La identidad teológica del laico I

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Escrito por Pedro  Rodríguez
Publicado: 18 Diciembre 2022

Introducción

El Concilio Vaticano II  es, a los ojos de todos, una  piedra  miliar en la historia de la Iglesia, y ello, quizá ante todo, por  su  doctrina acerca de la posición de  los  laicos  en  la  Iglesia.  El  capítulo  IV  de su documento central, la Const. Lumen Gentium,  y  un  entero  Decreto, el Apostolicam actuositatem, están dedicados expresamente a describir la «vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo». Este es el tema en el que se concentra la reflexión que el Sínodo de los Obispos de 1987 se propone emprender. Su contenido pastoral es, pues, inequívoco, y evidente la trascendencia  para la vida de la Iglesia que ese programa está llamado a tener. Es toda una movilización del Pueblo de Dios la que está implícita en esa reflexión, por medio de la cual debe expresarse lo que el Concilio Vaticano II supone para la Iglesia de hoy.

a)       «Clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos»

Ese impulso en el terreno de la misión, que cabe esperar del Sínodo, presupone, inseparable e ineludiblemente, la tarea de «clarificar y profundizar la 'figura' de los laicos». Con estas palabras los «Lineamenta» del Sínodo [1] señalaban la tarea  primera  a  desarrollar por la Asamblea episcopal. Esto equivale a decir dos cosas:

a)           que el tema de la identidad teológica del laico es la cuestión central a dilucidar, pues sólo desde una correcta teología del laicado puede plantearse un relanzamiento de la  misión  que los laicos tienen en la Iglesia.

b)          a)  que esa teología dista mucho de haber obtenido un consenso: por eso necesita una clarificación.

En los últimos veinte años hemos visto difundirse  unas  propuestas acerca del laicado que, de manera más o menos explícita, se presentan como superadoras de la «visión parcial» del Concilio; en realidad, a mi parecer, diluyen  u  oscurecen  la figura  peculiar  del  laico en la Iglesia [2]. Esto demuestra que los problemas actuales de la  teología del laicado se reconducen a los de la eclesiología en general: no hay una teología «autónoma» del laicado, y esas propuestas  a las que me refiero son los reflejos en nuestro asunto de las correspondientes concepciones eclesiológica de fondo. Se pone así de manifiesto,  a sensu contrario, que la identidad teológica del laico sólo puede lograrse en el seno de una «eclesiología total» [3].

Evidentemente no pretendo elaborarla, y menos en el breve  espacio asignado a esta ponencia, pero lo que diré sobre el laicado será dicho dentro de un marco eclesiológico de mayor alcance, que necesariamente ha de ser sintético, pero que podrá  ser  puntualizado,  si hace al caso, en la discusión subsiguiente a la ponencia.

b)       Incidencia pastoral de la cuestión

El oscurecimiento paradójico de la identidad teológica del laico, que se ha operado en estos años recientes, precisamente por darse en el marco de la eclesiología en general, ha tenido como consecuencia la paralela deformación del sentido y de la misión de la figura del sacerdote y de la figura del religioso. De manera esquemática podría decirse que la mentalidad generalizada previa al Concilio tendía a ver la «vocación cristiana» realizada plenamente  en el  religioso  o en  el sacerdote: para ellos, incluso, en la manera corriente de expresarse, se reservaba la palabra «vocación». Los laicos -los fieles corrientes- eran considerados de hecho como cristianos de  segunda fila; si aspiraban a una plenitud de vida cristiana, esa aspiración equivalía a «tener vocación», es decir, hacerse sacerdote o ingresar en un Instituto religioso; y si permanecían en el mundo, el analogatum princeps de su vida in Ecclesia les venía  propuesto  desde  la  figura del sacerdote o del religioso.

Siendo ya una realidad la existencia de potentes movimientos de espiritualidad y apostolado,  el Concilio Vaticano II propuso a toda la Iglesia un verdadero redescubrimiento de la  «vocación  cristiana» de todos los miembros del Pueblo de Dios, con la consiguiente llamada universal a la santidad y al apostolado. En este contexto, el Concilio pudo plantear, con toda su originalidad, la vocación propia de  los laicos, su posición peculiar en la estructura y en la misión de la Iglesia; es decir, no desde el analogatum del ministerio  sagrado  o  desde  el estado religioso, sino desde la común dignidad de los hijos de Dios que el Señor da a todos sus fieles por el Bautismo.

Pero la época posconciliar ha sido testigo  de  un  fenómeno  de signo inverso al de los siglos precedentes. Por una falsa inteligencia de la doctrina del Concilio, se ha  producido  un deslizamiento que ha identificado la «vocación cristiana» recibida en el Bautismo con la vocación propia de los laicos, sin más matices. El «laico» -a  los ojos  de  muchos  teólogos  y,  sobre   todo,  pastoralistas-  ha  pasado  a  ser el analogatum princeps de toda existencia cristiana. Lo cual traía como consecuencia que el sacerdote o el religioso sólo podían realizar verdaderamente  su  ser cristiano  en  la  medida  en que conservaban,  o «recobraban», las características propias de la condición laical. Muchas manifestaciones en estos veinte años de la «desacralización» del ministerio y vida de los sacerdotes, o de la «secularización» de la vida religiosa, dicen íntima relación a este deslizamiento al que me refiero. La «crisis de identidad» de muchos eclesiásticos y de tantas instituciones religiosas tienen aquí, a mi  manera  de ver, una de sus causas más determinantes.

Quiero con todo ello decir que una correcta  teología  de laicado, que identifique con rigor el proprium  teológico  de  los laicos  dentro de la común vocación cristiana del Pueblo de Dios, se nos  presenta hoy, no ya como una necesidad para la vida de los laicos mismos, sino como un verdadero servicio a la identidad propia de las otras condiciones personales que se dan en la Iglesia. Se manifiesta así, también en el quehacer teológico, que la Iglesia es una  comunión de carismas y ministerios diversos, una unidad-totalidad de elementos interrelacionados. Comprender el sentido de uno de ellos implica la comprensión de todos en su unidad.

c)       El laicado como tema teológico

Mi exposición no será histórica, sino sistemático-teológica. No voy a hacer la historia de la cuestión, ni a describir el debate contemporáneo. Parto de la base de que todo esto es conocido por Vds. y sólo haré las alusiones imprescindibles. Lo que pretendo en mi  ponencia es abordar la cuestión por sí misma, buscando captar la posición teológica de los laicos en la estructura de la Iglesia sacramento de salvación dado por  Cristo  al  mundo. El  presupuesto de esta opción es el haber llegado al convencimiento, después  de muchos  años, de que  la cuestión de la identidad teológica del cristiano laico no entra, por supuesto, en la competencia de la antropología o de la sociología; ni, radicalmente, es un tema que pertenezca a la teología espiritual, a la teología pastoral o al derecho canónico;  sino que el ámbito teológico en el que debe fraguarse es el de la eclesiología, y concretamente al estudiar la estructura fundamental de la Iglesia. La comprensión teológica de la figura  del laico en la estructura de la Iglesia, elaborada  en sede eclesiológica, se constituye, dentro de la orgánica de las ciencias sagradas, en un subsidium -no  exclusivo,  pero  sí imprescindible- para la tarea propia que, sobre el tema, corresponde respectivamente a la teología espiritual, a la teología pastoral y al derecho canónico. Estos ámbitos científicos, por su parte, brindan materiales de primer interés para la elaboración propiamente eclesiológica.

d)       Orden de la exposición

El orden que seguiré será partir de lo más claro y obvio en la estructura para avanzar desde ahí poco a poco, hasta  lograr  hacer luz  en lo más oscuro y problemático y captar así la identidad propia del laico en el seno de la Iglesia. El Concilio Vaticano II y sus  documentos enmarcarán mi reflexión. La razón no es sólo el debido obsequium  al Magisterio, sino la convicción de que la cuestión de los laicos, veinte años después  del Vaticano II,  debe  entroncar  con la doctrina  fresca  y viva del Concilio, que, ahora más que nunca, hay que comprender, desarrollar y llevar a la práctica.

1.       El marco eclesiológico

El capítulo II de la Const. Lumen Gentium es el lugar  fundamental del Concilio Vaticano II para la comprensión de la estructura de la Iglesia histórica, es decir, para entender teológicamente cómo el misterio de la Iglesia se hace sacramento de salvación.  En los  números 9 a 13 encontramos el núcleo de esa teología.

«La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y  principio  de la  unidad y de la paz  -dice el n. 9-, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para ser el sacramento visible de esta unidad salvífica para todos y para cada uno». Poco  antes  el  Concilio  había  declarado  que  este  pueblo  mesiánico, «constituido por Cristo para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por El como instrumento de redención universal y enviado al  mundo entero como luz de  mundo y sal de  la tierra». A esta Iglesia -sigue diciendo el  Concilio- Cristo «la llenó de su Espíritu y la proveyó de los medios aptos para su misión visible y social». La comunidad que tiene este origen, cristológico y pneumatológico a la vez, es una comunidad  sacerdotal -leemos en el n. 10- y su unión visible y social es calificada en el n. 11 como «organice exstructa», estructurada orgánicamente. Esa estructura orgánica viene determinada en su momento cristológico por los caracteres sacramentales, que producen los diferentes modos de participación en el sacerdocio de Cristo que el Concilio llama sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial; y en su momento  pneumatológico por los carismas  que  el Espíritu  otorga a los fieles, a los que se dedica el n. 12. De la conjunción de los caracteres sacramentales con determinados carismas proceden las tres grandes dimensiones personales de la estructura histórica y concreta  de la  Iglesia,  que el Concilio llama: sagrado ministerio, laicado y estado religioso, a los que consagrará después sendos capítulos,  pero  cuya  primera  descripción se encuentra ya de algún modo en el n. 13 de la Constitución:  «el Pueblo de Dios, en sí mismo, está  integrado  ex  diversis  ordinibus: hay, en efecto, diversidad entre sus miembros, ya según  los  oficios, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos; ya según la condición u ordenación de la vida, pues muchos, en el estado religioso, buscando la santidad por un camino más arduo, estimulan a sus hermanos con el ejemplo».

La estructura de la Iglesia y, en consecuencia, estas diferentes posiciones estructurales que en ella tienen las personas convocadas, manifiesta -ad intra y ad extra- el ser uno y  plural de la  Ecclesia  in terris y, a la vez, la dinámica salvífica del sacramentum salutis; en otras palabras: es el ser y la misión salvadora de la Iglesia lo que se manifiesta a través de la concreta y específica vocación, responsabilidad y tarea de las personas convocadas por Dios en su Pueblo santo [4].

El carácter orgánico de la estructura de la Iglesia implica que no quepa una investigación de la identidad teológica de uno de sus elementos -en nuestro caso el laicado- si no es en el seno de la comprensión teológica de la estructura en cuanto tal.

2.       Los «christifideles» en la estructura de la Iglesia [5]

La Const. Lumen Gentium se ha pronunciado  formalmente  acerca ele la condición laica! en su cap. IV, como he dicho. Pero sería  un  falso camino para alcanzar teológicamente la «figura» del laico acudir directamente a ese lugar; como sería igualmente erróneo,  para conocer la figura del Obispo o del presbítero, ir sin más a los textos del cap. III de la Constitución; o al cap. VI para identificar la «figura» de los religiosos. Pertenece, por el contrario, al núcleo mismo de la eclesiología del Concilio el que las diversas maneras  de ser  y de servir  en la Iglesia sean comprendidas desde la fundamental perspectiva que brindan los cap.  I  y II,  que describen la Iglesia como un «todo», que  es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Por lo demás, a la radical antropología del cap. II nos remite el propio cap. IV ya en sus  primeras líneas, al declarar que «cuanto se ha dicho acerca del Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos» (LG,  31). En esa perspectiva, lo que aparece en primer lugar es la «nueva criatura», es decir, los hombres y las mujeres redimidos por Cristo, transformados en hijos de Dios por la fe y el Bautismo, fortificados en su ser cristiano por la Confirmación, ofreciéndose con Cristo al Padre en el Sacrificio eucarístico y alimentando  su vida nueva con el Cuerpo  y la Sangre del Señor. La profunda antropología cristiana del cap. II de Lumen Gentium pone ante nuestros ojos la radical condición cristiana, la vocación cristiana simpliciter, la nueva criatura en Cristo, como dije antes. Por decirlo gráficamente, allí aparece el «común denominador» de los diversos «numeradores» que pueden darse y se  dan  de hecho en el Pueblo de Dios.

A ese común denominador lo llama el Concilio  Vaticano  II  con una expresión bien precisa: christifidelis, que podemos traducir por cristiano, creyente, discípulo de  Cristo, fiel  de Cristo, etc. Todo esto es de sobra conocido, pero, por eso  mismo,  no es  menos importante recordarlo y subrayarlo. Porque sería un error -debo decirlo ya desde ahora-  ver  en  esa  figura  al  laico,  sin  más.  Laico  = miembro  del Pueblo de Dios es una interpretación equivocada del término, fruto de lo que Del Portillo llama la «falacia etimológica» [6]. La condición descrita en el cap. II de Lumen Gentium no es la propia -en sentido estricto- de los laicos sino de todos los miembros de la Iglesia, también de los clérigos y de los religiosos. Esto lo expresaba  con  toda la claridad deseable Agustín de Hipona en un célebre texto recogido por la citada Constitución, en el que no me parece improcedente detenerme:

«Cuando me atemoriza lo que soy para vosotros, me llena de consuelo lo que soy con vosotros.  Porque  para  vosotros  soy el Obispo, con vosotros soy  un cristiano;  aquél  es el nombre de mi  oficio  (nomen  officii),  éste  es  el  nombre  de la gracia (nomen gratiae); aquél es mi responsabilidad, éste es mi salvación» [7].

Aquí tenemos, en efecto, condensada, toda la teología del cap. II de Lumen Gentium. San Agustín designa la condición de miembros del Pueblo de  Dios y Cuerpo  de Cristo con la palabra  «cristianos» y él se incluye gozosamente dentro de ella. Con vosotros -es  decir, en el nivel de lo que llama nomen gratiae, que es el del cap. II de Lumen Gentium- soy un cristiano, un christifidelis, es decir, un miembro del Pueblo de Dios. S. Agustín no es un laico, sino un ministro del Señor, un Obispo. Pero es un fiel cristiano. Y, permaneciendo un fiel cristiano, es, a la vez, para los demás fieles, un Obispo; para los de Hipona, «el» Obispo: vobis Episcopus. El  Obispo Agustín es, en consecuencia, un cristiano que ha recibido por la ordenación episcopal el oficio del episcopado. Con ello no sólo no deja su condición de cristiano para adquirir la de Obispo, sino que precisamente aquélla es la condición de posibilidad de ésta.

Ya se ve por lo dicho que la palabra christifidelis puede ser tomada en un doble sentido. Por una parte, designa la conditio o status  propio  de los cristianos en cuanto distintos de los demás hombres. Esa identidad radical, que se origina en la vocación bautismal es la que San Pablo describe con estas palabras: «El  Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos  ha elegido en El, antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia por el Amor; eligiéndonos de antemano para ser hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria  de su gracia, con  la que nos agració  en el Amado»  (Ef  1, 3-6).

Cuando Agustín dice: «con vosotros soy cristiano», el santo obispo de Hipona está nombrando la identidad  propia de los creyentes  en Cristo en el seno de la historia humana. El lenguaje clásico tiene aquí un rigor inapelable: lo distinto de los fieles son los infieles. Ante los demás hombres, por tanto, un cristiano -sea sacerdote, laico o religioso- es ante todo eso, un fiel cristiano, un miembro de la Iglesia de Cristo.

Pero, ad intra del Pueblo de Dios organice exstructum, la  palabra christifidelis designa «el sustrato común a todos los miembros de la Iglesia» [8], su ontología radical -el  nomen  gratiae-, cualquiera que sea la posición estructural que cada cristiano ocupa en la Iglesia, es decir, independientemente de su condición clerical, laical o religiosa. Este sentido es el que tiene la expresión en el Concilio Vaticano II, cuando dice -por ejemplo, en Lumen Gentium, 11-: «christifideles omnes, cuiusque conditionis ac status... ».

La teología del Concilio Vaticano II tiene en el concepto de christifidelis  uno de  sus  puntos  neurálgicos. Ese concepto -que, a su vez, protagoniza el nuevo Código de Derecho Canónico [9] está perfectamente recogido, en su doble valencia, en el canon 204 § 1 con  el  que comienza el libro De populo Dei: «Christifideles sunt qui, utpote per baptismum Christo incorporati, in populum Dei sunt constituti, atque hac ratione muneris Christi sacerdotalis, prophetici et  regalis  suo modo participes facti, secundum propriam  cuiusque  conditionem, ad missionem exercendam vocantur, quam Deus Ecclesiae m mundo adimplendam concredidit».

Si se toman en serio estas verdades tan obvias, es decir, si se comprende a fondo el sentido antropológico de la eclesiología de Lumen Gentium cap. II, dos consecuencias aparecen de manera inmediata:

Primera.  Todas  las  diversas  y   posibles   posiciones   estructurales de la Iglesia, cualquiera que sea su significación, asumen, íntegra e intocada, esa radical condición cristiana con todas sus exigencias. Más todavía, no son concebibles sino como fundamentadas  en  la  permanencia de esa excelsa condición con  todas  sus  implicaciones: no  son sino desarrollos del «estado» de cristiano.

Segunda. Siendo esto así, el proprium teológico de la figura  del laico no puede consistir en el christifidelis descrito en el cap. II de Lumen Gentium, puesto que ese  contenido  -el  ser cristiano  originado en el Bautismo- es común a clérigos, religiosos y laicos. La antropología del cap. II sustenta las diversas maneras  de  ser in  Christo  et in Ecclesia que se describen tanto en el cap. III (ministros sagrados), como en el IV (laicos) y en el VI (religiosos) de Lumen Gentium, y  desde ella deben ser comprendidas; pero cada una  de esas  posiciones estructurales en la Iglesia tiene su proprium.

Desde el punto de vista de nuestra búsqueda de  la  identidad  teológica del laico, lo hasta aquí investigado nos lleva  a  una  primera  y obvia conclusión: el laico es, ante todo, un  fiel  cristiano  y  con  ello queda afirmada de la manera más positiva  su  dignidad  cristiana,  es decir, su condición de  hijo  de Dios,  su  participación  en  el sacerdocio de  Cristo  y  su  condición  de  miembro  de  pleno  derecho  del  Pueblo de Dios. Pero con ello no hemos dicho todavía lo que hace  de  ese cristiano un «laico» en el sentido teológico de la palabra. Para lograrlo debemos seguir indagando en la estructura fundamental de la Iglesia.

3.       El sagrado ministerio en la estructura de la Iglesia

Este nuevo paso es el que podemos expresar con unas palabras tomadas del Decreto Presbyterorum Ordinis, 2:

«El mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, 'en el que no todos los miembros tienen la misma función' (Rm 12, 4), de entre ellos a algunos los constituyó ministros, que en la societas fidelium poseyeran la sacra potestas Ordinis, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y ejercieran públicamente el officium sacerdotale  en el  nombre de Cristo en favor de los hombres».

De «entre los fieles, pues, algunos  son  ministros». Tocamos  aquí un punto esencial de la eclesiología católica w: la existencia en la Iglesia, por institución que arranca del mismo Señor Jesús, de un ministerio sagrado de naturaleza sacerdotal, que se transmite por me­ dio de un específico sacramento -el sacramento del Orden- y recae sobre algunos fieles, que pasan de este modo a ser los «ministros sagrados» («clérigos» en la terminología canónica) [10].

Pertenece a la esencia de la congregatio  fidelium  que es la  Iglesia  el ser, desde su mismo origen cristológico histórico, una comunidad organice exstructa (LG, 11); lo  que  significa  en  concreto  que,  siendo idéntico el nomen gratiae e idéntica la dignidad de los fieles por  razón de la fe y el Bautismo, hay en esa communio una diferenciación originaria de base sacramental: de entre  los que son fieles  de Cristo  por razón del Bautismo, algunos son  ministros  por razón del  Orden. No  podemos  ni  debemos  ahora  detenernos  en  esta  decisiva afirmación eclesiológica [11]. Tan sólo debemos considerar lo que es inmediatamente necesario para nuestro propósito.

Ante todo, que el sagrado ministerio comporta una nueva  manera de participar en el sacerdocio del único Sacerdote, Cristo. Esa nueva manera determina el proprium de los ministros  sagrados en la Iglesia,  lo característico de su posición  estructural  en  el  Pueblo  de Dios,  y,  en consecuencia, lo peculiar de su servicio: la «re-praesentatio Christi Capitis» [12]. La sagrada potestad que les adviene por el sacramento los hace capaces de prestar este servicio a que han sido llamados.

Esa nueva participación en el sacerdocio de Cristo difiere del sacerdocio común de los fieles essentia et non gradu tantum. Paradójica­ mente, esta afirmación de Lumen Gentium ha sido mal  entendida, como si fuera peyorativa para el sacerdocio común de los fieles, cuando en realidad es la defensa de la plena dignidad cristiana de la conditio fidelis: el sacerdote ministerial no es un «super-cristiano», sino un ministro, un servidor gracias a la presencia, en sus acciones ministeriales, de Cristo Cabeza de su cuerpo. El sacerdocio ministerial o jerárquico no es, pues, un grado que haga a  los ministros  más  «fieles»,  más «cristianos» que los demás miembros de la Iglesia; sino  que es algo esencialmente distinto, algo que se mueve en el plano del  medium salutis, no del fructus salutis [13].

De ahí que en un fiel que es ordenado presbítero u obispo, el sacerdocio común, que ya tiene por el Bautismo, no venga  «superado» o eliminado por la nueva participación del sacerdocio de Cristo que recibe en la ordenación, ni queda subsumido en ella, sino que permanece en él con su ontología y su operatividad específicas; el ordenado sigue siendo un christifidelis -ya lo hemos  dicho- con  todas las exigencias de su ser cristiano. La ordenación le otorga un proprium que, precisamente por ello, presupone la  permanencia  de  lo  común. A esto apuntaba San Agustín en su célebre texto: vobiscum christianus.

De esta manera, en nuestra reflexión sobre los elementos de la estructura de la Iglesia ha surgido, después del elemento común y fundante que es la condición de christifidelis, un primer elemento específico, también de origen sacramental, que es el ministerio sagrado. Este binomio «fieles-ministros» representa la originaria estructura sacramental de la Iglesia fundada por Cristo, que es una estructura sacerdotal, cuya dinámica resulta de la interrelación entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial, descrito en el n. 10 de la Constitución Lumen Gentium.

4.       Noción canónica y noción teológica de laico

¿Dónde aparece la «figura» del laico en esta consideración sacramental  de la estructura  originaria  de la  Iglesia?  La  respuesta  es: en ninguna parte. El nivel sacramental de la estructura, si se consideran las cosas con rigor teológico, sólo permite establecer el elemento común y radical –el christifidelis: el bautizado (y el confirmado)- y el elemento específico ministerial: los «ministros sagrados». Nada más. Parece, sin embargo, históricamente demostrado que es en el contexto de una reflexión que se sitúa en este nivel sacramental, donde va a surgir, ya a finales del siglo I, el primer uso cristiano de la palabra «laico». En efecto, desde San Clemente Romano [14] se designa con el nombre de laicos la condición en el Pueblo de Dios de aquellos fieles –en realidad, la multitud de fieles- que no son ministros sagrados [15]. Podríamos decir en consecuencia que con esta palabra se designa la nuda condición de cristiano, de christifidelis, en cuanto se contra-distingue de la posición estructural de los que recibieron el sacramento del Orden. Comporta, pues, una inflexión respecto de las dos categorías más originarias -fieles, ministros-; de ahí que su pri­ mera acotación estructural sea eminentemente  negativa -no         ser ministros sagrados- y comporta siempre, en este sentido, una ambigüedad conceptual, porque también los ministros conservan su condición pura de fieles cristianos, prolongada en su nuevo servicio. Esta primera noción estructural de laico no dice nada positivamente acerca de su condición laical, pues todo lo que de positivo hay en ella es lo que le adviene por la condición de fieles que tienen los laicos igual que los ministros. Es tan sólo una designación de los fieles no ministros.

Esta primera acepción, por razón de su origen, lo que busca en realidad no es la identidad de los laicos, sino identificar claramente quiénes son los titulares de la potestad eclesiástica y excluir en consecuencia pretensiones abusivas, carentes de soporte sacramental: a los que no tienen, por razón del Orden, la potestad  sagrada  en la  Iglesia, se los agrupa bajo la designación común de «laicos». Esta primera acepción significativa será la dominante durante siglos y perdura hasta el actual Código de Derecho Canónico, en cuyo can. 207 § 1 se lee:

«Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se llaman laicos.»

El tenor de este canon, sustancialmente idéntico al  correspondiente c. 107 del Código de 1917, nos ofrece lo que algunos han llamado «noción canónica» de laicos [16], también calificada como «noción sacramental»: laico sería el no-clérigo, es decir, el cristiano que sólo ha recibido el Bautismo (y en su caso la Confirmación), pero no el sacramento del Orden.

Esta definición, como he dicho, ha sido fuertemente  criticada  por su carácter negativo: nos dice lo que no  es el laico,  pero  no dice  lo que es. Esta crítica se comprende desde el poso histórico -indudablemente, clerical y reduccionista- de que se ha  revestido  con  los siglos y desde la parcialidad de su enfoque [17]. Pero, si hacemos de ella una consideración sistemático-teológica, es decir, si se contempla el sí mismo de las cosas en perspectiva formalmente eclesiológica, la calificación negativa no es del todo procedente. Pues el fondo real de esa noción es la condición fundante del christifidelis: no se limita  a decir que el laico es el no clérigo, sino el cristiano no-clérigo. Con lo cual asigna al laico la condición cristiana en toda su  simplicidad  y en toda su grandeza: es nada más y nada menos que la nueva criatura en Cristo [18]. El clérigo sería el que, además, ha  recibido  por  el  Orden otras determinadas funciones en la Iglesia. Sólo es, pues, negativa en apariencia la «definición canónica» de laico; por lo demás su utilidad técnica en el derecho sacramental y en la regulación canónica de la potestad eclesiástica no ha sido discutida: de ahí su recepción en el reciente Código.

Lo que en realidad ocurre es que esta noción es insuficiente en eclesiología. Esa insuficiencia se hace evidente al considerar que, en el sentido del can. 207, son igualmente «laicos» una monja clarisa, un hermano marista, una madre de familia cristiana o un cristiano ingeniero de la Volkswagen. Es decir, en este sentido,  hay  «laicos»  que son a la vez «religiosos».  Lo que significa  que la  «noción canónica» de laico no puede dar razón del proprium de los laicos en cuanto distintos no sólo de los ministros sagrados, sino de los religiosos; del proprium, quiero decir, de los religiosos y de los clérigos.

Ese proprium de los laicos en la Iglesia ha sido establecido con suficiente fuerza por la Const. Lumen Gentium en su ya célebre n. 31, que expresa la que ha sido llamada «descripción tipológica»  de  la figura del cristiano laico, pero que contiene en realidad todos los elementos que integran su identidad teológica.  Después  de  afirmar  que los laicos son todos los fieles cristianos, excluidos los ordenados in sacris y los religiosos, y que participan por su condición cristiana del triple munus de Jesucristo, el Concilio agrega:

«El carácter secular es propio y peculiar de los laicos (...) A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino  de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según Cristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor».

Este texto, que tiene una interesante historia redaccional en el Concilio -y al  que  volveremos después más a fondo-, recoge lo más logrado de la experiencia espiritual y teológica  de la Iglesia sobre el tema y afirma con toda claridad  que la relación cristiana  al mundo, en los términos que allí se establecen, constituye la nota teológica del laicado. Pero esto, afirmado aquí tipológicamente, debe ser teológicamente elaborado, si se quiere lograr una verdadera noción eclesiológica del laico. Lo cual implica que nuestra reflexión debe dar nuevos pasos, volviendo a considerar el ser mismo de la Iglesia tal como se refleja en su estructura fundamental. Pero quede  ya anotado que uno de los más serios obstáculos para una correcta teología del laicado ha sido de hecho la terminología misma, tanto por razones semánticas y etimológicas -que apuntamos al principio- como por la ambivalencia, por no decir equivocidad, que el término tiene en el uso eclesiástico, como acabamos de ver.

5.       Los carismas del Espíritu y la estructura de la Iglesia

El ser de la Iglesia, tanto in vía como in Patria, tiene origen trinitario: surge del Padre a través de la doble misión del Hijo y del Espíritu. La caracterización cristológica y pneumatológica de la Iglesia y, por tanto, de su estructura,  es  la  consecuencia  inmediata.  Cristo, de una vez por todas, ha dado a su Iglesia una determinada estructura; pero que efectivamente la tenga es obra del Espíritu. Y a  su  vez, es obra del Espíritu el que la Iglesia adquiera progresivamente conciencia de esa su estructura fundamental.

En efecto, como hemos indicado más arriba, la Iglesia nace y se mantiene, como unidad estructurada, por la «unción  del Espíritu», con la que el Padre y el Hijo «cristifican»  a  la  Iglesia  de manera  análoga a como el Padre hizo, de su Hijo hecho hombre,  el  «Cristo».  Esta acción trinitaria acontece en los sacramentos consecratorios, cauce instituido por Cristo para hacer que  la  fuerza  del Espíritu  haga  surgir ese doble elemento de la estructura de la Iglesia, que hemos llamado christifideles y ministri sacri y que son ambos esencialmente sacerdotales. Es ésta la primera y más radical acción «estructurante» del Espíritu en la Iglesia. Las posiciones estructurales que de ahí surgen, corresponden, por razón de su origen, a lo que podíamos llamar dimensión «sacramental» de la estructura de la Iglesia.

Pero no acaba aquí la donación del Espíritu ni la acción «estructurante» del mismo. Cristo, Cabeza de la Iglesia, rige, enseña y santi­ fica a  su  Pueblo  -desde  el  origen  mismo  de  la Iglesia- mediante un nuevo modo de donación del Espíritu que la Escritura llama «carismas». Junto al elemento «fieles» y  al elemento «ministros»,  pertenece, en efecto, a la estructura originaria  de  la  Iglesia  la presencia  eh ella de los carismas del Espíritu. Las posiciones estructurales que surgen de aquí podrían ser consideradas en consecuencia como la dimensión «carismática» de la estructura de la Iglesia. Es por este camino por el que aparecerá la posición propia de los laicos en la Iglesia y por el que, en consecuencia, podremos descubrir su identidad teológica.

La teología de los carismas, como es sabido, es uno de los aspectos de la eclesiología más necesitados de una correcta elaboración [19]. El Concilio Vaticano II -ya antes estaba el tema en la encíclica Mystici Corporis- hizo una recepción formal de esta doctrina en la  Const. Lumen Gentium, 12, dentro del capítulo 11, de tan decisiva  importancia para nuestra investigación. El tema se repite, en términos muy semejantes, precisamente al describir la misión de los laicos en el Decreto Apostolicam Actuositatem, 3. Ambos pasajes recogen de ma­ nera compendiosa los principales elementos de la  doctrina  paulina sobre los carismas, que da la base a toda la reflexión teológica en nuestro asunto.

Sin embargo, en los textos conciliares citados la significación  de  los carismas para la comprensión de la estructura de la  Iglesia  aparece todavía en estado embrionario. Entre otras razones  porque  el  tema, en su consideración propiamente eclesiológica, estaba casi sin abordar en la teología precedente al Concilio.

La teología posconciliar, en cambio, ha empezado a captar la importancia  estructurante  del  carisma [20]. Faltan, no  obstante,  estudios de amplio horizonte que, a partir de una buena exégesis paulina, profundicen en la teología de Lumen Gentium y se adentren en una consideración de la relación entre carisma y estructura en perspectiva sistemático-teológica [21]. Esto explica que la terminología «carisma» esté ausente por completo del Código de Derecho Canónico de 1983 y, por supuesto, falte toda utilización estructural del concepto.

La consideración de los carismas se sitúa de manera  inmediata  en el nivel propio de las realidades vitales y existenciales de la Iglesia: determinan, en efecto, la vida y la existencia  cristiana de los fieles y de la entera comunidad, y bajo esta perspectiva los contemplan los textos conciliares antes aludidos. Tan evidente es lo que decimos que algunos autores, como el P. Yves Congar en los años 50 [22], han estimado que a la «estructura» de la Iglesia sólo correspondía el elemento sacramental y jerárquico, reservando  el  estudio  de los  carismas  para la «vida» de la  Iglesia  en cuanto distinta  de su estructura. Pensamos, no obstante, que el carisma es una magnitud que afecta a la estructura originaria de la Iglesia. Una reflexión temáticamente estructural sobre los mismos es una tarea incipiente,  laboriosa  -como he dicho-, pero no por ello menos necesaria. Esa tarea obliga a proceder  con  tiento, para no confundir los planos ni invadir el sentido y la función de los demás elementos de la estructura de la Iglesia [23].

Si tomamos el término carisma en sentido amplio -es decir, no técnico  en  el  nivel  de  reflexión  estructural-,  la  entera  estructura de la Iglesia es efectivamente carismática, en cuanto que se suscita y se mantiene por la donación del Espíritu que le hace su Señor y Cabeza, Jesucristo. De la «unción del Espíritu»  -que  opera  la  caracterización de «fieles» y «ministros» a través de los sacramentos consecratorios- puede decirse con todo rigor que es el más radical de los carismas: en ella se da la abundancia del Espíritu. Es el caso de los ministros que han recibido  el sacramento  del Orden.  La declaración  de su naturaleza carismática es explícita en las epístolas pastorales:

«No trates con negligencia el carisma que hay en ti, que te fue otorgado por la palabra profética unida a la imposición de las manos por parte del presbiterio» (1Tm 4, 14). En este sentido, si hay un carisma del Espíritu para servicio de la comunidad, ése es precisamente el «ministerio sagrado».

Pero éste no es el concepto teológico-estructural de carisma. A esta noción pertenecen unas notas que distinguen al «charisma» de las respectivas nociones estructurales de conditio fidelis y  sacrum  ministerium.

1.       Sabemos que en estos dos elementos de la estructura eclesial la donación del Espíritu por parte de Cristo está vinculada, según estableció el mismo Señor, a una «colaboración» de la Iglesia misma: en concreto, a la celebración de los sacramentos consecratorios (Bautismo, Confirmación, Orden). Por el contrario, el carisma en sentido técnico, es decir, como elemento estructural diferenciado, hay que entenderlo como directa donación del Espíritu, en el sentido de no vinculada -por razón de su origen próximo- al sacramento: el Espíritu otorga los carismas a quien quiere y, sobre todo, como quiere. En este sentido, es lícito hablar -aunque la expresión puede ser malentendida- de «carismo libre» [24] en contraposición de lo que podría llamarse «carisma sacramental», y en el caso de los ordenados, «carisma ministerial».

2.       Las «posiciones» o «situaciones» originadas por los sacramentos consecratorios tienen una permanencia ontológica en los individuos (carácter) y una definitividad  estructural,  es decir,  trascienden a las personas concretas  en  el sentido  de que, para  que haya  Iglesia, es esencial que,  de  manera  permanente  (e  institucional,  por  tanto), se den las situaciones estructurales representadas por los dos elementos: sin «fieles» y sin «ministerio» no hay Iglesia. La «posición» eclesial en que la recepción del carisma sitúa al sujeto es, en cambio, teológicamente diferente. Aun en el caso de que el carisma sea una «de­ terminación mayor» de la existencia del sujeto [25] y configure de manera total y permanente su servicio en la Iglesia, su origen no está en  la ontología sacramental -aunque sí  siempre  fundamento-,  sino en lo continua donación del Espíritu, que exige la constante actitud de respuesta y compromiso personal (no se puede dejar de ser cristiano o sacerdote -por la ontología del carácter-, sí se puede  ser infiel al carisma-vocación-misión.

Desde aquí puede verse y enunciarse con propiedad  cuál  es  la razón formal bajo la cual el carisma debe ser considerado como elemento de la estructura originaria de la Iglesia. Lo que pertenece a esta estructura es que sobre los fieles  y los  ministros  el Espíritu  otorgue sus carismas: que haya carismas en la Iglesia; no, en rigor, las situaciones originadas por los dones carismáticos, que son múltiples y pueden ser cambiantes, según  los distribuye  el Señor  prout  vult. Dicho  de otra manera: lo que pertenece a la estructura  originaria  de la  Iglesia es que las «situaciones» estructurales de fieles y de ministros vengan modalizadas y desarrolladas carismáticamente; que con los carismas se configure en cada época y lugar la existencia cristiana y la vida de la comunidad; y que deban ser discernidos y respetados, para no apagar el Espíritu. Al resultado de esta acción carismática del Espíritu en la estructura originaria de la Iglesia en cada momento  histórico podría llamarse «estructura histórica» de la Iglesia.

Por aquí puede deducirse que los carismas, en su concreta facticidad y multiplicidad, apuntan a las personas (fieles y ministros), no confieren la estructura originaria de la Iglesia, aunque  pueden  dar lugar a las diferentes formas de su estructura histórica. Podemos decir que la estructura originaria de la Iglesia está integrada por los tres elementos (conditio fidelis, ministerio y carisma) a través de los cuales la gobierna el Espíritu de Cristo. O si se prefiere, que la estructura originaria de la Iglesia tiene una doble dimensión: la dimensión sacramental, de la cual surgen las condiciones estructurales que originan el binomio fieles-ministros sagrados; y la dimensión carismática que, modalizando aquellas situaciones estructurales, contribuye a configurar la estructura histórica de la Iglesia.

5.       Las grandes direcciones carismáticas y su reflejo  en la estructura de la Iglesia

Es lógico, por otra parte, que, al no ser la libertad del Espíritu arbitrariedad voluntarista, sino Amor que se entrega -«hablar de Cristo» (Jn 16, 14)-, la Iglesia discierna los modos ordinarios de manifestarse el Espíritu y pueda, por ejemplo, tener la audacia de llamar al «ministerio» -así para los  presbíteros en la Iglesia latina- sólo a aquellos fieles en los que discierne el carisma del celibato apostólico. Esto nada resta, ciertamente, a la tesis teológica que hemos mantenido acerca de la naturaleza estructural del carisma, pero nos abre a una nueva consideración de la máxima importancia en nuestra búsqueda de la identidad teológica del laicado.

En efecto, la teología posconciliar de los carismas se ha detenido casi exclusivamente en lo que podríamos llamar el «actualismo» de los carismas, en la dimensión «imprevisible» de la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere; y no ha prestado la necesaria atención al aspecto permanente y configurador que tienen las grandes direcciones carismáticas del Espíritu. Cuando se procede así, el recurso al carisma, o queda al margen de toda reflexión estructural sobre la Iglesia, o significa en realidad disolver la estructura permanente de la Iglesia: habría Espíritu, pero no, en rigor, estructura, porque el Espíritu es Dios, no Iglesia. En esta perspectiva, el elemento «ministerio sagrado» -al que antes hemos aludido- se difumina con excesiva frecuencia, pero, sobre todo -que es lo que ahora nos interesa-, la identidad propia del laicado y, por contra-golpe, la del estado religioso, desaparecen en la práctica: se es y  se actúa según  lo que el Espíritu proponga en cada momento. Decir «laico» o decir «religioso» -a  veces  incluso  decir  «ministro  sagrado»- en  realidad no es decir nada.

Como sucede con  tanta  frecuencia,  esta  visión  de  las  cosas  no es falsa por lo que afirma, sino por lo que niega o ignora. Este planteamiento de los carismas procede en el fondo de  una  lectura  selectiva y polarizada de los textos paulinos, que pone su atención casi exclusivamente en 1Co 14, con su descripción de la acción carismática en las asambleas litúrgicas. Pero, para San Pablo, los carismas no señalan sólo la actividad «puntual» de los cristianos, ni sólo su acción en las reuniones de oración y culto. Los carismas configuran también situaciones permanentes del «christifidelis» en el  modo  de vivir la totalidad de su vocación cristiana bautismal. En este sentido, el cap. 7 de la 1Co es decisivo para comprender la dimensión carismática de la estructura de la Iglesia. San Pablo está hablando concretamente del matrimonio y del celibato como determinaciones de la existencia cristiana. El pasaje es de sobra conocido. A Pablo le gustaría que todos fueran célibes, como él. Pero no se trata de opciones humanas: «Cada uno (ékastos) -dice el Apóstol-  ha  recibido  de Dios su propio carisma, quién de una manera, quién de otra» (1Co 7, 7). Es difícil exagerar la importancia de esta declaración del Apóstol en lo que a nuestro tema se refiere.

Ante todo, aparece claro que aquí el carisma no es una mera «función» externa, sino que afecta al núcleo de la existencia cristiana. Por ello mismo, San Pablo entiende que hay carismas que no son impulsos «ocasionales», «actualísticos», «transeúntes» del Espíritu, sino que envuelven de manera «habitual», incluso definitiva al sujeto, al ékastos cristiano. En el caso que San Pablo contempla, aparece incluso como carisma -don del Espíritu- algo que, en su contenido material, pertenece al orden de la Creación: el matrimonio, que es una realidad del mundo en cuanto mundo.

Pero lo que sobre todo me interesa subrayar a los efectos de nuestra investigación, es que San Pablo -que sabe muy bien que el Espíritu tiene consecuencias imprevisibles- discierne, sin embargo, en la acción del Espíritu unas «constantes», unas determinaciones carismáticas permanentes en la dinámica de la Iglesia y de la existencia cristiana. Pero permanentes en el doble sentido de que comprometen al sujeto de manera total y abarcante y de que son, a la vez, maneras recurrentes de prodigarse el Espíritu, determinaciones «constantes» -dije hace un  momento-  de la  manera  de ser  y vivir  el cristiano  en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Este principio de discernimiento paulino es el que subyace al discernimiento histórico que la Iglesia ha hecho de la dimensión carismática de su propia estructura. La Iglesia ha comprendido que el binomio de origen sacramental «fieles-ministros sagrados», sobre el que recae la múltiple variedad de los carismas, se ha expresado y prolongado, en la realidad histórica de la existencia cristiana, fundamentalmente en dos nuevas «situaciones estructurales» que responden a dos grandes y permanentes direcciones carismáticas del Espíritu. Son el laicado y el estado religioso. En ellas  la  autoconciencia  de la  Iglesia ha visto dos elementos permanentes de su estructura fundamental. Establecer la identidad teológica del laicado en su concreta realidad eclesiológica se reconduce, en consecuencia, a la identificación de su carisma propio; carisma que no sólo abarca la entera existencia de quien lo recibe -esto se da también  en  carismas  no  estructurales en sentido propio: por ejemplo, el celibato-, sino que determina en la Iglesia una posición estructural -la de los laicos- irreductible  a otra; carisma, por tanto, que configura la manera de expresar el ser y la misión de la Iglesia en el mundo que es propia de los fieles laicos.

Pedro  Rodríguez, en dadun.unav.edu/

Notas:

1. SÍNODO DE LOS OBISPOS, Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en ti mundo veinte años después del Concilio Vaticano II. Lineamenta, p. 13

2. Un ejemplo entre  muchos:  «La  continuita  col  Vaticano  II  implica  necessariamente in ecclesiologia il superamento  di  esso»  (B.  PORTE,  Laicato  e  laicita,  Genova  21986,  p.  44).  Para  el  reciente  debate  sobre  el  tema  en  Italia,  cuya  teología   ha sido   especialmente    sensible   en   los   años   recientes   a   la   cuestión   del   laicado,  vid. G. CANOBBIO, Si puo ancora parlare di laici e di laicato?, en «La Rivista del Clero italiano»   67   (1986)    215-224.   Desde   una    perspectiva   canónica    plantea   también la «superación»  del  Concilio  J.  A.  KONOCHAK,  Clergy,  Laity  and  the  Church's Mission in the World, en «The Jurist» 42 (1981) 422-447.

3. Ya lo apuntaba Y. CONGAR, en ]alons pur une théologie du la'icat, París 21954, p 13.

4.  Vid. sobre el tema P.  RODRÍGUEZ, El concepto de estructura  fundamental  de la Iglesia, en Veritati Catholicae. Festschrift für Leo Scheffczyk zum 65. Geburtstag, herausgegeben von Anton ZIEGENAUS, Franz COURT H, Philipp Se H AEFER, Aschaffenburg 1985, pp. 237-246. Sobre el concepto de estructura  de  la  Iglesia  se  había expresado antes, con enfoque distinto, Y. CONGAR en Ministerios y comunión  eclesial, Madrid 1973, pp. 48-50 (ed. francesa 1971). H. KÜNG,  Strukturen  der  Kirche,  Freiburg 1962,  a  pesar  del  título,  no  ofrece  en  realidad  un  concepto  de  estructura  fundamental: el plural es significativo.

5.  La  eclesiología  del  concepto  de  «christifidelis»,  con  su  aplicación   sistemática en el ámbito del Derecho canónico,  tiene  un  texto  ya  clásico:  A.  DEL  PORTILLO,  Fieles  y  laicos  en  la  Iglesia.  Bases  de  sus   respectivos   estatutos   jurídicos,  Pamplona. 1969, 21981. Hay traducciones en diversos idiomas.

6.  A. DEL PORTILLO, ibídem, p. 26. Vid. infra  nota  15.  La  propuesta  de  la  Conferencia episcopal alemana, en su documento El  laico, en la Iglesia y en el mundo (vid. «Ecclesia»,  3-1-1987,  p.  40),  de  «atribuir  el  nombre honorífico de laico también a todo miembro de la Jerarquía y  del  orden  religioso» me parece  reincidir  en  la confusión, dentro de  un  vocabulario  ya  en  sí  sumamente  ambiguo.  No  obstante,  hay que reconocer que la cuestión terminológica debería ser seriamente abordada.

7.  S. AGUSTÍN, Sermo 340, 1; PL 38, 1483. Citado en LG, 32.

8.  A. DEL PORTILLO, o.e. en nota 5, p. 38 nota 36.

9.  Vid. E. CORECCO, Il laici ne! nuovo Codice di Diritto Canonico, en «La Scuola Cattolica» 112 (1984) 200.

10.   Vid. CONC. TRm, sess. 23, decr. De sacram.  Ordinis,  DS  1763-1778;  todo el cap. 111 de la Const. Lumen Gentium y el documento El sacerdocio ministerial, del Sínodo de los Obispos de 1971, I, 4 (Salamanca 1972, pp. 23-25).

11.   Vid. el documento de la Conferencia Episcopal alemana Schreiben der  Bischof e des  deustchsprachigen  Raumes  uber  das  priesterliche   Amts,  ll-Xl-1969,   Trier  1970. Me  he expresado  sobre  el  tema  en  mi obra  Iglesia  y  ecumenismo, Madrid 1971, cap. IV: «El  ministerio  eclesiástico  en  el  seno  de la  Iglesia,  Pueblo de  Dios»,  pp.  173-220.

12.   Vid. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970, pp. 106-111, donde se comenta  la  expresión  de  PO,  2,  «in  persona  Christi  Capitis  agere».  Juan Pablo II se ha ocupado abundantemente del tema en sus cartas del Jueves Santo a los sacerdotes. Vid. especialmente el n. 4, titulado  «El  Sacerdote,  don  de Cristo para la comunidad», de su primera carta, Jueves Santo de 1979.

13.   Este punto lo ha visto bien B. FORTE, Laicato e laicita, o.e. en nota 2, p. 42.

14.   S. CLEMENTE ROMANO, Carta a los Corintios, 40,5; PG 1, 290.

15.   Ha marcado una época en la cuestión del origen  del  sustantivo laico  el estudio de I. DE LA POTTERIE, L'origine et le  sens  primitif  du  mol  «la"ic»,  en  «Nouvelle Revue Théologique» 80 (1958) 840-852. Ver también  J.  B.  BAUER,  Die Vorgeschichte van «Laicus», en «Zeitschrift für katholische Theologie» 81  (1959)  224-228;  M. JouR­ JON, Les premiers emplois  du  mot  «la"ic»  dans  la  littérature  patristique,  en  «Lumiere et Vie» 65 (nov. 1963) 37-42 y J. HERVADA, Tres estudios sobre el uso del término «laico», Pamplona 1973. El tema ha sido objeto recientemente de una relectura filológico-teológica por B. G H ERARDINI, Il laico. Per una definizione dell'identita laica/e, Genova 1984, pp. 1-20, subrayando el sentido cristiano del término. He aquí  su  conclusión: las fuentes paleocristianas demuestran «che  il  suo  senso  speciale  rifletta,  si, quello di laos, ma nel suo duplice contenuto concettuale di popolo eletto e di classi sottoposte» (p. 18).

16.   Vid. Y. CONGAR, ]alons ... , p.  35. El moderno  Derecho  canónico,  sobre  todo el que ha captado que la lex canonica debe reflejar una eclesiología profundizada y  ahora en concreto la eclesiología del Concilio Vaticano 11, sin abandonar esta «noción canónica» -por los evidentes servicios que presta en la legislación eclesiástica- e  ha  abierto  a  la  «noción  teológica»   de  laico,   que   trataremos   de  exponer   y   que ha sido recibida en el Código de 1983, en su  canon  225. Vid. sobre  el  tema  J. HERRANZ, Le statut juridique des lates: l'apport des documents conciliaires et du Code' de droit canonique, en «Studia Canonica» 19 (1985) 229-257.

17.   Soy muy consciente, mientras expongo estos análisis, de  la  compleja  problemática histórica -teológica, pastoral, canónica, ascética  y  debería  agregar,  social  y política- en la que ha surgido  y  se  ha  desarrollado  la  definición  compendiada  en  el canon que comento. Pero me he propuesto en esta ponencia hacer abstracción de esas complejidades,  cuya  descripción  aporta   sin  duda  gran   riqueza   de  matices,  pero  que, a la vez,  aboca  en  discusiones  sin  fin.  Por  lo  demás,  el  tema,  bajo  esta  perspectiva, ya ha sido objeto de investigaciones solventes. Mi  análisis  presupone  todo  ese  patrimonio histórico.

18.   Desde el punto de vista del origen del  término,  este  sentido  positivo  ha  sido subrayado por B. GHERARDINI, o.e. en nota 15, pp. 1-20.

19.   Una contribución sencilla  y  útil  es  la  de  D.  GRASSO, Los carismas en  la Iglesia, Madrid 1984.

20.   Ver, por ejemplo, G. HASSENHUTZ, Carisma. Principio fondamentale per l'or­ dinamento della Chiesa, Bologna 1973, con planteamientos sumamente discutibles.

21.   Esta escasez de estudios válidos sobre carisma y estructura es, en parte, consecuencia del planteamiento de Rudolph Sohm (1841-1917), que captó la importancia estructurante del carisma en la  Iglesia,  pero  poniéndolo  en  formal  oposición con su constitución jerárquica y con la existencia de Derecho en la Iglesia: «La esencia  del  Derecho  Canónico  está  en  contradicción   con   la  esencia   de  la   Iglesia» (R. SOHM, Kirchenrecht I: Die geschichtlichen Grundlagen, Berlín 19232, p. 700). La primera reacción católica excluyó sin más matices la posición  de  Sohm.  Está  representada por K. Mi:irsdorf, que  afirma  tajantemente:  «la  estructura  jerárquica  de  la Iglesia no  hace  posible  la  recepción  de  una  estructura  carismática;  estructura  jerárquica   y  carismática  son  conceptos  que  se  excluyen  recíprocamente»  (K. M6RSDORF, Das  eine  Volkgottes   und   die  Teilhabe   der   Laien  an  der  Kirche,  en  Ecclesia   et Ius (Festgabe Schenermann), München  1968,  p.  101).  Esta  posición  ha  sido  la  dominante en la escuela de Misirsdorf  hasta  nuestros  días.  En  la  teología  católica, Y. Congar, en las obras citadas, y sobre todo, K. RAHNER, Das Dynamische in der Kirche,  Freiburg 1964 contienen planteamientos interesantes, pero insuficientes. Por  desgracia,  la  uti­ lización estructural del carisma ha comenzado propiamente con las obras de H. KüNG, Strukturen der Kirche, citada  y  Die  Kirche,  Freiburg  1967,  con  unos  planteamientos  que han llevado a  los  resultados  conocidos  de  enfrentamiento  a  la  tradición  católica (vid. en AAS 72 (1980) 939-943, la Declaratio de quibusdam capitibus doctrinae theo­ logicae Professoris Johannes  Küng,  de  la  Congr.  para  la  Doctrina  de  la  Fe).  En  la llnea  de  H.  Küng  se  encuentra   L.  BoFF,   Igreia,  carisma   e   poder,  Petropolis 19812 , (vid.  de  la  misma  Congregación   en  AAS  77  (1985)  756-762  la  Noti/icatio  de scripto P. Leonardi Boff OFM, «Chiesa: carisma e potere»). Hace falta una eclesiología que reflexione  estructuralmente  sobre  los   carismas,   sin   dejarse   condicionar   por   Sohm, ni en el sentido  negativo  de  Misirsdorf,  ni  en  la  acrítica  recepción  de Küng.  Vid. Sobre el tema  P.  KRAEMER  - J. MOHR,  Charismatische  Erneurung  der  Kirche,  Trier 1980, pp. 85-90.

22.   En Vrai et fausse réforme dans l'Eglise, París 1950. Cfr. Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973, pp. 48-49., 1

23. Es lo que no ha hecho H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1967, pp. 216-2.30, que viene a identificar la estructura de la Iglesia con su dimensión carismática.

24.   Vid. K. RAHNER en Handbuch der Pastoraltheologie, I (Freiburg 1964) 149 SS.

25.   Vid. sobre este punto P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona 1986, pp. 25-35.