Newman, en busca de luz

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Escrito por Lutgart Govaert
Publicado: 09 Mayo 2022

El título de estas páginas puede ser  considerado  la  síntesis  de  una vida. La vida de un hombre que, desde su  juventud,  percibió  la  luz  divina  en una profunda experiencia y que respondió a la llamada de esta luz con sinceridad, fielmente, con plena conciencia y perseverancia; pero no sin sombras o dificultades.

En primer lugar, ¿quién era este hombre? El mismo John  Henry Newman respondió a esta pregunta. Leamos las primeras líneas de sus memorias autobiográficas:

«John Henry Newman, el sujeto de esta memoria,  nació  en  la 'Old Broadway Street' en la ciudad de Londres el 21  de  febrero  de 1801, y fue bautizado en la iglesia de St. Bennet Fink el 9 de abril del mismo año. Su padre fue un banquero de Londres, cuya familia  venía  de Cambridgeshire. Su madre era de una familia protestante francesa, que salió de Francia hacia este país debido  a la revocación  del Edicto  de Nantes» (A. W. 29).

John Henry fue el primogénito de una numerosa familia. Tenía 5 hermanos, Charles y Francis, y tres  hermanas,  Harriet, Jemina  y  Mary. El negocio de su padre era próspero, y la familia vivió sin apuros económicos. John Henry Newman recordó siempre  una infancia  muy  feliz en un círculo familiar muy unido.

En las memorias de sus primeros años hay un punto digno  de  mención. En la Apología, escrita  cuando  tenía  63 años,  y  en  la  que  habla  de sí mismo muy a menudo, podemos leer:

«Hubiera deseado que los cuentos de 'Las Mil y una noches' fueran verdad: mi imaginación gustaba de influencias desconocidas, 'de poderes mágicos y talismanes... Pensaba que la vida fuera un sueño, yo un ángel y todo este mundo una ilusión; mis compañeros, en un juego maligno, se me ocultaban y me engañaban con la apariencia de un mundo material» (Apo 3).

En esta confesión, encontramos ya la  inclinación  que  será  base  de todo el ingenio de Newman para transformar  la  realidad  y  buscar  la  verdad de las cosas fuera de la superficialidad del mundo, sobre  la  que  estas cosas dejan sólo su perfil y sus apariencias. Esto no quiere decir  que  Newman huyera de la realidad.  El  misterio  no  se  encuentra  en  el  exterior  de las cosas, pues éste forma parte de la realidad. Para Newman, esto implica descubrir bajo las apariencias, que no son sino signos, la realidad más absoluta que constituye la misma esencia de los seres y la verdad de su presencia  entre  nosotros.  Este  descubrimiento  produjo  un  profundo  impacto en el joven John Henry, que siempre  lo  recordó  como  una  verdadera  gracia de su niñez:

«Lo conocemos en el propio recuerdo de nosotros mismos, y en nuestra experiencia como niños: que en los primeros años de su 'estado regenerado' existen en el alma del niño un discernimiento del mundo invisible en las cosas visibles, una visión lúcida de lo que es Regio y Adorable, junto con una ignorancia total sobre lo que es transitorio y cambiable... Tiene este gran don quien parece haber venido recientemente de la presencia de Dios, y no entiende el lenguaje de este escenario visible, cómo éste es una tentación, y un velo que se interpone entre el alma y Dios» (P. S. II, 64, 65).

Debemos mencionar otra influencia que marcó al joven John Henry durante toda su vida: las primeras enseñanzas religiosas recibidas en el seno de su familia. Sus padres practicaban un protestantismo a medias, un Anglicanismo que puede ser resumido en su apego a la Biblia y al «Prayer Book» (libro de oraciones y lecturas para todo el año y toda circunstancia de la vida). Como todo niño inglés, John Henry fue introducido a los textos sagrados. Leía cada día, en el bello inglés de la versión del rey Jaime, una parte de la historia bíblica, que despertaba en él fuertes imágenes. Durante sus lecturas de la Biblia, John Henry quedó ciertamente prendado del misterio de Dios y de su Creación. Estas lecturas de la Biblia eran la revelación de un Dios personal que actuó en el curso de la historia. Esta  historia desarrolló en John Henry un vivo y agudo sentido de lo trascendente.

A  pesar  de  estas  dos  influencias  importantes  que  marcaron  su niñez -su   sentido  de la realidad  de un  mundo  invisible  y  su introducción  a la 'religión de la Biblia'-, el joven 'John Henry' aún no percibía la luz que pronto habría de guiarlo. Hasta podemos ver el lento oscurecimiento del amanecer que el niño parecía haber percibido. A sus 15 años encontramos en él un gran refinamiento moral: quería practicar la virtud a cualquier costo, pero sin ser religioso. Sobre este período, escribe:

«A los quince años, leí los tratados de Paine contra el Antiguo Testamento, y sentí gozo pensando en las objeciones que contenían. También leí algunos de los ensayos de Hume;... Recuerdo haber copia­ do algunos versos en francés, tal vez de Voltaire, que negaban la inmortalidad del alma, y me decía a mí mismo algo así como '¡Qué espantoso, pero qué probable!'» (Apo 5).

En la primavera de 1816, Newman  había  casi  terminado  sus estudios en una escuela de Ealing, cerca de Londres, donde  había  estado  interno  desde 1808. Los últimos meses de escuela fueron oscurecidos por una catástrofe familiar. Con el fin de  la  era  napoleónica,  Inglaterra  sufrió  una seria crisis económica durante la cual  el  padre  de  Newman  tuvo  que  cerrar el banco.  Aunque  todas  las  deudas  fueron  pagadas  en  poco  tiempo,  la familia Newman tuvo que deshacerse de su  hogar  en  Londres  y  de  su casa de campo. Su padre pasó  a  ser  el  administrador  de  una  cervecería, pero un amargo fracaso siguió a otro, y su bancarrota  se  hizo  pública  en 1821. Durante el verano de 1816, John Henry no  salió  de  la  escuela.  Por otra parte, había caído gravemente enfermo. Durante estas semanas de soledad, uno de sus profesores, el reverendo Walter Mayers, que era de confesión evangélico-calvinista, trajo al joven alguna lectura espiritual. Estas fueron las circunstancias que provocaron  el  primer  desarrollo  profundo  de su vida religiosa y removieron la llamada  interior  a  la  conversión.  Dejemos que Newman mismo nos lo cuente:

«A mis 15 años (en el otoño de 1816),  un  gran  cambio  tuvo  lugar en mí. Caí bajo la influencia de un Credo definido, y recibí en mi inteligencia impresiones de dogma, que,  por  la  misericordia  de  Dios,  nunca se han borrado ni oscurecido» (Apo 5).

Esta es la luz que Newman distinguió por primera vez en su vida. Aunque dicha «conversión», como él  siempre  llamó  a  este  gran  cambio,  fue sentida profundamente, no tuvo un carácter sentimental. El grupo evangélico-calvinista nunca la reconoció como conversión, según su definición usual. Lo que constituyó la esencia  de ésta  para el  joven  fue el carácter doctrinal de una certeza religiosa. Tras este cambio a sus 15 años, no existirá para Newman ninguna religión sin  una doctrina  claramente  definida, verdadera e irreformable con  respecto  a Dios  y a  nuestra  relación  con Él. Newman  aceptó  en  esta  etapa  toda  la  doctrina  del  Credo  Atanasiano y quiso probar,  como  un  ejercicio  personal,  todas  las  doctrinas  presentes en la Sagrada Escritura. Esta profunda convicción  de la necesidad  del dogma permaneció con él durante toda la vida, y sería  la causa  de  una  continua lucha contra  el  liberalismo  en  cuestiones  religiosas.  Newman  definió el liberalismo como el principio antidogmático por excelencia con sus consecuencias lógicas.

Junto con las grandes doctrinas Cristianas, aceptó también una enseñanza calvinista que habría de abandonar al cabo de cinco o seis años: la perseverancia final y predestinación. Esta doctrina jugó un papel de suma importancia en 1816. Newman habla de esto en la Apología:

«...creo que tuvo alguna influencia sobre mis convicciones, en el sentido de mis imaginaciones de niño..., me aisló de los objetos que me rodeaban, me confirmó en mi desconfianza de la realidad de los fenómenos materiales, y concentró mis pensamientos en dos seres y sólo dos seres absoluta y luminosamente evidentes: yo mismo y mi Creador» (Apo 5).

Estos términos, «Yo mismo y mi Creador» son famosos. Para el joven Newman, la existencia del mundo invisible nunca estuvo en duda. Aceptaba el mundo, visible y externo; pero este mundo tenía sentido sólo como un factor intermedio entre Dios y el hombre.

Su convicción con respecto al mundo invisible le llevó, en este mismo período, a otra conclusión. Newman mismo lo explica:

«Tengo que mencionar, aunque lo hago  con  gran  repugnancia, otra impresión profunda que se apoderó de mí  por este tiempo, en otoño de 1816,... que era voluntad de Dios que llevara vida célibe. Este presentimiento... estaba en mi mente más o menos en conexión con la idea de que la vocación de  mi  vida entrañaría  el sacrificio  que supone el celibato... Ello acreció mi sentimiento de separación del mundo visible, del que he hablado anteriormente» (Apo 8).

No debemos olvidar que Newman era miembro de una Iglesia que permitía un clero casado.

En aquel mismo año, 1816, Newman entró en la  Universidad  de Oxford, y en 1817 se hizo estudiante de 'Trinity College'. Fue un universitario serio y tenaz, demasiado reservado para algunos de sus compañeros. Bajo la dirección de su tutor, el Dr. Short, se preparó para el primer examen: Bachiller en Artes. Apuntaba a la mayor calificación, «cum alta distinctione», la nota de excelencia reservada para los mejores estudiantes.

Durante estos primeros  años  en  Oxford,  Newman  estaba  inspirado por una fuerte rigidez moral,  que era consecuencia  del factor  calvinista  en  su conversión de 1816. Escribió a su hermano mientras estudiaba para el examen de Bachiller:

«La quietud e inmovilidad de todo alrededor mío, tienden a calmar y a adormecer las emociones, que la cercanía de estos importantes exámenes y un coraz6n demasiado ansioso de fama y temeroso de un fracaso, están continuamente tratando de excitar... Mi diaria,  y espero que sincera, oraci6n es que no obtenga  ninguna  distinción  en ellos,  o  se convertirán para mí en causa segura de pecado» (Mvz. I 43).

En 1820, estos exámenes terminaron mal. Newman se recobró rápidamente de su disgusto, y se aplicó a sus estudios personales: Su padre le preguntó pronto acerca de sus planes. Por lo que,  en  enero de 1822,  escri­bió en su diario:

«Mi padre dijo esta  mañana  que  debo  decidirme  sobre  lo  que  he de ser... Así que escogí, y me determiné por  la  Iglesia.  Gracias  a  Dios, esto es por lo que he estado rezando» (A. W. 180).

Por lo tanto, Newman decidió hacerse un  fellow de  uno de los  grandes Colleges de Oxford, es decir, un hombre de Iglesia y un hombre de estudios. Un año después  de  su fracaso  en  el examen  para  el  Bachillerato en Artes, intentó lo que parecía imposible: aspirar a la  más  envidiada  y menos accesible fellowship, la de Oriel College. Por estos tiempos, los fellows de Oriel College se distinguían tanto por el prestigio  de  su  talento como por su independencia de espíritu. El 12 de abril de 1822 ocurrió el milagro. Newman, todavía muy joven, con escasos 21, produjo  una  excelente impresión entre los profesores del tribunal. Escribió en su diario:

«Esta mañana fui elegido fellow de Oriel». Desde este momento su futuro estaba asegurado, y ocupaba ya un lugar en la élite intelectual de Oxford, aunque todavía se conservaba tímido y, en apariencia, inseguro».

El 13 de junio de 1824, Newman fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana. Fue un día muy importante para  él,  aún  más  que  su  ordenación como sacerdote Anglicano al año siguiente. Apuntó en su diario que desde ese momento pertenecía al Señor,  y  que  por  el  resto de su  vida sería responsable de las almas que el Señor le confiar.  Obtuvo  inmediatamente un puesto de coadjutor en la parroquia  de  San  Clemente,  la  más pobre de Oxford. Visitó a todo su rebaño, y frecuentaba especialmente  las casas de los enfermos. Este contacto cercano con sus feligreses  tuvo  un  efecto saludable: Newman cortó sus últimos lazos con el evangelismo­calvinista de su conversión a los quince años.

La luz que recibiera en 1816 fue  purificada.  Pero  durante  algún  tiempo corrió el riesgo de ser oscurecida. El joven fellow de Oriel se dejó conquistar  por  el  espíritu  del  colegio,  una  especie  de  humanismo   sereno que con frecuencia terminaba en diletantismo  intelectual,  que  buscaba más la originalidad  de  las  ideas  que  su  verdad.  Newman  se  halló ante  esta  tentación   del  espíritu,  este  liberalismo   que  implicaba   la emancipación   del   pensamiento   y   el   rechazo   de   toda   autoridad   fuera de  la, razón.

Su contacto con el espíritu liberal en Oriel no fue completamente negativo para Newman. Era lo suficientemente inteligente  para reconocer la sabiduría de quienes no sostenían ideas calvinistas. Gracias a la influencia de éstos, le fue posible descubrir en estos años el valor del Bautismo, sobre y muy por encima de la noción calvinista de conversión y predestinación. Whately tuvo desde el primer instante un  presentimiento del valor y mérito que Newman escondía bajo su modesta apariencia,  y le ayudó a salir de sí mismo y a ocupar  su  propio lugar  entre  los intelectuales de Oxford. Hawkins, otro miembro de Oriel, desplegó  una severa crítica del estilo de Newman, que era todavía demasiado retórico. En gran medida, debemos a esta influencia la clara simplicidad  y la precisión  que llevó a Newman a ser un clásico del lenguaje inglés.

Podemos decir que sus primeros años en Oriel fueron años de búsqueda. Fue influido por las ideas racionalistas y liberales de la mayoría de los que vivían con él. A pesar de esto, conservó una clara rectitud de conciencia y un vivo deseo de progreso moral. Escribía a un amigo: «Algo resistía dentro de mí». De esta forma, indicaba que aquél no era su propio camino. Pero tuvo que esperar algunos años antes de redescubrir  al Dios  de su primera conversión. En la  Apología, Newman  nos dejó constancia de este cambio:

«Me dejé arrastrar por el liberalismo del día. A fines de 1 27 desperté bruscamente de mi sueño  por dos terribles  golpes: la enfermedad y el dolor» (Apo. 14).

Su enfermedad fue el resultado de un extremo agotamiento mental. Newman había pasado a ser tutor en Oriel, y  tenía  responsabilidades  directas sobre los estudiantes. El remedio para esta enfermedad fue sencillo: largas caminatas al aire libre, hechas en soledad la mayoría  de las  veces.  Estas caminatas le dieron el tiempo y la oportunidad de  reflexionar  y  de rezar.

El segundo golpe fue  la  muerte  de  Mary,  su  hermana  menor.  Entre el primogénito y su hermana favorita había existido una relación muy estrecha, tejida en sus conciencias, y casi desconocida para la familia. Esta muerte repentina, y la forma  en  que  ella  la  aceptó,  mostraron  a  Newman en toda su terrible grandeza la presencia y acción del Dios vivo. Este Dios podía cambiar radicalmente una existencia, como la de Mary, que ya le pertenecía a Él. Newman sintió aún más  que  la  presencia  de  Dios  en  su vida era tan real como en el día de su conversión.

Por su muerte repentina, Mary rindió un gran servicio  a su hermano. El espíritu de éste, que como hemos visto estaba más cerca de Platón que de Aristóteles, debido  a su fina sensibilidad  por  el  mundo  invisible, y el ambiente y mentalidad de «Oriel College», le empujaban peligrosamente hacia la creación de un mundo abstracto al que su pensamiento habría rodeado de objetos puramente formales. Sin embargo, desde este momento, Newman se volvió un convencido realista que contemplaba un universo de personas, y  a éstas dentro de  un  mundo de fe sumergido  en  la gloria soberana del Dios vivo.

Uno puede sorprenderse ante el efecto causado por  un  suceso  familiar. Pero Newman  se  había  preparado  inconscientemente  durante  uno  o dos años. Había abandonado la parroquia de San  Clemente  para  hacerse cargo de «St. Alban's Hall», uno de los centros  de Oxford,  como  vicerrector. Al cabo de un año regresó a  Oriel  College,  donde  pasó  a  ser  un  tutor, y vicario de la parroquia de Santa María, la iglesia  universitaria  de Oxford. El párroco de  esta  iglesia  había  sido  siempre  un  residente  de Oriel, College consagrado a la Santísima Virgen mucho  antes  de la  Reforma en el siglo XVI. Aunque vivía  poca  gente  dentro  de los límites de San­ta María, la parroquia estaba bastante extendida, pues incluía la villa de Littlemore en las afueras de Oxford. Newman tomó muy seriamente  sus nuevas responsabilidades. El deseo  de  entregarse  plenamente  a  su  misión en la Iglesia tomó una forma personalísima. Admitió en él una vocación intelectual. A un amigo escribía:

«No te diré sino que desde hace algunos años ha venido creciendo dentro de mí un convencimiento {más o menos desde que fui elegido a este puesto) que muchos hombres no permanecieron en Oxford como debieran, y, al mismo tiempo, que era mi deber no tener  ningún  plan más allá de residir en un College. Atravesando  cien  millas de campiña en el camino de ida y vuelta a Brighton, puedes estar seguro que la fas­ cinación por la vida del campo me llama cada vez. Sería realmente una tentación muy fuerte que me fuera ofrecida una parroquia en el campo, cuando ahora hasta ser coadjutor presenta un  encanto  inexpresable... Una cosa que he deseado seriamente desde hace años y que espero sin­ ceramente es no ser rico, y añadiré: (aunque aquí estoy más convencido unas veces que otras) no ascender dentro de la Iglesia. Los hombres más útiles no son los que han sido más exaltados» (Moz. I 230.231).

Poco después de la muerte de Mary, Newman tomó una decisión importante: decidió leer en orden cronológico todos los Padres Griegos y Latinos. La patrología no era una «terra incognita» para él. Tras su con­ versión de 1816, Newman había leído algunos extractos de estas obras y  los retenía como un tesoro precioso. Lo recordó en una conferencia en Birmingham en 1850:

«Desde que era niño, mis pensamientos se volvieron hacia la Iglesia primitiva, y especialmente hacia los primeros Padres a través de la lectura de la 'Historia de la Iglesia' del calvinista John Milner. No he perdido, ni padecido nunca mengua en la profunda y agradable impresión que dejaron en mi mente sus descripciones de san Ambrosio y san Agustín.  Puedo  decir  que  desde  entonces  la  visión  de  los, Padres fue siempre en mi imaginación un bello paraíso, a cuya contemplación dirigía mis pensamientos de tiempo en tiempo, siempre que estaba libre de los compromisos propios de aquel momento de mi vida» (Diff. 370-371).

El primer fruto de sus lecturas sobre patrística fue el  resurgimiento en él del significado de la fe. Desde los quince años,  había sabido que la  fe era una sumisión y una adherencia a un orden de verdades que sobre­ p' asaban  el  entendimiento  humano.  Ahora  entendió  que  este  proceso  de­ mandaba primero la fidelidad del corazón antes de involucrar  el arbitraje de la mente. En 1845 escribió estas líneas, que clarifican su experiencia de muchos años:

« … que la búsqueda de la verdad no es la mera satisfacción de la curiosidad; que su obtención no tiene nada del regocijo de un descubrimiento, que la mente está bajo la verdad y no sobre ella, y  que  está  obligada no a erguirse sobre ella, sino a venerarla;... éste es el principio dogmático que tiene fuerza» (Dev. 357).

La fe es un don y una llamada. Al responder a la voz de Dios,  el  hombre no entrega su asentimiento,  lo  da  antes  de  elaborar  razonamientos. Estas reflexiones sobre el asentimiento de la fe y la relación entre fe y razón fueron de extrema importancia para Newman. Esta reflexión lo acompañó durante toda su vida. El tema de sus quince sermones universitarios no es otro que la relación  entre  fe  y  razón.  Antes  de  publicar  en 1870 su obra maestra en filosofía, «La Gramática del Asentimiento» consideraría incompleta la misión de su vida.

Lo que atrajo aún más a Newman a la Iglesia de los Padres fue el testimonio  vivo  de  una  conciencia  religiosa  con  pleno  dominio  de  su  fe y de sus privilegios divinos. En los Padres descubrió las  actitudes  necesarias: adherencia absoluta  a  la  Palabra  divina,  sumisión  y  dependencia  de  la mente, respeto profundo por el misterio Cristiano, y un  espíritu  de  silencio y de fervor en la oración.

Newman se dispuso a practicarlo. Lo encontramos reflejado en sus sermones. No era el único en Oriel que aspiraba a este elevado ideal. Encontró nuevos amigos: Hurrel Froude, John Keble, Pusey, y pronto los hermanos de Wilber Force. Todos ellos eran miembros de la High Church,  un grupo dentro de la Iglesia anglicana más centrado en el dogma que la  Iglesia anglicana  que  Newman  había  conocido  desde  niño.  Intentó  llevar  a cabo junto con  ellos  la  vocación  que  tenían  en  común: ser  hombres  de la Iglesia, como ministros de la Iglesia anglicana e intelectuales al servicio. Gracias a los Padres, Newman había comprendido la importancia de la influencia personal. Le escribió a un amigo:

«Los hombres viven después de su muerte. Viven no solamente en sus escritos o en las crónicas de sus historias, sino aún más en aquella ágrafos comúnmente expuesta en una escuela de discípulos que trazan su parentesco moral hasta ellos. Ya que la verdad moral no es descubierta a través de la razón, sino por la práctica de hábitos; entonces ésta no es obtenida en los libros, sino en la instrucción oral» (Moz. I 231).

Newman y sus amigos, que eran tutores de Oriel, hicieron de este ideal el modelo de su relación con los estudiantes. Sabían que eran responsables de la formación intelectual de estos jóvenes -e hicieron todo lo posible para que su College mantuviera la distinguida reputación por sus altos niveles intelectuales- pero dieron aún más importancia a la formación moral y religiosa. Para lograr mejor su propósito, introdujeron una reforma en el sistema de tutores del colegio. Sin embargo, el probo Hawkins, una de las grandes lumbreras liberales de Oriel, no respetó ni sus principios ni su propósito, y después de largas explicaciones por ambas partes -explicaciones inútiles al final- Hawkins dejó de encomendarles estudiantes. Así que, en 1831, Newman terminó su período como tutor y empleó el tiempo libre en pulir su primer libro, «Los Arrianos del Siglo Cuarto» y en preparar mejor sus sermones. Estos siempre atraían muchedumbres  cada  vez  mayores  a Santa  María,  compuestas  no sólo  por feligreses, sino también por estudiantes de todos los Colleges de Oxford.

En el verano de 1832  le fue  aconsejado  a  Hurrel  Froude  un cambio de clima debido  a  su  mala  salud.  Éste  invitó  a  Newman  a  un  viaje  por  el Mediterráneo, junto con su padre, el arcipreste Froude. Aun cuando Newman se sentÍa libre de sus responsabilidades en Oriel, dudó en un principio, pero finalmente aceptó la invitación. Aunque  siempre  consideró este viaje como «una pérdida de tiempo, cuando la vida es tan corta» -éstas  son  sus  propias  palabras-  al  final  de  la  gira   decidió  no   regresar  a Inglaterra junto con los  Froude,  sino  que  se  fue  solo  a Sicilia.  Después de unos días cayó gravemente enfermo con fiebre. Ninguno,  excepto  el mismo Newman, pensó  que  se  recuperaría.  Esta  enfermedad  fue  para  él  un castigo por haber escogido una satisfacción  puramente  egoísta.  Dieciocho meses después de esta experiencia, habló de ella en  un  pasaje  re­velador:

«Al siguiente día, mis sentimientos de reproche aumentaron. Parecía descubrir cada vez más mi completa vaciedad. Empecé a pensar en todos los principios que profesaba, y sentí que eran meras deducciones intelectuales de una o dos verdades evidentes... así es como me miro a mí mismo, casi como un vitral que transmite calor, siendo frío él mismo. Tengo una vívida percepci6n de las consecuencias de ciertos principios evidentes, una capacidad intelectual considerable para deducirlas, el refinamiento para admirarlas, y aun el poder retórico o histriónico para representarlas. Sin tener un gran amor (es decir,  un  amor nada  vivo)  por este mundo, ya sean riquezas, honores o cualquier otra cosa,  pero con una cierta firmeza  y dignidad  natural  de carácter,  tomo sobre  mí la profesi6n de esas consecuencias como si cantara una melodía que me gustase -amar la Verdad pero sin poseerla- porque creo  estar  en  el fondo casi completamente vacío, esto es, con poco amor y escasa renuncia a mí mismo. Creo tener alguna fe, eso es todo. En cuanto a mis pecados, me exigen no poca fe para ser cubiertos y ganar su remisi6n» (A. W. 125).

Este es un rudo análisis de sí mismo. Sin embargo, y a pesar de su sentido de culpabilidad, Newman permaneció consciente de no haber pecado contra la Luz, y del hecho de que a través de esta experiencia, Dios quería llevarlo más allá, mostrándole una luz que aún no había  visto, y  que demandaba mayor entrega. Leamos otros pasajes de sus memorias:

«De lo que quise primero  hablar fue  de la Providencia  y del extraño significado de ésta. Casi  pensaba  que  el  demonio  vio  que  yo  iba  a ser un instrumento útil, y trataba de destruirme. La fiebre era extremadamente peligrosa. Durante una semana mis enfermeros me dieron por muerto. Muchas personas morían de esto en  todas  partes,  aún  así  siempre tuve una firme sensación de que me recobraría. Le dije esto a mi sirviente, y como razón le di... que  pensaba  que  Dios  tenía  un  trabajo para mí: creo que estas fueron  mis  palabras  exactas.  Y  cuando,  después de la fiebre, iba de camino  a  Palermo  tan  débil  que  no  podía  caminar por mí  mismo,  me  senté  en  la  cama...  y  sólo  era  capaz  de  decir  que no podía sino pensar que Dios me  reservaba  algo  que  debía  hacer  en  casa. Esto se lo repetía mi sirviente...» (A.W. 122).

«Sentía que Dios estaba peleando contra mí -y por fin supe por qué- era debido a mi voluntad antojadiza. Me di cuenta que había sido muy voluntarioso... A pesar de eso sentí y continué diciéndome 'no he pecado contra la Luz'. Y en una ocasión  tuve el sentimiento  consolador y convincente del amor de elección de Dios. Me pareció sentir que yo  era Suyo.» (A. W. 124-125)

Durante estas semanas en Sicilia, el  espíritu  de  Newman  fue  curado de ilusiones, lo que dio  paso  al  deseo  de  un  abandono  más  completo  en las manos de Nuestro Señor. Cuando regresó a Inglaterra  en  julio de 1833, sabía que tenía una misión que cumplir en su Iglesia, y estaba  completamente listo para emprenderla. Era un momento crítico para la Iglesia de Inglaterra, amenazada desde su  interior.  Newman  era  consciente  de  esto.  La señal para entrar en acción no tardó mucho en llegar.  Algunos  días  después de su llegada, asistió a un sermón predicado por Keble sobre la Apostasía nacional dentro de la Iglesia anglicana. Aunque algunos de sus amigos consideraron la posibilidad de formar una  gran  comisión  nacional para remediar esta situación, Newman y  Froude  eran  de  la  opinión  que, para llevar a cabo tal  ofensiva,  un  ejército  regular  sería  menos  efectivo  que un grupo móvil y agresivo de combatientes libres. Esta resolución dio origen al Movimiento de Oxford. Los principios fundamentales fueron expuestos en numerosos tracts (folletos con artículos cortos). El  primero  de ellos, en septiembre de 1833, fue de Newman. Iba dirigido  al clero  anglicano, y trataba de hacerles conscientes de la gran misión que se les había confiado en su ordenación presbiteral. Aun cuando el clero anglicano era en su mayor parte inactivo, lánguido y sumergido en una vida sin preocupaciones, los tracts hallaron pronto una gran acogida.

A través de ellos, Newman y sus amigos deseaban iniciar un retorno a las fuentes dogmáticas de la fe, y también una reforma litúrgica y sacramental. Pero esta reforma no se detuvo aquí. El fundamento del pensamiento de Newman era el afán religioso de salvación, la noción  bíblica  del hombre pecador deseando el paraíso perdido, la ansiedad de una  reconciliación y de una libertad espiritual, que no podrían alcanzarse sin la gracia de Jesucristo. Predicaba una ascética exigente destinada a llevar a las almas a la conversión y al progreso espiritual. En cierto sentido, los tracts dan el tono, mientras que los sermones de Newman en Santa María tienden a definir las condiciones de esta reforma espiritual. Ésta no ocurrió dentro de un grupo de unos pocos iniciados, corno fue el caso de otros movimientos de renovación existentes. Por el contrario, esta conversión ocurrió dentro del seno de la Iglesia institucional y de la comunidad cristiana. Esta última les ofreció sus ritos y sacramentos  de acuerdo  con  el uso establecido heredado de la Cristiandad Apostólica. Se dirigía  a abrir los corazones  de las personas a la llamada del Evangelio, y a disponerlos  a entrar por la puerta estrecha de la renuncia y la sumisión a Dios.

Este intento de reforma espiritual, ascética, dogmática, litúrgica y sacramental encontró un gran eco y dio frutos durante muchos  años,  más allá del propio Movimiento de Oxford, que todavía afectan a la Iglesia anglicana de nuestro tiempo.

Paralelamente a los tracts y a la predicación, se llevó a cabo un esfuerzo dentro del movimiento en el  campo  literario.  Se  intentaba  difundir las obras maestras de espiritualidad anglicana, y aun católica, de los siglos pasados, así corno las obras de los Padres.

Tras extenderse rápidamente por uno o dos años, el Movimiento de Oxford profundizó en su reflexión teológica. Newman publicó dos obras doctrinales: «El Oficio Profético de la Iglesia» y las «Conferencias sobre la Justificación». Quería asegurar a la Iglesia de Inglaterra  una  situación  propia, la de la « Vía Media», Puesto que  atribuía  sucesión  Apostólica  a  la Iglesia anglicana, ésta vino a ser distinguida tanto del Protestantismo derivado de la Reforma, corno de las supuestas corrupciones que habrían falsificado al Catolicismo Romano. No consideraba esta Vía Media como un compromiso oportunista. Por el contrario, Newman  parece  haber  visto  en ella la verdadera esencia del catolicismo según fuera definido por  la tradición de los Padres y por los teólogos  anglo-católicos del siglo  XVII en los  que se apoyaba. Era, pues, sincero en su defensa de la Iglesia anglicana.

Quería salvarla demostrando que la Vía Media era la fuente fecunda a la que la Iglesia establecida había  de volver  para dar expresi6n  de fidelidad a sus principios constitutivos, tanto en obras como en su vida.

En 1839, el Movimiento de Oxford alcanzó su cumbre. Fue para Newman el año de sus  primeras  dudas.  Wiseman,  un  sacerdote  Católico que había conocido en Roma en 1833, publicó un artículo  en el  que  indicaba una analogía entre  la  posici6n  anglicana  con  respecto  a  Roma  y  la  de los Donatistas  con  la  Iglesia  del siglo  V. El  artículo  afectó escasamente a Newman; pero hizo uso de él para profundizar en  sus  lecturas  de  los  Padres del siglo V  con  relación  a  la  herejía  monofisita.  De  repente,  tuvo la impresión de que, en sus líneas generales, existía una coincidencia  entre esta herejía del principio del siglo V y el conflicto entre Roma y la Iglesia anglicana de los siglos XVI y XIX. Escribe en la Apología:

«Mi fuerte era la antigüedad, y ahora, a mediados del siglo V, me parecía ver reflejada la cristiandad  de los siglos  XVI  y  XIX. Vi  mi  cara en ese espejo: ¡yo era un monofisita!» (Apo. 114).

Newman quiso decir con esto que,  por  un  instante,  notó  una similitud entre las posiciones de los diferentes grupos. Como grupo  de  monofisitas moderados, los eutiquianos declaraban no pertenecer ni  a los  monofisitas radicales, ni a  la  Iglesia  de  Roma.  Así  es  como  veía  la posici6n  de la Iglesia anglicana  entre  el  protestantismo  y  la  Iglesia  Romana.  Entendía a donde le estaban conduciendo las consecuencias de estas lecturas:

«Era difícil averiguar cómo los eutiquianos y monofisitas eran herejes, si no lo eran también los protestantes y anglicanos; difícil hallar argumentos contra los Padres de Tremo que no fueran también  contra  los Padres de Calcedonia; difícil condenar a los papas del siglo XVI sin condenar a los del siglo quinto» (Apo. 115).

Pero Newman no estaba completamente convencido, y durante varios años no llegaría a estas conclusiones. El artículo de Wiseman contenía una  cita  de San  Agustín  que  le llamó  la  atención: «Securus  iudicat orbis terrarum» (el mundo entero juzga de forma segura). Esto planteaba el argumento  de  la  catolicidad  en  favor  de  la  Iglesia  de  Roma.  En  el  siglo quinto, como en el XVI durante la reforma anglicana, la Iglesia entera estaba innegablemente del lado de Roma. En el verano de 1839, Newman pensó  por  primera  vez:  «Tal  vez  Roma  está  en  el  lado  de  la  verdad, y   nosotros  en  el  error».  Esta  idea,  sin  embargo,  desapareció rápidamente, y continuó defendiendo a la Iglesia anglicana.  Pretendía  atribuirle  las cuatro señales de la auténtica Iglesia de Cristo: unidad,  catolicidad,  apostolicidad y santidad.

Dos años después, al principio de 1841, publicó el famoso tract  90,  el último de la serie. En éste desarrollaba la idea de que los Treinta y nueve Artículos, que forman la carta de constitución de la Iglesia anglicana, coincidían esencialmente con los dogmas del Concilio de Trento, luego de purificarlos de las interpretaciones de Roma que deformaban su significado. Newman había encontrado un argumento esencial a favor de su tesis. No menciona el hecho histórico de que los Treinta y nueve Artículos fueron redactados mucho antes de la promulgación de los decretos del Concilio de Trento, por lo que no pueden ser entendidos como  una condenación de este último. Pero aquí Newman entró en colisión con el prejuicio anglicano, demasiado envuelto en protestantismo e incapaz de aceptar tal posición católica. La reacción fue inmediata y violenta. En menos de 24 horas el tract 90 fue censurado por las autoridades de la universidad de Oxford. Unas cuantas horas después, Newman redactaba un documento aclarando su postura. En el curso del año, los obispos anglicanos, uno tras otro, censuraron también el artículo.  Los tracts fueron  suspendidos  ante  la petición expresa del obispo de Oxford. Newman estaba bajo sospecha. Los horarios de la cena fueron modificados en los Colleges de Oxford para que los estudiantes no pudieran ir a Santa María cuando Newman predicaba.  Pusey  fue  condenado  por  defender  la  presencia  real  en  la  Eucaristía.

Debido a estos acontecimientos, Newman llegó a darse cuenta  de  que la Iglesia anglicana no era parte de la única Iglesia Católica. Durante ese año de 1841, un obispo anglicano  fue  nombrado  para Jerusalén.  Iba  a ser en esta sede no sólo obispo para los anglicanos,  sino también  para  los luteranos (el nombramiento era ante todo un gesto político), y para todos los protestantes y disidentes cristianos que residieran en la Ciudad Santa.  Para  Newman,  esto  significó  la  negación oficial  de  la  apostolicidad por parte de la Iglesia anglicana.

Newman retomó ahora los estudios sobre el arrianismo y se encontró con las mismas analogías que había afrontado en 1839. Las posiciones arrianas y semi-arrianas de los siglos IV y V correspondían a las de los protestantes y anglicanos del siglo XIX, mientras que la Iglesia de Roma mantenía la misma posición. La Vía  Media  estaba  destruida: sólo  existía en el papel.

Con respecto a su  pertenencia  a la Iglesia  anglicana,  Newman  entró  en una lucha larga y dolorosa. Se retiró de la vida de la Universidad para vivir en la soledad de  Littlemore.  Deseaba  retirarse  también  de  Santa María y  dejar  su  parroquia  a  otro  vicario;  pero  Keble,  cuyo  consejo pidió,  lo  desaconsejó  expresamente.   Newman   no  renunció,   pero  en  este  momento  aspiraba   sólo  a   una   vida   de  oración   y   estudio.   Escribió a su obispo:

«Con el mismo fin de mejoramiento personal, consideré más seria mente un proyecto acariciado desde mucho  tiempo  atrás.  Durante  muchos años, por los menos trece, he deseado entregarme  a  una  vida  de mayor regularidad religiosa que la hasta entonces llevada; pero es verdaderamente desagradable confesar semejante deseo aun  a  mi obispo,  porque parece arrogante y me compromete  en  un  papel que  acaso se  reduzca a nada... La resolución  de  la  que  hablo  ha  sido  tomada  únicamente con relación a mí mismo. .. Y siendo una resolución de años,  a  la  que siento que Dios me ha llamado, y no violando ley alguna de la Iglesia... tendría que responder,  de  no  seguirla,  como  puerta  que  me  ha  abierto  la Providencia» (Apo. 174, 175).

A pesar de esta resolución, Newman no permaneció solo en  Littlemore.  Muchos  hombres  jóvenes  fueron  a  vivir  con  él.  Algunos  de  ellos le habían precedido en su movimiento hacia Roma, y se sentían desorientados antes de  hacer  su  decisión  final.  Otros  le  habían  seguido  de  cerca en el Movimiento de Oxford, y se sentían perdidos en medio de todas las insinuaciones contra lo que era fundamental para ellos.

Newman no los empujó de ningún modo  hacia Roma.  Al contra­rio, les advirtió que no actuaran precipitadamente, ayudándolos y en ocasiones forzándolos a ver las cosas con calma y en  la  presencia  de Dios. Procuraba evitar cualquier cosa que pudiera dar la impresión de ser una reacción ocasionada por una sensibilidad herida o por una atracción imprudente.

Para algunos de estos jóvenes, Littlemore fue una residencia temporal. Vivían con Newman y seguían un horario muy estricto. La casa, que aún está en pie, y las comidas eran austeras. Pasaban largas horas en oración, algunas veces en silencio y otras en común. Gran parte del día era pasado en silencio. Los períodos de recreo eran muy alegres, y Newman  no hacía referencia entonces a problemas o preocupaciones. Él mismo invertía mucho de su tiempo ayudando a sus jóvenes compañeros en sus dificultades, contestando la numerosa correspondencia. Si le quedaba tiempo lo dedicaba al estudio. La vida en Littlemore no era tan  tranquila  como uno podría pensar a partir de esta descripción. Newman sufrió de la persecución de los curiosos y de quienes le acusaban de ser papista. Fue  un tiempo muy doloroso. Dice en la Apología:

«¿Qué hace ese hombre  en  Littlemore?  ¿Qué  hacía  allí?  ¿No  me he apartado de vosotros? ¿No he abandonado mi puesto y mi cargo? ¿Soy, acaso, el único de los ingleses que  no tenga el privilegio  de ir  donde me dé la  gana,  sin  que  se  me  interrogue?...  ¡Cobardes!  Si  yo  diera un solo paso adelante, correríais desbandados. No os temo... Lo que me abruma es que los obispos siguen atacándome, aunque me he rendido completamente. Es este secreto temor de mi corazón el que me dice  que ellos obran bien, porque no tengo  parte  con  ellos.  No  puedo  entrar  o salir de mi casa sin que ojos curiosos se claven en  mí. ¿Por  qué  no que­réis dejarme morir en paz?» (Apo. 172).

Durante los primeros dos años en Littlemore, Newman intentó probar que la Iglesia anglicana no carecía de la señal de santidad. Publicó una serie de «Vidas de los Santos Ingleses». Pero el público no tuvo interés en ellas.

En  1843,  decidió  dedicarse  a  otras  iniciativas.  En  febrero   consideró que era su deber retractarse públicamente de cualquier  cosa  que  hubiera dicho contra las enseñanzas y ritos de Roma.

La inesperada conversión de un  joven  al que  Newman  había  tratado de retener en el anglicanismo, le empujó  a  renunciar  a  toda  responsabilidad oficial dentro de la Iglesia  anglicana.  El 18 de septiembre  fue  relevado de sus responsabilidades en Santa María, y el  26 dio en  Littlemore  su  último sermón titulado «La Separación  de  Amigos».  Newman  reconocía  todo el bien que perdería al abandonar el anglicanismo. Reflexionó así sobre la Iglesia anglicana:

« ¡Oh, Madre mía!, ¿cómo te sucede esto: llueven sobre ti cosas buenas y no las puedes conservar, crías hijos y no te atreves a hacerlos tuyos? ¿Por qué no tienes la habilidad de usar sus servicios, ni el corazón para regocijarte con su amor? ¿Cómo es posible que cualquiera que sea generoso en su propósito, cariñoso o  profundo en su  devoción,  flor y promesa  tuya, salga  de tu  seno  y  no encuentre  lugar en  tus brazos? ¿Quién  ha  puesto  esta  injuria  sobre  ti...  ser  extraña  a  tu  propia  carne, y tus ojos crueles; para con tus pequeñuelos?  Tu  propia  prole, el fruto  de tu vientre, que te ama y que se sacrificaría por  ti,  tú  lo ves  con  temor, como si fuera un monstruo, o bien  lo rechazas  como a  una  ofensa. A lo más, los toleras como si no tuvieran más derecho que a tu paciencia, compostura  y  vigilancia,  para  deshacerte  de ellos  tan  fácilmente como puedas. Tú los haces 'permanecer quietos todo el día' como la única condición para soportarlos, o los despides a otro lugar donde sean mejor recibidos, o los vendes por nada al primer extraño que pase.

Y, ¡Oh, mi rebaño! ¡Oh, corazones dulces y afectuosos! ¡Oh, queridos amigos!, si llegáis a conocer a alguien cuya tarea haya sido, por escrito o por palabra, ayudaros de algún modo a  actuar  así, si  alguna vez os dijo lo que sabíais de vosotros  mismos,  o  lo que  no conocíais, os ha revelado vuestros deseos y sentimientos, y consolado por el mero hecho de revelároslos, si os ha hecho sentir que existía una vida superior a ésta, y un mundo más brillante qué éste que veis, si os ha dado valor, si lo que dijo o hizo os ha llevado a interesaros por  él, y os sentís inclinados hacia él, recordadle en los tiempos que vienen, aunque ya no le oigáis, y rezad por él para que en todas las cosas conozca la voluntad de Dios y esté listo en todo tiempo a cumplirla (S. D. 407-408. 409).

Newman  vivía ahora en la Iglesia anglicana  como un  laico.  Esperaría aún otros dos años antes de abandonarla. ¿Por qué esta espera? En sus escritos de este período  encontramos  suficientes  observaciones  sobre el estado cismático del anglicanismo. Pero, ¿estaba Newman convencido que la Iglesia Romana  era  la  única Iglesia?  El 4 de  mayo de 1843 escribe  a Keble:

«Estoy mucho más cierto de  que  Inglaterra  está  en  el  cisma  que las adiciones de Roma  al  credo  primitivo  no  sean  desarrollos,  surgidos de una penetración viva y necesaria del depósito  divino  de la fe» (Apo. 208).

En octubre del mismo año, escribi6 a Manning:

«... pienso que la Iglesia de Roma es la Iglesia Católica, y la nuestra no forma parte de la Iglesia Católica porque no está en comunión con Roma» (Apo. 221).

¿Había  cambiado,  tal  vez, de opinión?  Entonces,  ¿por qué el  retraso? Newman no cambió de opinión. En realidad estas dos cartas son muy diferentes.  Newman  trató de ser lo más claro posible con Keble  y  le indicó que su problema se hallaba en torno  a la  apostolicidad  de la Iglesia  Romana. En cambio, la carta a Manning fue una respuesta categórica en la que Newman  afirmaba  que  la Iglesia  Católica  era la  Romana  y  no la anglicana.  Ahora  bien,  catolicidad  y  apostolicidad   no  son  la  misma  cosa, aun cuando Newman reconociera que tenía que  encontrar  ambas  en  la  verdadera  Iglesia.  Muy  pronto,  tuvo  la  impresión  de  que  encontraría seguridad y paz en la Iglesia de Roma; pero sabía que no podría ceder a esta impresión antes de que su intelecto le dijese  que  no había  otro camino,  antes  de estar seguro que en su búsqueda  no  había  pecado  contra  la luz. Sólo el tiempo le pudo dar esta certeza. Consiguientemente, permaneció consciente de su deber hacia Dios, por los grandes dones intelectuales que había recibido a través de los que podía influir a otras personas y conducirlas a donde él mismo fuera. Escribió sobre estas cuestiones a su hermana Jemina:

«Aún pienso que, con el paso del tiempo y cuando las personas tengan la oportunidad de conocerme mejor, verán  que estos prejuicios no se sostienen. Entonces llegarán a ver que mi motivo es simplemente que yo creo verdadera a la Iglesia de Roma, y que he llegado a esta convicción sin ninguna culpa de mi parte» (Moz. II 450).

A principios del verano de 1845 terminó el considerable trabajo de traducir, con anotaciones, artículos selectos de San Atanasia.  Inmediatamente, empezó a poner por escrito sus reflexiones sobre el problema del desarrollo doctrinal.  Estos  pensamientos  le  ocuparían  por  casi  dos  años. La cuestión  se  reducía  a  probar  históricamente  si  la  Iglesia  Romana  era  o no apostólica. Newman especificó las características del verdadero desarrollo doctrinal  que  conservarían  la  unidad  sustancial  de  la  verdad  viva. Al definir estas  características, observó  que sólo  podían  ser encontradas  en el desarrollo de la Iglesia Católica Romana.

No llegó a terminar el libro. Los datos objetivos  tenían  tal fuerza que no pudo esperar por más tiempo. El 8 de octubre de 1845 Newman escribía a un amigo:

«El Padre Dominic, el Pasionista... duerme aquí esta noche, huésped de mi amigo Dalgairns, a quien recibió hace diez días. No conoce  mi intención, pero le pediré que haga la misma obra de caridad conmigo. No enviaré esta carta hasta que todo haya terminado» (L. D. XI 7).

Aquella misma noche Newman empezó su confesión, y a la mañana siguiente fue recibido en la Iglesia Católica Romana.

Podemos  terminar  aquí  el  relato  de  esta  búsqueda  de  la  luz.  Puede  ser  resumida  en  las  dos  conversiones   de   Newman:   la   primera   fue su movimiento hacia un Dios personal, la segunda hacia la Iglesia. Obviamente,  ésta  implica  todo  lo  que  pertenece  a  la  vida  de  fe  en  la  Iglesia  de Cristo.

Dejamos a Newman a la edad de 44 años. Tenía 89 cuando murió. Podríamos continuar este relato trazando la respuesta a  la  luz  que  percibiera en la primera parte de su vida. Sin embargo, algo nos sorprende inmediatamente. Desde un  punto  de  vista  sobrenatural,  Newman  nunca  se vio defraudado. Pero desde un punto de vista humano  y  terreno,  su  vida como católico encontró dificultades. Como anglicano, Newman había saboreado el éxito. Este consuelo le fue  negado  en  gran  medida  en la segunda parte de su vida. Su sufrimiento le fue  causado  a  veces  por  eclesiásticos. Pero no menguó  nunca su  amor  por  la  Iglesia  de  Cristo,  ni  su  alma de ap6stol, que  siempre  encontr6  la  forma  de  continuar  el  trabajo  que Dios le tenía reservado,  aun  cuando  las circunstancias no fueran  las  ideales y sus talentos no pudieran ser 6ptimamente empleados.

Sabía que Dios podía disponer de  él  como  quisiese,  y  que  Él  tenía sus propios planes y tiempos. Nunca pensó que vería el «tiempo de Dios» durante su propia  vida;  pero  las  sombras  finalmente  desaparecieron  en 1879 cuando el Papa Le6n XIII, que le conocía desde 1840,  decidi6  honrarle  y  destacar  la  obra  que  Newman  había   hecho  a  favor  de  la  Iglesia al elevarlo a la dignidad de Cardenal.

Lutgart Govaert, en https://revistas.unav.edu