4. La recepción del corpus conciliar como tal
Lo dicho sobre el acontecimiento conciliar no significa, como algunos teólogos o historiadores han criticado, que nos olvidamos de la recepción de los 16 documentos firmados por los Padres conciliares. Nadie discute el deber de interpretar de manera coherente y orgánica el conjunto de dichos documentos. No solo deben estudiarse los documentos individuales singularmente, sino en su conjunto, en la totalidad de un corpus con una realidad cuantitativa y un espíritu. Y esto en función de la interpretación evolutiva de las mismas actas del concilio.
Pero la cuestión que entonces se plantea es: ¿existe un principio interno de interpretación de todo el corpus documental, que respete su singularidad y que permita una recepción no solo fiel, sino sobre todo constructiva, capaz de hacer fermentar ulteriormente el mensaje conciliar?
Es incuestionable que el Vaticano II contiene en sí mismo una exigencia de interpretación. Su concepción de la revelación como auto-comunicación de Dios a los hombres dentro de su historia, la presenta como un acontecimiento relacional entre la escucha de la Palabra de Dios y los hombres interpelados por ella. Ahora bien, el corpus que el Vaticano II elaboró fue un momento privilegiado de esa experiencia relacional entre el evangelio vivo y el hombre actual, es decir, el de hace cincuenta años. Esta afirmación quiere decir que tal experiencia relacional no pretende ser definitiva y concluyente, sino que traza el camino a encuentros siempre nuevos. Este criterio impone que sea recogido el corazón delicado que ha nutrido el corpus entero de los documentos conciliares.
Cómo entender el conjunto del corpus conciliar de manera unitaria
La pregunta intenta discernir cómo es la arquitectura que transmita la realidad del corpus conciliar para su recepción.
Personalmente me inclino al modelo que defienden autores como Ch. Theobald, [20] R. Fédou, [21] G. Routhier, [22] G. Ruggieri, [23] entre otros. A saber: todo el corpus conciliar debe considerarse desde dos ejes, uno horizontal o transversal a todos los documentos; otro vertical a ellos. Ambos se entrecruzan en la vida de la Iglesia.
a) El eje horizontal consiste en la reflexión y la propuesta de la presencia y la actuación de la Iglesia en tensión entre el interior (LG) y el exterior de la misma (GS). Esta idea corresponde a una propuesta de los cardenales Suenens y Montini en 1962; tal fue posteriormente también la intención de Pablo VI.
b) El eje vertical es la enseñanza sobre la revelación divina y su transmisión, que se concibe como experiencia de encuentro y comunicación entre Dios, misterio absoluto, y la libertad de la conciencia humana. Esta enseñanza se encuentra en uno de los últimos documentos aprobados por el concilio, la constitución dogmática Dei Verbum cap. II, [24] donde la revelación es presentada no como un conjunto de verdades a creer, sino como el evento de la comunicación de Dios a la persona humana. El concilio nos invita a identificar la experiencia de la cercanía de Dios en el hoy del mundo. El manantial de esta experiencia es el tesoro escondido que puede ser hallado en la Escritura y en la Tradición.
c) El lugar de cruce de ambos ejes no es un punto material, sino la conciencia que la Iglesia tiene de sí misma, de su envío al mundo, ya que la comunicación con Dios se produce en la comunicación de los humanos entre sí. Esa realidad con la que se topa la Iglesia es muy extensa: los cristianos no católicos, los hebreos y musulmanes, la cultura moderna, las principales instituciones y problemáticas que ella comporta. Así se inaugura por primera vez la que ha sido llamada «conversión de la Iglesia».
El corpus conciliar es complejo y a veces oscilante
Evidentemente lo dicho es un esquema que puede parecer un tanto geométrico, que interpreta en algunos casos de manera forzada la naturaleza de determinados textos. Por eso, dentro de tal esquema hay que tener en cuenta la complejidad, e incluso las contradicciones entre algunos textos conciliares, cosa que se logra con un análisis concreto que tenga en cuenta la historia de cada documento, sus adquisiciones propias, el recorrido gradual, en resumen, las oscilaciones de un acontecimiento tan complejo como el concilio Vaticano II. Pero como esquema interpretativo del conjunto del contenido del corpus, como criterio interno, es sugestivo y coherente. Su principal servicio es no tanto colocar sistemáticamente de forma cuadriculada todos los documentos del corpus conciliar, cuanto haber individuado el nudo central del corpus en la dimensión sobre todo teológica, más que eclesiológica del Vaticano II, es decir, en la relación entre el anuncio de la salvación de Dios (el evangelio) y la historia.
Efectivamente, en esta interpretación sale a la luz el verdadero objeto de la enseñanza conciliar. Es erróneo decir que el Vaticano II se ha centrado sobre todo en la Iglesia. Tal era ciertamente la intención de Pablo VI, pero ella no traduce el alcance efectivo del conjunto de las decisiones conciliares. El primer eje interpretativo de los textos es la respuesta que el concilio da al problema teológico: la comunicación de Dios en la historia. Solo secundariamente, en el equilibrio global del corpus conciliar, se encuentra la consideración de la Iglesia como vehículo y concreción de esta comunicación de Dios que sin embargo trasciende a la Iglesia y a toda persona humana [25].
Sin embargo, esta idea ha quedado en letra muerta en razón de un hecho de recepción, a saber, que la Constitución sobre la Iglesia prácticamente ha ocupado el primer lugar entre todos los textos conciliares. Durante el período posconciliar los debates han estado centrados en temas eclesiológicos. Este hecho ha sido favorecido por la manera cómo Pablo VI presentó los objetivos pretendidos por el concilio.
Cuando se sobrevuelan los cincuenta años que nos separan del fin del concilio, no puede uno por menos de sorprenderse del papel marginal jugado por la Constitución sobre la Revelación en el proceso de recepción. No digamos nada de cómo la recepción oficial propuesta desde el Sínodo episcopal extraordinario de 1985 (el sínodo que se califica como el del comienzo de la marcha atrás de la Iglesia en el posconcilio) se centra sobre todo en los ministerios y los estados de vida: laicos, presbíteros, obispos, religiosos. Y ello incluso si el cardenal Ratzinger, autor de la «Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre ciertos aspectos de la Iglesia como communio» (28.6.1992) recuerda el año 2000 que «el concilio Vaticano II quiso a todo trance subordinar e incluir el tema de la Iglesia en el tema de Dios» y reprocha a la recepción haber «omitido este presupuesto determinante de las afirmaciones eclesiológicas particulares» [26].
5. La recepción como recreación o el falso dilema entre continuidad y ruptura
Dos hermenéuticas contrapuestas
Los conocedores del desarrollo interno del posconcilio están al tanto de la controversia recogida por el famoso discurso del papa Benedicto XVI (22.12.2005) a la curia romana acerca de las dos hermenéuticas contrapuestas en torno al concilio: la interpretación de la continuidad y la de la ruptura respecto de la integridad de la doctrina tradicional. No me voy a detener en este punto, al que ya dediqué un largo artículo en la revista Iglesia Viva [27]. Solo voy a recoger un par de ideas que interesan a la presente charla.
El proceso de recepción es más complejo de lo que puede describirse con la alternativa conceptual de «continuidad o ruptura». Ambas corrientes intentan mantener el equilibrio y no debe afirmarse pura y simplemente que quieren imponer la continuidad absoluta o la ruptura total.
Por otra parte, los historiadores saben muy bien que, al hablar de acontecimientos históricos, la teoría que opone continuidad a ruptura es falsa: ningún acontecimiento histórico puede recaer sin equívocos en una sola de estas polaridades. Esa teoría es absolutamente ajena al oficio del historiador. Todo acontecimiento pasado presenta tanto continuidad como discontinuidad con lo que le precedía. Por eso, al menos desde el siglo XI en la Iglesia se habla de reforma, palabra tradicional que implica cambio en el contexto de una identidad continua.
Tres categorías en orden a la interpretación y a la recepción
Si colocamos al concilio en la historia como su propio lugar interpretativo, él mismo nos ofrece algunas categorías para leerlo. El sentido vivo de la historia operó en el concilio al menos mediante tres categorías notables: retorno a las fuentes, aggiornamento y desarrollo (una especie de ensanchamiento, quizá el equivalente de progreso o evolución). Con otras palabras: recurso al origen, atención al presente y desarrollo hacia lo nuevo. Estas tres palabras equivalen a hablar de cambio y señalan el abandono de aquello que se suele llamar «sustancialismo» de la visión histórica.
El principio de continuidad se realiza en la Iglesia de una forma muy profunda. El encargo que ella recibió en sus orígenes es entregar el mensaje escuchado de boca de Cristo y de los apóstoles, no cambiarlo o adulterarlo. Ningún teólogo ni creyente puede estar en desacuerdo con este principio. Desde este punto de vista, la Iglesia es por definición, si se permite la palabra, una sociedad «continuista».
El Vaticano II afirma una y otra vez su continuidad con la Tradición católica. Eso es incontestable. El concilio no ha cambiado nada en lo que podríamos llamar la «enseñanza sustantiva de la Iglesia». Sin embargo, la pregunta retorna: ¿Hay un «antes» y un «después» del Vaticano II? ¿No hay ninguna discontinuidad digna de mención entre el concilio y lo que le precedió? Pues bien, aunque debemos aceptar la afirmación de la profunda continuidad del Vaticano II con la Tradición católica, los historiadores sin embargo creen que ella debe equilibrarse atendiendo a las discontinuidades evidentes.
Resulta patética y obsesiva la insistencia en que el concilio ni ha querido cambiar, ni de hecho ha cambiado la doctrina precedente acerca de la Iglesia. Bajo tal insistencia se quiere ocultar la voluntad de frenar el proceso de recepción del concilio. Desde luego el concilio no ha revolucionado la doctrina sobre la Iglesia, pero sí la ha recontextualizado completamente. Cualquier doctrina, como cualquier frase que pronunciamos, tiene un sentido determinado según el contexto en el que se coloca; por tanto, recontextualizando la doctrina sobre la Iglesia, no se cambia su contenido fundamental, no se la revoluciona, pero ciertamente aquella doctrina ya no es la misma. No se trata solo de «profundizarla y exponerla más ampliamente», como suele decirse en ciertos documentos oficiales, sino de ofrecer un nuevo contexto. Y ofreciendo un nuevo contexto, no se verifica simplemente la repetición del pasado, sino que se ofrece una nueva doctrina que no vuelca del revés la precedente, sino que es precisamente su renovación. Este es el auténtico sentido de la tradición viva, es decir, recreada. Y esto es lo que Juan XXIII entendía por aggiornamento.
Más aún. Ahora, cuando se «recibe» el concilio, entendiendo la «recepción» en su sentido eclesiológico más rico, es decir, cuando se traduce la enseñanza conciliar en la red viva de las experiencias de las Iglesias locales en todos los ámbitos y niveles, sucede que se va más allá de la letra estricta del concilio. «Recibiendo» lo que está escrito, hacemos la experiencia de la creación de lo inédito, de lo nuevo, precisamente porque la dinámica de la afirmación conciliar es tal que ella se desarrolla más allá de sí misma, obteniendo resultados que no estaban en la formulación del dictado conciliar en cuanto tal.
A la vez que siempre se ha de mantener en la mente la continuidad fundamental en la gran Tradición (con mayúscula) de la Iglesia, los intérpretes del concilio deben también tener en cuenta cómo es discontinuo con respecto a praxis previas, enseñanzas y tradiciones (con minúscula), es decir, es discontinuo con respecto a concilios previos. Sin tal precaución, el subrayado estará exclusivamente en la continuidad. Insistir en ello es cegarse para el cambio de cualquier clase. Y si aquí no hay cambio, nada ha sucedido. Tal continuidad saca a la Iglesia de la historia y la coloca fuera del contacto con la realidad tal como la conocemos.
La actualidad del Vaticano II está en que quiso entrenar nuestra mirada para comprender que la pretensión de validez permanente del cristianismo consiste en que puede empezar algo nuevo en todas las épocas.
6. La recepción del concilio la verifica una iglesia muy distinta frente a nuevos desafíos
Se puede decir que la recepción del Vaticano II ha comenzado durante el concilio mismo [28]. Pero la recepción es un proceso largo y complejo, que para el Vaticano II aún se encuentra en el estadio inicial. Han pasado ya más de cincuenta años desde su conclusión, es decir, casi tanto como el gran historiador de la Iglesia Hubert Jedin estimaba el tiempo necesario para una recepción razonable de un concilio [29].
Un déficit decisivo en la obra del concilio
Ahora bien, la cuestión de la recepción de este concilio tiene una característica bien diferente de la que se plantea en la recepción de otros concilios. Según el análisis de bastantes historiadores y comentaristas del concilio, el Vaticano II requería una institucionalización que permitiese la apropiación de las intuiciones conciliares. Pues bien, precisamente este es el punto débil de la época posconciliar.
Como efecto de la falta de institucionalización coherente con las orientaciones del concilio, se fue produciendo una desconexión entre el programa que proponía el gobierno central de la Iglesia como consecuencia del concilio y el sentimiento anti-institucional que es un rasgo determinante de ese período.
Por consiguiente, la cuestión de la recepción no es solo la simple asunción del concilio, sino la distancia entre las reformas para su aplicación y su resultado efectivo, su capacidad de inscribirse en la realidad vivida de las Iglesias locales.
Otro aspecto histórico importante conviene considerar. El clima de los años posteriores a «la primavera del 68» ha incidido fuertemente en las nuevas generaciones de creyentes. Algunos opinan que el único defecto del concilio Vaticano II fue que sucedió demasiado tarde. Porque tres años después de su clausura, en 1968, tenía comienzo la mayor revolución cultural de occidente. Su impacto fue grande también en la Iglesia. Los detractores del concilio lo acusaron de todos los problemas surgidos de esta revolución cultural y con ello le dieron una puñalada.
Características del momento histórico actual
Si, de acuerdo con lo dicho en el epígrafe primero, la recepción del concilio como acontecimiento y de sus documentos, así como la del proceso de su recepción están obviamente influidos por las circunstancias y el ambiente en el que se encuentran quienes lo acogen y reflexionan sobre él, resulta que el momento actual presenta unas características que no pueden ser ignoradas por quien se propone elaborar una reflexión sobre el Vaticano II a los cincuenta años de su clausura. Cincuenta años en los que las coordenadas históricas, culturales, sociales y políticas han cambiado profundamente, tocando inevitablemente el trasfondo sobre el cual se plantea la cuestión de la actualidad y de la recepción del último concilio.
Naturalmente la atmósfera cultural de los años sesenta ha pasado y mucho ha cambiado desde entonces. Nos encontramos en un periodo histórico nuevo en el que los interrogantes y las cuestiones abiertas, tanto en la Iglesia católica como en el ámbito mundial, recaen sobre la herencia que ha dejado el Vaticano II para la Iglesia del siglo XXI.
Elementos de ese cambio cultural, que tiene una influencia decisiva en la Iglesia, son el descubrimiento de la democracia y del valor de la participación, de la representatividad y de la codecisión, también en el interior de la Iglesia, como expresión del redescubrimiento del sensus fidelium; la valoración de la libertad moderna, un siglo después del Syllabus de Pío IX; el aprecio absoluto de la relación entre historicidad e Iglesia y no solo su tolerancia penosa; el control de la relación entre autoridad del magisterio de la Iglesia y de las ideologías (tanto del anticomunismo como del antiliberalismo); el valor decisivo para la propia Iglesia del diálogo ecuménico, interreligioso y con el mundo [30].
Esa crisis cultural agudizó la crisis religiosa, con un descenso vertical de la práctica religiosa en toda Europa. La cultura del mercado, de los medios de comunicación, el consumo como ideología, la globalización, etc., todos estos fenómenos condujeron a una situación de verdadera crisis religiosa [31]. Y, por otra parte, los que buscaban un nuevo camino no encontraron en la posición oficial de la Iglesia católica una respuesta creíble a sus preocupaciones.
Todo eso condujo a lo que una socióloga francesa de la religión llamó «exculturación del catolicismo» [32], o que también se denominó «secularización interna del cristianismo» [33]. El distanciamiento de la vida religiosa en general se hizo creciente en el catolicismo. Lo cual no fue el resultado o la consecuencia de la reforma conciliar, como algunos opinaron y opinan, sino que era un fenómeno fundamentalmente de carácter cultural, en cuyo interior sucedía la recepción del concilio.
La recepción sigue en marcha
Pero no por ello, no por la sensación de una crisis del sistema global, ha cesado el concilio de hablar a la Iglesia y a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La historia de los concilios da testimonio de la fecundidad de estos grandes acontecimientos de la historia de la Iglesia; pero sobre tiempos históricos que se calculan en generaciones, en épocas históricas. Con el Vaticano II la Iglesia ha cambiado; la época postridentina se ha cerrado y ya nada será como antes. Se trata en conjunto de que en el concilio se ha producido la despedida de una figura de la fe y de la vida eclesial históricamente perfilada y se han adelantado los rasgos de un perfil nuevo de la fe y de las formas y relaciones de vida eclesial.
La crisis actual se hilvana en la lista de crisis que han azotado a la Iglesia desde el final del siglo XVIII, prácticamente desde los disturbios napoleónicos. Síntomas externos fueron entonces la secularización de los principados, la derogación de los estados confesionales en Europa, la disolución del catolicismo ambiente. Pero el alcance interno de la crisis presente, que solo en forma de insinuación se manifestó en los primeros síntomas, alcanza mucho más profundamente y es más abarcante de lo que hasta ahora somos conscientes y de lo que se verificará.
En este proceso complejo que se mide en generaciones más que en años, el Vaticano II debe recibir una atención particular. Ha sido un concilio de aggiornamento, lo que hace compleja la tarea de trazar un balance a cincuenta años de su comienzo. No es posible verificar, como en una ecuación matemática, si los documentos conciliares han sido aplicados o si, por el contrario, esperan todavía a ser puestos en práctica. Para este concilio el juicio sobre su recepción debe comprender muchos otros factores.
El vuelco propuesto por el concilio Vaticano II es muy complejo. No puede realizarse más que gradualmente; se necesita tiempo para asimilar esa experiencia de actualización y de reforma de la Iglesia.
La recepción del Vaticano II está todavía en marcha. Cincuenta años no han podido realizar una recepción plena porque los cambios introducidos y las reformas solicitadas eran muy numerosas y algunas demasiado radicales para ser acogidas en breve tiempo en su totalidad e íntegramente. Además, se encontraban presentes en el interior del concilio numerosas resistencias que confiaban en que la interpretación posterior de los textos ofreciera la posibilidad de subvertirlos o relativizar sus indicaciones. Los juristas embridarían los movimientos reformadores. En buena parte ha sucedido lo que algunos pensaban.
7. Reflexiones conclusivas
Las dos miradas del concilio
El concilio Vaticano II fue un Jano bifronte con una mirada al evangelio y con otra mirada puesta en el mundo de hoy. En primer lugar, por tanto, el evangelio. Esto vincula al Vaticano II con todos sus predecesores. Sin embargo, a diferencia de los concilios anteriores, el Vaticano II puso su mirada también en la experiencia humana, o sea, en la evolución de la sociedad, las cuestiones, esperanzas y problemas del presente y, con la mirada puesta ahí, se preguntó qué debía reformarse y renovarse en la Iglesia para que ella pudiera testimoniar y anunciar el evangelio de manera creíble en nuestra época.
El aggiornamento es simultáneamente el esfuerzo para hacer inteligible hoy el anuncio del evangelio y para respetar al destinatario. Ello significa un descubrimiento inaudito que ha hecho la Iglesia conciliar y, sobre todo, posconciliar: condición imprescindible del anuncio es la capacidad de aprendizaje del otro y del mundo, porque la acción divina salvadora está ya actuando en ellos.
En consecuencia, la recepción del concilio necesita el corpus documental, leído en función de los géneros literarios y textuales –cosa que nadie discute–, pero tal corpus debe ser orientado por un principio interno de lectura que consiste en el principio pastoral tal como se asumió en el proceso de conversión colectiva de los Padres conciliares y la Iglesia en concilio.
Un proceso inacabado que prosigue hoy
El proceso colectivo de conversión vivido por los Padres conciliares y por la Iglesia entera está íntimamente entrelazado con el principio pastoral, con el acto de Tradición que es el concilio y con el anuncio futuro que el propio concilio quiso hacer posible. La Iglesia conciliar tomó conciencia progresivamente de que la Revelación no existe fuera de su recepción, y de que esta es histórica y cultural. La Tradición viva, el cuerpo de la fe de origen divino es entregado a la interpretación histórica y cultural y ahí se opera su recepción.
Por ello la reforma conciliar no había de ser un acto único cuyos resultados quedaran fijados y prescritos para el futuro de tal modo que tras la ejecución de las conclusiones del concilio se iniciara de nuevo una época en la que ya nada se cambiara. El concilio debía más bien despertar una disposición fundamental para la renovación que tomara buena nota de los desafíos del mundo continuamente cambiante y se metiera en ellos [34].
Ese proceso está inacabado. La función reguladora de los documentos se verifica en su puesta en práctica pastoral y misionera que, animada por el Espíritu, continúa integrando perspectivas nuevas. En la situación de recepción del concilio que es la nuestra, es indispensable conjugar el comentario de los textos y la historia del proceso conciliar de recepción [35].
El «re-encuadramiento» posconciliar del corpus conciliar, es decir, la recepción se apoya, por una parte, sobre el principio pastoral mismo, las investigaciones teológicas posconciliares, la evolución de la exégesis bíblica y nuestra relación con Jesús de Nazaret, relación fundante de la postura mesiánica y pastoral de la Iglesia. Y por otra parte, y al mismo tiempo, se apoya sobre la percepción de lo que sucede a los destinatarios y registra por tanto la mutación histórica verificada desde hace cincuenta años de la que antes hemos hablado.
Por tanto, lo que permanece de los documentos del concilio es el principio pastoral, la lógica teológico-pastoral con la que los textos fueron elaborados. El saber hereditario acerca de Dios y del mundo fue entonces recuperado en diálogo con la época. El mundo moderno fue asumido con todo respeto e interpretado desde la perspectiva del evangelio.
Precisamente lo mismo debemos volver a hacerlo hoy. La recepción fiel del concilio significa utilizar sus textos no como una cantera eternamente válida para extraer citas, sino como un manantial en cuya lógica teológico-pastoral buscar siempre de nuevo el diálogo creyente con el mundo de hoy. Más aun, para aspirar a ayudar a configurar desde el interior del mundo su evolución, la de sus culturas, la de sus sociedades a partir de la fuerza del evangelio. Todas esas consideraciones no son otra cosa que un indicativo de que la historia del mundo como historia de la salvación marcha hacia delante de forma incontenible y la Iglesia, que es una dimensión de ella, es siempre una discípula: una ecclesia semper reformanda [36].
El desafío de la inculturación
En estos cincuenta años transcurridos desde el comienzo del concilio han cambiado muchas cosas. Una compleja realidad nueva se abre a nuestros ojos. Ella desafía a la Iglesia exigiéndole una nueva iniciativa misionera. En efecto, en el contexto de la secularización creciente y de la ruptura en la transferencia del saber cultural, la misma pregunta sobre Dios está en crisis [37]. Lo sucedido ha sido algo absolutamente nuevo en la historia de la Iglesia (y de los concilios): que la interpretación del Vaticano II, o sea, su reconstrucción histórica y la conciencia de la Iglesia actual, coinciden con la pregunta que desde fuera se le hace acerca de su ser y su misión en esta nuestra época. Mientras ella se esfuerza en suscitar y mantener el vínculo entre el evangelio y sus múltiples destinatarios, no cesa de ser interrogada acerca de la credibilidad de su propia figura y de ser reenviada, sin duda más que en el momento del concilio, a su capacidad de renovatio y de reformatio. La gran pregunta que tenemos que hacernos es si no vivimos en una mutación análoga a la del primer tránsito del evangelio al mundo helenista [38], acontecimiento que toca a la revelación en sí misma.
En conclusión, la recepción del concilio Vaticano II apela no a una simple aplicación de la doctrina, como muchos malentendieron en nuestro país en el inmediato posconcilio. Se trata de un verdadero aprendizaje que consiste, en primer lugar, en la capacidad para registrar las transformaciones que se están produciendo en el seno de la relación constitutiva entre quienes anuncian el evangelio y quienes lo reciben. Y, en segundo lugar, en dejar que dichas transformaciones repercutan sobre el conjunto del mensaje, encaminándolo así hacia un nuevo equilibrio «doctrinal». La normatividad del corpus conciliar no consiste, pues, ni en su literalidad teológica o jurídica, ni en una especia de «espíritu conciliar» que ya no tuviera nada que recibir de dicho corpus. Esa normatividad se manifiesta más bien concretamente en una puesta en práctica evangelizadora o misionera instruida e impulsada por el Espíritu que lleva a una recepción auténticamente creativa capaz de reformular tal o cual enseñanza conciliar.
Cincuenta años después de finalizar el Vaticano II recibimos una herencia espiritual que queremos arrebatar a la desmemoria de nuestra sociedad apresurada y acoger de nuevo con agradecimiento. Tal recuerdo nos guía de nuevo a través de barreras de todo tipo a las fuentes inagotadas de la vida cristiana. Así el recuerdo puede desatar nuevas fuerzas creadoras que son más audaces que las modas modernas del espíritu de la época, que mañana son ya de ayer. En este sentido la recepción del concilio es una aventura desafiante que pone a prueba la vigilancia y la disponibilidad, la capacidad de conversión y la sensibilidad de nuestra fe [39].
Las celebraciones del 50 aniversario de la conclusión del concilio hace un año no han marcado el término de su recepción y puesta en práctica, sino más bien la apertura de un nuevo período de recepción susceptible de conducirnos aún más lejos. El Vaticano II se presenta como el porvenir que nos precede en este siglo XXI.
Cincuenta años son solo las primeras horas del día, es solo la aurora. Para llegar a la hora en que la Lumen gentium, la luz para todos los pueblos proclamada por la Iglesia en el concilio alcance a todos los rincones del mundo, es necesario el concurso de todos, discípulos, doctores, pastores y maestros. La Iglesia toda, cabeza y miembros, tenemos la misión irrenunciable de asimilar con fidelidad y creatividad el gran regalo del Espíritu que fue el concilio. Ese don sigue siendo hoy, como siempre que se trata del Espíritu, un impulso creativo para la Iglesia. Cada uno según los propios carismas e interpretando su propia partitura. Por eso nosotros, los más ancianos, os decimos a vosotros, la Iglesia más joven, a cada uno en cuanto le compete: «el concilio está en vuestras manos».
Joaquín Perea González en dialnet.unirioja.es
Notas:
20. Cf. THEOBALD, CH. (2007), pp. 359-380.
21. En THEOBALD, CH (dir.) (2006), p. 145 y FÉDOU, M. (2012).
22. Cf. ROUTHIER, G. (1993); VV.AA. (2012) y la serie de estudios promovidos por Routhier acerca de la recepción del Vaticano II en el nivel local.
23. RUGGIERI, G. (2007), l.c.
24. Véase también CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et Spes 12, 22.
25. Así LG cap. II; la comunicación de Dios no se agota en la Iglesia (véase el famoso «subsistit in»), sino que se reencuentra en otras Iglesias y aun fuera, en la humanidad entera, GS 12; 22.
26. CARDENAL RATZINGER J. (2000), pp. 539-561 (541).
27. PEREA, J. (2006), pp. 45-72. TORRESIN, A. (2010), pp. 248-250.
28. FAGGIOLI, M. (2005).
29. JEDIN, H. (1966), pp. 591.
30. FAGGIOLI, M. (2009), pp. 153-175. [Redacción ampliada y completada del artículo: «Il Vaticano II come ‘Costituzione’ e la ‘recezione politica’ del Concilio», en Rassegna di teologia 1/2009, 107-122].
31. Cf. PEREA, J. (2008), pp. 3-42.
32. HERVIEUX-LÉGER, D. (2003), pp. 54-89.
33. ISAMBERT, F.A. (1976), pp. 573-589.
34. SEIBEL, W. (2016).
35. Cf. ROUTHIER, G. (2007), pp. 315-319.
36. ZULEHNER, P.M. (2006), pp. 407-417.
37. WIEDERKEHR, D. (1992), pp. 251-267.
38. En este punto hay que citar sobre todo los dos artículos de K. Rahner acerca de «una interpretación teológica fundamental del concilio Vaticano II» (Theologische Grundinterpretation des II.Vatikanischen Konzils) RAHNER, K. (1979), pp. 290-299 y sobre «la significación permanente del concilio Vaticano II» (Die bleibende Bedeutung des II.Vatikanischen Konzils) RAHNER, K. (1980), pp. 303-318.
39. LEHMANN, K. (2004), pp. 71-89 (85-89).