El celibato, compromiso de amor pastoral

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Escrito por Enrique de la Lama
Publicado: 10 Septiembre 2021

Uno de los objetivos a que debe tender indispensablemente todo proyecto de formación de los futuros sacerdotes  ha  de  ser  éste: que asuman con madura libertad el compromiso del celibato comprendiendo  su  valor  positivo  -«respuesta  de   amor   al  Amor» [1]-. Ese objetivo determinaba ya las «Orientaciones» que fueron  ema­nadas por la Congregación  para  la  Educación  Católica  en 1974 pa­ra aplicar a la formación seminarística la doctrina de la Encíclica Sacerdotalis coelibatus. Y a ese objetivo se encaminan también las consideraciones del presente trabajo: la formación para el celibato sacerdotal ha de orientarse positivamente como propedéutica e iniciación a un compromiso personal,  capaz de plenificar  la existencia  de quien está llamado a ser un «hombre de Dios» [2].

1.        El  celibato,  decisión  insuplantable  del  sujeto que lo asume

Hablar del celibato sacerdotal entraña la alusión a dos elementos imprescindibles para comprender su verdadera esencia. La sexualidad, por un lado; y, por otro, la  libre  decisión  humana  que asume la realidad sexual para sublimarla injertándola -mediante inevitables renuncias y mediante la experiencia  de  la contemplación  y del  servicio  apostólico-  en  el  tallo  vivo  de  la  «caridad   pastoral».

Con el término «sexualidad» suele designarse toda una esfera vital organizada en torno al eje de la personalidad de cada ser humano; esfera, que tiene su núcleo más denso y significativo en el instinto generador para la propagación  de  la  especie;  y  que,  su vez, es centro de gravedad  de  un  amplísimo  espacio,  con  tendencia a integrar toda la  multiplicidad  de  energías  -biológicas,  espirituales,  psicológicas,  culturales  o  sociales-  propias  de  cada  hombre.  En definitiva, «la sexualidad es tan amplia como el propio ser  hu­ mano porque no tenemos  sexo  sino  que  lo  somos.  Es  la  causa  de la genitalidad y de los perfiles psicológicos y racionales del 'ser­ hombre'  y  del  'ser-mujer'.  La  sexualidad  humana  puede   decirse que es  la  forma  de  ser,  hacer  y  estar  en  el  mundo  el  hombre  y  la mujer de manera distinta y complementaria» [3].

Ya se entiende, pues, que el  concepto  de «sexualidad»  no puede ser definido como una simple equivalencia de la «condición sexuada» de cada persona. Es bastante más  que  eso.  La  «sexuali­dad» es inseparable de una referencia a la «fuente de la vida»; y, mediante esa  referencia,  es  también  inseparable  de  una  llamada  a la perpetuación biológica -y también, en cierto modo, a la perpetuación psicológica y espiritual-. La «sexualidad» hace también referencia a una amplia y  peculiar  experiencia  del  placer  y  del  dolor [4]. La sexualidad se refiere, sobre todo, al  amor;  afecta esencialmente al amor [5]. Y es aquí donde la «sexualidad» aparece dotada de una inmarcesibilidad misteriosa, que se  manifiesta  como una opulencia embriagadora, o, tal vez, como una tiranía que desconoce todo consejo de la razón.

Para el hombre  -al  menos,  para  muchos  hombres-  de  nuestro  mundo  contemporáneo,  la  sexualidad  constituye   seguramente un dédalo sin solución. Al socaire de la acumulación de los descubrimientos científicos y de la  nueva  sensibilidad  «postmoderna», se ha venido a recalar en una trivialización del significado de la «sexualidad», que «ha venido a quedar como dividida en dos aspectos prácticos: por una parte la capacidad para engendrar, y por otra, completamente separada, la capacidad para gozar placeres  específicos, desligados de cualquier otra significación humana.  La  intensidad y atractivo de esos placeres  pueden  utilizarse  a voluntad  como un elemento más, de los más poderosos, que determinan las  conductas de los hombres» [6].

El epicentro de esta fuerte conmoción que afecta a la clave interpretativa de los valores contenidos en la sexualidad no se encuentra como tal en la crisis eclesiástica típica de los últimos decenios. Es de origen netamente extraeclesiástico y de índole  cultural. Pero toda crisis cultural -desde  luego,  si  tiene  proporciones generales- afecta a la vida de la Iglesia. En consecuencia no puede extrañar que los valores  en  crisis  resulten  cuestionados  también  en el seno  de  las  comunidades  cristianas  y  que  -como  por  Ósmosis­ la confusión predominante se  insinúe  en  determinadas  concepciones teológicas y pastorales [7].

Si bien es cierto que tales dificultades -contempladas en perspectiva histórica- no pasan de ser un nuevo avatar de la vieja concupiscencia presente en todas las épocas, no por eso resulta desdeñable la singular adversidad de todo un clima científico,  cul­ tural y sociológico: adversidad que, si tal vez no está llamada a acentuarse, al  menos,  dista  mucho  por  sus  características  de  ser una tempestad efímera. Así, pues, la pedagogía que prepara al celibato ha de valorar, desde el  mismo  punto  de  partida,  la  indiscutible eficacia de este ambiente real en que se va a desarrollar la existencia de los futuros sacerdotes.

Pero además, el celibato, en su núcleo más sustantivo, es una opción profunda hecha por una personalidad madura.  En  este  sentido la responsabilidad de los  formadores  es secundaria  con  respecto a la responsabilidad  primordial  e  insuplantable  de  cada  sujeto. Un celibato  «impuesto»  no  sería  verdadero  celibato.  Los  jóvenes de la hora presente lo advierten con peculiar lucidez: «El mismo seminarista manifiesta una nueva sensibilidad psíquica:  tiende  cada día más a  rechazar  los  vínculos  convencionales  para  insertarse  en lo  humano  como  los  demás,  reivindicando  al  máximo  su  derecho a la elección y al compromiso libre, en la apertura  interior  a  los ideales evangélicos» [8].

Esa «sensibilidad psíquica» que cunde entre los futuros sacerdotes es «nueva», en cuanto  profesada  como  vibración  característica de los hijos de esta época.  Pero  -por  lo  que  se  refiere  al celibato-  esa  sensibilidad  responde  a  un  estímulo  que,  como  tal, no constituye novedad alguna. A este respecto los autores han debatido sobre dos cuestiones  típicas:  a)  si  el  celibato  exigido  para  las sagradas órdenes tiene  carácter  de  ley  o  tiene  carácter  de  voto [9]; b) si la institución del celibato sacerdotal en el rito latino equivale, o no, a imponer un estatuto de excepción al derecho natural de contraer matrimonio.

Sobre la primera cuestión trataremos luego; respecto de la segunda digamos que, sobre todo, toca la red neurálgica de la  psicología humana y ha generado debates nunca serenados  definitivamente. Este hecho, sin embargo, no debe  provocar  escándalo.  Hay que advertir que la cuestión surge no  sólo  con  entera  naturalidad, sino también  «en  virtud  de»  la  naturalidad.  Por  eso,  de  un  modo  o de otro, se replantea como objeción en épocas de «rinascita», de humanismo, de admiración hacia los valores antropológicos. Y entonces, puesto que la objeción es tan genuinamente  humana,  se  yergue en legÍtima espera de una respuesta lógica que ilumine el verdadero sentido de la llamada «ley del celibato».

Habida cuenta de que el celibato es  «un  don  gratuitamente  dado y libremente recibido y ejercido,  que  pertenece  al  patrimonio del Pueblo de Dios y no admite en su recepción y en su ejercicio violencias humanas de ningún  tipo» [10],  debe  reconocerse  que  no existe en la tierra  autoridad  alguna  capaz  de exigirlo  por  ley. Ahora bien, la Jerarquía -a la que compete custodiar  y  administrar  el tesoro de los sacramentos de Cristo- tiene derecho indiscutible a establecer, procurando el bien común del Pueblo de Dios,  los  criterios de idoneidad para el ejercicio  del sagrado  ministerio  y a elegir los candidatos que recibirán la imposición de las manos entre aquellos que  se  señalan  por  determinadas  cualidades  y  carismas. Tal es el sentido de la ley del celibato: depurar la selección de los candidatos a las sagradas órdenes de modo  que  puedan  ser elegidos tan sólo aquellos miembros de la comunidad eclesial  de  los  que conste con certeza  moral  que  han  recibido  el carisma  de la perfecta continencia y que  en  uso  de  su  libertad  plenamente  responsable se comprometan a guardar fidelidad al don recibido. «Al obrar así, la Iglesia no atenta contra la dignidad de la persona humana, impidiendo  el  ejercicio  de  un  derecho  natural  -el   ius  connubii-   que  es parte integrante de esa dignidad. En efecto la renuncia a ese derecho la hace libremente quien recibió el don divino de la perfecta continencia. La Jerarquía es la primera interesada, por respeto a la dignidad humana y cristiana de los fieles y por el mismo bien  pastoral del Pueblo de Dios, de que  la  asunción  por  el  futuro  sacerdote de esa responsabilidad sea  verdaderamente consciente  y  se  haga con la libertad de los hijos de Dios» [11].

2.        Objetivos de la formación para el celibato sacerdotal

A los responsables del acompañamiento de los futuros sacerdotes les  corresponde  por  eso  una  misión  delicada.  Por  supuesto, su tarea no se  limita  a  la  mera  observación  para  realizar  con  tino el discernimiento vocacional.  Esta  labor  es  importante,  y  de  su recto desempeño se derivarán beneficios para  la  comunidad  cristia­ na. Pero esa labor es puramente condicional:  no  puede  sobrevalorarse como si fuese el  objetivo  primario  de  la  tarea  formativa.  Por el contrario, la responsabilidad más seria de  los formadores  estriba  en asegurar, a  nivel  institucional,  un  clima  profundamente  humano y cristiano, generoso, positivo y alegre. A nivel de formación personalizada, se trata  siempre  de  garantizar  un  acompañamiento  lleno de delicadeza y de  respeto  que  sirva  de  ayuda  a  la  opción  que el candidato -él insustituiblemente- ha de realizar con madurez.

Para ello los formadores y la institución misma del  Seminario han de ofrecer la doctrina  que  haga  posible  la inteligencia  recta  de la naturaleza teológica del celibato sacerdotal. Han de estimular delicadamente el proceso interior valorando las motivaciones profundas -diferentes  en  cada  persona-  que  determinan  la  opción   celibataria. Razones y motivaciones que han de ser sólidas y auténticas  a riesgo cierto, si no, de un futuro fracaso público o encubierto.

2.1.    Significado  teológico  del  celibato sacerdotal

La opción celibataria no debe ser  fruto de la sola  admiración  por los valores espirituales muy superiores  a  los  negocios  de  la carne. «El matrimonio -escribía el  Cardenal  Wojtyla-  no  es  de ningún  modo  un  'asunto  del  cuerpo'  tan  sólo.  Si   ha  de  alcanzar su pleno valor, es necesario que se base, como la virginidad  o celi­ bato, en una movilización eficaz de las energías espirituales del hombre» [12]. La Exhortación Apostólica Familiaris consortio es explícita a este respecto: «Conoce la revelación cristiana dos modos enteramente adecuados de cumplir esta vocación de la persona hu­ mana al amor: el matrimonio  y  la  virginidad.  Ambos,  según  su forma propia, son una declaración sólida  de  la  altísima  verdad  sobre el hombre, es decir, de la  que  afirma  que él es imagen  de Dios.  (...) La  virginidad  y  el  celibato  por  el  Reino  de  Dios  no  sólo  no se oponen a la dignidad del matrimonio, sino que la suponen y confirman. Matrimonio y virginidad son dos formas de  expresar  y vivir el único misterio  de  la  Alianza  de  Dios  con  su  Pueblo. Cuando se desconoce la gran  dignidad  del  matrimonio,  la  virginidad consagrada a  Dios  se  hace  imposible;  cuando  no  se  considera la sexualidad humana como un  gran  bien  concedido  por  el  Creador,  su  renuncia  por  el  Reino  de  los  Cielos  pierde  toda   su fuerza» [13].

Por otro lado para desarrollar el auténtico significado del  celibato sacerdotal resultan insuficientes las meras consideraciones extraídas de una teología de la perfección [14].  El Decreto  Presbyterorum ordinis se inspiraba en un talante nuevo al valorar la espiritualidad sacerdotal en sí misma y no como una adaptación de las espiritualidades monásticas o religiosas. Los rasgos genuinos de la espiritualidad sacerdotal no se tipifican ya en el marco de los tres consejos evangélicos tradicionales, sino en el horizonte  de  la  perfecta «caritas pastoralis» a la que todo sacerdote ha de tender me­ diante  el  ejercicio  del  ministerio [15]. Diríase   que   tras  el  Vaticano II, el «celibato sacerdotal» necesita profundizar su significado hundiendo sus raíces en las venas fecundas que parten de  la  misma teología del sacerdocio [16]. «La Esposa de Cristo  -afirma  A.  del  Portillo comentando esta  importante  cuestión  implícita  en  el Decreto-  vislumbra   que  unas  tensiones   muy  Íntimas  unen  entre   sí el misterio del amor indiviso y el misterio del sacerdocio de  la Nueva Alianza; y enseña por tanto que esas  razones -no  de  necesidad  absoluta,  pero  sí  de  suma  conveniencia-  se  integran  dentro de una espiritualidad netamente sacerdotal, que tiende a la Íntima configuración moral, a la transformación mística del  ministro  de Cristo en el mismo Sumo Sacerdote, a quien representa por el carácter recibido en el Sacramento del Orden» [17].

Una reducida interpretación del «servicio pastoral» como razón del celibato de los sacerdotes ha debido de influir en una inteligencia del celibato mismo como  mera  «condición  de  vida».  En  tal  caso  las exigencias que se derivan de esa «condición» son  sentidas  como un peso difícil de llevar o se banalizan haciéndolas compatibles con compensaciones de diverso género [18]. Tal vez esa reducida interpretación ha podido influir en la misma formación seminarística: «Yo no sé  -ha  escrito  Mons.  Gaidon,  actual  obispo  de  Cahors-  qué otra motivación se puede dar al celibato si no es una  de  tipo  místico. Es ésta la motivación que yo siempre he propuesto a los seminaristas como expresión del pensamiento de la Iglesia» [19].

Pero el «servicio pastoral» es efectivamente  una  razón  mística. Es el servicio del Buen Pastor, la «diaconía» del ministerio de Cristo que «no ha venido  a  ser  servido  sino  a  servir  y  a  dar  su vida en  redención  por  todos»  (Mt  20,  28).  Se  trata,  por  tanto,  de un servicio sacerdotal que  encuentra  su  «actuación»  culminante en el Sacrificio Redentor. Ahora bien ese Sacrificio tiene valor esponsal: son las Bodas Virginales de Cristo con la Iglesia. La Capitalidad de Cristo aparece en su Sacrificio  como  «pleroma» [20]  de Amor: «nadie tiene amor más  grande  que  Aquel  que  da  su  vida  por los amigos» (Qo 15, 13). Con razón se ha podido  poner  de  relieve que la Capitalidad de Cristo es una Capitalidad «sacerdotal-virginal-esponsal». Tal es el sentido de la «eunuchía» de  Cristo,  la cual es en sí misma  un  paradigma  primordial  de  entrega  completa al servicio redentor. A  esa  luz  debe  interpretarse  -sobre  todo cuando se habla del celibato sacerdotal- la «eunuchía» «propter Regnum Caelorum» [21]. En este marco se comprenden las palabras

de la Coelibatus sacerdotalis: «El motivo verdadero y profundo del sagrado celibato es, como ya hemos dicho, la elección de una  rela­ ción personal más Íntima  y  completa  con  el  misterio  de  Cristo  y de la Iglesia, a beneficio de  toda  la  humanidad...(...)  Es  cierto:  por su  celibato,  el  sacerdote  es  un  hombre  solo;  pero  su  soledad  no es el vacío, porque  está  llena  de  Dios  y  de  la  exuberante  riqueza de su Reino. (...) Segregado del mundo, el sacerdote  no  está  separado del Pueblo de  Dios,  porque  ha  sido  constituido  para  provecho de los hombres (Hb 5, 1), consagrado  enteramente  a  la  caridad (cfr. 1Co  14,  4  ss)  y  al  trabajo  para  el  cual  le  ha  asumido el Señor» [22].

En este mismo sentido la teología paulina acerca de Cristo Cabeza y «Pleroma» de la Iglesia entraña connotaciones profundamente significativas de carácter esponsalicio: «Aquella entrega de sí mismo al Padre -explica Juan Pablo II- mediante  la  obediencia hasta la muert  es a la vez, según  la Carta  a los Efesios,  'un  darse a sí mismo por la Iglesia'. Yo diría que en esta expresión, el amor redentor se transforma en amor esponsal: Cristo, dándose a sí mismo por la Iglesia, con el mismo acto redentor se ha unido de una  vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa, como el marido con la mujer... De este modo el  misterio  de la redención  del cuerpo entraña en sí, de algún modo, el misterio «de las bodas del Cordero» (Ap 19, 7). Puesto que Cristo es cabeza del cuerpo, el entero don salvífico de la redención  penetra la Iglesia como  a cuerpo de aquella cabeza, y forma continuamente la más profunda y esencial sustancia de su vida. Es la forma  al  modo  esponsal, dado que en el  texto  citado  la  analogía  'cuerpo-cabeza'  se  traduce en la analogía del 'esposo-esposa', o más 'bien en la del 'marido­ mujer'» [23].

La meditación y estudio de  esta  dimensión  de  la  Capitalidad de Cristo arrojará  sin  duda  una  luz  poderosa  para  valorar  desde  las páginas paulinas el específico significado  del celibato  que se  pide a los sagrados ministros que mediante la imposición  de  las  manos han quedado configurados con Cristo-Cabeza.

2.2.    La formación de la afectividad

La formación, no obstante, no puede limitarse a la mera fundamentación teológica que facilita la comprensión intelectual del celibato de los sagrados ministros. Ha de cultivar  también las  motivaciones que favorecen y perfeccionan la opción fundamental con una  fuerza incomparablemente mayor que las mismas razones especulativas. Es aquí donde  la  tarea  educadora  exige  a  los  formadores  y  a la misma institución seminarística una atención exquisita. Todos los consejos apuntan hacia la necesidad perentoria, de una personalización de la  tarea  educativa,  en  un  clima  comunitario  de  familia  y de franca amistad, de libertad auténtica y de  respeto,  donde  no caben las comparaciones siempre odiosas ni la necia emulación. A los formadores, ya se ha dicho, corresponde garantizar este clima: «Téngase en cuenta la pluralidad de disposiciones en las que los seminaristas  pueden  hallarse  en  relación  con  la  vocación,  y  también  de lo mudable de las actitudes juveniles. Respeten  los directores  a todos y a cada  uno de sus alumnos;  no establezcan  escalas  de  mérito; no insinúen la idea de que el que cambia de rumbo  es un  traidor... Recuérdese que la confianza no se logra con autoridad, sino que se provoca y obtiene mereciéndola...» [24].

Las motivaciones configuran el nivel  de  asimilación  existencial del valor del celibato. Se trata de una verdadera  iniciación  al amor. Pero eso no se hace  sólo  con  razones,  ni con  el  voluntarismo de quien decide fundamentar un proyecto de existencia  con  un acto puramente elícito y desencarnado. Al contrario, debe considerarse mucho la  importancia  de  la  «hora  psicológica»,  es  decir,  de la madurez vital, de la hondura consciente de  quien  realiza  la  opción celibataria: «La persuasión  -como  dice  Cruchon-  de  que  la hora psicológica de la elección de vida no se debe solamente a una opción del  espíritu  y  de  la  voluntad,  sino  a  cambios  biológicos  y a determinantes sociológicos y culturales, no es, en definitiva,  sino  una visión menos idealista o fenomenológica, pero más 'antropológica' del hombre. El  hombre  no  puede  prescindir  de  su  cuerpo  y  de su medio ambiente; no puede actuar por decreto  sin  tener  en cuenta su pasado y su naturaleza; no puede pretender seguir únicamente su ideal, o, dicho de una  manera  más  prosaica,  'su idea'. Esto sería tanto más peligroso cuanto que existe  un  idealismo  juvenil por el que algunos adolescentes se creen dispensados de tener  en cuenta sus verdaderas posibilidades y sentarse, como dice el Evangelio, a calcular si son capaces  de  construir  la  torre  que  proyectan» [25].

Pocas cosas exigen  en  el  formador  tan  maduro  equilibrio como la tarea de imciar a los futuros sacerdotes en la aventura transfigurante de toda la afectividad, que es el celibato vivido auténticamente. Será preciso no sofocar, sino sublimar el romanticismo juvenil; no reprimir, sino dilatar el  Ímpetu  de  la  afectividad; no ocultar, sino revelar horizontes con sus valores incomparables y con sus exigencias de renuncia. Enseñar a «tener corazón» superando el egoísmo. El formador  ha  de  estar  por  encima de todo escándalo. Se precisa un gran sentido común para corregir las desviaciones naturales -inseparables de todo proceso normal [26]-,  para   valorar   las  experiencias   del  pasado   a  la  luz  de la  normativa  de  la  Iglesia,  del  buen   criterio   de  otros  formadores y del  párroco;  a  la  luz  también  de  los  antecedentes  familiares.  No  puede  omitirse  aquí  una  referencia  a  la  atención   que debe prestarse al indispensable equilibrio psicológico de los candidatos al sacerdocio. En este punto, la bondadosidad de los encargados de discernir la idoneidad de los candidatos a Ordenes -la cual ha de demostrarse con argumentos positivos-  resulta siempre perniciosa [27]. «Los errores de discernimiento de las vocaciones no son raros, y demasiadas ineptitudes psíquicas, más o menos patológicas, resultan patentes solamente después de la ordenación sacerdotal. Discernirlas a tiempo permitirá evitar muchos dramas» [28].

La sublimación auténtica de toda la esfera sexual es efecto de la Gracia de Dios en primer lugar; pero requiere también una educación psicológica en la cual la colaboración del sujeto es enteramente insustituible.  Importa  mucho  una  orientación  positiva [29], una instrucción sexual hecha de afirmaciones alegres  y generosas, la cual -como dice la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis- «consiste más en la formación de un amor  casto  a los demás que en la preocupación, a veces muy penosa, por evitar los pecados; debe formarlos para las futuras relaciones de su ministerio. Por eso, poco a poco, y con un  sano  discernimiento  espiri­ tual, se les debe invitar e inducir  a experimentar  y a  manifestar,  en los grupos y en las diversas funciones d apostolado y de cooperación social, un amor sincero, humano, fraternal, personal y sacrificado según el modelo de Cristo, hacia todos y cada uno, pero especialmente hacia los pobres, los .. afligidos, los compañeros de su edad; así podrán evitar la soledad de corazón» [30].

No es posible en  el  corto  espacio  de  estas  páginas  entrar  a un análisis extenso de la pedagogía que debe adoptarse a fin de favorecer el clima  óptimo  para  una  opción  tan  delicada,  en  la  que  el formador nunca debe sustituir lo más mínimo la iniciativa del candidato. Baste decir que, habida cuenta de la personalísima psi­ cología de cada uno de ellos, la educación y el cultivo de esas motivaciones sólo puede hacerse  en  un  clima  de  franca  amistad  entre el formador y el seminarista y que limitarse a los solos medios de formación colectiva o comunitaria puede resultar sencillamente inservible. «Los jóvenes sienten la necesidad de un amigo en el que puedan confiar y a quien  puedan  creer.  Sin  la  ayuda  de  un  director amigo  y  prudente,  se  multiplicarán  y  complicarán  los  estados de angustia, de desaliento y las caídas.  A su  vez, el educador-amigo  no podrá hacer  de guía  si  no conoce  Íntimamente  al educando;  esto comporta que el educando se confíe sinceramente. Pero esta recíproca relación sólo es posible si el  educador  es  capaz  de  poner toda su persona a  la  escucha,  esperando  confiadamente  la  hora  de la buena voluntad y de la gracia» [31].

Habría aquí que hacer hincapié en el influjo ejercido por el modelo de vida que se presenta a los seminaristas. Las «Orientaciones»  de la Congregación  para  la Educación  Católica  -y  ya antes lo había hecho el Concilio- señalan  la  importancia  del  testimonio de vida que se debe exigir  a los formadores:  testimonio  no  sólo de conducta intachable y  honesta,  sino  sobre  todo  de  madurez, de alegría, de  atractiva  humanidad,  característica inconfundible de una personalidad integrada, cálida y rica de experiencia.

A nivel ascético hay que valorar la importancia de los medios. La virtud debe ser aprendida. Debe por tanto ser enseñada. A lo largo de los siglos lós hombres de Dios han practicado el camino de la prudencia, que, en el caso concreto del celibato, se ha plasmado en normas y comportamientos superadores de una falsa ingenuidad. Virtudes como el pudor, la sobriedad en el comer y en el beber, la modestia en el hablar y en el vestir, el orden en la propia vivienda, el cuidado de la ejemplaridad en el comportamiento, la gravedad sacerdotal no pueden ser echadas al olvido. Puede decirse que estas virtudes son hermanas pequeñas de la castidad y su descuido contribuye a reducir a simple condición de soltería aquello que se había proyectado como aventura de Amor. Por eso,  no sólo en el Seminario sino también en los primeros años de vida pastoral, los jóvenes sacerdotes  -por  no  decir  todos  los  sacerdotes  durante  toda   la vida- tienen derecho al beneficio de  la  corrección  fraterna  que  resulta siempre una ayuda incomparable para la perseverancia.

2.3 Iniciación en la característica relacionalidad ministerial

Por último, una formación completa debería favorecer la inserción gradual del  candidato  al  sacerdocio  en la vida  real  que  va a ser el contexto de su existencia. El celibato sacerdotal  por  sí  mismo no es un «estado de perfección» [32]. Baste pensar que el futuro sacerdote disfruta de ese carisma antes de su  ordenación  y que  podría renunciar  a  la  recepción  del  sacerdocio  sin  renunciar  por  ello a seguir siendo fiel  al  carisma  del  celibato.  Por  otro  lado  también es cierto que la opción  celibataria  no  exige  en  concreto  un  género de vida preciso (de hecho esa opción puede llevarse a  cabo  por muchos caminos  e,  incluso,  permanecer  siempre  en  el  ámbito  de las decisiones privadas), aunque como es lógico exige algunas renuncias visibles -renuncias análogas  o  equivalentes  a  las  que  puede  exigir  cualquier  otra  opción  profunda  de  rango   existencial-. Eso sí: el sacerdote vivirá en medio del mundo sin ser del mundo. Tendrá que defenderse a sí mismo;  tener  pleno  control  de  su  propia nave. Y  esto  debe  ser  tenido  en  cuenta  en  cualquier  proyecto de formación que pretenda ser coherente.

No se trata de ningún modo -ya se comprende- de establecer probaturas exponiendo a una cruda intemperie a los futuros sacerdotes. Pero igualmente constituiría una seria imprudencia concebir los años de formación para el ministerio como  un  período  de  separación superprotegida, en que de hecho  se  practicase  la  «fuga  saeculi» [33]. La colaboración en la vida pastoral de la diócesis, el contacto con las catequesis, movimientos, y otras actividades parroquiales son, también a este respecto, una experiencia insustituible. «Las vacaciones son también una buena coyuntura para que, tanto el se­ minarista como sus formadores, comprueben la solidez de sus criterios, la progresiva maduración afectiva, el enraizamiento en los valores y en los hábitos cristianos,  y  la  firmeza  de  sus  convicciones e inclinaciones vocacionales en medio de un mundo que frecuentemente no valora y a veces hasta desprecia el seguimiento peculiar de Cristo que es propio del sacerdocio ministerial» [34].

El celibato -ya se ha repetido anteriormente- se  asume  mediante una opción que exige la reestructuración de toda la vida afectiva. Y, siendo ello así, se comprende  que  la opción  celibataria  exige la remodelación de una de las dimensiones esenciales de la existencia: la dimensión social, que se realiza en toda vida humana mediante la compleja red de relaciones con  el  «Otro»  y  con  los  otros. La esfera de lo relacional cobra por  tanto  una  importancia  suma dentro del proyecto educativo de los candidatos al sacerdocio.

En primer  lugar  la  relación  con  el  «Otro»,  es  decir,  con Dios. No hace falta insistir en el  significado  sobrenatural  del  celibato  «propter  Regnum  Caelorum».  Precisamente  por  eso  se  exige el despliegue de la capacidad contemplativa  para  que  pueda  lograrse una sublimación auténtica de  la  afectividad.  Aquí  ya  no se  trata de mantenerse en el terreno de  las solas  motivaciones.  Se  trata  sobre todo de una experiencia interior rica y satisfactoria,  no  meramente especulativa sino sembrada de afectos, que se cultivan y fortalecen  mediante  el  ejercicio  contemplativo.  Ninguna   realidad puede ser definida por  pura  exclusión  de  las  notas  y  propiedades que no le convienen.  El celibato  no  puede  ser  entendido  en su  pu­ ra exigencia de renuncia. El  celibato  es  sobre  todo  una  sublimación, fruto de la gracia correspondida, de la cual se debe tener ver­ dadera experiencia humana.

 El formador ha de estar aquí especialmente. atento. La sublimación inauténtica es más frecuente de lo que pudiera  pensarse. Ciertas «actitudes modélicas» con ribetes de celo amargo, ciertas inflexibilidades o tendencias rigoristas, ciertos apegos a devociones sensibles o admiraciones desmedidas al director espiritual, al formador o al confesor revelan con  frecuencia  una  sublimación  inauténtica de la afectividad. La misericordia,  la amistad  natural  y  humilde, el espíritu sencillo de oración  y  de  piedad  unido  a  la  práctica del sacrificio sin  espectáculo,  suelen  ser  un  sello  inconfundible  de la sublimación afectiva bien enfocada [35].

Pero la relacionalidad exige una inserción auténticamente hu­ mana en la red vital de las existencias que se entrecruzan. Y aquí surge la necesidad de una educación  para el amor. La amistad  -y no me refiero aquí a sucedáneos  inadmisibles [36]-      es un valor «quasi supremo». Supremo -sin más distingos- cuando se trata de la amistad con Cristo. Supremo «secundum  quid» cuando se trata de la amistad con los otros, eb. cuanto que la amistad es seguramente  la expresión más natural y perfecta de la «caritas pastoralis».

Pero la vida del Seminario  por sí sola -con ser  importante­  no puede considerarse suficiente. Hay que facilitar la inserción progresiva del futuro sacerdote en la realidad rica y plural del presbiterio diocesano. La «ratio studiorum» de la Conferencia Episcopal Española establece sabiamente a este respecto una graduación progresiva  de las responsabilidades que se confían  a los futuros sacerdotes: esta gradual responsabilidad les permite administrar su propia  libertad  e  irse  preparando  «para  incorporarse  un  día  por  la fraternidad sacramental, a la comunidad más amplia del presbiterio diocesano y para ser  ellos  mismos  constructores  de  comunidad» [37]. No se puede olvidar el papel importantÍsimo que a este respecto corresponderá siempre al obispo diocesano  como  ministro  y  servidor de la comunión eclesial afectiva y efectiva. Comunión con  la Iglesia universal; comunión también en la intimidad de  un  presbiterio, multiforme en sus varios carismas, pero fraterno y acogedor. Desde ahí es fácil la amistad sacerdotal franca y profunda y la solicitud generosa y alegre  que  se  traduce  en  un  servicio  perseverante al Pueblo de Dios y a cada uno de sus miembros.

Como ha escrito Thibon, «depende de nosotros el que encontremos el espíritu en la carne y la eternidad en el  tiempo.  A alguien que se lamentaba de estar obsesionado por las cosas temporales, Santa Catalina de Siena le  respondía:  'Nosotros  somos  quienes las hacemos temporales, ya que todo procede de la bondad  divina'. Cuando Dante pide a Beatriz que lo guíe  por  el  cielo: 'Enséñame cómo se eterniza al hombre', plantea el problema de la sublimación en su forma más absoluta. La solución está en  el  misterio de la Encarnación» [38].

Enrique de la Lama, en dadun.unav.edu/

Notas:

1.         Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El celibato, va­ lor positivo del amor, Roma, Jueves Santo, 11 de abril de  1974,  n.  81. Se  toma la traducción de «Ecclesia» n. 1733. Hay que rec9nocer como uno de  los frutos del Vaticano II  la  normativa  sapientísima  emanada  de  la  Santa  Sede con respecto al celibato sacerdotal. Nótese a este propósito lo que, en su excelente estudio, asegura A. Boschi acerca de la normativa oficial  anterior  al último Concilio: «A parte infatti qualche tentativo di un esame veramente completo e profondo, abbiamo in genere soltanto trattazioni piuttosto fram­ mentarie e, spesso, abbastanza sommarie  e  piu  o  meno  affrettate  e superficiali, disseminate, per di piu, in riviste o libri che non tutti possono facilmente consultare; mancano poi, d'altra  parte, come  vedremo,  direttive  ufficiali,  chiare e precise, dell'Autorita Ecclesiastica sufficienti a dare, in tutti i casi, quell'uniformita  di  criterio  che  sarebbe  tanto  desiderabile  in  materia  che  interessa cosi da vicino il bene supremo della Chiesa e delle anime. Questo giudizio,  che  potra  forse  sembrare  a  qualcuno  un  po'  severo,  ci  e stato  espresso  piu volte anche da persone altamente autorevoli, e furono proprio esse a deciderci a scrivere...» A. BOSCHI, Castita nei candidati al Sacerdozio, 11 edizione riveduta e aumentata, Torino 1957, pp. 9-10.

2.         Tal vez, como un devengo de determinadas concepciones históricas, la palabra «celibato» podría evocar en primera instancia un mensaje o -si se prefiere-  un  paradigma  testimonial   de  renuncia  evangélica.   Acaso  se  preste a ello la misma etimología del término. Cfr. L. GUTIÉRREZ MARTÍN, La dispensa de la ley del celibato eclesiástico, Roma 1966, pp. 9-13. De hecho el contenido exacto de  la  palabra  «celibato»  se  reduce  a sus  rasgos  de  negación a la experiencia matrimonial, y su sentido depende de las  nobles  causas  humanas  -sociales,  políticas,  científicas,  por  ejemplo-   hacia  las  que  se  orienta la opción del sujeto que lo asume. Cfr. K. WOJTYLA, Amor  y  responsabilidad, 12ª  ed. castellana,  Madrid  1978,  287. Se  habla  también  de diversos  celibatos por razones religiosas. Cfr. J. FOLLIET, Socio-psicología del celibato re(i­gioso, en J. COPPENS, Sacerdocio y celibato, traducción de M. Simón bajo la revisión teológica de J.A. DE ALDAMA Y C. Pozo, Madrid 1971, pp. 519 ss. Incluso no han faltado  interpretaciones  recientes  que  aventuran  la  posibilidad de un celibato secularizado al servicio de militancias ideológicas o de otras finalidades pragmáticas. J. Equiza y G. Puhl dan del celibato la siguiente definición genérica: «es una posibilidad humana de vivir la condición  sexual  como soltero o soltera en el marco de un proyecto global de vida» ID., El ministerio, Estella 1988, p. 107.

3.         R. SANCHO, Preparación para el amor, Pamplona 1980, p. 38. A este propósito es muy relevante la tradicional sentencia, que asegura el carácter sexuado del cuerpo glorioso -como un corolario del dogma de la resurrección de la carne, con los mismos cuerpos que constituyen nuestro ser en  esta vida-. Sobre este aspecto, cfr. JUAN PABLO 11, Audiencias generales del 10-III-1982 y del  24-III-1982,  en  lnsegnamenti  di  Giovanni  Paolo  JI,  V,  1, 1982, pp. 789 SS, 978 SS. Cfr.

4.         K. WOJTYLA, o.e., pp. 13-41,

5.         Ibídem, 77 ss.

6.         A. RUIZ RETEGUI, La sexualidad humana, en VV. AA.,  Deontología Médica, Pamplona 1987, p. 269. Desde el punto de vista científico, la  «sexua­ lidad» se contempla reducida a  «un  conjunto  de  fenómenos  biológicos  con unas operaciones operativas particulares y que ofrecen a las posibilidades científicas y técnicas perspectivas  muy  variadas,  es decir, se  ponen  en  manos de los científicos y técnicos capacidades de manipulación y utilización  del material humano en su sexualidad para  que  realice  con  ellas  lo  que  desee. Estas posibilidades, que hasta hace poco eran relativamente reducidas, se presentan ahora de una amplitud inquietante: de las manipulaciones genéticas hasta la más diversa fragmentación de los procesos naturales de generación humana y la utilización de las sustancias humanas correspondientes para finalidades comerciales variadas». Ibidem, p. 268.

7.         A este respecto, las «Orientaciones» sobre El celibato, valor positivo del amor, emanadas por la Congregación para la Educación Católica en 1974, recogían algunos trazos característicos de la repercusión de la crisis de  la sexualidad sobre la sensibilidad pastoral: «Según algunos, el celibato parece que obstaculiza parcialmente la misión sacerdotal en el ponerse al servicio de los humildes y de los  pobres.  El  sacerdote  desea  insertarse  en  la  vida  humana,  sin privilegios, exenciones, o limitaciones; quisiera participar en las fundamentales experiencias del hombre...; sobre todo, siente la  fuerte  llamada  del  amor humano». En muchos ambientes se percibe con gran  vigor  la  objeción contra el celibato entendido  como  injusto  quebranto  de  una  aspiración  natural. Las mismas «Orientaciones» lo señalan significativamente: «El celibato sacerdotal, además de no ser hoy fácilmente comprensible para muchos, resulta singularmente difícil cuando lo vive una persona que se cree ofendida en su autonomía  o  poco  atendida   en  sus  reivindicaciones.  En  semejante  situación, la persona tiende instintivamente, por  la  ley  de  la  compensación,  a  desquitarse reclamando un suplemento de afecto, aunque sea  prohibido»  n.  15.  Nótese bien que en los párrafos recién citados del Documento de la Sagrada Congregación no se descubre un ápice de celo amargo: contienen eso sí trazos indis­ pensables para presentar el boceto de un horizonte del  que  es  imposible  evadirse sin incurrir en una pedagogía inauténtica.  Por  lo  demás  el  Documento  dista mucho  de  ofrecer  un  diagnóstico  hasta  ese  momento  ignorado.  Tres  años antes, el III Sínodo de los Obispos -por quedarnos en los  aledaños  temporales de las citadas «Orientaciones», --sin remontarnos pasando por la Sacerdotalis coelibatus o por el Decreto  Optatam  totius  al  magisterio  pontificio  preconciliar-  había  reconocido  serenamente   que  «en  el   mundo   de   hoy el celibato  está  amenazado  por  dificultades  especiales».  Documento  Sinodal De sacerdotio ministeriali, 30 de noviembre de 1971,  Pars  altera,  n. 4  d,  en AAS 63 {1971) p. 917.

8.         CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El celibato,  valor positivo del amor, cit., n. 3.

9.         La primera cuestión equivale a preguntar por la posibilidad misma  de una ley que sólo puede ser obedecida en virtud de una opción profunda, esencialmente libre, realizada en el secreto de los corazones. Que la opción celibataria ha de ser enteramente libre es cosa clara, ya que de lo contrario perdería su esencia para convertirse -en el mejor de los casos- en la mera aceptación de un estatuto social de temperancia, si es que no degenera en un formalismo acomodaticio o no da lugar tal vez a una psicología de represión. La opción celibataria ha de ser libre en sentido fuerte: tan sincera  y  radical que -como fruto de una valoración de la existencia entera a la luz de  la novedad evangélica- traerá consigo una reorganización de la afectividad a partir de sus motivaciones más íntimas y secretas. Cfr. sobre esta cuestión, N. JUBANY ARNAU, El voto de castidad en la ordenación sagrada, Barcelona 1952; D. G. ÜESTERLE, Annotatio alla risposta  della  Pontificia  Commissione per l'interpretazione autentica dei canoni, 26.Ll949,  a due dubbi  su! amone 81,  en «11 Diritto Ecclesiastico» LX, 1949, pp. 198-207; G. BERTRANS, De fonte obligationis coelibatus clericorum in  sacris, en  «Periodica  de  re  morali,  canonica et liturgica» XLI, 1952,  pp.  107-109;  G.  FERRANTE,  Qua/che  rilievo  e qua/che proposta, en «Seminarium» 1953, pp. 26-28.

 10.      A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970. p. 98.

 11.      A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, cit., p. 99. «Por otra parte no se puede olvidar que la función vertebrante de la sociedad eclesial que corresponde al sacerdocio  ministerial  impide  terminantemente  qu  éste  pueda ser considerado o apetecido como si se tratara de un bien personal. Por  el  contrario está tan esencialmente orientado  al  servicio  de  la  sociedad  eclesial, tan directamente conectado con la salud del Pueblo de Dios, que bien se comprende la solicitud irrenunciable que compete en este punto a los sagrados Pastores. No se puede olvidar  «que  en  la Iglesia  primitiva  se consideraba  po­ co admisible que un fiel se  ofreciese  a ser  sacerdote:  era  la  comunidad  eclesial con el obispo quien lo designaba». Ibidem, p. 99, nota 46.

12.          K. WOJTYLA, o.e., 290.

13.       JUAN PABLO 11, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, nn.  11 y 16, en A.A.S., LXXIV, 1982, pp. 92 y 98.

14.          Cfr. A. DEL PORTILLO, o.e., pp. 92-94.

15.          Cfr. A. DEL PORTILLO, ibídem, p. 93, n. 37.

16.       Cfr. a este respecto el excelente estudio de C. COCHINI, Origines apostoliques du célibat sacerdotal, Paris-Namur 1981.

17.        A. DEL PORTILLO, ibídem, pp. 92-93. Y añade más adelante: «Pensamos que la fidelidad a esta doctrina es importante también para una  recta dirección espiritual de los sacerdotes seculares y  para  la  misma  formación  de los alumnos en los seminarios. Porque es necesario que unos y otros  comprendan y estimen siempre el celibato no como un elemento extrínseco e inútil -una superestructura- sobreañadido a su sacerdocio  por  influencia  de  una ascética monacal o religiosa, sino como una conveniencia íntima de la participación del sacerdocio  en  la capitalidad  de Cristo  y en  el servicio  de la  nue­ va humanidad que en El y  por  El  engendra  y  conduce  a  la  plenitud».  Ibídem, p. 95

18.       La estricta necesidad de  vocación  sobrenatural  para  vivir  el  celibato  y la virginidad es una afirmación constante en la tradición ascética y teológica.

19.                   Y continúa: «Pero ¿cómo mantener un  celibato  de  dimensión  mística para un sacerdocio que no mantenga esa dimensión como primordial? Es imposible. Es deber nuestro restablecer la coherencia al mantener el valor del celibato: sólo se puede hablar un lenguaje de contenido místico cuando hay coherencia entre este lenguaje y aquello  que  define  la  misión  evangélica, cuando hay coherencia entre el celibato  como  valor  evangélico  y  la  formación dada en el seminario y la forma de vivir del sacerdote (...) Es preciso  aclararse: si no, nuestros silencios, nuestras matizaciones,  jamás serán suficientes para atajar la crisis de un clero  a  caballo  entre  un  celibato  de  tipo  reli­ gioso y una misión pastoral que, a los ojos de algunos, no comporta tal significación». M. GAIDON, Prétre selon  le Coeur  de Dieu, Paris-Montreal 1986,  pp. 76 y 78.

20.                   «Nous avons la l'epanouissement supr&me d'une pensée essentielle de Paul et des expressions qu'il a mises a son service. Union sacramentelle des corps des chrétiens au corps ressuscité du Christ; constitution par la  d'un Corps du Christ, qui est l'Église et se construit sans cesse; gouvernement et vivification de ce Corps par le Christ con u comme sa T&te, d'abord comme chef qui commande, mais aussi comme principe qui nourrit; extension de cette influence du Christ a tout l'univers qu'il porte en lui avec la divinité en un Plérome ou tout se réconcilie dans l'unité; enfin Plénitude de Dieu lui-m&me qui, par le Christ, est a la source et au terme de toute cette oeuvre de recréation...». P. BENOIT, Corps, Téte et Pléróme dans les építres de la captivité, en «Revue Biblique», LXV, 1956, pp. 43-44. Sabido es que la formulación «Cristo cabeza de la Iglesia» no aparece hasta las epístolas de la cautividad , -más en concreto, hasta Colosenses y Efesios- y constituye un precioso complemento de la concepción de la Iglesia como «Cuerpo de Cristo» que ya habíamos encontrado en las epístolas a los Corintios.

21.                   Cfr. G. ÜGGIONI, Il celibato sacerdotale: aspetti escatologici, en «Seminarium» XIX, 1967, pp. 807 SS. «Cio significa che solo la dove c'e sacerdozio cristiano e possibile una vocazione alla verginita, perche senza tale sacerdozio l'eunuchía, anche per motivo religioso, non sarebbe un vero servizio alla salvezza ed al Regno, e quindi  non  sarebbe  verginita  vera:  infatti  e  il  sacerdozio cristiano, inteso nel senso  piú  vasto,  che  abilita  un  individuo  al  servizio del Regno -come fu per Gesú Cristo-, e senza servizio  del  Regno  anche l'eunuchía piú generosa non e verginita». Ibidem, p. 820.

22.       PABLO VI, Encíclica Sacerdotalis coelibatus, nn. 54 y 58.

23.       GIOVANNI PAOLO 11, Udienza genera/e, mercoled1 18 agosto, n. 6, en Insegnamenti ... Libreria Editrice Vaticana 1982, p.  248. Cfr. et. sobre  el  mismo tema, Udienza genarale, mercoled1 25 agosto, Ibidem, pp. 284ss.

24.       CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El celibato como valor positivo del amor, cit., n. 71.  Y  continúa:  «El  seminario  debe  ser  una escuela  de  amistad;  debe  fomentar  la  fraternidad  a   nivel   incluso   humano;  de­ be tener confianza en ella y no perturbarla con insinuaciones injustas o de mal gusto. Una verdadera educación para el celibato debe estar enraizada profundamente en  la  fraternidad.  Una  vida  de  comunidad  fraternal,  armónica, laboriosa, llena de calor humano y sobrenatural,  difunde  entre  sus  miembros un sentido de distensión, de  equilibrio  y  de satisfacción,  que  sirven  co­ mo de vacuna contra el intento de  buscar  compensaciones  afectivas  fuera  de ella y hacen más difícil lamentar la renuncia  hecha  con  la elección  del celibato» Ibidem.

25.       G. CRUCHON, Celibato y madurez. La hora de la elección, en J. COP­PENS, o.e., p. 481

26.       «La crisis afectiva va a desarrollarse con el narcisismo, que se presenta primero con  un  carácter  más  sensual  y  solitario  y  se  transforma  después,  o se completa, en amistades de tipo homoerótico, en las que se hace una trasfe­ rencia de la imagen ideal de sí mismo a compañeros mayores o más  jóvenes, según que las frustraciones  o  afectos  de  la  infancia  hayan  hecho  desear  un tipo de ternura más  masculina  o  más  femenina.  A  veces  falta  tiempo  para salir de esta languidez, sobre todo  si  el  individuo  vive en  un  ambiente  cerrado, sin ocasión de. frecuentar la compañía de jóvenes de  otro  sexo  en  la  fa­ milia o en el colegio. (...)  La  vida en  un  ambiente  cerrado  a esta  edad,  plantea problemas de fijaciones autoeróticas u  homoeróticas,  que,  por  varios motivos, son más anormales». G. CRUCHON, ibídem, pp. 491-492. Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, o.e., nn. 61 y 63. En cuanto a la formación del carácter dice sabiamente Mons. A. del Portillo: «…cuando se habla de virtudes humanas como  parte  de  la formación  sacerdotal,  se  requiere  recordar   que  el  sacerdote,   por  ser   hombre,  debe  ser  varón y varonil en su carácter, en sus reacciones y  en su  conducta:  en su  vida  entera». A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el Sacerdocio, p. 25.

27.       Cfr. a este propósito el estudio ya clásico de Dom Matthaeus QUATEMBER, De vocatione sacerdotali animadversiones, Torino 1950.

28.       Jbidem, n. 38. Y añade poco después refiriéndose a casos singulares: «...será oportuno, e incluso a veces necesario, recurrir a remedios específicos: el examen psicológico del aspirante antes de entrar en el curso teológico; el consejo del especialista, incluso de carácter psicoterapéutico y la interrupción de los estudios eclesiásticos para adquirir la experiencia de un trabajo profesional». También había advertido sobre esto mismo, en un artículo publicado en 1955, Mons. Alvaro del Portillo: «Por eso -decía- es de recomendar, al servicio de una imprescindible selección previa, la consideración de la biotipología de los candidatos, dando la importancia que merece al estudio de los antecedentes familiares o personales que, de una forma u otra, sean indicadores de psicosis o sencillamente de personalidades psicopáticas, que,  aunque  a veces no aparezcan a simple vista, más tarde podrían salir de su latencia para exteriorizarse con rebeldía irreductible a toda formación que no fuese la sencillamente psiquiátrica, lo que lógicamente está al margen de la misión del seminario». A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, cit. p. 36.

29.       A. Boschi -citando a D. TOMMASSINI, Itinerario al sacerdozio, Milano 1950, pp. 264-265- hace notar el peligro de que «fissando eccessivamente l'attenzione dei giovani sulla castita, si deformi la loro coscienza delicata col renderla ipersensibilie, piena di paure e di ansie, invece di formarla a un dominio sereno di se e del senso. Vorremmo dire a questo riguardo, che la battaglia della castita deve essere combattuta dai giovani spensieratamente e disinvoltamente, senza affanni ed eccessive preocupazioni che dicono, piu o meno, mancanza di equilibrio e di normalita». Cfr. A. BOSCHI, o.e., p. 8.

30.       Ratio fundamenta/is Institutionis sacerdotalis, Roma 1970, n. 48.

31.       Ibídem, n. 43.  Y  continúa:  «Respetando  la  libertad  que  se  debe  dejar en el campo de la dirección espiritual, el  educador  deberá  convencer  y  exhortar a los jóvenes a tener un director espiritual al cual se confíen con toda sinceridad y confianza, pero, sobre todo, deberá procuraf perfeccionarse a  sí mismo de modo  que  merezca  y conquiste  su  estimación  y confianza.  Cuando el educador haya creado una atmósfera de recíproca  confianza,  podrá  desarrollar una obra de iluminación personal discreta y progresiva,  la cual  es  también una parte importante para la educación de la castidad...». Ibídem.

32.       Como ejemplo de la opinión contraria vid. J. GALOT, Prétre au nom du Christ, Chambray 1985.

33.       « ...las justas y sanas  relaciones  con  la  mujer  no  se  improvisan,  sino que se entablan a través de  una larga  y delicada  educación.  Así  pues, es tarea  de  los  seminarios  preparar  a  los  alumnos  para  los  contactos  personales  con la mujer, es decir, ayudarlos no sólo a  adquirir  el autodominio  sobre  las  pro­ pias relaciones afectivas en presencia de la mujer, sino también a hacerlos coa nocer lo que ella representa en el orden del espíritu. Esta preparación es necesaria al seminarista incluso para ahondar en su sentido  humano  y en  el tacto delicado que debe distinguir toda relación pastoral». CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, o.e., n. 60, ad finem.

34.                   CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La formación para el ministerio presbiteral. Plan de formación sacerdotal para los Seminarios Mayores, n. 216. Cfr. et., sobre la insoslayable función  de  los  medios  de  comunicación,  Ibídem, n. 89.

35.                  «Hay -y aquí el freudismo recobra sus derechos- bastantes  estados llamados 'espirituales' que apenas son otra  cosa  que  trasposiciones  sexuales.  Son más frecuentes las falsas sublimaciones que las verdaderas. Aquí los im­ pulsos cambian de color  y  etiqueta,  pero  no  de  naturaleza  y  de  nivel,  y  lo que se llama  ideal  no es  más que  la coartada  y  el disfraz  de un  instinto  que,   a pesar de ser rechazado y  desviado,  conserva  todas  sus  exigencias  y  busca, por otros caminos, una satisfacción disimulada y  bastarda.  (...)  El  santo  no  busca ninguna compensación imaginaria a la  extinción  de sus  apetitos  naturales: en el silencio y la  oscuridad  de  la  fe espera  la  compensación  sobrenatural. (...) El santo, puesto que está  perfectamente  libre  de  la carne  y  del  pecado, se inclina con más compasión que nadie sobre  esta  carne  y  este  pecado, rotas las cadenas que a ellos le ataban». G. THIBON,  La  crisis  moderna  del amor, Barcelona  1976,  pp. 84, 88-89,  91.  Cfr. et. K.WOJTYLA,  o.e.,  p. 157 ss.

36.       Cfr. J. MARTÍN ABAD, Celibato consagrado, en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Espiritualidad sacerdotal. Congres;;, Madrid 1989, pp. 392-397.

37.       CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA,  Plan  de  formación  sacerdotal para los Seminarios Mayores, cit., 153.

38.       G. THIBON, o.e., p. 98.