El concilio ecuménico Vaticano II: características de la recepción de un concilio singular (I)

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Escrito por Joaquín Perea González
Publicado: 26 Octubre 2025

1.       En qué consiste la recepción de un concilio

Características de la recepción

¿Qué queremos decir con este término de recepción? Se entiende por recepción en su sentido técnico teológico el proceso de explicitación y aclaración que los textos de un concilio encuentran en la vida de la Iglesia. Se trata del desarrollo por el cual el sujeto eclesial, normalmente y ante todo las Iglesias locales, se apropian, asimilan e integran un bien espiritual que él mismo no ha producido y que le es ofrecido, hasta reconocer en él un bien propio suyo y hacer de él un determinante de su vida.

Para tener un concepto claro de lo que es la recepción conciliar es preciso hacer una distinción fundamental entre dos formas de entenderla: la pura aplicación y ejecución, aunque sea fiel, de las decisiones conciliares y una interpretación evolutiva de las mismas por el simple hecho de la amplificación histórica que se verifica en el curso de su cumplimiento. En efecto, existe la posibilidad de que poco a poco, sin traicionar la letra, sino más bien para su mejor interpretación, se verifique un acrecentamiento de su valor literal por efecto de interpretaciones constructivas que son homogéneas con aquella letra.

Este es el sentido que nosotros damos al término recepción cuando hablamos del Vaticano II.

Hay una distancia cualitativa entre ambas posiciones: la segunda de ellas intenta llevar a su plenitud la experiencia de búsqueda de nuevas fronteras de la fe que se vivió en el último concilio. Es una recepción acrecentadora [1], en el sentido de valorizar y llevar a cumplimiento la experiencia de búsqueda de nuevas fronteras que realizó el concilio, coherente con sus principios inspiradores, que permite asumir hoy decisiones que el Vaticano II no pudo tomar en consideración al clima histórico del momento. El proceso de asimilación de las decisiones y del significado histórico del Vaticano II exige una recepción activa más que una aplicación sufrida pasivamente.

Tal recepción es asimismo creativa y diferenciada, según las condiciones históricas en las que viven las comunidades eclesiales. La recepción debe ser creativa: porque intentar re-proponer hoy sin ninguna atención crítica la enseñanza del Vaticano II es olvidar la intención misma de los documentos, que han asumido y mediado una visión «histórica» de la doctrina y de las formas concretas de la Iglesia y de su misión [2].

Obra de la comunidad eclesial

Por esa razón la recepción es una obra de todos. No puede tener más que una pluralidad de sujetos, como exige la eclesiología de comunión. Sabemos que la eficacia operativa de los concilios depende de su intrínseca fuerza evangélica, verificada en su confrontación con los compromisos de la comunidad eclesial. Por ello, para lograr una recepción auténtica, es preciso lograr la sintonía de las decisiones conciliares con la conciencia eclesial, poniendo en movimiento fuerzas latentes y energías dormidas en el pueblo de Dios.

Históricamente los períodos posteriores a los grandes concilios han sido la ocasión de que la experiencia conciliar se dilate a toda la realidad eclesial. Ello sucede como sucedió en la propia asamblea: no en sentido único, sino según una dinámica circular y cruzada en la cual cada fiel y cada comunidad es sujeto y objeto al mismo tiempo.

La experiencia histórica de los concilios nos enseña que el proceso de su recepción es uno de los elementos fundamentales para establecer el peso de cada concilio y de todas sus decisiones. La recepción está influenciada por las expectativas de la Iglesia y por las condiciones culturales y espirituales de cada época. Pero, si la recepción es un proceso activo, como hemos dicho, requiere por parte de todos los miembros de la Iglesia (pastores, teólogos, fieles) la capacidad de confrontarse con las diversas dimensiones de su ser. La fuerza intrínseca de un concilio, tanto del acontecimiento como de las decisiones, no implica automatismos en cuanto a su capacidad de echar raíces en la historia de la Iglesia y de los cristianos.

El posconcilio se juega esencialmente en el vigor profundo y en el dinamismo que tenga el núcleo del Vaticano II para implicar y arrastrar a la comunidad eclesial. El concilio formuló sus decisiones de manera vinculante, pero su significado histórico solo se despliega en el proceso de su recepción. La Iglesia recibió entonces un encargo: llevar a la práctica las decisiones de reforma. Cumplir ese encargo exige una conversión. Se trata de una especie de retorno sobre sí de la conciencia eclesial que se enfrenta con la modernidad, de un proceso ciertamente inacabado, pero fundado en el evangelio mismo. Lo que está en juego es la capacidad del catolicismo posconciliar de discernir aquella fuerza, separando la sustancia viva de los accidentes faltos de vitalidad, que distraen y obstruyen el paso. Estos cincuenta años han mostrado que no se trata de un discernimiento fácil ni rápido y que, sobre todo, es un discernimiento exigente, que implica disponibilidad y compromiso para la conversión y la búsqueda.

Solo el sensus fidei, el sentido de la fe de la Iglesia entera puede ser el sujeto adecuado de la recepción interpretativa de un gran concilio. Un sensus fidei que madura lentamente con el concurso de todo el pueblo de Dios, del conjunto de los creyentes y que no puede ser sustituido por actos de la sola jerarquía.

La recepción, condicionante de la vida eclesial presente

En la recepción de un concilio no se trata en primer lugar de un problema de conocimiento de algo pasado –como podría ser la reconstrucción exacta de lo que se ha definido propiamente en una asamblea eclesial– sino de aquello que está sucediendo en la Iglesia católica en el presente.

Es decir, la reconstrucción histórica del concilio Vaticano II y de su significado para nuestro hoy posee una relación con el presente que no es aquella relación genérica de toda reconstrucción histórica, en la medida en la que esta desvela aspectos inéditos que ponen en crisis nuestra valoración del pasado, o quizá corrige determinadas opciones. La reconstrucción de este concilio, como elemento esencial de la recepción, es factor que condiciona de manera determinante la vida eclesial de este momento histórico, «nuestra» vida eclesial, no en este o aquel aspecto secundario, sino en su corazón, en las orientaciones de fondo.

La reflexión y el debate sobre este punto crucial para entender la recepción dependen de cómo los diversos autores entienden la naturaleza profunda de un concilio, presupuesto que actúa en ellos a menudo inconscientemente.

Hay dos formas diferentes de entender un concilio

•        Para algunos vale como presupuesto indiscutido que un concilio es prioritariamente un órgano de gobierno y de enseñanza doctrinal obligatoria para la Iglesia toda. Muchos teólogos, aunque en principio conozcan la sustancia profunda de los concilios, tienen la costumbre inveterada de considerarlos por su resultado de condenación de herejías, definiciones dogmáticas, superación de cismas, reformas de la Iglesia, etc [3]. También en la conciencia común de los cristianos con un nivel medio de información impera la tendencia a asumir el acontecimiento conciliar solo en sus formulaciones finales. Esta es igualmente por desgracia la única perspectiva del CIC de 1983 y ella tiene una parte indiscutible de verdad, a la que luego me referiré.

•        Pero un concilio no es solamente eso. Si consideramos su esencia en profundidad, si nos atenemos al sentir de la Iglesia primitiva, un concilio es ante todo una «repraesentatio», un hacerse presente en asamblea de la Iglesia toda, un acontecimiento de formación del consenso de los cristianos, de la «pneumatiké symphonia» (la sinfonía del Espíritu), una celebración del misterio de la comunión, que tiene validez por sí misma más allá de las decisiones que emanen de él. Un concilio cada vez que se reúne es, como dijo Juan XXIII, «la actuación solemne de la unión de Cristo y de su Iglesia» [4], una de las modalidades a través de las cuales se manifiesta el misterio de la Iglesia como «concordantia» entre los diversos carismas, las diversas funciones, las diversas sensibilidades espirituales de la Iglesia [5].

El resultado de ese dinamismo en el Vaticano II fue un concilio «nuevo», diverso de los precedentes (no como respuesta a desviaciones heréticas, no para reorganizar la cristiandad, no para responder a emergencias), sino como respuesta positiva a los problemas de la humanidad presente.

El Vaticano II ha manifestado un modo diverso de ser Iglesia respecto a lo experimentado en los concilios del pasado inmediato, sobre todo en el Vaticano II:

•        Los obispos manifestaron ser libres e incluso rechazaron algunos deseos del papa.

•        El conflicto de opiniones fue abierto y considerado legítimo. El pluralismo, no solo de las opiniones individuales, sino también de las Iglesias con sus doctrinas y sus liturgias en el interior de la única communio no solo fue reconocido, sino que surgió antes incluso de que cristalizara en los textos de LG, AG y UR. La Iglesia católica se mostró según una modalidad inédita, como communio cimentada por la presencia de la cabeza siempre influyente de Jesucristo.

•        Por primera vez en la historia los «herejes» y los «cismáticos» –es decir, los llamados «observadores»– no solo han estado presentes, sino que han podido influir de alguna manera manifestando sus opiniones.

•        «El otro» ha entrado así en nuestra casa.

Pues bien, esta aclaración sobre la esencia de los concilios y lo que ha significado el Vaticano II conlleva una decisiva consecuencia para comprender mejor en que consiste la recepción y, por tanto, para enfocar adecuadamente el conjunto de los trabajos de estas Jornadas.

Analizando lo que ha sucedido en el posconcilio no es exagerado decir que lo que ha sido transmitido, junto al corpus de los documentos conciliares, ha sido sobre todo esa vivencia. Las Iglesias locales han aprendido a «hacer concilio», sea de manera informal en el cambio estructural de su vida (en el nivel parroquial y diocesano), sea de manera formal a través de los varios sínodos o asambleas en los diversos niveles de su celebración diocesana o nacional.

Todo ello significa que el problema de la recepción del Vaticano II es primariamente el de la sinodalidad de la Iglesia toda. Podríamos decir que con diversa intensidad y, no obstante, las contradicciones y los retrasos, «el concilio se ha transmitido a sí mismo». En este sentido la nueva eclesiología no es fruto solo de la Lumen Gentium y de los otros textos eclesiológicos presentes en los diversos documentos conciliares, sino de la celebración conciliar en cuanto tal. Ello ha sido posible porque el Vaticano II ha sido una repraesentatio Ecclesiae, un hacerse presente de la comunión de la Iglesia toda, comunión obrada por el Espíritu del Resucitado.

La transmisión de esta modalidad de concilio como repraesentatio Ecclesiae ha tenido una fuerza rupturista porque no había sido experimentada durante siglos, porque sucedió a espaldas de la extrema exasperación monárquica de la estructura eclesial que se había vivido durante la llamada época «piana» (la de los papas llamados «Pío»).

La recepción del acontecimiento conciliar entendida desde esta perspectiva implica sobre todo que la Iglesia hoy no puede ser diversa, no ya y en primer lugar de lo que ha dicho el concilio Vaticano II, sino de lo que ella ha sido en concilio. Por eso el paso de la memoria del pasado a la historia, y de esta a la memoria actual es un momento crucial de su recepción.

Lo dicho hasta aquí nos conduce a plantearnos una cuestión muy discutida durante los pasados años, que consiste en si es posible calificar al Vaticano II de «acontecimiento» y qué implicaciones conlleva esta consideración.

2.       El debate en torno a lo que determina el proceso de recepción [6]

Dos posiciones en liza

La cuestión central en torno al proceso de recepción es la de si tal proceso está determinado por el acontecimiento conciliar (y su narración histórica más fiel) o debe hacerse en torno a los documentos y su interpretación, iluminada esta por su génesis.

El concilio como acontecimiento

Un grupo notable de autores considera que el criterio clave para la interpretación del Vaticano II es comprenderlo como «acontecimiento» y no solo como corpus documental.

Puesto que el Vaticano II es evidentemente un nuevo tipo de concilio, no se le hace justicia con la clásica «recepción» en el sentido de una mera aceptación de sus documentos y conclusiones. El concilio como tal en cuanto hecho de comunión, de confrontación y de intercambio, es el mensaje fundamental que constituye el núcleo de la recepción y su marco explicativo. Las decisiones conciliares, los documentos producidos han de ser interpretados a esa luz, son las piezas de un mosaico complejo y abigarrado que no pueden ser leídas correctamente más que como un conjunto. El acontecimiento es la matriz del corpus documental, de modo que los puntos cruciales de la aportación conciliar solo se comprenden desde el examen global del acontecimiento conciliar. La normatividad del concilio para nosotros ha de buscarse, por tanto, en la relación entre el corpus documental y la historia del proceso conciliar que lo desborda por todas partes.

Defensor fundamental de este criterio ha sido Giuseppe Alberigo, director de la monumental «Historia del concilio Vaticano II» [7]. En la concusión final [8] insiste en lo que ha sido idea central de muchas de sus publicaciones anteriores: la designación del concilio Vaticano II como acontecimiento es la categoría fundamental que debe utilizarse para la comprensión de este concilio y de sus conclusiones. Esta categoría ofrece la posibilidad de tener en cuenta de forma adecuada todos los actores y todas las fuentes disponibles.

Este criterio rompe con la actitud de quienes tanto insisten unilateralmente en la continuidad del Vaticano II con la tradición, sobre todo con la inmediatamente precedente. Negar que haya acontecido verdaderamente algo, procede de un prejuicio: en definitiva, la retórica de la continuidad es un fruto típico del catolicismo postridentino; esta fue la respuesta católica a los protestantes que acusaban a la Iglesia católica de haberse desviado de la tradición primitiva. Despiezar el Vaticano II en sus documentos y reducirse a una interpretación detallada de cada uno está en contradicción con su naturaleza profunda. No se puede imaginar «normalización» políticamente más hábil y más eficaz del concilio que negar su significación histórica como acontecimiento. Es enterrar el Vaticano II en la normalidad postridentina [9].

La potente repercusión del acontecimiento conciliar sobre la Iglesia y el influjo que la experiencia de la vida conciliar ha ejercido sobre todos los que tomaron parte en él son indiscutibles. Ellos configuran el contexto de los documentos aprobados, contexto del cual no se puede prescindir. Imaginarse el corpus documental separado de dicho contexto conduce a una interpretación recortada. Esto vale tanto más cuando se actualiza la naturaleza de las conclusiones de este concilio que proponen una línea de orientación y que no quisieron dar prescripciones. Su comprensión, y mucho más su recepción, solamente son posibles a la luz del hecho de que están vinculadas de una manera insuprimible como por un cordón umbilical con el concilio como acontecimiento [10].

Lo dicho hasta aquí en el presente epígrafe, exige detenernos un momento en el sentido del término «acontecimiento».

«Acontecimiento» en el lenguaje de los historiadores y de los teólogos [11]

El término acontecimiento en el lenguaje de los historiadores subraya la especificidad de aquellos sucesos históricos que «cambian» el equilibrio de los horizontes de larga duración [12]. Para el historiador despierto hay en este concilio elementos de discontinuidad evidentes, como algunos de los que antes hemos indicado.

Ahora bien, el teólogo distingue entre las formas históricas contingentes que aparentan discontinuidad y los principios fundamentales que subsisten. Esa distinción experimenta variantes: hay afirmaciones que en una época determinada son consideradas esenciales y necesarias a la fe, y en un contexto distinto y cambiado se «descubren» como secundarias.

El teólogo frente a esos datos es justo que reflexione y ayude a reflexionar sobre cómo las discontinuidades no destruyen, sino que al contrario enaltecen la fidelidad de Dios que mantiene una continuidad más profunda y radical del único sujeto Iglesia. El don de Dios se manifiesta en la historia, con sus cambios y sus alteraciones y no en contra de ellos. Comprender la continuidad de la historia de Dios a través de la historia de las grandezas y de las miserias de los humanos es tarea de los creyentes. Pero la consideración de fe profundiza y no contradice la consideración del historiador [13].

En consecuencia: ¿por qué tener miedo al análisis histórico del acontecimiento conciliar como tal, a la narración de las cosas que sucedieron en el concilio, con sus novedades que abrieron una nueva estación de la Iglesia, al igual que otros acontecimientos han abierto en el pasado nuevas estaciones? Somos capaces de contar acontecimientos lejanos. Por ejemplo: ¿quién negaría hoy el recodo gregoriano del siglo XI, subrayando su ruptura con la tradición precedente? Contar ese recodo del pasado no plantea problemas. Contar los recodos de un acontecimiento «próximo» a nuestro tiempo, hacer presente ese pasado suscita temores a cuantos prefieren olvidar.

La asimilación del acontecimiento

El impulso para la reforma –que constituía el alma del concilio– y su inserción en la vida eclesial mediante una recepción activa y creativa, era y es el desafío para la Iglesia de hoy y de mañana. Para ello la primera gran tarea es trabajar en la asimilación profunda y fiel del gran acontecimiento que fue el concilio.

El proceso de recepción del concilio no consiste en condensarlo en un pasado concluso e inmutable, sino que implica el incesante descubrimiento de riquezas antiguas y nuevas en él latentes. Por eso decimos que la base más sólida de la recepción está en un conocimiento correcto de lo que ha sido el concilio como acontecimiento en su significado de momento crucial de transición histórica.

Lo cual significa que dicho proceso ha de estar siempre guiado por una interpretación que no reduzca el mensaje conciliar solo a captar esta o aquella formulación aprobada, las aportaciones más fecundas, las líneas de fuerza del pensamiento y las indicaciones operativas que contienen los documentos, sino que reconozca la importancia global del acontecimiento, el cual comprende junto con lo anterior, experiencias y decisiones, impulsos y esperanzas. Un acontecimiento compuesto tanto de continuidad como de novedad y discontinuidad respecto del pasado, que se ha colocado en fidelidad respecto a la gran Tradición y que ha puesto en movimiento la búsqueda de nuevas expresiones de fe.

Una imagen estática del Vaticano II, como la que está implícita en los defensores a ultranza de la literalidad de sus documentos, limitarlo a texto y doctrina traiciona la esencia misma del concilio que ha querido mostrar a la Iglesia un camino hacia el futuro.

Los documentos promulgados no agotaron el dinamismo que perteneció al acontecimiento. La historia del acontecimiento nos permite conocer toda una serie de impulsos que no emergen de cada uno de los documentos aprobados, pero que se han manifestado en la vida del concilio, en su atmósfera complexiva y que no pueden ser arrancados de la imagen global del mismo.

Esto significa tomar conciencia de que un dato previo, que la Iglesia no está en condición de establecida, sino que es itinerante a través de la historia y preguntarse cómo realizar la centralidad del compromiso misionero del anuncio del evangelio, un anuncio que sabe que no es auténtico sin una confrontación leal con la persona humana y su patrimonio cultural, rico de valores e incluso de «vestigios del evangelio».

3.       La pastoralidad, principio de interpretación del acontecimiento conciliar [14]

Para precisar la profundidad teológica del «acontecimiento» que ha engendrado el corpus conciliar, hay que recurrir a un punto clave que, por ello, se convierte en su principio de interpretación: la pastoralidad.

El carácter pastoral del concilio es lo que designa mejor su identidad; el síntoma claro de un concilio nuevo y, por tanto, lo que le distingue de los concilios precedentes, aquello que representa claramente la ruptura en relación con el clima en el que se desenvolvía el catolicismo en el momento histórico de la convocatoria del concilio, el argumento que funda el conjunto de sus enseñanzas y, por consiguiente, el criterio hermenéutico por excelencia para comprender el acontecimiento mismo del concilio y no solo sus textos.

El impulso de Juan XXIII

En el debate actual sobre si la experiencia cristiana, tal como se ha ido desarrollando a lo largo de las etapas históricas, se puede interpretar adecuadamente solo en términos «doctrinales», el concilio Vaticano II ha adoptado un punto de vista nuevo que no anula la pertinencia de lo «doctrinal», pero lo engloba en una perspectiva que desde el discurso de apertura de Juan XXIII es designado con el término de «pastoralidad» [15].

Este principio de pastoralidad ha marcado efectivamente el conjunto del corpus textual. Más aun, la aclaración de este punto ilumina singularmente los azares de la recepción del concilio a lo largo de cincuenta años hasta hoy día.

El contenido del texto de ese discurso, citado en varias ocasiones por el propio papa [16] y por el mismo Concilio [17], no solo afirma por primera vez la diferencia fundamental entre el depósito de la fe, tomado como un «todo» –sin referencia a una pluralidad interna de verdades que la misma expresión ya señala–, y la forma histórica de exponer la doctrina que asume en tal o cual época; sino que insiste también, como consecuencia de esta concepción hermenéutica de la fe, en la función fundamentalmente pastoral del magisterio eclesial que consiste en velar por la «receptibilidad» o la credibilidad de lo que propone.

Tal principio fue recibido por la asamblea muy lentamente, sobre todo porque la lógica general de los Padres conciliares y de los documentos preparatorios para el concilio estaba basada sobre la distinción entre doctrina y disciplina, que era la lógica de los programas conciliares de Trento y del Vaticano I.

En qué consiste ese principio de pastoralidad según el propio Concilio [18]

Tal principio podría, siguiendo los términos del citado discurso de apertura del concilio de Juan XXIII, enunciarse así de manera sencilla: presentar la doctrina de manera que responda a las exigencias de nuestra época. No hay anuncio del evangelio sin tener en cuenta al destinatario y «eso» de lo que trata el anuncio ya está actuando en el interlocutor, de suerte que puede adherirse a ello con plena libertad.

Todo el trabajo de los Padres estaba determinado por este objetivo que marcaba la orientación del concilio y definía su programa. Esta actividad, que necesita un largo aprendizaje y muchos tanteos, requería dos lecturas simultáneas: una lectura de la situación del mundo actual, que se hacía presente en el aula conciliar a través de los obispos venidos del mundo entero, y una lectura de la Escritura, el libro de los evangelios llevado cada mañana en procesión y colocado sobre un trono, presidiendo la propia asamblea conciliar. Todo el esfuerzo del concilio Vaticano II ha sido, por tanto el de buscar un modus loquendi apropiado para permitir una presentación adecuada y adaptada del Evangelio al mundo actual, mundo en el que el Espíritu está ya actuando, anticipándose a la Iglesia.

El documento conciliar principal donde se percibe la asunción dentro de la asamblea de este principio y se explica en profundidad es la constitución dogmática Dei Verbum. Su prólogo (n.º 1) que, según explicaron los relatores es como una auténtica introducción del conjunto del corpus conciliar, sitúa todo el trabajo doctrinal del concilio de forma clara y rotunda en la línea de la escucha de la Palabra y de su proclamación según la frase de 1Jn 1, 2-3. En el último voto sobre la constitución Dei Verbum (29.10.65) el relator sitúa el lugar de este texto en toda la obra conciliar afirmando que es «el vínculo entre todas las cuestiones tratadas en el concilio. Nos sitúa en el corazón mismo del misterio de la Iglesia […]». Ya lo había anticipado la Comisión Teológica en el otoño anterior, afirmando que esta era «la primera de todas las constituciones del concilio, ya que su preámbulo las introduce a todas de una cierta manera» [19].

Más adelante (nn. 2 y 7) reconoce que la Palabra oída por los sucesores de los apóstoles no puede ser proclamada por ellos sin un acto de interpretación que tiene en cuenta la situación de los oyentes. Es decir, la relación pastoral es radicalmente histórica o cultural, siempre está situada entre quienes, tras escuchar la Palabra de Dios, la anuncian, y otros –potencialmente el mundo entero– que la reciben según un proceso ininterrumpido de recepción-tradición. Según DV 8, el esquema de comunicación propio de la Revelación implica la simetría entre todos los actores de ese proceso de evangelización y rechaza toda separación entre el Evangelio y su interpretación, de una parte, y sus portadores o intérpretes –la Iglesia–, de otra; por utilizar el leguaje de Y. Congar, entre traditum y tradentes, entre lo entregado y los entregantes.

Y en el cap. VI, el último de la Constitución DV, que se titula «La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia», aparece con toda claridad su vínculo íntimo con la pastoralidad, precisamente cuando este texto orienta la tarea doctrinal hacia su interpretación para el anuncio, cuidando en particular de que el ministerio pastoral de la Palabra permanezca enraizado en «el estudio de la Escritura que ha de ser el alma de toda teología» (n.º 24). Aquí estamos en presencia de los dos niveles del principio de pastoralidad, el nivel doctrinal o de interpretación de la Escritura y su nivel de proclamación o de anuncio.

En consecuencia, el principio de pastoralidad introduce un doble diálogo en   el corpus conciliar: supone por una parte la experiencia de escucha de la novedad imprevisible del evangelio y, al mismo tiempo, una conciencia aguda de la enorme diversidad de sus destinatarios. O, explicando este doble diálogo con mayor profundidad, el principio de pastoralidad supone la experiencia de la proximidad de Dios en la Iglesia y, más allá de sus fronteras, en el mundo de este tiempo, «in mundo huius temporis (del título de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes).

Hasta aquí, un resumen de lo que puede deducirse de la DV acerca del principio de pastoralidad. Hagamos ahora una breve reflexión sobre lo dicho.

Un principio vivido en la propia asamblea

Notemos para empezar que la búsqueda de esa regulación conciliar del principio de pastoralidad que hemos visto expresarse en la Constitución DV presupone la experiencia de la escucha y del anuncio vivido por los Padres en el seno mismo del concilio, en el momento de su celebración. Ese acontecimiento de escucha o de recepción y de anuncio o de tradición del evangelio es el que el concilio quiere hacer posible en el mundo bajo sus múltiples formas, el que quiere que sea objeto de recepción.

Los documentos del corpus conciliar están de algún modo en tensión crítica entre dos polos: la Escritura (que los atraviesa de arriba abajo) y la referencia a la pluralidad de contextos culturales en un mundo en vías de globalización.

Debe, pues, quedar claro (cosa que siempre tenemos el peligro de olvidar) que el corpus conciliar, en cuanto texto regulador, está enraizado en la historia: lo indica en muchos documentos el posicionamiento positivo ante el fenómeno moderno de la conciencia personal y de la libertad, así como la sensibilización ante todos los dramas del siglo XX. Al mismo tiempo se precisa que tener en cuenta el condicionamiento histórico de los receptores proviene del discernimiento de los signos de los tiempos y de un trabajo de interpretación de los mismos que simultáneamente toca al corazón de la Revelación.

Así pues, la originalidad del corpus del Vaticano II resulta del estrecho vínculo entre dos niveles de los textos: un primer nivel regula el papel eventualmente crítico de la Escritura para con la misma tradición interpretativa de la Iglesia (es decir, en la recepción); un segundo nivel señala la disposición cultural y el enraizamiento histórico de los destinatarios del evangelio.

Una tarea solo iniciada

Sin embargo, hay que reconocer el carácter inacabado y provisional del trabajo realizado. Se constata la dificultad de los Padres para dar una formulación unificada de la complejidad histórico-cultural del mundo actual y para tratar de las muchas cuestiones planteadas al concilio. Pero también el corpus conciliar manifiesta la huella de un gigantesco proceso de aprendizaje individual y colectivo de los Padres, de una suerte de vuelta sobre sí misma de la conciencia eclesial en confrontación con la modernidad, de una verdadera «reforma» o «conversión», ciertamente inacabada, pero fundada en el Evangelio mismo.

En el seno del debate conciliar ampliamente dominado por cuestiones eclesiológicas retorna la preocupación fundamental de muchos Padres acerca del contexto histórico y cultural de los destinatarios del anuncio evangélico. Ello se manifestó sobre todo en la última sesión, especialmente durante los debates sobre la GS, cuando se percibió una complejidad que no había sido captada al comienzo del concilio. La dificultad se encontraba en cómo distinguir entre las cuestiones de contenido doctrinal y el problema de la forma de transmisión de la doctrina. En efecto, ellos descubrieron que la aceptación de la historicidad en la transmisión del anuncio produce un pluralismo que inevitablemente toca a todas las relaciones de la Iglesia católica ad extra: con las culturas, con las confesiones y religiones, es decir, en general con los destinatarios del evangelio. ¿Cómo compaginar este pluralismo con la identidad de la doctrina transmitida por la Tradición?

No son pocos los exégetas del concilio que consideran que las diferentes aproximaciones a esos problemas en los diversos documentos más bien se yuxtaponen, sin que haya articulación entre ellas. Es obvio que el concilio ha evolucionado hacia una interpretación cultural del evangelio, pero también se constata la extrema dificultad que tienen los Padres conciliares para acceder a una conciencia histórica que englobe y articule la interpretación del contexto histórico y cultural con la hermenéutica del evangelio.

Ahora bien, estos cincuenta años que hemos vivido de recepción del concilio nos llevan a la conclusión de que la apuesta que se hizo al asumir el principio de pastoralidad, las decisiones que ella implicó y el cuño que imprimió sobre el conjunto de los textos son suficientemente claras como para ser asumidas hoy y transmitidas a una nueva etapa de recepción. Lo cual supone que el conjunto de la obra conciliar se inscribe en una historia larga aun sin concluir.

En definitiva, la Iglesia nacida del concilio es una Iglesia expuesta a la historia, continuamente en búsqueda de su forma concreta. De ahí el uso, cada vez más habitual entre los eclesiólogos, de la categoría «aprendizaje»: si la Iglesia se abre a la historia, entonces se percibe a sí misma en continua renovación, en la cual todos los fieles son llamados a participar. Se puede decir que después del Vaticano II y gracias a él, ya nada es igual a lo anterior, e incluso que nada deberá quedar como antes en la actuación de la misión de la Iglesia.

Este nuevo subrayado de la «relacionalidad» del evangelio de Dios y su transmisión (parádosis) complejiza y pluraliza su presencia histórica cultural, pero le da también un último criterio de credibilidad: la coherencia evangélica entre el fondo y la forma, entre la visión y la práctica, entre aquello que es transmitido y la manera de entregarlo como presencia del Dios santo en la historia.

Este es el sentido de la pastoralidad de los documentos conciliares: la atención al destinatario del anuncio es parte del propio anuncio, el cual lleva en sí mismo la valencia salvífica a la que tiende la pastoral. Se evidencia de tal forma una apertura al cambio sin que por otra parte haya temor de que con ello se pierda el contenido del anuncio. Por tanto, no puede decirse, como lo hacen algunos, que el concilio ya ha quedado en un pasado superado. Es una fuerza renovadora de la capacidad de hacer llegar el evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. El foso entre la humanidad y la Iglesia no debe existir: la Iglesia ha de dejarse modelar por el destinatario de la misión con quien comparte su existencia.

El término de renovación, utilizado por el concilio, da a entender que existe una figura fundamental de la Iglesia que debe permanecer idéntica en todo lugar y en todo tiempo, pero que tal figura conoce aggiornamenti con vistas a la misión. Se evidencia así el problema teológico fundamental de la relación entre historia y verdad normativa.

Una nueva forma de presencia y de actuación de la Iglesia en el mundo

El concilio fue perfectamente consciente de que no solo se plantearían de inmediato nuevas cuestiones, sino de que, justo en razón del nuevo método abierto, habría que buscar y encontrar modelos nuevos y nuevas maneras de proceder.

¿En qué consiste esta transformación del «dogmatismo» de la doctrina cristiana, dándole un nuevo marco? Se trata, en primer lugar, de una lectura «sapiencial» de la historia humana, confiando en la capacidad de aprendizaje de los hombres y situando más modestamente el papel de la Iglesia en la historia, cuya autonomía es respetada. En segundo lugar, se trata de mostrar que el evangelio concierne a la persona humana entera y a su humanización, se inscribe en el momento presente de la historia y se transmite para su felicidad. Con lo cual se pasa del contenido de la doctrina a su recepción fundada sobre su fuerza de transformación espiritual.

Por consiguiente, para el concilio conservar en su integridad la Tradición cristiana no debe confundirse con un inmovilismo vuelto hacia el pasado o un desarrollo doctrinal bajo la forma de la reiteración. Se trata de una nueva forma de relacionarse con la Tradición de la Iglesia, la cual es histórica y tiene necesidad no de ser repetida, sino de ser reinterpretada pues constituye la proposición del depósito de la fe en circunstancias culturales diferentes. La Tradición es un acto de traditio-receptio en diversos contextos y en épocas distintas. La relación entre doctrina e historia –cosa que se encontraba en el núcleo de la crisis modernista a comienzos del siglo XX– es así repensada, más aún, redefinida.

Todo lo dicho nos lleva a la atención a prestar a la situación histórica y cultural de los destinatarios del evangelio. Precisamente la pastoralidad exige tomar en consideración al receptor en el momento de la elaboración del discurso, pues no hay anuncio del evangelio sin tenerle en cuenta a él. Con otras palabras: la pastoralidad inscribe el traditum en los lugares y los espacios propios de aquellos que reciben el evangelio.

Por consiguiente, la pastoralidad descentra a la Iglesia de sí misma a través de esas dos escuchas complementarias de las que hemos hablado: la escucha del evangelio y de su tradición, para reinterpretarlo y transmitirlo en un contexto cultural nuevo. Esto introduce un cambio de paradigma: se pasa del contenido de la doctrina a su recepción, basada en una atención nueva a las condiciones espirituales en las que evoluciona la humanidad y a su interpretación con vistas a una re-expresión.

La historia de este posconcilio está construida del flujo y reflujo del principio de pastoralidad. Estos cincuenta años han conocido momentos, lugares, circunstancias de adhesión a tal principio, lo cual ha conducido a nuevos aprendizajes. Y han conocido también otros programas que se han separado de ese principio.

Es verdad que la recepción del Vaticano II se ha extendido al conjunto del pueblo cristiano y ha favorecido la emergencia de una nueva imagen del catolicismo. El concilio ha tocado profundamente la vida de la Iglesia, modelando las mentalidades y las espiritualidades.

Pero al mismo tiempo se debe reconocer que dicha recepción no ha alcanzado su cumplimiento pleno y que la herencia del concilio en ciertos aspectos es frágil y está amenazada. Se trata de un hecho paradójico, pero hay que tenerlo presente cuando pasados cincuenta años queremos no ya hacer un primer balance del mismo, sino favorecer una nueva profundización de su realidad y de su enseñanza.

La entrada progresiva en el proceso histórico de gran aliento de la recepción de este concilio, proceso consistente en insertarse en todas las culturas del mundo, ha provocado fuertes resistencias y reacciones en la Iglesia. Ella está viviendo un parto doloroso que estamos aún lejos de haber completado. Está muy vivo el sentimiento de que tal renovación no puede realizarse sin una conversión en profundidad.

La recepción del concilio debe continuar porque nada está nunca totalmente adquirido, a pesar de las declaraciones que consideran ciertas costumbres o prácticas como irreversibles. La recepción del Vaticano II no afecta solo a algunas personas, sino que interesa a toda la Iglesia, al entero pueblo de Dios; y concierne tanto a las espiritualidades como a las normativas, tanto a las instituciones como a las prácticas de piedad, tanto a los discursos teológicos como al derecho, en resumen, a todo lo que se pretendía renovar en profundidad con el concilio. En ello está hoy en juego el futuro próximo de la Iglesia.

Los destinatarios actuales del concilio hemos de preguntarnos si estamos dispuestos a adherirnos al principio de pastoralidad y a hacer los aprendizajes que le están vinculados, o preferimos los otros programas.

Considerado de esta manera, el concilio Vaticano II no puede ser entendido sólo como un cuerpo cerrado, un conjunto de conclusiones sobre las que se puede en adelante descansar, enseñanzas que se repiten y transmiten, enunciados que se comentan sin fin. Lo que el Vaticano II transmite a la Iglesia es una práctica de acogida, de escucha y de lectura de la Escritura y una práctica de lectura de la vida del mundo. La enseñanza principal que nos entrega a través del acontecimiento y su gesto es la de indicarnos cómo pensar evangélicamente las cuestiones actuales de la familia humana y cómo hablar cristianamente en el mundo. Ahí radica todo el trabajo y toda la labor de los Padres conciliares y es eso lo que se nos da en los textos conciliares, lo que ha pasado al concilio expresándose en su producción o en sus textos.

En la estela del concilio, la Iglesia, a través de todos sus miembros, debe desarrollar las competencias necesarias para leer a la vez la Escritura y el mundo en el que vivimos, lectura conjunta y no paralela, y, a partir de ahí, «atreverse a decir una palabra en el mundo».

La travesía de este concilio ha sido para la Iglesia, podríamos decir, un modo de aprender a hablar, un aprendizaje. Este aprendizaje fundamental de la lectura conjunta del Evangelio y del mundo actual realizado en el concilio no parece todavía realmente asimilado en la vida de la Iglesia, y, en este sentido, nos queda mucho por recibir y el concilio está lejos de haber dado todos sus frutos. Se trata, sin embargo, en este caso, de algo más que una enseñanza entre otras puesto que nos enfrentamos aquí al principio que sostiene el conjunto de la obra conciliar.

El concilio Vaticano II enseña a la Iglesia no sólo a leer, le enseña igualmente a hablar, y a hablar cristianamente, a hablar igualmente para ser comprendida por nuestros contemporáneos y en todas las culturas, a hablar evangélicamente en un mundo pluralista, a hablar a creyentes y no creyentes, a ateos y a personas religiosas.

Joaquín Perea González en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.     Esta expresión está tomada de A. Melloni en FATTORI, M. y MELLONI, A. (dir.) (1997), pp. 51-62.

2.     Cf. ANGELLINI, G. (2008), pp. 297-303.

3.     RUGGIERI, G. (2007), pp. 381-406 (393) da una lista amplia y concreta de concilios entendidos de esa manera.

4.     AAS 54 (1962) 786: Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 578-590 (Gaudet Mater Ecclesia, n.º 5).

5.     RUGGIERI, G. (2006a), pp. 365-392.

6.     KLEIN, N. (2009), pp. 261-263.

7.     ALBERIGO, G. (ed.) (1997-2008).

8.     ALBERIGO, G. (ed.) (2008), pp. 509-569 (568-569).

9.     Ibíd., p. 569.

10.     Como una prueba ex negativo de esta afirmación Alberigo recuerda que la primera sesión del concilio terminó sin aparentes resultados, sin que se firmara ningún documento. Pero ese periodo fue una ruptura, un «momento mágico» que puso la base decisiva de los resultados, éxitos y fracasos de los tres periodos posteriores.

11.     RUGGIERI, G. (2007), pp. 381-406 (388).

12.     Cf.  FOUILLOUX, E. (1997), pp. 51-62; HÜNERMANN, P. (1997), pp. 63-92; KOMON-CHAK, J. A. (1997), pp. 417-439.

13.     Una consideración teológica perspicua de la historia del concilio en esa línea es la que ofrece LASH, N. (2005), pp. 14-19.

14.     THEOBALD, CH. (2013), pp. 481-517.

15.     «Esta doctrina es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado. Hay que darle mucha importancia a la elaboración de ese modo de exponerlas y trabajar pacientemente si fuera necesario. Hay que presentar un modo de exponer las cosas que esté más de acuerdo con el Magisterio que tiene, sobre todo, un carácter pastoral.» AAS 54 (1962) 786: Discorsi-Messaggi-Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, vol. IV, pp. 578-590 (Gaudet Mater Ecclesia, n.º 14).

16.     Véase, por ejemplo, la respuesta de Juan XXIII a la felicitación navideña del Sacro Colegio del 23 de diciembre de 1962.

17.     Cf. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Decreto Unitatis Redintegratio, 6.

18.     ROUTHIER, G. (2010), pp. 525-537.

19.     Cf THEOBALD, CH. (2002a), pp. 341.