La liberación hacia el amor por la gracia de Cristo IV

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Escrito por Krzysztof  Gryz
Publicado: 15 Octubre 2023

3.       La libertad humana en el desarrollo de la vida de gracia

a)       La cooperación con la gracia

Es obvio que, por razones del específico planteamiento de la vida espiritual que hace san Juan de la Cruz en su obra, en ningún momento se dirige a analizar la  cooperación del hombre con la gracia en el acto de justificación. El objeto de su interés es el hombre ya santificado, en el cual Dios está presente  de  una  manera nueva «por la gracia y amor». Debemos  por  lo  tanto  prescindir de este momento tan misterioso de la conversión y de lo  que se esconde detrás de ella cuando el hombre cambia radicalmente su status: de ser enemigo de Dios pasa a ser  «agraciado en sus  ojos». Sin embargo, a base de esta relación de amor el  hombre   puede, o no,  cooperar  en  cada  de  sus  actos  con  las  gracias  actuales  con el fin de alcanzar la unión perfecta con  Dios.  Esto  constituirá  el objeto de nuestro análisis, al mismo  tiempo que esperamos descubrir algunas leyes universales de esta cooperación válidas en cada estado del desarrollo espiritual.

Para san Juan de la Cruz, la cooperación humana significa siempre el ser dócil a la iniciativa de Dios que  le llama  a su  unión  con ÉL. El grado de esta unión depende en última instancia de la voluntad de Dios pero también de la capacidad receptiva  del  hombre, es decir, de la medida en que se abre al amor divino. Esta  apertura, a su vez, está determinada por la actividad del Espíritu Santo y la disposición del hombre. La  cooperación se realiza cada vez mejor cuando el  hombre  pasa  de  su  modo natural de obrar hacia el modo espiritual porque entonces puede comunicarse con la gracia que tiene carácter puramente espiritual. Este proceso el santo lo presenta en su doctrina de total purgación, cuando el alma saliendo de su vida sensual alcanza el fondo de su ser, donde mora sustancialmente Dios.

Es conveniente primero explicar una distinción que el santo doctor hace entre «lo sobrenatural» y «lo espiritual» [98]. «Lo sobrenatural» tiene en san Juan de la Cruz tres sentidos diferentes. En primer lugar, significa algo que el hombre mismo no se puede dar, es decir, que no es resultado del desarrollo natural de sus propias facultades o potencias, sino que supera su  capacidad  por  más  infinita que esta sea. Es algo que es dado por Dios aunque la forma en que sea percibido por el  alma puede ser muy distinta. Luego, «lo sobrenatural» expresa una realidad  que  se  presenta  al  hombre por medio de cualquiera de sus sentidos  o  potencias.  Tal  es el  caso de visiones, locuciones o profecías. Es lo sobrenatural extraordinario que no constituye la materia  esencial  para  la  salvación  del hombre y que incluso no es deseable, porque lleva el peligro de equivocación o puede ser  el  motivo  de  enorgullecerse [99]. Finalmente, «lo sobrenatural» significa aquello que el alma siente directamente en su sustancia sin la mediación de los sentidos ni de las facultades. Es recibido pasivamente en desnudez y pobreza espirituales. En este  sentido se une a veces a lo  espiritual. En  general, «lo sobrenatural» se inclina a indicar la fuente de donde provienen todos los dones, habla de Dios como  origen  de la acción en el alma y hace hincapié en su divina gratitud. Pero la palabra  preferida  para  hablar de  las intervenciones  de  Dios  en  el  alma  es  la palabra «espiritual». «La palabra sobrenatural subraya mejor la gratuidad divina: Dios actúa solo y hace todo; la  palabra  espiritual  subraya mejor la participación  del  hombre:  Dios actúa  solo  y  hace  todo en el hombre con el hombre» [100].

Con «lo espiritual» designa el santo fundamentalmente dos realidades. Primero, es una parte del alma, la más profunda que constituye su centro o sustancia [101]. Es una parte del alma que comunica con Dios [102]. En relación con esto, habla de la «vía del espíritu» en cuanto toda la actitud de interiorización, es decir, el conseguir la pobreza y desnudez del alma equivale a alcanzar su centro espiritual. En segundo lugar, «lo espiritual» significa un don gratuito de Dios recibido en la sustancia misma del alma pasivamente de una manera oscura y general, es decir, sin mediación alguna de los sentidos. Como, por ejemplo, lo afirma en la Subida: «la comunicación de Dios en el espíritu se hace ordinariamente en gran tiniebla  del alma» (1S 2, 4). Es lo que los teólogos califican  de sobrenatural esencial, en oposición a lo sobrenatural modal, es decir, las gracias carismáticas, gracias gratis datae, de las que hemos hablado más arriba. Pero la distinción espiritual-sobrenatural referido a la gracia tiene en san Juan de la Cruz un significado más amplio. Para él cada gracia actual está compuesta de dos estratos, «de una corteza, que es la manera clara y distinta que tiene de presentarse al alma, y de un núcleo, que es la gracia espiritual que Dios destina al alma por medio de esta comunicación» [103]. El núcleo espiritual es la esencia misma de la gracia que opera en el centro del alma y es el efecto directo de la presencia de Dios en ella. Desde allí, la gracia irradia en las potencias del alma, y entonces su actuar se asemeja al modo de obrar de las potencias. Pero la forma es sustancialmente distinta ya que el carácter y el objeto de tal actuación son sobrenaturales, lo que las potencias por sí solas no podrían engendrar. Como ejemplo, el santo acude a la imagen de la luz que atraviesa el aire, y a continuación dice: «de la misma manera acaece acerca de la luz espiritual en la vista del alma, que es entendimiento, en el cual esta general noticia y luz que vamos diciendo sobrenaturalmente embiste tan pura y sencillamente y tan desnuda ella y ajena de todas las formas inteligibles, que son objetos del entendimiento, que  él no la sienta ni  echa de ver; antes a veces, le hace tiniebla, porque le enajena de sus acostumbradas luces, de formas y fantasías» (3S 14, 10).

Después de estas precisiones podemos afirmar que para san Juan de la Cruz la cooperación con la  gracia significa en primer lugar una preparación interior, de tal manera que la gracia recibida pueda actuar según su propio dinamismo y su carácter puramente espiritual. Cooperación, por lo tanto, no es solamente un cese del natural modo  de  obrar  de  sus  potencias,  que  no  pueden  responder al don de la gracia, sino que es pasar de lo sobrenatural al nivel espiritual, dejando que la gracia obre en la sustancia del alma según su propia naturaleza, es decir, pasivamente [104]. El estado correspondiente a la pasividad es por parte del  hombre la desnudez y pobreza espiritual. «La purgación, contemplación, o desnudez o pobreza de espíritu, todo aquí es  una  misma  cosa»  (2N  4,  1).  En esta dirección apunta por entero el programa  de  las  purificaciones  que propone el santo carmelita durante las noches. La cooperación significa, pues, el recogimiento en el centro del alma, donde mora Dios y donde opera lo sobrenatural esencial. Solamente entonces puede el  hombre  responder  plenamente,  es  decir,  de  acuerdo  con el fin previsto por Dios, de los influjos que provienen de la gracia esencial. Tenemos por  lo  tanto  como  dos  movimientos  del  alma que,  primero,  tiene que llegar a  su  centro  y  allí  encontrarse   con la fuente de su santificación, y  para  conseguir  esto  ha  de  desconfiar de las operaciones de sus potencias,  para poder luego desarrollar su vida espiritual con sus potencias pero ya  transformadas en las potencias divinas por las comunicaciones que ha recibido de Dios en el centro del alma. Así el alma llega a la unión y luego vive  esta unión.

Es preciso añadir que este proceso de recogimiento  tampoco el hombre lo obra con sus solas fuerzas. Pasar al centro del alma requiere la ayuda de la gracia, que estando infundida en  el centro del alma, en «lo espiritual», desde allí obra sobre las potencias del alma generando en ellas la fe y el amor sobrenaturales. El hombre siguiendo sus impulsos  puede superar  todo  lo sensible  y externo  y descubrir lo esencial que es la presencia de Dios en el centro del alma y en consecuencia entrar en la unión con Él. Por eso, solamente las virtudes teologales sirven como medio para la unión.

«Las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que tienen, respecto a las dichas tres potencias, como propios objetos sobrenaturales, y mediante las cuales el alma se une con Dios según sus potencias» (2S 6, 1).

Al mismo tiempo, es el proceso de liberalización de todas las imperfecciones que pueden ofrecer los sentidos y facultades del alma todavía no transformadas en las operaciones divinas. Como hemos señalado en el capítulo segundo [105], el  hombre, al entrar en el centro de su alma, llega al fundamento mismo de su ser y, en consecuencia, se posee a sí mismo en plena libertad. «Su  centro  más profundo es también el centro de su libertad: el centro, donde, por decirlo así puede concentrar todo ser y señalarle una de, terminada orientación. Ciertas decisiones de  menor importancia podrán en cierto modo ser tomadas desde un punto situado  mucho más al exterior; pero serán decisiones superficiales; (...) y,  después  de  todo,  tampoco  será  una  decisión  libre,  porque  el  que  no es dueño absoluto de sí mismo no puede obrar  sino  inducido, no puede disponer de nada con verdadera libertad» [106]. La libertad humana de actuar, la libertad externa que  siempre  ha  poseído, al llegar al centro del alma consigue su plenitud, su  perfección,  al  mismo tiempo que adquiere una nueva dimensión  teologal. «Alcanza la libertad preciosa y deseada de todos, del espíritu salió de lo bajo a lo alto, de terrestre se hizo celestial y de humana  se  hizo divina» (2N 22, 1). Todo esto  por  haberse  encontrado  con  la  gracia que precisamente posibilita y funda la nueva dimensión de la libertad.

Surge, sin embargo, una pregunta. ¿Es posible que solamente aquel  hombre  sea  capaz de una decisión perfectamente  libre  que ha alcanzado el centro de su ser, o sea, la perfección? E. Stein modifica todavía esta pregunta diciendo que, al parecer, la libre  actuación del hombre en su  centro  es  aún  más  disminuida  porque  es  Dios quien hace todo en  ella de  manera  pasiva.  Pero luego  responde así. «Sin embargo, en esta  actitud receptiva  es donde  cabalmente se pone de manifiesto la participación de su libertad, participación que se hace  mucho más decisiva, por  cuanto, si Dios hace aquí todo, es porque primero el alma se le ha entregado  más  por entero. Y esta entrega constituye el ejercicio  supremo  de  su  libertad» [107]. En consecuencia, la autora parece inclinarse a la respuesta afirmativa de dicha  pregunta. A continuación desarrolla  -a   base de  textos  sanjuanísticos-  su  propio  análisis  del  hombre sensual, que todavía vive lejos del centro de su alma. Sus  decisiones son más o menos superficiales, porque movidas únicamente por el sentido no quieren adentrarse en la búsqueda de otros motivos que, lógicamente, les llevarían hasta el fondo de su ser. En conclusión dice: «sí; podemos afirmar sin  titubeos: una decisión real y auténtica  no  es  posible,  en  definitiva,  sino  desde  el  hondón   del   alma».

Esta profundidad de la decisión se basa precisamente en la unión con Dios que habita en el alma. «Nadie está por sí en situación de abarcar con su  mirada  todos  los  motivos  y contra-motivos que hacen oír su voz en una decisión. Cada cual sólo es capaz de decidirse como mejor puede, conforme a su  saber y conciencia, dentro de lo que se le alcanza. Pero el  hombre  creyente  sabe  también que hay Uno, cuya mirada no  está  limitada  a  ningún  horizonte, sino que abarca en realidad todo y todo  lo  penetra» [108].  Entonces, para poder  ser  perfectamente  libre,  es  decir,  poder  tomar cada decisión con plena visión de la verdad en todas sus profundidades,  hay  que  dejarse  guiar  y  llevar  por  el  Espíritu  de Dios.

Esto lleva a la suprema obediencia a Dios y precisamente en este momento el hombre ha conseguido ser libre. Este es, en consecuencia, el sentido que da san Juan de la Cruz a la cooperación humana con la gracia.  «El que verdaderamente no quiere sino lo  que Dios quiere, así con una fe ciega  y absoluta,  ha conquistado  la más alta cima que al hombre es dado alcanzar con la gracia divina: su voluntad está enteramente purificada y libre de toda atadura a estímulos terrenos; está en razón de su libre entrega, unido con la voluntad  de Dios» [109]. Su libertad en la unión con Dios es de tal grado que el alma es dueña no sólo de sí misma sino también de Dios. «Porque allí ve el alma que verdaderamente Dios es suyo, y que ella le posee con posesión hereditaria, con  propiedad  de derecho, como hijo  de Dios  adoptivo,  por  la  gracia  que Dios le hizo de dársele a sí mismo» (LB 3, 78).

b)       La gracia y el libre albedrío [110]

Como hemos podido observar en diversos momentos de nuestra tesis, san Juan de la Cruz, a pesar de haber recibido la formación teológica en la escuela tomista, no siempre sigue exactamente sus proposiciones. Pero en un punto es muy fiel a ella, a saber, al hecho de que Dios es Dios y la criatura  es  criatura,  y en consecuencia, en dar tanta importancia a la omnipotencia y omniactividad de Dios. Dios causa no solamente el hecho, la santificación del hombre, sino también el modo de su acción. La libertad, para san Juan de la Cruz, no es un absoluto que existe independiente de la voluntad del Creador y que es algo superior al hombre mismo. En virtud de la unidad esencial del hombre, la libertad, en cuanto expresión de su personalidad, es una realidad creada en dependencia de Dios. Por la presencia natural de Dios en las criaturas Dios funda el ser y la acción  misma  de la libertad, la mueve para que sea libre. Por la presencia sobrenatural en el centro del alma Dios mueve la libertad para que sea expresión  de  su acción gratuita de amor. Esta convicción  se ha visto confirmada y todavía aumentada por la experiencia de la unión mística. Al verse regalado con tanta gracia, el santo se olvida de sí y todos sus trabajos le parecen hasta tal punto desproporcionados que no les concede mucha importancia [111]. Sabemos que en realidad no es así; pero teniendo en cuenta esta específica perspectiva mística, debemos analizar con cuidado sobre  todo  aquellos  textos  que  hablan de la libertad humana.

Para el santo de Fontiveros Dios es el principal agente de la vida sobrenatural del hombre. Sin la intervención previa de Dios el hombre es incapaz de hacer cualquier acto sobrenaturalmente bueno, así como tampoco podría permanecer en el estado de gracia. En la canción 30 del Cántico -que es especialmente  interesante para nuestro tema- el santo afirma: «el movimiento para el bien de Dios ha de venir solamente» (30, 6) [112]. San Juan de la Cruz está pensando en el primer movimiento  de Dios que  genera  en el alma la gracia sobrenatural. Dios ha mirado gratuitamente al hombre y con esta mirada ha suscitado en él el deseo de  amor. Al mismo tiempo suscita la decisión de buscar la satisfacción  de este deseo no en las criaturas sino en Dios. En este sentido es una conversión, es decir, una inversión del orden heredado de Adán, cuya lógica consistía en dar primacía a las criaturas sobre Dios. Pero gracias a la mirada de Dios el hombre «determinadamente se convierte a servir a Dios» (1N 1, 2), devuelve la primacía a Dios. Ese es el acto de la libertad que cambia la opción de las actitudes humanas. La libertad obra según su naturaleza, se mueve en el campo que es propio de ella. Se desprende de las criaturas y, movida por Dios, se abre a una realidad nueva y transcendente que supera su propio modo de obrar. Pero no va en contra de su naturaleza, al contrario, con esto da testimonio de su perfecta libertad, es decir, tener el poder de elegir en contra de las determinaciones de las criaturas. Descubre su dimensión espiritual, abre un nuevo espacio de su existencia. A partir de entonces «la va Dios criando en el espíritu y regalando» (1N 1, 2). En este sentido la mirada de Dios es eficaz porque permite a la libertad hacer la elección ya no solamente entre una criatura u otra, sino la elección entre la criatura y Dios.

Este impulso a la vida sobrenatural es continuo y el santo doctor lo define con la noción de pasividad y lo coloca en el centro del alma. En el caso de las aprehensiones sobrenaturales, dice que «pasivamente se obran en el alma en  aquel  mismo  instante que se representan al sentido, sin que las potencias de suyo hagan alguna operación» (3S 13, 3); más aún, las potencias no deben intervenir, porque «a lo sobrenatural no se mueve el alma ni se puede mover, sino muévela Dios y pónela en ella» (3S 13, 3). En este caso el santo se refiere al modo natural de obrar de las potencias que no tienen ninguna compatibilidad con la acción divina, y esto por dos razones. Primero, porque las potencias operan sobre los sentidos, en cambio, esta comunicación divina es de carácter puramente espiritual; segundo, porque es el don propiamente sobrenatural. «Por cuanto el alma no puede obrar de suyo nada si  no es  por sentido corporal, ayudada de él su negocio  es ya sólo  recibir de Dios, el cual solo puede en  el fondo  del  alma (sin  ayuda  de  los sentidos) hacer obra y  mover  al alma  en  ella» (LB 1, 9). Por lo tanto, la comunicación sobrenatural puede ser recibida  sólo en el centro del alma que reúne estas dos condiciones, es una parte espiritual del alma y es lugar donde habita Dios por  la  gracia. Desde el centro la gracia penetra las potencias que tienen allí su principio operativo y les infunde tanto el conocimiento sobrenatural de fe como el amor para que hagan las acciones sobrenaturalmente buenas. Las potencias pueden seguir este impulso, pero pueden oponerse volviendo a su natural modo de  actuar.  En  el segundo caso el hombre no coopera con la gracia divina.

Podemos observar también que, para san Juan  de  la  Cruz, esta actuación pasiva de la gracia en el centro del alma es siempre eficaz, es decir, obra su fin querido por Dios. Hablando de las mismas aprehensiones afirma que «Dios hace en el alma su efecto sin que ella sea parte para impedirlo  (...)  aquel  efecto  que  había  de causar en el alma mucho más se le comunica en sustancia (...), porque como también dijimos, el alma no puede impedir los bienes que Dios le quiere comunicar ni  es  parte  para  ello»  (2S  17, 7). Esta gracia penetra eficazmente la sustancia del alma y dispone suficientemente la voluntad para la elección, sin embargo no la de­ termina para tal acción. Como hemos afirmado en el párrafo anterior la gracia actual tiene en la visión del santo como  dos sustratos, un núcleo espiritual que opera en el centro del alma y que es siempre eficaz y una corteza que ejerce su influjo sobre las potencias y en este caso sería la gracia suficiente. En cuanto las potencias se retiran cada vez más por el proceso de interiorización al centro de su ser, al fondo del alma, cada vez más la influencia suficiente de gracia se convierte en la eficaz.

El problema que se plantea es la cuestión de la naturaleza teológica de estas aprehensiones  de  que  está  hablando san  Juan de la Cruz. ¿Son ellas las gracias extraordinarias (gratis datae), o son gracias actuales que causan una obra buena, o son gracias místicas que llevan a la unión? El santo doctor no hace ninguna  calificación estrictamente teológica. Consideramos que no se trata de las gracias gratis datae ya que a éstas el santo las coloca en las potencias del alma y no en su centro. Por lo que se refiere a la segunda posibilidad, no hay ninguna objeción, puesto que san Juan de la Cruz trata las gracias místicas como gracias actuales, salvo que éstas tienen un fin determinado que es llevar al alma a la unión. La tesis se confirma cuando el santo, al hablar de las aprehensiones, acude a su imagen  del rayo que penetra la vidriera. Esta imagen le sirve frecuentemente para expresar la  transformación del alma en Dios. «Las que son de Dios penetran el alma y mueven la voluntad a amar, y dejan su efecto, al cual no puede el alma resistir aunque quisiera más que la vidriera al rayo del sol cuando da en  ella» (2S 11, 6). Otra vez está hablando de una moción que inclina fuertemente la voluntad. El hombre no puede resistir a esta inclinación, pero puede obstaculizar su acción con «alguna imperfección o propiedad» (2S 17, 7). Pero si esto no sucede el alma puede ser movida por Dios de modo cada vez más fuerte hasta que sus operaciones sean divinas. Esto, sin embargo, se da  sólo  en  la  unión mística. «Es verdad  que apenas se hallará alma que en todo y por todo tiempo sea movida de Dios, teniendo tan continua unión con Dios que sin miedo de alguna forma sean sus potencias siempre movidas divinamente, todavía hay almas que muy ordinariamente son movidas de Dios en  sus operaciones,  y ellas  no son las que se mueven, según aquello de san Pablo: que los hijos de Dios, que son estos, transformados y unidos en Dios, son movidos del espíritu de Dios (Rm 8, 14), esto es, a divinas obras en sus potencias» (3S 2, 16). La primera tesis responde al don especial  de la confirmación en la gracia; la parte segunda habla de la presencia de la gracia en la vida de cada cristiano.

Es cierto que el hombre no puede resistir a la moción de la gracia en el centro de su alma si está en estado de justificación, porque, como en este centro habita Dios, sería una contradicción. Pero el alma puede oponerse, o mejor dicho, no responder adecuadamente a la moción que  ejerce la gracia en las  potencias. Su objeto es iluminar el entendimiento con la luz de la fe e inflamar la voluntad con el amor  sobrenatural.  Pero si las  potencias  vuelven a su natural modo de obrar, es decir, si se inclinan hacia las criaturas, entonces no obran sobrenaturalmente y pueden caer en la imperfección o en el pecado, porque  Dios  «aparta  su  gracia  y  favor de aquel hombre. De donde necesariamente se sigue el ser engañado por causa del  desamparo de  Dios» (2S 21, 13). En cambio, si el hombre  responde  a  la  moción  de  Dios, la gracia obra en él a través de  sus  propias  obras.  Entonces  el  hombre  no  solamente está en la gracia sino que, además, vive la vida de la gracia.

Es Dios quien mueve al alma por la gracia,  pero  lo  hace  a través de las propias operaciones del alma. San Juan de la  Cruz nunca desprecia la libertad,  porque  el  hombre no es sujeto pasivo de la unión. La unión de amor no es tan sólo una entrega extraordinaria que hace Dios al alma. El santo carmelita muchas veces subraya el carácter recíproco de la  unión. Resulta, pues, que  cuanto más alta es la cumbre de la vida espiritual que alcanza el hombre, tanto más libre se hace, hasta  hacerse capaz de  ser  consorte  de Dios. No se puede pensar en un grado más alto de la libertad.

«Cuando Dios como un águila vuela sobre el alma y con su gracia en un rapto la eleva en las sublimes éxtasis, no lo hace sin su consentimiento, o al menos, sin que ella no lo ha confirmado con habitual y libre tendencia de sus aspiraciones y peticiones. Lo mismo sucede en el caso cuando Dios da los dones sobrenaturales, en los cuales el alma nunca había pensado, o  incluso si quisiera oponerse  a ellos. Aun en estos casos no se da ninguna violencia de su libre voluntad. Porque según los textos, en el  primer  caso se trata sólo de una postura de indiferencia del alma, el segundo es una situación irreal, la que solamente  indica, porque la acción  de la gracia  se tiene lugar antes de que alma tomase una postura y por eso no pueden tener lugar contra la voluntad del alma» [113].

Ya en la mencionada canción 30 del Cántico dice el  místico  que, aunque es Dios el principio absoluto de la acción buena del hombre, esto no se hace sin la cooperación del hombre. «El movimiento para el bien, de Dios ha de venir  solamente,  mas el correr, no dice que El solo ni ella sola, sino corremos  entrambos, que es el obrar Dios y el alma juntamente» (CB 30, 6). En  este pasaje  habla de las obras de los santos  que  resultan ser  como  unas  guirnaldas para la cabeza del  Esposo Cristo. Estas guirnaldas son fruto de la gracia y la respuesta amorosa  del  alma. «No dice (el  Esposo): haré yo las guirnaldas solamente,  ni  haráslas tú tampoco a solas, sino harémoslas entrambos juntos; porque las  virtudes  no  las  puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas  en  el alma sin ella» (CB 30, 6). El  texto se refiere a los efectos de la colaboración con la gracia, cuando el alma responde en sus potencias a la moción de la gracia que proviene del centro del alma. Entonces las potencias obran virtualmente, es decir, el entendimiento vive de fe, la  voluntad  de  amor  y la memoria de esperanza.

Esta perfecta armonía entre la vida divina y las operaciones del alma hechas divinas puede ser experimentada por el santo en su grado más perfecto y -con la ayuda de la gracia mística- de manera directa. La expresión de esta experiencia la encontramos en Llama, cuando compara el alma transformada por el amor en la llama.  El  aire de la llama son  las operaciones del alma, el fuego que mueve el aire y lo inflama es el Espíritu Santo presente en el alma por la gracia. El fuego no pue­  de arder sin el aire y de la misma manera el aire no tiene otros movimientos que los de fuego. «Diremos que es como el aire que está dentro de la llama, encendido y transformado en la llama, porque la llama no es otra cosa que aire inflamado, y los movimientos y resplandores que hace aquella llama ni son sólo del aire, ni sólo del fuego de que está compuesta, sino junto del aire y del fuego, y el fuego los hace hacer al aire que en sí tiene inflamado» (LB 3, 9). En otro lugar precisa todavía más: «todos los movimientos de tal alma son divinos, y, aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento» (LB 1, 9).

Una vez más, como fue el caso del rayo que penetra  la  vidriera, el santo encierra el misterio en una imagen. Entonces quiso expresar el misterio de la  transformación  del  hombre  en  Dios  por la gracia, ahora intenta expresar  otro  aspecto de ese  mismo  y  único misterio: el encuentro de la gracia  con  la  libertad  humana. En vano buscaríamos una fórmula filosófica, o un sistema teológico de explicación compuesto por palabras unívocas y con un sentido determinado. En cambio, tenemos una metáfora, que por sí sola es misteriosa. Pero ¿acaso esta metáfora no vale más? ¿Acaso lo misterioso se puede explicar con lo unívoco?  ¿Qué es más revelador? El santo de Fontiveros ha optado por las metáforas adaptándolas magistralmente al misterio. Tal  vez  sea  esa,  precisamente,  una  de sus grandes aportaciones al desarrollo de la teología.

4.       Los méritos del amor

a)       Las obras naturalmente buenas

En una lectura  superficial  de  las  obras  de  san  Juan  de  la Cruz podría parecer que el santo atribuye la importancia exclusivamente a la actitud interior y  espiritual del  alma,  despreciando sus obras externas.  Aun  cuando  hace  hincapié  en  el  desarrollo de  la vida espiritual, lo hace como fundamento y fuente  de  su  vida activa. La fe da valor a las obras, pero las obras hacen viva la fe [114]. Para el  santo doctor el hombre presenta una unidad esencial y no se puede separar su vida interior de la exterior, las obras son la expresión externa del mismo espíritu. Por lo  tanto  en  el  trato con Dios  no  bastan  las  meditaciones,  hay  que  buscarle  con  las obras [115].

En el capítulo 27 del tercer libro de Subida analiza el valor que pueden tener en la vida espiritual los bienes morales. Con este nombre denomina «las virtudes y los hábitos de ellas en cuanto morales, y el exercicio de cualquiera virtud y el exercicio de las obras de misericordia, la guarda de la ley de Dios, y la política, y todo exercicio de buena índole e inclinación» (3S 27, 1). Trata aquí de toda actitud moral naturalmente buena que merece su valor y estimación por dos causas.  Primero,  por  lo que  ella  es  en  sí, en cuanto reflejo de la bondad divina,  porque  Dios «ama  todo lo bueno aún en el bárbaro y gentil» (Ibídem, 27, 3). En segundo lugar, por el bien que produce que, sin embargo, para un cristiano debe ser como «medio e instrumento», del cual  puede servirse  en su camino hacia Dios. A los que realizaban estas obras Dios «pagaba temporalmente». Como ejemplo pone los personajes del Antiguo Testamento que gozaban de la larga vida, honra  y señoría, o los romanos que por gobernar en paz y  orden  con  leyes  justas Dios «les sujetó así todo el  mundo» [116].  Pero  con  todo  esto  no eran capaces del premio eterno porque no estaban en gracia. El cristiano, en cambio, debe gozarse de estos bienes solamente en cuanto «haciendo las obras por amor de Dios le adquieren vida eterna» (Ibídem, 27, 4). Al final, expone su opinión de que el valor de las  obras  humanas  sólo se  funda  en  el  amor sobrenatural.

«El  cristiano ha de advertir que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas,   penitencias,  oraciones,   etc.,  que   no  se  funda tanto en la cuantidad y cualidad  de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas» (Ibídem, 27, 5). El santo distingue claramente estos dos niveles: natural y sobrenatural. Como  el  hombre  no puede, con sus propias fuerzas, levantarse al orden sobrenatural no pueden valer sus obras. Incluso un acto que tiene por objeto o motivo una realidad sobrenatural no puede ser meritorio. Pero el santo mismo pone una objeción  a la que luego va a responder. Es el caso de un deseo natural de Dios que naturalmente dispone al hombre a recibir la gracia. En cuanto es puramente natural  no tiene valor meritorio, pero san Juan de la Cruz dice que no es un apetito natural el hecho de que un alma desee a Dios. «No es aquel apetito, cuando el alma apetece a Dios, siempre sobrenatural, sino cuando Dios le infunde, dando El la fuerza del tal  apetito, y éste es muy diferente del natural, y, hasta que Dios le infunde, muy poco o nada se merece» (LB 3, 75).

b)       El amor, único motivo del mérito

Al final de Subida, después de haber analizado  el valor  de los diversos bienes, tanto morales como sobrenaturales, afirma que solamente las obras hechas en la caridad producen el fruto de la  vida eterna, porque «¿qué  aprovecha  y qué  vale  delante  de Dios lo que no es amor de Dios?» (3S 30, 5). Esta pregunta encierra  en  sí la idea principal que tiene san Juan de la Cruz acerca del  mérito.

Tres canciones del Cántico, desde la 30 hasta la 32, tienen una importancia fundamental en este tema. Se complementan mutuamente hasta tal punto que podríamos  pensar  que  la  32  fue  escrita para rectificar posibles malentendidos surgidos  de  las  anteriores. Hemos hecho referencia a la canción 30 al  tratar  de  la cooperación del hombre con la gracia. La canción habla del alma enamorada  de  Dios que con las  virtudes  y  buenas  obras  encanta de esta manera a Dios,  quien  se enamora de ella. Para conseguir esto el alma lleva una guirnalda de flores hecha en «frescas mañanas». Esta metáfora expresa las obras y  trabajos  hechos  por  el  alma cuando todavía no alcanzó la perfecta unión  con  Dios.  A  menudo  fueron  realizados  en  el  período  de  continuas  luchas interiores contra los vicios y con el  sentimiento  de  abandono  de  Dios, en sequedad y dificultad del espíritu. En este caso, para subrayar la actitud del hombre, utiliza el verbo «adquirir»,  que  por cierto, no se encuentra con frecuencia en la totalidad de su obra. Sabemos que no es solamente el  fruto de la acción  humana,  sino  que  es  resultado  de  la  gracia [117].  Pero el santo expone el valor que tiene el alma respondiendo con sus obras al  impulso  de la  gracia. Todas estas obras están  vinculadas  entre  sí  y  atadas  en  forma de la guirnalda por un cabello  que es el  amor,  «el  vínculo  y  atadura de la perfección», según san Pablo, cuyas palabras cita expresamente el santo (cfr. CB 30, 9). El alma que obra en  la  gracia  no resiste al amor divino y se une con él.  Las  buenas  obras, por lo tanto, no son más que la expresión  externa  y  signo  de  este amor. El hombre no es un ser puramente espiritual, sus obras deben encarnarse de alguna manera. En cuanto estas obras reflejan la transformación sobrenatural del  alma, el santo dice que  a través  de ellas el  Amado contempla  la  hermosura del alma, y lo que le atrae más es aquel cabello de manera que,  a  pesar de ser  tan  frágil  y  pequeño, es capaz de «dejar preso a Dios» (CB 31, 8).

La  expresión  fuerte  de  tener  preso  a  Dios  indica  que  Dios se  ve  en  cierto  sentido  obligado  a  amar  al  alma  cada  vez  más  y a entregársele en unión . Esto supone que san Juan de la Cruz está pensando en los méritos sensu stricto, es  decir,  en  méritos  condignos, que pueden subsistir ante la justicia divina y en cierto sentido reclamar de ella una recompensa por  sus  obras.  En  Llama  declara que el alma estando en la unión con Dios posee a Dios «con propiedad de derecho» (LB 3, 78), que incluso puede aplicar  «a  quien ella quisiere de voluntad» (Ibídem). El mérito de amor tiene capacidad de borrar  las  culpas  y  merecer  más  gracias.  Dado  que  el amor que posee el alma es el mismo amor divino que Dios le  infundió, entonces, cuando el alma ofrece a Dios su  amor,  es  como darle a El mismo. Por este motivo la acción humana  tiene  realmente el valor sobrenatural, al mismo tiempo que es el  mérito del alma, porque lo  hace  con  el  consentimiento  de  su  voluntad. «Dale a su querido, que  es  el  mismo  Dios  que  se  le  dio  a  ella;  en  lo cual paga ella  a Dios  todo  lo  que  le debe,  por  cuanto  de voluntad  le da otro tanto como dél recibe» (Ibídem).

Como hemos podido observar, el  derecho  que  posee  el  alma no  es  un  derecho  en  el  sentido  de  una  ambición de recompensa, o una exigencia hecha a Dios. El santo doctor precisa que  este derecho es válido únicamente en virtud de la posesión hereditaria que es fruto de ser  hijo  de  Dios  por  adopción [118].  En  esta adopción hecha por Dios gratuitamente se funda en última instancia la realidad del mérito. El amor del alma está conformado y  lleno  de fuego del  amor  que  llega  al  Padre  desde  el  corazón  de  su  Hijo.  El Padre tampoco quiere a  alguien  que no sea imagen  de  su  Hijo; las criaturas son queridas por  Dios  sólo  a  través  del  Primogénito. San Juan de la Cruz testimonia muchas veces esta verdad. Basta recordar las primeras intuiciones teológicas de su poesía «In Principum»: «nada  me  contenta,  Hijo,  /  fuera  de  tu  compañía.  /  y  si algo me contenta / en ti  mismo  lo quería»  (P 7, 57-60).  La esposa  que ha recibido el Hijo sólo «por tu valor merezca/ tener nuestra compañía» (vv. 79-80). La meritoriedad de las  buenas  obras significa, en definitiva, que Dios acepta su propio  amor  que  recibe  en  forma del amor humano por  medio  de  Cristo.  Inmediatamente después de haber afirmado en  la  canción  31  del  Cántico  que  el amor del alma es capaz de hacer preso a Dios, viene  como  una cierta aclaración, la canción 32, donde declara esta verdad, es decir,  que el alma tiene posibilitad de merecer sólo en razón  de  la  voluntad misericordiosa de Dios, que la amó primero y la hizo  agradable a sus ojos, o sea, conforme por la gracia a su Hijo. «Atribuyéndolo todo a Él y  regraciándoselo  juntamente,  le  dice  que  la  causa de prenderse Él del  cabello  de  su  amor  y llagarse  del ojo de su  fe  fue  por  haberle  hecho  la  merced  de  mirarla  con  amor, en lo cual la hizo graciosa y agradable a  sí mesmo, y que, por  esa gracia y valor que de Él  recibió, mereció su amor y  tener  valor  ella en sí para adorar agradablemente a su Amado y hacer  obras dignas de su gracia y amor» (CB 32, 2). Así pues, el derecho del hombre se funda en la anterior acción misericordiosa de Dios, los méritos condignos remiten a los  méritos  congruentes  del  alma  que ha sido creada a la  imagen  de  Dios  y  llamada  a  la  felicidad  y unión con Dios.

El concepto de los méritos  que  tiene  san  Juan  de  la  Cruz  pone de relieve una vez más la importancia, o  tal  vez  habría  que decir, la omnipotencia del amor.  Primero, es el amor misericordioso de Dios que no solamente supera la condición  pecaminosa del alma y la eleva al estado sobrenatural, sino que, además, le da  derecho de recibir más gracias. En segundo lugar, el amor del alma, que por su fuerza y perseverancia consigue llegar a la unión con Dios, que por sí solo ya es  una  gracia  especial. Por lo tanto, el santo exclama sin ninguna exageración: «grande es el poder y la porfía del amor, pues al mismo Dios prenda y liga. Dichosa  el alma que ama, pues tiene a Dios por prisionero rendido a todo lo que ella quisiere (...)» (CB 32, 1).

III.    Conclusión

El problema de la relación entre la libertad humana y la gracia tal como se plantea en los escritos de san Juan de la Cruz trasciende el marco puramente teorético de la llamada discusión de auxiliis. La peculiaridad  de  su  obra,  sus  fines,  su  propio  método y el lenguaje, coloca el problema en un espacio mucho más amplio. El  doctor místico pretende describir el proceso espiritual por el cual ha de pasar el  alma para llegar a la perfecta unión con Dios. En este proceso, la gracia y la libertad juegan los papeles fundamentales en cuanto que constituyen  los  componentes  decisivos de su dinamismo. La unión no sería posible sin la  gracia  que eleva al hombre al  nivel  sobrenatural; por otra parte, la concurrencia de la libertad provoca que la unión se realice a modo de un proceso, con sus continuas subidas y bajadas.

Partiendo de esta afirmación básica el santo deja de lado el problema que  supone  la  cooperación  del  hombre  con  la  gracia  en el acto de justificación. El objeto de su interés es el hombre ya justificado en quien  Dios  está  presente   por  la  gracia  santificante. A partir de ahí construye su sistema  que  se  basa  fundamentalmente en dos pilares: la moción divina y la docilidad del hombre que se deja llevar por el impulso de la  gracia. Hemos podido  observar, que el pensamiento de san Juan de la Cruz gira alrededor de dos conceptos teológicos que constituyen un verdadero armazón de su doctrina sobre la unión. Por una parte está Dios trascendente, que infinitamente  dista y es absolutamente diferente de toda criatura, y por otra, el hombre que por ser criatura se encuentra a una distancia infinita de Dios agravada aún más por su condición de pecador. A pesar de esto la unión es posible, en  primer  lugar  porque hay ciertas predisposiciones para ella: por parte de Dios, su  presencia por inmensidad en el mundo; y por parte del hombre,  su  apertura hacia el infinito en el deseo de felicidad; en un segundo momento, porque Dios es infinito en su amor y otorga el máximo bien a quien quiere. No obstante, la unión se puede realizar únicamente a nivel divino y por eso exige, del hombre la elevación por encima de su naturaleza. En este sentido la unión se presenta como don, es decir, como el efecto de la iniciativa de Dios que llama para la unión y determina su  grado -por eso el santo le llama  el agente principal de la unión-, pero que no se efectúa sin la colaboración del hombre.

En esta perspectiva general hemos analizado dos aspectos de la relación que se da entre  la gracia y la libertad. Primero: ¿cómo la gracia determina el acto del libre albedrío y la decisión del hombre?; y segundo: ¿cuál es el estado de la libertad cuando el hombre vive la vida de la gracia? Por los motivos que hemos señalado arriba, san Juan de la Cruz acentúa más la segunda  cuestión. Al no ser movido por la preocupación de elaborar una exposición teológica sistemática se basa fundamentalmente en los principios tomistas que adquirió durante su formación en la Universidad de Salamanca. Sin embargo, añade unos matices propios, que hacen continuamente referencia a dos realidades: el fondo del alma y el amor, que al erigirse en claves de la hermenéutica de sus obras, ordenan también la relación entre la gracia y la libertad.

El fondo del  alma es el lugar más íntimo, más profundo de la personalidad humana, y de naturaleza espiritual, donde hunden sus raíces todas las potencias y operaciones del alma; en  consecuencia, es el lugar donde nacen las decisiones fundamentales que orientan su ser en cuanto hombre, es decir, la criatura libre y  espiritual. Por lo tanto, el hombre se hace más libre en  cuanto  es más espiritual, y viceversa, el ejercicio de la libertad le lleva a  la esfera espiritual de su ser. Por otra parte, el fondo del alma es el lugar privilegiado donde habita Dios. El segundo  concepto, el amor, expresa en primer lugar una capacidad natural  del  hombre  como el don de la creación, que después del pecado original se estructura en dos vertientes: el deseo de la felicidad y el sentimiento del desorden que provoca la concupiscencia. En segundo lugar, el amor es la expresión de la sustancia divina y  la  característica de toda su actitud con que se dirige hacia el hombre. Por lo tanto  es el origen de la gracia.

Cada uno  de  estos  conceptos  posee  como  una  doble  cara. Son las realidades que mejor definen la persona humana, tanto en su condición ontológica, como en su dimensión existencial. En  el fondo del alma el hombre concentra todo su ser y le impone una determinada orientación; el amor constituye el fin y la razón de su actuación como persona. Pero, al mismo  tiempo,  hay que añadir que ni uno ni el otro tiene un carácter puramente natural en cuanto independiente de Dios. El fondo del alma evoca la dimensión teológica del hombre. El amor, con su condición de apertura hacia el Bien absoluto, y a la vez la capacidad de entrega, testimonia que el hombre es imagen y semejanza de Dios. De esta manera el doctor místico puede hablar de la unión entre Dios y el  hombre. Los dos extremos: la nada humana y el Todo divino se juntan en el centro del alma por el amor. De manera semejante encuentran reconciliación otras realidades aparentemente contrarias, como cuerpo y espíritu, aniquilamiento y vida, y -mutatis mutandis- la gracia y la libertad. Pero ¿como se traducen estas afirmaciones a las respuestas de las preguntas que hemos planteado anteriormente?

La comunicación sobrenatural de Dios en la gracia posee -según san Juan de la Cruz- una doble estructura: está compuesta de un núcleo espiritual que opera en el centro del alma y una corteza que ejerce su influjo sobre las potencias. En virtud de esta naturaleza la gracia produce en el alma un doble impacto. Primero se coloca en el fondo del alma y en cuanto tal es siempre eficaz y mueve el alma sin que ella pueda impedir su actuación. Desde ahí se infunde en las potencias del alma iluminando el entendimiento con la luz de la fe e inflamando la voluntad con el amor sobrenatural, sin que determine completamente la decisión de la voluntad. Con lo cual, el hombre puede o bien seguir estas inspiraciones y responder con su actividad a la iniciativa divina, o bien poner obstáculos e impedir que sea movido por Dios. En este sentido, la gracia se revela como el don suficiente para animar la vida sobrenatural y llevar el alma hacia la unión. En la medida que las potencias se retiran cada vez más en el proceso de interiorización, estimulado por la gracia, al centro de su ser, al fondo del alma, cada vez más la influencia suficiente de la gracia se convierte en eficaz. Al mismo tiempo el hombre alcanza una libertad mayor, puesto que llega a la raíz misma de la facultad de elegir.

Por lo que se refiere a la segunda cuestión, como quiera que esta unión se realiza  en el fondo del alma, el  hombre  movido  por la gracia hacia el centro de su alma, alcanza la unidad interior de todas sus facultades y no se siente determinado por el movimiento de la parte inferior del alma y, a través de ella, de la concupiscencia. Es lo que el santo llama la libertad de espíritu. En consecuencia, el hombre puede amar a Dios con todas sus fuerzas, es decir, perfectamente. Pero esta perfección no es solamente resultado de los esfuerzos humanos, sino que es efecto de la elevación por la gracia al nivel sobrenatural. El hombre ama a Dios con el amor sobrenatural que es participación en el amor intra-trinitario que une las Personas de la Trinidad. Al llegar al fondo de su alma, el hombre encuentra a Dios y puede unirse con ÉL. En definitiva, la voluntad del hombre se transforma en la voluntad de Dios y el hombre ama a Dios con el mismo amor con que es amado. La libertad que ha posibilitado este amor se ve ahora reforzada por el mismo amor de manera que el hombre se mueve en su actuación sin necesidad de la ley, porque el amor perfecto le obliga interiormente a hacer aún más de lo que exige la ley. En virtud  de  esta pasión el alma desea incluso morir para verse conformada en su amor por el amor divino.

Nos parece oportuno  aludir  en  este  momento  a  las  palabras de Juan Pablo II, cuya formación teológica  -como  es  sabido-  ha sido marcada en su tiempo por el pensamiento de  san  Juan  de  la Cruz. El  Papa  escribe  en su encíclica  Veritatis  Splendor, dedicada a  la libertad: «quien «vive  según  la  carne»  siente  la  ley  de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el  amor y «vive según  el  Espíritu»  (Ga  5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario  para practicar el amor libremente  elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior -una verdadera y propia «necesidad»,  y no ya una constricción- de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley sino de vivirlas en su «plenitud». Es un camino todavía  incierto y frágil  mientras estemos en  la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de  Dios»  (cfr. Rm  8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo»» [119].

Para conseguir este grado de amor y de libertad san Juan  de la Cruz propone su doctrina de las noches por las cuales ha de pa­sar el alma. Antes de tener esta  experiencia dolorosa -e incluso, en cierta manera, en medio de su duración- el alma siente la mano de Dios «grave y contraria», a pesar de que El siempre actúa misericordiosamente «a fin de hacer mercedes al alma y no de castigarla» (2N 5, 7). Este período de purificación tiene por objeto que el hombre llegue al fondo de su alma y allí descubra la plena verdad de sí mismo que se funda en Dios, su Esposo. El alma descubre que todo su ser está orientado  hacia Dios, que  ha salido  de la mano divina y está destinado para volver a Dios y entrar en  la unión amorosa con Él -esa es la  verdad  central  de  su existencia-. Al mismo tiempo experimenta en sí todo tipo de dificultades, como consecuencia del pecado original, que a veces impiden realizar este destino. Pero precisamente a través de esta experiencia descubre otra verdad -no menos importante- acerca de sí mismo: que él es un ser contingente que necesita de Dios y de su ayuda sobrenatural. En consecuencia, la gracia que recibe el hombre no constituye para él una amenaza de su propia libertad, así como alguien que está en peligro no considera la ayuda que se le ofrece como una invasión contra sus derechos.

El proceso de purgación no es un puro esfuerzo ascético del hombre. Requiere  la estrecha  cooperación y la apertura por la fe a la acción divina, cuyos métodos y fines el hombre no llega a entender. Para que la purgación sea eficaz, el hombre  ha de suspender su modo natural de obrar, cambiar las operaciones de las potencias por el ejercicio de las virtudes teologales. El entendimiento ha de buscar  la verdad  en la fe, la voluntad  debe ser  movida  por  la caridad, y el deseo de la posesión por el cual se rige la memoria tiene que descansar en la esperanza. Las virtudes constituyen el fin de las noches, pero al mismo tiempo son el medio adecuado para realizar la obra de la purgación. A medida que el hombre se libera del dominio de su parte sensitiva (la noche del sentido) y se recoge más en su parte superior, espiritual del alma (la noche del espíritu), siente más las comunicaciones sobrenaturales que le ofrece Dios en la contemplación. La contemplación  es el  medio  perfecto  para llevar al alma hacia la unión, pues es de naturaleza puramente espiritual, y al infundir el perfecto conocimiento de Dios y el perfecto amor, capacita al hombre a cooperar cada vez mejor con la gracia. En la contemplación, el hombre  descubre  la presencia  de Dios en su alma y le reconoce como su Amado. En la contemplación también crece el deseo de la unión,  engrandeciendo el espíritu  humano para recibir el amor divino. Finalmente, por su pasividad, la contemplación constituye como un ámbito propio para que la gracia santificante desarrolle su dinamismo transformador. Por eso el santo la llama la secreta escala que sube hasta Dios.

Las cosas han cambiado desde los tiempos de san Juan de la Cruz, cuando el  problema de la perfección, de la contemplación y de los grados de amor preocupaban no solamente a los teólogos, sino a un amplio público. El mundo de hoy parece tener  otros santos: el dinero, el poder, la fama... Sin embargo, hay algo en el hombre que ha quedado intacto. ¿Qué cosa es la que ha resistido tanto tiempo y tanto cambio? Es esta profunda sed y deseo de la felicidad, que el hombre lleva dentro de su corazón sin saciarlo todavía. El hombre siente en su interior la misma ansia de amor que fue el motivo para san Juan de la Cruz de escribir las primeras palabras de su Cántico: «¿adónde te escondiste, Amado, y  me dejaste con gemido?» La respuesta se encuentra en el mismo lugar de donde brotan estas inquietudes, en el centro de nuestra alma donde mora a escondidas el Esposo. Otra vez quisiéramos hacer  referencia a la encíclica del Papa. Comentando la pregunta que hizo el joven a Cristo dice: «la pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien  ofrece la respuesta  plena y definitiva. El Maestro que enseña  los  mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)» (25). Desde allí, a través de la gracia, llama al hombre que salga a su búsqueda.

Si quiere responder a su voz y, de esta manera recuperar la libertad en el perfecto amor, el  hombre debe de nuevo descubrir el valor de la contemplación, porque ella constituye el camino  para llegar a su más profundo centro y con esto lleva a la  unión con su Amado. Fuera de la contemplación el hombre no tiene posibilidad de descubrir a Dios en cuanto Amado -a quien no se puede ver pese a su íntima presencia en el alma-; se conformará con lo que le ofrece el mundo de los sentidos.  La inquietud seguirá dividiendo su corazón. En cambio, a través de la  contemplación, que exige la misteriosa negación de todo, el hombre encuentra la unión con Cristo-Esposo, quien siendo plena expresión del Todo  divino, es capaz de  hacer superar  al hombre su  nada humana  y devolverle su armonía  interior,  su  libertad,  por  este  amor  que es propiedad del ser hijo de Dios por participación.

Krzysztof  Gryz, en dianet.unav.edu/

Notas:

98.   Cfr. H. SANSON, El espíritu humano..., op. cit., pp. 174-190.

99.   «Por bienes sobrenaturales entendemos aquí todos los dones y gracias dados de Dios que exceden la facultad y virtud natural, que se llaman gratis datae (3S 30, 1); «Estas obras y gracias sobrenaturales, sin estar en gracia y cari­ dad se pueden ejercitar, ahora dando Dios los dones y gracias verdaderamente (...) ahora obrándolas falsamente por vía del demonio» (3S 30; 4).

100.    H . SANSON, El espíritu humano..., op. cit., p. 179.

101.    Cfr. capítulo  II,  pp.  188-195.  Comenta  E.  STEIN:  «el  alma  se  encuentra  en cuanto espíritu  en  un  reino del espíritu y de los  espíritus. Está  formada  con su  propia  peculiaridad  individual:  no  es  solamente  forma  viviente  de  un  cuerpo,  elemento  interior   de  algo  externo,  sino  que  en  sí  misma  lleva la oposición entre algo interno y externo», La ciencia..., op. cit., p. 207.

102.    «(...)  el  espíritu  que  es  la  porción  superior  del  alma  que  tiene  su  respecto y comunicación con Dios» (3S 26, 4); es «la parte razonable, que tiene ca­ pacidad para comunicar con Dios» (2S 4, 2).

103.    H. SANSON, El espíritu humano..., op. cit., p. 176.

104.    «En tanto que el alma se sujeta  al espíritu  sensual,  no puede entrar  en ella el espíritu puro espiritual. Que, por eso, dijo nuestro Salvador por san Ma­ teo: Non est bonum sumere panem filiorum et mittere canibus. (...) En las cuales autoridades compara nuestro Señor a los que negando los apetitos de las criaturas se disponen para recibir el espíritu de Dios puramente,  a  los hijos de Dios (...)» (lS 6, 2); «Dios da aquellas cosas sobrenaturales sin diligencia y habilidad del alma (...) porque es cosa que se hace y obra pasiva­ mente en el espíritu» (2S 11, 6).

105.    Cfr. capítulo II, pp. 188-195.

106.    E. STEIN, la ciencia..., op. cit., p. 217.

107.    Ibídem,  p.  221.

108.    Ibídem,  p.  225.

109.    Ibídem,  p.  226.

110.    Utilizamos aquí la palabra  albedrío  en  el sentido  teológico  común,  no en el sentido que le parece dar el santo. A parte de que emplea esta palabra  pocas veces, se refiere a la facultad natural del hombre manchado por el pecado que no tiene ninguna relación con la gracia sobrenatural  y que, an­ tes al contrario, se opone a ella. Por ejemplo, dice en la Subida: «se pueden transformar en Dios, solamente aquellos que no de las sangres son nacidos (...) ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la habilidad y capacidad natural» (2S 5, 5).

111.    «Conociendo el alma, que muy fuera  de  sus  méritos  la  ha  hecho  tan  grandes mercedes de  levantarla  a  tan  alto  amor  con  tan  ricas  prendas  de  dones y virtudes, se lo atribuye todo a El» (CB 32, 1). Podemos en esta  postura observar una cierta analogía con san Agustín, que al pasar por la dolorosa experiencia de su propia conversión,  comprendió  que  ella  no  fue  el  resultado de sus propios esfuerzos, sino obra gratuita de Dios. Esta experiencia influyó notablemente en su lucha contra el pelagianismo. Cfr. C. BAUM­ GARTNER, La gracia... , op. cit., p. 85; E. GILSON, Introductíon a l'étude de saínt Agustín, Vrin 1943.

112.    Cfr. «(...) todo bien del  hombre  venga  de Dios  y el  hombre  de suyo  ningu­  na cosa pueda que sea buena (...)» (LB 4, 9).

113.    A. WINKLHOFER, Die Gnadenlehre ... , op. cit., p. 48.

114.    Al justificar la necesidad de la purificación de la voluntad por el amor dice: «(...) las obras hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y sin  ella  (la  cari­ dad) no valen  nada,  pues,  como  dice  Santiago,  sin  obras  de  caridad,  la  fe es muerta (2, 20)» (3S 16, 1).

115.    «Da a entender aquí el alma que para  hallar  a Dios de  veras  no  basta  sólo  orar con el  corazón  y  la  lengua  (...)  es  menester  obrar  de  su  parte  lo  que en sí es» (CB 3, 2).

116.    En este punto es clara la referencia que hace el santo a SAN AGUSTIN, De Civítate Dei, I, 5, c. 12-15.

117.    «La flor que tienen  las obras  y  virtudes  es  la  gracia  y  virtud  que del  amor de Dios tienen,  sin  el  cual  no  solamente  no  estarían  floridas,. pero  todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios, aunque humanamente fuesen perfectas» (CB 30, 8).

118.    «Ella le posee con posesión hereditaria,  con  propiedad  de derecho,  como  hijo de Dios adoptivo, por la gracia que  Dios  le  hizo  de  dársele  a sí  mismo» (LB 3, 78).

119.    JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, n. 17.