La muerte y su sentido: problemática humana y significación teológica II

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Escrito por Salvador Ros García
Publicado: 02 Mayo 2022

La muerte «revelada» de Jesús de Nazaret

En Jesús de Nazaret se nos ha  dado la posibilidad  de contemplar una imagen modélica: un hombre que libremente ha ido al encuentro de la muerte y en ella, saboreando toda la carga de negatividad que comporta el hecho de morir, ha consumado el gesto  propio de su  vida  como  entrega  libre  y  liberalmente  consentida. La suya no ha sido una muerte serena e impávida como la de Sócrates; tampoco una muerte estoica como la de Séneca;  ni  tampoco la  de un discípulo de Buda en quien la muerte de todo deseo le habría preparado el acceso tranquilo al nirvana... Jesús, en cambio, ni ha escondido su miedo delante  de  los  discípulos  ni  ha  reprimido  el  grito angustiado en el trance final  de  su  agonía.  Es  justamente  en  esta muerte en la que todo ser humano podrá reconocer  el  fondo  mismo de su experiencia; una muerte en la que han tenido cabida las dimensiones más humanas de la persona: el dolor, la angustia como horror vacui..., y también la libertad amorosa de la entrega.

Aparte de otros datos históricos, ciertamente escasos, el testimonio de la muerte de Jesús nos viene consignado con  mayor amplitud en los cuatro relatos evangélicos. Es claro que en  ellos no podemos encontrar las actas de un proceso jurídico, ni tampoco la crónica-reportaje  de  cuanto  ocurrió   positivamente   en aquella  muerte. Al ser estos relatos la narracción de una comunidad confesante,  la muerte que en ellos se nos describe está fuertemente teologizada [58]. Según esto parece que tendríamos limitado el acceso histórico a la muerte de Jesús, pues si la  que  nos cuentan  los  evangelios obliga a  ser   leída   como   un   relato   de   fe  para   la  fe  de  una comunidad, ¿quién nos dice, con juicio crítico, que Jesús ha vivido  su  muerte con radical autenticidad y que en ella ha desvelado  el sentido  último de la existencia humana? Si los pocos datos históricos que poseemos acerca de su muerte sólo nos dicen que fue una  muerte  violenta  (crucifixión  romana), ¿cómo saber con certeza histórica  que  él contó con ese trágico desenlace y que no le llegó a modo de sorpresa en una especie de emboscada? Esta y otras cuestiones, legítimas desde el punto de vista histórico (y también desde la fe para evitar irracionalismos), han abierto una historia de polémicas en el campo de la exégesis contemporánea: desde una radical desconexión entre el Jesús de la historia y el Cristo  de la fe  (Reimarus  y  teología liberal), pasando por la interpretación mítica (Strauss) para desembocar en el extremo opuesto del desprecio por las cuestiones históricas de Jesús (escuela bultmanniana) [59].

Rudolf Bultmann negaba la posibilidad de un acercamiento histórico a la muerte de Jesús. Con un radical escepticismo hacía de ella cuestión de un malentendido  político: si él sufre la muerte de un malhechor político y es difícil que esta ejecución pueda entenderse como la consecuencia íntimamente necesaria de su actividad, históricamente hablando se trataría de un destino absurdo; con lo cual afirma el autor: «la mayor desazón que siente el que quiere reconstruir el retrato de Jesús se debe a que no nos es dado  saber cómo comprendió Jesús su fin, su muerte... ¿ Le encontró un sentido? ¿Cuál? No podemos saberlo» [60].

Sin embargo, en la postura de Bultmann, más  que  una  verificación histórico-positiva (no es posible  saber  lo  que  ocurrió  en  la muerte de Jesús) hay una cuestión pre-lógica:  no  interesa  el  contenido histórico-objetivo del evangelio, sino sólo el kerigma, la proclamación de que Dios nos  ha  salvado  en  el  acontecimiento  pascual de Jesús. Por esto mismo,  porque  la  afirmación  bultmanniana  más  que negar la posibilidad histórica negaba la validez soteriológica de lo histórico (un dato que entra de lleno en su unilateral teología dogmática para  derribar  todos  los  modelos  anteriormente  construidos por la teología liberal de la Leben-Jesu-Forschung), quedaba todavía abierto el desafío para proseguir la investigación. Sus mismos discípulos  emprendieron  la  nueva  búsqueda [61]. Y, poco  a  poco,  se iba constatando que los  evangelios  sinópticos  tienen una  gran dosis de  tradición auténtica;  de modo  que  «los  evangelios  no  autorizan de ninguna manera la resignación  o  el  escepticismo.  Por  el  contrario, nos presentan la figura histórica de Jesús con una  fuerza  inmediata, aunque de manera muy distinta de cómo  lo  hacen  las  crónicas o los relatos históricos» [62].

Entre los estudios dedicados al análisis de la  muerte  de  Jesús, los más satisfactorios, sin  duda, han sido la  tesis de Hans  Kessler [63], y  el  libro  de  Heinz   Schürmann [64]. El primero, Kessler, intenta dar con los primerísimos fragmentos de la narración del Calvario (el relato más antiguo estaría construido por una serie de frases de Marcos,  todas  ellas  en  presente  histórico),  para  ir  señalando  después las distintas etapas de evolución e  intensidad  teológica  que  el dato de la muerte de Jesús ha ido recibiendo en la cristología neotestamentaria (desde una ausencia de mención  en la fuente Q hasta la lectura salvífica por  parte  de  Pablo) [65].  Schürmann,  en  cambio, tiene siempre de frente la refutación de Bultmann y de entre sus mismas ruinas, procediendo con rigor analítico (su método es la  conducta de Jesús en orden a  su  destino),  va  levantando  la  atalaya que nos permite ver de qué modo  Jesús  ha  arrostrado  su  muerte. Desde esta bipolaridad hermenéutica entre vida-muerte (lo que sabemos de su  conducta  nos  permite  esclarecer  lo  que  fue  su  muerte;  y a la inversa,  lo que  sabemos  de su  muerte  consuma  la  significación de su vida) es desde donde Schürmann puede afirmar que Jesús ha asumido activamente su muerte en su conducta [66], que ha ido a su encuentro en una actitud de pro-existencia  amante [67]  y  que,  en  el gesto profético de la cena  con  sus  discípulos  en  vísperas  de  su pasión, atribuyó a su muerte inminente un valor salvífica,  anticipando su significación en el lenguaje eficaz del gesto [68].

Desde esta afirmación histórica exponemos a continuación cómo Jesús realizó una muerte modélica:

a)   Podemos saber las razones que  pesaron  en  su  condena,  aunque en la sentencia, además de razones, entraron también odios e intrigas  (desde  los  recelos  por  parte  de las autoridades judías  hasta las cobardías del poder romano,  pasando  por  las  emociones  enfebrecidas de  la  masa  anónima):  un  falso  profeta  (sentencia  judía) llevado a las autoridades romanas como un   revolucionario  de masas para  que  le apliquen  la  condena  en  uso (crucifixión) [69]. Pero entre estas « causae crucis »,  que  llevan  a  Jesús  a  sufrir  la  prueba  límite de una muerte violenta, está el protagonismo de su propia libertad, mediante la cual mantiene una original pretensión, con radicalidad absoluta en su conducta,  y  de  la  que  no  se  desdice  en  ninguna  de las situaciones extremas a sabiendas del peligro en que pone su vida. Digamos, por tanto, que la causa de su muerte no  es  otra  que el conflicto de su vida llevado hasta  las  últimas  consecuencias;  pensar que le soprendieron en  la  casualidad  de  una  muerte  fortuita  es ignorar la actitud con que vivió su  vida.  La  muerte  de  Jesús  no  es sólo la resultante de simples factores intrahistóricos, es también la consecuencia última de su valiente actuación [70].

b)   ¿Cuál  es  el  contenido  de  esa  suprema  libertad?,  ¿cuál  es el conflicto de su vida que desemboca en  la  muerte?  No  se  trata de  un coraje momentáneo  ni  de  actitudes  estoicas  al  estilo  del  héroe rojo de  Bloch;  se  trata  de  una  suprema  libertad  prendida  a  una causa libremente amada: el Reino de Dios. En Jesús se da  de  modo libre y absoluto lo que Heidegger llamaba la «autodilucidación  del propio ser en vistas  a  su  proyecto»,  la  identificación  total  de  sí mismo con su pretensión, con la causa de  Dios  (la  basileia  tau Theou). Es ésta la magnitud que dinamiza  todo  su  ser  y  que  se traduce de inmediato  en  el  lenguaje  manifestativo  de  su  conducta; una magnitud tan  personalizada  que  en  ella  se  hacen  inseparables su persona y su mensaje; ser y misión totalmente unidos en la causa recibida. Esta es también la causa explicativa  de  su  conflicto  al anunciar la presencia de Dios  aconteciendo  en  su  persona:  «el  reino de Dios está en  medio de  vosotros»  (Lc 17, 21), con  perfecta cuenta de  la  novedad  y  riesgo  que  supone  tal  novedad:  « dichoso  el  que no se escandaliza de mí» (Mt  11, 6), y que, ciertamente, suscitó  las más graves sospechas entre sus contemporáneos: «blasfema  contra Dios» (Mc 2, 6).

Con  esta  categoría  del  Reino  de  Dios,  Jesús  está  diciendo  que lo único que le importa es Dios y  los  hombres,  la historia  ele  Dios con los hombres . Este y no otro es su asunto [71]. Tomando  de  este modo tan en serio la  causa  de  Dios  y  la  causa  del  hombre, Jesús hace de su vida una existencia-receptora (no se presenta como autoidentidad rígida y clausurada  sobre  sí  misma,  sino  como  realidad abierta y transparente; haciéndose  hueco, vacío  total ,  para hacer sitio a Dios totalmente )  y  una  libertad-libertada  (entregándose de lleno a una causa absoluta queda libre de las demás pretensiones intramundanas o egoísmos posibles y se hace libre para comprometerse en el mundo).  Obediencia  y  entrega  son  el  resumen de su existencia.

c)   Este nuevo modo  de  ser  y de  vivir Jesús  lo va  explicitando en el dinamismo de su conducta, con una conciencia clara  de autoridad referida siempre a la causa que trae entre manos [72], y con una singular  conciencia  de  filiación   respecto, de Dios a quieninvoca como «Abba» [73]. Desde  esta  señera  pretensión  de  hijo  Jesús  es,  en un  sentido  único  e  intransferible, el hijo  para  los  otros   hijos,  el hijo que debe hacer hijos a los otros; quien por su obediencia y entrega de sí mismo, en la totalidad de su libertad humana, revele la condición amorosa del Padre, la manera de cómo Dios existe para­los-otros [74]. Desde su autoconciencia  de hijo, Jesús define el ser de Dios por el dinamismo de su amor, con un rostro de  misericordia  y con una especial parcialidad por los pobres y pecadores.

En una sociedad teocrática como la judía, anunciar un  Dios  que vale también para los pecadores, para  los  fuera  de  la  ley,  cuestionaba toda la concepción judía de la santidad y justicia  divinas.  El término «pecador»  tenía una fuerte  connotación  sociológica  antes que  moral: pecadores eran los publicanos  por  su  colaboración con la potencia romana ocupante; pecadores eran los leprosos,  considerados como impuros;  los ignorantes,  pues  siéndolo  desconocen  la  ley y sin la ley no pueden salvarse; las prostitutas,  etc... Entre ellos y para ellos anuncia Jesús la causa de Dios con  parábolas y milagros, pero sobre todo con el gesto de sentarse a compartir su mesa (la comunión  de  mesa  para  un  oriental  significa  comunión  vida)  hasta el punto de que se  le  moteja  de  amigo  de  pecadores  y  publicanos (Mt 11, 19). Los motivos de  esta  predilección  se  asientan  no  en  que el pecado o la pobreza sean valores positivos en sí  mismos,  ni  tampoco en el carácter humanitario  de  Jesús,  sino  en  que  la  salvación que Jesús extiende de parte de Dios tiene un rostro de misericordia que sólo pueden comprender y acogerla los insatisfechos, los  desolados, los que tienen conciencia de necesitarla. Esta  actitud proexistente de Jesús, el ser-para-los-otros de parte de Dios y con  un amor desmedido, fue una  de  las  causas  que  le  hizo  desembocar  en la muerte.

d)   Llegados ya a su  muerte,  sabemos  que  fue  padecida  como un  destino  irresoluble e impuesta con toda su carga de  negatividad y de violencia,  que  murió  saboreando el amargor de una traición (Mc 14, 10 s.17.21.43-45) y el abandono de quienes parecían sus incondicionales (Mc 14, 66-72). Para Jesús la muerte fue sentida como una frontera  absoluta;  sólo  en  la  confianza  concedida  al  Padre  y  a su infinita justicia sobre las  fuerzas  del  mal  pudo  ser  asumida,  sin que esta religiosa abertura le mermara nada  de la  mortal  negatividad con que nos adviene a todos los humanos. ¿Cuál es, entonces, el protagonismo de Jesús en la situación última de su muerte? Nuevamente los contenidos de su libertad: está  viviendo  su  muerte  no desde la evidencia de que al final todo va a salir bien, sino desde la exigencia radical  de  su  vida, apostando de nuevo  por  la  fidelidad al Padre y a la misión que ha encarnado entre los hombres. Jesús muere como ha vivido (ha vivido literalmente desviviéndose en favor de la causa de Dios entre los hombres),  consumando  en  coherencia el sacrificio último de su muerte con el sacrificio existencial realizado en su vida; de tal modo que el acto de morir-por se entiende plenamente como desembocadura lógica de su vivir-por [75].

Pero ¿cómo Dios puede dejar ir a la muerte a quien ha vivido con radical autenticidad, comprometiéndose de modo tan absolutamente fiel por su causa? Más aún: ¿por qué permitió la  muerte injusta del hijo? y ¿por qué calló en su angustia?  Si  dejó  que Jesús saboreara la muerte en todo su amargor, si no le restó ningún sufrimiento humano ni  intervino  para  suavizarle  la  angostura  de su tragedia, no fue porque Dios no se percatara de ello o no pudiera librarlo de tales tinieblas, sino por respeto a la misteriosa libertad humana por la  cual el hombre es capaz  de  los gestos más  creativos y heroicos, pero también capaz del abuso y de la destrucción. Respetó al  hombre hasta  el punto  de que  no  abrió con violencia el  corazón endurecido para evitar  así  la  muerte  del hijo [76].  Y  si  Dios  calló  ante la súplica angustiada de Jesús (Mc 15, 33-34;  Mt  27, 45-47)  no  hay que ver en ello solamente el vacío  de  un  mudo  silencio,  sino  ante todo un espacio abierto para la respuesta del hijo que consuma definitivamente, en el sacrificio puntual de su muerte, la  entrega  existencial de su vida.

e)   En las manos de Dios ha ido  la  vida de  Jesús  a  la  muerte; mas su propia identidad y las reivindicaciones de su causa parecen perdidas.  La  causa  injusta,  los poderes del mal, han triunfado con la ejecución del  injustamente  condenado  a  muerte. ¿Quién  saldrá en su favor? ¿Quién le hará justicia a él y a su proyecto  liberador? La respuesta la dio Dios resucitando a Jesús de entre los muertos. Dios hace de este modo justicia  al  inocente: el  triunfo de  la justicia se instaura con el triunfo sobre la muerte, es decir, con la resurrección. Tenía que ser así; de otro  modo, o Dios no es amor, o Dios no es Dios, puesto que la muerte  puede  más  que  él  al  anular una causa auténticamente fiel.  Si  todo  se  hubiera  perdido  en  la muerte de Jesús, sería sin  duda  el  héroe  de  una  causa  noble,  pero uno  más  entre  los  muchos  ajusticiados  de  la  historia.  Los  poderes de  la  injusticia  y  de  la  mentira  habrían  hecho  inútil  la  utopía  de  su vida; todo reducido a una quimera. Más aún, su  vida  sería  un ejemplo  evidente  de  que  la  idea  de  Dios  es  una  ilusión  (Freud), una alienación (Feuerbach) y que los otros son  un  infierno  (Sartre). Pero Dios en verdad es amor, capaz de recrear  la  vida  que  le  había sido confiada; la idea de resurrección significa, pues, la identidad culminada (vida en plenitud) y la justicia a una fidelidad vivida [77].

Con el hecho de la  resurrección  Dios  reivindica  la  causa  de Jesús, avalando con su absolutez todos los contenidos de su proyecto liberador, revelando en ellos con carácter salvífico el sentido último de la vida humana: 1º)  que  el  fundamento  de la libertad  en verdad es el amor; así  lo  ha  mostrado  Jesús  en  el  ejercicio  de  los  actos más infalsificablemente humanos, en el servicio  desinteresado  a  la causa de Dios entre los hombres; en él se nos da la mostración apodíctica de la libertad humana: «nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18); «nadie  tiene  mayor  amor  que  el  que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13)... Quien ahora diga que «el hombre es una pasión inútil»  supone por  su   parte   un  insulto -cuando menos  una  terrible  ignorancia-  respecto  de  Jesús... 2°)  que el amor en verdad es más fuerte  que la  muerte;  si  Marcel  intuyó que  todo  amor  promete  perennidad  («amar  a  alguien  quiere  decir: tú no morirás»), en la amorosa fidelidad de Jesús se ratifica  plenamente: el amor que es autodonación  de sí no se borra y desaparece sin dejar huella; pese a su desamparada impotencia  termina  revelándose  más  fuerte  que  todo,  más  fuerte  incluso  que  la  muerte [78]...  3°) que por fin y en verdad hay una justicia para todos; si  en la historia no es posible una justicia  total, y  si  por  encima de  la  muerte no hay lugar  para  ninguna  victoria,  entonces  ¿dónde calmar  la sed de justicia  que  lleva  todo  ser  humano?  Aún  más:  si  la  historia  no es capaz de redimir  a  sus  muertos,  ¿quién  hará  justicia  entonces  a los  ajusticiados  de  la  historia,  a  los  que  han   muerto víctimas de las más terribles  injusticias perpetradas en la historia tales  como en Auschwitz o en Hiroshima,  por ejemplo?  Si no hay la posibilidad de una justicia para todos, vivos  y  muertos,  el  hombre  será  una pasión inútil destinada al  olvido  y  la  historia  queda  a  merced  de todas las tiranías posibles  por  parte  del  más  fuerte;  el  verdugo acabará  prevaleciendo   sobre  su  víctima   ya  que  ésta   se  pierde   en la muerte y la historia será pura historia de los vencedores.  O  hay victoria sobre  la  muerte  o  no  hay  victoria  sobre  la  injusticia;  o  se da la superación de la alienación más  radical  que  es  la  muerte  o no hay  proceso  de  liberación  eficazmente  humano  en  la  historia.  Esta es una de las grandes cuestiones que se  ciernen  sobre  la  praxis marxista: cierto que la historia es proceso  abierto  para  el  protagonismo humano,  y  que  la  utopía  es el  resorte  activo  que  acelera  todo lo transformable del proceso (Bloch); pero si  los  que  han  quedado atrás se han perdido y ya  no  cuentan,  si  son simplemente  la  escoria de la historia del mundo, entonces la historia misma  se  hace  antiutopía porque deja a sus hijos engullidos en  el  anonimato  de  la muerte; al  mártir  de  la  revolución,  al  héroe  rojo  de  Bloch,  no  se  le hace justicia llevando  flores  a  su  tumba o guardando un minuto de silencio en el aniversario de su muerte.

La injusticia perpetrada con Jesús (arquetipo de todas las injusticias de la historia) es clamor que exige justicia; y si  la injusticia le introdujo en el abismo de la muerte, sólo se  sobrepujará cancelando ésta con su reverso, la vida.  Esto  es lo  que explica el hecho de la resurrección de Jesús, el triunfo de la justicia de Dios como la única salida válida que rompe el cerco opresivo del mal y redime las injusticias de la historia.

Conclusión: En Jesús de Nazaret, «nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos (Rm 1, 3-4), se nos ha revelado el sentido último de la existencia humana y de la historia. Precisamente por su victoria sobre la muerte ha sido proclamado Cristo y Señor, salvador y liberador, porque siendo él mismo salvado de la más inícua acusación y liberado de la más extrema esclavitud ha dado origen a una nueva humanidad, permaneciendo él mismo como primogénito y arquetipo de esa nueva manera de ser hombre en la historia, ya que él ha roto desde dentro mismo de la condición humana nuestra impotencia abriéndola a la posibilidad de una  relación  infinita [79].

Definitivamente, pues, la salvación de Dios se ha dado en la solidaridad histórica de Jesús con los hombres; es precisamente la significación de esta eterna solidaridad de Jesús con nosotros lo que hace que su victoria sobre la muerte  tenga  una  validez  universal  para  todos los hombres, ya que su salvación se ha dado en el seno de la historia, en la entraña misma de los condicionamientos humanos (un salvador que sobrevolase angélicamente las simas de la condición humana no aportaría más que una salvación decretista, pero no rompería las alienaciones humanas); por otra parte  ha  sido  una  victoria que ha redimido a toda la humanidad de  la  historia (al descender Jesús al reino de la muerte se solidarizó de modo absoluto con los que yacían  sepultados  en  el  dominio  de la muerte,  pero al hacer saltar los lazos de ésta dejó redimido todo el  caudal  de  sufrimientos  destilado por milenios en la historia) [80], y definitivamente  con  esa  misma victoria ha desvelado el sentido último para la historia de la humanidad (la historia tiene  un  destino último, no es la evolución cíclica en la que todo se reitera sin cesar; el mismo Dios que en su amor recreó la vida de Jesús con una total plenitud existencial,  llevará también la historia hacia su realización definitiva en un  mundo  nuevo y una sociedad nueva).

La muerte como «misterio» del cristiano

Hemos visto ya de qué manera la muerte representa un problema para la vida humana, cómo por su carácter de ruptura pone en entredicho la  densidad  existencial  de  la  vida  (Sartre,  Gardavsky,  Schaff) y cómo a  la  vez,  por  su  carácter  inherente  a  la  vida  misma,  goza de una presencia axiológica en el proyecto vital de  la  existencia (Scheler, Heidegger, Machovec).  Vimos  después, en  el caso ele Jesús de Nazaret, que  la  muerte  no  es  un  hecho  neutro  que  se  dé  de modo unívoco para todos igual, sino que hay también  en  ella  un carácter de ambigüedad, puesto que se ha  evidenciado la posibilidad de un morir que es  capaz  de  sobrepujar  su  condición  alienante  y  que termina revelándose más fuerte que la muerte; no que la muerte pierda su carácter oculto o su dimensión  crítica  de  situación  límite, sino que por encima de su opacidad fenoménica, de su  densa  oscuridad, la entrega absoluta en la originalidad del amor, tal como  lo expresó Jesús de Nazaret, se ha manifestado como garantía  definitiva  de  victoria  sobre  la  muerte.  A  partir,  pues,  de  la  experiencia de Jesús  la  muerte  se  nos  muestra  en  cierto  modo  ambivalente,  en el sentido de que  hay  una  doble  posibilidad  para  la  muerte  humana: o morir la muerte «natural» de manera más o menos resignada, o morir la muerte «entregada» (y por ende «agraciada») de Jesús, llamado el Cristo.

Pero, ¿cómo vivir la nueva  muerte  de  Cristo?  ¿cómo  hacer llegar esta nueva posibilidad sin alienar el acto más infalsificablemente humano y que por  eso  mismo  exige  mayor  personalización? Por supuesto que no se  trata  de  hacer  de  la  muerte  de  Cristo  un calco o una repetición de todos sus fenómenos. Ni es posible (cada muerte lleva la firma de quien  la  vive)  ni  se  intenta  tampoco  la simple imitación; si fuera así, estaríamos echando a perder la transcendencia de la  muerte  de  Cristo  (el  hecho  de  que  fuera  repetible por otros le arrancaría a su muerte específica -el carácter salvífica definitivo- con la seguridad, además,  de  que  el  sujeto  humano  no vería en esa muerte  postiza  la  identidad  de  su  propia  muerte.  Se trata, por tanto, de representar, de hacer presente  en  nuestra  condición temporal los misterios de la vida de  Cristo.  De  este modo,  lo que es nuestra adhesión a él,  manifestada  con  una  existencia  cristiana, eso mismo nos llevará a un «conmorir» con Él. Se trata, en definitiva, de una apropiación de su muerte. Con ella no inficcionamos la  vocación  humana;  al  contrario,  queda  salvada.  Recuérdese que la muerte de Jesús fue culminación de su humanidad, libre y liberalmente consentida y que por ello resultó agraciada por Dios, convirtiéndola en el modelo arquetípico de la muerte más  humanamente realizable. Con lo dicho, esta  apropiación  de  su  muerte  nos lleva a realizar visiblemente en nuestra vida la eficacia salvífica  de su muerte [81].

Esta  apropiación  de la  muerte  de Cristo es,  por  tanto, la nueva magnitud axiológica, la más absoluta y envolvente, que el cristiano introduce   en  toda   su   trayectoria   existencial [82]. Con  la   densidad de tal magnitud, la muerte humana pierde el aguijón que  hacía  de  ella algo problemático para la existencia y pasa a convertirse en signo prognóstico, en misterio, que da a la vida un carácter de itinerario pascual hasta configurarse definitivamente con Cristo muriendo también una muerte como la suya [83].  Ir,  pues,  cursando  la  muerte  de Cristo nunca podrá ser una  bella  idea  que  el  cristiano  deba  guardar en el fuero de  su  conciencia,  será  siempre  una  realidad  existencial en la que,  quedando  afectados  todos  los  dinamismos  de  su  ser,  todas sus relaciones, el cristiano la hará traducible de modo sacramental y virtual. Veamos  brevemente  este lenguaje  a  través  del cual se hace visible o manifestable la realización  existencial  de  la  muerte de Cristo, operante en el cristiano.

Cuando decimos que los  sacramentos  son  cauces  de gracia  para el cristiano porque reciben su eficacia de la  muerte  de  Cristo,  estamos diciendo que a  través  de  esas  mediaciones  visibles  que  tienen un carácter pascual el  cristiano  establece  una  conexión  con  el misterio salvífica de aquella muerte.  Esta  conexión  es  particularmente clara en tres de ellos: bautismo, eucaristía y unción  de  enfermos; los tres señalan  y  consagran  el  comienzo,  el  medio  y el fin de la vida cristiana como apropiación de la muerte de Cristo:

a)   La vida cristiana se origina en las aguas del bautismo, significando  en  ellas  el  paso  de  una  antigua  condición  de  pecado (el hombre clausurado egoístamente sobre sí mismo) a una configuración con Cristo.  Con  la  fuerza  expresiva  del  signo  sacramental se va realizando a lo largo del rito bauüsmal la escenificación de una imagen de muerte: la inmersión  simboliza  una  sepultura,  el  ele­ mento del  agua  es  a  un  tiempo  símbolo  de  muerte  y  regeneración, y el significado sacramental es que el hombre muere al pecado para caminar a una vida santa [84]. La expresión plástica del rito hace visible el comienzo pascual del cristiano naciendo de las aguas bautismales con el sello de la muerte de Cristo (Rm 6, 3), para ir configurándose existencialmente con él. Por tanto, además de  comienzo de la vida cristiana, el bautismo es también el comienzo sacramental del morir cristiano.

Esta muerte mística del bautismo va siendo ratificada  a  diario  en la mortificación, en la adhésion incondicional a Cristo. El  sentido de la mortificación el contenido de la ascesis cristiana, no será nunca un código normativo de abstenciones o de imposiciones venidas de fuera, ,sin o antes que nada la presencia activa de esta apropiación de la muerte de Cristo que el cristiano ha hecho en su bautismo y que a lo largo de  la  existencia va  desarrollando  como un aprendizaje del morir en Cristo.  Por  último, la  muerte  mística del bautismo hace también relación a la muerte real  del cristiano; ésta no será otra cosa que la realización última del con-morir con Cristo que prometimos y previvimos en la forma de signo sacramental en el bautismo y que  existencialmente  fuimos  desarrollando hasta por fin entregar la vida definitivamente en las  manos  del  Padre.

b)   El cristiano renueva su apropiación de la muerte de Cristo  en la celebración de la eucaristía, que es la  renovación,  el memorial, de la muerte del Señor; participando en ella anuncia gozoso la muerte salvífica de Cristo y a la vez asimila progresivamente  ese  acto de morir tal como  se  dio  en  El.  Si  los  sacramentos,  en cuanto que son signos eficaces, obran lo que representan, éste (la eucaristía), que representa el memorial  de la  muerte del Señor, ha  de obrar en quien lo recibe la muerte por él  representada;  es  decir,  el cristiano renueva la verdadera apropiación de la muerte de Cristo en lo que es memorial de esta muerte, la eucaristía. Lo que en este misterio hacemos -dice  Rahner-  es  la celebración  sacramental  de la muerte de Cristo, y lo que en este misterio  recibimos  es  la gracia que en su muerte se hizo nuestra [85].

Eucaristía y vida cristiana quedan también íntimamente conexionadas: la muerte apropiada (hecha propia) en el misterio celebrado se desarrolla luego en la actividad del morir existencialmente incorporado al misterio de  Cristo,  para  consumar  definitivamente en la muerte real la plenitud de lo celebrado en la eucaristía [86].

c)   Si el bautismo fue el comienzo sacramental del morir  cristiano, y la eucaristía la fuerza que le ha ido permitiendo al cristiano activar  esa  muerte  durante  la  vida ,  ahora,  la  unción   de   enfermos le consagra para morir ya definitivamente la nueva muerte de Cristo. Dijimos antes cómo los dos primeros, bautismo y eucaristía, en su visibilidad sacramental, tenían una clara referencia a la  muerte  de Cristo; el sacramento de la unción la tiene sobre  todo por la situación o coyuntura especial en que es administrado: la  enfermedad corporal del hombre  como  situación  crítica;  por  esto  mismo,  la unción es  el  sacramento  de  la  situación  última.  En  el  espesor  de esta situación límite, sentida con la inevitable carga  de  dolor, incluso con el temor a  caer  en  el  vacío,  en  el  abismo  sin  fondo,  la  unción es para el cristiano la fuerza de Cristo, el poder de su gracia,  que le sostiene en la prueba última de su vida y le alienta a consumar, nuevamente en la generosa  libertad,  la  última  acción  en  comunión con Cristo  para  entrar  en  la  vida  de  Dios.  Y  así,  muriendo  libre, fiel y confiadamente, el cristiano estará  haciendo  algo  que  sólo  por esta gracia de Cristo puede hacerse; lo sepa o no,  muere  la  nueva muerte de Cristo, puesto que «sólo  esta  muerte  nos  mereció  esta gracia  y  sólo  ella  libera  nuestra  muerte  y  la  introduce  en  la  vida  de Dios» [87]

d)   ¿Hay algún otro sacramento  que  manifieste  más  plenamente  la  íntima   conexión  entre  realización ritual   y aplicación subjetiva, entre muerte sacramental de Cristo y muerte virtual del cristiano? De otro  modo:  ¿existe  un  morir  en  el  que se evidencien la  libre libertad humana y la fe auténtica? Sí, el martirio;  donde la libertad es más  libremente  amada  y,  precisamente  por amor,  se tiene el valor del gesto más gratuito que es entregar  la vida . El martirio no es nunca una muerte suicida; el suicidio es cobardía, nunca libertad aunque libremente  se  realice;  precisamente  porque la libertad y el amor no apuestan  por  la  vida,  es  lo  que  hace  que el  suicidio sea una traición a la creatividad y a  la  fidelidad,  a los  contenidos más densos de la vida humana; el martirio, en cambio, es  la muerte libremente fiel; en ella la violencia que lo provoca es sólo artificio que no logra  diluir  la  presencia  de  esta suprema  libertad. Una muerte así es la realización modélica del morir cristiano; es  la «buena  muerte»  convertida  en  testimonio  de la  buena causa; es definitivamente «el bello testimonio» (1Tm 6, 13), la armónica coherencia de la verdad  interior  con  su  manifestación  externa.  En ella, la gracia se hace más  claramente  visible,  el amor  se  hace digno de  fe  y el mártir realiza el  mayor de  los  signos  sacramentales,  el «supersacramento», el único en el que no puede ponerse  óbice  por parte de quien lo recibe [88].

Aunque la muerte martirial no sea hoy una realidad muy común (ciertamente, todavía hay zonas conflictivas -desde las iglesias del silencio en los regímenes totalitarios del este, hasta la praxis liberadora en los países latinoamericanos- donde el  grito  por  la  libertad o la denuncia profética de las  injusticias  está  llevando  a  no pocos a situaciones de sangre); sin  embargo, no  por eso el cristiano ha perdido la posibilidad de testimoniar la «buena muerte» en la buena causa: confesar  que Jesús llevó  a culminación  su  humanidad y por eso mismo salió victorioso sobre la muerte, significa para el cristiano creer que el  dolor,  la  alienación  y  el  sinsentido  pueden ser aniquilados, afirmando precisamente -como Jésus lo hizo- la libertad y el amor frente a los poderes del mal que  siembran  la muerte (alienaciones, injusticias) sobre los desventurados de este mundo. La fe cristiana, lejos de ser un coto privado, defenderá así la causa de la vida, que a todos interesa porque a todos abarca.

* * *

Después de haber levantado acta de las distintas tanatologías contemporáneas, en la que  hemos  incluido  la  muerte  salvífica  de Jesús de Nazaret y tras ella la consiguiente valoración cristiana, terminamos aquí con la cuestión que ya iniciamos  en las  primeras  páginas sobre  el  sentido  de  la  muerte  que  de  modo  inevitable  pone  fin a  la  existencia  temporal  del  hombre.  Por  una  parte  ha  quedado clara la honestidad de las ofertas antropológicas tratadas. Tanto el existencialismo como el marxismo humanista han sobrepasado  la postura que reducía la muerte a mera positividad  biológica  y  han tratado de rellenar con sentido antropológico  la  aparente  negatividad del hecho. Tales ofertas han venido a confirmar que la muerte no sobreviene de modo extraño al individuo sino que está insertada en  el  mismo  estatuto  antropológico  y   que  anticipadamente  puede ser asumida por el  hombre  con  el  mismo  sentido  que  haya  dado  a su existencia. Con lo  cual  no  hay  muertes  anónimas,  todas  llevarán la  firma  de  su  autor.  Por  otra  parte  las  nuevas  tanatologías  vienen a confirmar el carácter crítico de la muerte sobre la existencia del individuo, de tal manera que todos los proyectos existenciales que pretendieran ignorar el hecho de  la  muerte, sin ofrecer  una  respuesta de sentido, se harían radicalmente inexistenciales.

Vimos después la novedad de la respuesta cristiana. El hombre incorporado existencialmente a Cristo muere como ha vivido, en clave de transcendencia y participando de la misma victoria de Cristo sobre la muerte. El sentido cristiano de la muerte es la resurrección; que nada de lo más humanamente vivido por el hombre en el dinamismo de su amorosa libertad permanecerá en el abismo de la muerte porque Dios, el creador de la vida, ha manifestado en Jesús de Nazaret su pasión por el hombre vivo (la gloria de Dios -decía  san lreneo-  es que el hombre  viva).  La  categoría de la resurrección es la novedad cristiana; no es una ideología más en el campo de las hipótesis, sino una verdad de fe, lo cual significa que no se llega a ella por el procedimiento de una conclusión racional sino tle una decisión personal  ante lo que es oferta victoriosa de Jesús de Nazaret. Y creer en la victoria sobre la muerte jamás podrá ser una evasión desacreditadora de lo temporal; al contrario, llevará al cristiano a esperar la resurrección operándola (la esperanza cristiana jamás es pasiva; acelera lo que cree para alcanzar lo que espera). De este modo, la victoria sobre la muerte, la resurrección, se presenta como la lógica consecuencia del empeño más humano del hombre que es la gratuidad del amor manifestado en la existencia.

Concluyendo: la  afirmación  que  demos  sobre  la  muerte  gozará de credibilidad si surge de la  afirmación  de la  vida,  de  esta  vida  y  del sujeto que la vive.  La  afirmación  más  absoluta  es, sin  duda, que el amor es más fuerte que la muerte.  Y  la  vivencia  de  esta  afirmación en  el  ahora  de  la  existencia  temporal  es  lo  que  hace  legítimo e  inteligible  el  postulado  de  la   resurrección  (Mt.  25,  31 ss.;  1Jn 4, 7 ss.). Esta y no otra es  la  buena  noticia  cristiana  y  la  vocación más absoluta del hombre. No es extraño,  por  tanto,  que  la  conclu­ sión se haga radicalmente  evidente:  quien  ama  vive  y  «  quien  no ama permanece en la muerte» (1Jn 3, 14).

Salvador Ros García, en dialnet.unirioja.es

Notas:

58    El transfondo desde el cual quedan iluminados los distintos relatos evangélicos es que el  Jesús  crucificado  «resucitó al tercer día, según  las  Escrituras» (1Co 15, 4; Lc 24, 34).  Desde  esta  óptica se recuerda al Jesús que fue a la luz del Jesús que vive; y en ese  luminoso contraste,  entre  lo  vivido  ahora y lo convivido antes con él, se hace la necesaria memoria de lo que fue  su vida y de lo que fue su muerte.

59 Toda la historia de la investigación sobre la vida de Jesús (desde el «colosal  preludio» de  Reimarus  hasta  Wrede)  la  ha  recopilado   su   gran   historiógrafo ALBERT ScHWEITZER, Geschichte der  Leben-Jesu-Forschung,  Tübingen  1913. Una buena síntesis de esta problemática: CARLOS PALACIO, Jesucristo, historia e interpretación, Madrid 1978, 23-57.

60    R. BULTMANN, Das Verhiäiltnis der urchristlichen  Christusbotschaf zum historischen Jesus, Heidelber g 1960, 11 s.

61    El nuevo punto de arranque lo marca E. KÄSEMANN en 1953, con su conferencia  El  problema  del  Jesús  histórico,  ante  la  asamblea  de  antiguos  alumnos de Marburg . La conferencia está recogida en E. KASEMANN, Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 159-189.

62    G. BORNKAMM, Jesús de Nazaret, Salamanca 1975, 24.

63    H. KESSLER, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu, Düsseldorf 1971; cf. J.-1. GONZÁLEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, en Selecciones de Libros 18  (1972)   341-349.

64    H. SCHÜRMANN, Comment Jésus a-t-il vécu sa mort?, París 1977.

65    Ciertamente que ha sido Pablo el autor neotestamentario que más  fuertemente ha teologizado el hecho  histórico  de  la  muerte  en  cruz.  Para  Pablo resulta  más  significativo  el  morir  en cruz que el hecho de morir. Al tratarse de una muerte necia y escandalosa,  Pablo  no  quiere  que  se elimine  este  carácter de maldición y escándalo; precisamente desde el dato de la  cruz  presentará  la justicia  de Cristo frente a la justicia de  la ley, y la «stultitia  crucis» frente a la sabiduría corintia. Toda una «Theologia Crucix» a través de estos textos paulinos:  Rm 6, 6;  1Co 1,  13.17.18.23; 2Co ,  2.8;  2Co 13,  4; Ga  2, 19; Ga 3, 1.13; Ga 5, 11.24; Ga 6, 12.14; Flp 2,8; Flp 3, 18.

66    H. SCHÜRMANN, o. c., 51.

67   Ibid., 61.

68    Ibid., 78.

69    Los cargos del  proceso  parecen  ambigüos.  Propiamente  uno  no  sabe  de qué se  le  acusa  ante  el  sanedrín  si  seguimos  el  relato  de  Juan,  ni  por  qué  le ha condenado  Pilato  si  seguimos  los  relatos  de  Marcos y Mateo.  El  conjunto  de los textos permite concluir la existencia de dos procesos sucesivos. La importancia  de  cada  uno de  ellos  varía  según  los narradores.  Juan  no  menciona al sanedrín, en cambio el  proceso  ante  Pilato  es  descrito  con mayor detalle. Mateo y Marcos abrevian el juicio romano e insisten en el proceso judío. Parece que el proceso ante el sanedrín (Me. 14, 53-65)  jugaron  dos  cosas:  la  cuestión mesíánica  y  la  palabra  de  Jesús   contra   el   templo.   Con  ello   se  quería   probar que  Jesús  era  un  falso  profeta  y  blasfemo,  contra  lo  que  existía  la   pena   de muerte (cf. Lv 24, 16; Dt 13, 5; Dt 18, 20; Jr 14, 4 s.; Jr 28, 15-17; cf. J. JEREMÍAS, Teología  del   Nuevo  Testamento  I, Salamanca  1978,  99 ss.).  Como  en  aquel  tiempo  el sanedrín mismo no podía ejecutar la pena de muerte, se llegó a una mañosa colaboración con la potencia romana;  de  este  modo  Jesús  cayó  entre  el  aparato de los poderosos (Cf. WALTER KASPER, Jesús, el Cristo , Salamanca 1982, 138-140).

70    Resultaría incomprensible su muerte sin  ese  conflicto  mantenido  de  por vida con la ley y sus representantes. Su  muerte  fue la realización de la maldición de la ley: «fue contado entre  los  impíos » (Lc 22, 37). Seguramente el motivo que aduce el evangelio de Juan para la  condena  de  Jesús,  con  unos  u  otros  términos,  responde  a  esa  situación  de  fondo: «nosotros  tenemos  una  ley y segun esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19, 7; Jn 10, 33).

71    «La  perspectiva  teológica es la única justa al enfrentarse con la persona y la causa de  Jesús»  (W.  KASPER,  o. c.,  85). Al  perder  esto  de  vista  es  por lo  que  se   originaron,  a  partir   de  Reimarus,   las   distintas   imágenes   mesiánicas  del  Jesús   prepascual,   resultando   éstas una mera proyección  de los deseos de sus autores. Así nacieron las  tesis  del  Jesús  zelote o las del agitador  político fracasado: S.G.F. BRANDON, Jesus and the  zealots.  A study  of  the  political  factor in primitive christianit y, Manchester 1967; J. CARMlCHAEL, The Death of Jesus, London 1963; K. KAUTSKY, Orígenes y fundamentos del Cristianismo, Salamanca 1974...  Imposible olvidar la perspectiva teologal (la  causa de  Jesús era  el  dominio  real  de  Dios ,  su  reinado).  Esta es la idea central de la predicación de Jesús por la que es  soportada y esclarecida la totalidad de su mensaje. Por él ha vivido y por él también ha muerto.  Cf.  J. JEREMIAS, Teología  del  NT.,  119;  R. ScH NACKENBURG, Reino y rainado de Dios , Madrid, 1970, 67.

72    Esta  conciencia  de  autoridad  viene  expresada  con  la  fórmula del yo enfático «pero yo os digo» que no tiene paralelismo en la literatura veterotestamentaria o rabínica. Encontramos dicha fórmula trece veces  en  Mc;  treinta  en Mt; seis en Lc y venticinco en Jn.

73    La   designación    de   Dios  como  «padre»  (Abba)  aparece  en  los  evangelios 170 veces,  con una tendencia clara de la tradición de poner en labios de Jesús tal designación. G.  BORNKAMM,  Jesús  de  Nazaret,  134: «Dios está cerca, tal es el secreto del nombre 'Padre' en los labios de Jesús»; OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret. Aproximación a la cristología, Madrid 1975, 109: «detrás de la palabra nueva se esconde una realidad   nueva: El es el testigo verdadero y el amén de Dios»; W. PANNENBERG, Fundamentos de  cristología, Salamanca 1974, 284; J. JEREMIAS, Palabras desconocidas de Jesús,  Salamanca   1979; ID., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1982, 65-73; E. SCHILLEBEECKX,  Gesit,  la  storia  di  un  vívente,  Brescia  1976,  262-278.

74    La  abertura sin reservas de Jesús a  Dios presupone la abertura de Dios al mundo. La pro-existencia  de  Jesús  (su  condición  esencial amor constante y fidelidad inconmovible para los hombres). Cf. H. SCHÜRMANN, o. c., 164 ss.

75    Las fórmulas hyper (por, en favor de) que los exégetas  estudian en el contexto de la cena de Jesús (Lc 22, 19 par; cf. Mc 10, 45) y en  los  estratos primeros de la tradición (1Co  15, 3-5;  iCo 11,  24)  están  profundamente  enraízadas en la vida del Jesús terreno. Mientras que para  la  exégesis  francesa  estas  fórmulas son claramente prepascuales, serían ipsissima verba Iesou (J.L. CHORDAT, Jésus devant sa mort. Dans l'évangile de Marc, Paris 1970; A. GEORGE, Comment Jésus a-t-il per u sa mort, en Lumiere et Vie 20 (1971) 34-52; MARCEL BASTIN, Jésus devant sa passion, Paris 1976, 83), en cambio para la exégesis alemana no ofrecen ninguna validez histórica (HANS CONZELMANN, Zur Bedeutung des Todes Jesu . Exegetische Beitriige, Gütersloh 1968). Algo hace sospechar que también en la exégesis histórica  se  dan  posturas  subjetivas:   la  exégesis   francesa   cree  poder  decir que «sí» donde la exégesis alemana  cree  deber  decir  que  «no»,  con  lo  cual  ambas son posiciones teológicas que condicionan saberes llamados científicos. Cf. J.I. GONZALEZ FAUS, Problemática en torno a la muerte de Jesús, 338-341. Una de las exégesis más satisfactorias, H. KESSLER, Die theologische  Bedeutung  des Todes Jesu, 282-285, afirma  que estos  logion son  claramente  pospascuales;  mientras  que a E. SCHILLEBEECKX, Gesú, 304, le hace suscitar esta pregunta: «¿no será que la expresión de redención por muchos 'tiene  algún  fundamento  histórico  en  alguna palabra de Jesús que interpreta su muerte futura?». Por  otra  parte  J.  JEREMIAS,   Teología  del  NT,  337 cree  poder  afirmar  que  con esta  expresión Jesús « sabe  que  es  el  siervo de Dios  que  va a  la  muerte  vicariamente».   Véase   también H.  SCHÜRMANN,  Comment  Jésu,  105 ss.;  ID.,  Palabras  y  acciones  de  Jesús  en la última cena, en Concilium 40 (1968) 639-640. Al  margen  de  la  polémica  exegética, debemos hacer una   observación: en el hecho de morir-por, la teología clásica acumuló sobre la muerte de Jesús su virtualidad salvífica. Pero ya que la existencia de Jesús ha sido toda ella salvífica  (vivir-por  =  vivir  des-viviéndose)  y su  muerte ha sido la culminación de un proceso vital  coherente,  mejor  sería  decir  que  lo  que  Jesús  ha  realizado  en su vida y en su muerte ha sido todo ello un  sacrificio  existencial.  No  sólo  su muerte es sacrificio redentivo, también su vida.

76    RICARDO BLAZQUEZ, Dios entregó a su  hijo  a  la  muerte,  en Communio, 1 (1980) 27.

77    La idea  de  resurrección  de  que  habla  el  kerigma  apostólico  está  situada en un  inequívoco  contexto  de  vindicación;  Dios  que  hace  justicia  al  inocente. Ya en  el  antiguo  testamento fue este mismo contexto vindicativo, ocasionado por la experiencia del martirio de  los  macabeos  (2M, 7),  lo que  hizo  saltar  la fe en un más allá de la resurrección (athanasía); dar la vida por Dios  no  puede quedar sin recompensa pues siendo él un Dios fiel no puede dejarse ganar en generosidad. No se trata de un cálculo  comercial  -como  pretendía  ver  Bloch-, sino de una relación interpersonal profunda en  la  que  el  amor  es  tan  gratuito como gratificante, en la que por amor se confía la vida  al  más  digno  de  confianza, a quien la puede recrear de nuevo.  El Dios de  la  Biblia , el Dios  de  Jesús, se define siempre por su amor constante y fidelidad al hombre. No « Dios  o  el amor» que Feuerbach presentaba como  alternativa  de  absolutos  para  defender luego la tesis de que «el amor supera a Dios». (L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Salamanca 1975, 100) ... Resulta desalentador que el marxismo humanista, tras haber recuperado varias categorías bíblicas centrales (amor, esperanza), sin embargo sigan aferrados a negar dogmáticamente cualquier posibilidad de Dios; más aún, que no hayan querido reexaminar la categoría Dios y la continúen utilizando en su versión pagana, como alienación usurpadora del hombre.

78    J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Contenidos fundamentales de la salvación cristiana, en Sal Terrae 69 (1981) 203.

79    Cf.  Rm  5, 12-21;  8,  29;  1Co  15, 45-47;  Col 1, 15.18;  Hb 2, 9-11;  Ap 1, 5. ANDRES TORRES QUEIRUGA, Recuperar la salvación. Para  una  interpretación  liberadora de la existencia cristiana, Madrid 1979.

80    En este  contexto  se  hace  teológicamente  claro  el  significado  del  credo cuando habla del «descensus ad ínferos»:  Jesús,  en  su  muerte  y  por  su  resurrección, verdaderamente  se  solidariza  con  los  muertos,  fundando  así  la  verdadera  solidaridad  entre  los  hombres  más  allá  de  la  muerte.  Cf.  W.  KASPER,   Jesús, el Cristo, 278 ss.; H. VORGRIMMLER, Cuestiones en torno al descenso de Cristo a los infiernos, en Concilium II (1966) 140-151; J, RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1976, 256 s.

81    Nos situamos de lleno en la teología eminentemente paulina: el cristiano configura toda su vida unido existencialmente a Cristo; si vive como  él  en  la originalidad  del  amor  haciendo  de  su  existencia  un  co-existir   con  Cristo,  entonces también su  muerte  será  un  con-morir  con  él,  con  la  certeza  de  que  quien rescató  la  vocación  originaria  del  hombre  como  ser-para-la-vida,  hará  de  esta muerte  asociada  el  tránsito  hacia  la  comunión  en  la  misma   vida  de   Dios.  Cf. KARL RAHNER, Sentido teológico  de la muerte, Barcelona  1965, 76:  «Hay un  'morir en el Señor' (Ap 14,  3;  1Ts  4,  16;  1Co  15,  18).  Hay  un  conmorir  con Cristo que da la vida (2Tm. 2, 11; Rm 6, 8) ». ld., Sobre la relación  entre  la naturaleza  y  la  gracia,  en  Escritos  de  Teología  (=  ET),  I,  Madrid  1963,  325-347; La resurrección de la carne, ET, II, Madrid 1963, 209-223;  La  vida  de los  muertos, ET, IV, Madrid 1964, 441-449; El escándalo de la muerte, ET,  VII,  Madrid  1969, 155-159; La  experiencia  pascual,  ET  VII, 174-182;  Sobre  el  morir  cristiano,  ET, VII, 297-304. Véase también J.L. RUÍZ DE LA PEÑA, Perspectiva cristiana  de  la muerte, en Iglesia viva 62 (1976) 137-151; SILVANO ZUCAL, La Teología della morte in Karl Rahner, Bologna 1982.

82    La expresión heideggeriana de la muerte como  presencia  axiológica  de  la vida ha sido recogida  por  Rahner  y rellenada  con esta  nueva  densidad  salvífica: la presencia axiológica  de  la  vida  del  cristiano  es  la  apropiación  de  la  muerte de Cristo (Sentido teológico de la muerte, 49 y 76). Sólo así se hace posible verdaderamente el hecho  de  «pre-cursar  la  muerte  en  la  existencia» (el  individuo ya sabe de su muerte: que es tránsito y no final, que termina con su estado de viador y que le lleva a la existencia definitiva); con lo cual también se hace verdaderamente  posible el « correr  al  encuentro  de  la  muerte »  y  no  porque  a ello le anime  una  angustia  (Heidegger),  una utopía (Bloch) o una pulsión clave de la subjetividad (Garaudy, Gardavsky); sino porque en la victoria de Cristo descansa su garantía de que la vocación humana no es un ser-para-la-muerte, sino un ser-para-la-vida que no se pierde en la muerte.

83    El cristiano muere como muere Cristo . Véase el paralelismo entre la muerte de Jesús (Lc 23, 34.43-46) y la muerte de Esteban (Hch 7, 56-60). En ambos se trata de una muerte amorosamente vivida, reiterando el perdón a los hermanos y entregando el espíritu a las  manos  de  Dios  (Jesús  lo  pone  en  manos del Padre y Esteban lo  envía  a  manos  de  Jesús,  a  quien  se  le  ha  dado  el  poder de vivificarlo nuevamente).

84    El vínculo entre el misterio pascual de Cristo y el bautismo se hacía evidente e inteligible por el mero hecho de administrar el bautismo en el curso de la vigilia pascual. Para los bautizados, el misterio de  Cristo  muerto  y  resucitado se hacía realidad presente. Cf. A. HAMMAN, El bautismo y la confirmación, Barcelona 1973, 185.

85    K. RAHNER, Sentido teológico..., 84.

86    IGNACIO DE ANTIOQUIA, en su Carta a los Romanos IV, 1, presenta la inminencia de su muerte  martirial  con  términos  eucarísticos:  «Dejad  que  sea  pasto de  las  fieras,  ya  que  ello  me  hará  posible  alcanzar  a  Dios.  Soy  trigo  de  Dios y he  de  ser  molido  por  los  dientes de las  fieras, para  ser  pan limpio  de  Cristo».

87    K. RAHNER, Sentido teológico..., 96.

88    La tradición de la Iglesia ha visto  esto  claro  cuando  otorga  a  la  muerte martirial la misma virtud justificante del bautismo. «No puede,  pues  llamarse sacramento  en  sentido  usual  al  martirio; pero el negarle este nombre no significa que es menos que un sacramento, sino más...  Aquí  el  sacramento  válido  es siempre  fructuoso  para  la  vida  eterna»  (K.  RAHNER, Sentido  teológico,  110-111.