Hoy he querido dar forma escrita a una conversación de hace meses con una madre de familia: la alegría de vivir en los gozos y las penas de cada día
En medio de noticias que dejan entrever la miseria de tantos corazones corrompidos por el dinero, el sexo, la envidia, la venganza, etc. etc., y que llenan de oscuridad el horizonte de hombres y mujeres sin Fe y sin Esperanza, hoy he querido dar forma escrita a una conversación de hace meses con una madre de familia: la alegría de vivir en los gozos y las penas de cada día.
El último cigarrillo del día le supo a gloria. En el silencio del anochecer con la brisa suave y templada del poniente, la señora saboreó con calma el aroma del tabaco, del último y primer cigarrillo de la jornada.
A primera hora de la mañana, el panorama aparecía lleno de nubarrones. Estaba sola, con el marido lejos de la ciudad en viaje de negocios en el extranjero, situación que ocurría con cierta frecuencia. Las llamadas nocturnas, que no faltaban casi nunca, no colmaban el vacío de los días sin su presencia.
Después de dejar en el colegio a sus dos hijas más pequeñas, siete y cinco años apenas cumplidos, la señora regresó a casa en medio de algún que otro atasco de tráfico, y acompañó al médico a su hijo Rafael, once años, que sufría una cierta enfermedad mental. Ella se llenaba el corazón de cariño cada mañana para tratar a esta criatura, y le dolía el alma cuando no conseguía llevar con paciencia y serenidad las incontrolables reacciones de su hijo.
Al regresar a casa con una nueva carga de tristeza porque el estado general de su hijo se había deteriorado, se encontró con Andrés, el primero de sus hijos, radiante de alegría por haber aprobado el primer ejercicio de las oposiciones a notario. Le felicitó, sin dejarse llevar de un exceso de optimismo: quedaba todavía un largo camino que recorrer para alcanzar la deseada plaza.
Las campanadas del reloj le recordaron las doce de la mañana, y se dispuso a salir de nuevo de casa para vivir la Santa Misa: hacía tiempo que había descubierto que después de cada Eucaristía salía reforzada para todo el resto de la jornada.
Esa mañana la voz de Carmen, la segunda de sus hijos, la retuvo justo en el umbral de la casa. Reclamaba ayuda desde una habitación contigua. Llegada al mundo con espina bífida, Carmen se esforzaba por sobreponerse anímica y espiritualmente a su inmovilidad y había conseguido un manejo bastante ágil de su silla de ruedas. Con sus veinte años estaba pasando por un cierto estado depresivo, y la señora sufría cuando encontraba a su hija sumida en una crisis de llanto. Cerca ya de la una Carmen recobró su estado normal, y la madre pudo continuar sus trabajos. Había que preparar la comida y a ver si la Virgen le ayudaba para poder vivir la Misa en alguna hora de la tarde.
Un breve descanso después de comer, bajo la mirada vigilante de su hijo Ricardo, nueve años y el más pequeño de los varones, que hacía todo lo posible para que el silencio en la casa protegiese el reposo de su madre.
Media hora más tarde ya estaba de nuevo en pie gestionando los deberes domésticos y preparándose para salir de compras con Julia, su hija de quince años, que necesitaba nueva ropa. Mientras se arreglaba estuvo pendiente del teléfono: su hijo Jaime se estaba examinando de selectividad y no había dado señales de vida en toda la mañana.
Hechas las compras, y acompañada de Julia, rezó un rato en una iglesia abierta, y pudo vivir la Eucaristía serena y con paz, abandonando sus preocupaciones en las manos de la Virgen y en el corazón del Señor.
Al llegar a casa, Jaime ya había regresado. En el contento de haber hecho todo bien, al menos así le parecía, se había olvidado de todo y de todos, también de su madre, y se había reunido con unos compañeros para festejar el anunciado triunfo. Ante la buena noticia la sonrisa llenó el rostro de la señora, y como premio encargó a su hijo que pusiera un poco más de amor en el encargo que cumplía todos los días en aquellas horas: acostar a su hermano Rafael que se entendía muy bien con él.
Ya cada uno en su habitación, y sabiendo que aquel día su marido no podía llamarle, la señora se quedó sola. Después de terminar un informe de asesoramiento fiscal para una de las empresas con las que trabaja, apagó la luz de la sala de estar, corrió las cortinas, abrió las ventanas, y sentada en un sillón antiguo, herencia de su madre y de su abuela, encendió un cigarrillo. Perdió su mirada y su imaginación saltando entre las estrellas. Cuando llegaba a ese momento del día y de la noche muy cansada la señora, no sabía por qué, pero siempre se figuraba que el primero de sus hijos, perdido a los tres meses de embarazo, le saludaba guiñándole un ojo en la inmensidad el Cielo.
Ernesto Juliá, en religionconfidencial.com.