El cardenal Julián Herranz, nacido en Baena (España) en 1930, habló con la agencia de noticias Zenit de su reciente libro «En las afueras de Jericó: recuerdos de los años con san Josemaría y Juan Pablo II» (Editorial Rialp), en el que revive los años con el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá, y su trabajo en la Santa Sede al servicio de Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En esta entrevista concedida en su despacho, el cardenal desgrana sus recuerdos y se detiene en la llamada «crisis postconciliar» para afirmar que ante la dicotomía «Evangelio-Ley» cabe afirmar que se trata de «una contraposición demagógica».
Veintidós años al lado de una persona como Josemaría Escrivá son muchos. ¿Usted era consciente de que Escrivá era no sólo un fundador sino también un santo?
Sí, porque eran inseparables esas dos dimensiones de su personalidad: el Señor lo «utilizó» para fundar el Opus Dei precisamente porque era un contemplativo, un enamorado de Cristo, un santo.
Desde la contemplación de la santísima humanidad de Cristo, del amor de Dios encarnado, san Josemaría se «remontaba» --así decía-- al continuo trato filial con el Padre y el Espíritu Santo, que nos enseña a caminar con los pies en la tierra y la mirada en el cielo.
En un apunte personal escribí hace años en Jerusalén: «De un arbusto crecido junto al camino de Jericó he cortado una pequeña rama, para tocar con ella la urna donde reposan en Roma los amadísimos restos del hombre que fue el instrumento de quien Dios se sirvió para que mi alma en tinieblas clamase a Cristo, lo encontrase al fin, se enamorase de Él y lo siguiera».
«Me duele la Iglesia», decía en la década de 1965 a 1975 Escrivá. ¿A qué se refería?
Se refería a la llamada «crisis postconciliar», a la tremenda paradoja de que cuando el Espíritu Santo acababa de enriquecer a la Iglesia con el Magisterio del Vaticano II, interpretaciones erróneas del Concilio llevaban a muchas almas a consecuencias tremendamente tristes y dolorosas.
Por ejemplo, el deseo de actualizar la fe marginando a Dios y realizando una reducción temporalista del mensaje evangélico de salvación; un replanteamiento de la identidad sacerdotal que llevó a muchos a laicizar su estilo de vida y comportó una hemorragia de defecciones sacerdotales y religiosas; un experimentalismo litúrgico anárquico y desacralizante, con una progresiva banalización de la santísima Eucaristía, etc.
San Josemaría compartió, muy unido a Pablo VI, el íntimo dolor del Papa por esa situación.
Usted ha dedicado su vida al servicio de la Santa Sede, principalmente en un ámbito no siempre conocido ni apreciado como el de la ley. ¿Qué significan la ley, los tribunales, el Derecho Canónico... en la vida de la Iglesia?
Significan amor a Cristo y a la Iglesia, al pueblo de Dios.
La Constitución «Lumen gentium» del Vaticano II recuerda que Cristo ha fundado la Iglesia como comunión espiritual de fe, esperanza y amor y simultáneamente como sociedad terrena dotada de organismos jerárquicos y de leyes que establecen los derechos y deberes de todos los fieles.
Son leyes que van todas dirigidas al fin mismo de la Iglesia: la difusión del mensaje de Cristo en el mundo y la salvación eterna de los fieles.
La estructura social está al servicio de la gracia y de la comunión.
Por eso no tiene sentido la contraposición demagógica que algunos hacen entre Evangelio y Ley o entre espíritu pastoral y ordenamiento canónico.
Usted ha trabajado durante todo el pontificado de Pablo VI en la preparación de la nueva legislación eclesiástica. ¿Qué diría usted, personalmente, de Pablo VI?
Que fue un Papa santo, de heroicas virtudes cristianas y sacerdotales, que dirigió sabiamente y condujo a feliz conclusión el Concilio Vaticano II, en medio de agudas y dolorosas tensiones doctrinales.
Admiré su gran prudencia pastoral, su amor sacrificado a Cristo y su apasionado amor a una Iglesia, que --siendo fiel a las exigencias del Evangelio-- mantuviese un diálogo fecundo con la sociedad moderna. Por eso en mayo de 1992 escribí a Juan Pablo II solicitando que se iniciase la causa de beatificación.
Durante veintisiete años ha trabajado con Juan Pablo II, es «su» Papa, si me permite la expresión. ¿Qué recuerdo aflora con más intensidad, de todos los que tiene de este pontífice?
La fuerza con que, en la homilía de la canonización de san Josemaría, dijo a la multitud de fieles que escuchaban en Roma y en el mundo: «Él continúa recordándoos la necesidad de no dejaros atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad de los discípulos de Cristo».
En ese momento vi como identificados en mi alma los dos grandes «rebeldes» que fueron Wojtyla y Escrivá.
El Papa tenaz defensor de la dignidad de la persona humana frente a la utopía totalitaria de la «justicia sin libertad» y la utopía agnóstica de la «libertad sin verdad»; y el fundador que predicó la rebelión espiritual contra la que llamaba «triple ola» anticristiana y antihumana: la ola «roja» del materialismo marxista, la ola «negra» del neo-paganismo revestido de laicidad, y la ola «verdosa» del pansexualismo animalesco.
Estamos bajo el pontificado de Benedicto XVI. ¿Prevé cambios significativos en la manera de entender la disciplina eclesiástica?
Probablemente en el campo de la promoción vocacional y de la disciplina del clero, según el conocido principio pastoral de que «para ser más hay que ser mejores».
Y también en el campo del gobierno eclesiástico, más dinámico y apostólico, para contrarrestar la creciente «dictadura del relativismo» con una vigorosa nueva evangelización.