El problema de la debilidad del espíritu ha ocupado a la filosofía a lo largo de los siglos llamados de la modernidad bajo diferentes aspectos y puntos de vista, y ello porque estos siglos son precisamente la época marcada por el humanismo, la ilustración, el antropocentrismo, diferentes aspectos y diferentes maneras de referirse a un mismo espíritu fundamental [1]. Es la época de las luces de la razón, de la confianza en ella, y también de la esperanza en el progreso de dicha razón, que nos iba a dar una mayor felicidad y un mayor dominio de este mundo [2]. Así es como en las exposiciones populares se muestra este espíritu moderno. Pero es también común en nuestros días el referirse a los límites, no solamente del crecimiento, sino de la Ilustración misma. Parece que estamos en un momento en el que esa fortaleza que se atribuye al espíritu humano se muestra como menos fuerte de lo que aparentemente se pensaba. Pero no es a eso a lo que me voy a referir, ese es un tema de la discusión actual, pero precisamente por eso lo evito, lo cual no quiere decir que no sea muy interesante. Tiene gran interés examinar la problemática de los movimientos ecologistas, y del actual miedo a la razón, miedo que parece extenderse en nuestros días y que puede apreciarse como una muestra de debilidad del espíritu [3] Sin embargo, no es a ese tipo de debilidad al que me quiero directamente referir. Entiendo que en las exposiciones un poco menos populares acerca de este espíritu de la modernidad se deja ver también entre líneas que el humanismo, la Ilustración, son movimientos que surgen precisamente no por una fortaleza del espíritu, sino por una debilidad del espíritu, a saber, por miedo. Este miedo es el temor de no ser capaces de alcanzar lo. más alto; declaramos clausurado lo que «supere» al hombre porque si nos supera nosotros no vamos a saber qué hacer con ello en el sentido del dominio. Si hay algo que yo no puedo dominar, he de sospechar que eso podría dominarme a mí y eso me da miedo, y no quiero aceptarlo.
El humanismo lleva a cabo en la filosofía moderna un movimiento que pretende conducir progresivamente a deshacer el entuerto del pecado original. Reconocer el pecado original es reconocer al mismo tiempo que no hay superioridad del hombre, que hay una debilidad del espíritu humano. El humanismo conduce a decir que el hombre no tiene pecado original, que no es verdad que haya habido tal cosa. Esto está afirmado con toda nitidez en algunos de los grandes pensadores que han sacado las consecuencias del pensamiento moderno. Está dicho por Rousseau, está dicho por Nietzsche, está dicho por Carlos Marx de una forma taxativa. Yo no he hecho otra cosa que predicar, dice Nietzsche, la inocencia del hombre. El hombre es un ser inocente [4].
¿Cómo se puede sostener que el hombre es inocente? El propio Nietzsche y también Carlos Marx lo muestran bastante bien en su filosofía. Hay una manera de afirmar que el espíritu humano es fortaleza y no debilidad, que no tiene pecado original, por consiguiente. Esa manera, que desarrollan uno y otro pensador de maneras distintas, es interpretar el conocimiento humano exclusivamente en su aspecto artístico-productivo, es decir, interpretar el conocimiento humano en su forma operativa y, en consecuencia, interpretar la voluntad humana como voluntad de dominio, porque lo que se corresponde con un conocimiento meramente productivo-artístico es justamente una voluntad de dominio. ¿Cuál es el ámbito del dominio humano, desde el punto de vista temporal? El futuro. Si llevamos a cabo una interpretación del saber humano como una actividad que fundamentalmente tiene que ver con el futuro, entonces la voluntad humana se interpreta como mero dominio y, por consiguiente, al hombre como un ser fuerte y sin debilidad [5]. Es justamente lo que hace Nietzsche, y también lo hace Carlos Marx. Son doctrinas filosóficas del futuro y en el futuro hay inocencia. Si el hombre no tiene ningún pasado, ni pasado temporal -en el sentido de la tradición-, ni pasado trascendental -en el sentido de la ley moral-, entonces el hombre no tiene que dar cuenta de nada de lo que hace. El problema es ese, se trata de si uno tiene que dar cuenta de algo o no. Con la anulación de todo pasado se busca precisamente anular toda moral en sentido clásico. La filosofía del dominio es la filosofía del arte y la producción en la medida en que lo que el hombre puede dominar es lo cambiable, aquello que es particular y en algún modo material, es decir, aquello que tiene el carácter de obiectum, puesto delante, a lo que yo puedo manejar, manipular. Hay dos cosas, sin embargo, que el hombre no puede manejar, a saber: el carácter de identidad inherente al conocimiento y aquello que hace posible todas las posibilidades particulares, es decir, la materia. Por un lado, la identidad en cuanto tal no puede ser objeto de manejo alguno; y, por otro, lo más bajo de todo, aquello que es fundamento de toda posibilidad, la materia misma en cuanto tal, tampoco es dominable.
Ahora bien, tanto lo uno como lo otro, tanto la pura identidad como la pura materialidad, se presentan al hombre como aquello que, cuando él quiere construir, ya está dado, y aquí subrayo el ya. Cuando yo quiero construir algo me encuentro con las identidades de mi razón, me doy cuenta de que la razón actúa siempre en forma de identidad y la identidad en cuanto tal no puedo manipularla. Y comprendo que, para construir, he de tener algo a la mano, obiectum, y eso está ya antes. Por consiguiente, frente a esas anticipaciones, yo no tengo poder. Como son anticipaciones, las puedo llamar mi pasado, y en ese sentido se puede decir que mi pasado es mi debilidad, precisamente porque yo no puedo nada contra él. A este respecto conviene recordar el pensamiento hegeliano, un intento gigantesco de pensar metafísicamente el presente desde el pasado. Lo peculiar de la filosofía hegeliana está aquí, en que, siendo así que aquel que conoce debe tener un cierto poder, puesto que a todo conocer acompaña un cierto poder, ella no puede variar el pasado. Hegel dice poseer un perfecto conocimiento del pasado, y, sin embargo, no es capaz en absoluto de dominarlo, no puede con él de ninguna manera. Si tuviese un verdadero conocimiento tendría que poder no simplemente exponer dicho pasado, sino poder algo con respecto a él. A no ser que entendiera el saber filosófico como un amor a la sabiduría, pero esto lo excluye literalmente en la Fenomenología del Espíritu [6]. Esto es el primer punto en el que quería ver la debilidad del espíritu. Hay un segundo punto, que es el siguiente: El espíritu cuando conoce establece siempre una referencia en el acto cognoscitivo, al objeto y al sujeto. Es el famoso aforismo, tantas veces comentado por la escolástica aristotélica de que el cognoscente en acto es lo conocido en acto, comentado también por Hegel en las Lecciones de Historia de la Filosofía [7] con los términos más elogiosos. Esa frase especulativa significa que yo propiamente hablando no conozco el objeto y el sujeto «en cuanto tales» sino que, en el acto de conocer, que no es ni sujeto ni objeto, hay como dos flechas, una que se refiere a la objetividad y otra a la subjetividad, hay dos connotaciones [8]. Ahora bien, si eso es así, el conocimiento humano de ninguna manera puede construir ni la subjetividad ni la objetividad, sino que se refiere a ellas; por consiguiente, las presupone, lo que significa que el espíritu humano frente al objeto y al sujeto es débil, porque no es capaz de ponerlos. No los pone, sino que se los encuentra en las referencias que en el acto cognoscitivo hace. Segunda debilidad, por consiguiente, del espíritu.
Una tercera debilidad se puede encontrar en la naturaleza, concepto otra vez de moda tras la aparición del ecologismo. Si yo tengo una naturaleza, entonces ella, por un lado, es mi fortaleza, porque la naturaleza es principio de operaciones. Pero, por otro lado, es mi debilidad, porque la naturaleza me ha sido dada, y, como dada, no es obra mía. Mi naturaleza es, en cierta medida, un pasado con respecto a mí. Si fuese un futuro yo la podría construir, pero es un pasado. Y hay al menos otros dos puntos más en los que se muestra la debilidad del espíritu. Uno es el deseo. Pasamos ahora a la voluntad. Desear algo supone que lo deseado en cierta medida se me impone, yo no puedo desear más que porque hay algo que atrae arrastra mi atención y me empuja a querer alcanzarlo. Si esto es así, lo deseado tiene una cierta fuerza con respecto a mí; yo, una vez más, soy débil [9]. Este punto está muy claro, por ejemplo -como es sabido- en la disputa filosófica de Nietzsche contra Schopenhauer. Nietzsche rechaza la interpretación schopenhaueriana de la voluntad como mero deseo precisamente por esto. Si la voluntad es mero deseo entonces no somos más que pura debilidad. Pero eso no lo acepta Nietzsche. La voluntad es voluntad de poder. No puede admitir de ninguna manera que la voluntad sea deseo, porque eso sería tanto como volver a reintroducir aquello que el humanismo había querido apartar, a saber, la debilidad del espíritu.
Todavía hay un rasgo en el cual se puede ver -a mi juicio- dicha debilidad: en el uso amoroso de la voluntad. Amar supone un uso no dominativo de la voluntad. Amar es poseer, pero no en forma dominativa, sino respetuosa con el ser. Se trata, pues, de debilidad.
Así pues, el espíritu humano, tanto desde el punto de vista de su constitución, como de su uso intelectivo, como de su uso voluntario, parece mostrar varios rasgos de debilidad, y esos rasgos debería borrarlos una filosofía que proclame la fortaleza del espíritu. Es lo que se ha intentado en la filosofía moderna, con un programa consecuente, a partir, sobre todo, del siglo XIX. Tal vez Nietzsche, inspirador del existencialismo, sea el pensador que ha sacado, en este sentido, las consecuencias de la modernidad con más clara lucidez. Se proclama que nosotros tenemos que ver fundamentalmente con el futuro. Nosotros no tenemos naturaleza, dirá luego el existencialismo inspirado en Nietzsche, sino que construimos nuestro ser. No tenemos una naturaleza dada, dice Jean-Paul Sartre, un lector avezado de Nietzsche. De otro lado, el intelecto es un mero instrumento de la voluntad, como señala expresis verbis el mismo Nietzsche. El pragmatismo en el fondo dice eso también. Lo dice Ortega y Gasset: recuérdese su noción de beatería de la cultura [10]. Si el intelecto es instrumental con respecto a la voluntad desaparecen los problemas de debilidad que surgían en la interpretación clásica. De manera que ya se ha quitado la debilidad por parte del intelecto, por parte de la naturaleza y por parte del pasado. Y si la voluntad es voluntad de poder tampoco es débil. Eso es justamente lo que repite Nietzsche: la voluntad no es deseo y la voluntad no es amor. Porque además es característico de la filosofía moderna el abandono del sentido clásico del amor. No sólo el Humanismo puede acusar a la filosofía escolástica y a la religión católica de pervertir el espíritu [11]. También lo contrario se puede dar. La acusación al Humanismo de cometer un pecado contra el espíritu: no aceptar el valor especulativo del uso amoroso de la voluntad.
La primacía metafísica del futuro se puede establecer desde dos interpretaciones de la voluntad. Una es la que afirma el carácter predominantemente desiderativo de ésta (Schopenhauer, Marx). Siempre se desea algo por conseguir, se vive hacia el futuro. A esta interpretación podemos añadir la existencialista que mantiene la primacía de la posibilidad, y por consiguiente de la existencia abierta al futuro. La otra afirma el carácter especulativo y dominativo de ella (Nietzsche) y considera que actuar es abrir futuro [12]. Hay un problema en ambas interpretaciones, al que se aludirá después, a saber, que les aparece inquietantemente la nada. Pero, el que ahora importa es que ninguna de ellas puede explicar suficientemente de dónde surge el objeto. Pues el desear presupone lo deseado, y el proyecto lo proyectado. Hay antecedencia del objeto. Y en la interpretación espontaneista, es menester explicar cómo puede el intelecto ser instrumento si no es para alcanzar algo, lo cual se presupone también a la voluntad. Todo el esfuerzo por liquidar la interpretación aristotélica del finalismo en favor de un creacionismo de la voluntad falla, a mi juicio, ante la pregunta de por qué se crea. Si se dice por amor, ya no vale la interpretación espontaneista, y si se dice que, por necesidad, entonces reaparece el deseo como primordial o la identidad de la ley necesaria, según tomemos la necesidad por Bedürfnis o por Notwendigkeit.
En resumen, una interpretación de la actividad como fundamentalmente referida al futuro busca ver al hombre como originario, pues sólo frente al futuro lo puede ser. Pero por más que se quiera sostener la superioridad y fortaleza del espíritu humano, defendiendo al tiempo su inocencia, aparece siempre esa muralla, a saber, lo que se puede llamar el «pasado transcendental». Yo me encuentro con que, para usar mi intelecto y mi voluntad, las tengo que usar con respecto a algo ya dado, que me antecede. Si quiero usar el intelecto, tengo que pensar un objeto, y si quiero usar la voluntad, tengo que querer algo. Entonces, yo no pongo todo, no puedo, hay algo que me encuentro. Ahora bien, ¿qué puedo hacer entonces, en esa situación límite? ¿Qué puedo intentar aún para establecer mi fortaleza? La voluntad todavía puede encontrar un resquicio, aún puede, frente a la identidad y a la materialidad que se muestran como esa muralla inapelable con la que choca el intento del espíritu de constituirse en origen primero, ensayar un recurso último: negar. Frente a lo que se presenta como inapelable puedo siempre hacer una cosa: negarlo, rechazarlo. Justamente el espíritu negante es el punto al que debía llegar ahora la exposición. Desde el punto de vista clásico, me parece que se puede decir que lo más radical del hombre, en el sentido de lo más propio, precisivamente suyo, lo que tiene precisivamente como individuo, es su capacidad de negar. O, dicho de otro modo, aquello que al hombre le puede hacer independiente, es sólo una cosa: el uso negativo o negante de la voluntad. A mi juicio, por más que Nietzsche se esfuerce en sostener lo contrario, no es fácil evitar esa conclusión, a saber: que yo no puedo ser un espíritu positivo en el uso fundamental y exclusivamente mío del espíritu. Ahora bien, negar es, en este sentido, lo que puede llamarse establecer el espíritu curvado. Negar aquí significa curvarse, porque lo que nosotros vemos en nuestro propio espíritu cuando lo empezamos a usar es que el espíritu de suyo es transitivo, que tanto el intelecto como la voluntad tienden a salir fuera de sí. Y en ese salir se encuentran ya algo dado.
Hans Blumenberg, en su artículo titulado «Selbsterhaltung und Beharrung. Zur Konstitution der neuzeitlichen Rationalitat» [13], muestra, a mi juicio, bastante bien, cómo lo propio de la modernidad es el intento de poner como fundamental el uso reflexivo de la razón, considerando la transitividad como secundaria. La historia moderna muestra, en su típica afirmación de la preminencia del principio conservativo, una progresiva conciencia del carácter reflexivo de dicho principio. «... die Ersetzung des transitiven Erhaltungsgedankens durch den reflexiven und intransitiven» (s. 188).
Ahora bien, construir el espíritu como reflexividad es algo que solamente se puede hacer mediante el uso fundamentalmente negativo de él, y eso es lo que se llama crítica. En ese sentido la crítica es la filosofía moderna y la filosofía moderna es la crítica, porque la constitución de la racionalidad moderna supone el uso primario y fundamental de la negación.
Como he pretendido mostrar en otros escritos («Nada y voluntad». Anuario Filosófico, vol. XIII n.º l; y «Voluntad y Ser». Pamplona, 1982. Edición privada), el uso de la negación y de la nada se relacionan. directamente con la voluntad, y sólo indirectamente con el intelecto. Si esto es cierto, se explicaría ese aroma típico de la filosofía idealista [14], un aroma de mixtura entre intelecto y voluntad, que proviene de que la filosofía de la conciencia no distingue bien, a mi entender, el intelecto de la voluntad, y por eso se encuentra con serios problemas frente a la nada que, o bien está en el corazón de todo (Hegel) o aparece inquietante al final (Nietzsche). La razón o niega el ser o lo quiere sorprender en su auto-despliegue.
Frente a este punto de vista, la filosofía clásica sostiene, como es sabido, que la razón de ninguna manera puede rechazar el ser. El intellectus (uso el término clásico que aquí conviene ahora) [15] a radice no es crítico. Que el intelecto entiende significa que el intelecto capta el ser.
El intelecto no sabe acerca de la nada. La que se relaciona con la nada es la voluntad. El intelecto no puede rechazar el ser. Cuando yo pienso, pienso el ser. La que puede rechazar el ser es la voluntad; es ella la que puede negarse a aceptar esa identidad que el intelecto había captado. No el intelecto. ¿Por qué puede la voluntad negar radicalmente lo que el intelecto capta, a saber, el ser, la identidad? Puede porque no es el intelecto. Pero ¿por qué lo hace? A mi juicio, porque el hombre no quiere ser imagen. El intelecto es luz, es imagen, es expresión. Mediante la voluntad el hombre se niega a aceptar esa condición.
Propongo, por consiguiente, que cuando se quiere liquidar -como pretende la Ilustración- el pecado original, se vuelve a cometer, pues dicho pecado consistía en querer ser como Dios-Padre, es decir, en querer ser arjé, origen primero. El Logos, el Hijo, es ya engendrado.
El uso dominativo de la voluntad es el único mediante el cual el hombre se siente origen de lo que está haciendo. Por decirlo así, el poder dominativo es la imagen que en el hombre hay de la originariedad. Por eso se busca ejercitarlo.
Caso de que las consideraciones anteriores sean válidas, al hombre, para construir su propio ser y dominar plenamente, no le queda otra solución que el ejercicio fundamental y primario de la negación. En la fórmula tradicional se dice que el que rechaza a Dios se convierte al tiempo a las criaturas [16]. Y hay que añadir: el que rechaza a Dios se convierte a sí mismo en Dios. Se entiende, en Dios Padre.
La filosofía clásica entendía al hombre principalmente como un ser que tiene lagos (Aristóteles); y la religión católica, como un ser que es hijo de Dios. Ambos puntos de vista eran fácilmente coordinables: el ser humano es, sobre todo, lagos. El lagos capta el ser. El neoplatonismo supo ver que el lagos no tiene carácter primario. Con todo, aquí hay un problema metafísico sumamente complejo, en el que ahora no es posible entrar, pues para el caso basta decir que el intelecto no puede rechazar el ser, pero la voluntad sí. Por eso se dice que rechazar el ser es un acto ilógico. Si, efectivamente, es un acto ilógico, lo que no es, es un acto anti-voluntario. Al contrario, es un acto voluntario. Va contra el intelecto, no va contra la voluntad. Es más, rechazar el ser es lo más precisamente voluntario... con el uso originante de la voluntad. Ahora bien, junto al uso originante de la voluntad, hay otros usos. Entiendo que existen al menos tres, que se corresponden con los tres conocidos modos característicos del obrar humano: el teorizar -teorein, saber contemplativo-, el saber moral, -prattein moral- y el saber técnicoartístico. Son tres usos de la voluntad que, si bien se ejercitan en los tres modos de saber humano, tienen un peso más marcado respectivamente en cada uno de ellos. El uso de la voluntad que más directamente tiene que ver con el saber teórico es el deseo. El uso de la voluntad que tiene que ver con el saber moral es la aprobación -o desaprobación-, y el uso de la voluntad que tiene que ver con el arte es el mandato o dominio. Son tres usos distintos.
Que el uso de la voluntad en el saber teórico es fundamentalmente deseo lo dice Aristóteles en el libro A de la Metafísica, al comienzo: «Todos los hombres desean naturalmente saber» [17]. No es nada extraño que sea el deseo lo que tenga que ver con el saber, por una simple razón: el saber teórico es la unión del cognoscente con lo conocido; se verifica según unión, y lo que busca todo deseo es la unión. Por ello, el uso de la voluntad que tiene que ver con la unión, es decir, con el conocer, es el deseo. Así se entiende bien, a mi juicio, que los autores bíblicos cuando se referían a la relación entre personas de los dos sexos la llamaran conocimiento. Del deseo de un sexo por otro viene el conocer, la unión.
En la moral, la voluntad se emplea predominantemente en forma de aprobación o desaprobación, pues en ella se trata, sobre todo, de conformarse, conformar la actuación con la ley, los principios eternos y el fin último. No me basta con desear el fin, y el último fin yo no puedo configurarlo a mi gusto. Puedo simplemente aprobarlo o no.
Aprobar no es lo mismo que desear; aprobar no es lo mismo que mandar; el mandar es propio del arte: ¡quiero que se haga tal cosa!, ¡voy a construirla! ¡Hágase!; ese es el uso técnico o artístico de la voluntad.
Pues bien, me parece que, de esos tres usos de la voluntad, el fundamental es el uso aprobatorio y que tal uso es, propiamente hablando, el uso amoroso de la voluntad. Amar significa aprobar la existencia de lo ya dado y que en cuanto dado se me impone [18]. Es la expresión que emplea Pieper: «es maravilloso que existas». Yo apruebo que tú existas [19]
El deseo y el mandato tienen más que ver con la temporalidad, porque están alejados de sus objetos respectivos. Pero el uso aprobativo puede ser directamente eterno. Y, a su vez, puede hacer participar de su eternidad a los otros dos. Es decir, yo puedo convertir el deseo en un deseo amoroso si uno la aprobación eterna a dicho deseo. Se podría interpretar así el concepto clásico de filosofía.
El deseo de la sabiduría está al principio y es temporal, pero si paso del deseo al amor a la sabiduría, entonces mi saber es eterno. Es lo que dice Platón. Hago participa, por consiguiente, al deseo de la aprobación y elevo el saber teórico a lo propio de la aprobación que es la eternidad. Apruebo el mundo real que me antecede. Por el contrario, el saber sofístico no hace participar al deseo de saber de la aprobación o del amor a la sabiduría. La sofística es un uso intelectivo al cual no se le une el amor a la sabiduría y, por eso, la sofística que, por lo demás, es el uso común hoy día del intelecto, es un ejercicio a radice inmoral del saber. Y, a su vez, si yo no hago participar al uso dominativo de la voluntad, es decir, al uso artístico, de la aprobación, del amor, entonces hago un arte inmoral y no elevo el arte a eternidad.
Entiendo que la voluntad primaria es la voluntad aprobatoria, porque la voluntad aprobatoria consiste en admitir lo que me ha sido dado. Ella me eleva por encima de mi condición pasajera a la condición eterna de lo idéntico y de lo anterior trascendentalmente. Entonces, desde un cierto punto de vista, el espíritu es débil porque, si hay deseo y si hay amor, tiene una debilidad, pero, desde otro punto de vista, se muestra que precisamente en esa debilidad es donde se encuentra su fortaleza. La fortaleza de la voluntad está en que se atreve a asumir la negación con respecto a sí misma para aprobar al otro. La nada queda así asumida, queda en medio. Yo no quiero instrumentalizar al otro. La nada en el deseo se coloca al principio; la nada en la voluntad aprobatoria se coloca en medio y la nada en la voluntad artística se coloca al final. Sócrates dice: si tú quieres saber, primero tienes que saber que no sabes, tienes que pasar primero por la negación para que se te despierte el deseo de saber: la negación está al principio. Precisamente porque está al principio, en cuanto me pongo a saber la expulso, se me queda atrás. En el arte, en cambio, la nada está al final. Decido construir y cuando construyo una cosa me doy cuenta de que lo construido no soy yo, es nada con respecto a mí. Por eso una filosofía del puro arte, de la pura producción, que es una filosofía del futuro, pues futuro y hacer se corresponden, es una filosofía que necesariamente tiene que concluir en el nihilismo [20]. Yo hago eso y entonces ... ¿qué? Nada.
¿Qué resulta de lo que he hecho para mi ser? Nada. Es la nada que queda al final y ante la cual me angustio [21]. La manera de salvar las «nadas terminales» es aplicarles la voluntad amorosa. Con respecto al saber teórico, me remito a la filosofía platónica. En relación con el saber artístico, su sentido está en el regalo. El arte sirve para regalar; es un instrumento de la voluntad moral, es decir de la voluntad amorosa. El futuro del hombre, es decir, la producción que realiza el hombre no tiene más sentido verdadero que el regalo. Pero independientemente de la introducción del uso aprobatorio, si yo tomo en su carácter puro el deseo y el dominio, me aparecen respectivamente con una nada al principio y una nada al final. Son las que se pueden llamar «nadas terminales».
A mi juicio, la voluntad en su sentido pleno supone alteridad, y la alteridad, se da plenamente en el uso aprobatorio, que deja ser al otro. El ejercicio pleno de la voluntad exige también el máximum de fortaleza. Así pues, lo que se nos aparecía como debilidad, ausencia de dominio, se ve ahora como fortaleza.
Quizás es el momento de añadir el testimonio de Kierkegaard. En La enfermedad mortal expresa su idea de que dicha enfermedad es el pecado y que el pecado es la desesperación [22]. Ahora bien, ¿por qué puede alguien desesperar? Por sentirse sin fuerzas para alcanzar algo o alguien. En este caso, para alcanzar a Dios. No cree el hombre que sea posible afirmar esa eternidad antecedente, ya dada, y entonces se decide a constituirse en origen primero. Esto cuesta menos esfuerzo.
Bajo el aire optimista, progresivo, de conquista del futuro y dominio del mundo propio del Humanismo, late tal vez la desesperación. El Humanismo es una filosofía fuerte para transformar el mundo, pero a la que falta debilidad para transformar al hombre [23].
Rafael Alvira en dadun.unav.edu
Notas:
l. Es también la época en la que, desde el siglo XVI, se propicia el advenimiento de la Antropología como ciencia. Cfr. al respecto: O. Marquard: «Schwierigkeiten mit der Geschichtephilosophie», S. 122 f.
2. Para el análisis desde el punto de vista de la filosofía política, me parece clave: Ramiro de Maeztu: «La crisis del Humanismo». Madrid, 1945.
3. Cfr. al respecto, Juan Pablo II: «Ansprachean Wissenschaftler und Studenten im Kolner Dom (Verlautbarungen des Apostolischen Stuhls, n. 25, S. 26 ff.).
4. Cfr. Así habló Zaratustra, II «Von der unbefleckten Erkenntnis», S. 153.
5. «Nicht woher ihr kommt, mache euch fürderhin eure Ehre, sondern wohin ihr geht!» AsZ III «Von alten und neuen Tafeln, 12». «La voluntad no puede querer hacia atrás...» AsZ II «De la redención».
6. Phiínomenologie des Geistes: Vorrede: «... dem ZieIe, ihren Namen der Liebe zum Wissen ablegen zu ki:innen und wirkliches Wissen zu sein-, ist es, was ich mir vorgesetzt».
7. VorIesungen über die Geschichte der Philosophie. I. Teil, 1, Abschnitt, 1,3, a.
8. Cfr. R. Alvira: «Reflexiones sobre el concepto de percepción en la filosofía aristotélica», Actas VI Congreso Nacional de Psicología. Pamplona 1975.
9. Me parece, con matices, verdadero, aun aceptando plenamente las observaciones al respecto de A. Baviola, en «Natura e progetto dell’nomo», pp. 151 ss. («Desiderio, liberta, negazione»).
10. Cfr. J. Ortega y Gasset: «El tema de nuestro tiempo», IV, en Obras Completas, vol. III, pp. 163 ss.
11. Cfr. al respecto, para la historia del pensamiento ilustrado: Gusdorf: «Dieu, la nature, l'homme au siecle des lumieres», ch. IV, «L'internationale déiste», p. 114.
12. «... nach Etwas ‘streben’, einen 'Zweck’, einen 'Wunsch’ im-Auge habendas kenne ich Alles nicht aus Erfahrung». Ecce Horno, 11, 9.
13. En «Subjektivitat und Selbsterhaltung», Hans Ebeling (hrgb.).
14. El origen de ello se encuentra, tal vez, en Spinoza, pues, como es sabido, para el idealismo schellinghiano y fichteano toda verdadera filosofía es spinozismo. Y Spinoza afirma: «La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo» (Etica, II, XLIX, Corolario). Además. para Spinoza el alma es deseo.
15. Cfr. al respecto: Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento clásico. Pamplona, 1982, pp. 19 ss.
16. «Aversio a Deo et conversio ad creaturas». S. Agustín, Del libero arbitrio, II, c. 19, III. «Ecce ubi est ubi sapit veritas. Intimus cordi est, sed cor erravit ab eo». S. Agustín, Confesiones, IV, c. XII, 18.
17. «IItiv't"EC; aviBpW1tOL tou e LoÉvaL opÉyov't"aL CPÚcrEL»,980 a.
18. Sobre el uso amoroso de la voluntad, cfr. las observaciones, a mi juicio totalmente pertinentes, de A. Bausola, en Natura e progetto dell'uomo, pp. 81 ss. («L'uomo e gli uomini in Sartre»).
19. Cfr. Josef Pieper: Las virtudes fundamentales p. 542.
20. «Der Nihilismus der Starke dagegen besteht darin, 'dass die Kraft, zu schaffen, zu wollen, so gewachsen ist, dass sie diese Gesamt- Ausdeutungen und Sinn-Einlegungen nicht mehr braucht’ (XVI, 85 f.). In diesem Betracht ist 'Nihilismus' das Ideal der hochsten Machtigkeit des Geistes...». Cfr. W. WEISCHEDEL: Der Gott der Philosophen, 1, S. 440.
21. «... para todos aquellos que tienen un dios cualquiera por compañero no existe lo que yo conozco como 'soledad'. Ahora mi vida está atravesada por el deseo de que todas las cosas pudiesen ser de otra manera a como yo las concebía y de que alguien me volviera incrédulo con respecto a mis propias 'verdades'. F. Nietzsche Carta a Overbeck (2.VII.85).
22. Cfr. S. A. Kierkegaard: «La maladie a la mort», Oeuvres Completes, T. XVI, pp. 165 ss. «Le péché consiste, étant devant Dieu ou ayant l’idée de Dieu, et se trouvant dans l’état de désespoir, a ne pas vouloir etre soi, ou a vouloir l'etre. Le péché est ainsi la faiblesse... il est l’élevation en puissance du désespoir» (p. 233).
23. Cfr. B. Pascal: Pensées, s. XII, n. 793.