Ramón de la Campa Carmona

DOGMÁTICAS Y TEOLÓGICAS

Santa María, Madre de Dios (uno de enero)

La primitiva memoria litúrgica de Santa María giraba en torno a su maternidad divina, juntamente con su perpetua virginidad, y en la Iglesia de Roma, antes de la introducción de las cuatro primitivas fiesta marianas orientales (Natividad, Anunciación, Purificación y Asunción), se celebraba el uno de enero, Octava de la Navidad [19], a mediados del siglo VI, como Natale sanctae Mariae.

Posteriormente pasó a centrarse esta jornada en la Circuncisión del Señor, por influencia galicana, en la segunda mitad del siglo VII, lo que justifica la estación en Sancta Maria ad Martyres (Panteón), referida en el Sacramentario Gregoriano, y el tinte mariano de los textos pese al cambio de conmemoración, rastreable ya en el Gelasiano.

No podía ser de otra manera: como reacción ante las grandes herejías cristológicas, que ponían en tela de juicio la maternidad divina, se fue desarrollando, a la par que la teología sobre María, la Virgen Madre, una eucología propia derivada de ella.

En Occidente, con posterioridad, se empezó a celebrar, por lo menos, a partir del siglo XI, una fiesta particular de la maternidad divina y se extendió en los siglos XIII-XIV. El veintiuno de enero de 1751 Benedicto XIV Lambertini la concedió a Portugal, fijándola en el primer domingo de mayo y componiéndole Oficio y Misa. A partir de aquí se extendió a otros lugares, como Nápoles, Perugia, Toscana, Inglaterra… y a institutos religiosos.

En 1914 empezó a celebrarse el once de octubre en vez de el segundo domingo de dicho mes. En 1932 fue extendida para toda la Iglesia Latina para esa fecha esta fiesta de la Maternidad de María por Pío XI Ratti, en conmemoración del XV centenario del Concilio de Éfeso (año 431), en que se definió como dogma dicha verdad teológica.

En la reforma del calendario de 1969 se reubicó en la Octava de Navidad, rescatando esa fiesta mariana de la primitiva liturgia romana. No podemos olvidar, como nos recuerda el Papa Pablo VI Montini en su Marialis Cultus nº 5, que “el tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria de la maternidad divina, virginal, salvífica de aquélla cuya virginidad intacta dio a este mundo un Salvador […]”.

Santa María, Reina (veintidós de agosto)

Aunque ya en los congresos marianos de Lyon de 1900, de Friburgo en 1902 y de Einsiedeln de 1906 se había solicitado la instauración de una fiesta de la realeza universal de María como colofón del mes de mayo mariano, su creación fue paralela a la de Cristo Rey, instaurada por Pío XI Ratti en 1925.

En 1933 María Desideri fundó en Roma el movimiento internacional Pro regalitate Mariae con ese fin, y se recogieron innumerables peticiones, entre ellas de obispos y personalidades católicas, que se presentaron en doce volúmenes al Venerable Pío XII Pacelli.

Finalmente este papa, tras publicar la Encíclica Ad coeli Reginam del once de octubre de 1954, instituyó la fiesta el uno de noviembre de dicho año, con motivo del I centenario de la definición dogmática de la Inmaculada, para el treinta y uno de mayo, como culminación del Mes de María.

En la reforma del calendario de 1969 fue transferida del treinta y uno de mayo a la Octava de la Asunción. El Papa Pablo VI Montini justifica perfectamente el cambio de fecha: “la solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de María, que tiene lugar ocho días después, y en la que se contempla a aquélla que sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre” [20].

DEVOCIONALES

Santa María en Sábado

Semanalmente tenemos un culto sabatino mariano. Como dice el Directorio de Piedad Popular y Liturgia, en el nº 188: “Entre los días dedicados a la Virgen Santísima destaca el sábado, que tiene la categoría de memoria de santa María. Esta memoria se remonta a la época carolingia (siglo IX), pero no se conocen los motivos que llevaron a elegir el sábado como día de santa María. Posteriormente se dieron numerosas explicaciones que no acaban de satisfacer del todo a los estudiosos de la historia de la piedad”.

En el ritmo semanal cristiano de la Iglesia primitiva, el domingo, día de la Resurrección del Señor, se constituye en su ápice como conmemoración del misterio pascual. Pronto se añadió en el viernes el recuerdo de la muerte de Cristo en la cruz, que se consolida en día de ayuno junto al miércoles, día de la traición de Judas.

Al sábado, al principio no se le quiso subrayar con ninguna práctica especial para alejarse del judaísmo, pero ya en el siglo III en las Iglesias de Alejandría y de Roma era un tercer día de ayuno en recuerdo del reposo de Cristo en el sepulcro, mientras que en Oriente cae en la órbita del domingo y se le considera media fiesta, así como se hace sufragio por los difuntos al hacerse memoria del descenso de Cristo al Limbo para librar las almas de los justos.

En Occidente en la Alta Edad Media se empieza a dedicar el sábado a la Virgen. El benedictino anglosajón Alcuino de York (+804), consejero del Emperador Carlomagno y uno de los agentes principales de la reforma litúrgica carolingia, en el suplemento al sacramentario carolingio compiló siete misas votivas para los días de la semana sin conmemoración especial; el sábado, señaló la Santa María, que pasará también al Oficio.

Al principio lo más significativo del Oficio mariano, desde Pascua a Adviento, era tres breves lecturas, como ocurría con la conmemoración de la Cruz el viernes, hasta que llegó a asumir la estructura del Oficio principal. Al principio, este Oficio podía sustituir al del día fuera de cuaresma y de fiestas, para luego en muchos casos pasar a ser añadido.

En el X, en el monasterio suizo de Einsiedeln, encontramos ya un Oficio de Beata suplementario, con los textos eucológicos que Urbano II de Chantillon aprobó en el Concilio de Clermont (1095), para atraer sobre la I Cruzada la intercesión mariana.

De éste surgió el llamado Oficio Parvo, autónomo y completo, devoción mariana que se extendió no sólo entre el clero sino también entre los fieles, que ya se rezaba en tiempos de Berengario de Verdún (+962), y que se muestra como práctica extendida en el siglo XI. San Pedro Damián (+1072) fue un gran divulgador de esta devoción sabatina, mientras que Bernoldo de Constanza (+ca. 1100), poco después, señalaba esta misa votiva de la Virgen extendida por casi todas partes, y ya desde el siglo XIII es práctica general en los sábados no impedidos.

Comienza a partir de aquí una tradición devocional incontestada y continua de dedicación a la Virgen del sábado, día en que María vivió probada en el crisol de la soledad ante el sepulcro, traspasada por la espada del dolor, el misterio de la fe. El sábado se constituye en el día de la conmemoración de los dolores de la Madre como el viernes lo es del sacrificio de su Hijo. En la Iglesia Oriental es, sin embargo, el miércoles el día dedicado a la Virgen.

San Pío V, en la reforma litúrgica postridentina avaló tanto el Oficio de Santa María en sábado, a combinar con el Oficio del día, como el Oficio Parvo, aunque los hizo potestativos. De aquí surgió el Común de Santa María, al que, para la eucaristía, ha venido a sumarse la Colección de misas de Santa María Virgen, publicada en 1989 bajo el pontificado de San Juan Pablo II Wojtyla.

Nuestra Señora de Lourdes (once de febrero)

En este día, once febrero, del año 1858, la Virgen se apareció a Santa Bernardette Soubirous, cuando ésta tenía catorce años, la primera de las dieciocho apariciones que tuvieron lugar durante los seis meses siguientes, hasta el dieciséis julio de ese mismo año.

El mensaje de Lourdes es un mensaje para la conversión de los pecadores que, estando apartados de Dios, se encuentran fuera de su amor y, por consiguiente, no pueden ser objeto de la bondad divina. La Virgen repitió continuamente a Bernardette que había que hacer penitencia y orar por los pecadores, y le pidió que hablara con los sacerdotes para que construyeran una capilla en aquel mismo lugar, adonde la gente acudiera en procesión para rezar por los pecadores.

El sacerdote del lugar, el Padre Peyramale, no quiso dejarse engañar y reclamó a Bernardette que preguntara a la Visión su nombre: “Soy la Inmaculada Concepción”, responde la Santísima Virgen. Ante esta respuesta, considerando el sacerdote que Bernardette, sin ninguna instrucción, no podía comprender el significado de las palabras pronunciadas por la Virgen, quedó plenamente convencido del carácter sobrenatural divino de las apariciones. Es necesario recordar que el dogma de la Inmaculada Concepción había sido definido por el Beato Pío IX Mastai-Ferretti sólo cuatro años antes, mediante la bula Ineffabilis Deus del ocho diciembre 1854.

El carácter sobrenatural de las apariciones se puso de manifiesto casi de inmediato con la realización de milagros. Pero lo decisivo del mensaje de Lourdes es la necesidad de penitencia y oración por los pecadores.

Esta fiesta fue concedida por León XIII Pecci a Francia y a algunos lugares y familias religiosas en 1891, con misa y Oficio propios con el título Aparición de la Bienaventurada Virgen María Inmaculada. Su celebración se extendió a la Iglesia Latina el trece de noviembre 1907 por San Pío X Sarto, con ocasión del L aniversario de las apariciones de Lourdes (1858), y se fijó el once de febrero, fecha de la primera aparición.

En el calendario actual es memoria libre y se le ha mudado el título a Nuestra Señora de Lourdes. Es, por un lado, una fiesta menor de la Inmaculada, en que junto a su perfección ejemplar como prototipo de la criatura de la Nueva Creación, une su mensaje de la necesidad de oración y penitencia para una auténtica conversión.

Viernes de Dolores (viernes de la IV semana de cuaresma)

En primer lugar debemos decir que la advocación de los Dolores de María se encuentra entre los títulos soteriológicos de la Madre de Dios, vividos a lo largo de toda su vida, en torno a los misterios de su Maternidad Divina (nacimiento, infancia y vida pública de Jesús) y de su Compasión (Pasión y Muerte del Señor).

Aunque los dolores de María aparecen en las Sagradas Escrituras y la reflexión sobre ellos se remonta a la época patrística, esta devoción sólo ha tenido un desarrollo litúrgico en Occidente.

En Oriente sólo los Católicos Rutenos tienen una fiesta de la Madre Dolorosa el Viernes posterior a la Octava del Corpus Christi, aunque en la iglesia bizantina el recuerdo de la Dolorosa está muy presente en el oficio del Viernes Santo y todos los miércoles y jueves del año, en que se conmemora el sacrificio del Calvario de una manera especial, y se reza una antífona mariana llamada staurotheotókion, que canta a María al pie de la Cruz.

Esta memoria mariana se gestó en el corazón de Europa. Fue preparada por la literatura ascético-mística renana de los siglos XII y XIII, en la que, insistiendo en la humanidad de Cristo, revaloriza también la figura de María, indisolublemente unida a Él, sobre todo en lo referente a la pasión: junto al Varón de Dolores, se contempla a la Reina de los Mártires.

La conmemoración litúrgica de los dolores de Nuestra Señora, en la opinión más extendida, se remonta al siglo XIV, con Alemania como foco principal. En principio fue colocada en diversas fechas y recibió distintos nombres: Angustias, Compasión, Conmiseración, Desmayo, Lamentación de María, Llanto de María, Martirio del Corazón de María, Pasmo, Piedad, Siete Dolores, Transfixión, Traspaso...

Mas los testimonios más antiguos de una fiesta litúrgica anual provienen de Iglesias locales. Los encontramos en la Fiesta de la Transfixión, establecida por el Obispo Lope de Luna en Zaragoza el año 1399, y en el Concilio Provincial de Colonia, presidido por el Arzobispo Teodorico de Meurs, que el veintidós de abril de 1423 instituye la Commemoratio angustiae et doloris B. Mariae Virginis, para el viernes posterior al domingo Jubilate, actual cuarta semana de Pascua, por decreto sinodal, como desagravio de los sacrílegos ultrajes de los herejes husitas a las imágenes de Cristo y de la Virgen, y para venerar exclusivamente los dolores de María en el Calvario.

En 1482 el Papa Sixto IV della Rovere introdujo en el rito romano una misa centrada en los sufrimientos de María al pie de la cruz, denominada de Nuestra Señora de la Piedad, que se fue extendiendo por todo Occidente.

A fines de la Edad Media una fiesta de María Dolorosa estaba establecida en las diócesis del norte de Alemania, Escandinavia y Escocia, con diferentes denominaciones y fechas, la mayoría movibles (durante el tiempo pascual o poco después de Pentecostés), aunque algunas eran fijas (sobre todo en julio: el dieciocho en Merseburg; el diecinueve en Halberstadt, Lübeck o Meissen, el veinte en Naumberg). Sus textos eucológicos son variados, limitándose desde la consideración de las angustias de María durante la Pasión hasta extenderla a todos los dolores de la vida de la Madre de Dios.

Durante el siglo XVI, esta memoria de la Compasión de la Virgen se va extendiendo por toda la Iglesia Occidental con sus varias denominaciones y fechas. En 1506 fue confirmada a las monjas de la Anunciación bajo el título de Pasmo de la Bienaventurada Virgen María para el lunes siguiente al Domingo de Pasión. En el Breviario de Erfurt, impreso en Mainz (Maguncia) en 1518, encontramos la fiesta con el título de Commendatio B. Mariae Virginis el viernes después del Domingo in Albis (actual Segundo de Pascua).

En algunos lugares se le asignó el día que luego se extendería, el viernes anterior al Viernes Santo, como el caso de la concesión en 1600 a las monjas servitas de Valencia bajo el título de Bienaventurada Virgen María al pie de la Cruz; en otros se coloca el sábado siguiente, día por excelencia de la Virgen, o incluso un día fijo, el dieciocho de marzo, ocho días antes del veinticinco, que es el día en que la Tradición señala la muerte de Cristo.

En Francia se hizo popular esta fiesta en el siglo XVII, y la llamaban de Nuestra Señora del Pasmo o Nuestra Señora de la Piedad, celebrándose el viernes de la Semana de Pasión. Clemente X Altieri (1670-6) concedió esta memoria de los Dolores de Nuestra Señora a toda España. Esta misma fecha fue asignada a todo el Imperio Alemán en 1674.

El dieciocho de agosto de 1714 el Papa Clemente XI Albani la concede a los Siervos de María. El Papa Benedicto XIII Orsini, a petición de éstos, el veintidós de agosto de 1727, la extendió a toda la Iglesia Romana, con el nombre de Fiesta de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María, fijándola el Viernes de la Semana de Pasión o Quinta de Cuaresma.

En este día la celebraban la fiesta los servitas y los dominicos, Orden a la que pertenecía el Pontífice, así como los franceses, españoles y alemanes. Esta jornada acaba recibiendo el nombre popular de Viernes de Dolores. A pesar del título de la fiesta, contempla la compasión de María al pie de la cruz.

Suprimida como una duplicación en la reforma del calendario de 1969 en beneficio de la del quince de septiembre, aunque fuera más antigua para no oscurecer la austeridad cuaresmal, en la última edición del Misal Romano se ha rescatado esta memoria, tan arraigada en nuestra tierra, en una colecta alternativa a la del día. “Señor Dios, que en este tiempo ayudas con bondad a tu Iglesia: concédenos imitar a la Santísima Virgen María en la contemplación de la Pasión de Cristo, con un corazón sinceramente entregado. Te pedimos, por la intercesión de la misma Virgen, unirnos en estos días con firmeza a tu Hijo Unigénito, y así poder llegar a la plenitud de su gracia”. Los servitas la siguen celebrando como fiesta con el título de Santa María al pie de la Cruz.

Nuestra Señora de Fátima (13 de mayo)

Se celebra este día en recuerdo de la primera de las seis apariciones a Lucía, Jacinta y Francisco en 1917, a tres kilómetros de Fátima, Portugal, en el lugar de Cova de Iría, que suponen un llamamiento a la oración, a la penitencia y a la conversión espiritual.

El culto a la Virgen de Fátima surgió con la primera capilla a Ella dedicada en 1919. Ha sido incluida esta advocación como memoria libre en la última edición del Missale Romanum, mientras que los Heraldos del Evangelio la celebran como fiesta.

Cuenta con la siguiente oración colecta: “Señor Dios, que nos diste a la Madre de tu Hijo como Madre nuestra, concédenos que perseveremos en la oración por la salvación del mundo y procuremos promover pacientemente el Reino de Jesucristo, tu Hijo”.

Inmaculado Corazón de María (Sábado posterior al Corazón de Jesús)

La devoción al Purísimo Corazón de María nos remite de manera directa al Sagrado Corazón de Jesús, pues en María todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de Jesús y María están maravillosamente unidos en el tiempo y la eternidad por el misterio de la maternidad divina. Su veneración, no obstante, se mantuvo mucho tiempo en el campo de la devoción privada, sin desembocar en un culto oficial.

San Juan Eudes (+1680), al par que la devoción al Corazón de Jesús, difundió la del Corazón de María. Le compuso misa y oficio e hizo celebrar su primera fiesta pública el ocho de febrero de 1648 en la Catedral de Autun, con sanción del Ordinario de Lugar. Varios obispos de Francia aprobaron los textos litúrgicos, pero los jansenistas, obviamente, estaban en completo desacuerdo.

En el segundo tercio del XVII cofradías consagradas a su culto obtuvieron aprobación pontificia, tanto de Alejandro VII Chigi en 1666 como de Clemente IX Rospigliosi entre 1667 y 1669, con el título de Purísimo o Santísimo Corazón de María.

En el año 1668, la fiesta del día dos de junio y sus textos litúrgicos obtuvieron la aprobación del Cardenal Legado para Francia, aunque al año siguiente, 1669, se pidió a Roma la ratificación, pero la Congregación de Ritos dio una respuesta negativa a los textos, aunque no a la fiesta.

En diferentes ocasiones se pidió a la Santa Sede la aprobación de la fiesta. Una de ellas fue hecha como petición formal por el padre jesuita Gallifet en el 1726, conjuntamente con la del Corazón de Jesús.

Esta causa fue tratada por Próspero Lambertini, futuro Benedicto XIV. La Congregación de Ritos llegó a responder por primera vez en 1727 con un non proposita, pues presentaba dificultades doctrinales. Luego de esta respuesta, Gallifet sin perder esperanzas volvió a enviar la petición, pero hubo una respuesta oficial tajante y negativa el treinta de julio de 1729. A pesar de ello el citado Benedicto XIV (papa entre el 1740 y el 1758) permitió que se celebrara la fiesta a la cofradía de la iglesia romana de San Salvatore in Onda.

Fue ya a finales del XVIII cuando la fiesta empezó a obtener el plácet definitivo. Pío VI Braschi el veintidós de marzo de 1799 la concedió a Parma, y, definitivamente, en el pontificado de Pío VII Chiaramonti, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del treinta y uno de agosto de 1805, aprobó concederla a todos los que la solicitaran, con los textos eucológicos de la festividad de las Nieves (cinco de agosto). A partir de aquí se elevaron numerosas peticiones de diócesis y familias religiosas.

Siendo Papa el Beato Pío IX Mastai Ferretti, el veintiuno de julio de 1855, la Congregación de Ritos aprobó para la celebración del Corazón Purísimo de María nuevos textos para la misa y el oficio, utilizando algunas partes de los de San Juan Eudes.

En 1914, con ocasión de la reforma del Misal Romano, la fiesta del Corazón de María fue trasladada del cuerpo del misal a un apéndice del mismo, entre las fiestas pro aliquibus locis. Hubo muchas peticiones para que esta fiesta se extendiera a toda la Iglesia, en especial de los Claretianos, que la tienen por patrona.

En el marco de la II Guerra Mundial, el treinta y uno de octubre de 1942, en radiomensaje, y luego, de manera solemne, el ocho de diciembre en la basílica vaticana, cumpliéndose el XXV aniversario de las apariciones de Fátima, el Venerable Pío XII consagró la Iglesia y el género humano al Inmaculado Corazón de María. El adjetivo Inmaculado se le empezó a aplicar tras la definición dogmática de la Inmaculada y pasó a la liturgia por influencia de las apariciones de Fátima.

Su fiesta litúrgica fue extendida a la Iglesia Latina dos años después, el cuatro de mayo de 1944, por el decreto de la Sagrada Congregación de Ritos Cultus liturgicus, con la categoría de doble de segunda clase, con Oficio y misa propios, señalando su fiesta el veintidós de agosto, Octava de la Asunción. En la reforma del calendario de 1969 fue transferida del veintidós de agosto a su actual emplazamiento.

Colocada al día siguiente de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la contigüidad de las dos celebraciones es ya, en sí misma, un signo litúrgico de su estrecha relación: el mysterium del Corazón del Salvador se proyecta y refleja en el Corazón de la Madre que es también compañera y discípula.

Así como la Solemnidad del Sagrado Corazón celebra los misterios salvíficos de Cristo de una manera sintética y refiriéndolos a su fuente —precisamente el Corazón—, la memoria del Corazón Inmaculado de María es celebración resumida de la asociación “cordial” de la Madre a la obra salvadora del Hijo: de la Encarnación a la Muerte y Resurrección, y al don del Espíritu. Recibió notorio impulso con las apariciones de Fátima.

Nuestra Señora del Carmen (dieciséis de julio) [21]

La conmemoración de la Virgen del Carmen tiene su origen en la Orden homónima. Ésta remonta sus orígenes míticos a los hijos de los profetas que habitaron el Monte Carmelo en Tierra Santa. En época de la cruzadas fueron estableciéndose allí un grupo de anacoretas que levantaron un templo a la Virgen María en la cumbre del monte Carmelo, que veían prefigurada la maternidad divina en la nube que desde allí viera Elías, anunciando el fin de la sequía [22]. Estos religiosos se llamaron Hermanos de Santa María del Monte Carmelo, a los que San Alberto de Vercelli, también conocido por su nombre secular, Alberto Avogadro (+1214), Patriarca de Jerusalén, escribió una normativa de vida entre 1206 y 1214.

Pasaron a Europa en el siglo XIII, aprobando su regla Inocencio IV Fieschi en 1245, bajo el sexto Prior General de la Orden, San Simón Stock (+1265), que los adaptó a la vida mendicante. Este papa es el primero que los llama, en 1252, Hermanos Ermitaños de la Orden de Santa María del Monte Carmelo.

Viendo éste en peligro el futuro de la Orden en Occidente, cuenta la tradición que el dieciséis de julio de 1251, según la versión oficial fijada en el siglo XVII, la Virgen María se le apareció en Cambridge y le entregó el hábito que había de ser su signo distintivo, cuya versión reducida es el escapulario marrón, y le prometió: “Este será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él no padecerá el fuego eterno, es decir, el que con él muriere se salvará”. Desde Inglaterra se extendió esta devoción a toda la Orden y, por su labor, a todo el mundo.

Al principio los carmelitas celebraban a la Virgen en las fiestas del calendario general, sobre todo, en el siglo XIII, la Anunciación, que cedió su lugar, a partir de 1306, a la Inmaculada Concepción, que se convirtió en la fiesta mariana oficial de la Orden. Sin embargo, a comienzos del siglo XV, parece que los carmelitas intentaron buscar una celebración mariana propia acomodada a su carisma.

Esta parece que tiene su origen en el rito jerosolimitano primitivo de la Orden, que a una conmemoración solemne de la Resurrección del Señor semanal había unido una de la Virgen María, especialmente solemnizada la del Adviento, que naturalmente se identificaba con su Asunción como glorificación plena de María. Por primera vez encontramos esta fiesta celebrada en Oxford en 1387 y en un calendario astronómico de Nicolás de Lynn. Poco a poco va apareciendo en diferentes misales (Londres, 1387-93) y breviarios (Oxford 1375-93) y extendiéndose muy lentamente por el continente.

Pero con la difusión del escapulario, catapultada por la famosa Bula del privilegio sabatino, en algunas partes, sobre todo en Inglaterra, se relacionó esta commemoratio solemnis, a partir de la celebración de los beneficios recibidos de su Patrona, -con tal devoción, dando lugar a la solemne conmemoración de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo.

Su fijación en julio parece depender de la fecha de la última sesión del II Concilio de Lyon, celebrada el diecisiete de julio de 1274, en que se decretó que las órdenes carmelitana y agustina, que corrían peligro de ser suprimidas, permanecieran en su estado mientras no se decretara otra cosa, aunque la aprobación definitiva no llegaría hasta 1298 con Bonifacio VIII Gaetani en 1298.

Esta fiesta de acción de gracias a la Virgen se adelantó en el siglo XV al dieciséis de julio. Sixto V Peretti aprobó la fiesta del dieciséis de julio en 1587, y en el Capítulo General carmelitano del 1609, habiéndose preguntado a todos los capitulares qué festividad debía tenerse como titular o patronal de la Orden, todos unánimemente contestaron que ésta, sin duda alguna.

A pesar de haberse dictado algunos decretos restringiéndola, esta fiesta, que ya se había difundido por Inglaterra, Italia, España y América, se fue propagando rápidamente en el siglo XVII por el resto de Europa y algunas zonas de Oriente. España fue la primera nación en obtener del papa Clemente X Rezzonico, en 1674, el permiso para celebrar esta festividad en todos los dominios del Rey Católico.

A esta petición siguieron otras muchas, hasta que el veinticuatro de septiembre 1726 Benedicto XIII Orsini, tras haberla impuesto el año antes en los Estados Pontificios, la extendía a toda la cristiandad con rito doble mayor y con la misma oración y lecciones para el segundo nocturno que desde el siglo anterior rezaban ya los religiosos carmelitas.

En la reforma del Beato Juan XXIII Roncalli de 1960 fue reducida a simple conmemoración, y en el calendario del uso ordinario es memoria libre. También fue introducida en los ritos ambrosiano, caldeo, maronita, mozárabe y greco-albanés.

Dedicación de la Basílica Santa María la Mayor (cinco de agosto)

Fiesta conocida popularmente por Santa María de las Nieves o la Blanca por la leyenda de la fundación de la basílica de Santa María la Mayor de Roma: el patricio romano Juan tuvo una visión de la Virgen en el 358 que le ordenaba edificar una iglesia en un solar que encontraría cubierto de nieve, lo que comunicó al Papa Liberio, que trazó el plano del nuevo templo en la cumbre del Esquilino, nevada prodigiosamente, por lo que se la conoce como Basílica Liberiana.

Se la encuentra ya registrada en el calendario jeronimiano, pero por ser una celebración local romana, no aparece en los sacramentarios. Hasta el siglo XIV fue una fiesta exclusiva de la basílica, en que se extendió a todas las iglesias de Roma y a otras diócesis. Fue extendida definitivamente a la Iglesia Latina en 1570 por San Pío V Ghislieri, que determinó incluso sepultarse allí, y Clemente VIII Aldobrandini (+1605) la elevó a doble mayor. En el calendario de 1969 fue incluida memoria libre.

Aparte de la historicidad de la leyenda, el conmemorar la dedicación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma nos invita a reflexionar que María es imagen y tipo de la Iglesia, su origen como la primera creyente del nuevo orden salvífico y su representación en el Calvario y ante el sepulcro, así como la esperanza escatológica eclesial de la futura glorificación consumada en su Asunción. El templo material de María, que alberga a Jesús Eucaristía es signo del cristiano, templo vivo del Espíritu Santo.

Dulcísimo Nombre María (12 de septiembre)

La propagación de la devoción al Santísimo Nombre de Jesús por parte de dominicos, con las Hermandades del Dulce Nombre, y de franciscanos en sus predicaciones populares, tales como las de San Bernardino de Siena, abrió naturalmente el camino para una conmemoración similar del Santo Nombre de María.

Fiesta de origen ibérico, fue aprobada con Oficio propio por Julio II della Rovere en 1513 para la Diócesis de Cuenca, y señalada el quince de septiembre, Octava de la Natividad. Suprimida en la reforma litúrgica de San Pío V Ghislieri, por decreto de Sixto V Peretti de dieciséis de enero de 1587, fue rehabilitada y trasladada al diecisiete de septiembre.

En 1622 fue extendida a la Archidiócesis de Toledo por Gregorio XV Ludovisi. Aunque después de 1625 la Congregación de los Ritos titubeó durante un tiempo conceder más extensiones de la fiesta, sabemos que era celebrada por los trinitarios españoles en 1640 y que fue concedida a Austria como doble de segunda clase el uno de agosto de 1654. En 1666 los Carmelitas Descalzos recibieron la facultad de recitar el Oficio del Nombre de María cuatro veces al año con la categoría de doble. Finalmente, fue concedida a toda España, al Reino de Nápoles y al Milanesado el veintiséis de enero de 1671.

Inocencio XI Odescalchi la introdujo en el calendario general de la Iglesia Latina con la categoría litúrgica de duplex majus por decreto del veinticinco de noviembre de l683 tras la victoria de Viena sobre los turcos por las fuerzas de Juan Sobieski, rey de Polonia, y la asignó al domingo después de la Natividad de María.

De acuerdo al decreto del ocho de julio de 1908, cuando la fiesta no pudiera ser celebrada en su propio domingo porque éste lo ocupara una fiesta de mayor jerarquía, debería trasladarse al doce de septiembre, el día aniversario de la victoria de Sobieski, fecha en que fue fijada en la reforma del calendario de San Pío X Sarto de 1911.

Aunque esta fiesta fue suprimida en el Misal Romano de 1969, se repuso en la edición del año 2002, bajo San Juan Pablo II Wojtyla, entre las memorias libres marianas.

La oración colecta de la misa es la siguiente: “Concédenos, Dios omnipotente, que el glorioso nombre de la bienaventurada Virgen María que ahora celebramos, nos obtenga los beneficios de tu misericordia”.

La superoblata: “Por la intercesión de la siempre Virgen María, te pedimos, Señor, que aceptes estos dones que te presentamos, y nos transformes a quienes veneramos tu Santo Nombre”.

La postcomunión: “Concédenos, Padre, alcanzar la gracia de tu bendición por intercesión de María, la Madre de Dios, para que, quienes hemos celebrado su nombre venerable obtengamos su auxilio en todas nuestras necesidades”.

Dolores de María (15 de septiembre)

Una segunda conmemoración de los Dolores de Nuestra Señora surge al calor de la Orden de los Siervos de María, pero en este caso considerando globalmente los sufrimientos de la Virgen a lo largo de toda su vida por su íntima asociación a la Obra de la Redención, y no sólo centrándose en el Calvario, aunque éste fuera el momento culminante.

Esta Orden, los servitas, es la institución eclesial que más ha contribuido a expandir la devoción a los Dolores de María. Fundada en el Monte Senario, Florencia, en 1233 con un marcado tinte mariano, ésta arraigó en ella y se fue acrecentando, hasta el punto que declararon como Patrona a Nuestra Señora de los Dolores el ocho de agosto de 1692.

Constituida como instituto mendicante, está compuesta de tres Órdenes: Primera, la de los frailes; Segunda, la de las monjas de clausura, y Tercera, la de los laicos, que fue la gran difusora, junto con las cofradías servitas, agregadas a la Orden, de la devoción a Nuestra Señora de los Dolores y a su hábito, el negro de su viudez, propio del instituto, en forma de escapulario, pues éstas llegaron donde no alcanzaron ni la primera ni la segunda rama, además de que no fueron afectadas, por su carácter seglar, por las exclaustraciones de la Edad Contemporánea.

Los servitas solían tener una reunión con los Hermanos de su Compañía del Hábito de los VII Dolores de la Virgen el tercer domingo de cada mes. A principios del siglo XVII comenzaron a solemnizarse estas reuniones, escogiéndose la de septiembre como la principal, hasta que llega a considerarse todo el mes de septiembre como consagrado a la devoción de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María; por ejemplo, el Papa León XIII Pecci concede indulgencia plenaria en la forma acostumbrada cualquier día de septiembre o del día uno al ocho de octubre.

El nueve de junio de 1668, el Papa Clemente IX Rospigliosi concedió para ese día, tercer domingo de septiembre, a la Orden de los Siervos de María celebrar Fiesta de los Siete Dolores de la Virgen, con rito doble y octava, y un formulario similar al de 1482, que fue el introducido en lo esencial en el Misal de San Pío V Ghislieri para el Viernes de Dolores.

El dieciséis de septiembre de 1673 la otorgó a la Diócesis de Córdoba el Papa Clemente X Altieri. Fue confirmada por Inocencio XI Odescalchi en 1688, y poco a poco se va extendiendo por toda la Iglesia.

A todos los territorios españoles fue extendida por el Papa Clemente XII Corsini, a petición del Rey Felipe V, el veinte de septiembre de 1735, tras el parecer favorable de la Sagrada Congregación de Ritos, fechado tres días antes.

El Papa Pío VI Braschi, en 1777, concedió a la Diócesis de Méjico indulto perpetuo de rezar Oficio y Misa de los Siete Dolores de Nuestra Señora con rito doble de segunda clase. En 1785, autorizó Misa votiva de los Siete Dolores todos los sábados en la iglesia de los Mínimos de Mallorca. En 1786, concedió a la Diócesis de Santa Fe (Argentina) rezar el Oficio de los Siete Dolores propio de la Orden de Siervos de María.

Pío VII Chiaramonti, muy influido por los servitas, la declaró en 1801 fiesta de precepto de segunda clase para la isla de Cerdeña, la concedió a la Archidiócesis de Sevilla en 1807, así como a la Toscana, como doble de segunda clase con octava, y finalmente la extendió a toda la Iglesia Latina el ocho de septiembre de 1814, en memoria de su liberación del cautiverio que le infringió Napoleón, adoptando la misa y oficio de los servitas.

En 1908 el Papa Pío X Sarto la incluyó entre las dobles de segunda clase. Los servitas la celebraban como de primera clase con octava y vigilia, como los Pasionistas, y en Florencia, donde había surgido la Orden de los Siervos de María, y Granada, cuya patrona es Nuestra Señora de las Angustias.

En la reforma litúrgica de este mismo Pontífice de 1914, con el fin de despejar el ciclo dominical, se fijó el quince de septiembre, día en que ya se celebraba en el rito ambrosiano por no tener octava la fiesta de la Natividad de la Virgen, haciendo pareja con la del día anterior: la Exaltación de la Santa Cruz. Contemplamos desde la perspectiva de la glorificación los frutos de la Redención de la pareja salvadora, Cristo, Nuevo Adán, y María. Nueva Eva.

Tras ser reducida a simple conmemoración optativa la fiesta del Viernes de Dolores en el Calendario Universal de 1960, fue suprimida en el actual de 1969 según los criterios de simplificación y eliminación de las duplicaciones, quedando sólo la de septiembre, para dejar lo más libre posible el último tramo cuaresmal, como memoria obligatoria, bajo el título de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores. Su ubicación, en opinión de muchos autores, le perjudica al quedar desarticulada del ciclo pascual.

El antiguo título de Compasión es conservado por la Diócesis de Hildesheim con una fiesta el sábado posterior a la Octava del Corpus, y con la denominación de la Bienaventurada Virgen María de la Piedad, con un bonito Oficio de origen medieval, existe una conmemoración en Goa (India) y en Braga (Portugal) el tercer sábado de octubre.

Nuestra Señora de las Mercedes (24 de septiembre)

La Virgen de la Merced o Nuestra Señora de las Mercedes es una advocación, que deriva del latín merces, que significa: dádiva, gracia, por lo que puede entenderse como Nuestra Señora de la Misericordia.

San Pedro Nolasco, un joven mercader de telas de Barcelona, empezó a actuar en la compra y rescate de cautivos, vendiendo cuanto tenía en 1203. Se dice que el uno de agosto de 1218, fiesta de San Pietro ad Vincula, tuvo una visita de la Santísima Virgen, dándose a conocer como La Merced, que lo exhortaba a fundar una Orden religiosa con ese fin principal de redimir a cristianos cautivos de los musulmanes y piratas sarracenos.

San Pedro Nolasco consumó la creación de la Orden de la Merced en la Catedral de Barcelona con el apoyo del rey Jaime I el Conquistador y el asesoramiento del dominico canonista San Raimundo de Peñafort, el diez de agosto de ese mismo año 1218: recibieron la institución canónica del obispo de Barcelona y la investidura militar del rey Jaime I el Conquistador. El Papa Gregorio IX de Segni, quien aprobó la orden el diecisiete de enero de 1235, con la Regla de San Agustín. En 1245, muere el fundador.

Se tienen testimonios de esta advocación mariana en medallas desde mediados del siglo XIII. En las primeras Constituciones de la Orden, de 1272, redactadas en Capítulo General, la Orden recibe ya el título de Orden de la Virgen de la Merced de la Redención de los cristianos cautivos de Santa Eulalia de Barcelona.

La devoción a la Virgen de la Merced se difundió a partir de la fundación de la Orden como un reguero de pólvora por Cataluña y por toda España, incluida Cerdeña, por Francia y por Italia, con la labor de redención de estos religiosos y sus cofrades.

Con la evangelización de América, en la que la Orden de la Merced participó desde sus mismos inicios, la devoción se extendió y arraigó profundamente en todo el territorio americano.

La fiesta dedicada a su patrona fue instituida a instancias de los mercedarios como acción de gracias por la fundación de la Orden. La primera concesión a los mercedarios de un Oficio para esta fiesta se hizo el cuatro de abril de 1615.

Inocencio XI Odescalchi la extendió a la Iglesia española en 1680 e Inocencio XII Pignatelli a toda la Iglesia Latina el doce de febrero de 1696. Reducida en 1960 a simple conmemoración en la reforma del Beato Juan XXIII, fue suprimida del calendario universal e incluso nacional de España en el del uso ordinario de 1969.

Nuestra Señora del Rosario (7 de octubre) [23]

Esta fiesta, ligada al ejercicio piadoso del rezo del salterio mariano, tiene su origen en las Cofradías del Rosario, que florecieron en la segunda mitad del siglo XV, las cuales acostumbraban a solemnizar el primer domingo de octubre con la misa de la Virgen Salve radix sancta del Rito Dominicano.

El diecisiete de marzo de 1572 inscribió San Pío V Ghislieri en el Martirologio Romano en el día siete de octubre el título de Santa María de la Victoria para conmemorar la victoria de Lepanto, que había acaecido el domingo siete de octubre del año anterior, 1571.

Dos años más tarde, Gregorio XIII Boncompagni, por la Bula Monet Apostolus de uno de abril de 1573, permitió que se celebrase una fiesta en honor del Santísimo Rosario el primer domingo de octubre en las iglesias o capillas que venerasen tal advocación mariana en memoria de la intercesión mariana en la victoria naval.

Fue extendida a toda la Iglesia Latina el tres de octubre de 1716 por Clemente XI Albani tras la victoria sobre los turcos en Peterwardein. Benedicto XIII Orsini, dominico, le introdujo lecciones propias. León XIII Pecci, gran devoto y propagador del rosario le concedió Oficio propio en 1888. Fue fijada en la fecha actual el año 1913 en la reforma del calendario de San Pío X Sarto y en el 1969 figura como memoria obligatoria.

Aparición de la Medalla Milagrosa (veintisiete de noviembre)

Esta memoria hace referencia a la devoción a la Inmaculada Milagrosa y su medalla, que tiene como divulgadora a Santa Catalina Labouré, que atribuyó a inspiración divina. En el año 1830, en la Casa Madre de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en París, Francia, narró que la Virgen se le había aparecido en tres ocasiones cuando era una humilde y piadosa novicia. En las tres, Catalina vio a la Virgen, recibió mensajes y fue tratada con amorosa y maternal atención.

La primera visión fue hacia las 11,30 horas de la noche del dieciocho de julio, en que oyó que alguien la llamaba por su nombre: “Sor Labouré, Sor Labouré, ven a la capilla. Allí te espera la Santísima Virgen”. Quien la llamaba era un niño pequeño y él mismo la condujo hasta la capilla. Catalina se puso a rezar y después de oír un ruido semejante al roce de un vestido de seda, vio a la Virgen sentada al lado del Altar.

Catalina fue hacia Ella, cayó de hinojos apoyando sus manos en las rodillas de la Santísima Virgen y oyó una voz que le dijo: “Hija mía, Dios quiere encomendarte una misión... tendrás que sufrir, pero lo soportarás porque lo que vas a hacer será para Gloria de Dios. Serás contradecida, pero tendrás gracias. No temas”.

La Virgen señaló al pie del Altar y recomendó a Catalina acudir allí en los momentos de pena a desahogar su corazón pues allí, dijo, serían derramadas las gracias que grandes y chicos pidan con confianza y sencillez.

En la segunda visión, hacia las 5,30 horas de la tarde del veintisiete de Noviembre, la Virgen comunicó a su vidente el mensaje que le quería transmitir. Esta aparición tuvo tres momentos distintos. Oyó nuevamente el ruido semejante al roce de la seda y vio a la Virgen.

En un primer momento, Ésta estaba de pie, sobre la mitad de un globo, aplastando con sus pies a una serpiente. Tenía un vestido cerrado de seda aurora con mangas lisas; un velo blanco le cubría la cabeza y le caía por ambos lados. Como vemos, presentaba la iconografía habitual de la Inmaculada.

En sus manos, a la altura del pecho, sostenía un globo con una pequeña cruz en su parte superior. La Virgen ofrecía ese globo al Señor, con tono suplicante. Sus dedos tenían anillos con piedras, algunas de las cuales despedían luz y otras no. La Santísima Virgen bajó la mirada. Y Catalina oyó: “Este globo que ves, representa al mundo y a cada uno en particular. Los rayos de luz son el símbolo de las gracias que obtengo para quienes me las piden. Las piedras que no arrojan rayos, son las gracias que dejan de pedirme".

Cuando el globo desapareció, las manos de la Virgen se extendieron resplandecientes de luz hacia la tierra; los haces de luz no dejaban ver sus pies. Se formó un cuadro ovalado alrededor de la Virgen y en semicírculo, comenzando a la altura de la mano derecha, pasando sobre la cabeza de Ella y terminando a la altura de la mano izquierda, se leía: "OH MARÍA SIN PECADO CONCEBIDA, RUEGA POR NOSOTROS, QUE RECURRIMOS A TI". Catalina oyó una voz que le dijo: “Haz acuñar una medalla según este modelo, las personas que la lleven en el cuello recibirán grandes gracias: las gracias serán abundantes para las personas que la llevaren con confianza”.

El cuadro se dio vuelta mostrando la letra M, coronada con una cruz apoyada sobre una barra y debajo de la letra M, los Sagrados Corazones de Jesús y de María, que Catalina distinguió porque uno estaba coronado de espinas y el otro traspasado por una espada. Alrededor del monograma había doce estrellas.

En el curso del mes de diciembre del mismo año, Catalina fue favorecida con una nueva aparición, similar a la del veintisiete de Noviembre. También durante la oración de la tarde. Catalina recibió nuevamente la orden dada por la Virgen de hacer acuñar una medalla, según el modelo que se le había mostrado el día citado, y que se le mostró nuevamente en esta aparición.

Quiso la Virgen que su vidente tuviera muy claros los simbolismos de su aparición, por eso insistió de una manera especial que el globo, que Ella tenía en sus manos, representaba al mundo entero y cada persona en particular; en que los rayos de luz que arrojaban las piedras de sus anillos, eran las gracias que Ella conseguía para las personas que se las pedían, que las piedras que no arrojaban rayos, eran las gracias que dejaban de pedirle; que el Altar era el lugar a donde debían recurrir grandes y chicos, con confianza y sencillez, a desahogar sus penas.

Después de vencer Catalina todos los obstáculos y contradicciones que le había anunciado la Santísima Virgen, en el año 1832, las autoridades eclesiásticas aprobaron la acuñación de la medalla. Una vez acuñada, se difundió rápidamente. Fueron tantos y tan abundantes los milagros obtenidos a través de ella, que se la llamó, la medalla que cura, la medalla que salva, la medalla que obra milagros, y finalmente la medalla milagrosa. La Iglesia aprobó esta devoción con el decreto de institución de la fiesta de la Medalla Milagrosa, el veintisiete de noviembre, sancionado por León XIII Pecci.

Nuestra Señora de Guadalupe (doce de diciembre)

El sábado nueve de diciembre de 1531, un indio llamado Juan Diego iba muy de madrugada del pueblo en que residía a la ciudad de México a asistir a sus clases de catecismo y a oír misa. Al llegar, al amanecer, junto al cerro llamado Tepeyac escuchó una voz que lo llamaba por su nombre.

Él subió a la cumbre y vio a una Señora de sobrehumana belleza, cuyo vestido era brillante como el sol, la cual con palabras muy amables y atentas le dijo: "Juanito: el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive. Deseo vivamente que se me construya aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen. Ve donde el Señor Obispo y dile que deseo un templo en este llano. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo".

El Obispo, sin embargo, no lo atendió. De regreso a su pueblo, Juan Diego se encontró de nuevo con la Virgen María y le explicó lo ocurrido. La Virgen le pidió que al día siguiente fuera nuevamente a hablar con el obispo y le repitiera el mensaje. Esta vez el Obispo, luego de oír a Juan Diego, le dijo que debía ir y decirle a la Señora que le diese alguna señal que probara que era la Madre de Dios y que era su voluntad que se le construyera un templo.

De nuevo, Juan Diego halló a María y le narró los hechos. La Virgen le mandó que volviese al día siguiente al mismo lugar, pues allí le daría la señal. Juan Diego no pudo volver al cerro pues su tío Juan Bernardino estaba muy enfermo. La madrugada del doce del dicho diciembre Juan Diego marchó a toda prisa para conseguir un sacerdote a su tío pues se estaba muriendo. Al llegar al lugar por donde debía encontrarse con la Señora, prefirió tomar otro camino para evitarla.

De pronto María salió a su encuentro y le preguntó a dónde iba. El indio avergonzado le explicó lo que ocurría. La Virgen dijo a Juan Diego que no se preocupara, que su tío no moriría y que ya estaba sano. Entonces el indio le pidió la señal que debía llevar al Obispo. María le dijo que subiera a la cumbre del cerro donde hallaría rosas frescas para llevarle al prelado.

Poniéndose la tilma, cortó cuantas pudo y se las llevó envueltas en ella al Obispo. Una vez ante Zumárraga, Juan Diego desplegó su manta y cayeron al suelo las rosas, y en la tilma estaba pintada la imagen de la Virgen de Guadalupe. Viendo esto, el Obispo llevó la imagen santa a la Iglesia Mayor y edificó una ermita en el lugar que había señalado el indio, origen de los templos actuales.

Empezó a celebrarse en la fiesta de la Natividad de María. Su devoción no sólo se extendió por América, sino que pronto cruzó el Atlántico. El canónigo Francisco de Siles pidió infructuosamente a la Sagrada Congregación de Ritos, en el pontificado de Alejandro VII Chigi, la concesión de un Oficio y misa propios para una festividad dedicada a ella el doce de diciembre, porque faltaba documentación que respaldara dicha petición, por lo que se realizó un proceso jurídico formal para recoger las tradiciones que la avalaran.

En 1737 la Santísima Virgen María de Guadalupe es elegida como Patrona de la Ciudad de México. En 1746 el patronazgo de Nuestra Señora de Guadalupe es aceptado para toda la Nueva España, la que entonces comprendía las regiones desde el norte de California hasta El Salvador.

Por bula del veinticinco de mayo de 1754 Benedicto XIV Lambertini aprueba el patronazgo de Nueva España y otorga una Misa y Oficio para la celebración de la fiesta el doce de diciembre. En 1757 la Virgen de Guadalupe fue declarada Patrona de los ciudadanos de Ciudad Ponce en Puerto Rico. En 1895 se lleva a cabo la Coronación canónica de la imagen por un legado pontificio ante gran parte del Episcopado del continente.

Pío X Sarto en 1910 la proclamó Patrona de toda la América Latina; Pío XI Ratti, de todas las Américas, extendiendo su patronazgo a Filipinas en 1935; el Venerable Pío XII Pacelli, Emperatriz de las Américas en 1946, y San Juan XXIII Roncalli, la Misionera Celeste del Nuevo Mundo y la Madre de las Américas en 1961. La imagen de la Virgen de Guadalupe se sigue venerando en México con grandísima devoción, y los milagros obtenidos por los que rezan a la Virgen de Guadalupe son extraordinarios.

La celebración litúrgica de Nuestra Señora de Guadalupe del doce de diciembre fue elevada al rango de fiesta en todas las diócesis de los Estados Unidos en 1988. Sane Juan Pablo II, en 1999, durante su tercera visita al santuario, le otorgó el mismo rango litúrgico de fiesta para todo el continente de las Américas. En el resto de la Iglesia Latina es memoria libre.

El doce de febrero de 2004 el mismo papa quiso que se añadiese a la fiesta de la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe el grado de memoria libre en el calendario general, y que se añadiese también la celebración de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, nacido de la raza de los indígenas del territorio que se llama hoy México, el cual dio testimonio del gran amor de la Madre de Jesús, beatificado en 1990 y canonizado en el 2002, para que, todos los años, sea también celebrada el nueve de diciembre, con el grado de memoria libre.

Ramón de la Campa Carmona, en revistas.unav.edu

Notas:

19 En un estadio anterior, antes de establecerse una memoria litúrgica dedicada a la Virgen, se cargó de un indudable tinte mariano el IV Domingo de Adviento, como podemos deducir de los textos eucológicos y de la Carta 61 de San León I Magno (+361) [Patrología Latina t. 54, col. 697], así como Catro Sermones de la Anunciación de San Pedro Crisólogo (+ca. 450) para este domingo [Patrología Latina 52]. En la liturgia ambrosiana se llama a esta jornada Domingo VI de Adviento o de Santa María.

20    Marialis cultus, nº 6.

21    RUIZ MOLINA, Antonio, O. Carm., “La devoción mariana en la Orden del Carmen y la advocación Virgen del Carmen”, en: Advocaciones marianas de gloria, San Lorenzo del Escorial 2012, pp. 53-74.

22    1R, 18, 41 ss.

23    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro del Rosario, Edibesa, Madrid 2003; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., La Virgen del Rosario y Santo Domingo, en el arte, Edibesa, Madrid 2003.

Ramón de la Campa Carmona,

La Virgen, madre de Dios y socia corredentora

La Virgen María, por su papel preeminente en la Obra de la Salvación, unido indisolublemente al de Cristo como Madre y Socia Corredentora, aunque subordinado a éste, ocupa un lugar destacado en el santoral.

La Iglesia, que celebra los misterios de Cristo en el año litúrgico, tiene también muy presente a la Madre, que junto a Él y por Él cooperó en nuestra redención como Nueva Eva, por lo que recibe un culto de hiperdulía, una veneración superior a la concedida a ángeles y santos.

Una memoria diaria se encuentra en la misa, en la plegaria eucarística o canon, registrada ya en los siglos IV-V, y en la antífona mariana al final de Completas, cerrando el Oficio Divino. Semanalmente tenemos el culto sabatino, con la Memoria de Santa María en Sábado, que también comentaremos, en la misa a partir del siglo VIII y en el Oficio a partir del X, que se generaliza desde el siglo XIII.

En todos los tiempos litúrgicos aparece María mencionada y celebrada, hasta tal punto que algunas fiestas cristológicas exaltan tanto la misión de María que pueden considerarse también fiestas mariales, tales como la Anunciación o la Presentación en el Templo.

Pero, además, ya desde la primitiva Iglesia se empezó a tributar a María un culto propio, aunque no podemos documentar una fiesta litúrgica en su honor antes del siglo IV, pues en la primitiva Iglesia se empezó a conmemorar a los santos en el lugar de su sepultura, por lo que el ciclo santoral surge con la conmemoración de los mártires. A mediados de este siglo, en Oriente, ya hay testimonios de una fiesta mariana celebrada el domingo anterior a Navidad, llamada Memoria o Conmemoración de Santa María.

Pronto pasó a Occidente, particularmente a la Iglesia milanesa. En Roma se señaló el primero de enero, anterior a la Octava de Navidad y a la fiesta de la Circuncisión, pero pronto fue suplantada por la del quince de agosto, que parece que en su origen no conmemoraba ningún misterio particular mariano. La primera fiesta mariana vinculada a un acontecimiento de la vida de María parece ser la Purificación, entre los griegos Hypapante.

En cuanto al origen de las fiestas marianas actuales, podemos establecer varios periodos. Uno primero, que se extiende desde el paleo-cristianismo a la Edad Media, en que surgen las fiestas memoriales: concepción, natividad, presentación, anunciación, visitación, asunción. Todas ellas se hallan también en la liturgia ambrosiana en Occidente y en la bizantino-eslava.

Un segundo periodo está marcado por la piedad pos-tridentina, y son fiestas devocionales, marcadas muchas por la influencia de las órdenes religiosas: dedicación de Santa María la Mayor (tradición local romana extendida a la Iglesia Universal), Virgen del Carmen (carmelitas), Dolores de María (servitas), Virgen de la Merced (mercedarios), Virgen del Rosario (dominicos), Nombre de María (vinculada al providencialismo mariano). Estas fiestas son desconocidas en Oriente. En el rito ambrosiano no existen formularios especiales para el cinco de agosto ni para el dieciséis de julio, y se ignora la fiesta del veinticuatro de septiembre.

Un tercer momento está marcado por el movimiento mariano contemporáneo, e incluye fiestas de carácter teológico (realeza de María, maternidad divina) o devocional (Medalla Milagrosa, Corazón de María, Lourdes, Fátima). Son exclusivas del rito romano.

FIESTAS MEMORIALES

Purificación de Nuestra Señora (dos de febrero)

La primera noticia conservada de la conmemoración litúrgica de la presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 21 ss.) nos la da Egeria en su peregrinación a Jerusalén a finales del siglo IV. Se llamaba Cuadragésima de Epiphania porque entonces se celebraba aún el nacimiento también el seis de enero, es decir, el catorce de febrero.

Junto a la Presentación del Señor como primogénito (cf. Ex 13, 1 ss.), motivo central de la fiesta pese a su título mantenido hasta la última reforma del calendario romano, en la que también María cobra una importancia especial por la profecía de la espada, va pareja la purificación de María (cf. Lv 12, 1 ss.), pues toda mujer que pariera un varón debía presentarse para su purificación acaba la cuarentena, rito al que se somete por humildad. Ambas ceremonias se reseñan en aparece en Lc 2, 22: “Cumplidos los días de la purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor”.

Desde Jerusalén se fue extendiendo por Oriente. En Constantinopla, donde se celebraba ya a principios del siglo VI, tenía ya esta fiesta un carácter mariano muy marcado, pues se invitaba en ella a recurrir a la intercesión mariana y la corte imperial la celebraba en el templo mariano de la Blancherna.

El Emperador Justiniano I, en agradecimiento por atribuir a la intercesión mariana el cese de una epidemia, en el 542 extendió su celebración a todo su Imperio como día festivo. Se trasladó al dos de febrero porque la Navidad ya había sido fijada el veinticinco de diciembre.

A Roma la debieron llevar los monjes bizantinos. Según el Liber Pontificalis, la fiesta de la Purificación, a la que, según la ley mosaica tuvo que someterse María (Lv 12, 2-8), se celebraba ya en Roma con carácter mariano en el pontificado de Sergio I (687-701), de origen sirio.

El título de Purificación aparece por primera vez en el Sacramentario Gelasiano (siglo VIII), y se cree de procedencia galicana, aunque este tema no desempeña papel alguno en los textos eucológicos que se centran en la figura de Jesús, aunque pasó al Misal Romano, hasta la reforma de 1969, en que pasó a denominarse de la Presentación del Señor.

San Cirilo de Alejandría, a principios del siglo V, ya habla de las candelas [1]. En Roma aparece ya la procesión de los cirios en el Orden de San Pedro, del 667, que es ratificada por el citado Sergio I, por lo que la fiesta recibe el nombre popular de Candelaria. El origen de las luces quizá provenga de que estas procesiones eran nocturnas.

Esta procesión en Roma tenía un marcado carácter penitencial, pues la comitiva pontificia iba descalza, con ornamentos primero negros y luego morados, color que se conservó hasta la reforma de 1969. Debió adquirirlo, lo que se cree a partir de Beda, como desagravio por los Amburbalia, fiesta pagana de purificación de la ciudad, que consistía en recorrer la muralla procesionalmente llevando las víctimas a sacrificar una vez acabado el itinerario, celebrada por última vez el 394. Aunque era una fiesta movible, se solía celebrar en febrero.

La primera bendición de las candelas se remonta a finales del siglo IX y era precedida de la bendición del fuego como en la vigilia pascual: se interpreta como una fiesta de la luz como símbolo de Cristo, basándose en la profecía de Simeón: “Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.

La bendición solemne de las candelas empezó en la Iglesia galicana en el siglo X, y de ahí se fue difundiendo con lentitud En Roma se documenta por el Sacramentario de Padua, en una adición del mismo siglo X. En la Península Ibérica, ya presente en el siglo XI, y después por el resto de Europa.

Anunciación (veinticinco de marzo)

Fiesta derivada del primitivo ciclo natalicio. Seguramente proceda de la conmemoración que debía hacerse en Nazaret en la Basílica de la Anunciación erigida por Santa Elena, porque en cada basílica se celebraba anualmente el misterio que allí era recordado a la par que su dedicación.

En el siglo VI ya se encuentra algún indicio de celebración de esta fiesta, pues una de las homilías de Abrahán Obispo de Éfeso, que vivió en la época del Emperador Justiniano (mediados del siglo VI), lleva de título: En la Anunciación de la Madre de Dios.

Fiesta de la maternidad virginal, primero se fija en los días preparatorios de Navidad, por relación con el nacimiento y por consideración a la cuaresma: la liturgia romana, el miércoles de témporas de Adviento; la ambrosiana, el IV domingo de dicho tiempo, y la hispánica, el dieciocho de diciembre (X Concilio de Toledo, 656).

Alternó y después se complementó con una centrada ya en la concepción de Jesús, que se fija el veinticinco de marzo, una vez que se había extendido desde Roma la fiesta del veinticinco de diciembre de la Natividad del Señor, unida, por tanto, al recuerdo festivo de la Anunciación de María (nueve meses antes), cuyo nombre recibe, llegando a oscurecerse las celebraciones de otras fechas.

Aparte de su correlación con la Navidad, no olvidemos que coincide con el equinoccio de primavera, que se vinculaba con la creación del mundo y del hombre, y por tanto adquiere una gran carga simbólica, al celebrarse la concepción de Cristo, el Nuevo Adán, el hombre de la Nueva Creación. Posteriormente se añadió también la conmemoración de la muerte de Cristo.

Sin ninguna duda, se celebraba, tanto en Oriente como en Occidente, en el siglo VII, y documentamos la fecha del veinticinco de marzo en el Chronicon Paschale de Alejandría del 624, que la titula Anunciación de la Madre de Dios, y en un decreto del Concilio Quinisexto Trulano (Constantinopla, 692), que ordenaba se celebrase aunque cayera en cuaresma.

El Papa Sergio I (+701) la incluye entre las cuatro fiestas marianas en las que debía organizarse procesión; la de ésta fiesta cayó en desuso en la Baja Edad Media. Ya aparece en el Sacramentario Gelasiano y en el Gregoriano (siglo VIII).

Originariamente del Señor, adquirió en Occidente un marcado tinte mariano, pero, a diferencia del caso de la Purificación, la figura de la Virgen resplandece con luz propia, porque en el misterio de la Encarnación no se puede prescindir de la Madre. Aunque, como es natural, la glorificación de María es a la par glorificación del Señor.

En la reforma de 1969 se le ha devuelto su primario tinte cristológico, denominándola Anunciación del Señor, nombre que ya había recibido en los inicios de la fiesta.

Visitación de Nuestra Señora (treinta y uno de mayo)

La fiesta deriva del ciclo navideño y parte de Lc 1, 39-56. Aunque parezca extraño, porque es un acontecimiento salvífico evangélico, antes del siglo XIII no hay documentos históricos que la atestigüen, en que consta que los franciscanos la celebraban fervorosamente según prescripción del Capítulo General de 1263, siguiendo la exhortación de por San Buenaventura.

La predicación de los Menores hizo que se extendiera a muchas Iglesias, aunque con diversos días de celebración: por ejemplo, en Praga (de cuyo caso hablamos a continuación) y Ratisbona,  el  veintiocho  de  abril;  en París,  el  veintisiete  de  junio;  en Reims y Ginebra, el ocho de julio. Se conservan hasta nueve Oficios de esta fiesta.

Para su extensión definitiva a la Iglesia Latina fue fundamental la labor del poderoso Arzobispo de Praga y Canciller del Emperador Juan Jenstein (+1400), que en el fragor del Cisma de Occidente se interesó por la fiesta y, habiéndole preparado personalmente Oficio rimado y Misa, la promulgó para su Iglesia en un sínodo diocesano el dieciséis de junio de 1386, señalándole el veintiocho de abril y trabajó por extenderla a otras diócesis y congregaciones, escribiendo a obispos y superiores y dirigiendo varias peticiones a Urbano VI Prignano para que la extendiera a toda la Iglesia para rogar que se erradicara el cisma que azotaba a la Iglesia.

El papa el mismo 1386 le prometió acceder a su petición en cuanto las turbulencias políticas se lo permitieran, porque se encontraba exiliado en Génova. Habiendo regresado a Roma y estudiado el tema, el citado Urbano VI, en consistorio público, promulgó la fiesta para toda la Iglesia Latina con voto de que se recompusiera su unidad perdida el seis de abril de 1389. En un segundo consistorio público, en los meses de mayo o junio del mismo año, determinó que se fijase el dos de julio y que tuviese vigilia y octava como la del Corpus, y que se rezaran los textos eucológicos de Jenstein.

Pero el decreto definitivo no pudo promulgarlo porque le sorprendió la muerte, tras haberla celebrado en Santa María la Mayor, en el mes de octubre del mismo año; la dilación pudo ser por sus múltiples ocupaciones o por objeciones de algunos teólogos a los textos de Jenstein.

Le correspondió publicarlo a su sucesor Bonifacio IX Tomacelli el nueve de noviembre del citado año, con la esperanza de que Cristo y su Madre visitaran la Iglesia y pusieran fin al Gran Cisma que dividía la túnica inconsútil de Cristo. El Oficio fue definitivamente redactado por el Cardenal Adam Easton, monje benedictino inglés y Obispo de Lincoln.

Como fue extendida durante el Cisma, muchos obispos de la obediencia opuesta no habían adoptado la nueva fiesta, por lo que fue confirmada, republicando la bula de Bonifacio IX, por el Concilio de Florencia en 1441, bajo la presidencia de Eugenio IV Condulmer, y se ordenó a Tomás de Corcellis un oficio nuevo, que tuvo bastante difusión. En dicho concilio aceptaron también la fiesta en la misma fecha los patriarcas sirio, maronita y copto.

Nicolás V Parentucelli, para que se produjera una total introducción de la fiesta en las Iglesias particulares, volvió a republicar la bula bonifaciana en la suya Romanorum gesta Pontificum de veintiséis de marzo de 1451. Sixto IV della Rovere, por su parte, franciscano conventual, en 1475, hizo introducir en los libros libros litúrgicos de su Orden un nuevo Oficio propio.

Fue ratificada, aunque sin octava, por el calendario pos-tridentino de San Pío V Ghislieri, que abolió todos los Oficios propios y le señaló el mismo Oficio de la Natividad mutatis mutandis. Sin embargo, muchas órdenes religiosas, como los carmelitas, los dominicos, los cistercienses, los mercedarios, los servitas, entre otras, así como Siena, Pisa, Loreto, Vercelli, Colonia y otras diócesis, conservaron la octava, así como Bohemia, que celebraba la fiesta el primer domingo de julio como doble de la primera clase.

Poco después, Clemente VIII Aldobrandini, en la revisión de los libros litúrgicos de 1602, la elevó a doble mayor e introdujo un Oficio propio compuesto por el franciscano Padre Ruiz. El Beato Pío IX Mastai-Ferretti la elevó, después de su vuelta a Roma del destierro de Gaeta, el trece de mayo de 1850, a doble de segunda clase.

Se señaló primeramente para su celebración el dos de julio, porque es el primer día después de la octava de la Natividad de San Juan Bautista, estimándose que para aquella fecha acabaría la estancia de María en casa de su prima Isabel. Si se hubiera escogido el comienzo de la misma, habría coincido con la cuaresma.

Fue trasladada en la reforma de 1969 al treinta y uno de mayo como colofón del Mes de María, con el rango de memoria obligatoria, insertándola así entre la Anunciación y la Natividad del Bautista. La Iglesia alemana, sin embargo, ha conservado la fecha del dos de julio, para celebrarla junto con los luteranos. En la comunión anglicana es una conmemoración.

Si es verdad que los bizantinos celebran el dos de julio una fiesta mariana, nada tiene que ver con esta celebración, pues lo que conmemoran es la colocación del vestido de la Virgen en la basílica de las Blanchernas (año 473).

Para el establecimiento de una fiesta que conmemore la Visitación en la Iglesia Ortodoxa hay que esperar al siglo XIX, por la labor litúrgica del Archimandrita Antonin Kapustin (+1894), cabeza de la Misión Eclesiástica Ortodoxa de Rusia en Jerusalén, que incluso compuso un servicio para el Menaion, que la incluyó en el calendario después de la consagración de la Iglesia del Encuentro de la Virgen y Santa Isabel, promovida por él en Jerusalén, el treinta de marzo de 1883 según el calendario juliano, día que quedó señalado para la fiesta. Sin embargo, no ha sido aceptada por todas las Iglesias bizantinas.

Asunción de María (quince de agosto) [2]

En Oriente, donde surge, se la denomina Dormición o Tránsito de María. Se la cree fiesta de origen jerosolimitano, surgida como memoria de la dedicación de la iglesia que hizo construir la Emperatriz Eudoxia (+404) en el lugar de la Tumba de la Virgen en Getsemaní [3], que se debió extender progresivamente, dedicada, con el apoyo de los apócrifos asuncionistas, a la glorificación de María.

No olvidemos que esta fiesta corresponde al dies natalis de otro santo pero con una completa glorificación por la radicalidad de su redención, pues es inmaculada, y su íntima unión a su Hijo en la Obra de la Redención, por su maternidad divina y su corredención.

Se celebraba ya en el siglo V en Palestina, en Siria y en sus áreas de influencia. Hacia la mitad del siglo VI estaba difundida con la dedicación a este misterio de la Asunción por todo Oriente, al asumir tal carácter la fiesta mariana del siglo IV, hasta convertirse en una fiesta muy popular y de precepto.

El Emperador Mauricio (+602) la extendió a todo el Imperio Bizantino en la fecha del quince de agosto. Juan de Tesalónica, a principios del siglo VII, en su sermón sobre la dormición de la Virgen, afirma que se celebraba en casi todas las Iglesias orientales.

Fue introducida en Occidente en el siglo VII, seguramente por la influencia de los monjes orientales, pero en enero. El día uno en Roma y el dieciocho en otras partes, como consta en el Martirologio Jeronimiano, en el Calendario de Luca, en el de Corbia y en otros. De la Galia conservamos la más antigua mención a esta fecha, quizá importada de Antioquía, donde se celebraba la Memoria de la Santa Madre de Dios, por obra de Casiano y los monjes lirinenses, como lo atestigua ya San Gregorio de Tours (+594).

Fue ratificada por el Papa Sergio I (687-701), de origen sirio, que, como ya hemos comentado, prescribió en esta fiesta una procesión como en las de la Anunciación, la Purificación y la Natividad de la Virgen, que se estuvo celebrando hasta 1566, y fue quien la dotó seguro de solemne vigilia con ayuno.

Inglaterra la adoptó de manera oficial en el Concilio de Cloverhoe del 747, presidido por Cutberto, Arzobispo de Canterbury, y en Francia, en el Concilio de Maguncia del 813, en su canon 36, la declara de precepto.

Hacia fines del siglo VIII se cambió en Occidente el título de Dormición por el de Asunción, como consta en el sacramentario que el Papa Adriano I (+795) envió a Carlomagno. León IV en el 847 revigorizó su solemne vigilia y le añadió octava.

En Francia, aunque se adoptó la fiesta, hubo cierta oposición a la entonces creencia de la asunción corporal de María, que no fue suficientemente fuerte para rechazar el término Asunción.

De su introducción en la Península Ibérica no hay nada seguro antes del siglo VII, en que dan testimonio de ella San Isidoro de Sevilla y, más claramente, San Ildefonso de Toledo.

Durante el periodo carolingio la fiesta sufre un cierto eclipse en Occidente por la difusión de un tratado en contra de la creencia asuncionista escrito por Pascasio Radberto bajo el pseudónimo de San Jerónimo. Un segundo tratado anónimo de finales del siglo IX, atribuido a San Agustín, que aceptaba las críticas de los apócrifos y se basaba en bases teológicas sólidas, relanza de nuevo el tema.

Consumada la separación de las Iglesias orientales, la fiesta siguió tomando auge en ellas. El Emperador Manuel Commeno prescribió para ella el descanso festivo en 1166. Más tarde, en el siglo XIV, el Emperador Andrónico II emitió un decreto por el que consagraba a la Asunción el mes de agosto.

En la Baja Edad Media se fue perfilando con precisión el contenido de fe de la fiesta y se fue popularizando. En el Breviario de San Pío V Ghislieri se suprimieron las dudas o imprecisiones de los textos de la fiesta.

Finalmente, en 1950, con motivo de la proclamación dogmática de este misterio, se redactaron unos nuevos formularios en que se exponía más claramente la verdad dogmática, recogidos en la Misa Signum magnum publicada al año siguiente. En el Misal actual del uso ordinario se han enriquecido de nuevo los textos y se le añadido una misa de vigilia.

En el área alemana se practica en esta fiesta la bendición de hierbas, que no está originariamente vinculada a ella. Se remonta a orígenes paganos, y se ubica en esta fecha por ser verano avanzado, en que aquéllas esparcen su más fuerte aroma. Las hierbas que se bendicen varían según las comarcas, para la que encontramos un Ordo en el siglo X. Se guardan estas plantas como protección contra el fuego y contra el rayo. Posteriormente estas plantas se vinculan simbólicamente a María, flor de las flores.

 En la Iglesia Bizantina es la fiesta mariana por excelencia y se prolonga por todo el mes de agosto, que es en Oriente, por eso, el mes de María: catorce días de preparación (cuaresma de la Virgen) y octava. Así el año litúrgico oriental adquiere un marcado carácter mariano, pues desarrollándose entre el uno de septiembre y el treinta y uno de agosto, comienza con la fiesta de la Natividad de María y termina con la de su Asunción.

Natividad de María (ocho de septiembre)

Primera fiesta relativa a la infancia de María, con unos orígenes bastante oscuros. Debió surgir como conmemoración en la basílica levantada en su honor en Jerusalén junto a la piscina probática, que está atestiguada a partir del siglo V y confirmada por la arqueología, en el lugar que el apócrifo Protoevangelio de Santiago señala su nacimiento, sobre esta época. Los cruzados levantaron allí la Basílica de Santa Ana [4].

La fecha del ocho de septiembre debió fijarse porque al ser el principio de la Obra de la Redención, era oportuno colocarla al principio del año eclesiástico, según el Menologium Basilianum. Condicionó posteriormente la del ocho de diciembre de la Inmaculada.

Existe un himno escrito por Romano el Meloda hacia el 550 en honor de la Natividad de la Virgen María, pero se duda de que fuera compuesto para la liturgia, aunque habla de la celebración de la fiesta. En Oriente adquirió pronto notorio auge, y ya en el periodo justinianeo se la atestigua en Bizancio.

En el siglo VII fue introducida en Occidente. Aparece en el calendario de Sonnacio, Obispo de Reims (614-631). Sergio I (+701) prescribe en Roma letanías en esta fiesta, como en las demás marianas, con procesión que partía desde San Adriano (edificio de la Curia en el Foro Romano) hasta Santa María la Mayor. Los antiguos sacramentarios, excepto el Leoniano, ofrecen ya formularios para una fiesta del nacimiento de la Virgen.

Fue dotada de octava por Inocencio IV Fieschi en 1243, como cumplimiento de un voto hecho por los cardenales en el cónclave de 1241, cuando estuvieron presos tres meses del Emperador Federico II. Gregorio XI Beaufort ha hizo preceder de vigilia en 1378. Declarada fiesta de precepto, perdió este carácter en la reforma de San Pío X Sarto, y actualmente tiene el rango litúrgico de fiesta.

En cuanto a la elección del día, hay quien opina que se impuso esta fecha porque, al considerar el nacimiento de María el principio de la culminación de la Obra de la Redención, se impuso septiembre por ser el comienzo del año litúrgico de los griegos.

No obstante, otras fechas se registran para la fiesta: el antiguo calendario jeronimiano le señala el diez de agosto; los coptos la celebraban el veintiséis de abril y ahora el uno de mayo; los abisinios la conmemoraban durante treinta y tres días seguidos bajo el título de Semilla de Jacob.

La consolidación y generalización de la fecha del ocho de septiembre parece deberse a que, instituida la de la Inmaculada Concepción el ocho de diciembre por ella, al retrotraerse nueve meses de gestación, al popularizarse, incidió reflejamente en la de la Natividad.

Presentación de María en el Templo (veintiuno de noviembre)

Fiesta de origen oriental, probablemente jerosolimitano, quizá date de la dedicación el veintiuno de noviembre del 543 por orden del Emperador Justiniano de una iglesia en memoria de este episodio mariano transmitido por los apócrifos, sobre todo por el Protoevangelio de Santiago, de la consagración de la Virgen en el Templo a los tres años, sobre las mismas ruinas del Templo de Jerusalén, Santa María la Nueva, y que ha sido confirmada por la arqueología.

Por este origen local, la destrucción de esta iglesia por los persas en el 614 frenó por algún tiempo la extensión de la fiesta. La primera mención clara la encontramos en San Germán Patriarca de Constantinopla del 715 al 730, del que conservamos dos homilías para ella [5]. En la crónica del monasterio de Studio (Constantinopla) de Teodoro Estudita (+826) se habla de la celebración de esta fiesta.

A partir de Constantinopla se divulga enseguida por Oriente y genera una abundante literatura homilética; así la encontramos celebrada en el mismo día en las Iglesias siria, armenia y maronita, el veintinueve de noviembre en la etíope y el doce de diciembre en la copta. En 1143 pasó a ser de precepto en el Imperio Bizantino, y en 1166 Manuel I Commeno la señala como fiesta de precepto de primera clase.

Esta fiesta cobró tal importancia en la Iglesia Bizantina que entró a formar parte del Dodecaorton o ciclo de las doce principales fiestas del año litúrgico y a considerarse de precepto, lo que se mantiene en la actualidad, y su celebración tiene vigilia y se prolonga cuatro días más en vez de ocho por estar dentro del periodo penitencial preparatorio de la Navidad que empieza el quince de noviembre.

En Occidente, una vez que no fue introducida en Roma por el Papa Sergio I (+701), empezó a celebrarse en los monasterios griegos del sur de Italia, en donde ya aparece en el siglo IX. De aquí pasó a Inglaterra en el siglo XI.

Pero su lanzamiento definitivo vino de la mano del noble francés Felipe de Mazières, Canciller del Rey de Chipre que, cuando regresó de Oriente a una misión en la corte de Aviñón, trajo consigo un ejemplar del Oficio de los griegos y se lo presentó a Gregorio XI de Beaufort, quien, tras hacerlo examinar por una comisión especial, la celebró con los cardenales adaptando el Oficio griego y autorizó en 1373 su celebración en Aviñón y en algunas otras Iglesias; en el mismo 1373 fue adoptada en la Sainte Chapelle de París.

Se propagó la fiesta por Occidente a finales del siglo XIV y durante el siglo XV: en 1418 se introdujo en Metz, en 1420 en Colonia. Pío II Piccolomini la concedió en 1460 con vigilia al Duque de Sajonia. En Toledo fue asignada en 1500 por el Cardenal Cisneros al treinta de septiembre.

Sixto IV della Rovere la introdujo en Roma en 1472 con Oficio propio. Tras haber sido suprimida por San Pío V Ghislieri, por el decreto Quod a nobis de 1568, debido a su dependencia de los apócrifos, y Sixto V Peretti la restableció oficialmente en la Iglesia Latina por la Bula Intemeratae del uno de septiembre de 1585, ordenándose el Oficio de la Natividad de la Virgen, al que se le cambiaba simplemente el título.

Clemente VIII Aldobrandini enriqueció el Oficio y elevó la fiesta, como otras menores de María, a la categoría de doble mayor. En la reforma del calendario de 1969 se redujo a memoria obligatoria con el Oficio del Común de la Virgen.

Conmemora no sólo este hecho puntual, independientemente de su historicidad [6], sino la vida de María desde su concepción inmaculada y su nacimiento hasta la anunciación, que supone un tiempo de preparación y de afianzamiento de su vocación de entrega voluntaria por completo a Dios.

Inmaculada Concepción (ocho de diciembre) [7]

Su fecha obedece al cómputo de nueve meses antes del nacimiento; es la primera fiesta grande del año litúrgico y la presentación de la figura de María en la liturgia. Contrariamente a lo habitual, el fervor popular con su sensus fidei y su plasmación en la liturgia le llevaron la delantera a la reflexión teológica y al magisterio jerárquico.

Originalmente celebraba la concepción prodigiosa de San Joaquín y Santa Ana, siguiendo los apócrifos Protoevangelio de Santiago (siglo II) y Evangelio de la Natividad de María (siglo IV). Por eso los libros litúrgicos orientales la designan todavía hoy con el título de Concepción de Santa Ana, lo cual no quiere decir que no se crea en el misterio de la Inmaculada Concepción, y la señalaban para el nueve de diciembre, sin duda dependiendo de la del ocho de septiembre, de la Natividad, más antigua.

La fiesta surge en Oriente en los siglos VII-VIII, en cuya área se desenvuelve la primera fase de ella. Se documenta por primera vez en el canon (himno) de San Andrés de Creta (+720) y en un sermón de Juan Obispo de Eubea (+740) [8], que hace una relación de las fiestas marianas existentes, aunque le concede una importancia menor que las de las cuatro fiestas principales: Natividad, Purificación, Anunciación y Asunción.

Poco a poco se va extendiendo y ganando importancia; en el siglo IX aparece en el Nomocanon de Focio (883) y en el calendario marmóreo de Nápoles (850), que como otros lugares de Italia meridional estaba sujeto a influencias bizantinas. El Emperador Manuel Commeno decretó la abstención de trabajo servil en ella en 1166 y el Emperador León VI (+912) el Filósofo la extendió a todo el imperio a principios del siglo X.

En el Occidente latino, en donde se desarrolla la segunda fase de la fiesta, se empieza a celebrar, al menos, en el siglo IX, a partir de las ciudades italianas meridionales, sometidas al Imperio Bizantino, como Nápoles, Sicilia y Cerdeña. De aquí pasó a Irlanda, donde se la menciona en el martirologio de Tallaght (ca. 800) y en el calendario de Oengus (ca. 825), con el nombre de Concepción de María Virgen, aunque fijada el tres de mayo, seguramente por influencia de la tradición copto-alejandrina, que celebraba en este día a los Santos Joaquín y Ana.

De Irlanda pasó a Inglaterra, donde fue puesta en relación con la Natividad y señalada el ocho de diciembre; en el siglo IX se documenta ampliamente la celebración allí como Concepción de la Santísima Virgen María. En dos abadías de Winchester es mencionada sobre el 1030, y poco después, en torno al 1050, en el Misal y en el Pontifical de Leofrico, Obispo de Exeter. Pero fue suprimida por los clérigos normandos que llegaron allí con Guillermo el Conquistador en el 1066, por lo que no aparece en los libros litúrgicos de finales del XI y principios del XII.

Pero pronto refloreció, en parte por un milagro legendario. Helsin, Abad de Ramsay, Kent, en un viaje a Dinamarca como embajador de Guillermo el Conquistador, envuelto en una feroz tormenta en el Mar del Norte, fue informado en una visión que se salvaría si hacía voto de celebrar el ocho de diciembre la fiesta de la Inmaculada y de difundir esta devoción en sus sermones [9].

Igualmente, fue apoyada por la escuela de San Anselmo de Canterbury (+1109), pues Anselmo el Joven (ca. 1125), su sobrino, fue gran promotor de la misma [10], junto con su discípulo y biógrafo Eadmero de Canterbury (+1124), que defendió piadosa creencia y fiesta [11], y Osberto de Clara, Prior de Westminster (ca. 1119), y adquirió entonces un decidido tinte inmaculista: de celebrar la concepción de la futura Madre de Dios pasa a conmemorarse su santidad original desde el primer momento de su ser natural.

Esta nueva oleada concepcionista hizo que la fiesta pasase a Francia por Normandía; la Archidiócesis de Ruán con sus seis sufragáneas fue la primera en acogerla, hasta llegar a otorgarle en los tiempos del Arzobispo Otorico (+1183) igual dignidad que a la de la Anunciación, y los estudiantes normandos de la Universidad de París la tomaron como su fiesta patronal.

El avance siguió, extendiéndose por el resto de Francia, los Países Bajos y Alemania, e, incluso, cruzó los Alpes y penetró en Italia: Ogero de Vercelli (ca. 1160) alude a ella en un sermón, y Sicardo de Cremona (+1215) en un sermón indicó que en su ciudad, pese a cierta polémica, se celebraba desde hacía ya tiempo. Del siglo XII se conservan ya una quincena de Oficios de esta fiesta.

Todo ello pese a las objeciones que le habían puesto personajes de la talla de San Bernardo de Claraval, decididamente mariano por otro lado, que desaconsejó su celebración a los canónigos de Lyon, que la habían introducido en su catedral en torno a 1140 por decantarse, siguiendo rigurosamente a San Agustín, por la opinión maculista [12].

Algunos piensan sin mucho fundamento que el Papa León IX Egisheim-Dagsburg (+1054) celebró la fiesta de la Concepción. Más probable parece que la introdujera Adriano IV Breakspeare (+1159), además de por su origen inglés por haber sido devoto y apologeta de este misterio mariano. Con más peso se puede afirmar, ya a principios del siglo XIII, de Inocencio III dei Conti di Segni (+1216), por testimonios coetáneos, que se celebraba la Inmaculada en la capilla pontificia, lo cual no es de extrañar por haber apoyado la Inmaculada en sus escritos como doctor privado.

San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, entre los dominicos, y San Buenaventura, entre los franciscanos secundaron la tesis maculista. Pero este último no prohibió su celebración entre los Menores, en parte porque aceptó la leyenda de Helsin como una revelación privada auténtica, pues en el Capítulo General de Pisa de 1263 se prescribió la fiesta de la Inmaculada para los Menores [13].

Esto hizo que comenzara la controversia en el campo litúrgico y su celebración pasara por un periodo de declive y fuera suprimida en muchos calendarios, aunque vuelve a resurgir su celebración en el siglo XIV, en que se hizo prácticamente universal.

A partir de las diatribas del Beato franciscano Juan Duns Scoto (+1308) [14], en Cambridge, Oxford, París y Colonia, se llegó a una solución teológica aceptable al problema de la redención universal, de la que no podía ser exceptuada María como criatura, con la doctrina preservativa.

La opinión inmaculista ganó entonces rápidamente terreno, y a ella se adhirieron muchas familias religiosas, con los franciscanos a la cabeza: carmelitas, agustinos, cistercienses… así como numerosísimas Iglesias particulares, frente a los irreductibles tomistas, que no aceptaban la fiesta o llamaban a la celebración fiesta de la santificación de María.

Incluso, por influencia de los carmelitas, el Papa Juan XXII Duèze llegó a celebrarla con la corte pontificia en Avignon hacia 1330, un año en la iglesia de éstos y después en la propia capilla, con Oficio propio y solemnidad. Aunque sólo se tratara de un gesto de devoción privada, era un paso adelante hacia el reconocimiento oficial de la fiesta por el papado.

Entretanto, el Reino de Aragón se decantó por la defensa de la Inmaculada y extensión de su fiesta, lo que heredaría la monarquía hispánica y habría de convertirse en casi una cuestión de Estado en la era del barroco, que no podemos desarrollar aquí por cuestión de espacio [15].

El catorce de marzo de 1374 Juan I de Aragón ordenó que se celebrara esta festividad en sus dominios así como prohibía predicar en contra de esta por entonces opinión piadosa [16]. La misma prohibición pidieron que sancionara el Rey de Aragón las Cortes Catalanas el nueve de abril de 1456, a la que accedió y promulgó el veintiocho de mayo de 1456 [17].

La Inmaculada Concepción planteada por los legados hispanos a petición del Rey Alfonso V de Aragón, fue definida en el Concilio de Basilea el diecisiete de septiembre de 1438 [18]. Juan de Segovia, por orden conciliar, compuso Oficio propio. Aunque no se le reconoció valor dogmático porque los legados papales habían ya retirado su participación, sí pesó decisivamente entre los argumentos inmaculistas.

Sin embargo, Roma, que en un principio adoptó una actitud de tolerancia con respecto a las demás Iglesias, a partir de este momento pasó a introducirla oficialmente en su liturgia e, igualmente, en la de toda la Iglesia Latina, por obra de Sixto IV della Rovere, que había sido franciscano conventual, famoso teólogo de la escuela escotista, que aprobó por la Constitución Cum praeexcelsa de veintiocho de febrero de 1476, la misa y Oficio compuestos por Leonardo de Nogaroles, clérigo de Verona y Protonotario Apostólico, indulgenciándolos como los del Corpus, y con el Breve Libenter ea de cuatro de octubre de 1480 los redactados por el franciscano observante Bernardino de Bustis (+1513).

Por el hecho de estar indulgenciados, obtuvieron una mayor propagación los textos del primero. A estos dos Oficios se añadieron los de los franciscanos el Cardenal Francisco de Quiñones (+1540), aprobado por Clemente VII Médici, y el de Ambrosio Montesino (+1514) para las monjas concepcionistas, sancionado por Inocencio VIII Cybo en la aprobación de la Orden del treinta de abril de 1489.

Una segunda Constitución de este papa en 1481, la Grave nimis, en la que condenaba los ataques a la opinión inmaculista del dominico Vicente Bandelli (+1506), ratificaba el asunto, reafirmada por una segunda homónima en 1483. La fiesta, por tanto, quedaba preservada de ulteriores ataques.

En la reforma de San Pío V Ghislieri fueron abolidos los Oficios propios y sustituidos por el Oficio de la Natividad, sustituyendo la palabra nativitas por conceptio. Sin embargo, posteriormente, fue restablecido el Oficio de Nogaroles para la familia franciscana por Gregorio XIII Buoncompagni el nueve de junio de 1583, por Sixto V Peretti el treinta de mayo de 1588 y Paulo V Borghese el veintiuno de enero de 1609.

Los dominicos, entretanto, aunque habían aceptado la fiesta, la seguían llamando equívocamente Santificación de María, hasta que un decreto de Gregorio XV Ludovisi por un decreto del veinticuatro de mayo de 1622 Sanctissimus prohibió cualquier pronunciamiento contra la doctrina inmaculista y el uso del término santificación por concepción, que es tanto como añadir inmaculada.

Clemente VIII Aldobrandini (+1605) elevó la fiesta a rito de doble mayor. Tras petición regia, por Breve de diez de noviembre de 1644 de Inocencio X Pamphili fue declarada fiesta de precepto en los reinos de España, pues por decreto de Urbano VIII Barberini había dejado de celebrarse con tal rango litúrgico por no ser patrona principal. Francia siguió el ejemplo de su vecina.

Finalmente, Alejandro VII Chigi en la constitución Sollicitudo omnium ecclesiarum de ocho de diciembre de 1661 definió exactamente el objeto de la fiesta: la inmunidad del alma de María del pecado original en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo. A partir de aquí prácticamente cesó la polémica concepcionista.

El Rey Felipe IV de España, en 1664, según propuesta de su Junta de la Inmaculada de treinta y uno de enero, pidió al mencionado papa, que se le añadiera a la fiesta octava en todos los dominios hispánicos, que tenían ya concedida algunas diócesis, como Málaga, Sevilla y Valencia y algunas familias religiosas, como franciscanos y carmelitas.

El veintiuno de junio entrego el memorial el Embajador al papa. Éste encargó el asunto a la Sagrada Congregación de Ritos, la que nombró una Junta, y finalmente dio un decreto favorable el dos de julio, sancionado por el Breve Quae inter praeclara del siete del mes citado.

Impuso bajo precepto a ambos cleros (incluidos los dominicos) de España y de sus Indias el rezo del Oficio de la Inmaculada con octava. Después fue extendido a los demás Estados, a petición del Rey, que no llegó a saberlo por su fallecimiento: Nápoles el dieciocho de septiembre, Sicilia y Cerdeña el veinticuatro de octubre, Flandes y Borgoña el veintiséis de dicho mes.

La Reina Gobernadora Mariana de Austria elevó una petición al papa en 1667 para que extendiera a toda la Iglesia el rezo de la Inmaculada que resultó infructuosa, aunque sí le concedió la Sagrada Congregación de Ritos el Oficio y misa de la Inmaculada para España y sus dominios con rito de segunda clase, como se practicaba en Roma y en los Estados Pontificios.

Inocencio XII Pignatelli, a instancias del Rey Carlos II de España, elevó la fiesta en 1693 a doble de segunda clase con octava para la Iglesia Latina. Clemente XI Albani la hizo fiesta de guardar para toda la Iglesia Latina en 1708 por la Bula Commissi nobis.

Los últimos coletazos de la oposición maculista surgieron en la primera mitad del XVIII, y fueron definitivamente contestados por el gran San Alfonso de María de Ligorio, que fundamentó su defensa en el sentimiento casi unánime del pueblo de Dios y en la celebración universal de su fiesta. Su doctrina se extendió como reguero de pólvora gracias a su libro Las Glorias de María, publicado en 1750.

Clemente XIII Rezzonico, el mismo año que declaró, a ruegos del Rey Carlos III, a la Inmaculada Concepción patrona de España y de sus Indias, 1761, concedió para España y sus Indias que se rezase el Oficio Sicut lilium y la misa Egredimini de los franciscanos. A pesar de ello, en muchos sitios siguieron rezando los suyos de siempre, hasta que se impuso como obligación por Cédula Real de diez de mayo de 1788, a petición de la Junta de la Inmaculada del día anterior.

En 1863, el Beato Pío IX Mastai-Ferretti, que había definido en 1854 la Inmaculada Concepción como dogma de fe, promulgó un nuevo Oficio y misa. Éste había sido encargado a Monseñor Luca Pacifici, el redactor de la bula de definición, pero por haberle sobrevenido la muerte de manera inopinada, el papa lo encargó a una comisión presidida por el Cardenal Costantino Patrizi y con Monseñor Domingo Bartolini como secretario, que aprobó tras muchas correcciones el Oficio de Luigi Marchesi. León XIII Pecci, así mismo, elevó la fiesta a doble de primera clase con misa vigiliar, suprimida en la reforma de 1962.

En el calendario de 1969 tiene el máximo rango de solemnidad con precepto. El hecho de que caiga en el Adviento para nada distrae de su carácter contemplativo de gozosa espera navideña, pues en la Inmaculada Concepción Dios se prepara una Madre digna de sí; es por tanto, como dice el Cardenal Gomá, una auténtica fiesta de pureza en un tiempo de purificación.

Ramón de la Campa Carmona, en https://revistas.unav.edu

Notas:

1   Patrología Graeca, vol. 77, col. 1040 s.

2   GARCÍA CASTRO, Manuel, El dogma de la Asunción, Escelicer, Madrid 1947.

3   DÍEZ, Florentino, Guía de Tierra Santa. Historia-Arqueología-Biblia, Verbo  Divino, Madrid  1993, pp. 84-87.

4   DÍEZ, Florentino, Guía de Tierra Santa, op. cit., p. 132.

5   Patrología Griega, vol. 98, col. 291-320.

6   En cuanto a la consagración de hijos e hijas al servicio del Señor, viene reflejado en Levítico 27, 1-8. Resulta más improbable el que desde los tres años permaneciera al servicio del Templo.

7   MIR Y NOGUERA, Juan, S.J., La Inmaculada Concepción, Sáenz de Jubera Hermanos, Madrid 1905; PÉREZ, Nazario, S.J., El año de la Inmaculada. Proyectos y esperanzas, Sucesores de Ribadeneyra, Madrid 1904.

8   Patrología Graeca, t. 117, col. 1305.

9   Esta leyenda fue difundida en un documento erróneamente atribuido a San Anselmo de Canterbury, titulado Miraculum de conceptione sanctae Mariae [TAVARD, George H., The thousand faces of the Virgin Mary, Orden de San Benito, Collegeville, Minesota 1996, p. 91].

10    SALISBURY, Giovannni de, Vita di Sant’Anselmo. A cura di Inos Biffi, Jaca Book, Milano 2009, p. 21.

11    Escribió un Tractatus de conceptione sanctae Mariae [COVOLO,Enrico dal, e SERRA, A.  (a cura  di), Storia della Mariologia, Città Nova, Roma 2009, vol. 1, pp. 677 ss.; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, Edibesa, Madrid 2005, pp. 104 s.].

12    Epístola 174 ad cánones lugdunenses, en: Patrología Latina, t. 182, col. 132-136).

13    In IV Sententiarum Commentarium, dist. 3, q. 2, citado en: TAVARD, op. cit., 1996, p. 99.

14    ROSINI, Ruggero, O.F.M., Mariología del beato Giovanni Duns Scoto, Editrice Mariana “La Corredentrice”, Castelpetroso 1994, pp. 74 ss.; APOLLONIO, Alessandro María, F.I., Mariología francescana, Roma 1997, pp. 75 ss.; MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, op. cit., pp. 105 s.

15    PÉREZ, Nazario, S.J., La Inmaculada y España, Editorial Sal Terrae, Santander 1954; MESEGUER, Juan, O.F.M., “La Real Junta de la Inmaculada Concepción”, en: Archivo Ibero-Americano, Año xv, Julio-Diciembre de 1955, números 59-60, pp. 621-866; ROS CARBALLAR, Carlos, La Inmaculada y Sevilla, Castillejo, Sevilla 1994.

16    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, op. cit., p. 124.

17    MARTÍNEZ PUCHE, José Antonio, O.P., El libro de la Inmaculada, op. cit., p. 125.

18    TAVARD, op. cit., 1996, p. 92.

H. C. F. Mansilla

La teoría hegeliana de la evolución religiosa

En su inmensa obra Hegel explica porqué apreciaba altamente los valores de amor y solidaridad propalados por el cristianismo y porqué suponía que no todas las religiones son iguales entre sí. La filosofía hegeliana ha establecido una jerarquía de los credos religiosos, fundamentada en la evolución histórica de las religiones. Esta gradación de los diferentes credos está obviamente a contrapelo de la corrección política contemporánea, y esto la hace particularmente interesante. En su análisis de las religiones Hegel llegó a la misma conclusión que en su estudio de la historia, las instituciones políticas, la estética y el pensamiento en general: todos los fenómenos humanos están concatenados en una evolución progresiva hacia formas cada vez más complejas y razonables [41]. Todas las religiones son necesarias para el desarrollo mundial de un gran credo, pero no son equivalentes entre sí en calidad intelectual y desarrollo racional. Para Hegel el cristianismo representa la religión filosófica por excelencia, porque está basado en un principio racional, en una consciencia aguda de sí mismo, en la evolución más avanzada del pensamiento teológico, en la experiencia de la libertad individual y en la ley suprema del amor y la caridad.

La abolición de la esclavitud –el régimen socio-económico habitual durante la Antigüedad clásica– fue posible, según Hegel, gracias al cristianismo y a su idea central de la igualdad de todos los mortales ante Dios. Jesucristo y Sócrates fueron percibidos por Hegel como maestros similares de la moral y la sabiduría. Mucho más tarde, el cristianismo del mundo germánico se transformaría en la gran síntesis de Oriente (la temprana religión evangélica del amor) y Occidente (la filosofía y los esfuerzos racionales) [42]. Los pueblos germánicos habrían llevado a cabo la magna labor histórica de una combinación bien lograda entre razón y fe. De acuerdo a Hegel no hay una contradicción absoluta entre ambos términos ni tampoco una identificación total, sino una compleja relación de complementación. La religión es la razón humana, pero situada en los sentimientos y en el corazón. Las naciones germánicas habrían adoptado lo mejor del mundo grecolatino: la vida urbana, las leyes, los estudios y la religión cristiana, y habrían unido estos elementos con la esencia de su ámbito propio: el amor a la verdad y la libertad [43]. Los germanos, según Hegel, aceptaron y ennoblecieron la herencia de los filósofos griegos y del Estado romano; la superación y síntesis elaborada por estos pueblos –cuyo símbolo fue Carlomagno– puede ser vista en la convivencia entre Iglesia y Estado en Europa Occidental, una convivencia ciertamente difícil, pero que puede ser considerada como una síntesis superior que resguarda la autonomía de ambas partes y crea al mismo tiempo un nivel más elevado del desarrollo humano [44]. Como lo vislumbró Hegel, la separación entre Estado e Iglesia adquiere una enorme relevancia histórica, porque ella posibilita de manera efectiva la vigencia de la religión en un mundo que se moderniza de forma acelerada. Esta evolución –tan diferente a lo que prevalece todavía en el ámbito islámico–, es precisamente lo que dificulta, según Hans Maier (siguiendo a Hegel), el surgimiento de regímenes totalitarios [45].

Con la Reforma protestante los alemanes habrían salvado y consolidado la prevalencia de una mentalidad exenta de la corrupción y la decadencia propias de la Iglesia católica [46]. Hegel tuvo una posición muy crítica con respecto al desarrollo del catolicismo en la Edad Media y el Renacimiento: condenó las cruzadas, censuró los abusos y el engaño subyacente a la adoración de las reliquias y formas similares del culto; rebatió la equiparación de superstición con piedad; rechazó la manipulación de las ilusiones populares por parte de la Iglesia; e impugnó toda utilización religiosa de la sensualidad que no fuese amortiguada o ennoblecida por la razón [47].

Por lo tanto el credo racional y autoconsciente de sí mismo que Hegel propugnó era el cristianismo que ha experimentado la Reforma protestante luterana, que es –de acuerdo a este autor– como el sol que todo aclara y embellece. Este cristianismo reformado puede ser considerado, según Hegel, como la restitución de la intención evangélica primigenia. Surgió a causa de la decadencia, los abusos y la corrupción de la Iglesia católica y, sobre todo, del aprendizaje que se pudo hacer de los errores mencionados. De acuerdo a nuestro autor, la confesión luterana podría ser percibida como la necesaria espiritualización del cristianismo y, al mismo tiempo, como la devolución de lo más noble del ser humano. Hegel celebró en todo sentido la obra racionalizadora y modernizante de Martín Lutero y de los príncipes protestantes que lo apoyaron: la instauración de la alfabetización popular, el rechazo de la infalibilidad papal, la prescindencia del sacerdocio en las relaciones entre Dios y los fieles, la abolición del celibato y de las órdenes monacales, la restitución de la dignidad a la familia y la vida laboral y el fomento de las universidades laicas. Hegel elogió el examen de consciencia de los protestantes como una forma preparatoria e indispensable de la autoconciencia crítica de la filosofía, precisamente porque hacía superflua la ayuda interesada y la manipulación de parte del sacerdocio [48].

La jerarquía de las religiones que subyace a la teoría hegeliana tiene evidentemente un carácter euro-céntrico, lo que se manifiesta en su celebración del protestantismo. Hoy en día no podemos compartir sin más estas valoraciones y la teoría que se desprende de ellas, pero debemos considerar algunos de sus argumentos observando la evolución posterior, especialmente los experimentos sociopolíticos del siglo XX. Como lo han visto Hegel y otros pensadores, las religiones conllevan –entre otros aspectos– un ordenamiento simbólico de la realidad y poseen, por lo mismo, un “alto grado de racionalidad” [49]. Este último puede ser entendido como un rol históricamente creativo, sobre todo en los tiempos formativos de los diferentes modelos civilizatorios, rol que, por supuesto, no ha sido siempre benéfico ni progresivo. No todas las culturas y sus credos correspondientes han desarrollado, sin embargo, una exégesis crítica, racional e histórica con respecto a sus propios hechos fundacionales, a sus raíces profundas y a sus textos sagrados. Ahí reside una de las ventajas comparativas del cristianismo racionalizado occidental (como lo concibió Hegel).

Por otra parte, hoy en día es inadecuado percibir el Islam [50] como lo hizo Hegel en las primeras décadas del siglo XIX, pero su apreciación general de este credo sigue siendo ilustrativa e interesante. Esta mención del Islam sirve para ilustrar la tesis heterodoxa e incómoda de que no todas las religiones son equivalentes a la hora de generar una consciencia social favorable a la protección de los ecosistemas o una praxis basada en la solidaridad cuando intervienen comunidades muy diferentes en sus hábitos culturales, políticos y religiosos en un mundo, como el actual, cada día más pequeño e intercomunicado.

De acuerdo a Hegel, el profeta Mahoma tuvo el mérito de suprimir los particularismos religiosos y culturales en el Cercano Oriente y edificar un orden general-abstracto que significó un notable progreso evolutivo. El Islam representaría una religión con fuertes rasgos intelectuales: no permite imágenes de Dios, no existen santos ni vírgenes, es igualitario, no favorece a una etnia en particular y no define a un pueblo determinado como el elegido de Dios [51]. De acuerdo a Hegel, al Islam le falta, empero, un sólido principio organizador de instituciones políticas y culturales con vida propia. La vinculación demasiado estrecha y absorbente entre religión y sociedad, entre fe y Estado y entre credo y vida civil impide el despliegue de elementos sociales autónomos, de factores políticos independientes y de otras “particularidades” fuera del Estado central que podrían fructificar el desarrollo modernizador de las naciones musulmanas. Este nexo excesivamente englobante entre religión y sociedad favorece el fanatismo y la intolerancia y se manifiesta, dice Hegel, en un entusiasmo continuo con características infantiles [52].

La ley suprema del amor y la caridad existe probablemente en casi todos los credos religiosos, pero hoy, para contrarrestar los efectos nocivos de una modernidad desbocada, necesitamos un sentimiento religioso que combine una consciencia aguda de sí mismo con una comprensión efectiva de nuestras limitaciones ecológicas y con una manifiesta inclinación positiva hacia la libertad y autonomía individuales. Con el riesgo de una crasa equivocación, se puede aseverar que la experiencia histórica nos sugiere que las religiones de este tipo presuponen una evolución muy avanzada de su propio pensamiento teológico-filosófico y una aceptación concomitante de los progresos políticos conseguidos desde la época de la Ilustración, como la vigencia la libertad y autonomía individuales [53]. Ya no podemos renunciar a esta conquista de la cultura occidental. Y los credos religiosos pertenecientes a este ámbito cultural parecen ser los más apropiados a nuestras necesidades actuales.

No deberíamos, por consiguiente, apoyar y legitimar la reinvención de cultos animistas y similares (como las religiones andinas), que pueden tener elementos importantes de solidaridad entre los fieles y respeto a la naturaleza, una solidaridad no mediada mediante instrumentos burocráticos, pero que carecen de las cualidades intelectuales que se logran a través del desarrollo   de una religión que ha pasado y asimilado todos los peldaños del proceso de autoconsciencia. No se consigue una crítica racional de la modernidad –y, por consiguiente, una que sea efectiva en nuestro tiempo– mediante el renacimiento de credos religiosos que no hayan transcurrido por un largo proceso de auto- conocimiento teológico-filosófico y de autocrítica filosófico-política, por más prestigio social e histórico que tengan estos fenómenos religiosos. Esta insistencia en un proceso racional-autocrítico de conformación de una fe religiosa a la altura de la modernidad puede dar la impresión de un argumento altamente euro-céntrico que, como tal, no serviría para explicar la evolución de los credos en otros ámbitos geográfico-culturales. Pero, como asevera Jürgen Habermas, el notable mérito de las religiones intelectuales ha sido justamente generar respuestas productivas frente a desafíos cognitivos y superar un pensamiento concretista, es decir poco abstracto. Este desarrollo no se podría explicar mediante el conocido recurso de acudir a las cambiantes condiciones sociales (y económicas) en las que se despliegan las religiones [54]. El cristianismo, por ejemplo, habría creado de manera original la base cognitiva de las modernas estructuras de consciencia y de la organización social contemporánea; sin el cristianismo no se podría comprender el universalismo igualitario, la concepción de una vida individual regulada de forma autónoma y la responsabilidad ética personal [55]. Con el alto riesgo de un error se puede decir que el cristianismo racionalizado de Occidente, sobre todo en los últimos siglos, fomentó paulatinamente una desactivación de las formas militantes de dogmatismo religioso y, tal vez a pesar de sus dirigencias institucionales, creó la posibilidad de un pluralismo de ideas y doctrinas de todo tipo: la coexistencia de los credos ha llevado a la coexistencia de diversas verdades filosófico-políticas.

Hoy no podemos retroceder al calor indiferenciado de las tribus y de las organizaciones sociales arcaicas, por más atrayente y humana que parezca esta concepción, celebrada ahora por los teóricos del comunitarismo radical. No podemos volver a sumergirnos en ese mundo pre-moderno que brindaba generosamente solidaridad, reconocimiento e identidad, porque sería recaer en un anacronismo, en el cual los prejuicios del lugar y del tiempo, el desconocimiento de otras culturas y el cultivo del provincianismo se constituían en leyes de muy difícil modificación. La obediencia ciega que prescribía el orden pre-moderno a sus súbditos impedía el despliegue de una individualidad creativa y segura de sí misma, que representa una de las conquistas más apreciadas y más valiosas de la modernidad. Las palabras finales de El espíritu del cristianismo, obra de la juventud de Hegel, nos recuerdan que es imposible volver a la fusión original de Iglesia y Estado o vida cotidiana y credo religioso, y que esta separación es a largo plazo buena y razonable [56].

Justicia y religión

Es altamente probable que en el mundo occidental la sustancia normativa de los principales códigos éticos y de la justicia política [57] haya sido determinada por los grandes credos religiosos, aunque estos tiendan a convertirse hoy en un asunto privado e individual. De acuerdo a Jürgen Habermas, dos elementos han tenido una influencia decisiva: los contenidos de la moral hebrea de justicia y rectitud del Antiguo Testamento y la ética del amor cristiano del Nuevo Testamento [58]. Él calificó la vinculación entre el “cristianismo paulino” y la “metafísica griega” como “productiva” [59]. En el curso de los siglos varias corrientes histórico-culturales han transmitido estos principios a sociedades diferentes de las originales; los códigos morales de Europa Occidental son el resultado del enriquecimiento y las modificaciones de los mencionados principios básicos, que hoy se hallan en un proceso de marcada secularización. Hasta se puede afirmar que fue su núcleo religioso lo que posibilitó que hayan alcanzado una fuerza notable de vigencia, perdurabilidad y convicción públicas [60].

Como se sabe por los avances de la antropología y la historia de las ideas, el pensamiento científico y el religioso tienen probablemente una fuente común. La formación de concepciones filosóficas ha estado, a lo largo de milenios, influida por inspiraciones religiosas y teológicas, lo que, según Habermas, afecta inevitablemente el contenido mismo de las teorías [61]. De acuerdo a este autor, hasta el pensamiento post-metafísico del presente sólo puede ser entendido adecuadamente si se incluye en su propia genealogía a la metafísica y las grandes tradiciones religiosas. Sería irracional el desechar este legado como un resto arcaico sin importancia.

Con alguna reserva, Habermas llamó la atención sobre los fundamentos pre-políticos del Estado de Derecho [62], los cuales provienen de las grandes religiones, del pensamiento profético y de la reflexión teológica. Las concepciones entretanto clásicas de autonomía, individualidad, emancipación y derechos humanos serían impensables sin el aporte de la concepción judía de justicia y de la ética cristiana del amor [63]. Hasta hoy, dice este autor, las religiones articulan “una consciencia de lo que falta” [64]. Es decir: mantienen despierta una sensibilidad con respecto a fallos y carencias y, para nombrar un ejemplo actual, preservan del olvido la memoria de la destrucción causada por el progreso racional. Las religiones expresan intuiciones morales acerca de nuestras formas de convivencia y nuestras soluciones políticas. Y, sobre todo, contribuyen a vincular las reglas frías y abstractas de la moral universalista con imágenes de un mundo mejor, es decir con nociones de felicidad y paz.

No se trata de un retorno a un cristianismo helenizado (la razón proviene de Grecia y la fe de Israel), porque esta alternativa amputaría lo racional del cristianismo primigenio, que es la resistencia al olvido del sufrimiento pasado. Como lo ha visto Johann Baptist Metz, el rasgo principal de los grandes credos religiosos es un elemento utópico: la posibilidad de vivir sin miedo. Esta razón recordatoria o anamnética [65] no está contrapuesta al núcleo de la Ilustración, pues se basa en poder experimentar el sentimiento de culpa y responsabilidad, que es la precondición de la libertad individual. La razón anamnética está consagrada a mantener viva la memoria de las catástrofes históricas y el dolor personal –el sufrimiento en general– y es, por lo tanto, adversa a la fuerza normativa de la facticidad, la costumbre y el olvido y también opuesta a los sistemas conexos de legitimar la realidad del momento por ser la única existente. Según Habermas, estos fragmentos de origen judío y cristiano –sentimientos y valoraciones morales de inspiración religiosa– han posibilitado, a veces por vía indirecta, la existencia de elementos fundamentales de la tradición racional-democrática y la constitución de una razón comunicativa. Entre ellos se encuentran la concepción de la libertad subjetiva, la demanda de un respeto igual para todos, el reconocimiento recíproco (derivado de la auto-restricción de la voluntad por consideraciones éticas) y la consciencia de la falibilidad del espíritu humano en medio de la contingencia de las condiciones históricas, sin dejar caer por ello las exigencias morales [66]. Por todo ello sería injusto e irracional excluir a los credos y sentimientos religiosos de todo debate público en las sociedades del presente porque la religión sigue siendo la gran fuente para la dotación de sentido y porque aun hoy la frontera entre lo santo y lo profano permanece fluida.

Contribución de la religión a hacer más razonable este mundo

No hay duda de que las religiones institucionalizadas han estado vinculadas a la intolerancia, al dogmatismo y a crímenes aún peores, pero si se las separa de una exigencia de verdad absoluta, se puede observar que también han estado asociadas a una cierta praxis de la solidaridad, el amor al prójimo y la democracia, como aseveró Richard Rorty [67]. Desde un comienzo la religiosidad en general transcendió, por lo menos parcialmente, esa función odiosa de ser un instrumento con respecto a los peores designios humanos. El credo aceptado por una comunidad ha contribuido también a mediar entre los intereses egoístas y las necesidades colectivas, evitando de este modo, aunque sea precariamente, serias perturbaciones de la evolución socio-cultural. Y esto ha sido posible precisamente porque la religión, en la mayoría de los casos, engloba creencias, normativas, prácticas y visiones del mundo compartidas por los más variados estratos sociales.

El fenómeno religioso transciende la característica de un mero encandilamiento, una ideología justificatoria o un instrumento manipulativo de consciencias porque representa la necesidad y el anhelo de los mortales de comunicarse con lo infinito, de acercarse a lo absoluto, anhelo constitutivo de la naturaleza humana, que emerge desde lo más íntimo del Hombre y que se halla fuera de sus múltiples estrategias para mejorar su existencia terrenal. Los mortales requieren del sentimiento religioso para ganar un indicio de su propia identidad y de su lugar en el cosmos; su consciencia de sí mismos, que los diferencia fundamentalmente del reino animal, los hace a menudo terribles, destructivos (basta mencionar Hiroshima y Auschwitz) y autodestructivos (basta recordar la crisis ecológica), pero también los empuja a buscar algo más y, a veces, a realizar un agudo examen de consciencia. Como lo vio Blaise Pascal, un ser finito y espiritual en un mundo infinito y material está atormentado por todo tipo de dudas, perplejidades y recelos; el presuponer que el Hombre, un fenómeno pasajero, secundario e inestable, pueda ser el fin y el sentido del universo, eterno y primario, suena a menudo como una pretensión desmesurada y hueca. Pero lo que permanece es la necesidad de dignidad, sentido e identidad del ser humano, a lo cual los credos religiosos pueden dar respuestas provisionales. La religiosidad puede ayudar a satisfacer esa necesidad porque la capacidad de la ciencia de comprender y describir ese desierto que es la vida no satisface todos los anhelos y las esperanzas de los mortales.

La atadura de los creyentes a Dios –a un absoluto– significa, según Hans Küng, que estos están libres de otros vínculos absolutos, como las naciones, los partidos y las iglesias [68]. Algo muy similar expresó Erich Fromm al afirmar que “la obediencia a Dios es también la negación de la sumisión al hombre” [69]. Aun sin compartir del todo esta visión optimista de la religión, debemos prestar un oído abierto a las notables posibilidades que los credos religiosos nos brindan para enriquecer el campo sociopolítico. Como dice Jürgen Habermas, Dios se confirma en su libertad al crear un alter ego también libre, cuyas capacidades comunicativas están dirigidas hacia el ideal de la reconciliación [70].

H. C. F. Mansilla, dialnet.unirioja.es/

Notas:

41      G. W. F. Hegel, Vorlesungen…, op. cit. (nota 22), pp. 68-72, 405.- El desplazamiento de los credos paganos por el cristianismo fue visto por Hegel como una “revolución prodigiosa”: G. W. F. Hegel, Die Positivität…, op. cit. (nota 29), p. 203.

42      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Religion (Lecciones sobre la filosofía de la religión), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vols. 16 y 17, passim.

43      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, op. cit. (nota 22), pp. 385-406, especialmente p. 395, 405.

44      Ibíd., pp. 413-417.

45      En una perspectiva similar a la de Hegel cf. el brillante texto de Hans Maier, Welt ohne Christentum –was wäre anders? (El mundo sin cristianismo– ¿qué sería diferente?), Freiburg: Herder 1999, p. 159, 165.

46      G. W. F. Hegel, Vorlesungen…, op. cit. (nota 22), pp. 413, 423, 440, 492-495.

47      Ibíd., pp. 467-477.

48      Ibíd., pp. 492-508, especialmente p. 497.- Sobre la significación de la Reforma protestante cf. Jürgen Habermas, Rawls’ politischer Liberalismus (El liberalismo político de Rawls), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 277-307, especialmente p. 300.

49      Fernando Mires, op. cit. (nota 10), p. 50.

50      Hans Küng ha tratado de hacer justicia al Islam mediante una obra realmente notable por su dimensión y erudición: Hans Küng, Der Islam. Geschichte, Gegenwart, Zukunft (El Islam. Historia, presente, futuro), Munich / Zurich: Piper 2006.

51      G. W. F. Hegel, Vorlesungen…, op. cit. (nota 22), pp. 428-430.

52      Ibíd., pp. 430-434, especialmente p. 431.- Hoy podemos decir que de ahí se deriva una posible predisposición a percibir actos terroristas como su fueran manifestaciones de apego a una ortodoxia simplificada, pero relativamente popular.

53      No se puede concebir la cultura occidental sin el cristianismo, dice Gianni Vattimo, Das Zeitalter der Interpretation (La era de la interpretación), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, (nota 23), pp. 49-63, aquí pp. 61-62.

54      Jürgen Habermas, Religion und nachmetaphysisches Denken (La religión y el pensamiento post-metafísico), en: Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 120-182, aquí p. 123, 125.

55      Jürgen Habermas, Ein Gespräch über Gott und die Welt (Una conversación sobre Dios y el mundo), en: Habermas, Zeit der Übergänge. Kleine politische Schriften IX (Tiempo de transiciones. Escritos políticos breves IX), Frankfurt: Suhrkamp 2001, pp. 173-196, aquí pp. 174-175.

56      G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums] (El espíritu del cristianismo), versión de 1798-1799, op. cit. (nota 36), p. 418.

57      Sobre la justicia política cf. la magna obra de Otfried Höffe, Politische Gerechtigkeit. Grundlegung einer kritischen Philosophie von Recht und Staat (Justicia política. Fundamentación de una filosofía crítica del derecho y el Estado), Frankfurt: Suhrkamp 1987.

58      Jürgen Habermas, Die Einbeziehung des Anderen. Studien zur politischen Theorie (La inclusión del otro. Estudios sobre teoría política), Frankfurt: Suhrkamp 1999, pp. 16-19.

59      Jürgen Habermas, Von den Weltbildern zur Lebenswelt (De las visiones del mundo al mundo de la vida), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 19-53, aquí p. 33.

60      Cf. entre otros: Stefan Grätzel / Armin Kreiner, Religionsphilosophie (Filosofía de la religión), Stuttgart: Metzler 1999; Kurt Hübner, Glaube und Denken. Dimensionen der Wirklichkeit (Creencia y pensamiento. Dimensiones de la realidad), Tübingen: Mohr-Siebeck 2001.

61      Jürgen Habermas, Die Grenze zwischen Glauben und Wissen. Zur Wirkungsgeschichte und aktuellen Bedeutung von Kants Religionsphilosophie (La frontera entre fe y saber. La historia de la influencia y la importancia actual de la filosofía de la religión de Kant), en: Jürgen Habermas, Zwischen Naturalismus und Religion. Philosophische Aufsätze (Entre naturalismo y religión. Ensayos filosóficos), Frankfurt: Suhrkamp 2005, pp. 216-257, aquí p. 234.- Según Habermas, esta concepción está esbozada en: Immanuel Kant, Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los límites de la razón pura) [1793], en: Kant, Werke in zehn Bänden (Obras en diez tomos), compilación de Wilhelm Weischedel, Darmstadt: WBG 1968, t. 7, pp. 752-753.

62      Jürgen Habermas, Vorpolitische Grundlagen des demokratischen Rechtsstaates? (Fundamentos pre-políticos del Estado democrático de Derecho?), en: Jürgen Habermas, Zwischen…, op. cit. (nota 60), pp. 106-118.

63      Jürgen Habermas, Eine Replik (Una réplica), en: Michael Reder / Josef Schmidt (comps.), Ein Bewusstsein von dem, was fehlt. Eine Diskussion mit Jürgen Habermas (Una consciencia de lo que falta. Una discusión mit Jürgen Habermas), Frankfurt: Suhrkamp 2008, pp. 94-107, aquí p. 104; Jürgen Habermas, Israel oder Athen: Wem gehört die anamnetische Vernunft? Johann Baptist Metz zur Einheit in der multikulturellen Vielfalt (¿Israel o Atenas: a quién pertenece la razón anamnética? Johann Baptist Metz sobre la unidad en la pluralidad multicultural), en: Habermas, Vom sinnlichen Eindruck zum sym- bolischen Ausdruck. Philosophische Essays (De la impresión sensorial a la expresión simbólica. Ensayos filosóficos), Frankfurt: Suhrkamp 1997, pp. 98-111, especialmente p. 103.

64      Jürgen Habermas, Ein Bewusstsein von dem, was fehlt (Una consciencia de lo que falta), en: Michael Reder / Josef Schmidt (comps.), op. cit. (nota 62), pp. 26-36, aquí p. 29, 31.- Cf. también: Jürgen Habermas, Einleitung (Introducción), en: Habermas, Zwischen..., op. cit. (nota 60), pp. 12-14.; Habermas, Religion in der Öffentlichkeit (Religión en el ámbito público), en: ibid., p. 137, 149.- La concepción de Habermas está inspirada en: Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica) [1788], en: Kant, Werke, op. cit. (nota 60), t. 6, p. 260.

65      Johann Baptist Metz, Anamnetische Vernunft (Razón anamnética), en: Axel Honneth et al. (comps.), Zwischenbetrachtungen. Im Prozess der Aufklärung (Observaciones interinas. En el proceso de la Ilustración), Frankfurt: Suhrkamp 1989, pp. 733, 736-738.

66      Jürgen Habermas, Israel…, op. cit. (nota 62), pp. 100-103.- En un importante ensayo, publicado junto con un texto de Habermas, que trata de dilucidar los aspectos pre-políticos de la democracia moderna,  el ex-pontífice Benedicto XVI postuló la teoría de que los derechos humanos constituyen el puente ético de entendimiento entre los diversos actores en una sociedad secularizada y pluralista. Los derechos humanos conforman el último elemento válido del derecho natural. Los hombres se distinguen como miembros de la especie humana en cuanto son sujetos y portadores de ellos. Sus valores básicos pueden ser encontrados, pero no pueden ser inventados arbitrariamente. Cf. Joseph Ratzinger, Was die Welt zusammenhält. Vorpolitische moralische Grundlagen eines freiheitlichen Staates (Lo que mantiene unido al mundo. Fundamentos morales pre-políticos de un Estado liberal), en: Jürgen Habermas / Joseph Ratzinger, Dialektik der Säkularisierung. Über Vernunft und Religion (Dialéctica de la secularización. Sobre razón y religión), Freiburg etc.: Herder 2005, pp. 50-53.

67      Richard Rorty, Antiklerikalismus und Atheismus (Anticlericalismo y ateísmo), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, op. cit. (nota 23), pp. 33-47.

68      Hans Küng, Der Islam, op. cit. (nota 49), p. 707.

69      Erich Fromm, Y seréis como dioses, Buenos Aires: Paidós 1967, p. 70.

70      Jürgen Habermas, Kommunikative Freiheit und negative Theologie (Liberta comunicativa y teología negativa), en: Habermas, Vom sinnlichen…, op. cit. (nota 62), pp. 112-135, especialmente pp. 120-122, 12

H. C. F. Mansilla

Acercamiento preliminar a los fenómenos religiosos

Es muy difícil lograr definiciones adecuadas de religión, religiosidad y sentimiento religioso, definiciones que tengan, por un lado, la suficiente amplitud para aprehender fenómenos muy complejos y diversos y que, por otro, no se disuelvan en meras generalidades conocidas [2].

Determinar con precisión estos conceptos es tarea muy ardua, pero se los puede intuir de manera relativamente aceptable. Puede contribuir a ello el procedimiento de explicitarlos indirectamente a lo largo del texto, mostrando significados a veces distintos en contextos cambiantes, pero constatando también una cierta unidad de sentido, pese a la pluralidad de tiempos y culturas. Desde tiempos inmemoriales el fenómeno religioso ha denotado tantas diferencias y diversidades, que aún hoy es laborioso delimitar una temática común. Los unos perciben en él la unión mística con la divinidad, aspirando a ser partícipes inmediatos de la gracia de Dios. Los otros lo comprenden como la necesidad compulsiva de cumplir con ciertos ritos y mandamientos, bajo la amenaza de quedar fuera de la ley divina por el incumplimiento de los mismos. Algunos lo interpretan como la posibilidad de escapar del ritmo inmisericorde de la vida y sus reencarnaciones incesantes e intentan alcanzar así una especie de redención en la auto-aniquilación.

Los credos teocéntricos vinculados a las religiones occidentales no son asimilables a las grandes religiones cosmo-céntricas de Oriente: los primeros son favorables, después de todo, a la dominación del mundo y la materia por el Hombre, mientras los segundos propugnan en última instancia una comunión mística con la naturaleza y su destino insondable [3].

En un primer acercamiento se puede afirmar que mediante las religiones todas las sociedades han acariciado la esperanza de dilucidar cuestiones fundamentales, como el origen y la meta final de los seres humanos. Como lo vislumbraron los griegos clásicos, lo divino puede ser apreciado como el intento de percibir la unidad de todas las cosas en la diversidad del mundo. Ha existido en casi todos los modelos civilizatorios un esfuerzo interpretativo dirigido a descubrir un sentido que conecte entre sí los fenómenos del universo, especialmente la debilidad y brevedad de la vida humana con la fortaleza y eternidad atribuidas a los fenómenos celestiales. Al lado de la inmensa variedad de las formas y estructuras simbólicas y de los grandes sistemas filosóficos que ha creado el Hombre –muchos de ellos de carácter ateísta–, permanece siempre vivo el anhelo de comprender el sentido del universo y de nuestra existencia en él.

Las religiones, dice Werner Gephart, se han especializado en la contestación de las preguntas elementales del ser humano y, por consiguiente, en la dotación de sentido e identidad [4]. A pesar de que estas cuestiones centrales están enlazadas a menudo con un pasado mítico y con un futuro incierto, ellas preservan una nostalgia de la humanidad que no puede ser eliminada pese a los notables éxitos materiales de una modernidad exenta de preocupaciones teológicas. La religión puede haberse originado en el mencionado ámbito del mito, pero desde muy temprano ha estado conectada a la esfera del logos, de la reflexión racional, nexo que le brinda un carácter extraordinariamente interesante y fructífero, entre otras cosas para aprehender algunos de los rasgos fundamentales de los diferentes modelos civilizatorios [5]. En un texto olvidado Herbert Marcuse afirmó que la “idea de la razón” no es necesariamente antirreligiosa. “La razón deja abierta la posibilidad de que el mundo sea una creación de Dios y que    su ordenamiento sea divino y dirigido a un fin“[6]. Esto nos permite, por otro lado, postular la –relativa– inteligibilidad del universo, y, por otro, suponer que los credos religiosos todavía nos pueden brindar conocimientos razonables en varios terrenos. Pueden, por ejemplo, enriquecer el campo sociopolítico mediante reflexiones de largo aliento, indispensable para la problemática del medio ambiente. Las religiones, aseveró Octavio Paz, han constituido la respuesta a una necesidad profunda, pero apenas transmisible mediante conceptos racionales: el “regreso a esa totalidad de la que fuimos arrancados”. El anhelo de retorno a esa “patria original” [7] exhibe aspectos claramente pre-racionales porque representa una esperanza honda y perenne de los mortales, anterior a la reflexión filosófica, que también puede ser expresada como la superación de los variados fenómenos de alienación. De acuerdo a Octavio Paz, el sentimiento religioso abarca la veneración de toda la obra de la Creación, una especie de participación solidaria y fraternal que se expresa hoy mediante el designio de la protección ecológica [8].

La religión ha sido hasta ahora el proyecto más amplio y efectivo para reducir el temor básico derivado de una incertidumbre fundamental: nuestro lugar en la Creación. Y la religión puede ser considerada todavía como un designio serio y fructífero porque es algo más que una ilusión y un auto-engaño: además de reducir el terror primigenio, la fe religiosa representa un ensayo más o menos consistente de dar sentido a ciertos anhelos profundos y persistentes, como los expresados por Blaise Pascal. En el siglo XVII Pascal se dio cuenta de que el magnífico despliegue del racionalismo y el avance de las ciencias no podían satisfacer la esperanza humana de felicidad y la necesidad de una explicación en torno al sentido de la existencia [9]. Una respuesta a estas interrogantes sólo puede ser brindada por la religión, la literatura y las artes. Entre los aspectos positivos de la religión puede mencionarse, por consiguiente, un sentimiento de confianza básica en el entorno (como se tiene durante una infancia feliz), por una parte, y la posibilidad de una razonable integración en el medio ambiente social, por otra. A este concepto de religión se refiere este ensayo, y no a la moderna religión del progreso, conformada, según Erich Fromm, por la nueva trinidad de la producción económica irrestricta, la libertad individual absoluta y la felicidad personal ilimitada [10], credo que llena a sus adeptos de energía y vitalidad, pero que no les transmite ni sentido de la vida ni felicidad duradera.

Hoy podrá parecer pueril el dedicar esfuerzos teóricos al esclarecimiento del aporte que la religión y el sentimiento religioso pueden brindar a la sociedad y a la política. Pese a ello y partiendo de una perspectiva que privilegia los enfoques laterales y marginales, debemos recordar y reconstruir el valor sociopolítico de los fenómenos religiosos en (a) el campo de la protección ecológica (como se puede deducir, por ejemplo, del Génesis bíblico), (b) en lo referente a la necesidad de amor y solidaridad en las relaciones sociales (de acuerdo a planteamientos de G. W. F. Hegel) y (c) en la fundamentación de una concepción amplia y perdurable de justicia (según un teorema de Jürgen Habermas).

El amplio proceso de secularización y la crítica racionalista han devaluado considerablemente el rol que ha tenido la religión a lo largo de milenios, cuando fue el “principal arquitecto” [11] de la cultura, según la expresión de Fernando Mires. Hasta el siglo XVIII en Europa Occidental y hasta el XX en el resto del mundo no hubo probablemente ningún terreno de la actividad humana que no estuviese influido fuertemente por normativas y valores religiosos. Todavía al comienzo del siglo XIX pensadores adscritos al idealismo clásico alemán atribuyeron una importancia decisiva a la religión en cuanto fundamento de la cultura y de la identidad de los pueblos [12]. Asimismo los credos religiosos han tenido una relevancia preponderante en la conformación de la vida cotidiana, en la relación del Hombre con la naturaleza, en la formulación de las grandes obras del pensamiento humano y en las concepciones en torno a la vida bien lograda [13].

El desarrollo de las ciencias, por un lado, y las diferentes corrientes del racionalismo, por otro, han modificado fuertemente los vínculos de los seres humanos con el fenómeno religioso, y por ello la pregunta del comienzo puede parecer ahora como anacrónica y superflua, sobre todo porque la filosofía y los saberes científicos han analizado de tal modo y con tal intensidad las funciones prosaicas y manipuladoras de la religión [14], que poca gente se atreve a poner en duda los resultados generales de la crítica racionalista, desde la clásica producida durante el siglo XVIII por la Ilustración hasta aquella creación intelectual altamente refinada que es el psicoanálisis de Sigmund Freud. De acuerdo con este insigne pensador la religión sería una neurosis coercitiva, contraria a la corriente emancipadora de la razón. Tendencias muy diferentes entre sí suponen ahora que la religión es una especie de invento muy efectivo que tiene la tarea de minimizar los peligros que entraña todo contacto con la naturaleza, protegernos de la omnipotencia de la muerte y brindarnos consuelo ante las adversidades constantes de la vida. Los credos religiosos, por consiguiente, harían bien en consagrarse hoy a una tarea esencialmente privada, como el cuidado y el asesoramiento de los creyentes con dudas y problemas.

Pero, como afirma Jürgen Habermas, no podemos saber si la transposición de lo sagrado al medio del lenguaje es un proceso ya concluido o no. Todavía persiste la tarea filosófica de descubrir las energías pre-políticas y los potenciales semánticos que se encuentran en aquellas tradiciones religiosas que no han sido recuperadas aún para las prácticas sociales; habría que conducir estas herencias religiosas a un lenguaje accesible al juego discursivo de los debates y las razones públicas [15]. Por ello una filosofía que todavía quiere aprender debería fomentar el diálogo con los representantes de los credos religiosos, sin pretender que sea un juego de suma cero. Las comunidades religiosas, dice Habermas, permanecen importantes para la legitimación democrática del orden político, también después de un prolongado proceso de secularización de la esfera pública. La secularización de los credos religiosos, su transformación en un asunto privado-individual y, en general, los decursos modernizadores no habrían generado obligatoriamente una pérdida global de la relevancia de las religiones [16].

En esta constelación el breve texto presente representa un esfuerzo por compilar argumentos ya conocidos en torno a lo que la religión nos ha enseñado en el campo sociopolítico. No trata de establecer ninguna verdad definitiva, sino sólo de informar y recordar algunos aspectos acerca de una temática que no ha perdido actualidad [17]. Pese al descrédito contemporáneo de las doctrinas religiosas, debemos considerar a los sentimientos religiosos como una posible fuente de inspiración para debatir algunos dilemas del presente, puesto que una función central de la religión ha sido y es mostrar los límites y las limitaciones de nuestras actuaciones en un mundo finito y, por ende, las consecuencias nefastas de la soberbia (hybris) humana [18]. Deberíamos reconocer, por ejemplo, que el amor al prójimo, la solidaridad entre los mortales y los derechos de la naturaleza representan valores normativos de la praxis humana en todo tiempo, es decir por encima de los intentos actuales de relativizar todo valor de orientación. Hoy en día, cuando ya conocemos los resultados de la destrucción del medio ambiente y los efectos de los sistemas totalitarios –todos ellos posibilitados por el desarrollo hipertrófico de la razón instrumental–, debemos volcar la vista hacia creencias, como las religiosas, que desde muy temprano han practicado una crítica de la arrogancia intelectual y han promovido, aunque de manera muy incipiente, el cuidado del medio ambiente. El complejo desarrollo de la razón instrumental, que es, en el fondo, lo que más enorgullece a los humanos y lo que conforma la base de su dominio sobre las fuerzas naturales, se ha manifestado ahora como la principal amenaza para nuestra pervivencia en la Tierra y a largo plazo. El Hombre ha creído, desde tiempos inmemoriales, que puede disponer libre y soberanamente sobre todos los recursos naturales, y ello se revela precisamente como un error imputable a su soberbia. La precariedad de nuestra base material –que emerge en nuestros tiempos como un conocimiento traumático en medio de la evolución más exitosa de nuestra especie– nos muestra los peligros de la tríada sagrada (progreso, crecimiento, desarrollo) para el ser humano del presente. Y por ello hay que insistir en lo rescatable   de la religión para el mundo de hoy, lo que, según el gran teólogo suizo Hans Küng, se revelaría en las cuatro bases morales del orden social: la cultura de la no-violencia, la solidaridad en el ámbito económico, la inclinación hacia la tolerancia y la veracidad y la praxis de la ecuanimidad y la igualdad de derechos entre los humanos. Estos cuatro principios estarían enmarcados en uno mayor, que puede ser definido como el respeto efectivo a la vida en todas sus formas y que hoy se manifiesta, como ya se mencionó, en el proyecto de tomar en serio los derechos de la naturaleza y de resguardar el medio ambiente [19].

Aportes en el campo de la comprensión ecológica

Para comprender las raíces del designio de la protección ecológica debemos echar un vistazo a los comienzos de la reflexión filosófica y de los grandes textos religiosos. En un famoso fragmento de Anaximandro (610-547 a. C.) [20], el primero auténtico en la historia de la filosofía, encontramos un fuerte pensamiento proto-religioso, estructuralmente similar al núcleo del pecado original del Antiguo Testamento, que nos ayuda a entender la responsabilidad humana en cuestiones ecológicas. Anaximandro sostuvo que el surgimiento de las cosas produce necesariamente su declinación y desaparición, porque las cosas pagan unas a otras castigo y pena por su injusticia, según el orden del tiempo. Uno vive a costa del otro, mejor dicho: a costa de la vida del otro. Esa es la injusticia liminar [21]. Unos se comen literalmente a otros, como el ser humano, que para vivir, destruye diariamente millones de estructuras orgánicas. Es también la idea de la compensación (casi jurídica) aplicada a todo el universo, donde tiene que haber una especie de resarcimiento de daños, una indemnización inevitable en la sucesión temporal. Partiendo de este saber quasi-religioso de Anaximandro, desde muy temprano han tenido lugar una vinculación y hasta una identificación del conocimiento con la culpa. La teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, especialmente el enfoque de Theodor W. Adorno, es sólo un testimonio contemporáneo de una larga cadena de reflexiones en torno a la presencia de algo catastrófico que se transluce en la responsabilidad de los seres humanos, basada en su capacidad de conocer, por los daños y pecados que se producen contra la naturaleza [22]. La concepción del pecado original en el Génesis –pese a su irracionalismo aparente– nos obliga a reflexionar en torno a esta compleja temática. Nuestra vida se basa cotidianamente en la utilización destructiva e irresponsable de innumerables organismos vivientes y en el uso desmedido de los ecosistemas naturales. En un pasaje relativamente conocido, G. W. F. Hegel aseveró que el pecado original y la expulsión del paraíso están vinculados inextricablemente al surgimiento de la consciencia humana y al nacimiento del conocimiento racional [23], que, a su vez, están enlazados con la dominación de la naturaleza por el Hombre y con la utilización irrestricta de los ecosistemas en favor del despliegue siempre creciente de nuestra especie. La expulsión del paraíso significó el fin de la inocencia: los seres humanos dejaron atrás su naturaleza animal –su unidad primigenia con Dios– y se convirtieron en sujetos del ámbito cultural. Pero esto, como lo vio Hegel, tiene su aspecto negativo: el Hombre, al disponer libremente sobre los recursos naturales, no es consciente de los costes que su desarrollo conlleva para todos los otros seres vivientes y de los límites a los cuales su evolución está sujeta en una perspectiva de varias generaciones. A largo plazo un crecimiento infinito no podrá tener lugar en un mundo finito.

Procediendo de manera razonable, deberíamos someternos a un aprendizaje enriquecedor, pues cada instante podemos comprobar que no sabemos todo sobre el funcionamiento y las potencialidades del medio ambiente. Pero en general los seres humanos suponen que ya saben lo suficiente sobre estos asuntos y sus aspectos prácticos cotidianos, lo cual configura una manera habitual de soberbia, que no es percibida como tal a causa de su extrema difusión. En esta cuestión se anudan las temáticas de la arrogancia, el descuido de la protección ecológica y la carencia de genuina solidaridad a largo plazo, que englobe también a los ecosistemas naturales. Una de las posibilidades efectivas –si es que las hay– de restringir esta evolución negativa podría darse mediante la praxis de una fraternidad dirigida no sólo a nuestros semejantes, sino a todos los seres vivientes de la Creación. Hasta en la filosofía postmodernista gana espacio la convicción de que el futuro de las religiones se encontraría en un sentimiento efectivo de solidaridad universal y amor al prójimo (que no debería estar exento de una pizca de ironía). Si es que queda algo de la propensión clásica de la filosofía por la verdad, dice Santiago Zabala, esta última debería ser interpretada como amor al prójimo y no como búsqueda laboriosa (e inútil) de objetividad en el conocimiento, lo que constituye un ethos anti-dogmático, propio de la mejor hermenéutica religiosa y de la democracia [24].

Las reglas prácticas derivadas de principios religiosos nos brindan asimismo una pista de lo que hay que evitar en comportamientos humanos reiterativos. Casi todos los credos religiosos condenan la tendencia humana a la expansión irrestricta de sus actividades y potencialidades, lo que constituye una forma evidente de hybris convencional. El mundo actual, en cambio, celebra el activismo por el activismo, el apetito permanente por nuevas experiencias, la superación de toda frontera y de todo tabú, y todo esto en medio de la nostalgia del ser humano por algo permanente, estable y confiable. Entre las consecuencias paradójicas de este desasosiego perenne se halla la carencia de satisfacciones genuinas en casi todas las esferas del quehacer humano, incluidas, en primer término, las prácticas políticas rutinarias. Un ejemplo de esta adicción enfermiza al cambio por el cambio mismo, sin especificaciones de límites y riesgos, se puede detectar actualmente entre los militantes de corrientes progresistas, como los populistas y socialistas radicales latinoamericanos, quienes olvidan el incómodo análisis crítico y lo reemplazan por la fe en el progreso histórico ilimitado, en el crecimiento irrestricto de la estructura económica respectiva y en la continuación del saqueo convencional de los recursos naturales [25]. Todo esto tiene lugar porque olvidamos los límites del mundo finito, sin que la consideración de estos límites signifique una nostalgia por un severo ascetismo individual y colectivo y por la auto-renuncia a la esfera de los placeres [26].

La necesidad de la solidaridad en el ámbito social

Para comprender el aporte de la religión al terreno de una praxis sociopolítica adecuada, nos puede ayudar la obra enciclopédica de G. W. F. Hegel, quien trató de integrar todos los fenómenos celestes y mundanos en una gran síntesis. Su filosofía fue calificada por él mismo como la “casa del espíritu”. Presuponía la racionalidad “redonda” [27], es decir completa de la filosofía y el universo: “Lo verdadero es el todo” [28]. En nuestro contexto son particularmente interesantes sus primeros y brillantes escritos (1793-1800), en su mayoría de carácter teológico-filosófico [29], en los cuales Hegel nos muestra la importancia sociopolítica de una religiosidad basada en el amor al prójimo, la caridad, la solidaridad y el agradecimiento al Creador.

Es cierto que en toda su obra Hegel se decantó por un credo religioso fuertemente intelectualista, basado en principios éticos y en una interpretación muy diferenciada de los textos sagrados: una religión que renunciaba a milagros, ritos, instituciones y dogmas, pero esto es sólo una parte de su notable empeño. En cierta manera, Hegel continuó la obra de los grandes teólogos medievales católicos, quienes ensayaron la conocida y magna síntesis de razón y fe. También Hegel fue partidario de una religión universal, como la que predicó San Pablo, que no se restringía a determinados grupos étnicos o lingüísticos, sino que se dirigía a todos los hombres de buena voluntad [30]. Es cierto que Hegel fue muy severo con el sacerdocio y las instituciones [31] y que favoreció una enseñanza religiosa basada en una lógica discursivo-argumentativa, que estaba destinada al cerebro y no al corazón [32]. Pero al mismo tiempo enalteció al cristianismo por ser la religión del amor, la caridad y la espontaneidad [33]; celebró el valor supremo del Sermón de la Montaña; criticó duramente el formalismo y la hipocresía del antiguo judaísmo; y postuló la idea de que para los cristianos Dios es padre y hermano, y no amo y señor como en el Antiguo Testamento [34]. En estos escritos tempranos Hegel enfatizó vigorosamente el valor de lo emocional-moral, y llegó a identificar la religión con el ejercicio del amor [35]: el mortal que ama, supera la separación con la persona amada y alcanza así el “germen de la inmortalidad” [36]. El perdón de las deudas y ofensas, la práctica de la modestia, la beneficencia y la fraternidad y la superación del formalismo adquieren en su teoría la categoría de criterios sociopolíticos de primera magnitud e importancia [37]. Se trata, por supuesto, de valores normativos que se encuentran también en variados códigos éticos de carácter laico, pero el mérito de las religiones es haberlos formulado por primera vez, con una claridad encomiable y, sobre todo, como algo básico e irrenunciable para las relaciones entre los seres humanos.

Se puede argumentar, evidentemente, que estas concepciones de amor y solidaridad son demasiado generales y de poca eficacia en la praxis moderna, pero no podemos –o no debemos– renunciar a ellas en cuanto ideas regulativas. Hegel mismo, eminente filósofo político y perspicaz pensador de la incipiente modernidad, nos dio la pista principal para este postulado: no se puede fundar un orden social estable y razonablemente justo que esté basado exclusivamente sobre los presupuestos del liberalismo político y de la ética individualista [38]. Para contrarrestar las tendencias disolventes adheridas a los múltiples fenómenos de las alienaciones inevitables del capitalismo, Hegel trató de popularizar intelectualmente las virtudes sociales que él percibía en el cristianismo ilustrado. De acuerdo a Karl Löwith, este designio es uno de los principios básicos de la filosofía hegeliana [39].

Por otra parte, es probable que Hegel haya sido uno de los primeros filósofos modernos en llevar a cabo una disolución de la religión y la teología en el saber filosófico, concibiendo a la religión como mero antecedente intelectual de la filosofía y denegando a la teología una autonomía de la misma dignidad que la atribuida convencionalmente a la filosofía. El dilema de esta religión intelectual (o natural, según otros autores) reside en su falta de impulsos emocionales. Según el modelo de la reconciliación de la vida escindida, Hegel logró construir una gran síntesis de fe y razón, más profunda y más exigente que las edificadas desde la Antigüedad, entre las que sobresalen las de Proclo y Boecio. De acuerdo a Löwith, el intento de Hegel debe ser considerado como una intelectualización de la religión, que disuelve a esta última en mera filosofía [40]. No hay duda de que este paso puede ser visto como una carencia, puesto de los seres humanos necesitan también un credo que les brinde amor, comprensión y solidaridad y no sólo una brillante elucubración acerca de las compatibilidades entre filosofía y religión.

H. C. F. Mansilla [1], dialnet.unirioja.es/

Notas:

1     Profesor (e), Universidad de Berlín.

2     Cf. Por ejemplo: Wilfred Cantwell Smith, Bedeutung und Ende der Religion (Significación y fin de la religión), en: Jens Schlieter (comp.), Was ist Religion? Texte von Cicero bis Luhmann (¿Qué es la religión? Textos desde Cicerón hasta Luhmann), Stuttgart: Reclam 2010, pp. 188-191; Roderick Ninian Smart, Die religiöse Erfahrung der Menschheit (La experiencia religiosa de la humanidad), en: ibid., pp. 213-222.

3     Cf. Wolfgang Schluchter, Die Entwicklung des okzidentales Rationalismus. Eine Analyse von Max Webers Gesellschaftsgeschichte (El desarrollo del racionalismo occidental. Un análisis de la historia social de Max Weber), Tübingen: Mohr-Siebeck 1979, pp. 230-233, 242

4     Werner Gephart, Zur Bedeutung der Religionen zur Identitätsbildung (Sobre la significación de las religiones para la formación de la identidad), en: Werner Gephart / Hans Waldenfels (comps.), Religion und Identität. Im Horizont des Pluralismus (Religión e identidad. En el horizonte del pluralismo), Frankfurt: Suhrkamp 1999, p. 261.- El gran teólogo católico Hans Waldenfels sostuvo que el rasgo identificatorio más importante del cristianismo actual no es una identidad limitante y excluyente, sino un símbolo de comunión, que trata de comprender y aceptar al otro. La identidad cristiana hoy sería más un puente que una frontera. Cf. Hans Waldenfels, Zur gebrochenen Identität des abendländischen Christentums (Sobre la identidad quebrada del cristianismo occidental), en: Gephart / Waldenfels (comps.), ibid., pp. 105-124.

5     Friedrich Wilhelm Graf, Religion (Religión), en: Stefan Jordan / Christian Nimtz (comps.), Lexikon Philosophie. 100 Grundbegriffe (Léxico de filosofía. 100 conceptos básicos), Stuttgart: Reclam 2011, pp. 237-240.

6     Herbert Marcuse, Vernunft und Revolution. Hegel und die Entstehung der Gesellschaftstheorie (Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social), Neuwied / Berlin: Luchterhand 1962, p. 225.

7     Octavio Paz, Itinerario, Barcelona: Seix Barral 1994, p. 136.

8     Ibíd. pp. 138-139.

9     Blaise Pascal, Pensées sur la religion et sur quelques autres sujets (compilación de Louis Lafuma), París 1951 (3 vols.); cf. Reinhold Schneider, Pascals Drama (El drama de Pascal), en: R. Schneider (comp.), Pascal, Frankfurt: Fischer 1954, pp. 7-37; Albert Béguin, Blaise Pascal, Reinbek: Rowohlt 1959, p. 48. Cf. también: Peter L. Berger, Zur Dialektik von Religion und Gesellschaft. Elemente einer soziologischen Theorie (Sobre la dialéctica entre religión y sociedad. Elementos de una teoría sociológica), Frankfurt: Fischer 1988, pp. 7, 23-24, 87.

10      Erich Fromm, Haben oder Sein. Die seelischen Grundlagen der neuen Gesellschaft (Tener o ser. Las bases anímicas de la nueva sociedad), Munich: dtv 1981, pp. 13-14.

11      Fernando Mires, El malestar en la barbarie. Erotismo y cultura en la formación de la sociedad política, Caracas: Nueva Sociedad 1998, p. 12; sobre la diferencia fundamental entre religión y filosofía cf. Fernando Mires, Política como religión, en: CUADERNOS DEL CENDES (Caracas), vol. 27, Nº 73, enero-abril de 2010, pp. 1-30, especialmente pp. 3-4.

12      David Sobrevilla, Repensando la tradición occidental. Filosofía, historia y arte en el pensamiento alemán: exposición y crítica, Lima: Amaru 1986, p. 212.

13      Ursula Wolf, Die Philosophie und die Frage nach dem guten Leben (La filosofía y la cuestión de la buena vida), Reinbek: Rowohlt 1999; Martin Löw-Beer, Das gute Leben und die Werte: ein Streitgrspräch über die Existenz von Werten (La buena vida y los valores: una disputa en torno a la existencia de valores), en: Christoph Menke / Martin Seel (comps.), Zur Verteidigung der Vernunft gegen ihre Liebhaber und Verächter (Para defender la razón contra sus aficionados y sus oponentes), Frankfurt: Suhrkamp 1993, pp. 164-180.

14      Sobre esta temática cf. un texto entretanto clásico: Paul Tillich, Religion als eine Funktion des menschlichen Geistes? (¿La religión como una función del espíritu humano?), en: Werner Schüssler (comp.), Religionsphilosophie (Filosofía de la religión), Freiburg: Alber 2000, pp. 156-161.

15      Jürgen Habermas, Versprachlichung des Sakralen. Anstelle eines Vorworts (Transposición de lo sagrado al lenguaje. En lugar de un prólogo), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II. Aufsätze und Repliken (Pensamiento postmetafísico II. Ensayos y réplicas), Frankfurt: Suhrkamp 2012, pp. 7-18, aquí p. 17.

16      Ibíd., p. 17; cf. también Jürgen Habermas, Ein neues Interesse der Philosophie an der Religion? (¿Un nuevo interés de la filosofía por la religión?), en: Habermas, Nachmetaphysisches…, op. cit. (nota 14), pp. 96-119, especialmente p. 96.

17      Cf. DIÁLOGO POLÍTICO (Montevideo), vol. XXIX, Nº 4, diciembre de 2012, número monográfico dedicado al tema: “Influencia de los cultos y/o confesiones en la política”.

18      Sobre la hybris humana cf. Friedrich Nietzsche, Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen (La filosofía en la época trágica de los griegos), en: Friedrich Nietzsche, Studienausgabe (Edición de estudio), compilación de Hans Heinz Holz, Frankfurt: Fischer 1968, vol. I, pp. 136-187, aquí pp. 148-149, 156.

19      Hans Küng, Gesellschaft und Ethos (Sociedad y ethos), en: Karin Feiler (comp.), Nachhaltigkeit schafft neuen Wohlstand. Bericht an den Club of Rome (La sostenibilidad crea un nuevo bienestar. Informe al Club de Roma), Frankfurt etc.: Peter Lang 2003, pp. 245-262, aquí p. 261.

20      Hermann Diels / Walther Kranz (comps.), Die Fragmente der Vorsokratiker (Los fragmentos de los presocráticos), Hamburgo: Rowohlt 1957, p. 14 (Anaximandro de Mileto, fragmento 1).- Cf. el comentario de Theodor W. Adorno, Metaphysik. Begriff und Probleme (Metafísica. Concepto y problemas), Frankfurt: Suhrkamp 2006, pp. 117-119.

21      Sobre Anaximandro y esta temática cf. Wolfgang Schadewaldt, Die Anfänge der Philosophie bei den Griechen. Die Vorsokratiker und ihre Voraussetzungen (Los comienzos de la filosofía entre los griegos. Los presocráticos y sus condiciones previas), Tübinger Vorlesungen Band I (Lecciones de Tübingen vol. I), Frankfurt: Suhrkamp 1978, pp. 241-245; Karl Vorländer, Philosophie des Altertums. Geschichte der Philosophie I (Filosofía de la Antigüedad. Historia de la filosofía I), Reinbek: Rowohlt 1963, p. 14; Otfried Höffe, Kleine Geschichte der Philosophie (Breve historia de la filosofía), Munich: Beck 2008, p. 21.

22      Cf. el brillante ensayo de Thomas Rentsch, Vermittlung als permanente Negativität. Der Wahrheitsanspruch der “Negativen Dialektik” auf der Folie von Adornos Hegelkritik (Mediación como negatividad permanente. La pretension de verdad de la “Dialéctica negativa” ante el trasfondo de la crítica de Hegel por Adorno), en: Christoph Menke / Martin Seel (comps.), op. cit. (nota 12), pp. 84-102, aquí p. 97.

23      G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte (Lecciones sobre la filosofía de la historia), en: G. W. F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden (Obras en veinte tomos), compilación de Eva Moldenhauer y Karl Markus Michel, Frankfurt: Suhrkamp 1970, vol. 12, p. 389.

24      Santiago Zabala, Eine Religion ohne Theisten und Atheisten (Una religión sin teístas y ateístas), en: Richard Rorty / Gianni Vattimo, Die Zukunft der Religion (El futuro de la religión), compilación de Santiago Zabala, Frankfurt: Suhrkamp 2006, pp. 11-32, especialmente p. 18.

25      Cf. los interesantes análisis de Eduardo Gudynas, Si eres tan progresista, por qué destruyes la naturaleza? Neo-extractivismo, izquierda y alternativas, en: ECUADOR DEBATE (Quito), Nº 79, abril de 2010, pp. 61-81; Eduardo Gudynas, El malestar moderno con el Buen Vivir: reacciones y resistencias frente a una alternativa al desarrollo, en: ECUADOR DEBATE, Nº 88, abril de 2013, pp. 183-205.

26      En relación a autores que propugnan un ascetismo contemporáneo (como Hans Jonas y Friedrich Rapp) cf. Amán Rosales Rodríguez, ¿Libertad sin medida, libertad que destruye? Acerca de un diagnóstico crítico de la modernidad, en: REVISTA DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE COSTA RICA (San José), vol. XLII, Nº 105, enero-abril de 2004, pp. 175-181; Friedrich Rapp, Destruktive Freiheit. Ein Plädoyer gegen die Masslosigkeit der modernen Welt (La libertad destructiva. Un alegato contra la desmesura del mundo moderno), Münster: Lit 2003.

27      G. W. F. Hegel, Konzept der Rede beim Antritt des philosophischen Lehramtes an der Universität Berlin (Borrador para la alocución en la toma de posesión de la cátedra filosófica en la Universidad de Berlín), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. 10, pp. 399-417, aquí p. 405.

28      G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes (Fenomenología del espíritu), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. 3, p. 24.

29      Sobre esta temática cf. la obra monumental de Georg Lukács, Der junge Hegel. Über die Beziehung von Dialektik und Ökonomie (El joven Hegel. Sobre la relación entre dialéctica y economía), Neuwied/ Berlin: Luchterhand 1967.

30      G. W. F. Hegel, [Fragmente über Volksreligion und Christentum, 1793-1794] (Fragmentos sobre religión popular y cristianismo), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I: Frühe Schriften (Escritos tempranos), pp. 9-103, aquí p. 21, 45 (título de la obra entre corchetes porque corresponde a los compiladores); G. W. F. Hegel, [Die Positivität der christlichen Religion, 1795-1796] (La positividad de la religión cristiana), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 104-229, aquí p. 228 (aditamento de 1800).

31      G. W. F. Hegel, [Das älteste Systemprogramm des deutschen Idealismus] (El programa-sistema más antiguo del idealismo alemán), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 234-236, aquí p. 236.

32      Se trata de una praxis religiosa claramente opuesta al pentecostalismo habitual en América Latina desde la segunda mitad del siglo XX, que privilegia los ritos y las ceremonias, los milagros y las sanaciones  y hasta las experiencias sensoriales en el culto. Sobre esta temática cf. el interesante texto de Charles Taylor, Die Formen des Religiösen in der Gegenwart (Las formas de lo religioso en la actualidad); Frankfurt: Suhrkamp 2002, pp. 36-38.

33      G. W. F. Hegel, Fragmente…, op. cit. (nota 29), p. 57.

34      Ibíd., pp. 90-92; G. W. F. Hegel, Die Positivität…, op. cit. (nota 29), pp. 109-113; G. W. F. Hegel, [Entwürfe über Religion und Liebe, 1797-1798] (Esbozos sobre religión y amor), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 239-254.

35      G. W. F. Hegel, Entwürfe…, op. cit. (nota 33), p. 244.

36      Ibíd., p. 248.

37      G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums und sein Schicksal] (El espíritu del cristianismo y su destino), fragmento: [Grundkonzept zum Geist des Christentums] (Concepto básico del espíritu del cristianismo), en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 297-316, aquí pp. 299-304.- Hegel enfatiza en varios lugares que Jesucristo vino a salvar el mundo, no a juzgarlo. Cf. G. W. F. Hegel, [Der Geist des Christentums] (El espíritu del cristianismo), versión de 1798-1799, en: G. W. F. Hegel, Werke…, op. cit. (nota 22), vol. I, pp. 317-418, aquí p. 378.

38      Sobre este enfoque de Hegel cf. Herbert Marcuse, op. cit. (nota 5), pp. 212-220, 223-228.

39      Cf. la notable obra de Karl Löwith, Von Hegel zu Nietzsche. Der revolutionäre Bruch im Denken des 19. Jahrhunderts (De Hegel a Nietzsche. La ruptura revolucionaria en el pensamiento del siglo XIX), Stuttgart: Kohlhammer 1964, pp. 260-265, 330-333.

40      Ibíd., pp. 351-356. Sobre los problemas de una religión intelectual cf. Jürgen Habermas, Ein Symposion über Glauben und Wissen (Un simposio sobre fe y saber), en: Jürgen Habermas, Nachmetaphysisches Denken II, op. cit. (nota 14), pp. 183-237, especialmente pp. 184-201.

Gonzalo F. Fernández

Reflexiones sobre una vieja cuestión que quiere reiterarse

Desde el Concilio Vaticano II ha quedado doctrinariamente concluida la discusión acerca de la confesionalidad del Estado y la libertad religiosa. Sin embargo, en lo que se entiende como “mundo culturalmente cristiano”, el conflicto se replantea a raíz de problemas prácticos en los que el ejercicio de la libertad religiosa, en especial por parte de la Iglesia católica, entra en colisión con decisiones de los Estados o con otros puntos de vista. El derecho a la vida y su respeto en todos sus aspectos (aborto, eutanasia, manipulación genética), los dramas derivados de las grandes migraciones, la cuestión ecológica, la lucha contra la pobreza, genera pronunciamientos públicos y acciones concretas por parte de instituciones religiosas, que son entendidas como una indebida intromisión en las responsabilidades de los Estados. Sin embargo, el Papa Benedicto XVI ha hablado en los parlamentos de Alemania y Gran Bretaña, y Francisco en el Congreso de Estados Unidos, donde  se han referido a los problemas más acuciantes para la vida y la con- vivencia humanas. Estos hechos revelan que la naturaleza laica de los Estados, que esos países preservan, no es incompatible con la valoración del mensaje que, a partir de valores religiosos, la Iglesia Católica da a la sociedad.

1.       El tema en los Evangelios y su consecuencia

La cuestión de las relaciones entre Iglesia y Estado es parte de la problemática más amplia de las relaciones entre religión y política. Desde la antigüedad, ella ha oscilado desde la subordinación de una a la otra, hasta el respeto mutuo y colaboración de sus respectivas áreas de competencia, pasando por la de absoluta indiferencia de la autoridad civil al hecho religioso.

Es que el mismo protagonista del hecho religioso es el súbdito o ciudadano de la relación política, y tanto la religión como la política generan normas de conducta que pueden coincidir o no.

Contrariamente a lo que se cree, la delimitación de las esferas política y religiosa en el mundo cristiano no es una creación del Iluminismo sino un aporte del cristianismo, receptado de diversas formas en diferentes geografías y épocas. Su punto de partida no está en una reflexión teológica, filosófica o política, sino que está narrado en los Evangelios. Es el bien conocido episodio en el que Jesús indica a los enviados de los fariseos que le preguntan si es lícito pagar tributo al César, que deben dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22, 15-21; Lucas 20, 24 y Marcos 12, 17). De él Maritain (1952) enseña que:

…dicha distinción, al desarrollar sus virtualidades en el curso de la naturaleza humana, ha desembocado en la noción de la naturaleza intrínsecamente laica o secular del cuerpo político”, lo que no significa que sea “irreligioso o indiferente” sino que “está únicamente interesado en la vida temporal de los hombres y su bien común temporal”.

2.       La relación en la “cristiandad medieval”

Esa clara distinción tuvo, sin embargo, diferentes grados de aplicación en el mundo cristiano. La conversión del emperador Constantino al cristianismo, en el siglo IV, hizo que se inmiscuyera en la vida de la Iglesia naciente, a la par que colaboraba en su difusión, tipo de relación que se mantuvo durante largos siglos. El emperador no se privaba de llamar a concilios, en los que se discutían las más complejas cuestiones teológicas.

En una carta dirigida por el Papa Gelasio I al emperador Bizantino Anastasio de Constantinopla entre 494-495, para contener un avance cesaro-papista, dijo que existían dos poderes con los cuales se gobierna soberanamente este mundo: la autoridad (autorictas) sagra-da de los pontífices y el poder real (regalis potestas). De allí nació la alegoría de las dos espadas que dio nombre a la teoría, que reconoce la existencia de los dos poderes claramente delimitados. Ella fue una idea central del pensamiento político cristiano de todo el Medioevo, lo que no impidió importantes conflictos entre ambos ámbitos de autoridad. La cuestión era eminentemente práctica y consistía en “saber cuáles eran los criterios que permitirían separar lo temporal de lo espiritual y, sobre todo, quien debía trazar la línea de demarcación” (Ullmann, 1983, p. 133). Estas precisiones se daban en el marco de una sociedad religiosa y culturalmente unificada, que conocemos como “cristiandad”.

Luego de la reforma protestante, que quebró la unidad religiosa  de Europa occidental, surgió la lucha entre los bandos religiosamente enfrentados, que apaciguaron sus enfrentamientos bajo la consigna “cuius regio, eius religio” (la religión del rey es la del reino y sus súbdi- tos), que se atribuye a Martín Lutero y que identifica comunidad política con religión. Después de la Guerra de los Treinta Años y con la firma de la Paz de Westfalia en 1648, empieza un proceso hacia la libertad religiosa, pues el pensamiento confesional ya no era lo importante, sino la libertad individual, lo que es fruto de la Ilustración. Así va perdiendo fuerza la idea de una Iglesia del Estado y de unidad de Estado y religión, sustituida por la libertad religiosa del individuo contra el Estado y también contra la Iglesia, entendiéndose que todas las confesiones pueden igualmente ser consideradas ante el gobierno, por no tener posiciones encontradas en lo referido a la moral. La tolerancia es, de esa manera, una concesión a los ciudadanos que profesen otras religiones sin que el Estado deje de ser confesional.

3.       De la tolerancia a la libertad religiosa

Después de la independencia de los Estados Unidos, en 1776, la antigua tradición europea de unidad entre el poder secular y la religión, que también se practicó en las colonias norteamericanas, fue expresamente abolida, y el libre ejercicio de la religión fue garantizado.

Es interesante la precisión de Christian Starck (1996), profesor de la Universidad Georg August de Götingen, para quien la tolerancia religiosa supone una forma de Estado confesional, que no cesa en reconocer la existencia de una verdad religiosa. En cambio, la libertad religiosa solamente puede reconocerse en un sistema de separación Iglesia-Estado, que se da cuando se implanta en un Estado la convicción de que las cuestiones religiosas no son tareas de competencia estatal, y de que el Estado debe ser neutral.

En el caso de la Revolución francesa, en cambio, los acontecimientos fueron totalmente distintos. Pese a que el art. 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano garantizaba a todos la libertad religiosa mientras no alterara el orden público, el Estado avanzó paulatinamente sobre la organización de la Iglesia católica hasta que, proclamada la República, fue abiertamente perseguida, sustituido el calendario por otro llamado “civil”, y se entronizó la “Diosa Razón” en la Iglesia de Notre Dame y el culto al “Ser Supremo”. Es el germen del “laicismo”, un movimiento que, bajo la apariencia de exigir el respeto de la religión de cada uno, en realidad procura la eliminación de la re- ligión en la vida pública y su confinamiento al ámbito de la conciencia individual. Esta situación se mantuvo hasta que Napoleón Bonaparte celebró un Concordato con la Iglesia, en 1801. La convivencia entre Estado y religión durante el siglo XIX (particularmente con la Iglesia católica) fue cambiante.

En 1905 se sancionó la ley de separación de la Iglesia y el Estado aún vigente. Nació como una expresión de laicismo militante, heredero de la Ilustración, que se presenta como una ideología que compite con la religión. Paulatinamente su interpretación fue evolucionando, surgiendo el concepto de “laicidad” que, si bien parte del dualismo entre la Iglesia y el Estado, no ignora que los sujetos sometidos a la soberanía del Estado tienen necesidades religiosas, por lo que es permitido que los creyentes practiquen el ejercicio de la religión de modo colectivo y público, dentro del marco del orden público. Sin embargo, el hecho religioso no tiene el mismo trato que en Estados Unidos (Maritain, 1952) [1], lo que se expresa con diversas restricciones a las manifestaciones religiosas públicas, últimamente hacia la comunidad musulmana.

Durante el siglo XIX casi todas las constituciones modernas habían legislado acerca de las relaciones entre el Estado y las religiones, sobre la base de la libertad de profesar creencias y de practicarlas públicamente con algunas restricciones, conforme a diversos modelos.

4.       Clasificación actual de las relaciones Estado e Iglesia (o confesiones religiosas) y la libertad religiosa de sus ciudadanos

Una vez que la evolución del proceso relacionado en los puntos anteriores ha culminado en la libertad religiosa, las formas de relación entre la Iglesia católica —y, en su caso, de otros cultos— y el Estado ha dado lugar a diferentes clasificaciones.

Por su sencillez y amplia captación del problema, seguimos aquí la clasificación de María Angélica Gelli (2005), para quien esas relaciones Estado-Iglesia pueden configurar tres formas prototípicas: la sacrali- dad, en la que existe una religión oficial y el Estado asume —dentro del bien común temporal— importantes aspectos del bien espiritual o religioso de la comunidad, convirtiéndose casi en un instrumento de lo espiritual; la secularidad, en la que el Estado reconoce el valor de la religiosidad, pero sin asumir lo espiritual como tarea específica suya, aunque cooperando con las iglesias (acotamos que es lo que también se denomina “laicidad”), y el laicismo, en el que el Estado adopta una actitud de neutralidad respecto del poder religioso, separando drásticamente el poder político del espiritual en las decisiones que toma, agregando, de mi parte, que es una actitud indiferente y a menudo hos- til frente al hecho religioso.

Otro aporte interesante lo hace el profesor Carlos Corral Salvador (2004) de la Universidad Complutense de Madrid, quien describe que, mirando en especial las constituciones de los Estados miembros de la Unión Europea, el criterio calificador mínimo de sus sistemas de relacionarse con las iglesias es la existencia o la inexistencia de al menos una religión o Iglesia del Estado, es decir, la “confesionalidad del Estado”, la que en Alemania hasta la Primera Guerra Mundial era, en realidad, bi-confesionalidad (la confesión luterana o católica según las regiones); mientras que en Rumania, hasta la Segunda Guerra Mundial, era triconfesionalidad (la confesión ortodoxa, católica y protestante). Este sistema de Estado confesional, normal en la antigüedad y en el llamado “Antiguo Régimen”, hasta hoy se mantiene en al menos 53 Es- tados islámicos —nada menos que en una cuarta parte de la ONU, con alrededor de 1.000 millones de personas—. Pero, sorpresivamente, se mantiene dentro de la Unión Europea en seis Estados, que son Inglaterra (la Iglesia anglicana); Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suecia [hasta el 2000] (la Iglesia evangélica luterana); y Grecia (la Iglesia ortodoxa). Debemos aclarar, sin embargo, que en los cinco primeros casos es una unión meramente jurídica, prácticamente sin efectos políticos, pues se trata de sociedades altamente secularizadas y con un amplio ámbito de libertad religiosa. Una forma no mencionada es la de “ateísmo de Estado”, que se dio en los Estados de Europa oriental antes de 1989 y al presente en Cuba, China y Vietnam: estos casos, puedo acotar, son de “confesionalidad inversa”, pues el ateísmo es un sistema de creencias que suplanta a las religiones, limitadas éstas al máximo en su libertad de acción.

5.       Laicidad

Cabe ahora precisar las coincidencias y diferencias de dos conceptos lingüística e históricamente emparentados, pero que en nuestros días se han diferenciado notablemente: “laicidad” y “laicismo”. Debe hacerse la precisión de que ninguno de ellos tiene un sentido unívoco.

La palabra “laicidad” se comenzó a utilizar en Francia para referirse a la prescindencia religiosa del Estado. Se utilizaba indistinta- mente con “laicismo”, aunque desde 1925 adquiere una connotación de neutralidad y colaboración. Cobra relevancia para la Iglesia católica al fin de la Segunda Guerra Mundial, en la que muchos católicos habían participado activamente en la resistencia. La Constitución de la IV República se autodefinía como “laica”, lo que provocó problemas de conciencia en muchos católicos. Ese concepto fue asumido por la Constitución de 1958.

El Episcopado francés se pronunció sobre el punto en su carta pastoral del 12 de noviembre de 1945, distinguiendo cuatro acepciones de “laicidad”: laicidad respetuosamente neutral, laicidad simplemente profana, laicismo hostil o agnóstico, laicismo neutral e indiferente, admitiendo como legítimas las dos primeras. La primera (profanidad o autonomía), se refiere a “proclamar la autonomía soberana del Estado en sus dominios de orden temporal, su derecho a regir por sí solo toda la organización política, administrativa, fiscal y militar de la sociedad temporal”. Lo mismo cabe decir respecto de la segunda acepción (neutralidad respetuosa), referida a que, en un país dividido en cuanto a creencias religiosas, cada ciudadano pueda practicar libremente su religión. Ambas acepciones, se precisa, son conforme al pensamiento de la Iglesia.

Numerosas son, a partir de entonces, las ocasiones en que, desde el pensamiento cristiano —y en particular católico—, la palabra es utilizada para relacionarla principalmente a la “independencia y cola- boración” con el Estado. Maritain, Murray, Nell-Breuning y Messineo refieren que no es lo mismo “laico que laicizante”, “secular que secularizado”, “laicisme que laïcité”; “seculier et secularisé que laiciste”, “laicizing, secularist, laicized”. Tan es así que F. Rossi llega a exclamar, en el Osservatore Romano (28-VIII-1946, 1), “Stato laico, sí; stato laicista, no”.

Entre los dignatarios de la Iglesia, por su parte, el Papa Benedicto XVI (2005) abogó por una “laicidad positiva”. Con motivo de un en- cuentro sobre “Libertad y Laicidad”, en la ciudad de Nursia, remitió una carta en la que expresaba que la relación entre la Iglesia y el Estado no es de “hostilidad”, sino que la “laicidad positiva” garantiza “a cada ciudadano el derecho de vivir su propia fe religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público (…) en el respeto de las exigencias del bien común”.

De manera similar, y con ocasión de su visita a Francia en septiembre de 2009, en un discurso en el palacio del Elíseo dirigido al entonces presidente Sarkozy y su comitiva, Benedicto XVI (2009) resaltó que, tanto las raíces de Francia como las de Europa, “son cristianas” y abogó por una “laicidad positiva” (término que había utilizado el presidente Sarkozy) para una “comprensión más abierta” de la Iglesia y del Estado, tras precisar que “la desconfianza del pasado se ha transformado en un diálogo sereno y positivo”, y que “una nueva reflexión sobre el significado auténtico y la importancia de la ‘laicidad’ es cada vez más necesaria”. En ese sentido, el Papa agregó que “es fundamental insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso, para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado hacia ellos” y, por sociedad, define un sistema de gobierno político que impone esa concepción a los funcionarios hasta en su vida privada, a las escuelas del Estado, a la nación entera, nos erguimos, con todas nuestras fuerzas, contra esa doctrina; la condenamos en nombre de la verdadera misión del Estado y de la misión de la Iglesia.

Finalmente, ese documento cuestiona también lo que llama “laicismo indiferente”, para el cual “la laicidad del Estado significa la voluntad del Estado de no someterse a ninguna moral superior y de no reconocer sino su interés como regla de acción”.

6. Laicismo

El laicismo es entendido generalmente como una ausencia de relaciones entre las confesiones religiosas y el Estado, a las que éste debe ignorar. Esta posición sustituye a las religiones, haciendo jugar a esa ideología el mismo rol que ella imputaba a las religiones en el pasado.  Según este concepto de “laicismo”, no puede haber capillas o capellanes en los hospitales o cuarteles o prisiones, ni debe haber colabora[1]ción entre las autoridades religiosas y civiles. Tampoco se admite cooperación económica para los establecimientos escolares gestionados por los cultos religiosos, en el caso de que sean admitidos.

Algunas doctrinas laicistas negativas llegan a criticar que las insti[1]tuciones religiosas den indicaciones a los fieles sobre asuntos de actualidad con trasfondo religioso, como el aborto o la eutanasia o la homosexualidad. Se niega así a las iglesias y sus autoridades, por el mero hecho de ser tales, un derecho tan fundamental como es la libertad de expresión. Sería una discriminación por motivos religiosos que los obispos no pudieran expresar la doctrina de la Iglesia católica sobre determinados asuntos.

Las doctrinas laicistas negativas más radicales pretenden prohibir que haya símbolos o manifestaciones religiosas públicas, como crucifijos o procesiones, o que las autoridades públicas asistan a ceremonias religiosas, como bendiciones de edificios o misas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por las Naciones Unidas en 1948, en su artículo 18, garantiza a todas las personas la “libertad de manifestar su religión o creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado”.

En el ya mencionado documento de noviembre de 1945, el episcopado francés rechazó por incompatibles con la doctrina de la Iglesia las acepciones tercera y cuarta del concepto de “laicidad”. Respecto de la tercera, que designa como “laicidad agnóstica u hostil” —y se refiere al comunismo, entonces poderoso en ese país—, afirma que

si la laicidad del Estado es una doctrina filosófica que encierra una perfecta concepción materialista y atea de la vida humana y de la sociedad, define un sistema de gobierno político que impone esa concepción a los funcionarios hasta en su vida privada, a las escuelas del Estado, a la nación entera, nos erguimos, con todas nuestras fuerzas, contra esa doctrina; la condenamos en nombre de la verdadera misión del Estado y de la misión de la Iglesia.

Finalmente, ese documento cuestiona también lo que llama “lai[1]cismo indiferente”, para el cual “la laicidad del Estado significa la vo[1]luntad del Estado de no someterse a ninguna moral superior y de no reconocer sino su interés como regla de acción”

7.       Autonomía y cooperación

En las últimas décadas, en el mundo occidental y culturalmente cristiano, las relaciones del Estado con la Iglesia católica y otros cultos religiosos han tendido a regularse por principios de autonomía y cooperación, en el marco de una amplia libertad religiosa, lo que no significa que cada tanto no surjan situaciones de tensión, como recientemente, en Argentina, con motivo de la discusión de la ley del aborto, mucho más permisiva que la existente hasta el momento según el Código Penal de 1921.

Cuando Maritain escribió El hombre y el Estado, en 1949, fijó algunas posiciones que, podemos decir, se acercan mucho a la situación existente en el ámbito cultural de Occidente, aunque lamentablemente con sociedades mucho más secularizadas que las de entonces. Ello ha sido posible por cambios en las posiciones de la Iglesia, especialmente desde el Concilio Vaticano II, y porque las posiciones laicas y aun laicistas se han abierto con más comprensión al hecho religioso [2]. Así, Maritain (1952) refiere como “formas específicas de la cooperación mutua” entre el “cuerpo político” (concepto que aproximadamente equivale al de Estado en un sentido amplio), el del “reconocimiento y garantía por parte del Estado de la plena libertad de la Iglesia” (p. 200), y “pidiendo la ayuda de la Iglesia para el bien común temporal” (p. 202).

Podemos concluir diciendo, con Maritain (1952), que, en este mundo secularizado, la separación de Iglesia y Estado (diríamos un “Estado laico”) significa,

…junto con la negativa a conceder a ninguna confesión religiosa una preferencia sobre las demás y a establecer una religión del Es- tado, una distinción entre el Estado y las Iglesias que es compatible con las buenas relaciones y la cooperación mutua. (p. 206)

Gonzalo F. Fernández en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Maritain destacó en El hombre y el Estado el distinto alcance que la separación de la Iglesia y el Estado tenía (y tiene) en Estados Unidos y en Europa.

2      Es notable la referencia del filósofo alemán Jurgen Habermas al aporte de la reli- gión cristiana a la cultura occidental, aun a la que llama “sociedad post-secular, en su intervención en el famoso debate con Joseph Ratzinger –después Benedicto XVI- en la Academia Católica de Baviera, en enero de 2004. Cf. Entre razón y religión, Fondo de Cultura Económica, Méjico, 2008.

Jorge Miras

7.       La vocación común de los fieles: principales reflejos jurídicos

El c. 204 § 1 expresa la noción de fiel a partir de la eficacia específica del sacramento del bautismo: “Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo”.

El c. 208, por su parte, extrae la primera consecuencia jurídica de la condición de fiel, al reconocer que “Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo”.

Así, antes de cualquier distinción o diversificación, el CIC, siguiendo las enseñanzas conciliares, reconoce la condición de fiel, que da lugar a una igualdad fundamental entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo, basada en la común vocación bautismal a la santidad y a participar en la misión de Cristo y de la Iglesia (principio de igualdad) [39]. Una igualdad fundamental que se conjuga sin estridencias con la distinción de funciones propia del principio jerárquico, de institución divina [40], y que no se traduce en una rígida uniformidad a la hora de vivir la vocación cristiana, ya que en ella se da una rica variedad en cuanto a los caminos de santidad y en cuanto a las formas de perseguir el fin de la Iglesia, que no contradice la igualdad fundamental, sino que enriquece la comunión que es la Iglesia (principio de diversidad) [41].

Tanto el principio de igualdad como los principios jerárquico y de diversidad tienen consecuencias relevantes para el tratamiento jurídico de la vocación en la Iglesia católica, como trataré de mostrar seguidamente, comenzando por apuntar las relativas a la igualdad fundamental.

En efecto, el reconocimiento de la común vocación de todos los cristianos da lugar al estatuto jurídico fundamental del fiel, recogido en el título del Libro II del CIC: De las obligaciones y derechos de todos los fieles (cc. 208223), cuyo contenido forma parte también del Título I del Codex Canonum Ecclesiarum Orientalium.

En primer lugar, el c. 209 establece el deber de todos los fieles de mantener la comunión con la Iglesia, concretamente respetando los vínculos de comunión descritos en el c. 205. Si se recuerdan las consideraciones anteriores sobre la dimensión eclesial de la vocación cristiana, se advierte inmediatamente que nos hallamos aquí ante uno de sus reflejos jurídicos más básicos. La comunión con la Iglesia constituye precisamente el espacio, teológico y jurídico, en el que se desenvuelve de manera genuina la dinámica de la vocación [42]. De ahí que vivir en comunión con la Iglesia constituya no solo un deber, sino también un derecho, que —como comenta Cenalmor— “preserva el bien más básico para el fiel, comparable al bien de la vida en el ámbito natural, y en el que se sintetizan y del que derivan los principales deberes y derechos del bautizado” [43].

En ese marco de posibilidad constituido por la comunión eclesial, los cánones dedicados a los deberes y derechos fundamentales tratan de diversos ámbitos de desarrollo de la vocación cristiana [44]. Destacaremos brevemente algunos de ellos, a título ilustrativo, sin detenernos en su análisis detallado [45].

El c. 210 se refiere al deber de esforzarse por llevar una vida santa, incrementar la Iglesia y promover su continua santificación. Se trata de un deber moral, no exigible jurídicamente de manera directa. Sin embargo, conviene mencionarlo porque muestra cómo la Iglesia ha considerado oportuno recordar de modo explícito, en el contexto del estatuto jurídico fundamental de los fieles, una exigencia derivada inmediatamente de la vocación bautismal a la santidad. El mismo canon añade que ese deber ha de ser cumplido por cada uno de los fieles “según su propia condición”. De este modo, reconoce que junto al título del bautismo puede haber —hay de hecho— otros que especifican con concreciones más o menos diversas ese deber fundamental (cfr., por ejemplo, cc. 276 § 1, 573 § 1).

La vocación cristiana es, inescindiblemente, vocación a la santidad y al apostolado [46]. De ahí que junto al deber de tender a la santidad se recoja en el c. 211 el deber y el derecho de difundir el Evangelio, radicado también en la vocación bautismal y, por tanto, anterior a cualquier mandato de los sagrados Pastores y a cualquier deber específico anejo a la condición personal.

Aunque este deber sea también, de suyo, de carácter moral, su existencia fundamenta la juridicidad del derecho al apostolado, en la medida en que su ejercicio dependa de la actividad de otros, particularmente de los sagrados Pastores, que deben reconocerlo, fomentarlo, prestarle el auxilio espiritual necesario, y ordenar su ejercicio en el seno de la comunión eclesial [47].

El c. 213 muestra otro reflejo jurídico fundamental de la vocación cristiana al enunciar el derecho de los fieles “a recibir de los Pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos”. En efecto, los medios de salvación resultan absolutamente imprescindibles para poder alcanzar el fin de la vocación bautismal. Además, en virtud de la voluntad fundacional de Cristo, los fieles no pueden autodonarse esos bienes, ya que han sido confiados a los sagrados Pastores para que los administren. A esa finalidad sirve enteramente la constitución jerárquica de la Iglesia, la distinción y ordenación recíproca entre Jerarquía y pueblo cristiano, sacerdocio común y sacerdocio ministerial a la que antes he aludido.

Esta exigencia básica reclama ante todo que la Jerarquía de la Iglesia organice la cura pastoral de los fieles de modo adecuado y eficaz para ofrecerles el acceso a los bienes espirituales conforme a sus necesidades y a su propia vocación en la Iglesia [48]. Da lugar, además a múltiples concreciones de los deberes ministeriales, reguladas en diversos lugares del CIC [49].

Como un corolario del derecho a recibir la palabra de Dios, el c. 217 especifica el derecho de los fieles a recibir una educación cristiana, fundamentándolo explícitamente en el hecho de que todos han sido llamados “por el bautismo a llevar una vida congruente con la doctrina evangélica”, que por tanto deben poder conocer con autenticidad y profundamente, comenzando por el nivel catequético básico hasta llegar incluso a la formación de nivel universitario (cfr. c. 229) [50].

El c. 214 regula, como manifestaciones específicas de la variedad con que acontece la correspondencia a la vocación cristiana en la Iglesia, los derechos de todo fiel al propio rito y a la propia espiritualidad.

El derecho a dar culto a Dios según las normas del propio rito (expresión que designa primariamente la propia Iglesia ritual sui iuris) se basa en la conveniencia de favorecer el bien espiritual que implica para los fieles desarrollar su trato con Dios conforme a las tradiciones litúrgicas y espirituales en las que arraiga su condición cristiana [51]. La norma del c. 214 se acompaña, para hacerla operativa, de diversas disposiciones de organización pastoral en el Código latino [52].

El derecho a seguir la propia forma de vida espiritual —limitado solo por la conformidad con la doctrina de la Iglesia— se basa en la multiforme pluralidad de caminos por los que cabe perseguir la meta de la identificación con Cristo, la santidad, conforme a la variedad de dones que el Espíritu distribuye. Al impedir que se establezcan arbitrariamente cánones uniformadores y restrictivos para la vida espiritual —más allá de los medios generales presentes en la tradición viva de la Iglesia—, abre un cauce de libertad que permite a los fieles desarrollar sus propios carismas y secundar la acción del Espíritu Santo según los modos que les resulten más fructíferos [53]. La organización de la atención pastoral de los fieles encuentra también aquí un principio informador fundamental.

Los derechos de asociación y reunión para fines y materias propios de la misión eclesial, sancionados en el c. 215 y desarrollados en otras normas del CIC [54], constituyen cauces para que los fieles que lo deseen puedan poner en práctica, de manera asociada o colectiva, diversísimas iniciativas relacionadas con su vocación cristiana.

Mencionaré, por último, el derecho a la libertad en la elección del propio estado de vida, que guarda, evidentemente, relación directa con la personal vocación cristiana. Se trata fundamentalmente aquí de la inmunidad de coacción, tanto a la hora de adoptar el estado de vida libremente elegido, como a la hora de mantenerlo, sin más restricciones que las legítimamente establecidas por el derecho (señaladamente, en virtud de sanción penal). A la vez, desde el punto de vista positivo, este derecho reclama de toda la comunidad eclesial (pastores, padres, educadores), cada uno según sus responsabilidades, que se facilite a los fieles el clima y los subsidios necesarios para que puedan reconocer su propia vocación y seguirla.

Sin embargo, la libertad en la elección de estado no otorga a cada fiel acceso absoluto e ilimitado a cualquier estado que subjetivamente desee. Cuando se trata de condiciones de vida en las que entra en juego el bien público o los derechos y libertades de otros sujetos, el interesado tiene derecho a manifestar su deseo o inclinación, pero debe cumplir las condiciones legítimamente establecidas y recibir el consentimiento o la llamada de otros a tenor del derecho. Así sucede, evidentemente, con el matrimonio; y de manera peculiar con el sacramento del orden o con la asunción de estados de vida que exigen ser admitido por la autoridad competente. Este es, como veremos, uno de los puntos en que se muestra de modo más específico la relación entre derecho y vocación.

8.       La vocación cristiana en los fieles laicos

El CIC, desde el punto de vista de la constitución jerárquica de la Iglesia, llama laico a todo fiel que no ha recibido el sacramento del orden (cfr. c. 207 § 1). Pero usa también el término, conforme a la doctrina del Concilio Vaticano II, para designar una modalidad de fieles cristianos que se distingue, tanto de los ministros sagrados o clérigos, como de los fieles que asumen alguna de las formas canónicas de vida consagrada (cfr. c. 207 § 2).

En este sentido específico, los laicos son los fieles corrientes, los bautizados que viven en las circunstancias comunes de la existencia ordinaria en el mundo. Su posición eclesial no se delimita de modo meramente negativo, sino que se caracteriza positivamente por la nota de la secularidad, ya que "la índole secular es propia y peculiar de los laicos" [55], de modo que determina su misión en la Iglesia y en el mundo, y da razón de su estatuto jurídico.

Al señalar precisamente la secularidad como "índole propia" de los fieles laicos, el Concilio Vaticano II indica el rasgo que define su modo propio [56] de buscar la santidad y de participar en la misión evangelizadora de la Iglesia, la forma peculiar que asume en los laicos la vocación cristiana: "La común dignidad bautismal asume en el fiel laico una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad en la índole secular" [57].

Si la misión específica que corresponde por vocación a los laicos es santificar el mundo "desde dentro", a modo de fermento, la eficacia de su aportación a la misión de la Iglesia dependerá en buena medida de que se mantengan fieles a su modo de ser cristianos: la secularidad (cfr. c. 225). Y ésta implica: que viven plenamente inmersos en las realidades temporales y que esa vida es plenamente cristiana [58].

La peculiaridad de la vocación laical ha sido acogida también en el CIC, cuya característica más importante respecto a los laicos es, sin duda, el cambio de perspectiva que supone la proclamación del principio de igualdad y la formalización de la común condición jurídica de fiel, con todos sus derechos y obligaciones.

Se ha dicho a veces, no obstante, que, en contraste con la revalorización conciliar de la vocación y misión de los laicos, el Código les presta poca atención, mientras que dedica gran número de cánones a los clérigos, a la Jerarquía y a la vida consagrada, como si perdurase una concepción de la Iglesia en la que los laicos no tuvieran más  que un papel auxiliar o subalterno. Sin embargo, si se tiene en cuenta la índole secular que es característica peculiar de los fieles laicos, se advierte que el CIC acoge fielmente los rasgos propios de su vocación y misión expuestos en el Concilio.

Hay, en efecto, algunas normas —pocas— que se refieren a capacidades y responsabilidades de los laicos en tareas internas de la Iglesia; y nada se dice sobre la mayoría de los aspectos de su vida. Pero ese silencio no es sino manifestación de que la vida cristiana de los laicos, en su mayor parte, se desarrolla en las vicisitudes y circunstancias del mundo —que no son regulables desde el Derecho canónico—, y ello por su propia vocación, que se reconoce (cfr. c. 225) y se sostiene con todos los medios de santificación.

Además, el Código incluye, bajo el título "De las obligaciones y derechos de los fieles laicos", ocho cánones (224231) que precisan en algunos aspectos su posición jurídica en la Iglesia.

Son, como sucede con los que componen el estatuto jurídico fundamental de los fieles, cánones de contenido heterogéneo: no todos recogen propiamente deberes y derechos, ya que varios tratan de capacidades, o de deberes no jurídicos, sino morales [59]; algunos enuncian deberes, derechos o capacidades no exclusivamente laicales (pero que el CIC explicita por referirse a ámbitos en los que no se había precisado la posición de los laicos [60]); otros no afectan a todos los laicos, sino solo a algunos [61]; y, finalmente, los hay que tratan aspectos muy circunscritos [62], mientras que otros aluden a la parte esencial de la vida y misión de los laicos [63].

En cuanto a los contenidos concretos de ese título, en primer lugar se trata del apostolado de los laicos. Reiterando y concretando la disposición del c. 211, el c. 225 § 1 se refiere al deber de hacer apostolado, y reconoce el correspondiente derecho de los laicos a trabajar apostólicamente, de modo personal o asociándose con otros. El canon citado funda este deber y derecho de hacer apostolado en el bautismo y en la confirmación, no en un encargo de la Jerarquía [64]. El apostolado propio de los fieles laicos es inseparable de su secularidad. Resulta imposible, por eso, hacer un elenco de sus manifestaciones [65] puesto que son tan diversas como las situaciones y vicisitudes de la vida en el mundo. Pero es indudable que la misión de "iluminar y ordenar las realidades temporales" [66], se ha de ejercer, ante todo, en la vida ordinaria: familia, trabajo, vida social, amistad, etc.

Además de resaltar la dimensión apostólica de la vida cotidiana, el Concilio llamaba a los laicos, precisamente por su índole secular, a asumir su responsabilidad apostólica especialmente en aquellos lugares, circunstancias y actividades en los que la Iglesia solo puede ser sal de la tierra a través de ellos [67]; y el c. 225 § 1 se hace eco de esa llamada.

Por su parte, reconociendo otro de los elementos fundamentales de la peculiar vocación laical, el c. 227 recoge el derecho de los laicos a que se les reconozca, por parte de las autoridades eclesiásticas, la libertad que compete a todos los ciudadanos en los asuntos terrenos. Ese reconocimiento es esencial para que no se coarte el desarrollo de su misión propia (cfr. c. 275 § 2).

Las cuestiones temporales tienen su propia autonomía [68], y no es misión de la Iglesia gobernarlas: en ese aspecto no tiene competencia. Son éstas precisamente aquellas actividades, antes mencionadas, en las que la Iglesia no puede ser sal de la tierra sino a través de los laicos, de su libre iniciativa y responsabilidad en su misión de iluminar cristianamente esas realidades, ordenándolas según Dios [69]. Pero la autonomía de lo temporal no puede legitimar una quiebra de la autenticidad de la vida cristiana [70]. El propio c. 227 recuerda por eso que, al ejercer su libertad en las cuestiones temporales, los laicos "han de cuidar de que sus acciones estén inspiradas por el espíritu evangélico, y han de prestar atención a la doctrina propuesta por el magisterio de la Iglesia", que, lógicamente, no propondrá soluciones concretas, sino que se limitará a iluminar las conciencias acerca de los aspectos y dimensiones morales de esas cuestiones. Puesto que en muchos asuntos caben diversas opiniones coherentes con la fe, los fieles laicos deben evitar "presentar como doctrina de la Iglesia su propio criterio, en materias opinables" (c. 227).

El c. 229 § 1 conecta el deber de apostolado con el deber y el derecho de los laicos de adquirir conocimiento de la doctrina cristiana, de acuerdo con la capacidad y condición de cada uno (cfr. c. 217). Se sigue de aquí el correlativo deber de los sagrados Pastores de ofrecer y organizar los medios necesarios para esa formación.

En efecto, para estar en condiciones de cumplir la misión de iluminar todas las realidades seculares, evitando la tentación del secularismo, resulta imprescindible una formación que proporcione la capacidad de discernimiento, de juzgar lo que agrada a Dios [71], sin dejarse llevar acríticamente por los criterios de comportamiento imperantes. Se necesita, en particular, un conocimiento exacto y profundo de las verdades de la fe; una recta antropología; la ciencia moral esencial, especialmente sobre las cuestiones más relacionadas con las propias circunstancias; un conocimiento sólido de la doctrina social de la Iglesia. Y todo ello orientado a la formación de la conciencia personal, ya que la coherencia cristiana debe darse en una vida secular presidida por la más amplia libertad de decisión y de acción (cfr. c. 227).

El derecho de los laicos a la formación doctrinal se prolonga en el derecho a recibirla, si se tiene la necesaria preparación intelectual, al más alto nivel en las facultades e institutos eclesiásticos, y a obtener los correspondientes grados académicos (c. 229 § 2). El c. 229 § 3 reconoce, asimismo, a los laicos capacidad para recibir mandato de enseñar ciencias sagradas, si cumplen los requisitos de idoneidad establecidos por el Derecho (cfr. c. 812).

Por lo que se refiere a la asunción de cometidos intraeclesiales por parte de los laicos, el c. 230 recoge algunas capacidades concretas en materia litúrgica; y en su § 3 se refiere al supuesto extraordinario de suplencia, por parte de fieles laicos, de algunas funciones de los ministros sagrados. Esa suplencia solo es lícita en caso de necesidad y si no hay ministros sagrados que puedan realizarlas [72].

Igualmente, quienes reúnan las condiciones de idoneidad pueden  recibir aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir los laicos (c. 228 § 1). Y los fieles laicos que se distingan por su ciencia, prudencia e integridad pueden ser llamados a ayudar como peritos y consejeros a los Pastores de la Iglesia (c. 228 § 2). Quienes reciben esos encargos tienen el deber de formarse para ejercerlos bien, y tienen derecho a una retribución adecuada, de acuerdo también con la legislación estatal (c. 231).

La regulación de las funciones, habilidades y capacidades de los fieles laicos muestra una faceta lógica de su condición de fieles, miembros del Pueblo de Dios, investidos por el bautismo del sacerdocio común. A la vez, el derecho canónico procede cuidadosamente para proteger en el ámbito jurídico la naturaleza propia de la Iglesia y, dentro de ella, de la vocación laical. En efecto, Concebir la plena asunción de la vocación cristiana por parte de los laicos como incremento de su actividad intra-eclesial supondría incurrir en el error que el Sínodo de Obispos sobre los laicos llamó clericalización [73].

La correcta comprensión de la vocación peculiar de los laicos implica entender que su dedicación a las tareas seculares es dedicación a la misión de la Iglesia, en la parte que les es propia por su vocación. No existe aquí un dilema: o misión en la Iglesia o misión en el mundo; sino que ambas dimensiones convergen en unidad de vida [74].

Puede decirse, pues, que toda la vida de los laicos, incluso en sus  manifestaciones más terrenas y cotidianas, posee una dimensión eclesial. Pero, evidentemente, solo si esa vida es plenamente cristiana, vivida en comunión con Dios y con la Iglesia, sin ceder a la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, que constituye "uno de los más graves errores de nuestra época" [75]. Y a favorecer y posibilitar esa plenitud cristiana de la vida ordinaria de los laicos se orientan las breves normas que integran su estatuto jurídico, en conjunción con las que enuncian los deberes y derechos de todos los fieles.

9.       La vocación matrimonial

Al tratar del contenido del Título del CIC sobre los derechos de los fieles laicos, he dejado aparte los que se refieren a la vida matrimonial y familiar, precisamente para subrayar cómo, también en este punto, el CIC adopta la perspectiva propia de la vocación.

El significado radical de la vocación cristiana, expuesto en páginas anteriores, implica que cada bautizado puede y debe vivir todas las realidades y circunstancias que componen su vida como ocasiones de responder a la llamada de Dios, como parte de su vida cristiana y camino de santidad, del mismo modo que el Hijo de Dios, al hacerse verdadero hombre, asumió en su vida divina todo lo humano, santificándolo. Así lo confirma la doctrina conciliar cuando, refiriéndose directamente a los cristianos corrientes, afirma que "todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo" [76].

Sin embargo, desde el punto de vista de la vocación cristiana, hay que advertir que el matrimonio es más que una mera circunstancia personal, que pueda y deba santificarse del mismo modo que todas las otras. Constituye una precisa determinación, una concreción de la vocación bautismal, a través del sacramento del matrimonio: "la vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar (cfr. LG, 41)" [77].

En ese sentido, el mismo matrimonio es vocación cristiana, "una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (...): signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra" [78].

Para comprender esta dimensión vocacional del matrimonio es preciso reflexionar sobre el hecho de que marido y mujer ya no son dos, sino una sola carne [79]. Su unión no es, pues, una relación superficial, sino que incide en el ser de los esposos: el matrimonio une sus personas en todos los aspectos conyugales, que están íntimamente implicados en la vocación fundamental de la persona al amor [80] y, por eso mismo, en la vocación a la santidad, que no es otra cosa que la plenitud de la caridad, del amor.

Así pues, una vez que el ser de cada esposo ha quedado afectado por la vinculación indisoluble con el otro, al que debe en justicia las obras del amor, su personal respuesta a la vocación bautismal no puede darse al margen de esa realidad, de su identidad de esposo o esposa.

Por tanto, no es que los esposos reciban una segunda vocación —ya hemos visto que la vocación identifica a la persona, que es una—, sino que, al constituirse en matrimonio, se especifica el camino por el que han de responder a su vocación eterna a la santidad [81]: un camino marcado decisivamente por la naturaleza sacramental de su unión conyugal, y que adquiere una peculiar fuerza santificadora, intrínseca, por la gracia del sacramento: "el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo, es fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana" [82].

Pues bien, en coherencia con esta concepción, el c. 226 se refiere a la misión peculiar de aquellos laicos que, "según su propia vocación, viven en el estado matrimonial". En su caso el deber general de trabajar en la edificación del Pueblo de Dios se realiza de modo especial a través del matrimonio y de la familia, "Iglesia doméstica". Esto lo harán en primer lugar, aunque no exclusivamente, mediante el cumplimiento fiel del gravísimo deber (c. 226) —al que corresponde un derecho, ante la Iglesia y ante el Estado— de procurar la educación cristiana de sus hijos, que constituye el primer apostolado de los padres cristianos, el primer e insustituible ámbito de su participación en la misión evangelizadora.

10.     Un aspecto peculiar de la relación entre vocación y derecho en el régimen jurídico de los ministros sagrados y de la vida consagrada

Entrando ya a reflexionar sobre los fenómenos vocacionales más conocidos, y tradicionalmente más tratados —la vocación al ministerio ordenado y a la vida consagrada—, parece innecesario detallar aquí la mayoría de las cuestiones que se integran en su tratamiento jurídico que, evidentemente, muestra numerosísimos reflejos de la fe de la Iglesia en la vocación de Dios, de la reverencia, aprecio y gratitud con que la trata y la protege.

Las normas jurídicas que se refieren al sacerdocio y a la vida consagrada van desde el fomento de las condiciones óptimas para que surjan en el Pueblo de Dios las vocaciones necesarias para la misión de la Iglesia, hasta el cuidado de la vocación recibida, mediante precisas normas y exhortaciones de vida dirigidas a los interesados y a quienes tienen la responsabilidad de intervenir en su formación previa y permanente. Me ceñiré ahora, sin embargo, solo a un aspecto, de especial interés desde el punto de vista aquí adoptado, que es peculiar de estos fenómenos vocacionales, aunque se configura jurídicamente de maneras distintas.

Me refiero a la necesaria intervención de una autoridad externa al sujeto, tras una tarea previa de discernimiento, para que la vocación sea eclesialmente reconocida y se despliegue legítimamente, también en sus efectos jurídicos, más allá de la interioridad subjetiva. Se trata, en efecto, de dos casos paradigmáticos en los que la vocación aparece como presupuesto meta-jurídico de la legítima atribución y asunción de funciones o condiciones de vida que tienen evidentes dimensiones de orden público.

Conviene traer a la memoria en este punto, como contexto y fundamento, algunas de las consideraciones ya expuestas en los apartados 1 y 2, acerca del carácter meta-jurídico y la dimensión intrínsecamente eclesial de la vocación.

a)       La vocación al ministerio ordenado

La Iglesia ha considerado constantemente el sacerdocio como un don recibido, un ministerio de institución divina que hace sacramentalmente presente a Cristo el Señor y su acción redentora en medio de su Pueblo.

"Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios (...) lleguen a la salvación" [83]. La función propia de los ministros sagrados en la Iglesia es hacer presente a Cristo, no ya al modo en que todos los fieles, cooperando en pie de igualdad en cuanto a dignidad y acción (cfr. c. 208), edifican su Cuerpo, sino ejerciendo la acción específica que corresponde a Cristo, como Cabeza y Pastor, para guiar y apacentar a su grey. Esto requiere en los clérigos una específica capacitación ontológica que depende esencialmente de su participación personal en la consagración y misión de Cristo [84].

La función ministerial no se basa, por tanto, en una simple decisión personal, o en una designación de la comunidad, sino en la sagrada potestad de Cristo. Se trata de una destinación sacramental a desempeñar en nombre —y los sacerdotes (obispos y presbíteros), en determinadas acciones, también en persona— de Cristo Cabeza las funciones sagradas de enseñar, santificar y regir, que cada uno de los ministros desempeña según su propio grado [85].

La asunción del ministerio sagrado presupone, ciertamente, una vocación divina, cuya realidad primaria es carismática y misteriosa. La Iglesia sabe bien que “nadie se toma por sí mismo este honor, sino el que es llamado por Dios como Aarón” [86] y, a la vez, siente la grave responsabilidad de no imponer a nadie las manos precipitadamente [87], sin comprobar que posee las debidas condiciones para desempeñar fructuosamente el ministerio sagrado en bien de los fieles, pues de lo contrario permitiría que se causase un grave daño al Pueblo de Dios y al interesado.

El decreto conciliar sobre la formación sacerdotal expresa, a este respecto, plena confianza en “la acción de la divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los hombres elegidos por Dios a participar en el Sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia” [88]. Opera aquí la certeza, siempre presente en la Tradición cristiana, de que Dios, al elegir a una persona para una misión determinada, le otorga los dones, cualidades y auxilios que necesita para llevarla a cabo fiel y fructuosamente [89].

Si se tiene presente que, como considerábamos más arriba, la elección de Dios es eterna, anterior a la creación, se comprende que no es temerario, sino perfectamente coherente aspirar a discernir prudentemente y con la ayuda de Dios ciertos signos externos de que una persona determinada ha recibido la vocación sacerdotal. Por eso el mismo decreto conciliar añade que Dios no solo llama interiormente a los que ha elegido, sino que “confía a los legítimos ministros de la Iglesia que, una vez conocida la idoneidad, llamen a los candidatos bien probados que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia” [90]. De este modo, la vocación al orden sagrado es, a la vez, divina y canónica [91].

Así, entre las condiciones de licitud para recibir la ordenación diaconal o presbiteral, resumidas en el c. 1025 § 1, se exige en primer lugar que el sujeto reúna las debidas cualidades, que corresponde valorar al Obispo propio o —tratándose de un candidato miembro de un instituto de vida consagrada— al superior mayor competente. La autoridad competente debe valorar esas cualidades conforme a derecho, según dispone el mismo canon, con el fin de comprobar la autenticidad de los signos de la vocación del candidato y, en su caso, llamarlo a las órdenes.

De ahí que nadie pueda invocar propiamente un derecho a la ordenación [92]. En virtud del c. 212 § 2, quien cree tener vocación sacerdotal tiene derecho a manifestar a los sagrados Pastores su creencia de ser llamado por Dios, y su deseo consecuente de recibir la ordenación, si cuenta con las condiciones personales necesarias y una vez recibida la oportuna preparación.

Además, del mismo modo que está “terminantemente prohibido obligar a alguien, de cualquier modo y por cualquier motivo, a recibir las órdenes”, se prohíbe igualmente “apartar de su recepción a uno que es canónicamente idóneo” (c. 1026; cfr. c. 1038). Por tanto, ante la manifestación del deseo de recibir la ordenación por parte de un fiel, los Pastores sagrados tienen el deber de valorarlo adecuadamente, poner los medios para llevar a cabo el discernimiento y no exigir condiciones arbitrarias ni poner obstáculos innecesarios.

El discernimiento vocacional debe procurar determinar, en la medida en que ello es humanamente factible, la idoneidad personal del candidato (cfr. c. 1029) que, como he señalado, guarda una profunda relación con la autenticidad de su vocación divina. Ciertamente, se trata de un terreno en el que entran en juego de manera muy singular la prudencia, la experiencia y la recta capacidad de juicio. A la hora de alcanzar la certeza moral requerida para llevar a cabo la llamada canónica a las órdenes de un candidato intervienen factores que escapan a la determinación jurídica, si bien el derecho procura objetivar en cierta medida —a veces enunciándolas mediante conceptos jurídicos indeterminados— algunas de las principales cualidades que configuran positivamente la idoneidad personal (cfr. c. 1029).

b)       La vida consagrada

La modalidad de vida a la que da lugar la consagración a Dios por la profesión de los consejos evangélicos es manifestación del principio de variedad, no del principio jerárquico; sin embargo, es "parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un preciso impulso hacia una mayor coherencia evangélica" [93]. De ahí la afirmación conciliar de que "aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece indiscutiblemente a su vida y santidad" [94].

Juan Pablo II ha glosado en diversas ocasiones esa expresión del Concilio: "Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza" [95]. Esta es la razón de que todos los fieles deban apoyar y promover la vida consagrada, aunque Dios llame a ella solo a algunos (cfr. c. 574).

Por estas razones radicadas en el bien público eclesial, unidas a otras particulares que tienen que ver con la tutela de la integridad de los carismas y de la vida regular de los institutos de vida consagrada, también el derecho canónico —de modo análogo a como lo hace en el caso de los candidatos al orden— interviene en el discernimiento de la vocación para abrazar la vida consagrada en una de las formas aprobada por la Iglesia.

Así, el c. 597, al enumerar los requisitos generales para que un fiel pueda ejercer eficazmente la libertad de incorporarse a un instituto de vida consagrada (cfr. c. 573 § 2), y para que el instituto pueda admitirlo, exige que, además de ser católico, sin impedimentos y con la debida preparación, esté movido por recta intención y tenga las cualidades exigidas por el derecho universal y por el derecho propio.

Estas normas básicas se concretan ulteriormente en los cánones dedicados a la admisión, formación e incorporación de los miembros de los diversos tipos de institutos [96]; y en el derecho propio de cada uno de ellos, que regulan las condiciones en que debe efectuarse el discernimiento de la idoneidad personal y la admisión para incorporarse —temporalmente, hasta llegar a la incorporación definitiva— al instituto.

* * *

Debo poner fin ya a estas páginas, para no extenderme más de lo admisible. Espero haber sido capaz de mostrar, aunque de modo más bien panorámico, dada la extensión de la materia, que la vocación es un concepto fundamental en la vida de la Iglesia católica y, en consecuencia, posee reflejos muy identificables también en su legislación. Como expresó Juan Pablo II en la Const. Ap. Sacrae disciplinae leges, la finalidad del Código de Derecho Canónico —y otro tanto podría decirse de toda norma canónica— “no es suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando la primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”.

Jorge Miras, en unav.edu/

Notas:

39    Imprescindible, en este tema, la doctrina de Hervada: cfr., para su exposición originaria, J. Hervada – P. Lombardía, El derecho del pueblo de Dios, I, Pamplona 1970; J. Hervada, Elementos de Derecho constitucional canónico, 2ª ed. Pamplona 2001.

40    En la base de esa desigualdad funcional se encuentra la distinción —esencial, y no solo de grado—, que existe por institución divina entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial, que están recíprocamente ordenados el uno al otro. La Iglesia tiene una estructura jerárquica precisamente en orden a la administración de los medios de salvación: aparece como una comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada (cfr. LG, 1011).

41    Las múltiples manifestaciones verdaderas de esa variedad, que suele indicarse hablando de carismas, vocaciones, espiritualidades (c. 214), condiciones de vida (cfr. c. 219) y formas de apostolado (cfr. c.  216), no solo son legítimas, sino que se dan "por designio divino" (LG, 32): como ha subrayado Hervada, obedecen a la voluntad fundacional de Cristo y a la acción del Espíritu Santo.

42    Cfr. A. Marzoa, La 'communio' como espacio de los derechos fundamentales del fiel cristiano, en “Fidelium Iura” 10 (2000) 147-180.

43    Cfr. la sintética exposición de D. Cenalmor, en D. Cenalmor – J. Miras, El derecho de la Iglesia. Curso básico de derecho canónico, Pamplona, 2ª ed. reimpresa 2006, Lecc. 9. Directamente relacionado con este deber y derecho se encuentran los enunciados en los tres parágrafos del c. 212 (obediencia, petición y opinión), que se refieren a otros tantos aspectos de la relación entre los fieles y los sagrados Pastores.

44    Si bien todos ellos se incluyen en un texto jurídico, no todos son susceptibles propiamente de tratamiento jurídico. Como precisa Cenalmor, siguiendo a Hervada y a Viladrich, “no todo lo incluido en estos cánones tiene índole jurídica. Los derechos sí, porque de lo contrario no serían auténticos derechos, que reclaman tutela jurídica; pero algunos deberes (cf., p. ej., c. 210) son prevalentemente morales, y pueden exigirse en justicia solo en determinados ámbitos. Por lo demás, el elenco de obligaciones y derechos de todos los fieles de los cc. 209‐223 (...) no es exhaustivo ni sistemático”. Ibid.

45    Para un estudio pormenorizado, cfr. J. Hervada, Comentario a los cc. 204-231, en CIC anotado (a cargo del Instituto Martín de Azpilcueta), 7.ª ed., Eunsa, Pamplona 2007; J. Fornés, Comentario a los cc. 204-208; en VV.AA., Comentario Exegético al CIC (Dir. A. Marzoa, J. Miras, R. Rodríguez-Ocaña), vol. II/1, Pamplona, 3º ed. 2002; D. Cenalmor, Comentario a los cc. 209-223, ibid.

46    Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem [AA], 2-3; LG, 33.

47    Cfr. AA, 24. Muy relacionado con este derecho‐deber está el derecho, enunciado en el c. 216, a crear y sostener iniciativas apostólicas, como cauce institucional posible para corresponder a la vocación apostólica, y los deberes que se recogen en el c. 222, acerca de la ayuda a las necesidades de sostenimiento de la Iglesia, de promover la justicia social y de ayudar a los más pobres.

48    Cfr. LG, 37, fuente de esta norma, que matiza que los fieles deben poder recibir abundantemente esos medios.

49    Cfr., por ejemplo, cc. 386 § 1, 528, 843 § 1, 885 § 1, 912, 918, 980, etc.

50    En el libro III del CIC, De la función de enseñar de la Iglesia, se regulan con más detalle los distintos cauces y formas con los que la Iglesia proporciona la formación cristiana adecuada a cada fiel en las distintas circunstancias. Por su parte, el c. 218 reconoce a quienes se dedican al cultivo de las ciencias sagradas los derechos de investigación y de manifestar prudentemente su opinión en aquello en lo que son expertos.

51    Cfr. Concilio Vaticano II, Decr. Orientalium Ecclesiarum, 4.

52    Cfr. cc. 111-112, 372 § 2, 383 § 2, 450 § 1, 476, 518, etc.

53    También este derecho encuentra ulteriores concreciones en normas como las de los cc. 239 § 2, 240 § 1, 246 § 4, 991, etc.

54    En especial, el derecho de asociación, que se desarrolla detalladamente en el vigente régimen canónico de las asociaciones de fieles (cc. 298-329).

55    LG, 31; cfr. c. 225 § 2.

56    Cfr. LG, 31.

57    Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici [CL], 15. El Concilio describe así esa índole secular: "Corresponde a los laicos, por su vocación propia, buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, es decir, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Es ahí donde son llamados por Dios para que, realizando su función propia, bajo la guía del Evangelio, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a semejanza del fermento, y de esta manera, sobre todo con el testimonio de su vida, iluminando con la fe, la esperanza y la caridad, muestren a Cristo a los demás. Por tanto, a ellos les  corresponde de manera especial iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser y se desarrollen constantemente según Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor" (LG, 31).

58    Cfr. CL, 2. Más desarrollado en J. Miras, Fieles..., cit.

59    Cfr., por ejemplo, c. 225.

60    Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 1; 228; 229 §§ 2‐3.

61    Cfr., por ejemplo, cc. 226; 230 § 1; 231.

62    Cfr., por ejemplo, c. 230.

63    Cfr., por ejemplo, cc. 225 § 2; 226 § 1.

64    Cfr. CCE, 900. Se acoge de este modo en el canon la doctrina conciliar, que superó una concepción reductiva del apostolado laical como mera cooperación en el apostolado jerárquico (esto no supone que no se dé también esa cooperación —cfr. LG, 33; AA, 20—; ni excluye el papel que corresponde a los Pastores en la promoción y ordenación del apostolado laical: cfr. AA, 24).

65    Cfr. AA, 16.

66    LG, 31; c. 225 § 2.

67    Cfr. LG, 33.

68    Cfr. GS, 36.

69    Cfr. LG, 31; c. 225 § 2.

70    Cfr. LG, 36.

71    Cfr. Rm 12, 2; Ef 5, 10.

72    La Instrucción Ecclesiae de mysterio, de 15.VIII.1997, precisó diversas cuestiones al respecto, con la preocupación —entre otras— de evitar que una indebida generalización de esos supuestos pueda tergiversar la naturaleza del sacerdocio común de los fieles (cfr. Principios teológicos, n. 2).

73    Cfr. CL, 23. Dicho error consistiría en entender la "promoción del laicado" como si se tratara sobre todo de abrir a los laicos el acceso a funciones y cometidos antes reservados a los clérigos, o de contar más con su colaboración en tareas intra-eclesiales.

74    Cfr. CL, 17 y 59. Unidad de vida significa especialmente —como enseñó con especial fuerza desde 1928 San Josemaría Escrivá— que en la existencia del cristiano no se pueden separar o contraponer los aspectos propios de su condición de cristiano y los de su condición de hombre y ciudadano.

75    GS, 43; cfr. CL, 2.

76    LG, 34; cfr. LG 10.

77    Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio [FC], 56.

78    San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 23. Cfr. J. HERVADA, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, 3.ª ed., Eunsa, Pamplona 1987, pp. 347-348.

79    Gn 2, 24; Mt 19, 6; cfr. GS, 48.

80    Cfr. FC, 11; RH 10.

81    Cfr. A. Sarmiento, El matrimonio cristiano, Pamplona 1997, pp. 141 ss,

82    FC, 56. Cfr., para una exposición más amplia, J. Miras – J.I. Bañares, Matrimonio y familia, Madrid, 5ª ed. 2007, Lecc. 13.

83    LG, 18.

84    "El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad (...) Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio (...) Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia: debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo" (CEC, 874-875).

85    Cfr. c. 1008. "Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (...), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los obispos, los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en diverso grado, a diversos sujetos en la Iglesia" (LG, 28). "De Él los obispos y los presbíteros reciben la misión y la facultad (el 'poder sagrado') de actuar in persona Christi Capitis; los diáconos las fuerzas para servir al pueblo de Dios en la 'diaconía' de la liturgia, de la palabra y de la caridad, en comunión con el Obispo y su presbiterio (...)" (CEC, 875).

86    Hb 5, 4.

87    Cfr. 1Tm 5, 22.

88    Concilio Vaticano II, Decr. Optatam totius [OT], 2.

89    Cfr., por ejemplo, Sto. Tomás de Aquino, S. Th., III, q. 25, a.5, ad 1.

90    OT, 2.

91    Cfr. para un estudio histórico de esta concepción, E. de la Lama, ¿Vocación divina o vocación eclesiástica? Una dialéctica superada para explicar la naturaleza de la vocación sacerdotal (I y II), en “Ius Canonicum” XXXI, n. 61 (1991), 13-56; y n. 62 (1991), 431-507.

92    “Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (cfr. Hb 5, 4). Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido” (CEC, 1578).

93    Juan Pablo II, Ex. Ap. Vita consecrata [VC], 3.

94    LG, 44; cc. 207 § 2, 574 § 1.

95    VC, 29.

96    Cfr., por ejemplo, cc. 641-653, para los institutos religiosos.

Jorge Miras

1.       Vocación y derecho: algunas precisiones

Al aceptar la amable invitación para colaborar en este volumen con un trabajo sobre la vocación en la Iglesia católica, tema extenso y que puede abordarse en muy diversas perspectivas, he optado, como canonista, por intentar poner de relieve algunas líneas fundamentales del tratamiento de la vocación por el derecho canónico vigente.

No obstante, parece ineludible anteponer al menos una precisión, a la vista del contraste que implica ya la mera alusión a una posible relación entre vocación y derecho. Se trata, en efecto, de dos realidades cuyas características más evidentes parecen, a primera vista, difícilmente conciliables.

En la reflexión cristiana [1], la vocación se considera un fenómeno de gracia cuya experiencia —una vez cerrado el tiempo del caminar terreno de Jesucristo— acontece fundamentalmente en la intimidad de la relación personal entre la persona humana y Dios, en el santuario de la conciencia, sin acompañarse por lo general de manifestaciones externas, sensibles e inequívocas.

Por su parte el derecho, como ordenación jurídica, se orienta a estructurar la vida social; y lo hace precisamente en cuanto a las cosas externas, o al menos en cuanto a las dimensiones o manifestaciones externas de las diversas realidades humanas, que son las únicas con directa relevancia social.

Desde ese punto de vista, no cabe duda de que la vocación se sitúa en un plano metajurídico, ya que ni las relaciones personales del hombre con Dios (que no poseen las características propias de la juridicidad), ni la intimidad de la conciencia, ni la gracia son de suyo objeto del derecho.

Habría que precisar, por esto, que el derecho canónico, cuando entra en contacto con la realidad vocacional, no pretende desbordar el ámbito propio de lo jurídico, ni efectúa un retroceso en la adecuada distinción y coordinación entre fuero interno y fuero externo [2]. La relación entre derecho y vocación se entabla precisamente en la medida en que el fenómeno vocacional trasciende el ámbito puramente interior  a la persona, presenta dimensiones externas y, por tanto, con relevancia eclesial.

Conviene entender bien esta afirmación. Es bien cierto que, en virtud de la misteriosa solidaridad sobrenatural existente entre los bautizados, la comunión de los santos [3], incluso los aspectos más privados e íntimos de la vida personal —la oración, el mérito, el pecado...— influyen sobre todos los miembros del Cuerpo Místico. Pero esto no significa que esos aspectos de la vida personal sean propiamente objeto de la justicia y, por ende, de las normas jurídicas. Una realidad personal es susceptible de tratamiento jurídico solo cuando posee manifestaciones externas que pueden afectar  a otros o verse afectadas por otros.

2.       Dimensión eclesial de la vocación

¿En qué ámbito o en qué aspectos tiene sentido, entonces, hablar de tratamiento jurídico de la vocación?

A mi juicio, para plantear adecuadamente esta cuestión es imprescindible reparar en que la dimensión eclesial —social— no es un añadido extrínseco a la vocación cristiana, sino un elemento esencial que la caracteriza y la hace posible. Sería reductivo, en efecto, concebir la vocación como una pura experiencia subjetiva individual que acontece exclusivamente en la intimidad de la conciencia y en la relación directa del hombre con Dios.

En la providencia amorosa de Dios, la vocación cristiana acontece y se vive en la Iglesia [4], que es el gran misterio de vocación (de convocación) de todos los hombres y, concretamente, de todos los fieles.

De hecho, quizá no exista una perspectiva más radical para situarse en la comprensión de sí misma que posee la Iglesia católica que la de la vocación, que se encuentra ya apuntada en la misma etimología de la voz ekklesia.

En efecto, Dios no ha querido “santificar y salvar a los hombres individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” [5]. “La palabra ‘Iglesia’ (...) significa ‘convocación’ (...) En ella, Dios ‘convoca’ a su Pueblo desde todos los confines de la tierra” [6], y lo llama, precisamente, a la comunión en la vida divina, cuya culminación es lo que llamamos santidad: “Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, ‘comunión’ que se realiza mediante la ‘convocación’ de los hombres en Cristo, y esta ‘convocación’ es la Iglesia” [7]. Dejando aparte ahora otras consideraciones, cabe recordar que la Iglesia, en su realidad a la vez visible e invisible, humana y divina, “es asumida por Cristo ‘como instrumento de redención universal’ [8], ‘sacramento universal de salvación’ [9], por medio del cual Cristo ‘manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre’ [10]. Ella ‘es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad’ [11]” [12].

Dios, por tanto, no solo llama —convoca— a todos los hombres y a cada hombre a formar parte de la Iglesia, sino que los llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, instrumento del plan amoroso de Dios, cuya “estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo” [13].

Dios llama, ante todo, mediante el bautismo que la Iglesia ha recibido la misión de administrar: “Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo” [14]. Por eso se habla de vocación bautismal, para todos los cristianos [15].

Llama asimismo cuando la Iglesia proclama la Palabra de Dios, de múltiples y variadas formas, y cuando se dirige a cada hombre, y especialmente a cada cristiano, actuando como instrumento de los cuidados personales que Dios le prodiga a través de la acción pastoral.

Llama, en fin, a través de las gracias y carismas que el Espíritu distribuye con toda libertad, algunos sencillos y comunes, y otros especiales, con los que prepara a determinados fieles y los “dispone para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia” [16]. Entre estos últimos, algunos poseen una gran trascendencia eclesial, incluso estructurante, que justifica y reclama una especial intervención del derecho.

Cuando se considera la realidad sobrenatural de la vocación en el seno de la Iglesia se advierte, así, que puede presentar verdaderas dimensiones de justicia que el derecho debe tomar en consideración y tutelar.

Con esta perspectiva analizaremos, sin pretensión de exhaustividad, algunos de los puntos de contacto más relevantes entre orden jurídico y realidad vocacional que aparecen en el derecho vigente.

3.       La vocación de todos los fieles a la santidad y al apostolado

Para plantear adecuadamente esta materia, es preciso tener en cuenta ante todo la doctrina del concilio Vaticano II [17] acerca de la llamada universal a la santidad [18], considerando precisamente su carácter de llamada, es decir, de vocación.

Como es sabido, en la época anterior al Vaticano II se encontraba ampliamente difundida —no de modo unánime en la doctrina espiritual católica, que presentaba matices diversos, a veces sutiles [19]; pero sí hondamente arraigada en la mentalidad común— una concepción de la vida cristiana que consideraba la santidad una aspiración asequible solamente para ciertos estados de vida o ciertas categorías de cristianos; y la misión apostólica, una tarea propia de la Jerarquía en la que los demás fieles podían ser llamados a colaborar.

En ese contexto conceptual, la expresión “llamada universal”, que alcanza a todos los fieles sin exclusión, pone el acento precisamente en la “novedad” que supone, respecto a la situación doctrinal antecedente, esa enseñanza conciliar que recupera y propone solemnemente la genuina doctrina evangélica, oscurecida durante siglos.

Pero su carácter universal no significa que se trate de una llamada genérica, impersonal, sin destinatario determinado. Por el contrario, esa llamada es, para cada cristiano, personalísima. Toda llamada de Dios, incluso cuando se dirige a una colectividad, se traduce siempre en vocación personal a la que cada uno ha de responder.

Y conviene señalar que se trata de vocación en sentido fuerte, porque el concepto de vocación ha experimentado históricamente un proceso paralelo al oscurecimiento de la llamada de todos los cristianos a la santidad y al apostolado.

Juan Pablo II aludía en 1985 a esta cuestión, que afecta directamente al tratamiento de la vocación en la Iglesia católica: “En el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de ‘vocación’ se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su ‘sígueme’ evangélico únicamente para esos casos. El Concilio ha ampliado esa visión” [20].

Evidentemente, el Concilio no ha negado que “la vocación sacerdotal y la religiosa conservan su carácter particular y su importancia sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios”; pero ha ampliado esa visión precisamente sobre la base de la renovada toma de conciencia de la llamada universal a la santidad y de la participación de todos los bautizados en la misión de Cristo y de la Iglesia [21].

Por esta razón, para hacerse cargo adecuadamente del sentido y de las consecuencias de esa llamada universal, resulta muy necesaria una reflexión renovada sobre el significado de la vocación cristiana.

4.       Renovación de la “cultura vocacional”

La mentalidad común, desarrollada paralelamente al oscurecimiento histórico de la llamada universal a la santidad y al apostolado, a la que antes me refería, comporta una manera casi estereotipada de entender la vocación, que podría describirse en estos o parecidos términos:

—Existen multitud de hombres y mujeres que, al nacer o siendo adultos, han recibido el bautismo, por el cual se han incorporado a la Iglesia y han obtenido acceso a los medios de salvación.

—Algunos de ellos reciben posteriormente una vocación, y respondiendo a ella cumplen una misión determinada en la Iglesia, que comporta compromisos más exigentes. Lógicamente, ya que dedican su vida exclusivamente a su vocación, pueden y deben tener una vida cristiana más perfecta.

—Los demás bautizados, puesto que no tienen vocación, se dedican a las cosas normales de la vida y procuran esforzarse por hacer compatibles sus obligaciones con la fe y la práctica cristiana. Eso sí, teniendo en cuenta la máxima según la cual “primero es la obligación y después la devoción”; y como las obligaciones profesionales, familiares y sociales son tan absorbentes, generalmente no pueden dedicar mucho tiempo a las cosas de Dios, de modo que han de contentarse con una vida cristiana menos perfecta. Lógicamente, también tienen menos exigencias y compromisos que quienes sí han recibido vocación [22].

Aparte de otras razones que tienen que ver con la historia de la espiritualidad y de la teología espiritual, en planteamientos de ese tipo influye la equivocidad que posee en el lenguaje usual la palabra “vocación”:

—En su uso en la vida corriente, indica de manera general la inclinación o predisposición que alguien siente a dedicarse a algo determinado. Así, por ejemplo, se dice que alguien tiene vocación, o incluso “mucha” vocación para ser médico, policía o maestro.

—Se llama también vocación, ya en el ámbito religioso, a una inclinación semejante a la anterior, pero que el sujeto atribuye a una llamada de Dios que le trasciende: es la conciencia o la convicción que alguien tiene de ser llamado por Dios.

—En este mismo plano, también se da el nombre de vocación a la llamada misma, considerada como iniciativa y acción de Dios. Así, si se habla de la vocación de Moisés, vocación es la llamada de Dios y también la percepción, por parte de Moisés, de esa llamada: Moisés tiene vocación, se dice en este sentido.

—Por último, en lo que aquí nos interesa, se habla de vocación para referirse a alguno de los caminos concretos por los que Dios llama a seguirle, que presenta ciertos rasgos distintivos respecto a otros caminos. Se dice, en este sentido, que hay personas con vocación sacerdotal, o con vocación para determinada orden monástica, etc.

De estos cuatro sentidos, se suelen emplear con valor específicamente religioso los tres últimos: la vocación como llamada de Dios, como conciencia de la llamada en el sujeto y como camino concreto de respuesta a la llamada. Pero la equivocidad del término da lugar fácilmente a la idea de que los tres han de darse siempre unidos. Es decir, que quienes no tienen conciencia de haber sido especialmente llamados por Dios para seguirle por un camino concreto, no tienen vocación.

Desde los presupuestos de esta “cultura vocacional” no es difícil, en efecto, que la vocación a la santidad, a la plenitud de la caridad, de los cristianos corrientes, que no son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada se entienda como algo distinto a la vocación propiamente dicha.

Sin embargo, esta reflexión de Juan Pablo II propone una perspectiva renovadora: “El Espíritu Santo de Dios escribe en el corazón y en la vida de cada bautizado un proyecto de amor y de gracia (...) El descubrimiento de que cada hombre y mujer tiene su lugar en el corazón de Dios y en la historia de la humanidad, constituye el punto de partida para una nueva cultura vocacional” [23].

Cada hombre y cada mujer, como persona única, irrepetible, protagoniza una relación personal y única con Dios, que arranca de la elección eterna a la que se refiere San Pablo: “Nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por el amor” (Ef 1, 4). El misterio proclamado en ese pasaje paulino posee una dimensión universal y colectiva, comunitaria, como la misma vocación a la santidad [24]. Pero no es menos cierto que, en definitiva, esa elección y vocación desde toda la eternidad alcanza individualmente a cada hombre y  a cada mujer: es también singular, única e irrepetible [25] para cada uno.

El propio Juan Pablo II comenta de modo muy sugerente el citado texto de la carta a los efesios: “podemos decir que Dios primero elige al hombre, en el Hijo eterno y consustancial, para participar en la filiación divina, y solo después quiere la creación” [26]. Una afirmación que, como el texto paulino, posee primariamente sentido universal, pero puede entenderse igualmente en sentido personal e individual: Dios primero conoce y elige a cada persona y después la llama a la existencia, para que esa vocación y elección se realicen con la respuesta libre de la persona bajo su providencia amorosa, pues, en definitiva, “la vocación última del hombre en realmente una sola, es decir, la vocación divina” [27].

5.       La vocación, clave de la identidad personal

Ninguna persona existe casualmente o sin sentido. El hombre “no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” [28]. La existencia de cada hombre y de cada mujer, su verdad, solo se explica adecuada y totalmente a la luz de ese misterio de amor y de elección, que es “la razón más alta de la dignidad humana” [29].

Por ese motivo, la cultura vocacional que venimos considerando debe corregirse ante todo comprendiendo que la vocación, en sentido propio y radical (es decir, antes aún de la conciencia de la llamada o del camino específico de la respuesta), no es algo añadido a la persona, una incidencia aleatoria, que puede o no sobrevenir en algún momento de la vida. Por el contrario, la vocación, en cierto modo, configura y constituye a la persona misma, es la clave más profunda de su identidad y la razón de su existir [30].

Cada persona es un misterio original de amor y de elección: “Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible” [31], de modo que puede afirmarse, con Juan Pablo II, que “la vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa” [32].

Esa visión de la vocación como clave profunda de la identidad —de la unicidad irrepetible— de la persona se insinúa muchas veces en la Sagrada Escritura cuando Dios, al llamar a alguien para una misión, le da un nombre que expresa la estrecha unidad entre su existencia, su identidad y su misión. Los ejemplos son abundantes, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, culminando en el mismo nombre de Jesús (cfr. Mt 1, 21).

El nombre representa la identidad de una persona, pero existe una diferencia decisiva entre el modo de “dar nombre” de los hombres y el de Dios. El nombre que unos padres eligen, por diversas motivaciones, para su hijo no contiene toda la verdad de la persona, es solamente una representación, una referencia que remite a ella y permite identificarla. Pero si posteriormente esa persona cambia su nombre por cualquier razón, no por eso cambia su identidad, aunque la llamemos de otro modo.

En cambio, Dios da nombre en virtud de su conocimiento creador. Solo Él, que ha conocido y elegido a cada persona desde la eternidad (cfr. Rm 8, 28), puede llamarla por un nombre que expresa plenamente toda su verdad, y que no se puede cambiar. En ese sentido, a cada persona puede aplicarse lo que dice Dios a Israel por boca del profeta Isaías: “Yo te he redimido y te he llamado por tu nombre: tú eres mío” (Is 43, 1).

Ese nombre por el que Dios llama a cada persona a ser suya es la vocación, la identidad verdadera de cada una. En ese sentido, dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (...) Los elegidos viven ‘en Él’, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre” [33]; y apoya esa afirmación en el texto del Apocalipsis que expresa simbólicamente esta promesa: “Al que venza (...) le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2, 17).

Efectivamente, la vocación es la clave de la propia identidad, pero no como una voluntad puramente externa que se imponga a la persona, o como un destino inexorable ya perfectamente predeterminado, al que deba plegarse. El ejercicio de la libertad, en su misteriosa conjugación con la gracia, contribuye de diversos modos a configurar la vocación; de ahí la exhortación de San Pedro: “hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección” (2P 1, 10).

Por eso se afirma que la vocación es don y, a la vez, tarea: elección eterna de Dios y propuesta que Él hace a la libertad de cada persona. En la correspondencia a la vocación de Dios se cifra la autenticidad y la plenitud de la realización personal, de tal modo que en realidad, en el horizonte de la libertad humana, no solo no hay contradicción entre buscar la propia realización y responder a la vocación, sino que el máximo grado de coherencia con uno mismo —el ser yo mismo— se da precisamente en la fidelidad a la vocación: “el compromiso más fuerte ante mí mismo, la más completa honradez y coherencia en mi propio ser, acontecen ante el Dios que llama” [34].

6.       Vocación y conciencia de vocación

Es necesario referirse ahora a una cuestión que, muy razonablemente, se plantea al reflexionar sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado como verdadera vocación personal: “Cuando se reflexiona sobre la universalidad de la llamada a la santidad, viene espontáneamente a la cabeza el pensar en la multitud de hombres y mujeres que no tienen noción alguna de esa vocación. ¿No es contradictorio sostener que Dios llama a la santidad también a aquellos que ni siquiera se dan cuenta?”[35]. Dicho de otro modo, ¿se dan necesariamente unidas la verdadera vocación (iniciativa de Dios que eligellama) y la conciencia personal de vocación?

Ciertamente, muchos bautizados, que además desean vivir cristianamente, no son conscientes de “tener vocación”, es decir, de haber percibido una llamada de Dios que les haya llevado a tomar una especial decisión de correspondencia. Esto no significa, sin embargo, que no tengan en absoluto conciencia y experiencia del contenido fundamental de la vocación a la santidad: de un deber, de una inquietud, de un buen deseo e incluso de un impulso que les mueve a orientar la propia vida hacia Dios. Otra cosa es que el interesado —quizá por influencia de la mentalidad común antes descrita— no dé a esa orientación fundamental el nombre de vocación y no sea, en consecuencia, consciente de tener vocación.

Pero describir la vocación, en su sentido más radical, como la elección que Dios hace desde la eternidad y por la que llama a cada persona a la existencia, implica ante todo que la vida de cada persona es objeto de una providencia especialísima de Dios, que no crea en vano, sino que al llamar predispone las gracias necesarias para que la llamada “se abra camino” y fructifique [36].

La providencia divina encuentra caminos, ordinarios y extraordinarios para darse a conocer gestis verbisque: a través de palabras y nociones explícitas, y también a través de los hechos y de los sucesos —interiores y exteriores— de la vida de cada persona.

Así, en primer lugar, es preciso contar —y la Iglesia lo hace, indudablemente— con la realidad de la gracia y de la acción invisible y callada del Espíritu Santo, que mueve interiormente a cada alma por su camino, con suavidad y fuertemente a la vez (cfr. Sb 8, 1).

Por otra parte, como indicaba anteriormente, hay que contar con el hecho, rico en consecuencias, de que Dios llama en la Iglesia y a través de la Iglesia, de manera  que la conciencia de pertenencia a la Iglesia es una suerte de materialización de la vocación personal, que implica un constante recordatorio y una permanente renovación de la llamada divina, a la vez que proporciona el camino y los medios necesarios para responder adecuadamente a ella.

En definitiva, el hecho de que en muchos cristianos no se dé una conciencia explícita y personal de “tener vocación” en nada merma el carácter de verdadera vocación personal de la llamada a la santidad y al apostolado contenida en el bautismo. Pero eso no significa que baste que alguien esté bautizado para que de forma automática e inconsciente, lo quiera o no, su vida se desarrolle santamente, o que solo sea necesaria la respuesta consciente del cristiano en el caso de las vocaciones que llaman a seguir a Cristo por algún camino específico.

La llamada de Dios exige, en todo caso, docilidad. Pero de ordinario para esa respuesta basta darse cuenta de que se es cristiano, hijo de Dios, y querer vivir como cristiano sirviéndose de los medios que la Iglesia administra. El bautismo siembra en el alma una semilla cuyo desarrollo propio es la santidad [37]: esa realidad viva es vocación, es atracción de Dios. Y, de suyo, posee la fuerza y la grandeza que he intentado ilustrar. Quien —a través de cualquiera de los variados caminos y experiencias de los que se sirve la gracia de Dios— es consciente de su condición de cristiano y procura vivirla fielmente, conoce su vocación y responde realmente a ella [38].

En esta perspectiva se comprende que la enseñanza conciliar sobre la grandeza y la exigencia de la vocación cristiana a la santidad es un don de Dios muy apreciable para toda la Iglesia. Para los sagrados pastores, porque esa renovada conciencia fomenta una organización y una acción pastoral que, de hecho, impulsen y favorezcan objetivamente la respuesta de todos los cristianos a esa llamada. Para cada uno de los cristianos porque descubrir con luces nuevas la fuerza y la exigencia de la vocación bautismal entusiasma e impulsa a corresponder con voluntariedad más explícita. Con toda esa fuerza exhortaba San Pablo a los primeros cristianos: “Os ruego yo, el prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación con la que habéis sido llamados” (Ef 4, 1).

Jorge Miras, en unav.edu/

Notas:

1   Cfr., para una exposición reciente y las oportunas referencias bibliográficas, J.L. Illanes, Tratado de Teología Espiritual, Pamplona, 2007, pp. 155 ss.

2   Cuestión que, como es sabido, era objeto del segundo de los principios directivos para la reforma del Código de 1917, cuyo texto íntegro fue publicado en la revista Communicationes 1 (1967).

3   Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica [CEC], 946 ss.

4   Cfr., para un mayor desarrollo, F. Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Pamplona 2000, especialmente cap. X, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, y la bibliografía allí citada.

5   Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium [LG], 9.

6   CEC, 751.

7   CEC, 760.

8   LG, 9.

9   LG, 48.

10    Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes [GS], 45.

11    Pablo VI, Discurso 22.VI.73.

12    CEC, 776.

13    Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem, 27.

14    CEC, 784; cfr. CEC 786.

15    “El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria” (CEC, 1533).

16    Cfr. LG, 12.

17    Cfr. LG, 11; 39; 40; 41; etc.

18    Doctrina calificada por Pablo VI como “la característica más peculiar y la finalidad última de todo el magisterio conciliar”: Motu proprio Sanctitas clarior, 19.III.1969, AAS 61 (1969) 159.

19    Cfr. V. Bosch, Llamados a ser santos. Historia contemporánea de una doctrina, Madrid 2008.

20    Juan Pablo II, Carta a los jóvenes, 9.

21    Cfr. Ibid.

22    Cfr. J. Miras, Fieles en el mundo. La secularidad de los laicos cristianos, Pamplona 2000.

23    Juan Pablo II, Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 24.IX.1997.

24    Cfr., más ampliamente, F. Ocáriz, Naturaleza..., cit.

25    Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis [RH], 21

26    Juan Pablo II, Discurso 28.V.86.

27    GS, 22.

28    GS, 19.

29    Ibid.; cfr. también CEC, 27, 44, 505, 518, 549, etc. En estas páginas consideraré únicamente  la vocación en los bautizados; pero la noción radical de vocación sería incompleta si no se subrayara que, como afirma Juan Pablo II, “todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo” (RH, 18): una vida que culmina en la eternidad, “final cumplimiento de la vocación del hombre (...), de la ‘suerte’ que Dios desde la eternidad le ha preparado” y que “se abre camino por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas, de la ‘suerte humana’ en el mundo temporal” (RH, 18). A la luz de este misterio de vocación deben contemplarse incluso las existencias humanas más oscuras e inadvertidas, también las que parecen no tener sentido alguno, contempladas desde una lógica puramente humana. Por difícil o inasequible que pueda resultar para nuestra comprensión uno u otro caso concreto, lo cierto es que ninguna existencia humana está entregada al azar (cfr. E. de la Lama, La vocación sacerdotal, Madrid 1994, p. 204).

30    Ciertamente, deben distinguirse el orden de la naturaleza y el de la gracia, el de la creación y el de la redención; y en ese sentido la vocación no es una realidad “natural”. Sin embargo, considerando a la persona concretamente existente, naturaleza y gracia, creación y vocación se funden, sin confusión, en una existencia elevada al orden sobrenatural. Cfr. a este respecto E. de la Lama, La vocación sacerdotal, cit., pp. 145-151.

31    San Josemaría Escrivá, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 106.

32    Juan Pablo II, Encuentro con seminaristas en Porto Alegre, 5.VI.1980.

33    CEC, 1025.

34    P. Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, 2ª ed. Pamplona 1987, p. 19.

35    F. Ocáriz, Naturaleza…, cit., p. 233.

36    Cfr. RH, 18.

37    “La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana”. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 58.

38    Aunque se está tratando aquí de la vocación a la santidad en el ámbito eclesial humanamente identificable (la vocación cristiana de los bautizados), conviene anotar que la redención abarca a toda la humanidad y el misterio de la vocación no puede encerrarse en ninguna tipología que limite la infinita originalidad del Amor, que quiere que todos los hombres —uno por uno— se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 3-4). Cfr. CEC, 1260.

Prosper  Grech

«La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con  Dios  y de la  unidad  de  todo  el  género humano». Así comienza la Constitución dogmática Lumen gentium. Sin embargo, una simple mirada a nuestro alrededor nos muestra una cristiandad dividida, pueblos y naciones en guerra, odios de clase y raciales, discriminaciones entre sexos, y conflictos religiosos.  ¿Qué  sentido tiene, entonces, el enunciado del Concilio? ¿No será  una simple  figura retórica? ¿Ilustra de verdad la función de la Iglesia Católica en la Historia? Nuestra ponencia, con la ayuda  de la revelación  bíblica, quiere iluminar el significado de las palabras conciliares en una visión escatológica y apocalíptica de la Historia.

El problema de la disgregación del género humano es tan antiguo como los autores del Pentateuco, y aparece íntimamente ligado a la historia del pecado original. Protológicamente Adán, es decir, el hombre, es uno. Sin entrar en el problema del monogenismo o poligenismo, el theologoumenon de la unidad de Adán consiste en la unidad del género humano [1]. La mujer misma es originada desde Adán. De aquí que la división no procede de Dios, quien quiere que los descendientes de Adán formen una familia unida. Esta consideración gana importancia cuando, más adelante, tratamos de la contrafigura del Nuevo Adán, Cristo.

La disgregación surge, pues, con el pecado, con la ruptura de la unión entre el hombre y Dios. Una reunión de la familia humana  no puede, por tanto, prescindir de la restauración del vínculo con el  Creador. No olvidemos que, en el libro del Génesis, la teología del pecado original no se limita al pecado de Adán, sino que se extiende a sus nefastas consecuencias, tal y como se advierte en los once primeros capítulos [2], que narran no sólo los sucesos iniciales, sino también las constantes de la historia de una humanidad pecadora.

La primera división nace entre el hombre y la mujer, cuando en Gn 3, 12 Adán acusa a Eva: «la mujer que  me diste  por compañera me dio del árbol y comí». El llamado proto-evangelio de Gn 3, 15 traza en modo apocalíptico la futura historia de toda la humanidad y la lucha interior a cada hombre. Habrá enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia de una  y otra; entre el  bien  y el  mal en el género humano y en el individuo [3]. El bien logrará la última victo­ria, pero el mal herirá y hará caer a la descendencia de la mujer. El conflicto entre bien y mal, entre luz y tinieblas se simboliza en la narración de Abel y Caín. Surge el homicidio con una raíz expresada por la altiva respuesta de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9). La irresponsabilidad del hombre frente al hombre lleva al odio y a la guerra. Los descendientes de Caín añadieron la poligamia al homicidio (Gn 4, 19-23) y comenzaron la fabricación de armas (Gn 4, 22).

La extensión del pecado clama el diluvio. Pero tampoco los tres hijos del «justo» Noé regresaron a la justicia original: la relación de pueblos descendientes de Sem, Cam y Jafet, en Gn 10, indica la etiología de las divisiones raciales, que con-dividen bendición y maldición. En Gn 11, los constructores de Babel reiteran la altivez de Adán, queriendo sentarse junto a Dios con su técnica, pero provocando la confusión de las lenguas. Los hombres, con distintos idiomas, ideologías y modos de pensar, ya no se entenderán más entre sí, quedando unidos tan sólo por su común orgullo. La disgregación se ha completado: Caín, Lamec, Tubalcaín, Sem, Cam, Jafet y los constructores de Babel viven todavía entre nosotros.

En la civitas terrena o civitas diaboli [4], el pecado actúa  como fuerza centrífuga. Pero la civitas Dei, iniciada con el justo Abel y descendencia de la mujer, aplastará la cabeza de la serpiente.

El primer «signo» de reintegración aparece con Abraham y el pueblo israelita, en quien «serán benditos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12, 3). La elección de Israel es la primera iniciativa de Dios en la historia salvífica para reconducir el hombre a sí, y reunir a todos los pueblos de la tierra. Israel será un «signo», pero no un «sacramento»; signo bastante ambiguo por su exclusivismo que, si al inicio parecía necesario para preservar su identidad, consideraba a las demás naciones como enemigos que deben ser sometidos [5], aunque ya los profetas predijeran la peregrinación de todas las naciones al encuentro de Yahvéh en su monte santo.

Numerosos textos de Isaías ilustran este último punto. Podemos citar, como muestra, algunos cuantos. J. Jeremías los ha reagrupado bajo cinco títulos Jr 6, 1) Epifanía de Dios: las naciones suspiran en espera de esta manifestación. El monte del Señor será más alto que cualquier otro y en su cumbre se manifestará  la gloria de Dios, luz para  todas  la, gentes (Is 2, 2; Is 40, 5; Is 51, 4s; Is 52, 10; Is 60, 3; Is 62, 10; Za 2, 13) [6]. El culmen se alcanzará con la venida del Mesías: «aquel día la raíz de Jesé estará enhiesta para estandarte de pueblos, las gentes la buscarán y su morada será gloriosa» (Is 11, 10). 2) Llamada de Dios: A la manifestación de la gloria de Dios, sigue su llamada: «volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro» [Is 45, 22), e Israel, como su instrumento, amplifica esta llamada: «narrad su gloria en medio a los pueblos, decid a todas las naciones sus prodigios». 3) La peregrinación de los gentiles es la respuesta de todas las naciones  a la invitación  de Dios y de Israel: «al final de los días, el monte del Templo del Señor será elevado en la cima de los montes y estará más alto que las colinas. A él llegarán todas las gentes. Vendrán  muchos pueblos y dirán: 'venid, subamos  al monte del Señor'...» (Is 2, 2s; cfr. Is 19, 23; Is 60, 5-13; Is 66, 20; Zc 8, 21; Za 14, 16). 4) Adoración de Dios en su santuario: «en cuanto a los extranjeros adheridos a Yahvéh para su ministerio... yo los traeré a mi monte santo  y les alegraré en mi casa de oración..., porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» {Is 56, 6s; cfr. Is 45, Is 14; Is 49, 23; Is 66, 18); allí participarán en él. 5) Banquete mesiánico junto a Israel: «hará Yahvéh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos... consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos... consumirá a la Muerte definitivamente» (Is 25, 6-8).

Israel interpretó muchos de estos textos en modo mesiánico,  pero  los rabinos [7], especialmente después  de  la  destrucción  del  Templo  el año 70 d. C., prefirieron relacionarlos con los  oráculos  de  la  destrucción en sentido político,  hasta  la derrota  definitiva  de  Bar  Kochba  en  el 135 d. C.

Aquí surge  un  nuevo  problema.  En Israel,  heredero  de Abraham y «signo» de bendición para todos los  pueblos,  coexisten  dos «almas»: por una parte, la que considera a las naciones como enemigas que, por medio de la guerra santa, deben ser exterminadas «usque ad  mingentem  ad parietem», hasta los oráculos de destrucción de los  países circundantes; por otra, la de los  oráculos  que  se  refieren  a  la  peregrinación  de los pueblos al monte santo. El problema no es, de ningún modo, irrelevante, pues estas dos «almas», con las lógicas modificaciones, se reflejan en  el  Nuevo  Testamento [8].  ¿Cómo  conciliar   la  postura  de  Israel  con el mandato de Lv 19, 18 de «amar al prójimo como a ti mismo»? Este doble espíritu, al menos después del exilio, tiene como raíz común la convicción de la unicidad  de Dios  y de la elección  particular  de Israel.  El «prójimo» es el israelita. El mandamiento  es  necesario  para  mantener unido al pueblo  y preservar  tanto  su  identidad  como  la  pureza  de la auto-revelación de Yahvéh a «su» pueblo. Amigos y enemigos  de Israel y de Dios se identifican. Pero si es verdad que los hebreos quieren alejar cualquier contaminación de su religión y se mantienen lejos política, cultural y religiosamente, de las demás naciones, también lo es que aspiran a que estas naciones se conviertan  a Yahvéh  y  reconozcan  que, en último caso, Israel  tenía  razón. Entre el odio y la  esperanza,  Israel es siempre un «signo» de unión  de  las  gentes que se someten al culto del verdadero y único Dios. No es «sacramento» porque su perspectiva es, todavía, demasiado restringida y sus medios demasiado ligados a una visión política. El Espíritu de Dios actúa en Israel, pero  todavía  no  ha sido difundido sobre todas las naciones, por aquel Siervo  que ofrece su vida por todos, convirtiéndose en la luz de los pueblos (Is 53; Is 42, 6).

Cuando decimos que la Iglesia es como un sacramento  de  unidad,  el adverbio «como» alude a la analogía con los siete sacramentos. El Sacramento radical (Ursakrament) es, sin embargo, Cristo mismo, el totes eusebeías mysterion de 1Tm 3, 16 [9]. Es «sacramento» porque es la manifestación de Dios mismo en la carne,  o  mejor,  de  la  salvación  de Dios, del Reino de  Dios,  que  él  anunció  durante  su  vida en  la  tierra. El Reino de Dios, es decir, la amnistía del Padre y la invitación a la reconciliación, contiene el don del Espíritu «qui ipse est remissio peccatorum», res de este sacramento [10]. Pero Jesús era hebreo, más aún, era el epítome de Israel. ¿El Reino que ha predicado es propiedad exclusiva de Israel? Sin duda, se ofrece primero a los hebreos porque son los portadores de la promesa: Jesús conocía a los profetas demasiado bien como para limitar la invitación de Dios a un sólo, aunque  predilecto, pueblo. Con la elección de los Doce y su misión de  ir  y  «enseñar  a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», Jesús extiende las doce tribus de Israel  al  mundo  entero. En el nombre de la Trinidad, todas las familias de  la  tierra  están unidas en la única familia de la Iglesia (Mt 28, 19).

Muchas veces se pregunta si este mandato de Cristo resucitado no entraba en contradicción con el exclusivismo de Jesús durante su predicación en Israel. Sin embargo, la oferta prioritaria del Reino al pueblo elegido no comportaba ningún exclusivismo por parte de Jesús. La incredulidad de sus contemporáneos ha movido a Jesús a pronunciarse claramente acerca de la apertura del Reino a  todos  los  pueblos, no como reacción debida a un accidente histórico, sino como consecuencia lógica de las profecías. La auto-suficiencia de los jefes religiosos ha causado la exclusión de la oficialidad de Israel de un Reino destinado  al mundo entero [11]. Así, a los renegados de Israel, Jesús opone explícitamente los ninivitas y la Reina del  Sur (Mt 12, 41), Tiro y Sidón (Mt 11, 22), Sodoma y Gomorra, a quienes los hebreos negaban la resurrección. En el Juicio final todas las naciones estarán delante del trono de  Dios y obtendrán la  absolución, si han creído en Jesús (Mt  8,  10), si se han sometido a la Sabiduría  de Dios (Mt  12, 42), si se  han  apiadado de los que sufren (Mt 25, 31-46) y si se han  arrepentido  con el anuncio del mensaje profético (Mt 12, 41). Estos gentiles se sentarán junto a los Patriarcas en el Reino de los Cielos (Mt 8, 11), mientras los descendientes carnales de Abraham no  podrán  exigir  ningún  derecho  a  la  gloria de Dios (Mt 3, 9). La gracia de Dios no está ligada a Israel, tal como muestran las Escrituras y los milagros de Jesús en favor de los extraños (Lc 4, 25s). Vendrán, pues, gentes de oriente  y de occidente,  del norte y del sur, y se sentarán en la mesa del reino, mientras los hijos del  Reino serán arrojados fuera (Mt 8, 11).

El Evangelio de Juan focaliza la universalidad del Reino en la persona de Jesús, el Ursakrament. Ante la afirmación de Jesús de que adónde iba no podían seguirle,  la reacción  de los  judíos: «¿acaso se irá  a los que viven dispersos entre los griegos  para enseñar  a los griegos?» Jn 7, 35), preludia la extensión de Israel. Y en Jn 10, 16, Jesús mismo explicita esta verdad: «también tengo otras ovejas, que no son  de este redil; también a esas tengo que llevarlas y escucharán mi voz; habrá un solo rebaño, un solo pastor». Jesús muere por todos: «no solo por la nación, sino también para reunir en uno  a los  hijos  de  Dios que estaban dispersos» Jn 11, 52). Pero la expresión más explícita acerca de la potencia centrípeta de su muerte y glorificación la tenemos en el capítulo 12, donde se narra que algunos griegos querían ver a Jesús en el Templo, quizás como referencia a la peregrinación de los gentiles  al monte santo. Jesús explica: «cuando yo sea levantado sobre la  tierra atraeré a todos hacia mi» Jn 12, 32). La redacción joánica aclara  los textos sinópticos que hablan del Reino como sacramento  de  unión entre todas las gentes. En Juan, como hemos  dicho,  el  Reino  de  Dios queda centralizado en  la  persona  de Cristo resucitado, que comunica su fuerza de atracción y reunificación a aquellos  que son  «en  Él», esto  es, a su Iglesia haciéndola partícipe de su sacramentalidad radical.

Pero antes de estudiar la sacramentalidad de la Iglesia misma, debemos detenernos un momento en  la sacramentalidad de  Cristo  referida a la unidad del género humano a través de la Iglesia, su Cuerpo. Como no interesa elaborar una síntesis de cristología, nos contentaremos con examinar algunos títulos  cristológicos  que  iluminen  nuestro tema.

Col 1, 15 denomina a Cristo «imagen del Dios invisible». Estas palabras, al estar situadas en  la  primera  estrofa  del  himno,  se  refieren al Cristo preexistente en el que  todas las cosas fueron  creadas. También el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26s), como imagen de la imagen de Dios [12]. Y también Jesús, en su vida terrena, es imagen de Dios, tanto en su humanidad, como en su persona divina, como imagen visible: «el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» Jn 14, 9). No es, sin embargo, una imagen estática, sino dinámica y eficaz, ya que atrae todo hacia sí. Aquí radica su sacramentalidad, de la que participa la Iglesia, insertada  en Cristo, como  el sarmiento  en  la vid Jn 15, 5), de modo que solamente da fruto en virtud de esta inserción. La Epístola a los Hebreos refuerza la dosis de la expresión paulina: «este Hijo, siendo resplandor de su gloria e impronta de su esencia, sostiene todo con su  palabra  poderosa»  (Hb 1, 3) [13].  Cristo  es descrito con las palabras acerca de la Sabiduría divina de Sb 7, 26; es la sabiduría encarnada; la Iglesia, que comunica esta sabiduría con su palabra, contribuye a sostener el ser del mundo en Dios.

La Imagen de Dios hecha carne no es sólo el sacramento de la unión del hombre con Dios. Cristo, en cuanto hombre,  no es un simple individuo. Como Adán, Cristo es el Hombre, el fundador de un nuevo género humano del cual es cabeza [14]. El género humano adámico, disgregado por el pecado, encuentra su nuevo principio de unidad en el nuevo Adán. San Pablo traza la antítesis entre el primer y el segundo Adán en Rm 5, 12-21 y 1Co 15, 45. Sin entrar en las cuestiones exegéticas particulares de estos pasajes, que no atañen directamente a la tesis de la sacramentalidad en relación con el género humano, esta sacramentalidad no se entendería sin el título cristológico del nuevo o segundo Adán. La razón se encuentra en la expresión paulina tantas veces usada de en Christo [15]. Ser «en Cristo» significa entrar en la esfera dinámica, en el campo de acción del Resucitado que nos penetra con su Espíritu vivificante; pero implica también que cada creyente se desvista de su personalidad adámica para revestir la nueva personalidad erística (cfr. Ef 4, 22s, Col 3, 9-11). Este cambio de personalidad sucede «ontológicamente» en el bautismo, que  nos incorpora a  Cristo; pero para que sea efectivo exige un cambio moral y existencial progresivo por parte del creyente, que debe crecer «hasta llegar a la unidad  de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la  madurez  de la plenitud de Cristo» (Ef  4, 13). La tesis de Cristo como nuevo Adán no se encuentra tan sólo en  Pablo.  A  diferencia de Mateo [16], que lo  indica  como epítome de  Israel,  cuando  Lc 3, 18 describe la genealogía de Jesús, no lo hace descender de Abraham, sino que lo llama «hijo... de Adán, hijo de Dios». Cristo recapitula  en  sí a toda la humanidad. El idou ho anthropos de Jn 19, 5, no debe traducirse como «he aquí aquel hombre», sino como «he  aquí al Hombre» que encierra en sí a toda la humanidad; doctrina  recogida  por  Hb 2, 11-13 [17]. Esta era una tesis común a toda la Iglesia primitiva, pero especialmente desarrollada por Pablo.

El Apóstol de las gentes ve las consecuencias sociales de esta realidad cuando escribe en Ga 3, 27-29: «todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, pues todos  vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa». Con estas palabras, Pablo  deroga  las discriminaciones sociales de clase, sexo y raza. Afirmando que, con la fe en Cristo, todas las naciones descienden de Abraham, extiende el Israel según  la carne  a todo el mundo según el Espíritu. El «prójimo» no es tan sólo el otro israelita, como en el viejo Israel, sino que, como enseñó Jesús, indica al samaritano (Lc 10, 25-37) e incluye también al «enemigo» (Mt 5, 43-48). La revolución es completa. Los creyentes en Cristo forman un solo rebaño bajo un solo Pastor, cualquiera que sea la  raza, nación, estado social o sexo: todos son el Israel de Dios (Ga 6, 16).

Si el título de nuevo Adán expresa la sacramentalidad de Cristo en favor de la unión del género humano, el título de Cabeza de su Cuerpo [18], que es la Iglesia, extiende  esta sacramentalidad a la comunidad de los creyentes en El. En Rm 12, 3-7 y 1Co 12, 12-27, al hablar de distintos carismas, Pablo llama a la Iglesia el «cuerpo» de Cristo, sin diferenciar entre cabeza y miembros. Esta distinción se  encuentra  en Ef 1, 22; Ef 4, 15; Ef 5, 23; Col 1, 18; Col 2, 10. [19]. En referencia a nuestro tema, debemos subrayar tan sólo que el cuerpo es la visibilidad del hombre.

Es el signo. La Iglesia es, por tanto, «signum» de Cristo resucitado, nuevo Adán, convertido en Espíritu vivificante que hace al signo «efficax», haciéndole participar de su propia sacramentalidad. En este contexto (1Co 12, 13) el Apóstol reitera que los bautizados en Cristo, esto es, los miembros de la Iglesia, griegos o judíos, siervos o libres, forman un sólo cuerpo. Precisamente en este sentido la Iglesia es sacramento de la unión del género humano. Aunque las imágenes sean diferentes -cuerpo y viña, espíritu vivificante y «atraeré todo a  mí»-, Pablo y Juan enseñan una misma idea acerca de la sacramentalidad de Cristo y de la Iglesia, de una Iglesia visible, de un «cuerpo».

La doctrina de Pablo y Juan acerca de aquello que llamamos la sacramentalidad de la Iglesia no es una teología a priori: surge de los acontecimientos de la historia y está reflejada en los Hechos de los Apóstoles. A la confusión de las lenguas en Babel, se contrapone el fenómeno del habla en diversas lenguas por obra del Espíritu Santo, tanto en la pentecostés de los judíos, como en la «pentecostés de los gentiles» del episodio de Cornelio (Hch 10). Alcanzada la reconciliación con Dios en Cristo, los hombres de las distintas naciones son capaces de entenderse, porque hablan la lengua común del amor.

Los Hechos narran principalmente la expansión de la Iglesia entre los gentiles. Pero esto no sucede sin dificultad. La controversia acerca de la circuncisión que llevó al llamado «Concilio» de Jerusalén (Hch 15) posee una gran importancia para nuestro tema. Todos los protagonistas estaban convencidos que el Evangelio debía ser predicado al mundo entero, pero los judeocristianos a ultranza pretendían hacer prosélitos hebreos que creyeran en Jesús. Así, el «signum» habría sido el Israel «según la carne» que, en su mayoría, había rechazado el Evangelio. La controversia paulina acerca de la suficiencia de la fe en Cristo, sin la circuncisión ni la observancia de la ley mosaica, tiene como consecuencia eclesiológica la transferencia del «signum» hacia el nuevo pueblo de Dios, enraizado sí en Israel, pero con «res» en Cristo y no en Moisés. De hecho, en Rm 11 Pablo afirma que el antiguo Israel sufrirá de ceguera hasta que no ingresen en él todas las gentes; sólo después le será quitado el velo que cubre sus ojos, para que vuelva a ser el corazón del Israel según el Espíritu  (2Co  3,  14s;  Rm  11,  espec. 25-32) [19]. Es verdad que por la descendencia de Abraham serán bendecidas las naciones, pero basta con el «resto» que ha creído, de manera que el pueblo que se gloría del viejo Moisés sin reconocer al nuevo (Dt 18, 18) se convierte no en signo de unidad, sino de contradicción. La vocación de las naciones como coherederas en plenitud de las bendiciones de Abraham es la esencia de aquello que Pablo llama el mysterion escondido en los siglos y revelado a él en los últimos tiempos (Rm 16, 25, Ef 3, 3-7).

Hasta aquí hemos trazado la doctrina de la sacramentalidad de la Iglesia en el Nuevo Testamento. ¿Ha sido realizado este ideal en la historia? Es innegable que hoy encontramos la Iglesia Católica en todo el mundo como el árbol del grano de mostaza en que anidan todos los pájaros del cielo (Mt 13, 32). Pero los creyentes en Cristo están divididos; pueblos y naciones distintas, pertenecientes a la misma Iglesia, combaten muchas veces entre sí y encontramos todavía discriminaciones sociales y de sexo en los países católicos. ¿Cómo se explica esta situación?

Volvamos por un momento al texto de Gn 3, 15, citado al inicio de esta conferencia. El proto-evangelio había previsto una lucha continua en la historia entre las descendencias de la serpiente y de la mujer, entre los hijos de Caín y de Seth. En el acontecimiento pascual, el descendiente por antonomasia de la Mujer, Cristo, ha aplastado de una vez por todas la cabeza de la antigua serpiente  y, en el lenguaje  del Apocalipsis, la ha atado por mil años (Ap 20, 2s); pero su aniquilamiento definitivo tan sólo acaecerá en los últimos días (Ap 20, 10). Entretanto, la lucha entre el bien y el mal perdura. Si hay un mysterium salutis que actúa como fuerza centrípeta, hay también un mysterium iniquitatis (2Ts 2, 7) que obra de fuerza centrífuga. Este misterio del mal actúa tanto fuera de la Iglesia, donde está su propio reino, como dentro, a través de los numerosos «anticristos» (1Jn 2, 18; 2Jn 7). Así, también nosotros, cristianos, hemos merecido  a lo largo de la historia la dura reprimenda de Ezequiel, por haber profanado y deshonrado el nombre de Dios entre las gentes, en vez de santificarlo (Ez 36, 17-22). El «mundo» en el sentido joánico de la palabra es un anti-sacramento; pero este mundo puede penetrar también en la Iglesia de modo que los cristianos mismos pueden convertirse en anti-sacramento (cfr. 1Jn 4, 1-6). Las epístolas a las siete iglesias de Ap 2-3 muestran la precaria situación de toda comunidad. Basta pensar que, geográficamente, aquellas iglesias, como las antaño gloriosas comunidades nord-africanas, pertenecen hoy al mundo musulmán.

Precisamente el Apocalipsis de Juan dibuja con suma maestría la parodia del mysterium iniquitatis. Los actores principales del mysterium salutis son el Padre, el Cordero inmolado y los Siete Espíritus de Dios de Ap 1, más la Mujer vestida de sol (Ap 12), madre y esposa del Hijo, Miguel (quis ut Deus, Ap 12, 7) y la nueva Jerusalén (Ap 3, 12; 21, 2) [20]. Todas estas figuras  tienen su contrapartida. Fuente de todo mal  es el Dragón (Ap 12; Ap 13; Ap 16; Ap 20), de quien derivan la potestad y fuerza de la Bestia que surge del mar, alusión al estado romano (Ap 13, 1) y  de la otra Bestia, dependiente de la anterior, que nace de la Tierra (Ap 13, 12ss) y da vida a su progenitora. He aquí la trinidad satánica. Simboliza los poderes políticos del Asia Menor que llevan a la práctica las persecuciones decretadas por Roma. También entran en escena la gran Prostituta (Ap 17), identificada con Babilonia y contrafigura de la Jerusalén celestial; el grito de guerra: quis ut bestia? de Ap 13, 4, contrapuesto a Miguel; y el pseudo-profeta (Ap 20, 10), adversario del profeta que compone el libro. Otras oposiciones semióticas se dan entre la señal de la bestia, que sus fieles deben llevar en la frente, y el signo de Cristo de los creyentes; mientras el hén kai ouk estin de Ap 17, 8 opone la existencia  de la  bestia a la de Dios y de Cristo que son el Alfa  y Omega, que era, que es y que vendrá. La gran Prostituta es un reflejo negativo de la Mujer vestida de Sol y de la Esposa del Cordero (Ap 17, 1; Ap 19).

La Babilonia-prostituta es, pues, el signum y el Dragón-diablo es la res del anti-sacramento diabólico, fuerza de atracción de todas las naciones, sea por medio de la potencia de Satanás o la política, como, sobre todo, por medio del comercio y el poder financiero, según se desprende del lamento de los mercaderes por la caída de Babilonia  (Ap 18). Juan lo llama «príncipe de este mundo» Jn 12, 31; Jn 14, 30) y Pablo lo llama «diás» en 2Co 4, 4. Es obvio que el anti-sacramento del Apocalipsis es sólo un símbolo que puede ser aplicado en todo tiempo y lugar. Bien a Moscú, Londres, Nueva York o cualquiera de las potencias inmorales que combaten al Reino de Dios en esta tierra. Su fin y destrucción ya han sido decretados, pero antes de caer definitivamente arrojado al estanque de fuego, el Dragón hará todavía mucho daño (Ap 20, 10.14).  Por  otra  parte,  al  autor  del  Apocalipsis  ve  a la Iglesia como formada por toda tribu, pueblo y nación que reina sobre la tierra (Ap 5, 10).

De todo lo dicho, surge un gravísimo problema para nuestra tesis. Hoy día, como en el Antiguo Testamento, las naciones son al mismo tiempo objeto de la fuerza de atracción y de la misión de Israel­Iglesia, y enemigas que Cristo vencedor destruirá (Ap 19, 15). Para complicar más la cuestión, naciones e Iglesia no son compartimentos estancos, sino que se entrelazan: encontramos «el mundo» dentro de la Iglesia, a la vez que el poder del Reino actúa entre sus adversarios. Hay «anticristos» dentro de la Iglesia y «saulos» fuera de ella.

Otro problema nace con  el  milenarismo [21].  ¿Cuándo  llegará  la  gran reunión de las naciones, atraídas por la fuerza sacramental de la Iglesia? ¿Podemos, como Teilhard de Chardin, imaginar un punto omega antes de la parusía, donde las profecías encuentren su cumplimiento?

¿No sucederá todo en el siglo futuro, mientras en éste tan sólo perdurará la lucha, pues aún se mantiene el pecado original? En otras palabras, ¿el milenarismo es posterior o contemporáneo a la situación presente?

Una última interrogación: ¿qué es la Iglesia?: ¿La Iglesia Católica tal como existe en la Historia o una Iglesia invisible compuesta por los predestinados, según afirma la doctrina luterana? Una Iglesia invisible, sin embargo, no puede ser, de ningún modo, signo visible. Y además, en la Iglesia Católica hay que distinguir entre historia e ideal. La Iglesia será sacramento de unión cuanto más crezca hacia la madurez en Cristo (Ef 4, 13). ¿Pero las Iglesias anglicana y ortodoxas, con tantos pueblos en su seno, no son entonces sacramento? En cuanto Iglesias «separadas» serían signo de división más que de unión, pero en cuanto poseen el bautismo y la fe en Cristo, aunque imperfectamente, también contribuyen al cristianismo como signo de unión con Dios y con los demás pueblos. Esta es la paradoja del cristianismo dividido, y es también el gran desafío hacia un movimiento ecuménico plenamente responsable de la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia, para ser representado en toda su perfección y no como parodia o caricatura.

Para cerrar mi intervención, citaré un pasaje muy conocido de San Agustín que ayudará a resolver, al menos en parte, tantas interrogaciones: «Dos ciudades, una de los malvados, otra de los justos, continúan su camino, desde el principio del género humano hasta el fin del mundo. En el presente están mezcladas según el cuerpo, pero se distinguen según el espíritu; en el futuro, en el día del juicio, también se separarán según el cuerpo. Así es, todos los hombres que hinchados  por su arrogancia insensata aman la soberbia y el dominio temporal, y todos los espíritus que buscan su gloria sometiendo a los hombres, están vinculados entre sí en una única sociedad; y aunque frecuentemente luchen entre sí por este dominio, todos juntos, sin embargo,  precipitan  en el mismo abismo, arrojados por el mismo peso de la concupiscencia, unidos por la semejanza de costumbres y méritos. Del mismo modo, todos los hombres y espíritus que buscan humildemente la gloria de Dios y no la propia, y lo siguen con piedad, pertenecen a la misma sociedad. Pero Dios, rico en misericordia, es paciente también con los inicuos y les da la posibilidad de arrepentirse y corregirse» (De catechizandis rudibus 20, 31).

Quien cree en la resurrección de Cristo cree también que la civitas Dei ha conseguido ya su victoria. Pero hasta que esta victoria se realice completamente se debe pedir que «sea santificado el nombre de Dios», que «venga su reino» y que «se haga su voluntad», aquella voluntad misteriosa que quiere recapitular todo en Cristo, tanto las cosas que están en el cielo como los que hay sobre la tierra (Ef 1, 10). Para los cristianos esto es, ciertamente, objeto de su oración, pero también de su empeño.

Prosper  Grech en dianet.unav.edu/

Notas:

1.      Ver Catecismo de la Iglesia, n. 360.

2.      Véanse los comentarios a estos pasajes, particularmente C. WESTERMANN, Génesis (Kapitel 1-11), Neukirchener Verlag, Neukirchen 1974.

3.      La lucha efectuada por el pecado es descrita muy plásticamente en Rm 7 en relación con el individuo.

4.      A este respecto puede verse G. RóHSER, Metaphoric und Personifikation der Sünde: antike Sündenvorstellungen und paulinische Hamartia, Mohr, Tübingen 1987.

5.      Aquí surge el problema de las «guerras santas» en el Antiguo Testamento: Cfr. P. GRECH, «La pace nella S. Srittura» en Ermeneutica e Teología Bíblica, Borla, Roma 1986, 420-435.

6.      Jesu Verheissung für die Volker, Kohlmmamer, Stuttgart 1956, c. III.

7.      Cfr. P. GRELOT, La speranza ebraica al tempo di Gesu, Borla, Roma 1981, 236-277.

8.      Por ejemplo en Ap. 16-19.

9.      El aspecto dogmático de la sacramentalidad de la Iglesia está bien tratado por O.

10.    SEMMELROTH en Mysterium salutis Vol 4/1 c. IV/2, Benzinger, Einsiedeln 1972. Del Misal Romano.

11.    J. JEREMIAS, ibíd.

12.    Cfr. 1Co 15, 49; 2Co 3, 18; 2Co 4, 4.

13.    Véase A. VANHOYE, Situation du Christ: Ebr 1 et 2, Cerf, Paris 1969, 70-78.

14.    Se ha escrito mucho acerca del concepto de  «corporate  personality,,; el libro clásico es H. WHEELER ROBINSON, Corporate Personality in Ancient Israel, Clark, Edinburgh 1981 (2° ed.), seguido por J. de FRAINE, Adam et son lignage, Desclée de B. Bruges, 1959.

15.    Cfr. M. BOUTTIER, En Christ, Pr. Univ. de France, Paris 1962, 132 s.

16.    M. D. JOHNSON, The Purpose of the Biblical Genealogies, C. U. P., Cambridge 1969, 229-252.

17.    Esta interpretación es discutida. R. BROWN en su comentario The  Gospel  of John, Vol. 2, p. 876, refiere algunas opiniones, pero él mismo se atiene mucho al significado  histórico de las  palabras  en  la  boca de Pilatos.  Creo que la intención  del   evangelista es más amplia. F. J. MOLONEY  en The Johannine Son of Man piensa que el título en Jn 19, 5 sea equivalente a Hijo del hombre (L. A. S., Roma 1976, 202-207).

18.    Cfr. J. GNILKA, «Das Kirchenmodell des Ephesesbriefes» en P. C. B., Unité et diversité dans l'Église, Vaticano 1989, 157-174.

19.    Cfr. H. HüBNER, Gottes Ich und Israel, Vanderhoek und Ruprecht, Gottingen 1984.

20.    Casi todos los comentarios del Apocalipsis subrayan este aspecto, pero en  particular  señalemos  el de  J. SWEET,  Revelation  (NT  Commentaries),  S.  C.  M., London 1990 (2ª ed.).

21.    Acerca del milenarismo en los Padres véase B. E. DALEY, The Hope of the Early Church, C. U. P. 1991; C. E. Hill, Regnum Caelorum: Patterns of Future Hope in Early Christianity, Clarendon, Oxford 1992.

Joan Pegueroles

Denn Kierkegaard ist kein Denker, sondern ein religiöser Schriftsteller und zwar nicht einer unter anderen, sondern der einzige dem Geschick seines Zeitalters gemässe.

M. Heidegger

Kierkegaard is by far the most profound thinker of the last century. Kierkegaard was a saint.

L. Wittgenstein

Introducción

El Diario es una parte importante, quizá la más importante, de la obra de Kierkegaard. Las primeras entradas son de 1833 (K. tiene 21 años), pero el Diario propiamente dicho empieza en marzo de 1846 (K. acaba de publicar el Postcriptum) y sólo lo interrumpe la muerte.

La última obra que publica K. es Ejercitación del cristianismo (1850) [1]. Hasta su muerte, en 1855, el Diario toma el relevo de las obras. Más de la mitad de los tres volúmenes de la antología de C. Fabro son textos de estos últimos cinco años.

K. es un gran escritor, necesita escribir, disfruta escribiendo. "Solo cuando me pongo a escribir, me siento bien. Olvido entonces todos los sinsabores de la vida, todos los sufrimientos. Me encuentro con mi pensamiento, me siento feliz... No la he escogido yo la profesión de escritor. Es una consecuencia de toda mi personalidad y de mis aspiraciones más profundas" (VII A 222. 1847).

En su obra, El punto de vista de mi actividad como escritor [2], Kierkegaard explica cómo escribe, la riqueza de ideas y pensamientos de que dispone siempre. "Se dice del poeta que invoca a la musa para que le conceda pensamientos. Esto a mí no me ha ocurrido nunca [...]. Al contrario he necesitado a Dios cada día para que me guardara de la riqueza de pensamientos [...]. Yo he sido capaz en cualquier momento de realizar este prodigio, y aun puedo hacerlo ahora: podía ponerme a escribir y permanecer escribiendo día y noche y luego otro día y otra noche, porque había riqueza suficiente para ello". "No se ha dado en mi actividad de escritor ninguna demora y siempre he tenido al alcance de la mano lo que necesitaba justo en el instante en que lo necesitaba [...], como si no tuviera otra cosa que hacer que copiar diariamente una parte determinada de un libro impreso" [3].

Sin embargo, cuando escribe, Kierkegaard no improvisa. Antes prepara y medita el tema, escribe y reescribe la página y aun el libro entero. "Estoy convencido de que no hay un escritor danés que trate como yo con mayor cuidado la palabra más pequeña. Dos redacciones de todo de mi mano, en algunas partes hasta tres o cuatro redacciones. Y después (en esto no se piensa) mis meditaciones durante mis paseos. Las cosas me las digo a en voz alta a mí mismo, varias veces, antes de ponerlas por escrito... De manera que, cuando vuelvo a casa, tengo ya la obra lista en la mente, tanto que la podría recitar de memoria en forma acabada" (VII A 106. 1846).

La escritura de sus obras, de su Diario, le salvó literalmente la vida. Como se la salvó a Sheherezada la historia que contaba cada noche. "¡Qué verdaderas son las palabras que tantas veces me he aplicado a mi mismo! Así como Sheherezade salvó su vida contando historias, así yo salvo la mía o me mantengo en vida a fuerza de escribir" (IX A 411. 1848).

K. es un escritor religioso, un escritor cristiano. Pero no se considera un verdadero cristiano. "No soy un testigo de la verdad", "No soy lo que escribo", repite en el Diario. Entonces ¿por qué escribe, desde dónde escribe? K. se considera el poeta del cristianismo, que señala el ideal. "Seré el amante infeliz, ya que no puedo ser el cristiano ideal. Por esto seré poeta... Como en el canto de un poeta resuena el suspiro de su amor infeliz, así en todo mi entusiasta discurso sobre el ideal cristiano resuena el suspiro: ¡Ay, yo no lo soy! Yo sólo soy un poeta y un pensador cristiano" (X 1 A 281. 1849) [4].

La obra autobiográfica citada más arriba, El punto de vista..., termina con estas hermosas palabras:"El autor, históricamente, murió de una enfermedad mortal; pero, poéticamente, murió de deseo de eternidad, para no hacer otra cosa, ininterrumpidamente, que dar gracias a Dios" (p. 95).

I.       El Dios del amor y del sufrimiento

Eppure tu sei l'amore.

Yet you are love.

1.       El primer texto, en su brevedad, recoge tres grandes temas de K. Que todo en el cristianismo es mensaje de alegría para el hombre y que todo le habla de su grandeza: porque Dios es amor.

"Comprendo cada vez más que el cristianismo es realmente una felicidad demasiado grande para nosotros los hombres. Pensemos solamente en lo que significa atrevernos a creer que Dios ha venido al mundo también para mí. Ciertamente casi parece la arrogancia más blasfema para un hombre atreverse a creerlo. Si no fuera el mismo Dios quien lo dice, si lo hubiera inventado un hombre, para mostrar lo importante que es un hombre a los ojos de Dios, sería la más horrenda de todas las blasfemias. Pero tal cosa no ha sido inventada para mostrar la importancia del hombre delante de Dios, sino para mostrar qué infinito es el amor de Dios... Haber querido nacer y morir por los pecadores... !Oh, infinito Amor!" (VIII A 648. 1848).

2.       Este texto añade al primero un motivo más de alegría: que el amor de Dios es inmutable. Es una página lírica y poética. "¡Qué consolación y felicidad hay en la verdad de que Dios, que es amor, es inmutable! (Lo cual en otro sentido se puede considerar como la característica del amor, porque un amor que cambia ciertamente no es amor). Dios es amor inmutable. Una fuente, fresca cada mañana, no es más inmutable; el sol, ardiente cada amanecer, no es más inmutable; el mar, que refresca el aire cada día, no es más inmutable: que el amor inmutable de Dios". (IX A 374. 1848).

3.       Esta página, kierkegaardiana como pocas, tiene acentos pascalianos. Si Dios no fuera amor... "O Dios es amor, y entonces es absolutamente válido arriesgar absolutamente todo absolutamente por esta única causa: porque la felicidad consiste precisamente en no tener más que a Dios. O bien Dios no es amor, y entonces... Entonces, mi pérdida es de tal manera infinita, que todo lo que pueda perder no tiene ninguna importancia. Entonces, sí, todo se vuelve tan indiferente, que tengo que considerar una felicidad infinita... todos los momentos que he vivido con esta ilusión, que Dios era amor. Por lo cual tengo que darle gracias (¡qué lenguaje más extraño!) desde el fondo de mi corazón, como si Él fuera amor". (IX A 486. 1848).

4.       Los textos anteriores, a más de un lector de K. le parecerán demasiado alegres. Les falta un elemento esencial del pensamiento de K. sobre Dios: el sufrimiento. "Ser amado de Dios y amar a Dios es sufrir".

Hubo un tiempo, nos cuenta K., en que pensaba que el amor de Dios se manifestaba en sus dones. Dios ama al hombre y le bendice en esta vida. "Ahora pienso de otra manera". ¿Por qué? "Me he dado cuenta de que aquellos que han sido realmente amados por Dios, los modelos (los santos), etc., todos han tenido que sufrir en este mundo. Y he comprendido que la doctrina del cristianismo es que ser amado por Dios y amar a Dios es sufrir". (X 5 A 72. 1853).

5.       ¿Por qué la relación con Dios es causa de sufrimiento para el hombre? Porque "lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno... son cualitativamente heterogéneos". La relación con Dios es auténtica si conlleva sufrimiento. "La fórmula cristiana es ésta: relacionarse con algo más alto de tal manera que esta relación se convierta en sufrimiento". (X 5 A 11. 1852).

"El cristianismo, dice lapidariamente otro texto, es el Absoluto y relacionarse absolutamente con el Absoluto es eo ipso, para lo condicionado, ser sacrificado". (XI 1 A 7. 1854).

Tiene que ser así. K. no comprende que uno se ponga en relación con Dios sólo "hasta cierto punto", para evitar el sufrimiento. "Ponerse en relación con Dios, ser realmente religioso, sin llevar la marca de una herida, no comprendo cómo puede ser posible... A todo el que se pone verdaderamente en relación con Dios se lo reconoce al instante por su cojera..." (X 2 A 644. 1850).

6.       Señalemos dos textos que parecen diametralmente opuestos. Uno dice: "No es posible amar a Dios y ser feliz en este mundo" (XI 1 A 279. 1854). El otro dice: "Amar a Dios es el único amor feliz" (VIII A 63. 1847) [5].

¿En qué quedamos? Veremos a continuación una serie de textos en los que la alegría nace del mismo sufrimiento, del sufrimiento que es para el hombre su relación con Dios.

7.       El cristianismo, desde fuera, es terrible, porque exige "la crucifixión de la razón" e instaura "la lógica del sufrimiento". Pero las renuncias y los sufrimientos que exige el cristianismo son totalmente distintos desde dentro.

En primer lugar, el sufrimiento, para una persona enamorada, es totalmente distinto de lo que es para un observador que ve desde fuera este sufrimiento. Y el creyente es más que un enamorado. En segundo lugar, está perfectamente claro para el creyente, que todos estos sufrimientos en su relación con el mundo, no son ni remotamente imputables al cristianismo, sino que la culpa es de la maldad del mundo.

Y en términos hermosamente dialécticos, sigue el texto: "El cristianismo no dice que no hay sufrimiento; dice que hay un sufrimiento inmenso, pero que este inmenso sufrimiento es leve. Y cuando dice que es leve, no quiere decir que no hay sufrimiento. Lo hay, pero es leve. Aunque, por otro lado, es verdad que el sufrimiento es inmenso. Inmenso y leve" (X 2 A 349. 1850).

8.       Este texto es una oración, como tantas diseminadas por la obra de K. La fórmula: "A pesar de todo, tu eres amor", parece ritual en el Diario. Se repite una y otra vez. Parece señalar el corazón mismo de la fe de K.

"Padre, soy un desastre total: a pesar de todo tú eres amor. Ni siquiera consigo mantenerme firme en esto, que tú eres el amor: a pesar de todo tú eres amor. Pase lo que pase, esta es la única cosa que no puedo dejar de pensar y de la que no puedo prescindir: que tú eres amor. Por esto creo que, incluso cuando no soy capaz de mantenerme firme en esto, que tú eres amor, es también por amor que tú permites que suceda. Oh infinito amor". (Loving Father, I am a totale failure, and yet you are love. I even fail to cling to this, that you are love, and yet you are love. No matter how I turn, this is the one thing I cannot get away or be free of, that you are love. This is why I believe that even when I fail to cling to this, that you are love, it is still out of love that you permit it to happen. O infinite love). (X 3 A 49. 1850) [6].

9.       El amor de Dios nos hace desgraciados... ¡y sin embargo felices! Esta es la perfecta expresión dialéctica de la relación del hombre con Dios. En el cristianismo, lo positivo se reconoce por lo negativo.

"El amor perfecto es amar a quien nos hace desgraciados. Ningún hombre puede exigir ser amado así. Dios lo puede... Es verdad que una persona religiosa, en el sentido más riguroso del término, al amar a Dios, ama a quien, humanamente hablando, lo hace desgraciado en esta vida... aunque feliz" (X 3 A 68. 1850) [7].

10.     La esencia de la fe, para K., es creer que Dios es amor. “La alegría de la fe es el pensamiento de que Dios es amor. Y lo sigue siendo tanto si después las cosas me van bien, como si me van mal... Todo, todo, todo es amor" (XI 2 A 114. 1854).

11.     Dios es amor. Amar y ser amado es la pasión de Dios. K. describe, en una de las últimas páginas de su Diario, las maneras del amor de Dios.

"Dios sólo tiene una única pasión: amar y querer ser amado... A veces quiere ser amado como un padre por su hijo, a veces como un amigo por su amigo, a veces como quien sólo da bienes, a veces como quien prueba al que ama. Y en el cristianismo, si puedo hablar así, la idea es esta: Dios quiere ser amado como un esposo por su esposa, pero de tal manera que sea una continua prueba".

El mismo texto resalta la seriedad del amor de Dios. Dios no nos ama en broma, como pensaba el paganismo. "Parece como si Dios mismo (¡oh, infinito amor!) fuese presa de esta pasión, como si Él estuviese en su poder, como si no pudiera dejar de amar, como si fuese su debilidad, siendo así que es su fuerza, su amor omnipotente" (XI 2 A 98. 1854).

12.     Esta página no es sólo la última del Diario, fechada el 25 de septiembre de 1855 (menos de dos meses antes de su muerte), sino el último texto que escribió Kierkegaard. Una vez más y con mas fuerza que nunca K. afirma su fe en el amor de Dios... a pesar de todo.

"El fin y el destino de esta vida es conducir al hombre al más alto grado de cansancio de la vida". Dios prueba a un hombre de tal manera que éste pierde las ganas de vivir. Entonces, "solo aquellos, que llevados a este punto de cansancio de la vida, son capaces, con la ayuda de la gracia, de mantener que Dios lo hace por amor; y no esconden en sus corazones, ni en el más remoto rincón, ninguna duda de que Dios es amor: sólo estas personas están maduras para la eternidad".

Dios a veces parece cruel con el hombre. Y con la crueldad más refinada llega hasta quitarle las ganas de vivir. Entonces, "lo que agrada a Dios más que las alabanzas de los ángeles es un hombre que, en el último tramo de la vida (cuando Dios parece haberse vuelto cruel, y con la crueldad mas refinada hace todo lo posible pare quitarle las ganas de vivir), a pesar de todo, sigue creyendo que Dios es amor y que lo hace por amor".

Imaginemos un hombre, dice K., que recorre la tierra en busca de un cantante con el timbre de voz más perfecto. Así Dios en el cielo está a la escucha. "Y siempre que llega a sus oídos la alabanza de un hombre a quien Él ha llevado al extremo del cansancio de la vida, Dios dice: es éste".

La líneas que siguen exponen bellamente y con toda exactitud teológica la relación de la gracia de Dios con la libertad del hombre. "Dios dice: es éste. Y lo dice como si estuviera haciendo un descubrimiento. Pero por supuesto era Èl quien había acompañado a aquella persona y la había ayudado. En la medida en que Dios puede ayudar a hacer lo que sólo la libertad puede hacer. Sólo la libertad puede hacerlo, pero es sorprendente que el hombre pueda dar gracias a Dios por ello, como si lo hubiera hecho Dios”.

Dios ayuda la libertad del hombre a hacer lo que sólo la libertad puede hacer. Y el hombre le da gracias a Dios, como si lo que la libertad ha hecho lo hubiera hecho Dios. Porque sólo Dios podía hacerlo y a la vez sólo la libertad podía hacerlo. "Y en su alegría por haber podido hacerlo es tan feliz, que no quiere oír hablar en absoluto que él lo ha hecho, sino que lo atribuye todo a Dios. Y le pide que las cosas queden así: que Dios lo hizo todo. Porque él no tiene fe en sí mismo, sino que tiene fe en Dios" (XI 2 A 439. 1855).

13.     Quince años antes, en las notas de su viaje a Jutlandia (1840), K. recordando a su padre, escribía: "De él aprendí qué es el amor de un padre. Y así después pude hacerme una idea del amor paterno de Dios. La única cosa inconmovible en la vida, el verdadero punto de Arquímedes" (III A 73. 1840).

Un día podrá recapitular toda su vida con estas palabras: "Mi vida con Dios ha sido la de un hijo con su padre" (IX A 65. 1848).

II.      La conciencia de pecado

La coscienza angustiata capisce il Cristianesimo,

come un animale affamato;

se gli metti davanti una pietra o un pezzo di pane,

capisce che l'uno è da mangiare e l'altro no;

a questo modo la coscienza angustiata capisce il Cristianesimo.

A la pregunta, Cur Deus homo?, contesta K.: Dios se hace hombre, "pour révéler aux hommes leur non-vérité [su pecado] et pour les en délivrer".

1.       Según K., la relación más profunda del hombre con Dios es la conciencia de pecado... y de su perdón. "El presupuesto del cristianismo es siempre la conciencia del pecado. El cristianismo comienza con la predicación del perdón de los pecados" (XI 2 A 14. 1854).

La buena noticia del mensaje cristiano es el perdón de los pecados. "Tus pecados están perdonados. Con este grito se llaman los cristianos unos a otros. Con este grito el cristianismo recorre el mundo. Por estas palabras se le reconoce, como se reconoce a un pueblo por la lengua que habla" (VIII A 664. 1848).

2.       Los cristianos de hoy no tenemos por lo general una profunda conciencia del pecado. Ahora bien, nos avisa K., "tener una débil idea del pecado forma parte del pecado" (X 2 A 473. 1850).

Sólo Dios, el santo de los santos, tiene una idea verdadera del pecado. Y s ólo por revelación de Dios puede conocer el hombre qué es el pecado.

K. tuvo una profunda conciencia del pecado, que le hizo ver al cristianismo como la única salvación. El pecado es, para él, una verdadera "incitación al cristianismo". O la fe en el perdón de los pecados o la desesperación.

3.       La conciencia de pecado es lo que ata al hombre con Dios. Cualquier otro lazo no es cristiano. (El sentimentalismo de la profundidad y la sublimidad del cristianismo no es más que palabrería). La situación real es esta: "Si no tuviese conciencia de ser un pecador, tendría que escandalizarme del cristianismo". El cristianismo nos repele. Es absurdo para la razón y sufrimiento para el corazón. Pero "la conciencia del pecado me cierra la boca, de manera que, a pesar de la posibilidad del escándalo, elijo creer. Así de profunda ha de ser la relación. El cristianismo repele pare atraer" (IX A 310. 1848).

4.       El cristianismo es cruel. "Humanamente hablando hay algo cruel en lo que se le exige al cristiano". Pero esto no es debido al cristianismo, sino que se debe en parte al hecho de que el hombre es un pecador y en parte al hecho de que el mundo en el que vive está inmerso en el pecado.

A continuación, escribe K. unas líneas formidables. Solo un cristianismo exigente responde a nuestras aspiraciones más profundas. Un cristianismo acomodaticio nos dejaría indiferentes. "Respóndeme sinceramente a una pregunta: ¿podrías desear que el cristianismo no fuese tan exigente y de un modo tan absoluto; que condescendiera a pactar y te permitiera una vida más soportable? Sólo tu debilidad podría desear, en un momento de flaqueza, que el cristianismo fuese distinto. Tú mismo, si el cristianismo fuese otra cosa, serías el primero en rechazarlo" (IX A 329. 1848).

5.       Uno podría objetar: ¿por qué ser cristiano entonces, si es tan duro y difícil? La respuesta de K. es contundente: "Porque la conciencia de pecado no me deja en paz. Su dolor me da fuerzas suficientes para soportar cualquier cosa, con tal de encontrar la Redención". ¡Tan profundo debe ser el dolor del pecado en el hombre! "Ha de quedar claro que el cristianismo sólo se relaciona con la conciencia de pecado. Querer ser cristiano por otra razón es literalmente locura" (IX A 414. 1848).

Lo remacha un texto posterior con acentos que traslucen una profunda experiencia personal. "El cristianismo debe ser presentado de tal modo, que un hombre tenga que estar loco pare entrar en él, si no es la conciencia de pecado la que le mueve. Hay que acabar con todas estas tonterías de que el cristianismo satisface las aspiraciones mas profundas, etc. No, sólo la lucha y la indigencia de una conciencia angustiada pueden impulsar a un hombre a arriesgar la aventura del cristianismo. Si no es así, éste acabará siendo para él motivo de escándalo" (X 1 A 133. 1949) [8].

En una palabra, la alternativa es: o la desesperación o el cristianismo. "La angustia del pecado y la conciencia atormentada empujan a un hombre a traspasar la frontera que separa la desesperación que limita con la locura... y el cristianismo" (X 1 A 467. 1849).

Un último texto señala lo esencial. Sólo hay un mal, el pecado. Y un bien, el Bien infinito y eterno. "Aquello de lo cual todo depende, aquello por lo cual nunca se rogará suficientemente a Dios es: tener una idea infinita de la maldad del pecado y una idea infinita del bien infinito que es una felicidad eterna" (X 3 A 376. 1850).

6.       He dejado para el final un texto magnífico. Cita primero Kierkegaard una página de Lutero: "Toda la doctrina (de la redención, y en el fondo todo el cristianismo) debe ser puesta en relación con la lucha de la conciencia angustiada. Suprime la conciencia angustiada y podrás cerrar las iglesias y convertirlas en salas de baile". A continuación, Kierkegaard comenta soberbiamente: "La conciencia angustiada comprende el cristianismo como un hambriento: si le pones delante una piedra o un pedazo de pan, comprende que uno es para comer y el otro, no. De este modo la conciencia angustiada comprende el cristianismo".

Sigo traduciendo el texto: "Pero me dirás: La redención yo no la puedo comprender. Y te respondo: Tienes que preguntarte: ¿en qué sentido lo quieres comprender?

¿En el sentido de la conciencia angustiada o en el sentido de la especulación indiferente y objetiva? Si uno quiere estarse sentado y especular tranquilo y objetivo en la mesa de estudio, ¿cómo podrá comprender la necesidad de la redención? Una redención es necesaria sólo para una conciencia angustiada. Si un hombre pudiera vivir sin la necesidad de comer, ¿cómo podría comprender la necesidad de comer que el hambriento comprende tan fácilmente? Lo mismo ocure en el campo del espíritu" (VII A 192. 1847) [9].

III.    La alegria del cristiano

V'è sempre nella mia vita una malinconia,

ma al stesso tempo una felicità indescrivibile.

Tiene tanto peso el sufrimiento en el cristianismo de K. que se hace necesario resaltar la presencia paralela de la alegría en este mismo cristianismo (sin salirnos del Diario).

1.       El siguiente texto, de 1838 (K. tiene 25 años), parece expresar una experiencia religiosa personal (K. señala el día y la hora), semejante a la de Pascal.

"Hay una alegría indescriptible que nos traspasa de parte a parte y que rompe a gritar sin razón aparente: Alégrate, otra vez te lo digo, alégrate. Una alegría, no por esto o aquello, sino un grito que sale del alma con la lengua y la boca y desde el fondo del corazón. Me alegro de mi alegría, por, en y con mi alegría. Una canción que, por decirlo así, hace callar todo otro canto. Una alegría que refresca como un aire suave, como una brisa que corre a través del valle de Mambré hacia las colinas eternas" (II A 228. 19 de mayo de 1838, 10.30 AM).

2.       Inspirándose en un texto del Evangelio ("los discípulos no creían de tanta alegría"), K. describe la alegría que envuelve e irradia el misterio cristiano. "Alegría: porque es por alegría que no nos atrevemos a creer una felicidad tan grande. No lo crees, pero ten ánimo, pues la verdadera razón [de no creer] es que es demasiado alegre. Ten ánimo, pues es la alegría lo que te impide creer. ¿Verdad que es alegre?" (VIII A 300. 1847).

3.       Así como Dios lo exige todo del hombre, así también Dios solo basta para hacer feliz al hombre.

"Cuando un hombre re relaciona con Dios, entiende fácilmente que Dios, absolutamente y sin límite alguno, tiene el derecho de exigirlo todo. Pero, por otra parte, esta misma relación con Dios es un insondable abismo de felicidad... La relación con Dios es evidentemente un bien tan grande, un peso tan enorme de felicidad, que tenerlo solo a Èl basta para que mi felicidad sea absoluta" (VIII A 24. 1847).

4.       El cristianismo es una alegría infinita. Pero la puerta de entrada a esta alegría es el sufrimiento. Hay que perderlo todo para tenerlo todo, para tener el Todo. Por esto muchos cristianos, dice K., sólo en la hora de la muerte, sabrán por experiencia qué es el cristianismo.

"En realidad el cristianismo es demasiado alegre. Por esto, para ser realmente cristiano, el hombre ha de sufrir casi hasta la locura. Por esto la mayor parte de los hombres, sólo en la hora de la muerte, tendrán probablemente una experiencia del cristianismo. Porque la muerte les arranca realmente lo que se debe abandonar, para tener la auténtica experiencia del cristianismo" (IX A 360. 1848).

5. Este texto ya ha sido citado antes. Pero vale la pena recordarlo. La alegría cristiana es la alegría de que Dios es amor y funda la grandeza del hombre.

"Comprendo cada vez más que el cristianismo es realmente una felicidad demasiado grande para nosotros los hombres. Pensemos solamente en lo que significa atrevernos a creer que Dios ha venido al mundo también para mí. Ciertamente casi parece la arrogancia más blasfema para un hombre atreverse a creerlo. Si no fuera el mismo Dios quien lo dice, si lo hubiera inventado un hombre, para mostrar lo importante que es un hombre a los ojos de Dios, sería la más horrenda de todas las blasfemias. Pero tal cosa no ha sido inventada para mostrar la importancia del hombre delante de Dios, sino para mostrar qué infinito es el amor de Dios... Haber querido nacer y morir por los pecadores... !Oh, infinito Amor!" (VIII A 648. 1848).

VI.     La misteriosa grandeza del hombre

"Se escandalizan del cristianismo por su elevación.

Porque su medida no es una medida humana.

Porque pretende convertir a los hombres en algo tan grande,

que no les puede caber en la cabeza" [10].

(A)     El escándalo del cristianismo [11]

1.       El cristianismo hace desgraciados a los hombres

"Cristo vino al mundo para salvar a los hombres, para hacerlos eternamente felices". Y sin embargo, "el cristianismo hace a los hombres, humanamente hablando, mucho más desgraciados de lo que podrían haber sido". ¿Por qué? Porque el cristianismo es demasiado grande para el hombre. "Tener que ser levantado a un nivel tan elevado es para el hombre el mayor sufrimiento. Como si un animal fuese tratado como un hombre o se le exigiese ser hombre".

K. lo repite: "Ser cristiano es la desgracia más grande". Y lo repite para que no se olvide que "sólo el pecado puede empujar al hombre hacia Cristo" (X 1 A 279. 1849). Textos semejantes abundan en el Diario. Citaré dos más, notables por su fuerza y su expresión literaria.

"¿Por qué, Señor, les has dado a los hombres el cristianismo, que en el fondo los hace desgraciados?" Y los hace desgraciados, porque es demasiado grande, demasiado elevado para ellos. "¡Cómo podría sospechar un hombre que el pecado fuera algo tan terrible, que tu propio Hijo, el Santo, tuviese que sufrir aquella muerte tan cruel! Es demasiado elevado para un hombre" (X 2 A 420. 1850).

El otro texto es trágicamente bello. K. les hace una propuesta a los cristianos. "Yo haría a la cristiandad una propuesta. Recojamos todos, todos los ejemplares del Nuevo Testamento que existen en el mundo y amontonémoslos en una plaza o en la cima de una montaña. Pongámonos todos de rodillas y que uno de nosotros le hable a Dios de esta manera: Llévate, buen Dios, este Libro. Los hombres, en el estado en que nos encontramos, no somos capaces de vivir con él. Sólo consigue hacernos desgraciados" (XI 1 A 347. 1854).

El escándalo del cristianismo empieza cuando se aplica a cada cristiano en particular. Es tan inconcebible... "Cuando el singular (tú y yo) se lo apropia en serio y tiene el coraje de decir: tiene que ver conmigo, entonces el cristianismo resulta demasiado elevado y el escándalo es inevitable... Cuando tengo que decir: Como un Esposo, Cristo me ama a mí, Soeren Kierkegaard; o a mí, H. Martensen; o a mí, J. P. Mynster. Entonces el cristianismo da angustia" (X 2 A 231. 1849).

2.       El cristianismo es el mal para el hombre

"Lo divino y lo humano" titula K. esta página del Diario. Es un texto extraordinario, que recuerda algunas páginas de Dostoyevsky (La leyenda del Inquisidor, La confesión de Stavroguin).

La mediocridad del hombre, su horror del Absoluto, es obra demoníaca. Es el pecado más grande: le hace olvidar al hombre, le hace odiar su propia grandeza. "Lo divino y lo humano se relacionan entre sí del modo más polémico. Lo humano como tal es lo relativo, lo mediocre, lo que hace feliz sólo hasta cierto punto. Desde este punto de vista, el Absoluto es el demonio. Porque el Absoluto es un verdadero tormento para esta mediocridad humana, que egoísticamente quiere una vida fácil de goces sensibles y no quiere saber nada del Absoluto. Porque el Absoluto es continua inquietud y esfuerzo y dolor".

Esta idea se desglosa en otras que la explicitan y la desarrollan. Primera: Dios es el demonio, Dios es el mal para el hombre. "Que el Absoluto sea la representación de la realidad divina, que sea la causa de tales penas y tormentos, el hombre no lo puede entender, si antes no se ha abandonado al Absoluto y ha aprendido de él que el Absoluto es la realidad divina. Si el hombre se queda en una concepción puramente humana, entonces el Absoluto es el demonio. O bien, como afirma un moderno filósofo francés [Proudhon], Dios es el mal. Dios es el mal en el sentido de que es el culpable de que el hombre sea desgraciado. Si pudiéramos librarnos del Absoluto, todo iría bien. Es Dios quien nos hace desgraciados. Dios es el mal".

Segunda: el hombre está en poder del demonio. "Por otro lado, desde el punto de vista de Dios, precisamente esta mediocridad es una posesión diabólica, es obra del demonio. Porque lo peor que los hombres decimos de los pecados más horrendos (que son obra del demonio), desde el punto de vista de Dios es muy posiblemente más verdadero dicho de la mediocridad de una vida de goces sensibles. Porque esta mediocridad está a una distancia mayor de las cosas más altas que los más grandes pecados... Donde hay inquietud (y siempre está presente donde hay grandes pecados), hay todavía una posibilidad de elevación. Pero esta pasividad está lo más lejos posible del espíritu".

Tercera: Los grandes criminales están más cerca de Dios (que los mediocres). El hombre se defiende del Absoluto formando una masa, una multitud. "El hombre animal está contento y es feliz protegiéndose en masa contra Dios, contra el Absoluto, la idea, el espíritu, los ideales. ¡Qué felicidad más trágica!"

El Absoluto exige, para ponerse en relación con el hombre, que el hombre se separe, que se relacione con Dios a solas, como persona singular. Por esto, los grandes criminales hacen posible esta relación más que la mediocridad, porque los grandes crímenes separan". (XI 1 A 516. 1854).

(B)     La Buena Nueva del cristianismo

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué algo que debería ser, para el hombre, motivo de alegría, es motivo de escándalo y rechazo? ¿Por que la Buena Nueva le parece la Mala Nueva?

¿Por qué el hombre se escandaliza del cristianismo? K. responde en primer lugar: porque el hombre desconoce su propia grandeza. "Los hombres suelen formarse una idea muy pequeña acerca de sí mismos, es decir, que no tienen idea de que son espíritu" [12].

El hombre es un compuesto de cuerpo y alma (hombre animal), que ha de llegar a ser espíritu. Pero al hombre, dejar de ser sólo hombre animal, acometer la dura empresa de llegar a ser espíritu, le espanta. "El hombre es un animal que puede llegar a ser espíritu. Cosa a la que el hombre, como naturaleza animal, le teme más que a la muerte" (XI 1 A 352. 1854).

Volvamos a preguntar: ¿por qué el hombre se escandaliza del cristianismo? K. responde en segundo lugar: porque el hombre es pecador. Y el primer efecto del pecado es ocultarle al hombre su grandeza.

"El hombre es un espíritu que por castigo ha sido degradado a ser (hombre) animal... Pero hay que tener espíritu para ser conscientes de la caída. El hombre animal es muy feliz de ser animal, es decir, en el fondo no se da cuenta de que lo es... El cristianismo es la Buena Nueva que abre los ojos del hombre a una miseria de la cual el hombre natural no tiene ninguna sospecha" (XI 1 A 363. 1554).

De manera que, en definitiva, el cristianismo es realmente la Buena Nueva para el hombre. Porque le anuncia su misteriosa grandeza. Y porque le enseña que es el amor de Dios quien quiere para él esta grandeza. Cuando al hombre Dios le parece cruel y demasiado exigente es "porque ha olvidado lo que es la gracia [el amor de Dios] y que, cuanto más exigente es, más se muestra como gracia, y no como mera compasión humana" (IX A 227. 1848).

(C)     La paradoja cristiana

El signo característico de la esfera religiosa, según K., es que lo positivo se reconoce por lo negativo. "La expresión de la esfera de la paradoja es que la felicidad es reconocida como tal, porque nos hace desgraciados (lo positivo se reconoce por lo negativo)" (XI 1 A 278. 1854) [13].

Esta paradoja la encuentra K., primero, en la relación del hombre con Dios. "El Absoluto es letal pare el ser relativo y sólo a través de esta muerte resulta vivificante" (XI 2 A 205. 1854). "El Absoluto, el bien supremo, es heterogéneo con los otros bienes, no es su superlativo. Por esto se lo reconoce por su relación con el sufrimiento. Como siempre la fórmula del cristianismo es que lo positivo se reconoce por lo negativo. El cristianismo es la felicidad suprema, pero de tal manera que la relación con él conduce a sufrir en este mundo. Por esto es posible el escándalo" (X 4 A 456. 1852).

En segundo lugar, la paradoja aparece en la relación del hombre con Cristo. "Cristo es el Salvador del mundo (esto es lo positivo) y es reconocible por lo negativo: que es precisamente Cristo quien, hablando humanamente, hace desgraciados a los hombres. Como se ve fácilmente esto forma parte de la esfera de la paradoja" (XI 2 A 45. 1854).

Últimos textos

1.       El cristiano y Don Quijote

Llegará un tiempo, quizás ya ha llegado, en el que la grandeza del hombre cristiano parecerá cómica, como pareció cómica, en el siglo XVII, la figura de Don Quijote.

"La cristiandad no existe. El cristianismo está esperando un escritor cómico como Cervantes, que hará del verdadero cristiano una imagen de Don Quijote. Con la única diferencia de que no será necesaria ninguna exageración literaria, como en el caso de Don Quijote. Bastará con que el escritor presente una verdadera vida cristiana, sin necesidad de recurrir a Cristo o a un apóstol. El elemento cómico se producirá, porque la época ha cambiado tanto que aparecerá como una figura cómica.

Que un hombre, hoy día, con toda seriedad renuncie a la vida literalmente; que renuncie al amor humano, que se le ofrecía; que soporte toda clase de privaciones, pudiendo evitarlas; que de este modo se exponga a toda la angustia de la prueba espiritual... Y después se someta a ser maltratado por ello, odiado, perseguido, burlado (inevitable consecuencia de un verdadero cristianismo en este mundo): una vida como ésta, a todos en nuestra época parecerá cómica. Es la vida de un Don Quijote" (X 2 A 32. 1849).

2.       Kierkegaard, Dostoyevsky, Nietzsche

Para el Inquisidor de Dostoyevsky, el cristianismo es demasiado grande y hace desgraciados a los hombres. Por esto el Inquisidor ha corregido la obra de Cristo y deja que los hombres sean pequeños y felices. Dostoyevsky defiende apasionadamente, como Kierkegaard, el cristianismo de Cristo, que funda la grandeza del hombre y su verdadera salvación.

Para Nietzsche, el cristianismo es demasiado pequeño, empequeñece al hombre, impide su grandeza. Pero, cosa notable, Nietzsche de hecho está atacando el cristianismo del Inquisidor y, por tanto, defendiendo, sin saberlo, el cristianismo de Kierkegaard. Mejor dicho, Nietzsche libra la misma batalla que Kierkegaard en favor de la grandeza del hombre. Pero Nietzsche no distingue entre cristiandad (establecida) y cristianismo, y busca esta grandeza fuera de Cristo y fuera de Dios.

3.       Algunos textos sobre Cristo

Son textos que revelan, como pocos, la vida interior cristiana de K., centrada en torno a la persona del Señor Jesús. Wittgenstein tenía a K. por un santo. Estos textos parecen darle la razón.

"Soy un solitario, sin tener relación con nadie, presa de profundas penas interiores. Con un solo consuelo: Dios que es amor. Con un solo deseo: tener un único Amigo, ¡ojalá llegue a ser completamente suyo, de mi Señor Jesús! [14]. Con esta nostalgia mía por un padre difunto. Y en un estado de separación, peor que la muerte, de la única persona viva que he amado con toda el alma" [15] (VIII A 604.1848).

"En relación con Cristo, la dificultad sólo reside en elevarse a tal nivel de espiritualidad que pueda comprender cuánto Cristo ha hecho por mi, qué mal infinito es el pecado, y qué extraordinario bien es la felicidad eterna" (X 3 A 667. 1850).

Se dice comúnmente que Cristo es el salvador del género humano y de este modo se pierde el sentimiento de gratitud por la propia salvación individual. Antiguamente, en los primeros tiempos cristianos, "cuando una persona individual comprendía que su salvación había costado el precio de la vida y muerte de Jesús, entonces la gratitud del cristiano no hallaba descanso hasta que él también, en señal de agradecimiento, no había sacrificado su vida por Cristo" (XI 1 A 168. 1854).

4.       La alegría del amor

De este texto, que me parece el más profundo de todos, daré, sin traducirlas, las traducciones inglesa (Hong) e italiana (Fabro).

"Take the human love-relationship. The lover should not torture himself, wondering whether at every moment he fullfills his beloved's every possible requirement. This is not love but earning love, wanting to earn it, and forgetting that the beloved is not a creditor but a lover. No, it begins with joy over being loved and then comes a striving to please, which is continually encouraged by the fact that even if he does not, he is still loved" (X 3 A 667. 1850).

"Come nell'amore, l'amante non debe tormentarsi ogni momento per sapere se soddisfa all'esigenze dell'amato; questo non sarebbe amore, ma un meritare l'amore, un voler meritarlo e dimenticare che l'amato non è un creditore, ma un amante. No, si comincia invece con la gioia di saper d'essere amati e poi segue un'aspirazioone di compiacere, che tuttavia è sempre incoraggiata dal pensiero che, anche se l'aspirazione fallisse, si è amati ugualmente".

Apéndice. La grandeza del hombre, en dos textos de Kierkegaard

Dos de las obras principales de Kierkegaard tienen como título y como tema, la una, El concepto de la angustia y, la otra, La enfermedad mortal (que es el pecado y la desesperación). Ahora bien, el hombre, según Kierkegaard, está expuesto a la posibilidad de la angustia y de la desesperación, porque es grande, es decir, porque es espíritu.

Mejor dicho, el hombre está destinado a ser espíritu, es decir, una síntesis de cuerpo y alma, de tiempo y eternidad, de finito y de infinito, de necesidad y de libertad.

1.       El concepto de la angustia [16]

En El concepto de la angustia, escribe Kierkegaard: “El hombre es una síntesis de alma y cuerpo, constituida y sostenida por el espíritu” (157). El hombre es también una síntesis de lo temporal y lo eterno, pero ésta no es una segunda síntesis, sino expresión de la primera (169). “La síntesis de lo anímico y de lo temporal debe ser puesta por el espíritu. Ahora bien, el espíritu es lo eterno y por esto existe tan solo cuando el mismo espíritu pone la primera síntesis a la vez que la segunda, es decir, la síntesis de lo temporal y lo eterno” (172).

La grandeza de ser espíritu al hombre le angustia. Pero, a la vez, esta misma experiencia de la angustia señala su grandeza. “El hombre no podría angustiarse si fuese  una bestia o un ángel. Pero es una síntesis y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el hombre, cuanto mayor sea la profundidad de su angustia” (279). Y al revés, “cuanto menos espíritu, tanto menos angustia” (92). En una palabra, “la angustia es una expresión de la perfección de la naturaleza humana” (140).

Ha escrito certeramente Von Balthasar: “La angustia, en Kierkegaard, es cosa del espíritu finito que se asusta de su propia infinitud” [17]. Por su parte Zubiri, sin referirse a Kierkegaard, afirma con palabras semejantes: “Lo que el hombre no soporta fácilmente, no es precisamente Dios, sino el carácter absoluto en que su yo consiste” [18].

Ahora bien, el hombre, como espíritu libre que es, está expuesto a un peligro: que la síntesis no se realice. Para esto el hombre necesita de (la fe en) Dios, que salve su libertad y le posibilite superar la angustia y la desesperación.

Tres rasgos, por tanto, caracterizan la antropología cristiana de Kierkegaard: 1. El hombre es grande, porque es espíritu; 2. El hombre, por ser espíritu, está expuesto a la posibilidad de la nada (la angustia y la desesperación); y 3. El hombre necesita de Dios, porque sólo Dios puede salvarle de la angustia y de la desesperación.

Nietzsche definía al superhombre como el vencedor de Dios y de la nada. Es decir, el superhombre, el hombre nuevo, sería capaz de soportar la muerte de Dios sin caer en el nihilismo. Kierkegaard define al hombre cristiano como un hombre que vive delante de Dios (grandeza) y de la nada (posibilidad de la angustia y de la desesperación), pero que sale vencedor de la nada por la gracia de Dios, por la fe en Cristo.

2.       La enfermedad mortal [19]

El hombre que no tiene conciencia de su grandeza (de ser espíritu) se escandaliza del cristianismo, porque lo encuentra demasiado grande. Es el tema de unas páginas de La enfermedad mortal [20], de las que citaré algunos textos.

“Algunas gentes han venido repitiendo con harta frecuencia que lo que les escandalizaba del cristianismo eran sus muchas oscuridades sombrías, su enorme rigurosidad, etc. Sin embargo, ya va siendo hora de decir abiertamente que en realidad lo que hace que los hombres se escandalicen del cristianismo es su mucha elevación, porque su medida no es una medida humana y, en fin, porque pretende convertir a los hombres en algo tan extraordinario que a éstos no les puede caber en la cabeza” (162).

“La estrechez de corazón característica del hombre natural es incapaz de someterse a lo extraordinario que Dios tenía destinado para él. Así es como se escandaliza” (166).

“La summa summarum de toda humana sabiduría es ese “dorado” (mejor sería decir “plateado”) ne quid nimis, según el cual demasiado poco o mucho en demasía lo echan a perder todo [...]. Pero el cristianismo ha entablado una lucha enorme para superar ese ne quid nimis, adentrándose por el camino del absurdo. Aquí empieza el cristianismo... o el escándalo” (167-168).

Joan Pegueroles en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.    Una versión, más reducida, se publicó en Pensamiento del año 2000.

2.    Escrita en 1848. Inédita en vida. Publicada en 1859.

3.    Cito y traduzco la edición alemana: SK/Gesammelte Werke, Band 33. Die Schriften über sich selbs (Düsseldorf, 1951), pp. 69 y 72.

4.    Una entrada del Diario, de 1849, dice: “Si después de mi muerte, se quisiera publicar el Diario, se le podría poner este título: Libro del juez(X 1 A 239). Nadie sabe el porqué de este enigmático título.

Baso mi traducción en la italiana de C.FABRO y en la inglesa de H.V. HONG. S. KIERKEGAARD, Diario. A cura di C. FABRO. Vol. I: 1834-1848 (1948); vol. II: 1848-1852 (1949); vol. III: l852-1855 (1951). Brescia. S. KIERKEGAARD’S Journals and Papers. Vol. I-VI. Bloomington and London, 1967. Edited and translated by HOVARD V. HONG and EDNAH. HONG.

5.    Es verdad que el texto sigue así: “Por otro lado es también una cosa terrible”.

6.    Citaré unos textos idénticos del abbé Pierre (HENRI GROUÈS), en su obra Testament (Paris, 1994). "Le scandale dela souffrance et la certitude de l'Amour sont indissolublement liés" (p. 153). "L'Eternel est Amour, quand même. Nous sommes aimés, quand même..." (p. 7).

7.    "Amar a aquel que nos hace felices es, para una mente reflexiva, una definición inadecuada del amor. Amar a aquel que nos hace desdichados con malicia, es virtud. Pero amar a aquel que, por amor, aunque por un mal entendimiento (K. se refiere a su padre), pero a pesar de todo con amor, nos hace desgraciados, es la fórmula aún nunca enunciada, que yo sepa, pero sin embargo la fórmula normal de lo que es amor". Punto de vista..., p. 100.

8.    Estas ideas reaparecen en la obra Ejercitación del cristianismo: "Si lo cristiano es algo tan tremendo y pavoroso, ¿cómo en el mundo entero se le podrá ocurrir a un hombre aceptar el cristianismo? Muy sencillo: solamente la conciencia del pecado puede forzarte. Y en el mismo momento lo cristiano se te transforma y es suavidad, gracia, amor, misericordia. Para cualquier otra consideración el cristianismo es y será algo sin pies ni cabeza o lo más espantoso. Solamente en la conciencia de pecador está el acceso; y todo otro camino para querer introducirse es pecado de lesa majestad contra el cristianismo [...] Sólo la conciencia de pecado es el acceso, la perspectiva apta para mostrar la suavidad y el amor y la misericordia del cristianismo" .Madrid, 1969, p. 117.

9.    En El concepto de la angustia (capitulo 4), K. ha analizado profundamente la angustia del bien. "Tan pronto como está puesto el pecado y el individuo permanece el él, son posibles dos formaciones... La primera es "la servidumbre del pecado". En ella, el hombre está en el pecado y se angustia del mal, quisiera salir de él. La segunda es "lo demoníaco". En ella, el hombre vive en el mal y se angustia del bien. La servidumbre del pecado es una relación forzosa con el mal; lo demoníaco es una relación forzosa con el bien".

En los Evangelios, unos endemoniados le gritan a Jesús: ¿Has venido a perdernos? (Mc 1, 24). K. comenta escuetamente: “Los endemoniados le piden a Jesús que los libre de ser salvados" (XI 2 A 424. 1855). Así, el pecador instalado en el mal no ve la salvación como un bien, sino como un mal. El Salvador es, para él, el que viene a perderlo. El Salvador es el mal.

10.  La enfermedad mortal, Madrid, 1969, p. 13. Causa escándalo aquello que no se puede comprender y sólo puede ser creído.

11.  El escándalo central del cristianismo es la persona de JESUCRISTO. Que Dios sea un hombre, que un hombre sea Dios. El otro escándalo del cristianismo es la grandeza del hombre.

12.  La enfermedad mortal, p. 97.

13.  En una nota del Postscriptum, escribe: "Que le lecteur veuille bien se rappeler que la révélation est reconnaissable au mystère, la béatitude à la souffrance, la certitude de la foi à l'incertitude, la facilité à la difficulté, la vérité à l'absurdité".

14.  Este texto es singular, poque K. evita siempre llamar amigo a CRISTO. El CRIST0 de K. es el Salvador (del pecado), no el Amigo (Cf. X 3 A 200. 1850). El centro de la vida cristiana de K. es la paternidad de Dios.

15.  Se refiere evidentemente a REGINA OLSEN.

16.  Trad. de D. G. RIVERO (Madrid, 1965).

17.  El cristiano y la angustia (Madrid, 1960), p. 23.

18.  El hombre y Dios (Madrid, 1984), p. 163.

19.  Trad. de D.G. RIVERO (Madrid, 1969).

20.  Apéndice al capítulo 1 del Libro I de la Segunda parte.

Sílvia Albareda Tiana

1. Introducción

En 1971, en una carta dirigida a Manuel Gómez Padrós, entonces alcalde de Barbastro, san Josemaría Escrivá de Balaguer muestra su inquietud ante el crecimiento industrial de su ciudad natal, por su posible impacto negativo en el medio ambiente [1]. Este hecho deja constancia de que san Josemaría no era indiferente a los problemas medioambientales. Sin embargo, existe un desfase histórico y sociocultural entre la vida y escritos del fundador del Opus Dei y la sostenibilidad tal y como la conocemos hoy.

San Josemaría falleció en 1975 cuando las cuestiones ecológicas y medioambientales apenas habían empezado a plantearse. En la década de los 70, dichas cuestiones comenzaron a ser visibles. En estos años, aparecieron las primeras noticias sobre problemas ambientales, surgieron los primeros movimientos y partidos ecologistas y tuvo lugar la primera Cumbre Mundial de Naciones Unidas sobre el Medio Humano (Estocolmo, 1972). Lógicamente, mucho menos aparecen en sus escritos conceptos como «sostenibilidad» o «desarrollo sostenible», términos que empezaron a divulgarse a partir de 1987 con la publicación del así llamado Informe Brundtland [2].

Este artículo quiere establecer un puente entre las enseñanzas de san Josemaría y actitudes y virtudes que permiten identificar en la actualidad una cultura de sostenibilidad integral, tal y como ha sido recogida por el Papa Francisco en la encíclica Laudato si’ (LS). Tras definir brevemente el término de desarrollo sostenible y ofrecer las claves más recientes para vislumbrar cómo se entiende este concepto en el Magisterio de la Iglesia, el estudio analiza el legado invisible de Escrivá de Balaguer para la sostenibilidad a través de, en palabras del Papa Francisco, «motivaciones adecuadas» [3] y «sólidas virtudes» [4] que hacen posible el compromiso ecológico. En primer lugar, el estudio argumenta que, desde una visión del mundo como creación, san Josemaría ofrece la razón honda de un amor apasionado por todo lo que el mundo contiene y que lleva a la ciudadanía a no desentenderse de los problemas contemporáneos y a amar y valorar a cada persona humana con un corazón universal. Por otro lado, el artículo muestra que, en sus escritos y en su propio testimonio vital, aparecen actitudes de cuidado hacia las personas y el entorno que se podrían calificar como una ecología de la vida cotidiana. Al abogar, por ejemplo, por un estilo de vida sobrio o por la solidaridad entre generaciones, san Josemaría apunta de forma práctica hacia virtudes que posibilitan, junto al cuidado de las personas y del planeta, el desarrollo de la espiritualidad ecológica a la que invita el Papa Francisco en la encíclica LS.

Sensibilidad en torno al desarrollo sostenible

El término «desarrollo sostenible» empezó a difundirse a partir de la publicación del Informe Nuestro Futuro Común, más conocido por Informe Brundtland en 1987. Este informe divulgó el concepto como un progreso humano capaz de satisfacer las necesidades presentes sin comprometer, por ello, el abastecimiento de generaciones futuras [5]. El Informe Brundtland propone compaginar el desarrollo económico y social con la conservación de los recursos naturales. Por el contrario, no se consideran desarrollo sostenible aquellas intervenciones que enriquecen a algunos a expensas de empobrecer a otros, o que generan un crecimiento económico puntual a costa de destruir o contaminar el medio ambiente. La noción de sostenibilidad o de desarrollo sostenible lleva implícita la distribución equitativa de los bienes naturales, y una visión de justicia internacional e inter-generacional que promueve el desarrollo humano integral. A partir de este momento deja de haber oposición entre desarrollo humano y conservación del medio ambiente.

De hecho, en las siguientes cumbres de Naciones Unidas el título cambió a “Medio Ambiente y Desarrollo” (Conferencia de Río de Janeiro, 1992) y “Desarrollo Sostenible” (Johannesburgo, 2002). En septiembre de 2015, con la revisión y renovación de los Objetivos del Milenio, Naciones Unidas propone la Agenda 2030 con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que incluyen grandes retos para la humanidad como la desaparición de la hambruna o la mitigación del cambio climático.

Unos meses antes de la publicación de la Agenda 2030, el 24 de mayo de 2015, el Papa Francisco había escrito la encíclica Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común. Naciones Unidas, aprovechando un viaje del Santo Padre a Cuba y Estados Unidos, invitó al Papa al acto de aprobación pública de la Agenda 2030 en la sede de la organización en Nueva York. Ambos documentos, aunque en algunos aspectos son divergentes [6], comparten una visión integral de la sostenibilidad o de la ecología, que engloba la dimensión social, ambiental o ecológica y económica [7]. Este concepto de sostenibilidad integral es el que se va a contemplar a lo largo de este artículo.

El desarrollo sostenible en el Magisterio reciente

El Papa Francisco no ha sido el primer pontífice que ha hablado y escrito sobre ecología integral y sostenibilidad. Sus predecesores abordan esta cuestión en relación con la teología de la creación y con la Doctrina Social de la Iglesia en encíclicas [8] y mensajes. Tanto el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) [9] como el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia (2004) [10] recogen estas enseñanzas previas.

San Juan Pablo II utilizó por primera vez la expresión «conversión» referida al ámbito ecológico en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990: Paz con Dios creador. Paz con toda la creación [11]. En él aboga por fomentar la conciencia ecológica, presenta el carácter moral de la crisis medioambiental y llama a una conversión auténtica en la manera de pensar y en el comportamiento. Ser constructores de la paz, sostiene el Pontífice, requiere asumir responsabilidades, reconocer el pecado y convertirse: pedir perdón y cambiar de conducta [12]. A los 20 años de este paradigmático mensaje, su sucesor Benedicto XVI volvió a dedicar el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz al deber moral de tener un comportamiento sostenible [13]. Los últimos papas emplean el término teológico de «conversión» porque la invitación supone un cambio radical que hace referencia a nuestra relación con Dios y con toda la creación [14].

En la LS, el Papa Francisco dedica todo el capítulo III a hablar de la «raíz humana de la crisis ecológica» (LS, 101-132). Apoyado en informes científicos, sostiene que la situación ecológica, causada por el cambio climático, la disminución de la biodiversidad y otros problemas medioambientales son consecuencia del modelo de consumo actual y de un dominio tecnológico sin límites. Por tanto, la solución requiere no solo medidas científico-técnicas, sino fundamentalmente un cambio de valores. Es necesaria una nueva visión para percibir el planeta como la casa común de todos, más allá de verlo únicamente como escenario de la vida. Esta casa común, afirma el Papa Francisco, es una realidad buena creada por Dios y confiada a la custodia del ser humano. Esta transformación de la mirada implica, en muchos casos, una conversión ecológica, que supone la adquisición de virtudes sólidas, las cuales hacen posible el paso del conocimiento de los problemas ecológicos a la acción para intentar resolverlos y garantizar un comportamiento sostenible.

De este modo, el Papa Francisco sostiene que el compromiso con la sostenibilidad va más allá de las normativas legales, pues requiere «motivaciones adecuadas» y «sólidas virtudes» [15]. Para logar un comportamiento sostenible individual o comunitario resultan insuficientes las recomendaciones ciudadanas, los incentivos o las posibilidades de elección en la adquisición de un producto (por ejemplo, en la compra de alimentos o en el consumo energético). La persona humana necesita razones profundas de por qué cuidar el planeta y cómo hacerlo. De otro modo, la elección se limita a criterios habituales de relación calidad/precio, sin que se sepa o sin que importe si detrás de aquello que se consume hay un gasto energético desproporcionado, la explotación laboral de personas o la contribución al agotamiento de algún recurso natural.

Hoy en día, muchas personas tienen un comportamiento sostenible porque están convencidas de que deben cuidar el planeta y evitan en la medida de sus posibilidades todo aquello que suponga más emisiones de gases de efecto invernadero o un uso no responsable de los recursos naturales. Estas personas, en la prácica, tienen un comportamiento austero, porque buscan consumir lo menos posible, y también generoso, porque están pensando que otras personas en el futuro o en otras partes del planeta, se puedan seguir beneficiando de ese recurso o no resulten afectadas negativamente por su uso. Sin embargo, alerta el Papa, también hay personas que, aun teniendo razones para fundamentar un comportamiento sostenible, porque han recibido una educación ambiental en su infancia o juventud, no son capaces de ponerlo por obra porque han crecido en un ambiente muy consumista [16]. Les faltan las virtudes que hacen posible llevar los valores adquiridos a la práctica de su vida cotidiana. Por otra parte, advierte el Papa, es ingenuo pensar que los problemas ambientales se solucionarían con un mayor control de la natalidad, cuando en realidad no se está abordando la raíz del problema de un consumismo sin ética [17].

Una cultura de sostenibilidad implica que los ciudadanos comprendan cómo funcionan los sistemas naturales, entiendan las interrelaciones entre los seres humanos y la naturaleza, posean razones para tener un comportamiento sostenible y realmente actúen de forma sostenible porque son virtuosos.

Actualmente personas de muchas religiones están desarrollando esta cultura de la sostenibilidad. En el cristianismo hay profundas razones teológicas para tener un comportamiento sostenible porque los cristianos saben que el mundo es bueno porque es creación [18] y está confiado al ser humano para su custodia [19]. A su vez, la doctrina social de la Iglesia recuerda el valor absoluto de cada persona humana [20] y el destino universal de los bienes [21].

El legado de san Josemaría para la sostenibilidad

En el momento en el que se escribe este artículo, dos autores, Guillaume Derville [22] y Rafael Hernández [ 23], han ofrecido una aproximación a la posible relación entre las enseñanzas y la vida de san Josemaría y la cuestión ecológica. Con motivo de la publicación de la LS, Guillaume Derville [24] sostiene que, leyendo la encíclica, se detectan muchos puntos en común con las enseñanzas de san Josemaría, aunque expresadas con otras palabras. Entre otras, el autor destaca las siguientes:

«(…) el alcance del dogma de la creación, también para la vida moral y la espiritual; el valor del mundo; la conciencia de la proximidad de Dios en todo momento; el respeto de las realidades materiales; el cuidado de las cosas, incluidas las pequeñas» [25].

El amor apasionado al mundo que deriva de la fe de que el mundo es creación y Dios lo ha dejado a la custodia del ser humano puede ser la motivación profunda [26] a la que hace alusión Francisco. Este amor al mundo creado constituiría así la razón teológica que lleva a cuidar al planeta como la casa común y a todas las personas que lo habitan. Por su parte, virtudes como la pobreza cristiana y una caridad vivida con corazón universal que san Josemaría predicó y vivió formarían parte de aquellos hábitos necesarios para hacer frente al consumismo mediante un estilo de vida sencillo y eco-sostenible [27].

2. Motivación para la sostenibilidad integral: un amor apasionado al mundo

Mundo, naturaleza y creación

En los escritos de san Josemaría late un amor apasionado al mundo y a todas las realidades creadas. Frecuentemente emplea el término «mundo» para referirse a la cultura, a la contribución humana para la mejora de la sociedad [28] y del planeta en general y siempre desde un enfoque positivo [29]. Siguiendo a Jesucristo, el motor de las actuaciones humanas en la sociedad y en la creación debe ser el amor según hace explícita en esta cita:

«Lo que mueve al cristiano es la Caridad de Dios, que se nos ha manifestado en Cristo y que nos enseña a amar a todos los hombres y a la creación entera» [30].

Por otra parte, su amor a la creación le lleva a valorar y a disfrutar con las realidades creadas inanimadas: la tierra, el agua y el aire. San Josemaría contempla y siente de forma cósmica, particularmente en la Santa Misa, cómo la creación y todos los seres vivos dan gloria a Dios:

«Cuando celebro la Santa Misa con la sola participación del que me ayuda, también hay allí pueblo. Siento junto a mí a todos los católicos, a todos los creyentes y también a los que no creen. Están presentes todas las criaturas de Dios -la tierra y el cielo y el mar, y los animales y las plantas-, dando gloria al Señor la Creación entera» [31].

El Papa Francisco también describe la eucaristía como un acto de amor cósmico en el que se unen el cielo y la tierra. A través del pan y el vino, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre» [32], el mundo creado por Dios «vuelve a él en feliz y plena adoración» [33]. Igualmente, Benedicto XVI desarrolla esta dimensión de la eucaristía como liturgia cósmica [34]. En esta línea, san Josemaría, después de celebrar la santa misa, rezaba y recomendó rezar el himno Trium puerorum, en el que se bendice y se da gloria a Dios en unión con toda la creación. Derville destaca este hábito de piedad:

«Por eso, después de celebrar la Eucaristía, el fundador del Opus Dei amaba rezar un himno tomado del libro de Daniel (cap. 3) unido al Salmo Laudate (Sal 150), el Trium puerorum o Benedicite, cuyo uso se remonta al menos al siglo tercero. Invita a toda la creación a bendecir al Señor: la mirada apunta hacia el sol, la luna, las estrellas; alcanza la inmensa extensión de las aguas; se eleva hacia los montes, contempla las más diferentes situaciones atmosféricas, pasa del frío al calor, de la luz a las tinieblas; considera el mundo mineral y vegetal; se detiene en las diferentes especies animales; culmina con el hombre» [35].

Aunque las enseñanzas cristianas son claras en torno al valor de las realidades creadas como el aire, el agua, la tierra y todos los seres vivos ‒cada ser vivo, cada ecosistema, y las realidades inanimadas son en sí mismas un bien intrínseco, independientemente de su utilidad para el ser humano‒, en occidente y como fruto de la modernidad se ha producido un alejamiento entre la persona y el mundo natural, como si el hombre y la mujer no formaran parte de la naturaleza [36]. Se ha enfatizado que estas realidades creadas son recursos naturales, pero sin considerar que, independientemente de su valor instrumental, son buenas en sí mismas y dan gloria a Dios [37].

Vinculada con esta falta de visión sistémica de la naturaleza de la que el ser humano forma parte está la percepción de la creación como estática y ajena, a modo de «escenario» de una obra de teatro con el que no hay interacción real y cercana. En esta visión no es posible advertir el planeta como la casa común de todos.

Con frecuencia esta visión se ha extendido entre los cristianos por miedo a caer en un panteísmo, o en una visión bio-centrista [38] en la que todos los seres vivos tienen el mismo valor: el mundo natural es el escenario en el que el ser humano se desenvuelve, pero no una realidad de la que forma parte. A san Josemaría, en cambio, le gustaba recordar las consecuencias teológicas de la encarnación de Jesucristo y que por tanto no se puede tener una visión espiritualista del mundo.

«No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. (…) No se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. [...]

Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios» [39].

Amar el mundo, y amarlo de forma apasionada porque se sabe y se descubre que todas las realidades creadas son buenas y Dios creador las ha confiado al ser humano para su cuidado (cfr. Gn 1, 26-30), conduce a reconocer y respetar su valor intrínseco. Amar el mundo supone, en un contexto de crisis climática y ecológica, ser consciente que vivimos en un entorno con recursos limitados, y muchos de ellos deteriorados, que deben satisfacer las necesidades básicas de las personas en el momento actual y en el futuro. Por tanto, los cristianos, como ciudadanos responsables, debemos cuidar los recursos tanto porque descubrimos su valor ontológico como porque comprendemos su valor como bienes comunes a toda la humanidad presente y futura.

De las enseñanzas de san Josemaría en torno a la creación se desprende una visión universal y al mismo tiempo responsable del uso de los recursos naturales que se ha materializado a lo largo de su vida de distintas maneras.

Un ejemplo de economía circular

Las primeras casas dedicadas a la formación de las primeras vocaciones del Opus Dei o centros de encuentro fueron Molinoviejo y Los Rosales, ambas cerca de Madrid. En un tiempo de posguerra española y con muy pocos recursos económicos y humanos, su gestión es un ejemplo claro de lo que hoy se denomina «economía circular».

La economía circular es una nueva tendencia económica que se desarrolla ante las consecuencias de deterioro ambiental que ha causado la economía lineal. La economía lineal supone que se pueden seguir extrayendo recursos del planeta, como si estos fueran ilimitados. Las evidencias del agotamiento de recursos como los combustibles fósiles [40] y las consecuencias de su consumo en el cambio climático [41], junto al exceso de basura y los problemas que de ello se derivan, han conducido al reciclaje de recursos, haciendo que estos tengan un uso cíclico. Se pasa de una economía lineal basada en la extracción continua de recursos, consumo de productos y generación de residuos, a una economía circular, basada en la reducción al mínimo de la extracción de recursos (con la conciencia de que son escasos) y un modo de producir que genere los mínimos residuos.

En 1945, san Josemaría pidió a Encarnita Ortega y a Paula Gómez que emprendieran una granja en las dependencias de la finca de Los Rosales con la intención de poder abastecer a las casas de la Obra de Madrid. Ambas eran inexpertas, pero su confianza en san Josemaría y su generosidad les condujo a emplearse en esta nueva tarea. En la granja había animales como conejos, cerdos y gallinas, árboles frutales, huerto e invernadero [42].

Este modelo iniciado en Los Rosales se replicó en otras casas como Molinoviejo, en Segovia. En un momento de escasez económica, en plena postguerra española, conseguían alimentos ricos en proteínas y vitaminas y los residuos generados en la cocina se utilizaban como pienso para los animales de la granja. San Josemaría impulsó esta iniciativa, con la visión de aprovechar al máximo los recursos y cuidar a los fieles de la Obra y a quienes participaban en sus actividades apostólicas.

Discernir en la vida cotidiana

Pero, ¿cómo aplicar los principios de economía circular en la vida cotidiana? No siempre es fácil, porque frecuentemente no se perciben las interconexiones entre lo que consumimos individualmente o colectivamente en energía, bienes y servicios, alimentación y alojamiento [43] y las consecuencias sociales o de deterioro ecológico que suponen. Francisco insiste en distintos momentos de la LS en que todo está interconectado [44]. La globalización posibilita consumir productos como ropa, dispositivos electrónicos, etc., en lugares alejados de donde se han extraído las materias primas y se han elaborado, lo cual dificulta conocer la trazabilidad del producto y su verdadero impacto social y ambiental. No se perciben las interdependencias entre los problemas ambientales y sociales, ni lo que es más preocupante, entre estos y la propia conducta personal. Esta falta de transparencia o visibilidad puede dificultar tomar decisiones, pero no disculparía cuestionarse sobre la repercusión ética de las propias acciones. Como recuerdan Benedicto XVI y Francisco, comprar es un acto moral [45].

«Muchos dirán que no tienen conciencia de realizar acciones inmorales, porque la distracción constante nos quita la valentía de advertir la realidad de un mundo limitado y finito» [46].

El ejemplo de aplicación de economía circular en las casas de Los Rosales y Molino Viejo, quiere mostrar que, aunque sus protagonistas, Encarnita Ortega y Paula Gómez, entre otras, seguramente no eran conscientes de que estaban fomentando la sostenibilidad, ni la economía circular, sí que eran conscientes de que los recursos eran limitados y que había que cuidar a las personas. La creatividad e innovación de san Josemaría y de estas primeras mujeres de la Obra contribuyó a que, en unos tiempos de escasez, se creara un ambiente de hogar a partir del máximo aprovechamiento de los recursos y del reciclaje, que para muchos comensales seguramente pasó desapercibido.

De lo universal a lo particular

El calentamiento global y otros problemas ambientales son invisibles y complejos. No verlos, o percibirlos como problemas gigantescos, conduce a pensar que las pequeñas acciones que puede realizar cualquier particular son irrelevantes. Ingenuamente se piensa que la técnica ya encontrará la solución, cuando en realidad la raíz de los problemas no es técnica sino ética.

San Josemaría tenía una visión optimista del mundo [47] que deriva de la conciencia de la filiación divina y que conduce a trasformar el mundo desde dentro recuperando la armonía de la creación, sin desentenderse de los problemas contemporáneos.

«El modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano. El testimonio de vida cristiana, la palabra que ilumina en nombre de Dios, y la acción responsable, para servir a los demás contribuyendo a la resolución de los problemas comunes, son otras tantas manifestaciones de esa presencia con la que el cristiano corriente cumple su misión divina» [48].

En la LS Francisco invita a tener una nueva visión del mundo, más integral y más sistémica, en la que se relaciona el sentido humano de la ecología, con el cuidado del medio ambiente y de las personas y conduce a buscar «otras maneras de entender la economía y el progreso» [49]. El amor apasionado al mundo puede ayudar a contribuir a que bienes naturales como el agua, los alimentos o la energía tengan un destino universal, realizando un uso sostenible de los mismos. El compromiso ético con la sostenibilidad se fundamenta según Francisco —y en consonancia con las enseñanzas sociales de la Iglesia— en la visión que se tenga de Dios como creador (cfr. Gn 1, 4.10.12.18.21.25) y de la persona humana como ser creado a imagen suya (cfr. Gn 1, 27), con la vocación expresa de ser custodios de la creación (cfr. Gn 1, 26-30) como realidad buena y lugar de santificación.

En definitiva, el amor apasionado al mundo, predicado y vivido por san Josemaría, junto con el valor absoluto de cada persona forma parte de una teología de la creación y pueden ser las motivaciones profundas a las que hace alusión el papa Francisco como necesarias para el cuidado de la casa común.

El comportamiento sostenible supone, como propone Francisco, una conversión ecológica [50], un cambio profundo en la forma de mirar el mundo y de comportarse. Esta conversión implica todo un despliegue de actitudes y virtudes morales entrelazadas entre sí que permiten pasar del convencimiento de que hay que cuidar el planeta a la acción de cómo hacerlo.

3. Virtudes y actitudes para la espiritualidad ecológica

Hábitos que trascienden a uno mismo

Como ya se ha comentado anteriormente, san Josemaría, sin llegar a hablar de sostenibilidad o de ecología en la vida cotidiana, vivió y predicó virtudes como la pobreza cristiana y la laboriosidad y transmitió actitudes de cuidado y de trabajar en el presente con generosidad, pensando en el futuro y en el bien ajeno, que constituyen lo se podría denominar una espiritualidad ecológica o un estilo de vida eco-sostenible.

«La conciencia de la gravedad de la crisis cultural y ecológica necesita traducirse en nuevos hábitos» [51], insiste Francisco, pues «el desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral» [52].

Estos «nuevos hábitos» a los que hace referencia el Papa dependen de la capacidad de auto-trascenderse, de no estar centrados en el propio beneficio, y de actuar, aunque sea a través de multitud de detalles pequeños, pensando en el bien de los demás. La moral ecológica la debemos vivir todos los cristianos, no sólo no impactando de forma negativa el medio ambiente con la destrucción o contaminación de grandes ecosistemas (selva, ríos u océanos), sino modificando el propio estilo de vida para tener un comportamiento sostenible. Cualquier persona, en su actividad diaria a través del consumo de energía, la compra y el consumo de alimentos, bienes y servicios tiene un impacto ambiental y si ama la creación y a las personas, deberá intentar que ese impacto sea el menor posible. La gravedad de problemas como el calentamiento global y sus consecuencias en el aumento de pobreza urgen a que cada ciudadano o ciudadana se plantee cómo puede tener el mínimo impacto negativo y el máximo de cuidado de la creación, que supone cuidar a las personas y los recursos naturales para que lleguen a todos en la actualidad y en el futuro. Así, aunque no haya aparentemente grandes efectos económicos, ambientales o sociales, se produce un cambio en la propia persona —esa «conversión» de la que hablaban Juan Pablo II y el patriarca Bartolomé— y se colabora en la extensión del bien.

«No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente» [53].

El uso de las cosas en san Josemaría

«Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder. En los centros del Opus Dei encontraréis una decoración sencilla, acogedora y, sobre todo, limpia, porque no hay que confundir una casa pobre con el mal gusto ni con la suciedad» [54].

En san Josemaría aparecen actitudes y virtudes que llevan a cuidar la creación, los objetos materiales y a las personas a través de pequeñas acciones cotidianas. Estas actitudes de cuidado se materializan, por ejemplo, como se ve en la cita anterior, en el modo de construir, amueblar, mantener y decorar los centros del Opus Dei, siempre con la visión de que duren mucho tiempo. San Josemaría trabaja con visión de futuro. Por ejemplo, no se condicionaba por la escasez de recursos o por las necesidades del momento, sino que impulsaba la construcción de edificios, como las sedes de los centros de estudios en Roma, con la intención de que fueran muy duraderos.

A la vez, se preocupaba de que los centros no fueran lugares fríos, sin alma o sin dueño, sino hogares en los que sus habitantes y las personas que allí acuden se encuentren a gusto. Nada resulta indiferente, porque se cuidan los objetos para que duren para las siguientes generaciones y con la visión de que muchas personas se puedan beneficiar. La misma actitud tenía con la alimentación: menús variados, saludables, y a la vez la preocupación por aprovechar la comida sobrante. Destaca otros aspectos como la importancia de tener un horario racional, la previsión de un tiempo para el descanso o el cuidado de la salud.

Esta ecología de la vida cotidiana le conduce a cuidar lo que usa, descubriendo la trascendencia de las pequeñas acciones:

«Vamos a concretar algunas señales de la verdadera pobreza en nuestra Obra: a) no tener ninguna cosa como propia; b) no tener cosa alguna superflua; c) no quejarse cuando falta lo necesario; d) cuando se trata de elegir, escoger lo más pobre, lo menos simpático; e) no maltratar nada de nuestro uso, ni en nuestros Centros, ni en los lugares donde trabajamos, ni en cualquier sitio donde nos encontremos; f) aprovechar el tiempo» [55].

Francisco reflexiona sobre la dificultad de mantener un comportamiento sostenible en sociedades consumistas en las que con frecuencia se asocia la felicidad a la capacidad adquisitiva [56]. La pobreza cristiana y la sobriedad, pues, están directamente relacionadas con el cuidado de la casa común y la sostenibilidad.

«Así hemos de desenvolvernos nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor. Te diría, en pocas palabras, que hemos de ir con la ropa limpia, con el cuerpo limpio y, principalmente, con el alma limpia.

Incluso —por qué no notarlo—, el Señor que predica un desprendimiento tan maravilloso de los bienes terrenos, muestra a la vez un cuidado admirable en no desperdiciarlos. Después de aquel milagro de la multiplicación de los panes, que tan generosamente saciaron a más de cinco mil hombres, ordenó a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan. Lo hicieron así, y llenaron doce cestos. Si meditáis atentamente toda esa escena, aprenderéis a no ser roñosos nunca, sino buenos administradores de los talentos y medios materiales que Dios os conceda» [57].

En el mensaje conjunto para la protección de la Creación escrito por el papa Francisco, el Patriarca Ecuménico y arzobispo de Constantinopla Bartolomé I y el arzobispo de Canterbury Justin Welby, recuerdan como el concepto de administrar con prudencia y generosidad los bienes, tiene un origen evangélico y muchos santos lo han vivido de forma ejemplar. La administración, personal y colectiva de lo que Dios ha confiado a la responsabilidad humana debe ser «un punto de partida vital» para la sostenibilidad integral [58].

El artículo de Derville antes citado, muestra también las convergencias entre la LS y la vida y la predicación de san Josemaría, en el aspecto de ser buenos administradores de los recursos evitando malgastar [59].

Las “cosas pequeñas” como cuidado

La vida cristiana se identifica en san Josemaría con la vida corriente, habitual, sabiendo descubrir a Dios y servir a la sociedad a través del cuidado de las cosas pequeñas de la jornada [60]. Esta actitud secular es para él manifestación de la unidad de vida.

En LS se habla también de la incidencia de pequeñas acciones cotidianas para beneficio del ambiente, cuidando así la tierra como la casa común. Francisco sugiere algunas muy concretas:

«… evitar el uso de material plástico y de papel, reducir el consumo de agua, separar los residuos, cocinar solo lo que razonablemente se podrá comer, tratar con cuidado a los demás seres vivos, utilizar transporte público o compartir un mismo vehículo entre varias personas, plantar árboles, apagar las luces innecesarias»[61].

En la medida que se comprende mejor la sostenibilidad integral y se es consciente, como señala el Papa, de que todo está interconectado, se descubre la trascendencia de estas pequeñas acciones. Así, no es indiferente para el cuidado del planeta emplear materiales de un solo uso (como platos o cubiertos) o utilizar energía procedente de combustibles fósiles. Cuidar las cosas que se emplean también significa escoger aquellas que tienen menos impacto ecológico, no solamente por el beneficio medioambiental sino porque supone salir de uno mismo y pensar en los demás.

«La actitud básica de auto-trascenderse, rompiendo la conciencia aislada y la auto-referencialidad, es la raíz que hace posible todo cuidado de los demás y del medio ambiente, y que hace brotar la reacción moral de considerar el impacto que provoca cada acción y cada decisión personal fuera de uno mismo. Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se vuelve posible un cambio importante en la sociedad» [62].

En la espiritualidad del Opus Dei se procura vivir este cuidado de las cosas menudas que lleva a auto-trascenderse no pensando solo en el propio beneficio. Los fieles de la prelatura se esfuerzan en vivir este cuidado sin advertir, en muchos casos, que con esta actitud están desarrollando un comportamiento sostenible y encarnando lo que podría definirse como «espiritualidad ecológica».

El compromiso ético desde la profesión

El amor apasionado al mundo y la promoción directa o indirecta de actitudes y virtudes para la sostenibilidad integral se pueden considerar como una espiritualidad ecológica [63] o como un legado invisible de san Josemaría que facilita el cuidado de la casa común, que es la tierra y todas las personas que la habitan. En la encíclica LS, Francisco argumenta sobre el deber moral de tener un comportamiento sostenible, cuidando de la creación y de cada persona, realizando un uso responsable y solidario de los bienes naturales.

Al inicio de la encíclica el Papa sostiene que para los cristianos «nada de este mundo nos es indiferente» [64] y san Josemaría invita a santificar el trabajo contribuyendo con él no solo a la propia santidad sino a la mejora social. Todo ciudadano, pero especialmente los cristianos que tienen una llamada a la santidad en medio del mundo —como es el caso de los fieles del Opus Dei— deben contribuir a través de su propio ejercicio profesional y todo su quehacer a que la creación se reconcilie con el Creador [65]. Ante las crisis contemporáneas, como es la crisis climática, no es posible ceder a la tentación de aislarse para no contaminarse, huir o permanecer al margen, como si el mundo no fuera algo propio, la casa común a todos. Los cristianos deben comprometerse en la resolución de los problemas contemporáneos y la actual crisis ecológica es una oportunidad para cuidar del planeta como la casa común, en colaboración con muchas personas de buena voluntad.

«No queramos salir del mundo. No queramos acortar los días, aunque se nos hagan muy largos; aunque veamos que quienes pueden no purifican las aguas, sino que contribuyen a contaminar los ríos, a soltar substancias nocivas en medio de los mares más grandes, que no se pueden liberar de todo ese mal [...].

Esto es, hijos, lo que en nombre vuestro y mío le pido al Señor muchas veces. Que este mundo que Él ha hecho, y que los hombres estamos envileciendo, vuelva a ser como cuando salió de sus manos: hermoso, sin corrupción, una antesala del Paraíso» [66].

Con visión de futuro

La situación de crisis climática supone un llamamiento a la responsabilidad ética personal y colectiva. No se trata solamente de un ámbito de decisiones políticas, aunque de hecho ha llevado a muchos gobiernos a declarar el estado de emergencia climática [67]. En esta línea están también los compromisos climáticos de muchas religiones o los compromisos inter-religiosos para cuidar el clima.

«Nos comprometemos a actuar, cambiar nuestros hábitos, elecciones, y la manera de ver el mundo [...], a conservar los recursos limitados de nuestra casa común, el planeta Tierra, y a conservar las condiciones climáticas de las cuales depende la vida» [68].

En el sexto informe sobre la crisis climática publicado en abril de 2022 por el Grupo Intergubernamental de expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) [69], se afirma que, aunque las emisiones de gases de efecto invernadero de origen antropogénico siguen en alza, si los países cumplen con lo acordado en las cumbres climáticas, se podría frenar el aumento de temperatura global y no llegar a un aumento de 2 grados centígrados de media. El calentamiento global está provocando la subida del nivel del mar, la acidificación de los océanos, tormentas tropicales más intensas y más frecuentes, huracanes y sequías extremas, con lo que supone de destrucción de ecosistemas y aumento de miseria humana. La mitad de la vida del planeta se encuentra en «riesgo elevado» por la crisis climática, afectando más a los países más pobres, que son los menos causantes del calentamiento global. La gravedad de la crisis climática, a la que se ha sumado la crisis sanitaria de la Covid-19, nos han mostrado que todos los seres humanos somos vulnerables e interdependientes. Estas crisis nos exigen pensar en el bien común [70] con visión de futuro.

El Papa Francisco ha impulsado distintas iniciativas de la Santa Sede y, como jefe de estado ha mostrado interés por participar en la cumbre climática de los países adheridos a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, la COP26 [71] (Glasgow, 1 al 12 de noviembre de 2021) [72]. Quiere mostrar su compromiso para que los gobiernos tomen medidas urgentes para frenar el calentamiento global y conseguir la neutralidad climática para el 2050.

Conclusión

En las enseñanzas de san Josemaría hay una explícita visión del mundo y de todas las realidades materiales creadas como algo bueno «porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno» [73], y esta visión positiva conduce a amar al mundo apasionadamente y a comprometerse con su mejora. El mundo como creación junto con el deber de custodiarlo con «sabiduría y amor» [74], y el reconocimiento de que cada persona posee un valor absoluto y es sujeto de derechos fundamentales, constituye el fundamento teológico o la razón sobrenatural para el cuidado del mundo como la casa común.

Por otra parte, en la espiritualidad del Opus Dei, en las costumbres y modos de hacer que viven sus fieles, hay un legado espiritual de san Josemaría sobre la atención y el desvelo con relación a las personas, así como la conservación de los bienes materiales. Según se ha mostrado en este artículo, estas actitudes coinciden con la propuesta del Papa Francisco de desarrollar una «cultura del cuidado» [75]. En la vida cotidiana se manifiesta en el cuidado de las personas, las casas, los bienes que se utilizan, el entorno e incluso los menús, y llega hasta lo que san Josemaría denominaba «cosas pequeñas», es decir, detalles que pueden parecer nimios, pero manifiestan precisamente el cuidado, y no la indiferencia. Todos estos actos se podrían calificar de promoción de una vida sencilla, sostenible y saludable.

El amor apasionado y comprometido al mundo, junto con las actitudes de cuidado y formas de hacer de san Josemaría, que ha dejado en herencia a sus hijos e hijas, son, a mi modo de ver, como un legado espiritual invisible, o como parte de los itinerarios pedagógicos [76] que el Papa Francisco propone desarrollar para generar una nueva cultura ecológica. Pero este desafío no es fácil, porque conlleva presentar como valores la pasión por el cuidado [77], la solidaridad y la sobriedad, en una sociedad individualista y materialista.

Para la conversión ecológica se requiere un cambio de mentalidad y esto supone una nueva mirada, una visión más sistémica que advierte las interdependencias, entre el propio comportamiento y el resto del planeta. Se trata de saber mirar a la realidad como creación y, por tanto, como don y regalo. En definitiva, esta nueva mirada implica trabajar para adquirir una visión más planetaria, respetuosa y agradecida.

Pero la conversión hacia este modo de situarse ante el mundo no se reduce a la visión, sino que exige un comportamiento virtuoso. Un comportamiento en el que cada decisión (forma de alimentarse, desplazarse, vestir o consumir energía) tenga en cuenta que se consume una parte de la casa común de todos y que, por tanto, es responsabilidad propia producir o consumir pensando que los recursos tienen que llegar para todos en la actualidad y en las siguientes generaciones. Este comportamiento, que en clave de sostenibilidad se calificaría de acciones encaminadas a reducir la huella ecológica, en términos del ascetismo cristiano se denomina sobriedad y solidaridad. Supone considerar el impacto de las propias acciones en el planeta o casa común y, por tanto, da importancia a los hábitos cotidianos, como evitar el uso del plástico, reducir residuos y, en caso de producirlos, reciclarlos [78], disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero, etc. Estos actos suponen un entrenamiento en la virtud, puesto que ayudan a cuidar la creación.

El compromiso ético con la sostenibilidad se adapta perfectamente al legado espiritual de san Josemaría para el cuidado de la casa común. En este momento de crisis sistémica —ecológica y económica— el Magisterio del Papa Francisco, en continuidad con sus predecesores, nos recuerda: «No habrá una nueva relación con la naturaleza sin un nuevo ser humano. No hay ecología sin una adecuada antropología» [79]. Esta nueva antropología por la que aboga el Papa se fundamenta en saberse hijos e hijas de Dios, hermanos de toda la familia humana [80], en un mundo al que estamos llamados a amar apasionadamente y a cuidarlo como la casa común de todos.

Sílvia Albareda Tiana en romana.org/es

Notas:

[1]   Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. Los caminos divinos de la tierra, (2ª Ed.) Rialp, Madrid, 2013, vol. III, p. 619. Nota a pie de página en la que se recoge la cita de la carta dirigida a M. Gómez Padrós.

[2]   En 1983, por encargo del entonces secretario general de la ONU Pérez de Cuellar, Gro Harlem Brundtland (primera ministra noruega) organizó y dirigió la Comisión Mundial sobre Desarrollo y Medio Ambiente. Esta comisión elaboró el informe Nuestro Futuro Común, conocido como Informe Brundtland.

[3]   Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

[4]   Cfr. Ídem.

[5]   Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo, Nuestro Futuro Común, Alianza, Madrid, 1988, p. 67.

[6]   En esta Nota, la Santa Sede expresa reservas explícitas con relación a 2 de las 169 acciones propuestas por Naciones Unidas (concretamente nn. 3.7 y 5.6) y ofrece, desde una antropología trascendente, una amplia argumentación sobre la interpretación adecuada de algunos conceptos usados en la Agenda. Cfr. Misión Observadora Permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, Nota de la Santa Sede en el primer aniversario de la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (25-IX-2016), en https://www.caritasjaen.es/mai...ón-de-los-Objetivos-de-Desarrollo-Sostenible.pdf

[7]   Cfr. Naciones Unidas, Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, 2015.

[8]   Cfr. especialmente las encíclicas de San Juan Pablo II (Redemptors hominis, 1979, n, 8; Sollicitudo rei socialis, 1987, nn, 28, 30 y 37; Centesimus annus, 1991, nn, 36-39; Evangelium vitae, 1995, nn, 22, 44 y 98) así como la encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate, 2009, nn, 43-52.

[9]   Especialmente en el artículo dedicado al séptimo mandamiento.

[10]    Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Librería Editrice Vaticana, 2005, cap. 10: “Salvaguardar el medio ambiente”, nn. 251-487.

[11]    Cfr. San Juan Pablo II, Paz con Dios creador. Paz con toda la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 8-XII-1989.

[12]    En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990, Juan Pablo II, no emplea el adjetivo “ecológica” cuando se está refiriendo a una conversión que supone un cambio de mentalidad y de comportamiento, como sí lo hace en otras ocasiones: “Es preciso, pues, estimular y sostener la “conversión ecológica”, que en estos últimos decenios ha hecho a la humanidad más sensible respecto a la catástrofe hacia la cual se estaba encaminando. El hombre no es ya “ministro” del Creador. Pero, autónomo déspota, está comprendiendo que debe finalmente detenerse ante el abismo (...) no está en juego sólo una ecología “física”, atenta a tutelar el hábitat de los diversos seres vivos, sino también una ecología “humana”, que haga más digna la existencia de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a las futuras generaciones un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador.” Juan Pablo II, Audiencia General, 17-I-2001.

[13]    Cfr. Benedicto XVI, Si quieres promover la paz, protege la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010, 8-XII-2009.

[14]    La conversión supone un cambio interior de corazón que se traduce en un cambio en estilo de vida, hacia un comportamiento más sostenible. Cfr. Juan Pablo II y Bartolomé I, Firma de la “Declaración de Venecia”. Declaración conjunta del Santo Padre Juan Pablo II y su Santidad Bartolomé I, 10-VI-2002. El subrayado de “conversión” es del texto original.

[15]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211

[16]    Cfr. Ídem, n. 209.

[17]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 50.

[18]    Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Libreria Editrice Vaticana, 2005, nn. 26 y 113.

[19]    Cfr. Ídem, nn. 255-256, 460 y 462.

[20]    Cfr. Ídem, nn. 4 y 35-37.

[21]    Cfr. Ídem, nn. 466, 467, 482 y 484.

[22]    Cfr. Guillaume Derville, “¿Ciudadanos en la tierra como en el cielo? Una aproximación a la encíclica Laudato sí y al mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer”, Romana, 60 (2015).

[23]    Cfr. Rafael Hernández Urigüen, Juego, ecología y trabajo. Tres temas teológicos desde las enseñanzas de san Josemaría Escrivá, Eunsa, Pamplona, 2011, pp. 26-90.

[24]    Cfr. Guillaume Derville, “¿Ciudadanos en la tierra como en el cielo? Una aproximación a la encíclica Laudato sí y al mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer”, Romana, 60 (2015).

[25]    Ídem.

[26]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

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[28]    Este enfoque es el que se emplea en la homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967 y que tiene por título: “Amar al mundo apasionadamente”. Cfr. San Josemaría, Conversaciones, n.114a, Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de José Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012.

[29]    Se distingue de otras acepciones del término “mundo” que se empleaban con frecuencia en el contexto teológico espiritual contemporáneo a san Josemaría, al referirse a la expresión “el mundo, el demonio y la carne”, considerando el mundo como una realidad mundana al margen de Dios. Cfr. José Luis Illanes, “Mundo” en César Izquierdo (dir.), Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona, pp. 714-719.

[30]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 59.

[31]    San Josemaría, Amor a la Iglesia, n. 44.

[32]    Palabras del ofertorio de la Santa Misa. Liturgia eucarística.

[33]    Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 236.

[34]    En la Laudato si´ se desarrolla esta visión cósmica de los sacramentos que es el hilo de las palabras pronunciadas por Benedicto XVI: «la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». Benedicto XVI, Homilía en la Misa del Corpus Christi, 15-VI-2006.

[35]    Guillaume Derville, “San Josemaría y el amor a la creación”, 18-VI-2015, publicado en la web del Opus Dei: https://opusdei.org/es/article...

[36]    La visión dualista entre el ser humano y la naturaleza no proviene tanto del cristianismo, como de la filosofía cartesiana, extendida fundamentalmente en el mundo anglosajón, países en su mayoría de raíces cristianas. Cfr. Joshtrom Isaac Kureethadam, René Descartes and the philosophical roots of the ecological crisis, Pontificia Università Gregoriana, Roma, 2007.

[37]    Cfr. Francisco, Enc.Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 69, donde Francisco recuerda la bondad intrínseca de cada criatura que da gloria a Dios, y alerta del peligro de caer en un antropocentrismo despótico como prevención del bio-centrismo.

[38]    Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 463.

[39]    San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.112.

[40]    Cfr. Shahriar Shafiee - Erkan Topal. “When will fossil fuel reserves be diminished?”, Energy policy 37.1, pp. 181-189, 2009.

[41]    Cfr. IPCC, P.R.Shukla y otros (eds.), Resumen para responsables de políticas. En: El cambio climático y la tierra: Informe especial del IPCC sobre el cambio climático, la desertificación, la degradación de las tierras, la gestión sostenible de las tierras, la seguridad alimentaria y los flujos de gases de efecto invernadero en los ecosistemas terrestres, 2019.

[42]    Cfr. Mercedes Montero, “La formación de las primeras mujeres del Opus Dei (1945-1950)”, en Studia et Documenta, revista del Istituto Storico San Josemaria Escrivá, 2020, pp. 119, 126, 127 y 141.

[43]    Estas son las fracciones de la huella ecológica o huella de carbono que mide el impacto de las acciones individuales y colectivas en el planeta. A través del observatorio de CO2 de la Cátedra de Ética Ambiental de la Universidad de Alcalá (España) se puede calcular la propia huella de carbono. La misma calculadora sugiere cambios para tener un comportamiento más sostenible: https://huellaco2.org/tuhuella...

[44]    Cfr. Francisco, Enc.Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), nn. 16, 117, 138, 220 y 240.

[45]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 206 y Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate (29- IX-2009), n. 66.

[46]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 56.

[47]    Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 183.

[48]    Cfr. San Josemaría, Conversaciones, n. 59.

[49]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 16.

[50]    Cfr. Ídem, nn. 216-221.

[51]    Ídem, n. 209.

[52]    Ídem, n. 13.

[53]    Ídem, n. 212.

[54]    San Josemaría, Amor a la Iglesia, n. 50.

[55]    Javier Echevarría - Salvador Bernal. Memoria del Beato Josemaría Escrivá. Entrevista con Salvador Bernal. Rialp, Madrid, 2000, p. 319.

[56]    Cfr. Francisco, Enc.Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 203.

[57]    San Josemaría, Amigos de Dios, n. 121.

[58]    Cfr. Francisco, Bartolomé I y Justin Welby. Mensaje conjunto para la protección de la Creación del Santo Padre Francisco, Su Santidad Bartolomé I, Patriarca Ecuménico y arzobispo de Constantinopla, y Su Gracia Justin Welby, arzobispo de Canterbury, (7-IX-2021). Disponible en: https://press.vatican.va/conte...

[59]    Cfr. Guillaume Derville, “¿Ciudadanos en la tierra como en el cielo? Una aproximación a la encíclica Laudato si´ y al mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer”, Romana, 60 (2015).

[60]    Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 312.

[61]    Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

[62]    Ídem, n. 208.

[63]    Cfr. Ídem, n. 202.

[64]    Ídem, n. 3.

[65]    Cfr. Ídem, n. 218.

[66]    Cfr. Andrés Vázquez de Prada. El Fundador del Opus Dei III. Los caminos divinos de la tierra, Rialp, Madrid, 2003, p. 618. San Josemaría empleaba esta imagen de la contaminación como metáfora para referirse a la contaminación que produce el pecado en la vida de la Iglesia y en la sociedad humana. Alentaba a no desentenderse de los problemas contemporáneos e intentar solucionarnos, sin caer en la tentación de querer salirse del mundo.

[67]    Por ejemplo, cfr. Gobierno de España: https://www.miteco.gob.es/es/p...

[68]    Interfaith Declaration on Climate Change, 2015. Disponible en: idcc_spanish (interfaithdeclaration.org)

[69]    Working Group III contribution to the IPCC sixth assessment report (AR6). Climate Change 2022: Mitigation of Climate Change. https://report.ipcc.ch/ar6wg3/...

[70]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 201.

[71]    Cfr. https://www.aciprensa.com/noti...

[72]    Cfr. https://ukcop26.org/

[73]    San Josemaría, Conversaciones, n.114.

[74]    San Juan Pablo II en el mensaje de la paz de 1990 recuerda que la cooperación del hombre y de la mujer en la creación se ha de hacer al modo de Dios y esto es con sabiduría y amor. Cfr: San Juan Pablo II, Paz con Dios creador. Paz con toda la creación, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990, 8-XII-1989.

[75]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), nn. 10, 14, 64, 70, 179 y 201 y Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2021: La cultura del cuidado como camino de paz, 8-XII-2020.

[76]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 210.

[77]    Cfr. Ídem, n. 216.

[78]    Cfr. Francisco, Enc. Laudato si’. Sobre el cuidado de la casa común (24-V-2015), n. 211.

[79]    Ídem, n. 118.

[80]    Cfr. Francisco, Enc. Fratelli tutti (3-X-2020).