Introducción
La reciente invasión de Ucrania por Rusia no es un acontecimiento aislado, sino la tercera y más grave de las etapas de un conflicto que comenzó justo ocho años antes, en febrero de 2014. Tras su rápida ocupación y anexión de Crimea, Moscú pasó a apoyar una insurgencia armada en las regiones de Donetsk y Lugansk, con el objetivo de desestabilizar al gobierno prooccidental llegado al poder tras la revolución del Euromaidán. La guerra del Donbás se ha mantenido activa desde entonces, causando más de 14.000 muertos —incluidos más de 3.000 civiles— según datos de Naciones Unidas (OHCHR, 2022: 3); y ha sido el antecedente inmediato de la extensión de las hostilidades al resto del territorio ucraniano, a partir de febrero de 2022.
Rusia se ha situado sin matices en el papel de agresora, optando por tácticas que violan de forma flagrante el Derecho Internacional Humanitario: el horror de los bombardeos indiscriminados de edificios de viviendas, o de las atrocidades cometidas en Bucha y otras localidades ocupadas por los invasores, difícilmente podrá ser olvidado por el pueblo ucraniano en las próximas décadas. Las imágenes de los civiles pasando la noche en las estaciones del metro de Kiev, convertidas en refugios antiaéreos, hacen inevitable la comparación con las fotografías en blanco y negro del metro de Moscú durante los bombardeos alemanes. Una tragedia compartida, la de la II Guerra Mundial, cuyo recuerdo ha sido precisamente uno de los focos de disputa que han llevado al presente conflicto, en lugar de servir como advertencia para evitar a toda costa repetir esa barbarie.
Con sus irresponsables acciones, Putin ha condenado a su propio país al ostracismo internacional, desatando con ello una oleada de protestas internas que solo ha podido acallar mediante duras medidas represivas. Las consecuencias para la sociedad rusa todavía están por ver, pero es previsible que la guerra –si se prolonga en el tiempo– termine por minar el apoyo que aún mantiene el Kremlin en la mayoría de la opinión pública; aunque parece difícil que esto se traduzca a corto plazo en un cambio político. ¿Se ha tratado, entonces, de una decisión impulsiva o errónea, o responde a una estrategia calculada de Moscú, considerando que los elevados costes de esta invasión serían compensados por las ganancias obtenidas?
Para comprender cómo se ha llegado a este punto, es necesario adoptar una perspectiva temporal que vaya más allá de los acontecimientos inmediatos, identificando cuáles han sido los factores o tendencias que han hecho posible que finalmente se produjera este resultado. Todo lo cual, como es lógico, no exime de responsabilidad al presidente ruso, como causante directo y voluntario de una situación completamente innecesaria, e incluso contraproducente para sus propios intereses nacionales. Ninguno de los elementos que analizaremos en este capítulo conducía de forma determinista a que Rusia tuviera que invadir el país vecino; ni proporciona justificación alguna, en términos de legalidad o legitimidad, para la brutalidad de sus tropas contra la población ucraniana no combatiente.
Los distintos factores que han creado el escenario en el que se ha producido esta guerra pueden agruparse en tres niveles de análisis (Morales Hernández, 2022). En primer lugar, encontramos unos condicionantes estructurales que han estado presentes, al menos, desde principios de la década de los noventa: la pérdida por Moscú del estatus de superpotencia que había tenido anteriormente la Unión Soviética, unida a sus sentimientos de humillación e impotencia ante las sucesivas ampliaciones de la OTAN, que fueron alimentando una paranoia obsesiva en los líderes rusos cuyo máximo exponente ha sido el Putin de estos últimos meses. En segundo lugar, el modo en el que se produjo el giro prooccidental de Ucrania a partir de 2014: unas protestas populares atribuidas por el Kremlin a la intervención encubierta de Occidente, y cuya concepción de la identidad nacional ucraniana o de la memoria del pasado soviético era incompatible con las promovidas por Moscú. Finalmente, debemos prestar atención a los rasgos psicológicos que han podido influir en el presidente ruso, llevándole a abandonar toda prudencia para arriesgarse a emprender una invasión a gran escala.
Problemas heredados: las etapas de Gorbachov y Yeltsin
La forma en la que terminó el conflicto bipolar entre EE. UU. y la URSS, simbolizada por la caída del muro de Berlín en 1989, dio lugar a una serie de problemas que, aunque no se trataran de causas inexorables, indudablemente han favorecido la adopción por parte de los líderes rusos de una política exterior cada vez más agresiva; debilitando, en cambio, las posiciones de quienes dentro de sus élites gobernantes eran partidarios de un mayor equilibrio entre cooperación y confrontación.
El principal de ellos es el que surgió durante las conversaciones entre ambas superpotencias sobre la reunificación de Alemania. Frente al relato que hace coincidir el final de la Guerra Fría con el hundimiento del sistema soviético a finales de 1991, lo cierto es que la reconciliación entre Washington y Moscú ya había comenzado antes, cuando todavía Gorbachov era presidente de la URSS. Fue precisamente este quien, con su “nuevo pensamiento” en política exterior, permitió que sus hasta entonces satélites de Europa Central y Oriental pudieran elegir libremente su rumbo político; poniendo fin así a la “doctrina Brezhnev” o “de soberanía limitada”, que atribuía a la URSS el derecho a intervenir militarmente cuando –como ya había sucedido en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968– alguno de los miembros del Pacto de Varsovia se alejase de la línea marcada por el Kremlin.
Sin embargo, aunque el no intervencionismo de Gorbachov permitió la caída del régimen comunista en Alemania Oriental, la posterior absorción de esta por la Alemania Occidental miembro de la OTAN –que equivalía a una ampliación territorial de la Alianza Atlántica– no fue una concesión unilateral de la URSS, sino que fue objeto de negociaciones con la administración estadounidense. La contrapartida que se le ofreció a Moscú para que aceptase la reunificación alemana fue la promesa de que la OTAN no tenía intenciones de ir más allá, extendiéndose hacia el este de Europa tras una futura disolución del Pacto de Varsovia; si bien es cierto que este compromiso no se llegó a plasmar en un tratado internacional ni otro documento jurídicamente vinculante, sino solo en conversaciones informales (Shifrinson, 2016; Sarotte, 2021; Savranskaya y Blanton, 2017).
Este diálogo reflejaba lo que había sido una de las reglas no escritas durante gran parte de la Guerra Fría: que las cuestiones estratégicas que afectaran al equilibrio de poder en Europa debían ser objeto de un diálogo entre ambas superpotencias, para evitar malentendidos o errores de percepción que pudieran tener efectos desestabilizadores, teniendo en cuenta que incluso un enfrentamiento limitado entre ellas podría escalar hasta una guerra nuclear. Pero lo que ni Washington ni Moscú preveían en 1990 era que solo un año más tarde la URSS habría dejado de existir, tras una fracasada intentona golpista que generó un vacío de poder, aprovechado por tres de las quince repúblicas soviéticas –Rusia, Ucrania y Bielorrusia– para declarar disuelto el Estado fundado en 1922.
Con el fin del imperio soviético, desapareció también la relación de igualdad que habían mantenido Washington y Moscú. En ese nuevo escenario, EE. UU. ya no se consideraba vinculado por las promesas que se le habían hecho a Gorbachov, dado que la nueva Rusia independiente era no solamente menor que su predecesora en cuanto al territorio, sino también considerablemente más débil. De una superpotencia capaz de competir con el bloque occidental, se había pasado a una gravísima crisis interna, como resultado de la “terapia de choque” con la que se había implantado el capitalismo; lo cual hacía incapaz a Moscú de aspirar de nuevo a ocupar una posición influyente, ni siquiera en su vecindario exsoviético. Este papel secundario de Rusia en el mundo unipolar de comienzos de los noventa se debió también a otros dos factores: el liderazgo de Yeltsin –quien no tuvo reparos en aceptar una inicial subordinación a Washington, a cambio del apoyo político y económico que necesitaba para mantenerse en el poder– y las expectativas exageradas de los sectores más occidentalistas, que creían que EE. UU. estaría finalmente dispuesto a compartir su liderazgo mundial con una Rusia democrática e integrada en Occidente (Taibo, 2017: 57-60; Tsygankov, 2016: 90-93).
El acercamiento de la OTAN hacia sus fronteras se convirtió, para la mayoría de las élites y la sociedad rusa, en el símbolo más doloroso de la irrelevancia internacional en la que había caído su país. Al calificar a la Alianza Atlántica como una de sus principales amenazas militares externas, junto con el intervencionismo estadounidense –definición que ha continuado siendo el leitmotiv de toda la doctrina estratégica rusa, hasta la actualidad–, no se estaba afirmando que se considerase posible un ataque occidental, sino algo de carácter mucho más emocional y subjetivo. Se trataba realmente de una crisis de identidad, fruto de la disonancia entre el papel que históricamente había ocupado el país y su presente incapacidad para ser reconocido por las otras potencias mundiales. Más que una cuestión de seguridad militar, era un problema de “seguridad ontológica”: la sucesiva integración de sus vecinos en la OTAN era incompatible con el mantenimiento por parte de Rusia de una identidad de gran potencia (Morales Hernández, 2018a).
Por otra parte, hay que recordar que la decisión de EE. UU. de impulsar a toda costa la ampliación de la alianza –cuya conveniencia, como declaró Clinton, ya no se discutía (Goldgeier, 1999)– se produjo no solo para satisfacer las legítimas demandas de los antiguos satélites de la URSS, que lógicamente deseaban quedar cuanto antes bajo el paraguas de seguridad occidental. El propósito era también consolidar su propia hegemonía dentro del sistema unipolar de la postguerra Fría, atribuyéndose la responsabilidad de mantener la estabilidad en la antigua zona de influencia rusa; y aprovechando una etapa de clara debilidad de Moscú, que no era capaz en aquel momento de impedirlo por la fuerza.
La OTAN, por tanto, no comenzó su ampliación para contener a una Rusia que ya representara una amenaza tangible, sino porque la debilidad de esta le ofrecía una oportunidad para ello, sin temor a exponerse a represalias. Pero, al hacerlo, acabaría reforzando unas tendencias no deseadas en la política exterior rusa: su objetivo de volver a ser una potencia capaz de emplear su poder para defender sus intereses, ya que de otra forma no esperaba que fueran tenidos en cuenta por Occidente. Esta profecía autocumplida ha servido a la alianza para justificar que su existencia sigue siendo necesaria tras el fin de la Guerra Fría (Sakwa, 2005: 4); aunque ella misma contribuyera –aunque fuera de forma no premeditada– a que Moscú abandonase esa posición inicial más dialogante, para emprender el rumbo de confrontación cuyos efectos más dramáticos estamos viviendo ahora.
Cuando en 1999 Putin es elegido por el entorno de Yeltsin como futuro sucesor, el encargo que recibe en cuanto a la política exterior es precisamente ese: completar la recuperación del estatus de gran potencia que ya se había producido en esos últimos años –por obra del ministro de Exteriores y después primer ministro Yevgeni Primakov–, con la ampliación de la OTAN como uno de los principales desafíos a los que hacer frente. Una OTAN que, además, acababa de emprender su primera operación “fuera de área” con el bombardeo de Yugoslavia, sin limitarse ya al papel de alianza defensiva para el que había sido creada; lo cual no dio lugar entonces a una ruptura completa con Occidente, pero terminó de reforzar unas percepciones de amenaza que ya estaban cada vez más arraigadas en Moscú (Averre, 2009).
La presidencia de Putin: del pragmatismo a la inflexibilidad
El antecedente de la guerra de Kosovo no impidió que Putin comenzara su presidencia con una actitud hacia EE. UU. que podría calificarse incluso de cordial (Taibo, 2017: 64), aunque estuviera realmente movida por un cálculo pragmático y basado en sus propios intereses. Para Rusia, los atentados del 11 de septiembre de 2001 le ofrecieron una oportunidad de cooperar con Washington en un ámbito de interés común: la lucha contra el terrorismo yihadista, comenzando por el derrocamiento de los talibanes afganos, a los que Moscú ya se estaba enfrentando desde años atrás. La “guerra contra el terror” proporcionaba una cobertura a Moscú para sus operaciones en Chechenia, mediante un entendimiento tácito con EE. UU., que dejaba vía libre a cada parte para combatir el terrorismo con medios tan agresivos como estimara conveniente. Sin embargo, las diferencias tardarían poco en volver a resurgir: la deriva neo-imperial de la administración Bush, a partir de la invasión de Irak en 2003, dejaba claro que el mundo multipolar anhelado por Rusia estaba muy lejos de los planes de EE. UU.
A pesar de ello, esa breve “luna de miel” con Bush sirve para explicar uno de los hechos más sorprendentes –y más relevantes para entender el conflicto actual– en la política exterior de Putin; un acontecimiento que se caracteriza no tanto por lo que ocurrió, sino por lo que no se produjo. Cuando, en la cumbre de la OTAN celebrada en Praga a finales de 2002, se invitó a ingresar en la organización a siete países de Europa Oriental, entre los que se encontraban Estonia, Letonia y Lituania, la respuesta de Rusia fue de una aceptación resignada, sin tratar de impedirles por la fuerza culminar su entrada en la alianza; una entrada que no se produciría hasta dos años después, periodo en el que –como ha sucedido ahora con Ucrania– no estaban aún cubiertos por la cláusula de defensa colectiva. Tal actitud de Rusia contrastaba con sus amenazas anteriores durante toda la década de los noventa, en la que había dejado claro que consideraba inaceptable cualquier ampliación de la OTAN hacia sus fronteras; pero muy especialmente si se trataba de antiguas repúblicas soviéticas, comenzando por las tres bálticas (Black, 2000).
Las causas de esta aceptación se encuentran, por una parte, en la experiencia de una cooperación profunda con Washington frente a la amenaza compartida del terrorismo, que Putin no deseaba entonces poner en riesgo; pero, por otra, también obedecían a las concesiones realizadas por la Alianza Atlántica, que permitieron al Kremlin presentar un resultado tangible ante su opinión pública. Unos meses antes de la cumbre de Praga de 2002, se celebró otra cumbre en Roma en la que se creaba el Consejo OTAN-Rusia, sucesor del anterior y poco operativo Consejo Conjunto Permanente establecido por el Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997. Este nuevo organismo recogía una de las principales demandas de Moscú: que se le diera voz –aunque no voto– en las cuestiones de seguridad europea que afectasen a ambas partes, pudiendo participar en los debates y no solo escuchar una posición ya consensuada entre los miembros de la organización. Así, se reconocía simbólicamente la identidad de Rusia como una gran potencia cuyos intereses merecían ser escuchados, en un diálogo similar al que se había mantenido entre las dos superpotencias de la Guerra Fría.
Pero los casos de Ucrania y Georgia serían muy diferentes. En la cumbre de Bucarest de 2008, se prometió a ambos países que se convertirían en miembros de la OTAN, aunque sin concretar la fecha en la que se produciría su adhesión; una ambigüedad que se debía a la falta de consenso entre los aliados sobre la conveniencia real de admitirlos, y que probablemente sirvió como incentivo para que el Kremlin adoptara una posición mucho más agresiva. A diferencia de lo ocurrido seis años antes, el pasado clima de cooperación con Bush ya estaba muy deteriorado; a lo que se sumaba la abierta hostilidad de Putin hacia los líderes ucraniano y georgiano, Viktor Yushchenko y Mijeil Saakashvili, llegados al poder tras sendas “revoluciones de colores” que Moscú denunciaba como meras intervenciones encubiertas de EE. UU. en su periferia. Pocos meses después, en agosto, se produjo una breve guerra ruso-georgiana tras la cual Rusia reconoció la independencia de las regiones separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, pero –en contraste con lo sucedido ahora en Ucrania– sin tratar de ocupar el país entero ni instalar en el poder a un gobierno afín.
La deriva hacia la guerra con Ucrania
Cuando se produjeron las primeras protestas en el Maidan o plaza de la Independencia de Kiev, en noviembre de 2013, nada hacía pensar que fueran a terminar convirtiéndose en una revolución que acabaría forzando la salida del poder del entonces presidente, Viktor Yanukovich, en febrero de 2014; ni tampoco que ese cambio político desataría un conflicto armado con Rusia, primero limitado al Donbás y ahora extendido al resto del país (Morales Hernández, 2014, 2018b; Ruiz-Ramas, 2016).
Aunque ahora parezca existir una conexión necesaria entre todas estas etapas, como una inevitable progresión ascendente dentro de un mismo conflicto, sería exagerado considerar que esta tragedia estaba escrita desde el principio. De hecho, lo más llamativo a la luz de los acontecimientos posteriores es lo tarde que se produce la respuesta militar rusa: Putin solo ordena la ocupación ilegal de Crimea cuando Yanukovich ya ha huido de Kiev y los revolucionarios se han hecho con el poder, en lugar de haber desplegado sus tropas con anterioridad para evitar que cayera el presidente al que ellos apoyaban. Esto confirma, por un lado, la incapacidad de Moscú para prever la evolución de los acontecimientos; pero también que Putin ha sido cada vez más propenso a tomar decisiones impulsivas, asumiendo riesgos considerables sin pensar en las consecuencias (Treisman, 2016).
Que la primera medida que tomó Putin fuera asegurarse el control de Crimea, donde estaba situada su Flota del Mar Negro, era coherente con la prioridad otorgada a la OTAN como principal amenaza a su seguridad nacional: con ello, evitaba que su armada fuera desalojada de la base de Sebastopol y reemplazada por fuerzas navales occidentales. Sin embargo, extender esa intervención a Donetsk y Lugansk era una maniobra mucho más imprudente. A diferencia de lo que había sucedido con Osetia del Sur y Abjasia, no se trataba de entidades separatistas que llevasen años ejerciendo una independencia de facto, y que Rusia solamente tuviera que reconocer; sino de crear unas milicias armadas desde cero, aprovechando el descontento entre la población local hacia el cambio revolucionario que se había producido en Kiev. Además, al contrario que en Crimea, la población que se identificaba como étnicamente rusa o que apoyaba un alineamiento geopolítico con Moscú no era predominante en dichas regiones, cuya afinidad con Rusia era de tipo más bien cultural y lingüístico (Pop-Eleches y Robertson, 2014).
La decisión de apoyar un conflicto armado en el Donbás suponía, por tanto, una escalada mucho más arriesgada y con un impacto a largo plazo difícil de calcular. Pero, en todo caso, no respondía a una necesidad real de intervenir para proteger a la población, como argumentaba la propaganda del Kremlin: ni los grupos ultranacionalistas ucranianos eran mayoritarios en el gobierno surgido del Euromaidán, ni se estaba preparando un genocidio o limpieza étnica contra los habitantes de las regiones orientales. El objetivo de Moscú en ese momento era, indudablemente, debilitar a las autoridades de Kiev para impedirles estabilizar el país, de forma que no pudieran llevar a cabo su ingreso en la Alianza Atlántica. En cambio, la posibilidad de reconocer la independencia de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk o ampliar el conflicto a otras regiones del este y sur del país fue descartada por el Kremlin, puesto que era innecesaria para sus propósitos y suponía asumir unos costes excesivos. ¿Qué cambió, entonces, a principios de 2022 para que Putin tomara unas decisiones que en los ocho años anteriores se había resistido a adoptar, e incluso fuera mucho más allá, emprendiendo una invasión a gran escala de toda Ucrania?
Los acontecimientos actuales solo pueden explicarse considerando otros factores que, nuevamente, responden más a cuestiones emocionales o subjetivas que a un cálculo racional de los intereses estratégicos de Rusia. Aunque Ucrania ya estuviera muy debilitada por la guerra del Donbás, y no tuviera perspectivas de ingresar en la OTAN a medio plazo, su gradual aproximación hacia Occidente —no solo en un sentido geopolítico, sino también económico y cultural— era percibida por Putin como un desafío a su poder. Pero, tal vez, el elemento más inaceptable para el Kremlin haya sido el rechazo explícito por parte ucraniana de la narrativa histórica heredada de la URSS, especialmente la glorificación de la victoria soviética contra el nazismo; optando, en cambio, por rehabilitar la memoria de las guerrillas nacionalistas que colaboraron en ciertos periodos con el invasor alemán (Filtenborg, 2021).
Así, pese a que fuera objetivamente falso que los gobiernos de Poroshenko o Zelenski estuvieran inspirados por una ideología de extrema derecha, o que los grupos que sí lo estaban —como el famoso Batallón Azov— representaran a una mayoría social, las continuas acusaciones de Putin en este sentido revelan algo más que una mera estrategia propagandística. Para él, el giro proccidental de Ucrania a partir de 2014 representaba una “traición” comparable a la del colaboracionismo con Alemania durante la II Guerra Mundial; esto se desprende, por ejemplo, del tono de su discurso del 21 de febrero de 2022, revelador de un estado emocional más dominado por sentimientos de ira y odio —negando, incluso, el derecho de Ucrania a existir como Estado independiente— que por una capacidad racional de análisis (President of Russia, 2022).
Sin embargo, el factor de la OTAN también seguía estando muy presente en la mente del presidente ruso: de hecho, una tercera parte de su largo discurso estaba dedicada a la amenaza que supondría la futura integración de Ucrania en la Alianza Atlántica. Putin acusaba a Occidente de estar desplegando sus tropas en el país bajo el pretexto de entrenar a las fuerzas armadas ucranianas, lo que para él equivaldría al establecimiento de bases militares extranjeras en el país vecino, con intenciones hostiles contra Rusia. De esta forma, la combinación de ambos elementos —el resentimiento acumulado entre los dirigentes rusos desde los años noventa por las sucesivas ampliaciones de la OTAN, y el desarrollado por Putin hacia Ucrania a partir de la revolución de 2014, que abría la puerta a la integración de esta en dicha organización— podría contribuir a explicar una decisión tan inesperada como la que se produjo a principios de 2022. Naturalmente, sin que esto fuera una justificación legítima, suficiente ni acertada, incluso desde la perspectiva de los intereses que venía defendiendo Rusia con anterioridad.
Otro factor que ha podido tener algún impacto es el de la no resolución del conflicto del Donbás, debido al fracaso de los sucesivos acuerdos de alto el fuego y la negativa de Kiev a negociar sobre la autonomía de dichas regiones. Para la mayoría de la opinión pública rusa, la supuesta necesidad de intervenir para “proteger a la población ruso hablante” ha sido el principal argumento en favor de la guerra; muy por delante de otras ideas difundidas por la propaganda oficial, como la de que Ucrania tuviera que ser “desnazificada” (Levada-Tsentr, 2022). Es difícil saber si una implementación a tiempo de los acuerdos de paz de Minsk hubiera disuadido a Moscú de emprender una escalada del conflicto; aunque podría suponerse que, si Rusia hubiera tenido intenciones desde el principio de emprender una invasión completa del país, lo habría hecho en febrero-marzo de 2014, en lugar de utilizar el Donbás durante los ocho años posteriores para presionar a los sucesivos líderes ucranianos.
Finalmente, debemos considerar la posibilidad de que el estricto aislamiento al que se ha sometido Putin para evitar contagiarse de COVID-19 haya sido el detonante de los acontecimientos posteriores, aunque no la causa directa. En este sentido, se ha especulado con que en ese periodo haya podido estar expuesto a determinadas influencias ideológicas, que le hayan convencido para cambiar de rumbo en su estrategia hacia Ucrania. Sin embargo, hay que recordar que el pensamiento de Putin no está realmente guiado por ninguna corriente intelectual, sino por una utilización pragmática de distintos mensajes propagandísticos: la memoria de la II Guerra Mundial, la nostalgia de los imperios zarista y soviético o el conservadurismo social de la Iglesia Ortodoxa, entre otros.
Como señalan March (2018) o Laruelle (2022), el nacionalismo de Putin se inscribe en un discurso social muy amplio y heterogéneo, que no sigue a un autor o doctrina concretos. Tampoco es exacto afirmar que su política exterior es un reflejo del neo-eurasianismo del filósofo Alexander Dugin, quien –pese a ser un personaje mediático muy popular entre la extrema derecha– no forma parte de la comunidad de expertos y think tanks que asesoran de forma directa a Putin (Morales Hernández, 2018c). Más que dejarse influir por los sectores ultranacionalistas rusos, ha sido el Kremlin el que ha tratado de apropiarse cada vez más de su discurso y utilizarlo para sus propios fines: por ejemplo, reclutando voluntarios en estos grupos para que se unieran a las milicias separatistas del Donbás.
Lo trágico es que esta deriva neo-imperial no era inevitable, ni ha venido forzada por las circunstancias, sino que responde a una decisión personal de Putin, que incluso contradice la estrategia seguida en anteriores etapas de su presidencia. Como ya hemos señalado, Moscú había ido alternando entre una actitud relativamente dialogante y que enfatizaba su pertenencia a una civilización europea común –cuando consideraba que podía beneficiarse de la cooperación con Occidente– y la reivindicación de una cultura rusa radicalmente distinta a la occidental, en momentos de empeoramiento en las relaciones con EEUU o la UE. Las acciones de Putin no han obedecido a un esquema ideológico mantenido de forma invariable, sino a un conjunto de ideas básicas desarrolladas a lo largo de su carrera, a partir de sus propias experiencias. Quizás su principal obsesión, agudizada con los años, haya sido el recuerdo traumático de los hundimientos de Alemania Oriental y de la URSS, que vivió en primera persona; lo cual parece haberle convencido de que la supervivencia del actual Estado ruso también se encuentra en peligro, asediada por múltiples enemigos interiores y exteriores.
En cualquier caso, no hay duda de que la pandemia puede haber contribuido a intensificar las tendencias irreflexivas que él y sus asesores ya venían mostrando con anterioridad, haciéndole más receptivo a los consejos de los partidarios de una escalada bélica, o a dejarse convencer por análisis excesivamente optimistas sobre la rapidez o facilidad con las que podía llevarse a cabo un cambio de régimen en Kiev. Teniendo en cuenta que esta opción había sido antes descartada por ellos mismos –puesto que no intentaron restaurar en el poder a Yanukovich en febrero de 2014, ni tampoco ordenaron una invasión total de Ucrania en los ocho años posteriores–, deberíamos preguntarnos qué nuevos datos les convencieron de que el escenario había cambiado a principios de 2022. Una decisión que ha demostrado ser un tremendo error, del que algunos de sus expertos –cuyas recomendaciones fueron ignoradas por el Kremlin– han estado alertando desde el inicio de la “operación especial” (Timofeev, 2022; Kortunov, 2022).
Conclusiones
Además de la enorme crisis humanitaria que está suponiendo esta guerra, el modo tan aparentemente irracional e imprudente en el que ha actuado Putin es un motivo adicional de preocupación de cara al futuro. Pese a que la campaña militar no se esté desarrollando de forma tan favorable para el Kremlin como podía preverse, debido tanto a la incompetencia de sus fuerzas armadas como al apoyo militar que están prestando a Ucrania muchos países occidentales, sería prematuro considerar que el conflicto vaya a terminar con la retirada unilateral de los agresores. Las posibilidades de una rendición incondicional de Rusia, o un relevo forzoso de su líder por alguien más favorable a la paz, no están respaldadas a día de hoy por ningún indicio o evidencia tangible. De hecho, si Putin se enfrentase a un intento de apartarlo del poder o a una derrota masiva en el campo de batalla, es mucho más probable que optara por la “huida hacia adelante” que por retroceder a las posiciones de partida; por ejemplo, con un empleo limitado de armamento nuclear u otras acciones de similar gravedad.
¿Cuál es, entonces, el horizonte al que se enfrenta Ucrania? La cuestión de cuánto tiempo se debe continuar la lucha, o en qué momento sería preferible explorar la posibilidad de un alto el fuego negociado, corresponde ante todo al pueblo ucraniano y a sus dirigentes democráticamente elegidos. Desde luego, las masacres y abusos cometidos por las tropas invasoras han alimentado la espiral de violencia, incrementando el coste político de cualquier diálogo con Moscú. Tampoco hay certeza de que una hipotética renuncia de Zelenski a los territorios reclamados por Putin, así como a sus aspiraciones de ingresar en la OTAN, pudieran garantizar a largo plazo la seguridad del resto del país. No obstante, el coste de prolongar del conflicto hasta alcanzar una victoria total y sin concesiones –lo que implicaría no solo la liberación de las regiones invadidas en los últimos meses, sino también aquellas que el Estado ucraniano no controla desde 2014–, parece igualmente inasumible.
A largo plazo, el papel más importante de los demás países europeos será mantener nuestro apoyo a las personas refugiadas y ayudar en la reconstrucción económica y material, una vez hayan terminado los combates. La reconciliación entre ambas naciones será una tarea mucho más difícil, que solo podrá iniciarse cuando se haya producido un cambio de dirigentes en Moscú. Hasta que esto suceda, nuestras prioridades más urgentes deben ser necesariamente otras: ayudar al mayor número posible de ucranianos a sobrevivir a esta tragedia, sin prolongar la guerra más allá de lo imprescindible; pero evitando, al mismo tiempo, que la propia existencia de Ucrania como Estado soberano e independiente quede relegada a los libros de Historia.
Javier Morales Hernández en dialnet.unirioja.es