. Traducción castellana: El matrimonio cristiano. 19ª ed. Madrid: Rialp, 1987, p. 150.
[16] HERNÁNDEZ, Miguel: Hijo de la luz y de la sombra; en Obras completas, vol. I: Poesía. 2ª ed. Madrid: Espasa-Calpe, 1993, pp. 715-716.
[17] Y, por lo mismo, ¿se intuye el enorme poder destructivo de esos actos cuando se llevan a término fuera de un exquisito y acendrado contexto de amor recíproco?
[18] LECLERCQ, Jacques : Le mariage chrétien, cit., p. 124-125 ; tr. cast., p. 147.
[19] CHAMIZO, Luis: El miajón de los castúos: “La nacencia”; en Obras Completas. 2ª ed. Badajoz: Universitas Editorial, 1985, p. 95.
[20] NERUDA, Pablo: “El hijo”: en URRUTIA, Ángel: Homenaje a la madre. Madrid: Ed. Ángel Urrutia, 1984, pp. 17-18.
[21] ALBALA, Alfonso: “Madre otra vez”; en URRUTIA, Ángel: Homenaje a la madre, cit., p. 21.
[22] D’ORS, Miguel: “Canto a las madres”; en URRUTIA, Ángel: Homenaje a la madre, cit., p. 73.
[23] GUITTON, Jean: L’amour humain, suivi de deux essais sur Las relations de famille et sur Le démon de midi. Paris : Aubier, 1948, p. 46-47. Traducción castellana: Ensayo sobre el amor humano. Buenos Aires: Ed. Sudamericana, 1968, p. 42.
[24] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza, cit., pp. 105-106.
[25] BRANCATISANO, Marta: Approccio all’antropologia della differenza, cit., pp. 105-106.
[26] Más bien habría que decir: que no puede “comenzar a ser o existir”. Ya que, una vez creada la persona humana, el alma es capaz de subsistir sin el cuerpo. Cf. la nota siguiente.
[27] Lo he expuesto multitud de veces, tras las huellas de Tomás de Aquino: para empezar a ser —lo mismo que para desarrollar todas sus operaciones— el alma humana necesita del cuerpo. Una explicación relativamente detallada puede encontrarse en MELENDO, Tomás: Metafísica de lo concreto: Sobre las relaciones entre filosofía y vida… y una pizca de logoterapia. 2a. ed. Madrid: Ediciones Internacionales Universitarias, 2009.
[28] CAFFARRA, Carlo: “Definición filosófico-ética y teológica de la procreación responsable”; en La paternidad responsable. Madrid: Palabra, 1988, p. 81.
[29] CAFFARRA, Carlo: “Definición filosófico-ética y teológica de la procreación responsable”, cit., p. 80.
[30] RUIZ RETEGUI, Antonio: “La Ciencia y la fundamentación de la Ética. II: la pluralidad humana”; en AA.VV.: Deontología Biológica. Pamplona: Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra, 1987, pp. 39-40.
[31] Cf., entre otros muchos textos: CARDONA, Carlos: Metafísica del bien y del mal. Pamplona: EUNSA, 1987, p. 90.
[32] No estaría de más que los cristianos reflexionáramos de vez en cuando sobre este extremo: para los cónyuges, ¿existen modos más gozosos y eficaces de obtener un incremento de gracia que unirse íntimamente en una relación abierta a la vida?
[33] Personalmente, y tal vez por el cariño que tengo a México y a su Patrona, me gusta establecer cierta similitud entre el modo en que Dios está presente en el acto de unión fecunda y la manera, sin duda excepcional, en que la “imagen” de la Guadalupana se halla plasmada en la tilma de Juan Diego: un modo radicalmente distinto a cualquier otro que pueda darse naturalmente.
[34] MORALES, Rafael: El corazón y la tierra (1946); en Obra poética completa (1943-2003), cit., p. 150.
[35] HUGO, Víctor: Les misérables, V, 6, 2
[36] HERNÁNDEZ, Miguel: Hijo de la luz, cit., pp. 714-715.
[37] BURKE, Cormac: Covenanted Happiness: Love and Commitment in Marriage. Princeton (New Jersey): Scepter Publishers, 1999 (1st ed. 1990), p. 99. Traducción castellana: Felicidad y entrega en el matrimonio. Madrid: Rialp, 1990, pp. 54-55.
[38] BURKE, Cormac: Covenanted Happiness, cit., p. 99; tr. cast., p. 54.
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