Las Provincias
De cara a una sociedad y unos estados vacíos de ideales, es necesario recuperar la ilusión de ser personas con la dignidad que nos corresponde, lo que probablemente sólo es posible restaurando la verdad sobre el hombre
Con gran interés, he leído una reciente Tercera de ABC, titulada "El miedo que nos gobierna", cuyo autor es Antonio Hernández-Gil. Con erudición y belleza literaria, describe la situación de nuestra sociedad de manera realistamente descarnada y con la erudición propia del hombre de leyes. Se mueve entre la piedad que proponía Rousseau para lograr el pacto de convivencia del Contrato social y el pesimismo de un Hobbes con el estado como gran Leviatán, surgido del miedo que busca seguridad.
Acaba inclinándose por la realidad de que vivimos en una sociedad miedosa, regida por políticos que miran más su triunfo en las siguientes elecciones que el cambio necesitado por todos. Es un artículo brillante, pero un tanto cerrado a la esperanza, que sólo mantiene en unos posibles pensadores capaces de idear un diseño mejor para nuestro mundo.
Sería pueril que yo intentase enmendar la plana a tan magnífico artículo, pero me voy a permitir ofertar una posible complementariedad al escrito del ilustre jurista. Se puede completar lo que dice sobre la Revolución Francesa y la Ilustración, sobre los hombres de pensamiento que forjaron a su entender la modernidad. Cita expresamente a Descartes, Pascal, Locke, Newton, Vico, Spinoza, Hume, Montesquieu, Rousseau, Voltaire y Kant. Es bien cierto que tanto estos personajes como los hechos referidos dieron lugar a un nuevo régimen. Sus aportaciones fueron distintas y su influencia posterior también.
Sin embargo, me atrevo a pensar en el aspecto negativo que han desarrollado esas ideas —en buena medida causa de lo que ahora sucede— porque a partir de las reflexiones de algunos de ellos se llega a este hombre moderno causante de la crisis, este hombre autónomo que, emancipado de Dios, pierde su sentido. Fue un logro la desvinculación de la sociedad respecto de las monarquías absolutas y de la Iglesia, un logro que alcanza a la misma monarquía y a la Iglesia que, desligada del poder temporal, puede sin rémoras dedicarse a lo que le es propio: ofertar las medios para alcanzar la santidad.
Pero se produce un corte tan radical que tal vez confundió la separación de la Iglesia de los asuntos de este mundo con la liberación del hombre respecto a Dios, liberación que no es tal porque perdido el sentido, se vacía considerablemente la libertad. Algunos de esos autores —casi todos cristianos— han cooperado a la confusión del subjetivismo con la conciencia, ha sustraído de las actividades humanas toda referencia al Creador, han ido desechando la razón en beneficio de lo empírico, han originado progresivamente un Estado que lo es todo en detrimento de la persona...
A mi entender, aquí radica en buena medida la situación de esta sociedad que se tambalea sin encontrar el lugar perdido. No persigo la vuelta a la Edad Media ni al confesionalismo religioso que ha hecho mal —en algunos casos continúa— principalmente a las religiones. Sí desearía encontrar una nueva sociedad en la que la persona ocupase el lugar que le corresponde como criatura de Dios. Y, a partir de ahí, se puede construir un nuevo orden con cabida para la esperanza. Enseguida aparecerá la objeción de que estamos en una sociedad plural en la que caben ateos y agnósticos. Por supuesto que caben, pero ahora mismo quienes estamos fuera somos los creyentes. Ahí voy.
Hablando del personalismo de Juan Pablo II, ha escrito Juan Manuel Burgos: «Si los hombres entienden qué es el bien y qué es el mal se debe exclusivamente a que lo han experimentado interiormente. Aquí es donde se encuentra el origen de la ética, lo que supone, en términos de teoría de las ciencias, que es sustancialmente autónoma con respecto a cualquier otra ciencia (y a la metafísica, en particular) ya que no toma de ninguna sus contenidos sino de una experiencia antropológica originaria». Esta filosofía personalista puede ser la aportación que se espera para construir una sociedad nueva que respete a todos.
«El personalismo surgió en la Europa de entreguerras con el objetivo de ofrecer una alternativa a las dos corrientes socio-culturales dominantes del momento: el individualismo y el colectivismo. Frente al primero, que exaltaba a un individuo autónomo y egocéntrico, remarcó la necesidad de la relación interpersonal y de la solidaridad; y frente al segundo, que supeditaba el valor de la persona a su adhesión a proyectos colectivos como el triunfo de una raza o la revolución, el valor absoluto de cada persona independientemente de sus cualidades» (Revista Española de Personalismo).
De cara a una sociedad y unos estados vacíos de ideales, es necesario recuperar la ilusión de ser personas con la dignidad que nos corresponde, lo que probablemente sólo es posible restaurando la verdad sobre el hombre. Cualquier otra cosa sería comenzar la casa —también la economía— por el tejado. Juan Pablo II subrayó la primacía del hombre sobre los medios de producción, la primacía del trabajo sobre el capital y la primacía de la ética sobre la técnica. En el centro está la dignidad del hombre, que es siempre un fin y jamás un medio. Acierta Hernández-Gil al apelar a la razón.
Pablo Cabellos Llorente