Quienes viven habitualmente con alegría el sacramento de la Confesión necesitan actualizar con nueva ilusión los actos del penitente para no acostumbrarse a este tesoro de gracias
El secreto del buen descanso no consiste tanto en cambiar de paisaje cuando en alcanzar una nueva perspectiva y valoración de la actividad ordinaria. Cambiar de ritmo no quiere decir romper los buenos hábitos de piedad, de servicio y de educación desarrollados durante el resto del año.
Nada cansa tanto como no hacer nada, y el aburrimiento es causa de frustración existencial. Por eso no conviene dejar las prácticas de piedad, los sacramentos, ni la formación espiritual durante en verano. Ni los jóvenes ni los mayores.
La participación frecuente en la Misa, además del preceptivo domingo; mantener o aumentar el ritmo de la Confesión; o meditar tranquilamente el Evangelio, son actividades muy saludables para el alma y para el cuerpo.
La fiesta del perdón en la JMJ
La imagen de Benedicto XVI sentado en un moderno y atractivo confesonario para impartir este sacramento a unos participantes en la JMJ 2011 de Madrid ha fijado la atención de los medios sobre la Confesión, de modo parecido a como hizo Juan Pablo II durante años el día del Viernes Santo en la basílica de San Pedro.
Cuando utilizamos el confesonario, tanto los sacerdotes como los fieles, hacemos un buen apostolado de este sacramento, como se ha comprobado durante esa JMJ 2011. Con ese ejemplo y el apostolado de amistad muchos pierden el miedo a la Confesión y comienzan a recuperar la práctica sacramental, reviviendo en ellos la fe abandonada.
San Josemaría Escrivá ha sido un defensor moderno de la Confesión sacramental predicando sin cansancio la misericordia de Dios, la alegría de ser perdonados, y el apostolado audaz de la Confesión: «Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso de hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos» (Es Cristo que pasa, n. 64).
Confesarse es convertirse
La parábola del hijo pródigo contiene todos los elementos necesarios de la conversión, que se manifiesta como virtud interior de la penitencia y como práctica del sacramento de la Penitencia.
A veces este buen Padre tiene que esperar muchos años hasta que regrese el hijo, y sufre porque tarde tanto y se complique mucho la vida, cuando todo es sencillo cuando se enfoca con humildad. Es la experiencia de Diego, pongamos ese nombre, que volvió al confesonario después de cuarenta años de alejamiento por una bobada. Se sintió atraído por los confesonarios blancos, como aves a punto de levantar el vuelo, en el Parque del Retiro, cuando curioseaba viendo las risas de las chicas y chicos que confesaban con los sacerdotes. Su hijo, voluntario, lo encontró y le preguntó si venía a confesar: —Sabes que no, yo me confieso con Dios. —Bueno, yo también lo hago —le respondió su hijo— y siempre me dice que pase por el confesonario.
Poco después un sacerdote quedó libre y supuso que el curioso esperaba su turno, haciéndole gestos para que se acercara. Diego lo hizo aunque le advirtió que sólo curioseaba, pues llevaba muchos años sin confesar. —No te preocupes, dijo el hombre de blanco, yo te ayudo y verás qué bien sale todo. Confesó el tal Diego por vez primera desde su primera comunión y salió el sapo que tenía dentro: había curioseado en los cajones de ropa de la sirvienta y no lo dijo en su primera confesión; y comulgó abrumado por recibir a Jesucristo en pecado mortal. Allí acabó todo y aquí, en el confesonario blanco, recuperó su fe.
La Confesión paso a paso
Los actos con los que el penitente debe manifestar su arrepentimiento provienen de la penitencia interior mostrada en los cinco pasos referidos tradicionalmente en los catecismos: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor, y cumplir la penitencia.
Quienes viven habitualmente con alegría este sacramento necesitan actualizar con nueva ilusión los actos del penitente para no acostumbrarse a este tesoro de gracias. En primer lugar, el examen de conciencia previo: antes de acudir al sacramento de la Penitencia, es necesario averiguar con sinceridad los pecados ciertos que se han cometido desde la última Confesión bien hecha. Fruto de ese examen de conciencia delicado es el dolor que lleva a la paz, y se caracteriza por ser interno, aunque no se noten manifestaciones sensibles; sobrenatural o movido por razón de amor; y además debe ser referido a los pecados en cuanto ofenden a Dios.
La confesión o acusación de los pecados debe hacerse con sentido sobrenatural y sencillez, poniendo los medios para que sea clara, concreta y completa. El propósito manifiesta la actitud de querer cambiar con la gracia de Dios: conviene esforzarse para que sea sobre los pecados confesados; firme, aunque cada uno tenga experiencia de la propia debilidad; y también eficaz, estando dispuestos a poner los remedios para enmendarse, como son la oración, las mortificaciones y la huida de las ocasiones de pecado.
Vale la pena conocer y seguir el ritual actual que se desarrolla como un diálogo entre el penitente y Jesucristo, a través del ministro. El confesor ayuda con sencillez cuando se lo pedimos. Las oraciones, que expresan la contrición y la acción de gracias, suelen estar a la vista en el confesonario. Seguir con atención y sin otras palabras esas oraciones que acompañan a la absolución será un buen modo de agradecerla, cuando el confesor dice: «La pasión de Nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados, aumento de gracia y premio de vida eterna. Vete en paz».
Vitaminas para el alma
Una mujer rusa, Tatiana, refería el alivio recibido al confesar sus pecados después de muchos años, quitándose de encima un gran peso, conociéndose a sí misma, y empezando a mirar de otro modo a la gente. Decía que, durante un tiempo largo debía rezar unas oraciones varias veces al día como penitencia impuesta por el pope. Y reconocía ella que esa penitencia impuesta con la absolución fue un gran consuelo para su alma durante años, como compensación a Jesucristo por sus pecados. Estaba asombrada de que los pecados desaparecieran realmente, mediante algo tan sencillo como la imposición de manos del sacerdote.
Son muchos los frutos que obtenemos del sacramento de la Penitencia. Entre ellos recordemos que produce o aumenta la gracia santificante y borra los pecados, pero no borra todos los restos que el pecado deja en el alma: el apegamiento desordenado a las criaturas y al propio yo. Sin embargo, la sanación de la gracia sobre la voluntad hace que ésta sea más firme y decidida en su lucha contra las tentaciones.
Se recibe también una gracia sacramental, que fortalece al penitente para la lucha interior y le ayuda a evitar los pecados en lo sucesivo, especialmente aquellos de los que se había acusado. En el caso de pecados mortales, el sacramento de la Reconciliación lleva a una verdadera resurrección espiritual, restituye la dignidad de hijos de Dios, y restablece la amistad con Dios rota por el pecado, y también reconcilia con la Iglesia.
Jesús Ortiz