Desde antiguo se ha visto la vida humana en la tierra como un viaje, un recorrido o peregrinaje, cuyo punto de partida es el nacimiento y el punto de llegada la muerte
La condición de caminante da a la vida una peculiar precariedad: el caminante sabe ya que va llegar, pero que todavía no ha llegado. Esto tiene mucho que ver con la esperanza, que es como una cierta anticipación del logro final.
A propósito del Jubileo de la Misericordia el Papa Francisco afirma: “La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la meta anhelada” (Bula Misericordiae vultus, n. 14).
Evidentemente no se trata sólo de un recorrido cronológico o espacial, sin que tiene un hondo sentido personal y espiritual: “Esto será un signo del hecho que también la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio” (idem).
El caminar tiene una relación con la misericordia: “La peregrinación, entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros” (idem).
Todo peregrinaje tiene unas unos hitos: “El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible alcanzar esta meta: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis» (Lc 6, 37-38)” (idem).
Una de sus etapas la constituye el modo en que comprendemos a los demás: “Dice, ante todo, no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior. ¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del chisme” (idem).
Nuestro juicio acerca de los demás debe ser complementado. No es suficiente con que sea un juicio más o menos benévolo: “esto no es todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad” (idem).
La misericordia tiene como dos polos inseparables y complementarios: la divina y la humana. “Así entonces, misericordiosos como el Padre es el lema del Año Santo. En la misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo, por siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda cuando lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia inicie con estas palabras: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme» (Sal 70, 2)” (idem).
Necesitamos pedir y experimentar la misericordia divina para ejercitar la humana: “El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de Dios hacia nosotros. Él viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que vivimos. Y su auxilio consiste en permitirnos captar su presencia y cercanía. Día tras día, tocados por su compasión, también nosotros llegaremos a ser compasivos con todos” (idem).
Rafael María de Balbín