Aunque las huellas de Melchor, Gaspar y Baltasar se han borrado, no extravía el rumbo, gracias al resplandor insomne de la estrella
Hace años, un guía locuaz que merodeaba la catedral de Colonia me contó la leyenda de Artabán, el cuarto mago de Oriente, que no pudo llegar a la cueva de Belén a tiempo de adorar al Mesías. Procuraré ahora reconstruirla.
Artabán es cetrino de piel, de mirada acuciosa y luengas barbas que emboscan su edad, en torno a la treintena. Vive como un anacoreta en las cuevas del monte Ushita, donde se dedica a desentrañar los oráculos de Zoroastro, que anuncian a un Socorredor que “hará la vida radiante, inmortal y eternamente próspera”. Un día cualquiera llegan hasta su cueva emisarios de Melchor, Gaspar y Baltasar, que le advierten del descubrimiento de una estrella que anuncia el nacimiento de ese ansiado Socorredor y lo citan en la ciudad de Borsippa.
Antes de partir, Artabán elige cuidadosamente las ofrendas que depositará a los pies del Socorredor: un diamante de Méroe, que repele los golpes del hierro y neutraliza los venenos; un jaspe de Chipre, que estimula el don de la oratoria; y un rubí de las Sirtes, cuyo fulgor disipa las tinieblas del espíritu. Artabán espolea su caballo y cabalga sin descanso hasta que, a las afueras de Borsippa, se tropieza con un hombre agonizante y desnudo.
Se trata de un comerciante que ha sido desvalijado por unos ladrones y después golpeado sin piedad. Artabán lava con vino sus heridas y entablilla sus huesos quebrados. Cuando el viajero le confiesa que los ladrones lo han despojado de todos sus caudales, Artabán se apiada de él y le regala el diamante de Méroe que reservaba para el Socorredor.
Cuando Artabán llega a Barsippa, un posadero le entrega un billete de Melchor, Gaspar y Baltasar: “Te hemos esperado en vano. No podemos dilatar más nuestro viaje. Síguenos a través de desierto. Que la estrella te guíe”. Artabán azuza su caballo hasta reventarlo; cuando se queda sin montura, prosigue el camino a pie entre tormentas de arena. Aunque las huellas de la comitiva de Melchor, Gaspar y Baltasar se han borrado, no extravía su rumbo, gracias al resplandor insomne de la estrella.
Cuando, andrajoso y famélico, llega a Belén, Artabán no encuentra señal alguna de los magos; en su lugar, se topa con la crueldad desatada de Herodes, que ha ordenado a los soldados de su guardia el exterminio de los varones recién nacidos. Se abalanza sobre uno de ellos, que se dispone a hundir su espada en la garganta de un niño que aún no ha aprendido a llorar, y le ofrece el rubí de las Sirtes que guardaba para el Socorredor, a cambio de la vida del niño.
Un capitán de Herodes sorprende la transacción y ordena que apresen a Artabán y lo envíen a Jerusalén, donde será aherrojado en una mazmorra de palacio durante décadas, ignorado por sus carceleros, hasta convertirse en un gurruño arrugado y ciego. En medio de las tinieblas de su encierro, llega a escuchar rumores sobre un Galileo que sana a los enfermos y alivia los corazones atribulados. Confusamente, intuye que ese Galileo debe de ser el Socorredor que un día remoto quiso honrar con sus regalos.
Muchos años más tarde, Artabán es liberado, seguramente porque sus carceleros prefieren no tener que enterrar su carroña. Se tambalea por las calles de Jerusalén como un resucitado, con los ojos quemados de sol. Una riada de gentes se dirige al Gólgota, para presenciar la crucifixión de un profeta que ha osado blasfemar contra Dios, según el veredicto del Sanedrín. Artabán se deja arrastrar por la multitud, pero se detiene a recuperar el resuello en una plaza en la que se está subastando como esclava a una muchacha de cabellos de fuego. Hondamente conmovido, Artabán escarba entre sus andrajos y rescata el jaspe de Chipre que ha logrado conservar durante tantos años de cautiverio, con el que compra la libertad de la muchacha, que besa sus arrugas y sus ojos yermos.
De repente, la tierra tiembla y el velo del templo se rasga y los sepulcros se abren y una falla se traga a Artabán, que antes de morir aún acierta a vislumbrar la figura de un hombre llagado y resplandeciente; su voz desciende sobre él como un bálsamo: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, enfermo estuve y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste”. Artabán pregunta, perplejo o desmemoriado: “¿Cuándo hice yo esas cosas?” La muerte ya estrangula su hálito cuando el hombre llagado y resplandeciente le susurra: “Cuanto hiciste por mis hermanos, lo has hecho por mí”.
Y Artabán murió en los brazos del Socorredor anunciado por Zoroastro, naciendo para una existencia radiante, inmortal y eternamente próspera. Que los magos de Oriente (con Artabán al frente) les sean propicios, queridos lectores.
Juan Manuel de Prada