Generalmente cuando hablamos de la Edad de Plata española, nos referimos, tal y como ha definido el profesor José Carlos Mainer [1], al periodo cultural que iría aproximadamente desde 1902 a 1936, una etapa ésta caracterizada por el cambio, por la transformación de una España que, partiendo de una profunda crisis de valores, la del 98, anhelaba remontar, mirar al futuro, deseaba una renovación desde diferentes presupuestos pero sin renunciar al pasado, a su historia. Esta necesidad de transformación venía condicionada, claro está, por una serie de demandas sociales, cabe destacar que España, de manera un tanto tardía, había ido desarrollando algunos de los factores más característicos para el progreso de la modernidad, tales como una incipiente industrialización, la expansión del ferrocarril y sobre todo el creciente protagonismo de una burguesía que reclamaba nuevas vías para la cultura, consolidándose así la prensa y con ella la opinión pública. Todo ello fue acompañado por una elite intelectual que hallará en el krausismo su eje vertebrador, surgiendo en este contexto instituciones como la Residencia de Estudiantes o la Junta de Ampliación de Estudios [2], entidades que permitirían canalizar y buscar un necesario y cada vez más demandado punto de cohesión con el ámbito europeo.
Es esta una época asimismo de revoluciones, de confrontación social, de cambios políticos, un periodo ecléctico marcado por el debate, por la lucha entre tradición y modernidad, entre centro y periferia [3] —recordemos en este sentido la importancia que los nacionalismos adquirieron entonces—; lucha, en definitiva, que enriquecerá las expresiones culturales de aquel momento, pues toda esta complejidad será, sin lugar a dudas, caldo de cultivo para la prosperidad de las artes en todas sus expresiones.
A pesar de lo anteriormente expuesto, o precisamente gracias a ello, desde el punto de vista cultural si hay una palabra que bien pudiera definir lo que representó la Edad de Plata, quizá sea la de convivencia, pues en efecto, a lo largo del primer tercio del siglo XX se solaparon tres grandes generaciones literarias de muy distinta índole: el 98, la del 14 o Novecentismo y la del 27. Citar a algunos de sus máximos exponentes pone de manifiesto la disparidad de pensamientos e inquietudes, pero también la excelencia literaria e intelectual de la época: Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Ramón María del Valle Inclán, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Eugenio D´Ors, Ortega y Gasset, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados y un largo etcétera por todos conocido.
Además de la literatura y el pensamiento, no menos brillante fue la pintura, la escultura, la música o el cine, aunándose por estos años la labor de creadores de tendencias tan dispares como Ignacio de Zuloaga, Joaquín Sorolla, Darío de Regoyos, los hermanos Zubiaurre, Benjamín Palencia, Gregorio Prieto, Alberto Sánchez, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Manuel de Falla, Ernesto Halffter…, sólo por citar algunos de los nombres más conocidos de una lista tan prolongada como eximia.
En este contexto hay que tener muy en cuenta, atendiendo al tema que nos ocupa, cuál era el peso real que por entonces registraba la tradición cristiana en el ambiente intelectual aludido para consecuentemente calibrar la importancia de la iconografía mariana en la creación estética de Edad de Plata, al margen del arte sacro propiamente dicho. Obviamente no es momento aquí de desarrollar consideraciones amplias en torno a este complejo asunto, pero sí conviene resaltar el paulatino proceso de secularización vivido en occidente desde el siglo XIX, hecho este tanto más importante cuando nos referimos a un momento y un lugar como el que aquí se trata, donde la anhelada renovación pasaba por una intelectualidad que reclamaba un estado laico, así como una ciudadanía cada vez más separada de la Iglesia y, por ende, de su tradición cultual y antropológica.
Paralelamente a lo expuesto, la Iglesia española en los primeros años de la pasada centuria había visto muy mermado su papel como mecenas y potenciadora de la cultura, como consecuencia, entre otras cuestiones, de los sucesivos procesos desamortizadores, así como del paulatino arraigo del pensamiento liberal, debilitamiento que llegará a su eclosión con la Constitución de 1931 y el ulterior advenimiento de la guerra civil [4]. Junto a lo dicho, lo cierto es que para entonces el mecenazgo y la producción estética se ajustaba a los cánones propios de los países de nuestro entorno, es decir, se basaba en el sistema de exposición, donde el artista no trabajó por encargo sino que obraba libremente, mostrando públicamente con posterioridad su quehacer, la exposición se convierte así por tanto en el principal difusor de la creatividad estética.
Las exposiciones nacionales de bellas artes eran el acontecimiento artístico que anualmente congregaban a los pintores y escultores más destacados del momento, su presencia allí implicaba la difusión de su obra entre el público en general, pero también buscaban las correspondientes medallas y, por supuesto, la compra. Los catálogos de dichos eventos demuestran cómo los gustos de la sociedad burguesa no estaban cerca de los temas devocionales, de los que podía haber algún ejemplo pero siempre escasos [5], siendo mucho más abundantes géneros como la pintura de historia, pensada para decorar los grandes salones de diputaciones o ministerios. Otros géneros representativos serían el retrato, el bodegón y el paisaje, reservados todos ellos a un ámbito doméstico más o menos refinado.
Así las cosas no parece lógico pensar que el arte y la literatura española mostrasen interés alguno por los temas religiosos en general y los marianos en particular, máxime cuando a partir de los años veinte la vanguardia irrumpa definitivamente en el ámbito intelectual, con todo lo que dicho término lleva consigo en cuanto a negación e incluso ataque al pasado. Sin embargo, en España la piedad popular continuaba teniendo un gran peso y los ejercicios devocionales dedicados a la Virgen se desarrollaban al margen en muchos casos de tensiones políticas o intelectuales, prueba de ello es que, por citar tan solo un ejemplo, imagineros como Antonio Castillo Lastrucci, durante la década de los veinte y treinta, efectuó un buen número imágenes marianas con destino a cofradías y altares [6].
Por otra parte, el secular peso del cristianismo y la influencia de la Iglesia en España a lo largo de la historia, amén de la ya aludida piedad popular, hizo que los artistas continuasen encontrando en los temas religiosos un reclamo importante en su quehacer. Dicha inquietud podía tener un carácter verdaderamente devocional en unos casos, mientras que en otros hallaremos un interés puramente antropológico. Sea como fuere lo cierto es que la iconografía de María y su culto tendrá una clara presencia en el arte y la literatura de la Edad de Plata, pues como es bien sabido por todos, en España hablar de devoción y de cultura cristiana es hablar de devoción y de cultura mariana. A todo ello no es ajeno que lo popular sea un recurso continuo en el arte y literatura del momento, mencionemos en este sentido la importancia que adquiere el concepto de intrahistoria en el caso de la Generación del 98 o el neo-popularismo, tan común en la poética del 27.
El tema de la Virgen o del culto mariano para ser más exactos, es si no frecuente tampoco extraño en algunos de los pintores vinculados a la Generación del 98, pues muchos de aquellos artistas, en consonancia con las inquietudes de los escritores e intelectuales de la referida Generación, hallaron en estos motivos la plena expresión de la intrahistoria unamuniana, de esas tradiciones que habían pervivido a pesar del tiempo, a pesar de los años y que se mantenían desafiantes respecto a los retos de la modernidad. Por ello casi todos estos pintores cuando abarquen los temas centrados en las tradiciones marianas los efectúan casi más con un carácter antropológico que puramente devocional, contextualizando dichas imágenes en la tradición histórica española y, consecuentemente, demostrándose así las profundas raíces religiosas de su país.
Quizá una de las pinturas que mejor pueda resumir lo expuesto, sea el famoso óleo titulado Viernes Santo en Castilla de Darío de Regoyos (1857-1913). Este óleo representa una austera procesión de Semana Santa presidida por una Dolorosa, estando todo el cortejo enmarcado por un viaducto férreo sobre el que circula un tren, reflejándose así la situación que antes se narraba, es decir, la confrontación entre las raíces, lo ancestral, representado en este caso por la celebración de la Semana Santa y el culto mariano y los tiempos modernos simbolizados en el tren de vapor. No sabemos si Regoyos utiliza esta curiosa imagen para encomiar unas costumbres, para censurarlas o tan solo para constatar una situación. Recordemos, no obstante, que Regoyos tendrá una imagen muy peculiar de España y sus costumbres, debido esencialmente a sus múltiples viajes por Europa y su relación con artistas belgas y franceses, de hecho, fue un abanderado de lo que podríamos considerar como la llegada del neoimpresionismo al ámbito hispano gracias a su estancia en Bruselas y sus contactos con los impresionistas y puntillistas de aquel país.
A propósito de estas amistades, hay que recalcar la que mantuvo con el poeta belga Émile Verhaeren, quien en 1888 realizó un viaje por España para escribir una serie de artículos dedicados a aquellas tradiciones y modos de vida que a sus ojos parecían ya perdidas en la noche de los tiempos. Más tarde Regoyos ilustraría dichos artículos, realizándose con todo este material un libro publicado en 1899 cuyo título da aún hoy nombre a los aspectos más sombríos de nuestra historia: La España Negra [7]. En él encontramos algunas escenas de costumbres religiosas, pues Verhaeren había escrito numerosos capítulos sobre éstas, por ello se incluyen algunos grabados relacionados con la Semana Santa vasca y riojana donde aparece nuevamente el tema mariano, no como un motivo de culto o de creencias personales, sino para constatar una serie de ritos. En muchos de ellos, tal y como apreciábamos en Viernes Santo en Castilla, ni si quiera vemos el rostro de María, de alguna manera la Virgen se cosifica, es un elemento más, quizá un ídolo para el paisanaje que la rodea devotamente.
Pero si en relación con el 98 había artistas de la España Negra, también los había de la España Blanca, cuyo máximo representante era quizá uno de los más afamados pintores del momento, se trata, claro está, del valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923). Sorolla plasmará la figura de María en sus cuadros de una manera similar a la que hemos visto en Regoyos, es decir, la tratará como aquella imagen de veneración que centraba las celebraciones populares que tanto gustaba recrear al célebre pintor, especialmente cuando debido su fama internacional el hispanófilo Archer Milton Huntington le encargó la realización de los 14 paneles que compondrían la Visión de España destinada a decorar la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York, una serie en la que trabajaría desde 1911 hasta 1920 y a la que le dedicaría sus mayores esfuerzos. Se trataba de una colección de pinturas que debían reflejar cada una de las regiones de España, representadas por sus personajes y folclore más típico. El valenciano viajó durante ese tiempo por todo el país tomando apuntes de sus tipos y costumbres más características, arribando en la primavera de 1914 hasta Sevilla con el fin de realizar el correspondiente panel dedicado a Andalucía [8]. Dicho lienzo estaba centrado, como no podía ser de otro modo, en una procesión de Semana Santa de la capital hispalense, presidida por el palio de la Virgen del Rosario de Monte-Sión [9]. En sentido estricto vemos en Sorolla, como en Regoyos, un pintor que recrea unas usanzas generadas a partir del culto mariano, pero en su plasmación no existe implicación personal o piadosa alguna. A través de su pintura tan solo constata lo arraigado de dichas tradiciones y lo singular de las mismas; aunque a diferencia del anterior la verdadera protagonista de la obra de Sorolla es la luz, pues su pincelada y su sentido cromático dotan a esta imagen de la vitalidad y dinamismo consustanciales al arte del valenciano.
El tratamiento de los temas marianos que estamos analizando en los pintores relacionados con el 98 se repite en uno de los autores que si bien es verdad se ha vinculado a dicha Generación, lo cierto es que es inclasificable por independiente [10], se trata de José Gutiérrez Solana (1886-1945), quien a través de su pincel, pero también de su pluma, nos legará la imagen de una España castiza y casticista en la que propio autor se recreará. Su producción estética se basaba en entonaciones oscuras y fuertes contrastes lumínicos derivados de la influencia de la pintura española del Siglo de Oro y de las Pinturas Negras de Goya, todo esto, junto con la sordidez de sus temas, ha servido para que a Solana también se le haya relacionado con la llamada España Negra. No en vano, partiendo de la misma idea de Regoyos y Verhaeren, Solana publicó también en 1920 un libro titulado La España Negra [11], sus páginas recogen diferentes textos e imágenes destinadas a plasmar las variopintas escenas de carnaval o de la Semana Santa castellana [12]. En este ámbito, las imágenes de la Dolorosa, como sucede igualmente en los óleos de tan singular pintor, aparecen como austeras y descarnadas tallas de pueblo ante la que se flagelan penitentes y oran los lugareños impertérritos. Los matices expresionistas de este maestro no hacen sino cargar las tintas en unas imágenes sobrecogedoras donde María es un elemento más de esa España trágica, perdida en la noche de los tiempos, pero en absoluto censurada por el artista, antes al contrario, exaltada en sus elementos más truculentos. Estas vírgenes enlutadas son en sí mismas la representación del único patrimonio de ese pueblo lastrado y olvidado: la devoción a la Madre; ese patrimonio que precisamente por ser único era el más preciado por aquellos personajes de rostros aristados por el trabajo, por los surcos del sacrificio y por las huellas de la vida.
No podemos acabar el capítulo dedicado a los pintores del 98 sin citar a Julio Romero de Torres (1874-1930), creador singular por su peculiar visión del Simbolismo, digamos de vertiente hispana, pues si el Simbolismo francés se basaba en la plasmación sofisticada de relatos míticos y legendarios inspirados en las epopeyas clásicas e incluso bíblicas, Romero de Torres generará su universo estético a partir de las leyendas narradas en las coplas y romances del cante jondo al que era tan aficionado, letras donde el amor, los celos, la pasión, la muerte y la religión se unen plenamente, siendo la mujer siempre protagonista de todo ello. Artista viajero, recordemos sus estancias en Italia y Francia, siempre tuvo el corazón puesto en su Córdoba natal, destacando el gusto por lo popular, de ahí que Romero de Torres contase con el favor del público menos sofisticado, quien identificaba y se identificaba con aquellas leyendas y que gustaba del canon de belleza de sus modelos femeninos. Lo profano y lo religioso van ir de la mano en toda su trayectoria, pero es que esta unión de contrarios o de complementarios, según se mire, estaba profundamente arraigada en la cultura popular de sus días y, por supuesto, si hablamos de lo popular, de la mujer y de Andalucía hay que hablar también de la Madre de Dios.
Sumamente representativo de todo esto es La Virgen de los Faroles, lienzo encargado por el Ayuntamiento de Córdoba en 1928 para darle pública veneración en una capilla anexa al Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral, es decir Romero de Torres con este cuadro no es un mero relator de unos cultos marianos ancestrales, sino que estaba creando una imagen devocional. Una imagen que además lleva el título de los faroles por los farolillos que la rodean, sin embargo, de alguna manera esta advocación presenta un claro paralelismo con el Cristo de los Faroles, probablemente la imagen más emblemática de la religiosidad y de la propia identidad de la ciudad de los califas. Romero de Torres crea, por tanto, la versión mariana de tan cordobesa advocación. La Virgen, que ocupa el centro del cuadro, está representada a través de una joven de andaluza en cuyas plantas se efigia la unión entre el amor sacro y el amor profano, tan del gusto del pintor, a través de una mujer consagrada a Dios, una monja, y otra que sin estar consagrada a Él simboliza la religiosidad popular, pues dicha fémina porta la tradicional peineta y mantilla consustancial al protocolo religioso.
Lo literario en la mayoría de los títulos de las obras de Romero de Torres es un lugar común, encontrando epígrafes a veces pícaros, enigmáticos otros y flamencos los más. Uno de los trasuntos que vamos a hallar frecuentemente en relación con lo representado va a ser el juego entre lo sacro y lo profano, o si se prefiere, el tratamiento de ambos elementos en un plano de igualdad, pero sin irreverencia, tan solo haciéndose eco de la cotidiana presencia en dichos y costumbres de lo religioso. Así lo apreciamos en Nuestra Señora de Andalucía, una obra por cuyo título esperaríamos hallar una imagen más o menos tradicional de la Madre de Dios, sin embargo aquí, al modo de una metáfora de progenie simbolista, ésta es sustituida por la figura de una bella joven cordobesa, como si la veneración que en el sur de la Península se profesa hacia la Virgen no fuese otra cosa que el fervor hacia lo que representa la propia mujer, como así lo hacen los personajes que le rinden pleitesía.
Como ya he referido, la Edad de Plata fue una época de convivencia, un momento heterogéneo pero de una gran brillantez intelectual y, obviamente, con el andar del tiempo y la irrupción de lo que se ha dado en llamar Generación del 27, cambiarán los puntos de vista y, por supuesto, también lo hará el tratamiento que la literatura y la pintura ofrezcan de los temas marianos. Las últimas investigaciones en torno al 27 ya no hablan estrictamente de una selecta nómina de poetas, es más bien un término que se utiliza para referir la nueva actitud ética y estética de una serie de jóvenes creadores cuya obra eclosionará en España durante la década de los veinte y treinta del siglo pasado [13]. Dicha actitud era una toma de posición ante la vida, ante la política, ante la historia y, por supuesto, ante el arte, donde aquéllos encontraron una regeneración para todo lo demás. Se trataba de un grupo joven que dejaban a un lado las telarañas recalcitrantes del pasado para mirar al futuro con frescura, jovialidad y compromiso, pero lejos de renunciar a la tradición, encontrarán en ella el alimento para su modernidad, rasgo éste claramente distintivo del 27.
Cuando hablamos de tradición en el 27, es hablar del Siglo de Oro, véase por ejemplo la importancia de Góngora, pero no solo nos referimos al arte culto, de hecho, el neo-popularismo va a ser una de las tendencias poéticas más características de este grupo. Formas como la copla o el romance son frecuentes en poemarios insignes, destaquemos, por ejemplo, El Alba del alhelí de Rafael Alberti y por supuesto El romancero gitano de García Lorca. No solo las formas, estos poetas, pintores y músicos también estarán muy atentos a los dichos, costumbres y leyendas heredadas secularmente por la sabiduría de unas gentes en muchos casos ignoradas por la Historia. Dentro de este acervo cultural, que los del 27 se encargarán de rescatar, la devoción y la piedad popular tendrán un papel muy especial.
Precisamente será Federico García Lorca (1898-1936) uno de los veintisietistas más interesados por recoger músicas, romances y folclore tradicional, entrando también en este capítulo las costumbres ligadas a los ejercicios públicos de piedad, inspirándose en muchos casos, claro está, en su Granada natal. Todo ello queda patente tanto en sus poemas como en sus dibujos, pues Lorca también fue un consumado dibujante [14], incluso llegó a exponer en 1927 su obra gráfica en las galerías Dalmau de Barcelona, obras de marcado acento surrealista. En efecto, si Lorca dedicó poemas a los tres arcángeles, o su famosa Oda al Santísimo Sacramento, la Madre de Dios no podía estar ausente en sus repertorios líricos, incluyendo en el Poema de la Saeta del libro Cante Jondo, publicado en 1921, las siguientes estrofas [15]:
«Virgen con miriñaque,
virgen de la Soledad,
abierta como un inmenso
tulipán.
En tu barco de luces vas
por la alta marea de la ciudad,
entre saetas turbias y estrellas de cristal.
Virgen con miriñaque tú vas
por el río de la calle,
!hasta el mar!»
Dicho poema fue relacionado por Gregorio Prieto, buen amigo de Lorca, con un dibujo efectuado también por el granadino en 1924 y que el propio Lorca regaló al pintor [16]. En él, a través de su característica linealidad, no exento de cierto regusto infantil, da vida gráfica a lo que efectivamente describen sus versos con no menos sensibilidad.
La convivencia entre la pintura y la literatura en la Generación del 27 fue un lugar común que desde luego enriqueció la producción artística de aquellos. Ya he referido la relación de Lorca con el dibujo, pero no menos significativo es la vinculación de Rafael Alberti (1902-1999) con la pintura, de hecho, como él mismo escribió en su autobiografía La Arboleda perdida, sus primeras inquietudes le decantaban hacia el ejercicio de la pintura, hasta que finalmente optó por darse a la poesía, aunque realmente nunca abandonó los pinceles, desarrollando grandes cualidades en este arte. Pues bien es precisamente en este último ámbito donde hallamos una curiosa representación por mano del poeta portuense de la Virgen, se trata de un dibujo de la Nuestra Señora de la Cinta que Alberti efectuó con una donosa linealidad, tan singular de la dibujística española de aquel momento. Esta obra fue relacionada por Gregorio Prieto, quien presentó a Lorca y a Alberti, con las siguientes palabras del gaditano, recogidas en su ya citada autobiografía a propósito del primer encuentro entre ambos poetas: «Me recibió entre, risas y exagerados aspavientos. Me dijo entre otras cosas, que había visitado años atrás, mi exposición en el Ateneo; que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cita la siguiente leyenda. “Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca”. No dejó de halagarme aquel encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo [17]».
Desde las profundas creencias hay que hablar del tema de la Virgen María en el pintor por antonomasia de la Generación del 27, Gregorio Prieto. Buen amigo de Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre y en general de los poetas más importantes de la España del siglo XX, su pintura se insertó perfectamente en los postulados de modernidad de entonces, desde el neo-cubismo al surrealismo. Pero ante todo, la fe de Prieto quedará patente en su gusto por plasmar sobre lienzos y papeles distintas imágenes de la Virgen, sobre todo a través del dibujo, técnica ésta de la que, desde sus años en Inglaterra, fue un destacado representante [18]. Una de la devociones marianas que más repitió fue la de Nuestra Señora de la Consolación, patrona de su Valdepeñas natal, a quien solía encomendarse con frecuencia y cuya efigie repitió muchas veces a lo largo de su trayectoria, incluso siendo ya octogenario. Generalmente dicha advocación suele aparecer rodeada por esas manos singulares de la obra de Prieto, manos que portan flores y frutos y que eran a la vez símbolos de su propio homenaje. De hecho, dentro de su personal universo estético, y dada la relación de Prieto con el mundo de la poesía, Gregorio llegó a nombrar a la Virgen de la Consolación como patrona y protectora de los poetas, realizando en 1949 un collage presidido por la citada imagen, ante la que rinden pleitesía los máximos exponentes de la poesía universal, desde Shakespeare hasta el propio Lorca, cuya efigie sitúa Prieto en el mismo seno de la Virgen, dada la admiración que el manchego siempre sintió por el granadino.
Desde mi punto de vista, si hubiera que establecer un parangón entre la profunda fe de Prieto en relación con su iconografía mariana y alguno de los poetas del 27, este sería, sin duda, Gerardo Diego, quien en su introducción al Vía Crucis, publicado en 1931, hallamos las siguientes estrofas [19]:
«Dame tu mano, María, la de las tocas moradas. Clávame tus siete espadas en esta carne baldía.
Quiero ir contigo en la impía tarde negra y amarilla.
Aquí en mi torpe mejilla quiero ver si se retrata esa lividez de plata,
esa lágrima que brilla.
Déjame que te restañe ese llanto cristalino,
y a la vera del camino permite que te acompañe. Deja que en lágrimas bañe la orla negra de tu manto a los pies del árbol santo donde tu fruto se mustia. Capitana de la angustia:
no quiero que sufras tanto.»
Otra de las advocaciones marianas más repetidas por Gregorio Prieto fue la de la Esperanza Macarena, imagen que pudo ver en 1929 cuando visitó por primera vez Sevilla con motivo de la Exposición Iberoamericana. Entonces Prieto se dedicó a tomar notas de algunas de las imágenes más representativas de la Semana Santa hispalense, pero entre todas ellas la que más le impactó fue la de la conocida como la Señora de Sevilla, dibujándola en múltiples ocasiones acompañada siempre de algún elemento que aludiese a la ciudad de la Giralda.
Por estos años el campo de la ilustración contó con un gran desarrollo, debido esencialmente a la difusión del cartelismo o a la proliferación de revistas como La Esfera o Blanco y Negro, siendo el art déco el estilo más representativo de este ámbito, una estética que encajaba perfectamente con el ideal de modernidad y sofisticación propio de la sociedad burguesa del periodo de entreguerras. Junto a Penagos o Bartolozzi buen representante de este estilo en España fue Eduardo Santonja, si bien como ya he referido [20], Santonja ofreció una interpretación del art déco digamos más amable, menos frívola; no en vano, el tema de la niñez, escaso en otros autores que trabajaban en estos mismos parámetros estéticos, es abundante en su quehacer, como también lo fue el de las maternidades. Es en este contexto donde destaca su gusto por el tema de la Virgen con el Niño, tantas veces por él dibujado con destino a iluminar libros y revistas. Su querencia por estos repertorios iconográficos hizo que tiempo después, tras la guerra civil, cuando le eran encargados grandes lienzos murales con destino a edificios oficiales, los programas incluyesen el tema de María en cualquiera de sus advocaciones, encargos propiciados por los mismos comitentes, pero bellamente ejecutados por su habilidad en estos asuntos.
Buen amigo a la par de Santonja fue el también ilustrador Carlos Sáenz de Tejada, que por su año de nacimiento, 1897, generacionalmente se correspondería con el 27. Fiel testigo de la actualidad, Sáenz de Tejada colaboró con importantes revistas y periódicos de la época, ilustrando con sus dibujos tanto las más importantes noticias que se sucedían en aquel momento, como el ir y venir cotidiano, que también se recogían en aquellos rotativos y magazines. Como no podía ser de otro modo, la Virgen y las costumbres en torno a ella relacionadas, se co tarán entre sus temas, porque en la España de los veinte y treinta todo ello continuaba siendo noticia y, por tanto, eran recogidos por la prensa. Buen ejemplo es Vísperas de procesión, publicado en 1934 en el diario La Libertad, donde se muestra a unas bordadoras dando un retoque final al manto de una Dolorosa, una obra que refleja los preparativos previos para que la Virgen procesionara con la dignidad que secularmente sus fieles han sabido y han querido agasajarla. Todo ellos es plasmado con la línea clara y fluida que tanto caracterizó a este gran ilustrador.
En definitiva, a la luz de lo expuesto, podemos concluir afirmando, tal y como iniciábamos el presente artículo, que María y el culto mariano se convirtieron durante la Edad de Plata en todo un símbolo que dependiendo de los artistas y escritores adquirirá una significación diferente. Sin embargo, en cualquier caso, el hecho mismo de que la Virgen y sus cultos fueran todo un icono en medio de este panorama cultural rico y complejo en un momento no menos intrincado y convulso, nos habla de la importancia y de la trascendencia que la Madre de Dios continuaba teniendo y representando en el pueblo, en la cultura y en la historia española de aquel momento.
Javier García-Luengo Manchado, en dialnet.unirioja.es
Notas:
1 J. C. MAINER, La edad de plata (1902-1939): Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid 1968.
2 SÁENZ DE LA CALZADA, La Residencia de Estudiantes, 1910-1936, Madrid 1986; M. C. AZCUÉNAGA, La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas: historia de sus centros y protagonistas (1907-1939), Gijón 2010.
3 Sobre el debate entre centro y periferia, modernidad y tradición, y su repercusión en el ámbito que nos ocupa, cfr.: VV. AA., Centro y periferia en la modernización de la pintura española (1880-1918), Madrid 1993.
4 A. MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), Madrid 2004, 30.
5 B. de PANTORBA, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Madrid 1980.
6 A. de la ROSA MATEOS, Antonio Castillo Lastrucci. Su obra, Almería 2004, 80 y ss.
7 D. DE REGOYOS, La España Negra de Verhaeren, Madrid 1924.
8 F. SANTA-ANA, Sorolla. Pasión por Andalucía, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 11-20; L. QUESADA, La Andalucía de Sorolla, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 21-29.
9 Sobre este lienzo, su inspiración, elaboración y confusiones generadas a partir de la identificación de la imagen, ver: http://www.galeon.com/juliodominguez/2012/somo.html, consultado el 17/03/2014.
10 V. BOZAL, Pintura y esculturas españolas del siglo XX. 1939-1990 (Summa Artis), Madrid 1992, 499 y ss.
11 J. GUTIÉRREZ SOLANA, La España Negra, Madrid 1920.
12 J. M. BLÁZQUEZ, La pintura religiosa de Gutiérrez Solana y la iconografía de la muerte en la pintura contemporánea: Anales de Historia del Arte 9 (1999) 295-313.
13 C. CUEVAS GARCÍA (Ed.), El universo creador del 27. Literatura, pintura, música y cine, Málaga 1997, 7 y ss.
14 M. HERNÁNDEZ, Federico García Lorca: Dibujos, Málaga 1990; y BOZAL, ob. cit., 1992, 447 y ss.
15 F. GARCÍA LORCA, Poema del Cante Jondo, en GARCÍA-POSADAS (ed.), Federico García Lorca. Obras completas, Madrid 1998, 22 y 23.
16 G. PRIETO, Federico García Lorca y la Generación del 27, Madrid 1977, 33 y 34.
17 Ibídem, p. 144.
18 J. GARCÍA-LUENGO, Gregorio Prieto y la Universidad, Salamanca 2007, 5 y ss.
19 G. DIEGO, Primera antología de sus versos.1918-1941 (Austral 219), Madrid 1977, 105.
20 J. GARCÍA-LUENGO, Eduardo Santonja (1900-1966), ilustrador dèco: Liño Revista anual de Historia del Arte, 15 (2009), 107.