Juan Luis Lorda

En los últimos decenios se ha formalizado el tratado sobre el Espíritu Santo. Se ha enriquecido con muchas aportaciones, además de entroncar con inquietudes ecuménicas y un despertar carismático

Juan Luis Lorda en omnesmag.com

La teología católica ha dependido mucho del reparto de tratados. Un tratado mantiene vivo y orgánico un tema en la enseñanza y en la reflexión común de la Iglesia. En gran parte, la distribución de los actuales tratados teológicos procede del reparto de la Suma Teológica en secciones. Al no existir en la Suma una sección larga y compacta sobre el Espíritu Santo, no se creó ese tratado, lo mismo que no se creó un tratado sobre la Iglesia. Esto ha provocado una cierta deficiencia de pensamiento orgánico sobre el Espíritu Santo.

Muchos temas confluyen en el estudio del Espíritu Santo. Su lugar en la Trinidad, su misión en la historia de la salvación (“que habló por los profetas”: la inspiración bíblica), su relación con la misión de Cristo (Encarnación, Bautismo, Resurrección, Reino), y su doble misión santificadora en la Iglesia (Magisterio, Liturgia, carismas) y en cada cristiano (inhabitación, gracia y dones). 

A eso hay que añadir la conciencia de que el movimiento ecuménico solo puede progresar guiado por el Espíritu Santo; un ahondamiento de la teología oriental en sus raíces patrísticas; y una floración, primero en el universo protestante y después en el católico, de los movimientos pentecostales y carismáticos. En un contexto donde el cristianismo sociológico de los viejos países cristianos parece agotarse, surgen multitud de pequeños grupos muy vivos animados por carismas cristianos. Hay que prestarles atención.

Desde el siglo XIX

La teología protestante siempre se ha fijado en el espíritu profético como justificación de su posición histórica. En contraste, la tradición católica ha destacado más el papel del Espíritu Santo en la asistencia al Magisterio.

También hay una devoción católica por el Espíritu Santo que se extiende y suscita una literatura espiritual, con implicaciones teológicas, especialmente sobre la inhabitación del Espíritu Santo en las almas y sobre los dones del Espíritu Santo. Los dos temas son bien tratados en las obras de Scheeben, Los misterios del cristianismo y Naturaleza y gracia¸ con atención a la patrística. 

En esa perspectiva, se sitúa la notable (y breve) encíclica de León XIII Divinum illud munus (1897): “Cuando nos sentimos cerca ya del fin de nuestra mortal carrera, place consagrar toda nuestra obra, cualquiera que ella haya sido, al Espíritu , queremos hablaros de la admirable presencia y poder del mismo Espíritu; es decir, sobre la acción que Él ejerce en la Iglesia y en las almas”. En esa misma encíclica, el Papa pidió que se introdujera un novenario antes de la fiesta de Pentecostés. 

Hay que decir que en 1886 el dominico M. J. Friaque publicó un largo ensayo sobre Le Saint-Esprit, sagrâce, ses figures, sesdons, sesfruits et ses beatitudes. Y Msr. Gaume un Tratado sobre el Espíritu Santo (1884), en dos gruesos volúmenes, bastante curioso. Y el cardenal Manning (todo un personaje en Inglaterra) dos obritas notables sobre la inhabitación en las almas y la asistencia del Espíritu a la Iglesia. 

En los años treinta del siglo XX, habría mucho que citar y sobre todo notar algunas obras muy eruditas, tanto de teología espiritual como patrística, sobre el papel santificador del Espíritu Santo (Galtier, Gardeil). En esos años también le presta atención la literatura protestante (Barth, Brunner). 

Después, la temática se enriqueció con varias inspiraciones. Principalmente la consideración teológica de la Iglesia como misterio, unida a la renovación de una Teología de la Liturgia; después, el movimiento ecuménico, y, finalmente, el impacto de los movimientos carismáticos. Además, se ha producido una reenfoque del tratado clásico sobre la gracia. Vamos a verlo. Empezaremos por el último punto. 

La doctrina de la gracia

Parecería que la doctrina sobre la gracia (lo mismo que sobre la Iglesia) debería haber sido un lugar privilegiado para hablar del Espíritu Santo, pero lamentablemente no ha sido así. Incluso ha producido cierto ocultamiento o sustitución del Espíritu. Frecuentemente se ha dicho que la gracia nos santifica. Pero no es la gracia quien nos santifica, sino el Espíritu Santo. La gracia no es un sujeto activo (una cosa) sino el efecto en nosotros de la acción del Espíritu. Ha habido tratados enteros de la gracia donde no se menciona al Espíritu Santo. O se hace solo al final, para preguntarse si con la gracia inhabita el Espíritu Santo. 

En realidad, es todo al revés. El tratado debería empezar con la unción del Espíritu santificador y mostrar el efecto que produce en nosotros, que la tradición católica llama gracia santificante (estado de gracia) y gracias actuales. Es mérito de Gerard Philips, aunque no solo de él, haberlo estudiado en sus hermosos libros Inhabitación trinitaria y gracia, y La unión personal con Cristo vivo. Ensayo sobre el origen y sentido de la gracia creada. Sin olvidar que el homenaje académico a Philips se llama: Ecclesia a Spiritu Sancto edocta, con muchos artículos interesantes. 

Pero si se hubiera dividido mejor la Suma, hubiera bastado. Antes que las cuestiones 109 a 114 de la Prima Secundae, donde Santo Tomás trata directamente de la necesidad y naturaleza de la gracia, habla del Espíritu Santo como “Ley nueva” puesta por Dios en los corazones. Hubiera sido un hermoso comienzo del tratado, además de enraizarlo en el gran tema bíblico de la historia de la Alianza. 

La Liturgia y la Eclesiología

El movimiento litúrgico aportó una “Teología de la Liturgia”. Se recuperó la esencia simbólica y mistérica de la liturgia como acción divina en que está interesado todo el cosmos (Gueranguer, Guardini). Y así se superó una enseñanza de la liturgia centrada en la historia y significado de las rúbricas, y de una sacramentaria ocupada solo en la ontología de los sacramentos (materia y forma). También se reforzó la conciencia de que la liturgia, en lo que tiene de misterio, es obra del Espíritu Santo. De ahí la renovada importancia de la epíclesis. 

Pero el lugar donde más se iba a aportar era, evidentemente, la Eclesiología. La renovación de este tratado, en conjunción con la renovación litúrgica, recuperó el enfoque simbólico de la teología de los Padres y el papel del Espíritu Santo. Lo mostraron, en primer lugar, los libros de De Lubac, Catolicismo y Meditación sobre la Iglesia. La recuperación de la imagen de la Iglesia como “Cuerpo de Cristo” (Mersch, MysticiCorporis), también potenció la del Espíritu como “alma de la Iglesia”. Y más tarde, con el Concilio Vaticano II, la triple imagen de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.

Grandes libros

Pero ha sido, sobre todo, Yves Congar el gran inspirador del tratado. Esto se debe a la riqueza de sus fuentes y a su preocupación de recoger y recensionar todo lo relevante que se publicaba. Sus estudios históricos, sus múltiples artículos y su participación activa en el Concilio Vaticano II le convirtieron en un referente muy principal. De su Eclesiología nacieron muchos temas pneumatológicos que recopiló en los tres libros que formarían El Espíritu Santo (Je crois en l’Esprit Saint) (1979-1980), además de otros ensayos.  

El volumen recoge artículos, esbozos y apuntes. Tiene algo de inacabado, como es frecuente en la obra de este autor, siempre con tantos trabajos en marcha, pero se ha convertido en una fuente imprescindible. El libro tiene cierto sesgo. A lo largo de su vida, Congar, movido muy tempranamente por un espíritu ecuménico, se sentía inclinado a equilibrar un tratamiento de la Iglesia y del Espíritu Santo demasiado centrado en la función del Magisterio. En eso es un tanto recurrente. 

Motivador, interesante y algo peculiar resultó también el ensayo, y después el conjunto de la obra, de Heribert Mühlen sobre Una mística persona (1967), referido a la Iglesia. Es el título en alemán, y está inspirado en una expresión de Santo Tomás de Aquino. En castellano (y en francés) se publicó como El Espíritu Santo en la Iglesia. Mühlen, con cierta inspiración personalista, se fija en la acción unificadora del Espíritu en la Iglesia, reflejo de su papel en la Trinidad como comunión de Personas. También le interesa dar cuenta del movimiento carismático, en el que estaba involucrado. 

Louis Bouyer contribuiría con El Consolador (1980), parte de una trilogía dedicada a las Personas divinas. El ensayo comienza con el acercamiento al conjunto de las religiones, tema muy presente en la teología de Bouyer, especialmente en sus ensayos litúrgicos. También von Balthasar le dedica el tercer volumen de su Theologica. Y me gustaría mencionar a Jean Galot, Espíritu Santo, persona de comunión, entre otros muchos. 

El Magisterio

Es preciso destacar la encíclica de Juan Pablo II Dominum et vivificantem (1986), que trata ampliamente todos los temas relevantes de la pneumatología. Quedó reforzada por la catequesis que el mismo Papa dedicó al Espíritu Santo en la explicación del Credo (1989-1991), y por la preparación del Jubileo del 2000, con un año dedicado al Espíritu Santo (1998). 

Mención aparte merece el Catecismo de la Iglesia Católica. Además de tratar del Espíritu Santo en la tercera parte del Credo (693-746), le dedica amplia atención en la introducción a la celebración del misterio cristiano (1091-1112); y en la parte IV sobre la oración cristiana. Un repaso por los índices ayuda también a ver la múltiple acción santificadora del Espíritu.

La espiritualidad

El interés por la acción del Espíritu Santo siempre ha estado presente en la tradición espiritual. Se ve en algunas obras notables, como el famoso Decenario al Espíritu Santo (1932) de Francisca Javiera del Valle. Además, han surgido algunos movimientos religiosos orientados por la devoción al Espíritu Santo, como los espiritanos que inspiraron las Fraternités du Saint Esprit. Alexis Riaud, autor de varias obras de espiritualidad sobre el Espíritu Santo, fue director de estas fraternidades. Los espiritanos promovieron también unos conocidos “encuentros de Chambery”.

Más tarde en la Iglesia católica se recibió la influencia de los movimientos pentecostales protestantes americanos y, en una segunda oleada, de los movimientos carismáticos. Han suscitado mucha literatura. Destacan los trabajos de Rainiero Cantalamessa, como El Espíritu Santo en la vida de Jesús: el misterio del Bautismo de Cristo (1994), y Ven, espíritu creador: meditaciones sobre el ‘VeniCreator’ (2003).

Escrúpulos exegéticos

Como en todos los campos de la teología, también en éste un mejor estudio de la Escritura aportó muchas cosas. Primero, sobre el uso de la palabra “Espíritu”. 

Pero es muy distinto si el acercamiento es puramente filológico o teológico. Todavía se puede leer en algún diccionario, e incluso en manuales de Pneumatología, que el Antiguo Testamento apenas tiene una doctrina sobre el Espíritu Santo. Sin embargo, si la Escritura Santa se lee con un criterio teológico, es decir sobre la base de la historia de la salvación o historia de la Alianza, la unción con el Espíritu Santo entronca con el argumento central de la Biblia: el Reino de Dios se espera a través del Mesías, ungido con el Espíritu Santo, y con una Nueva Alianza y un nuevo pueblo, ungido con el Espíritu de Dios. Es decir, no solo es “un” tema del Antiguo Testamento, sino que es “el” tema del Antiguo Testamento, y lo que hace que sea “Testamento” o Alianza.

Un escrúpulo exegético ha hecho también que desaparezca de muchos diccionarios teológicos, de moral y de espiritualidad, el tema de los siete “Dones del Espíritu Santo”. Es sabido que hay un error al contar siete. El texto de Is 11,3 (la unción mesiánica), de donde procede, solo menciona seis (sabiduría, inteligencia, consejo, ciencia, fortaleza, piedad o veneración) y que el último (veneración), que aparece repetido, al traducirlo al griego de los LXX se desdobló en piedad y temor de Dios.

Pero es una exégesis espiritual legítima y venerable, que ya está en Orígenes, en el siglo II. Atraviesa toda la teología (santo Tomás, san Buenaventura, Juan de Santo Tomás, entre otros) y llega hasta el Papa Francisco. Y tiene un fundamento teológico muy sólido. Todo cristiano está llamado a participar de la plenitud de la unción mesiánica de Cristo, como se expresa, por ejemplo, en el bautismo. Por eso, recibe dones carismáticos del Espíritu. 

El número 7 expresa la plenitud del Espíritu que Cristo tiene y es un eco de los siete candeleros y siete ángeles del Apocalipsis. Además, el contenido que la tradición espiritual ve en cada don no se ha obtenido del estudio del término en la Biblia, sino de la rica experiencia de la vida de los santos. Ese es su valor y su justificación.

César Castilla Villanueva

I.            Introducción

La persecución religiosa es aquella que tiene como objetivo hostigar a personas que tienen un credo que afecta a los intereses de aquel o aquellos que están en el poder o también por parte de algún grupo en particular que se encuentre al margen de la ley y que quiere imponer su creencia a la fuerza en detrimento de los demás. En pleno siglo XXI, aún existen Estados o grupos religiosos desviacionistas al margen de la ley que intentan asediar a minorías especialmente en África y Medio Oriente. El objetivo principal de esta investigación es demostrar como grupos extremistas incurren en esta práctica violentando el derecho de los demás sin que la Comunidad Internacional haga nada por resolver este problema.

II.     El legado de la impunidad y la indiferencia ante la persecución religiosa

Las persecuciones religiosas son un hecho execrable que por lo general atentan contra las minorías. Una de las más recordadas en la historia del mundo contemporáneo es aquella que sucedió en el Imperio Otomano, donde la Comunidad Internacional fue testigo del genocidio sistemático de la población no musulmana, llevado a cabo en contra de una minoría religiosa durante la segunda mitad del siglo XIX.

En esta época los principios islámicos habían influenciado el crecimiento del Imperio Otomano. Esto quiere decir que estos principios no solo moldeaban la fe de los musulmanes sino también otros aspectos como lo político y lo social. Por lo tanto, el carácter islámico de la teocracia otomana aparecía como un factor predominante en la organización legal del Estado otomano. Es aquí donde la figura del Sultán Califa ejercía una doble función. El hecho de ser sultán le permitía ejercer el poder sobre el plano político; y por ser Califa, tenía la misión de proteger el Islam.

La sinergia de estas dos funciones derivaba solo en una: velar por la aplicación de la Sharia (Revelación de la ley islámica al profeta Mahoma en el siglo VII d.C.) (Dadrian, 1995, pp. 29-30). En el imperio otomano la sociedad estaba dividida en musulmana y no musulmana creando una dicotomía entre ciudadanos de primera y segunda clase (dominantes y dominados). Esto había llamado poderosamente la atención de Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuestionando el tratamiento que el Imperio Otomano otorgaba a la población no musulmana, es decir las minorías cristianas. Lo cual influyó para que se dieran a cabo una serie de reformas en el seno del gobierno otomano (Tanzimat) entre 1839 y 1876.

Durante el mandato del Sultán Califa Abdul Hamid II (1848-1918) que asumiría el poder en 1876 se llevaron a cabo las peores masacres en contra de las minorías no musulmanas (masacres hamidianas o masacres armenias entre 1894 y 1896), provocando un enfrentamiento entre la comunidad musulmana y las minorías cristianas representada por los armenios en mayor cuantía. Es así que las potencias europeas empezaron a hacer un llamado para proteger a los armenios víctima del régimen opresor de Abdul Hamid II, lo que finalmente despertaría el nacionalismo turco y encendería aún más la represión en contra de los armenios cristianos a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX a manos de los Jóvenes Turcos miembros del Comité Unión y Progreso (CUP) o Ittihad (Ittihad ve Terakki Cemiyeti).

Desde noviembre de 1894, los cables de noticias llegaban a  Inglaterra anunciando por primera vez las atrocidades cometidas en Samsun, donde el sultán Abdul Hamid negaba a toda costa los crímenes cometidos bajo sus órdenes que iban desde violaciones, mutilaciones, incendios, y masacres perpetuadas por soldados tanto regulares como irregulares. Es así que se decide llevar a cabo una investigación tardía en pleno invierno compuesto por un francés, un ruso y un inglés, dando como resultado que el criminal responsable habitaba en el castillo de Yildiz, el cual solo se limitaba a pagar una deuda mediante el dictado de una Orden Imperial de Liakat a su fiel servidor Zekhi Pasha, comandante del cuadragésimo sexto Cuerpo. A pesar de la visita de esta delegación europea, poco o mucho sirvió para frenar la masacre en contra de los cristianos armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En 1895, a pesar del plan de reforma para garantizar los derechos de los no musulmanes en particular de los armenios, propuesto por las seis potencias que reinaban en aquel sistema internacional de carácter euro-céntrico se elevaría ante las autoridades del imperio otomano el 11 de mayo de 1895, pero dos semanas después Abdul Hamid, el 3 de junio del mismo año presenta un proyecto oponiéndose a la petición europea, lo que significó que entre 1895 y 1896 el sultán rojo acabó con la vida de al menos trescientos mil armenios (Quillard, 1900, p. 1).

En esta época las intervenciones entre las potencias europeas estaban basadas en un mínimo de cohesión hasta el tratado de Berlín de 1878 que sienta un precedente para la protección de algunas minorías y grupos religiosos, donde la presión de las grandes potencias de aquella época como Reino Unido y Rusia podía influir en el Imperio Otomano [1], ambos países eran firmantes de dicho tratado. Sin embargo, esta tentativa no  fue lo suficientemente eficaz ni eficiente para poder frenar el genocidio en contra de las comunidades no musulmanas (Dadrian, 1995, pp. 49-50).

Para noviembre de 1914, habían transcurrido los primeros meses de la Primera Guerra Mundial, es ahí cuando Mehmed V (1909-1918) declaró la Yihad contra los países de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y  Rusia). Por otro lado, la persecución hacia los armenios se había intensificado, es decir, el legado de Abdul Hamid II seguía presente, ya  que bajo su mandato avalo la matanza de más de 200.000 armenios entre 1894-96. Todo esto respondía a una política oficial de genocidio implementada en nombre del nacionalismo turco propuesto por el partido nacionalista y reformista “Comité de Unión y Progreso” también conocido como “Jóvenes Turcos”. Como resultado de esta persecución religiosa según la historiadora Nelida Boulgourdjian-Toufeksian afirma que de dos millones cien mil armenios censados en el Imperio Otomano en el transcurso del año 1912 según las estadísticas del Patriarca Armenio en Estambul, solo quedaron 77.435 en 1927 (Alfred de Zayas, 2010).

III.   ¿Choque de civilizaciones o desviacionismo [2] religioso como causal de las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

Comenzando la década de los 90’s, se afianzaría la desconfianza en lo que respecta al entendimiento entre civilizaciones. Samuel Huntington escribe Clash of Civilizations en 1993, donde adopta una postura fatalista cuando se refiere a las relaciones entre Occidente y Oriente, enmarcándolas en un «choque de civilizaciones» donde la religión jugara un rol preponderante:

«La hipótesis de este artículo es que la principal fuente de conflicto en un nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica ni económica. El carácter tanto de las grandes divisiones de la humanidad como de la fuente dominante de conflicto será cultural» (Huntington, 1993).

Para Huntington el origen del conflicto radicará en la profundización de las diferencias que mantienen las civilizaciones más importantes, que según él son la occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, ortodoxa, latinoamericana y finalmente también toma en cuenta a la africana. Las cuales tienden a diferenciarse por su historia, idioma, tradición y religión, elementos que a través de la historia han generado los conflictos más prolongados y violentos (Huntington, 1993).

Por otro lado, si las persecuciones religiosas de este siglo XXI no son producto de un choque de civilizaciones inminente ¿podrían estas tener su origen y agravarse por el desviacionismo religioso? Una vez desaparecida la guerra de ideologías políticas antagónicas es decir entre el capitalismo y el comunismo durante la última década del siglo XX, ve la luz un nuevo tipo de conflicto donde la relación Occidente y Oriente se ve involucrada.

El desviacionismo religioso del Islam ha conllevado a que organizaciones político-religiosas como los Talibanes, Al-Qaeda y el Estado Islámico se hayan nutrido principalmente de corrientes desviacionistas como el wahabismo y salafismo. El wahabismo resalta la unidad de Dios (Tawhid), es decir haciendo alusión al monoteísmo absoluto mientras todo lo que caiga fuera de este concepto debe ser denunciado como una innovación herética (Bida). En el caso del salafismo es un movimiento reformista ultra conservador dentro del islam sunita que propone que el Islam sea como se daba durante la vida del poeta; rechazando toda innovación religiosa (Bida) para finalmente adoptar la Sharia donde el común denominador es la lucha contra los “infieles” de Occidente y de Medio Oriente. Dentro de estas dos corrientes existe otra línea de pensamiento denominado takfirismo que consiste en la acusación de apostasía de la parte de un musulmán hacia otro musulmán o seguidor de cualquier otra fe de Abraham.

Por otro lado, la amenaza del desviacionismo religioso se extendió finalmente a otros continentes como África [3] y Asia a través de su proceso de contratación, creación y apoyo financiero de células terroristas. Al mismo tiempo, los enfoques de seguridad han cambiado considerablemente en los últimos años debido al aumento del número de amenazas, como por ejemplo el neo-realismo que incluye una amplia gama de nuevos conceptos como el terrorismo internacional, la guerra preventiva, y también la creación de alianzas de seguridad.

Esto afecta especialmente a Medio Oriente, donde poblaciones enteras se ven afectadas, por la insania de mentes extremistas dado que el derecho de las poblaciones a ser protegidas se desvanece ante la indiferencia de la comunidad internacional, que a falta de una voluntad política dejan pasar el tiempo mientras vidas inocentes pierden la vida a diario. Intervenir militarmente en un territorio que sea soberano con el fin de proteger a una población debería de dejar de ser un tabú, y contar con el visto bueno de los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

IV.    Los Izadies víctimas de la persecución takfirista del estado islámico (Daesh)

El origen del Daesh (داعش) se remonta a la invasión estadounidense de Irak en marzo de 2003, cuando el Sheikh jordano Abu Musab al-Zarqawi [4] anunció su lealtad a los líderes más importantes de Al Qaeda: el Sheikh saudí Osama bin Laden y el médico egipcio Ayman al-Zawahiri en 2004. Abu Musab al-Zarqawi, antes de convertirse en el líder de Al-Qaeda en Irak (AQI), fue también el líder del Grupo de Monoteísmo y Yihad [5], que forma parte de la red de Al-Qaeda. Durante una breve estancia en Afganistán, decidió instalarse en el norte de Irak en 2002 (Ayad, 2014). Ciertamente, en el primer momento el objetivo principal de AQI era contrarrestar la invasión de Estados Unidos y sus aliados en territorio iraquí, para tal efecto este grupo se había ensañado con las fuerzas de seguridad iraquíes que cooperaban con los estadounidenses.

A principios del año 2006, AQI con otras organizaciones pro-yihad [6] creó el Consejo Consultivo de los muyahidín en Irak [7] y la Alianza de los perfumados [8], unificando así sus acciones; Abu Abdullah al-Rashid al- Baghdadi también conocido como Abu Omar al-Baghdadi, proclamó el Estado Islámico de Irak (ISI) en octubre de 2006 y se convirtió en el líder de esta organización hasta su muerte en 2010, cuando fue sustituido por Abu Bakr al-Baghdadi, quien inmediatamente cortó los vínculos con Al Qaeda.

Durante los años de la Primavera Árabe, Siria sufre el efecto boomerang de estos eventos que buscan un cambio de régimen desde marzo de 2011. El Estado Islámico de Irak (ISI) se envuelve en este conflicto y el nombre de esta organización se convierte en 'Estado Islámico en Irak y el Levante (ISIL) en abril de 2013 [9]. Esta vez se inicia la persecución en contra de las personas consideradas Rawafid (aquellos que rechazan la Sunna) por el ISIL y todos los partidarios del presidente sirio. ISIL con el apoyo financiero y militar de las potencias occidentales, especialmente Estados Unidos y de la Unión Europea, trató de derrocar al régimen de Bashar al-Asad.

La proclamación del califato por el Estado Islámico (EI) es obviamente, un desafío a la autoridad de Al-Qaeda, la principal organización terrorista implicada en la Yihad en todo el mundo después de los ataques del 9/11. Pero a pesar de las diferencias surgidas entre el EI y Al-Qaeda desde abril 2013 a causa de su participación en Siria (Sallon, 2014), el EI se ha convertido en un grupo terrorista que ha superado en peligrosidad a Al-Qaida. No obstante, el Califato goza de un apoyo significativo entre los grupos muyahidines de Irak y Siria [10] y también se benefician de seguidores en Europa. Sin duda, el factor de motivación fue bien canalizado a través del uso de las redes sociales como Twitter, YouTube, etc., y también mediante la publicación de la revista Islamic State Report magazine (ISR) en idiomas árabe e inglés.

También hay que señalar que la presencia del EI se ha ampliado con el apoyo financiero de países como Arabia Saudita, que siempre ha apoyado organizaciones wahabitas, salafistas y yihadistas en el Magreb, Mashrek y Oriente Medio. El Reino de Bahréin también juega un papel clave en el apoyo del EI, ya que nunca ha aceptado y tolerado que los Chiitas puedan gobernar Irak. Por último, la complicidad de otros países, como Turquía, ya que este país considera que apoyando la causa del EI puede contribuir a derrocar al régimen sirio (Toscano, 2014).

Para la mayoría de los países sunitas, los Chiitas son una secta herética e Irán es considerado un Rogue State. También se debe de tomar en cuenta que el EI abraza el takfirismo y actúa bajo el apoyo de sus unidades de inteligencia que han sido esenciales para la toma de Mosul, área ocupada por los «apóstatas» (Islamic State Report, 1435) es decir politeístas, cristianos, izadíes y los dos principales grupos poblacionales de Irak: los Chiitas que están viviendo principalmente en el sur de Irak y los kurdos en el Kurdistán iraquí.

En este caso, son los Yazidies (Izadies), quienes fueron víctimas de persecución y eliminación sistemática por parte del EI por tan solo tener un credo completamente diferente a aquel que pregona y propaga el EI. Esto se inició prácticamente después de la inauguración de su Califato a fines de junio de 2014. Dicho credo es inclusive anterior al siglo VI d.C., es decir antes de la expansión del islam, los Izadies tienen sus raíces en la antigua Mesopotamia, actualmente Irak incluyendo al sur del Kurdistán iraní, en Kermanshah. Aunque muchos de ellos hayan nacido en el Kurdistán, niegan o no se identifican con este. Para el 2014, en Irak los Izadies totalizaban una población de 325.856 habitantes (un 1% de la población total) [11].

Los Izadies son monoteístas puesto que consideran a una sola deidad como su único Dios, el cual es Melek Taus [12], el ángel en forma de pavo real, es decir un ángel caído que para los musulmanes no es otro que Sheitan o Satanás. Bajo la óptica de los Izadies, Malek Taus no se rebeló contra Dios, todo lo contrario, se le ordenó que cuidara de la creación. Aunque con el transcurrir de los años fueron adoptando varias costumbres de distintas religiones (sincretismo) entre ellas el zoroastrismo (dualismo entre el bien y el mal), del islam, puesto que son herederos de Sheikh Adi, un místico sufí, fundador de una comunidad musulmana ortodoxa en el siglo XII que se instaló en el Kurdistán; e inclusive del cristianismo ya que creen en el bautismo (De Mareschal, 2014).

Para agosto de 2014, la situación se había complicado tanto que a mediados de este mes, la ONU había puesto a Irak en el nivel más alto de emergencia (nivel 3), debido a la catástrofe humanitaria por el avance impresionante del EI y la persecución de las minorías religiosas (Espinosa, 2014). Esto despertó el temor en los iraquíes puesto que miles de Izadies habían desaparecido o habían sido masacrados por los combatientes de EI, lo que podría ser un presagio de un retorno a la pesadilla sectaria de 2006 y 2007, cuando los vecinos se volvieron contra los vecinos.

Esta situación generó que más de 400.000 izadies, que siguen una religión antigua con raíces en las tradiciones cristianas, musulmanas y zoroastrianas, hayan decidido dejar sus hogares por miedo a ser eliminados (Ahmed, 2014). La verdadera pesadilla de los izadies comenzó el 3 de agosto de 2014 cuando los muyahidines del IS, toman Sinjar (ciudad situada en el noroeste de Irak, cerca de la frontera con Siria), debiendo huir hacia las montañas sin agua ni alimentos, teniendo que soportar temperaturas de hasta 50° C (Gillig, 2014). La situación se volvió tan tensa al punto que el papa Francisco invocó a la ONU a tomar cartas en el asunto a través de una intervención (Follorou, 2014).

Breen Tahsin, diplomático iraquí destacado en Gran Bretaña e hijo del príncipe Tahsin Saeed Bek, jefe de la comunidad yazidi, el 19 de agosto de 2014, denuncia en Ginebra que la Comunidad Internacional no había hecho nada para poner fin al genocidio de los Izadies de Irak por parte de los efectivos del IS. Según las cifras dadas por Tahsin, más de 3.000 Izadies fueron eliminados por el EI, y otros 5.000 fueron capturados por esta organización. Pero lo que más le preocupaba era la suerte de otras 4.000 familias en las montañas de Sinjar (Follorou, 2014, p. 3).

Entonces ante lo expuesto anteriormente porque ante el asedio y los crímenes en contra de los izadies, a través de asesinatos selectivos, entierros de gente aún con vida, torturas, etc.; por parte de los efectivos del Estado Islámico. La pregunta que debería hacerse es ¿Por qué el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, contempló de forma indiferente esta situación? ¿Por qué no hubo una resolución por parte del Consejo de Seguridad que permita una intervención militar para proteger a esta minoría religiosa? ¿Porque solo se limitaron a condenar? ¿Por qué la mayoría de Estados tuvo que actuar en forma independiente y desorganizada? ¿Por qué aun en pleno siglo XXI el dialogo intercultural fracasa y la persecución religiosa se vuelve algo tan común en nuestro mundo contemporáneo?

V.      ¿El dialogo intercultural como una posible solución a las persecuciones religiosas en el siglo XXI?

En la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de la UNESCO del 2 de noviembre de 2001, aprobada por 185 Estados Miembros, documento que consta de 12 artículos y dividida en 4 secciones donde principalmente trata de interrelacionar la diversidad cultural con algunas variables como pluralidad, derechos humanos, creatividad, solidaridad internacional; redefine la palabra cultura como:

«El conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» (UNESCO, 2001).

Este documento fue preparado para la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible, celebrada en Johannesburgo del 26 de agosto al 4 de setiembre de 2002, apunta a garantizar la existencia de la diversidad cultural, frenando toda tentativa segregacionista y fundamentalista que a partir de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en particular después del 11 de setiembre de 2001 se ha convertido en una amenaza contra la convivencia pacífica de las civilizaciones y atentando contra la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 así como a  los pactos internacionales sobre los derechos civiles y políticos; y el otro de los derechos económicos y culturales, ambos suscritos en 1966 (UNESCO, 2004). A comienzos del siglo XXI, el presidente de la República Islámica de Irán, Muhammad Jatami (1997-2005) de tendencia reformista, trata de retomar la fórmula del austríaco Hans Köchler, cuya propuesta  denominada Diálogo de Civilizaciones (Dialogue of Civilizations), fue el pionero en proponer un diálogo de tal naturaleza en 1972, a través de una carta dirigida a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Para la implementación y difusión de ésta propuesta, Köchler decide realizar un viaje (Global Dialogue Expedition) por algunos puntos del planeta sumando un total de 28 ciudades visitadas en 26 países, tales como el Reino de Jordania, India, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Tailandia, Indonesia, Senegal; que le toma desde marzo a mayo de 1974, con el fin de explicar y discutir su punto de vista acerca de la hermenéutica cultural con representantes de diferentes culturas. Durante la primera semana de este viaje, exactamente el 9 de marzo de 1974, organizó la primera conferencia internacional sobre “La Auto-Comprensión Cultural de las Naciones” (The Cultural Self-comprehension of Nations) en la Royal Scientific Society de Amman, actividad que persistiría por un par de décadas más (Koechler, 2002).

Por lo tanto, Jatami apoyándose en la filosofía islámica-chiita, desarrolló un enfoque, entre el mundo islámico en general y otras civilizaciones, especialmente aquellas de Occidente, alegando que ambas pueden crear las condiciones necesarias para que exista un diálogo eficaz y eficiente, con el objetivo de lograr un mayor entendimiento entre ambas partes. Es así que Jatami se convierte en el promotor de la idea para que el año 2001 sea elegido como el año del Diálogo entre Civilizaciones en el seno de las Naciones Unidas. A diferencia de Samuel Huntington en su famoso “Choque de Civilizaciones” (Clash of Civilisations), la visión con que Jatami encara de una manera optimista los desafíos de entablar una línea de diálogo entre civilizaciones en el nuevo milenio.

En su discurso “Como continuar el diálogo de las civilizaciones” pronunciado en Siria en enero de 2002, Jatami resalta la importancia de la relación entre la filosofía islámica y la tolerancia como instrumento para el entendimiento con otras ideologías existentes:

«El islam no solo ha crecido a lo largo de la historia por el diálogo mantenido entre sus distintas escuelas y sectas sino también ha dado cobijo  siempre a las ideas no islámicas. La filosofía griega llego a Irán y al mundo islámico a través de Alejandría por lo que la filosofía islámica por la tolerancia demostrada por los musulmanes hacia otras ideologías se convirtió pronto en una de las más ricas ramas de la filosofía» (Jatami, 2006).

Muhammad Jatami, años más tarde, después de terminar su periodo presidencial, se dedicó a difundir su propuesta de diálogo, a tal punto que en el año 2007 creó la Fundación para el Diálogo entre Civilizaciones (Foundation for Dialogue among Civilisations), con sede en Ginebra apostando por un diálogo regular a través del tiempo entre los pueblos, las culturas, las civilizaciones y las religiones del mundo con el fin de promover la paz, la justicia y especialmente la tolerancia además de poner en práctica las recomendaciones de las resoluciones pertinentes de la ONU (Foundation for Dialogue among Civilisations, 2013).

VI.    La tolerancia religiosa como ingrediente principal en el diálogo intercultural

Sin embargo, la tolerancia ha sido y será un elemento indispensable para una convivencia pacífica dentro de las relaciones interculturales; pero cuando se trata de ir más allá, y enfocarnos en las relaciones entre Oriente y Occidente, nos damos cuenta de que toda tentativa de dialogo ha sido en vano y poco fructífera, terminando siempre en un fracaso. A la tolerancia se le puede clasificar como valor o virtud, entendiéndose como valor (Muller & Halder, 2001) a aquella característica de un ser que le permite ser apreciado que por lo general va ligado a lo moral; y virtud (Ferrater Mora, 1998) en el sentido de hábito o manera de hacer una cosa gracias a que goza de una capacidad.

Desde el plano filosófico, la tolerancia se ha considerado como el hecho opuesto de adoptar una actitud contraria a la de preservar en la propia opinión con dureza y rigidez (Ferrater Mora, 1998, p. 3523). Y si quisiéramos profundizar más en el tema, nos tocaría recurrir a la ética, ya que siendo ésta una rama de la filosofía, tiene como objeto de estudio a la moral, donde los valores del ser humano se convierten en una de las principales tareas de estudio y la tolerancia cabria dentro de este campo (Hildebrandt, 1997). Sabiendo que los valores morales, son esencialmente valores personales y están cimentados en la libertad, es aquí donde el significado de la palabra tolerancia juega un rol esencial ya que demuestra el respeto a la forma diferente de pensar de los demás, lo único malo es que siendo algo tan personal no se pueden universalizar.

Ya en la práctica, la tolerancia, por lo general se espera que como una virtud transformada en actitud aplaque las diferencias que se puedan suscitar entre las religiones, ideologías políticas, aficiones de todo tipo, entre otros; permitiendo una convivencia pacífica la cual sería posible a través de un proceso de entendimiento y asimilación de personas con características diferentes a nosotros.

Aunque la tolerancia ha sido defendida por parte de algunos filósofos, también tuvo ciertos detractores como los filósofos tradicionalistas que sostenían que la tolerancia para con el error permite la expansión de este, por lo tanto, recomendaban que es mejor no comulgar con aquellos que no comulgan con la verdad. En el caso de Balmes, la tolerancia está acompañada con la idea del mal, puesto que la tolerancia genera malas costumbres (Ferrater Mora, 1998, p. 3524).

En el plano religioso, el término “tolerancia”, cobra vigencia ante la actitud mostrada por parte de algunos autores durante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de poder lograr una convivencia pacífica entre católicos y protestantes (Ferrater Mora, 1998, p. 3523).

En la antigüedad, la tolerancia contribuyó a que las poblaciones que vivían bajo el mandato del Imperio Persa alcancen una relativa armonía. Por “Imperio Persa”, debe entenderse a un conjunto de reinos o dinastías que gobernaron Persia, donde su administración principal era Persepolis (Περσέπολις) [13] o también llamada Takht-e-Jamshid (جمشيد تخت) [14], la que se ubicaría en lo que actualmente es la provincia de Fars, en el sudoeste de la República Islámica de Irán [15].

Las primeras civilizaciones que dieron vida al imperio persa, fueron descendientes de grupos indoeuropeos que colonizaron la parte meridional y septentrional de la meseta de lo que hoy en la actualidad se conoce como Irán. Estas civilizaciones pertenecían a la raza Aria, de la cual proceden la mayoría de pueblos europeos, caracterizados por haber sido criados en la pobreza y sin mayores necesidades se propusieron colonizar las poblaciones del Asia Occidental.

El imperio persa tiene sus orígenes en las antiguas civilizaciones Elamita (عيالم تمدن) [16] y luego en la Meda [17] abarcando ésta última poblaciones asentadas entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia, la cual terminó dominando a los persas hacia el siglo VII A.C. No obstante, el imperio persa alcanza su mayor esplendor en dos etapas, la primera con la dinastía Aqueménide fundada por Aquemenes (s. VII a.C.), bajo la dirección de Ciro II el Grande y la segunda con la dinastía Sasánida fundada por Ardacher I, bajo la dirección de Sapor II (s. II d.C.).

En el caso de la dinastía Aqueménide fue Ciro II el Grande 559-529 A.C., fundador y líder de éste imperio, que después de vencer a los Medos en el año 550 A.C., se caracterizó por tener una visión unificadora de los pueblos persas, extendiendo su liderazgo hacia territorios ubicados en Asia Menor, inclusive anexando algunas colonias griegas. Otra de sus hazañas fue la conquista de los territorios de lo que hoy es Pakistán entre los años 546-540 A.C. y la toma de Babilonia en el año 539 A.C., lo que incluía los territorios de Palestina y Siria, permitiendo que los judíos apresados por el rey Nabucodonosor en esta ciudad regresen a su país. De esta manera, Ciro II el Grande extendió el imperio persa por toda la parte del Asia occidental donde el mar Mediterráneo y Negro bañan sus costas.

La segunda etapa donde el imperio persa llega a alcanzar un desarrollo importante es con la dinastía Sasánida que ocupó Persia entre  los siglos III y VI d.C., tomando la posta de la dinastía Aqueménide en cuestión de liderazgo; reforzando así las estructuras del imperio persa, además de crear una órbita geopolítica importante, permitiendo también contrarrestar al poderío de los romanos en la región de Mesopotamia. A lo largo de sus aproximados 400 años de existencia, esta dinastía tuvo numerosas guerras con los romanos y con el imperio bizantino, pero también conquistó territorios en Mesopotamia, Siria y Asia Menor e invadió India y Armenia, para finalmente sucumbir a la conquista árabe.

Junto al desarrollo de los sasánidas también se dio originaron dos religiones iranias, donde la deidad principal era Zurvan [18] dios de lo infinito y del espacio, el cual previo sacrificio de mil años fue padre del dios del Bien Ahura Mazda y del dios del Mal Angra Mainyu creando un concepto dualista. Estos dos existen desde y para la eternidad ocupando cuadrantes opuestos en el cosmos, con características totalmente opuestas en su naturaleza; compartiendo algo en común, que ninguno de los dos es omnipotente y cada uno está limitado por la existencia y el poder del otro (Lincoln, 2012). Aunque es difícil precisar en qué momento la ortodoxia zurvanista o mazdea podía prevalecer una por encima de la otra. A pesar que el zurvanismo se impusiera después del siglo III A.C., Ardashir (Artajerjes) fue considerado el restaurador del zoroastrismo (Eliade & Couliano, 2008).

A partir de Darío I, la doctrina de Zoroastro (Zarathustra) [19], el culto a la deidad Ahura Mazda, en otras palabras, el Zoroastrismo se convirtió en una religión predominante cuyas fuentes fueron puestas por escrito en el libro sagrado Avesta a partir de los siglos IV o VI de la era cristiana. Dicho libro está dividido en nueve secciones Yasna (Sacrificios), Yasht (Himnos a las divinidades) Vendidad (Reglas de pureza), Vispered (El culto), Nyayishu y Gah (Oraciones), Khorda o Pequeño Avesta (Oraciones Cotidianas), Hadhokht Nask (Libro de las Escrituras), Aogemadaecha (Nosotros aceptamos) y Nirangistan (Reglas culturales) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). En este caso los soberanos de la dinastía aqueménides como Dario I (522-486 A.C.), Jerjes (486-465 A.C.), Artajerjes II (402-359 A.C.) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300), siempre tuvieron una actitud de respeto hacia las creencias o manifestaciones de índole religioso existentes en los diversos pueblos anexados por el imperio persa lo que significaba rendir culto a divinidades arias como Mitra y Anahita conjuntamente con las egipcias, babilonias e inclusive hebreas.

Cabe mencionar que esta fue una época caracterizada por fuertes tendencias nacionalistas, donde el rey concentraba el poder, el cual le permitía tener el control del ejército, la administración, la hacienda pública y la política exterior donde su principal preocupación era sin duda el imperio romano. Los reyes sasánidas fueron los responsables de la instauración del Zoroastrismo modernizado como religión oficial del imperio. Por tal motivo también proliferaron monumentos figurativos iranios durante Sapor I (241-272 d.C.) y Narses (292-302) (Eliade & Couliano, 2008, p. 300). No obstante, al principio las demás religiones fueron vistas como un elemento separatista (Planeta Sudamericana, 1981). Sin embargo, en el caso de Sapor I, probablemente zurvanita mostró simpatía en favor de Mani, profeta fundador del maniqueísmo que predico en Persia; a tal punto que sus hermanos Mihrshah y Peroz se convirtieron a esta religión. Hay que resaltar que Mani fue encarcelado por Bahram I y por Kerdir iniciando una persecución. Esta situación cambiaría con la llegada de Yezdigird (el Pecador), cuya tolerancia mereció el aprecio tanto de cristianos como de paganos (Eliade & Couliano, 2008, p. 303).

Entre sus principales reyes tenemos a Ardashir I, Sapor I y Cosroes I. Éste último fue considerado un monarca tolerante ya que según la historia no se dieron persecuciones de ningún tipo durante su reinado (Pisa Sanchez, 2011). En el periodo de Ardashir I en Ctesifonte (Capital del Imperio Sasánida), hubo mucha proliferación de judíos. En esta ciudad también se podía encontrar una escuela judía de alto nivel desde el siglo tercero d.C.; y el Exilarca [20] (גלות ראש), jefe de la comunidad judía en Babilonia también residió en la ciudad de Mahuz [21]. En el caso de Cosroes II (590-628) fue tolerante con el cristianismo, siendo Shirin, su esposa una princesa cristiana de Constantinopla (Ropero, 2010). Debido a esto, Cosroes II en un momento de su vida desarrolló una cierta afinidad con el cristianismo y los cristianos, los cuales podían ejercer libremente su fe. La construcción de Conventos e iglesias era permitida, por ejemplo, el Convento de Pethion que estuvo ubicado específicamente en Ctesifonte. En tiempos posteriores hubo dos iglesias, una con el nombre de Santa María y la otra llamada San Sergio ambas construidas bajo las órdenes de Cosroes II [22].

En ambos casos, es decir durante el reinado de estas dos dinastías hubo monarcas que desarrollaron la tolerancia en todo el sentido de la palabra incluyendo la religiosa. La tolerancia es un término demasiado complejo para poder definirlo, aunque por lo general es aplicado al comportamiento humano puede ser también interpretado como una virtud. Pero si nos basamos en la etimología latina tendríamos que centrarnos en el verbo Tolerare que significa resistir, sufrir, soportar, etc. (Cabedo Manuel, 2006). Para Max Müller y Alois Halder el término “tolerancia” es un concepto practico y no teórico, el cual tiene múltiples funciones como el de proteger al sistema dominante contra la disolución, protege al sujeto de la opinión minoritaria contra represiones físicas, sociales, mentales; y finalmente como una especie de preparación para una confrontación pacífica (Muller & Halder, 2001, pp. 426-427).

VII.     Conclusiones

Las persecuciones de cualquier tipo son actos deplorables especialmente aquellas que son de tipo religioso porque limitan la libertad del ser humano en su relación con Dios. Lamentablemente la historia universal nos muestra que las persecuciones religiosas se han originado desde la edad antigua. Ante esto poco o mucho se ha podido hacer para evitarlas. En el presente artículo se ha puesto como ejemplo las masacres hamidianas llevadas a cabo por Abdul Hamid II (1894-1896) en contra de todo no musulmán, que sin duda alguna afectó principalmente a los Armenios. Sin embargo esto sólo fue el inicio, porque durante los años finales del Imperio Otomano, por el año 1915, la persecución religiosa por parte del Estado se intensificó.

En el siglo XXI, podemos encontrar persecuciones religiosas de toda índole, en especial promovidas por algunos Estados y grupos terroristas como el Estado Islámico en Medio Oriente, África y Asia, que tienen como objetivo a cristianos, musulmanes, Izadies y personas de otras creencias.

¿Estaremos siendo testigos de un clash de civilizaciones, como se refería Samuel Huntington en la década de los 90? Si es así, ¿qué se puede hacer para revertir esta situación y poder vivir en harmonía? Es exactamente aquí cuando el dialogo intercultural juega un rol fundamental, teniendo como objetivo principal promover una convivencia harmónica. El legado del austriaco Hans Köchler y del ex-presidente irani Jatami no debe olvidarse, sino, por el contrario, ha de continuarse con su ejemplo. Lamentablemente lo que no se conoce no se valora: por lo tanto, se debería seguir divulgando la obra de estos personajes que entregaron parte de su vida para lograr un mundo mejor.

A manera de conclusión, la pregunta que se debería plantear es: ¿que nos ha impedido poner en práctica la tolerancia? Sabiendo los beneficios que ésta puede aportar para alcanzar un nivel de convivencia óptimo, tanto al interior de una sociedad y como al exterior, esto nos permitiría desarrollar un enfoque sobre relaciones internacionales capaz de consolidar una política exterior que promueva el dialogo intercultural. Al parecer, en estas dos primeras décadas que están transcurriendo del siglo XXI, pareciera que resultara difícil ponerlo en práctica, y, por el contrario, todo lo que se ha conseguido hasta el momento es haber desencadenado un proceso de intolerancia al interior de países que están constituidos por diferentes etnias y credos, entre regiones que son completamente asimétricas.

César Castilla Villanueva, en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1        El Imperio Austro-Húngaro, Francia, el Imperio Alemán y el Reino de Italia también fueron firmantes de dicho tratado.

2        Entendido como dar una interpretación diferente a una ortodoxia.

3        Como se sabe, Al-Qaïda es una agrupación terrorista inspirada en el wahabismo, que fue liderada en sus inicios por Osama ben Laden. Se caracteriza por tener varias células como Al-Qaïda en el Maghreb islámico (AQMI), Al-Qaïda en Irak (AQI) o Al-Qaïda en la península Arábiga (AQPA).

4        Abu Musab al-Zarqawi fue asesinado en 2006.

5        al-Jihad. al-Tawhidw Jama'at )جماعة التوحيد والجهاد

6        Al-Qaïda en Irak (AQI), Jaysh Al-Taifa Al- Mansoura, KataebAnsar al-Tawhid, Sarayat al-Jihad al-Islami, Kataeb Al-Ahwal.

7        مجلس شورى المجاهدين في العراق(Majlis Shura al-Mujahideen fi al-Iraq.)

      (المطيبين  حلف)  Hilf  al-Mutaibin,  grupo  compuesto  por  el  Consejo  Consultivo  de  los Muyahidines en Irak y otras organizaciones como Jund Assahaba, Jaish Al Fatihin, Kataib Ansara Tawhidwa Sunna, y otros jefes de tribus.

9        الدولة االسالمية في العراق والشام(Ad-Dawlat al-Ismiyya fī'l-'Irāqwa'sh-Shām.)

10        AnsarBeit Al-Maqdisa, Al-Nosra.

11        Cfr. Cia. Fact Book, 2014.

12           ملك طاووس

13        Denominada por los griegos de ésta forma, cuyo significado es “Ciudad de los Persas”.

14        “Reino de Jamshid” en español.

15        Fundada por el Ayatollah Imam Jomeyni en abril de 1979, después de la caída del Sha de Irán y largos años de opresión sobre el pueblo musulmán.

16        Tamdan Eilam que en español significa “Civilización de Elam”.

17        Μηδία o مادای en griego y persa respectivamente.

18        Del avéstico zruvan, “tiempo”.

19        Profeta del Siglo VII A.C., Irán.

20        Líder laico de la comunidad judía de Babilonia, luego de la destrucción del reino de Judá, así como la consecuente deportación de los hebreos bajo las órdenes de Nabucodonosor

21        ايران در زمان ساسانيان، آرتور کريستنسن، ص. Traducción del Persa al Español por el autor de este ensayo)

   22         Ibidem.

Holm-Detlev Kóhler

The happiest  women, like the happiest nations, have no histoty. (George Eliot)

«Amo demasiado a mi país para ser nacionalista.» (Albert Camus, Cartas a un amigo alemán)

El «resurgir» del nacionalismo

La caída del muro de Berlín ha tenido un efecto acelerador en el resurgir de algo que la mayoría de la gente y de los académicos relacionaban ya con un pasado superado: los nacionalismos. Para muchos significa «el gran desafío a la cultura democrática» (Mario Vargas Llosa, El País, 1-9-1996). El nuevo orden mundial, la transición de la bipolaridad a la multipolaridad, está pasando por un profundo desorden de las relaciones internacionales, debido en gran parte a la imposibilidad de arreglar las fronteras derrumbadas por la cuestión nacional. El fin de siglo se parece a su comienzo. El derrumbe de los imperios lleva al surgir de viejas y nuevas naciones para luchar por el poder y el territorio.

«Unos quince Estados nuevos se han levantado sobre las ruinas de los imperios soviético y etiópico y cuatro más han surgido de los fracasos de los estados federales de Yugoslavia y Checoslovaquia» (Smith, 1996, pág. 577).

Además, los nuevos nacionalismos se visten de forma tribal y pre-moderna reivindicando algo eterno, esencial y mítico, la salvación del hombre frente a las amenazas de una modernidad incapaz de crear su propia racionalidad  de progreso.

«El nacionalismo como ideología política se erigió en las ruinas físicas e intelectuales de los Imperios» (Kamenka, 1986, pág. 591).

De todas formas, la palabra «resurgir» no corresponde a una realidad en la cual los clásicos estados-naciones del Occidente pierden su peso dentro de una mundialización cultural, económica y, en mucho menor medida, política; el nacionalismo se convierte en el principio político dominante en la gran mayoría del mundo donde hasta hace poco tiempo no conocían ni el sentido de su palabra.

«De las doscientas naciones que hoy constituyen las Naciones Unidas, sólo una veintena de ellas, casi todas europeas o americanas, poseían conciencia nacional antes de 1914» (pág. 1993, pág. 26).

frente a esta realidad histórica se extiende con una fuerza asombrosa la ideología del nacionalismo como orden natural de la humanidad, dividida eternamente en naciones.

«Los mitos fundadores de una nación tienen la piel dura: aun desahuciados por la crítica demoledora de sus falsificaciones sucesivas e interpolaciones flagrantes, siguen ofuscando a algunos historiadores contemporáneos y se perpetúan» (Juan  Goytisolo, El País, 14-9-1996).

La modernidad fue caracterizada por muchos como un proceso de formación nacional, de «nacionalización de las masas» o de transformación de grupos étnicos y comunidades tradicionales en naciones. En estos conceptos progresistas de la nación ésta aparece como un proceso racionalizador de las estructuras sociales. Hay que aclarar que este tipo de conceptualización del nacionalismo dentro de la modernización es un fenómeno del siglo XX mientras en el siglo XIX -frecuentemente llamado el siglo del nacionalismo- todos los teóricos clásicos de la modernidad miraban al nacionalismo como algo pasajero con poco futuro [1]. El liberalismo y el socialismo eran ideas progresistas universales. Ni Marx ni Durkheim daban mucho futuro al nacionalismo. La economía política clásica no reconocía ninguna autoridad por encima del individuo, propietario o de la empresa privada. Aunque Adam Smith hablaba de «la riqueza de las naciones» no tenia ninguna idea de la nación, y la trataba como un grupo de individuos de un territorio sin más [2]. Incluso para el nacionalismo económico del siglo pasado como la Escuela Histórica de la Economía Nacional alemana, el principio de la nacionalidad sólo tenía un sentido unificador de pequeñas unidades hacia una gran nación e -igual que el nacionalista italiano Mazzini- rechazaban cualquier separatismo, «balcanización», etc., en pequeños Estados nacionales sin grandes territorios y recursos. El principio de la etnicidad no cabía ni para estos «nacionalistas».

La cuestión nacional empezó a ocupar un lugar importante en los debates ideo­ lógicos no antes de los años ochenta del siglo XIX cuando determinaba las estrategias políticas y la base social de los grupos políticos (véase p. ej. los debates en la II Internacional). Esto corresponde al hecho de que el nacionalismo se había convertido desde una ideología revolucionaria universalista en la fuente principal  de legitimidad de los Estados autoritarios.

Frente a estas tendencias actuales resulta urgente recordar la realidad del nacionalismo como ideología de unos movimientos sociales modernos sin raíces en el ser humano ni el origen de los pueblos sino algo posterior a la Revolución Francesa. Todo lo demás, las búsquedas de un «potencial etno-nacional» (Llobera, 1996), es pura especulación interesada o tautología en el sentido de que cualquier fenómeno histórico es el resultado de un proceso histórico y cualquier comunidad humana se basa en algún tipo de identidad colectiva. Aquí pretendemos no confundir las señales de humo con el «world wide web» de la comunidad internet aunque se pueda buscar un nivel de abstracción donde son la misma cosa.

Conceptos  de la «nación»

«Sabemos desde el siglo XVIII, gracias a la Ilustración y el empeño posterior  de los historiadores críticos, que todas las historias nacionales y credos patrióticos se fundan en mitos (...), ya que estos mitos, manejados sin escrúpulo como un arma ofensiva para proscribir la razón y falsificar la historia, pueden favorecer y cohesionar la afirmación de "hechos diferenciales" insalvables, identidades de  calidad agresivas y, a la postre, glorificaciones irracionales de lo propio y denigraciones  sistemáticas de lo ajeno.

Como dice el lúcido e incisivo ensayista serbio lván Colovic, refiriéndose al discurso oficial del nacionalismo étnico, el escenario iconográfico político "evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo, igualmente mítico, en el que los ascendientes y los contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participen en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria"» (Juan Goytisolo, El País, 14-9-1996)

Este hecho explica también que no existe y no puede existir una definición generalmente aceptada de los términos «nación» y nacionalismo (cfr. Hall, 1993, pág. 90), sino que sus contenidos y connotaciones están sujetos a una continua lucha entre el rigor científico en su evolución y los intentos de instrumentalización por los movimientos y grupos político-sociales.

Constatar la «confusión» en el debate sobre el nacionalismo parece como único consenso dentro de una variedad casi infinita de definiciones y conceptualizaciones (cfr. Dogan, 1993). La disputa entre dos marxistas revolucionarios representa los polos opuestos de los intentos para encontrar alguna definición objetiva de la nación. Mientras la polaca Rosa Luxemburgo negaba esa posibilidad y denunciaba al Estado nacional y al nacionalismo como «sobres vacíos en los que cada clase aporta, en cada circunstancia, un contenido material particular», el georgiano Josep Stalin, encargado por Lenin de  responder  a  esta  pregunta, contestaba  en  1913: «La nación es una comunidad humana, estable, históricamente constituida, de idioma, territorio, vida económica y formación psíquica que se traduce en una comunidad de cultura.»

Frente a la imposibilidad de una definición objetiva y empírica, el gran sociólogo alemán e ideólogo del estado guillenniano Max Weber (1976, pág. 528), siguiendo  al clásico y políticamente más ilustrado y menos nacionalista Emest Renan, situó la nación en el sentido de solidaridad subjetiva de grupos humanos frente a otros. Esto no significa la ausencia de cualquier factor objetivo como el idioma, el territorio, la historia, la cultura o el Estado sino la insuficiencia de estos factores para explicar el hecho nacional.

«Los factores que suelen emplearse para definir a la nación [son la] homogeneidad étnica, una lengua común, una memoria colectiva y una tradición comunes, un territorio compartido, una misma religión y un largo etcétera (...). La nación implica una dimensión política propia. (...) Si me siento a la vez y sin problema gallego y español, aragonés y español, es que concibo a Galicia o Aragón como regiones. Si, en cambio, por considerarme miembro de la nación catalana, o de la nación vasca, resulta incompatible con la pertenencia a la nación española, la idea de la nación es excluyente.» (Ignacio Sotelo, El País, 25-11-1996)

Aunque los conceptos esencialistas de nación como sujetos eternos que caminan por la historia auto-realizándose finalmente en un estado-nación o una nación cultural no resistieron al más mínimo esfuerzo histórico científico, algunos todavía intentan darle una vida duradera más allá de las coyunturas políticas históricas como fenómenos de «longue durée» (Smith, 1996, pág. 589), construyendo  las  naciones como etnias transformadas. Contra estos intentos Hans-Jürgen Puhle (1994, pág. 19) reclama acertadamente que «la etnicidad es un "'artefacto" del mismo tipo que la nación: es creada, construida e inventada» (cfr. también Hobsbawm, 1994, pág. 38). Frente a la imposibilidad de explicar las naciones sólo por factores objetivos o subjetivos queda como resultado  provisional  del  repaso  por  los conceptos de la nación una serie de factores «proto-nacionalistas» que en determinadas circunstancias pueden convertirse en elementos de procesos contingentes de formación nacional. Los más destacados son:

l. La modernización del Estado: La existencia de un Estado central, monopolizando el poder coercitivo y los recursos militares y administrativos aparece como condición de las naciones modernas incluso en los casos poscoloniales de la posguerra, donde la estructura de un Estado colonial configura la oposición antiimperialista. Así afirma el filósofo indio Rabindranath Tagore el impacto del Estado colonial inglés:

«El nacionalismo es un peligro grave. Desde hace años es la causa de todos los sufrimientos de la India. Y como estamos gobernados y dominados por una nación cuya actitud es exclusivamente política, hemos intentado, a pesar de nuestra herencia del pasado, de adoptar la creencia de que nosotros también podemos tener una misión política» (cita en Alter, 1994, pág. 53).

El Estado imperialista ocupa ahí la función  del  Estado absolutista  en  la Europa del siglo XVIII. En el mundo moderno, en todo caso, el Estado se transformó en algo casi omnipotente y omnipresente.

«A medida que el Estado intervino más y más en los asuntos de sus súbditos, pareció que, paradójicamente, se separaba más de ellos (...). El Estado pareció adquirir vida propia. (...) La evidente separación entre Estado y sociedad planteó el  problema de cómo se conectaban ambas entre sí. Al tratar de responder a ese problema, la idea de nación adquirió entonces una importancia notable. (...) De este modo, la sociedad dejó de ser considerada como un grupo fragmentado de intereses privados, unidos sólo por el Estado, y fue vista más bien como una unidad, cuya esencia se expresaba en el concepto de  nación  y que, en  consecuencia,  debía  configurar  el  Estado»  (Breuilly, J 990, págs. 58 y SS.).

2.       La modernización social: Como explica Ernest Gellner en sus ya clásicos estudios del nacionalismo, la industrialización y el nuevo orden socioeconómico constituyen el contexto de la formación nacional en Europa. Una sociedad industrial exige una lengua, una cultura, un derecho comunes dentro de sus unidades nucleares de mercado y aporta las tecnologías para crear una red de comunicación nacional homogeneizadora. Mientras la «intelligentsia» se convierte en el grupo pionero de los movimientos nacionalistas, las nuevas clases sociales, sobre todo la pequeña burguesía, aportan la base social para su masificación. En los casos de los movimientos nacionalistas románticos anti-modernistas, los cambios socioeconómicos sirven como ejemplo contrario de negación pero no dejan de ser decisivos. Las nuevas técnicas de comunicación y el surgir de una sociedad civil con asociaciones, fiestas populares, medios de comunicación y transporte, grandes aglomeraciones urbanas, etc., facilita en todos los casos la formación y extensión de movimientos nacionalistas. Benedict Anderson (1993) es el representante más radical de este concepto erigiéndose la imprenta, la prensa y la literatura popular, en condicionante para la creación nacional como «comunidad imaginaria». La revolución de la imprenta invitó a las masas a ingresar en la historia.

Las teorías sobre el nacionalismo parten en su mayoría de un concepto de modernización basada en la distinción de Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft (comunidad) y Gesellschafl (sociedad). El  nacionalismo aparece como un proceso de modernización desde la comunidad  hacia la sociedad, «la transición  de la aldea a la ciudad, del taller a la fábrica, de la sociedad tradicional a la moderna. ( ...) A los efectos anónimos de la industrialización se iba a contraponer afirmaciones enfáticas de identidad nacional» (Robertson, 1988, pág. 123 y s.).

3.       Vinculado de forma inmediata a la modernización social, el capitalismo con su lógica de crear mercados de creciente extensión territorial, derribando las fronteras arancelarias, fue un empujón decisivo para la formación nacional. El mercado y la economía nacional sirvieron de motor para el Estado nacional moderno.

4.       La movilización política de la sociedad: Este factor, íntimamente relacionado con los tres anteriores, pone el concepto de la soberanía popular de la nación, e induce a la participación de todos los ciudadanos en la política nacional. Este contenido esencial de las revoluciones burguesas y de la Ilustración llevo directamente a los conceptos de la nación como pueblo político, la otra cara de la pérdida de vitalidad de las sociedades tradicionales.

5.       Guerras: Como sabía bien el gran teórico de la guerra Carl von Clausewitz, la guerra moderna ha vuelto a convertirse «en el asunto de todo el pueblo» (Hall, 1993, pág. 92) y juega un papel central en la creación de una identidad nacional apoyándose en la construcción de enemigos exteriores comunes. Las guerras de unificación alemana llevadas a cabo por Prusia contra Dinamarca, Austria y Francia no son ninguna excepción e incluso en casos extra-europeos corno el de los EE.UU. la guerra contra Inglaterra y la posterior guerra civil comprueban la importancia de conflictos bélicos para la unificación nacional.

Mientras los factores «políticos» hasta aquí expuestos tienen un impacto inmediato en el fomento de los nacionalismos, otros factores de carácter «cultural» tienen un carácter más ambiguo.

6.       La religión: En algunos casos como Polonia, Serbia o Croacia figura en el centro de los nacionalismos mientras en otros como Italia significa más bien una barrera para la unificación nacional. En principio el carácter universalista, no-excluyente de las religiones choca con los nacionalismos pero su capacidad de crear identidades colectivas abstractas está utilizado con mucho éxito en varios casos. La aportación más importante de la religión a los nacionalismos han  sido los símbolos, ritos y mitos como la tierra bíblica, el pueblo elegido, etc. Para muchos el nacionalismo es la religión secular de la modernidad sustituyendo la lealtad de los súbditos hacia los representantes de Dios por  la lealtad  a la nación.  La idea del  sacrificio está en el lema nacional de «morir por la patria» o «todo por la patria» que en realidad significa siempre «matar por la nación». La nación sustituye  la  religión  «como  entidad sacra anterior a nosotros en la historia y posterior a nuestra muerte. Es la tierra prometida, el edén común, merecedora del sacrificio supremo: dulce et decorum est pro patria mori» (Giner, 1996, pág. 4). La España de la  Inquisición  representa un caso ejemplar de la instrumentalización de la Iglesia para fines estatales proto-nacionales imponiendo la unidad entre religión y Estado, mientras en Alemania la «lucha cultural» entre protestantismo y catolicismo contribuyó a la «solución pequeña» de una Alemania prusiana excluyendo Austria.

7.       El idioma: La homogeneización lingüística en forma de la imposición de un dialecto sobre todos los demás o la creación de una nueva lengua artificial es un factor muy limitado a pequeñas elites hasta el establecimiento de sistemas escolares nacionales. Los idiomas tradicionales eran sistemas de comunicación internacionales para el clero y la aristocracia como el latín, mientras el pueblo hablaba una variedad infinita de dialectos locales. A partir del auge del nacionalismo romántico a mediados del siglo XIX, este factor ocupa un lugar más importante en algunos movimientos nacionalistas.

Otros factores culturales como la «etnicidad», tradiciones, etc., son igualmente, como los factores racistas (la descendencia, la sangre común, etc.), puros inventos de los nacionalistas. Desde luego, ninguno de estos factores y ninguna combinación lleva automáticamente a la nación. Para entender su fuerza relativa y las características de los nacionalismos hay que detenerse con más detalle en los procesos históricos de formación nacional.

La formación de las naciones

Existe una interesante característica historiográfica del nacionalismo: La formación nacional es el ámbito donde la influencia de los historiadores  ha sido mayor que en cualquier otro ámbito social. «En cierto sentido son los historiadores los que crean las naciones» (Lodovici, 1992, pág. 191). En muchos casos, los historiadores (Geofrrey de Monmouth ya en el siglo x11 en Inglaterra, von Treitschke en Prusia, Cesare Balbo en la Italia del Risorgimento, Jules Michelet en Francia, Frantisek Palacky en Bohemia/Chequia, Joachim Lelewel en Polonia) o los estudiosos de historia se convirtieron en intelectuales orgánicos de los movimientos nacionalistas aportando una base esencial de su ideología: la invención de una historia nacional para fomentar una memoria colectiva. Muy escasas veces, los historiadores ocupan un papel tan central en la historia real. Para eso, estos historiadores tenían que olvidar su rigor científico y convertirse en autores y propagandistas de ciencia ficción. Los historiadores del nacionalismo reinventaron un mundo nuevo de derechos históricos, tierras prometidas, etnias eternas, leyendas heroicas, etc., una nueva materia prima para la construcción de una memoria colectiva.  Por eso dijo Hobsbawm (1991, pág. 20): «Ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido.» Hasta la actualidad los historiadores nacionalistas han tenido que inventar unos pasados nacionalistas para justificar los crímenes y masacres del presente.

«La Historia es el producto más peligroso que la química intelectual haya inventado. Suscita sueños, embriaga a los pueblos, les hace engendrar recuerdos falsos, exagera los reflejos, alimenta viejas heridas, los atormenta durante el reposo, los lleva al delirio de grandezas o al de la persecución y hace que las naciones se agrien y se vuelvan insoportables y vanas.» (Paul Valery, cita en Forné, 1995, pág. 19).

En cualquier caso empírico nos encontramos con una combinación específica de factores subjetivos y objetivos. Esta configuración nacional es el resultado de un proceso de nacionalización, de luchas para imponer un carácter nacional a la población de un territorio y de las actitudes y resistencias o rechazos a esto. La afirmación de Riquer (1990, pág. 124) de que «historiar España implica dedicarse sobre todo al estudio de las representaciones mentales de algunos políticos e intelectuales y no al análisis de una realidad histórica» no es ninguna peculiaridad sino algo válido para cualquier nación. Cualquier intento serio, en consecuencia, de entender y analizar la nación pasa por la reconstrucción de la formación nacional como proceso contingente sin ninguna esencia o idea por detrás. Juan Pablo Fusi (1990, pág. 132), basándose en algunos de los teóricos fundamentales del nacionalismo actual, resume los elementos «de un largo proceso de asimilación e integración nacionales»:

«La creación de un mercado nacional, la urbanización del país, la creación de un sistema nacional de educación, la expansión de los medios de comunicación de masas, la aparición de una opinión pública, y la progresiva socialización de la política.»

Cabe preguntarse por qué se le escapó uno de los más fundamentales: la violen­ cia represiva del Estado con el papel de los cuarteles como factor disciplinario y homogeneizador a través del cumplimiento del servicio militar.

La historia de las naciones modernas es muy reciente aunque se divida muy pronto en épocas claramente diferenciadas. «Al principio estaban los Estados, no las naciones» (Puhle, 1994, pág. 14). El liberador de Polonia, coronel Pilsudski, dice acertadamente: «Es el Estado el que hace la nación y no la nación al Estado» (cita  en Hobsbawm, 1991, pág. 53).

La primera fase parte de Estados absolutistas claramente establecidos como en Inglaterra y Francia. Las reformas británicas,  producto  de  las rebeliones  del  siglo XVII, y la Revolución Francesa crearon las condiciones políticas y mentales para la posterior formación nacional. Pero la idea nacional de la Revolución Francesa no fue un Estado de los franceses, descendentes de los francos (una pequeña  minoría de la población como todos los demás grupos étnicos), sino el «citoyen», el ciudadano participante en la voluntad general y representado en el parlamento, independientemente de su origen étnico. La idea étnica de la nación como una realidad orgánica natural surgió después; p. ej. en el movimiento nacionalista alemán donde aparece como reacción antirrevolucionaria, o como la inyección posterior de la etnicidad al nacionalismo en el caso francés.

La formación política de la nación moderna tiene su ejemplo paradigmático en la Revolución Francesa. La nación como encamación de la voluntad general, como orden político basado en la solidaridad voluntaria de los ciudadanos, exigía la libertad individual como primer elemento revolucionario. Los derechos humanos y civiles y la igualdad de todos los ciudadanos aparecen como condición prioritaria para la realización nacional. La otra cara de la moneda era la represión brutal de todas las organizaciones corporativas y tendencias regionalistas y localistas. El segundo elemento revolucionario radica en la masificación de la política con las elecciones generales en el centro. La política deja de ser un ejercicio exclusivo de las elites privilegiadas. Cualquier política se ve obligada a legitimarse como una aportación al bienestar nacional por encima de los intereses particulares, y los políticos tienen que presentarse como representantes nacionales. Un ejemplo ilustrativo son las «naciones de clase» (Lepsius, 1982), los inventos de las naciones socialistas en los países de órbita soviética. Junto al segundo hay que destacar el tercer elemento revolucionario de la idea nacional de la Revolución Francesa, la movilización de masas a favor de objetivos nacionales de carácter general o estatal con la movilización popular para la guerra como ejemplo más significativo [3]. Esta triple tendencia revolucionaria de la individualización y civilización, de la masificación de la política y de la movilización nacional a favor de objetivos generales marca la historia a partir de la Revolución Francesa.

Desde su comienzo, la violencia estatal fue el instrumento clave de la transformación de los pueblos en naciones. La escolarización obligatoria con el francés como único idioma oficial acompañada por una represión brutal de todas las lenguas habladas fue una de las medidas, otras eran los cuarteles (auténticas «escuelas de la nación»), la invención de tradiciones (Hobsbawm) como himnos, banderas, fiestas, folclore, etc., todas dirigidas a erradicar las culturas y tradiciones de los pueblos existentes. Al contrario de lo sostenido por las ideologías nacionalistas, ni la lengua ni la cultura ni la historia común existían al comienzo de la nación sino en un Estado que introdujo e impuso una lengua, cultura e historia nacionales mediante su nuevo monopolio de violencia central destruyendo las culturas existentes y falsificando la historia real e inventando una ficción nacional.

La movilización de la población y la expansión del Estado son los dos procesos complementarios de los nacionalismos dirigidos por los Estados. Grandes ejércitos permanentes sustituyen a las tropas de mercenarios y filibusteros, los gobiernos concentran recursos mediante la hacienda, sistemas de impuestos, educación pública, el control de la población por una burocracia administrativa (empadronamiento, visados, pasaportes, registros) y sistemas judiciales en vez de los gobiernos indirectos por terratenientes, clérigos y autoridades locales (cfr. Tilly, 1993). Posteriormente, los Estados crean símbolos, muscos, arte, fiestas y deportes nacionales, un  proceso de estatalización de la sociedad que llega hasta nuestros días. La movilización anti-napoleónica de Prusia después de la  derrota  traumática  de  Jena  y  Auerstedt en 1806 es el primer gran ejemplo de la formación nacional autoritaria contrarrevolucionaria. La educación nacional del pueblo mediante asociaciones culturales, grupos de gimnasia, de tiradores, de cazadores, símbolos inventados de un pasado heroico, etcétera, debería preparar al pueblo para la primera guerra nacional después del fracaso del ejército profesional contra el pueblo francés en armas. La nación alemana se formó mediante la espada (Clausewitz), la unidad de «sangre e hierro» (Bismarck), una posibilidad tanto más real cuanto que las guerrillas españolas de 1808 sirvieron como primer ejemplo de cómo un pueblo podía ganar a la Francia napoleónica.

Estas prácticas estatales de la politización y articulación de la vida social se exportan en nuestro siglo al resto del mundo «subdesarrollado» lo que explica el auge del nacionalismo en estas sociedades a pesar de no contar con ninguno de sus requisitos «proto-nacionalistas» y la imposibilidad de organizar el territorio según criterios nacionalistas. Las guerras civiles se convierten en una historia interminable en estas condiciones en las que el desarrollo económico y social impide la estructuración social en unidades superiores a los grupos gremiales o a la comunidad.

La creación de poblaciones mono-étnicas, mono-lingüísticas y mono-culturales como contenido esencial de todos los Estados nacionales a partir de mediados del siglo x,x sólo se puede conseguir por cuatro tipos de política (cfr. Hobsbawm, 1994, pág. 43): la asimilación forzada mediante la coerción estatal, la expulsión masiva de grandes poblaciones (limpieza étnica), el genocidio, o las políticas de «apartheid»; las que convierten a todos los que no forman parte del grupo dominante en extranjeros o ciudadanos de segunda clase. La formación de las naciones fue un proceso destructor sin parangón de culturas, lenguas y tradiciones populares.

La imposición de los idiomas nacionales es un buen ejemplo de violencia en la homogeneización nacional. Ni un 10 por 100  de  la  población  francesa  hablaba francés o entendía las declaraciones revolucionarias, y el primer parlamento italiano de Torino (1860) hablaba francés porque ni un 3 por 100 de la Italia  del  Risorgimiento hablaba el dialecto de la Toscana, que posteriormente se  convirtió  en  el italiano. Cuando Nicolás Maquiavelo, en su famoso capítulo 26 de El  Príncipe,  en 1513 había llamado a la liberación nacional de Italia frente a los bárbaros, nadie entendía todavía lo que era Italia. La férrea disciplina de los cuarteles y escuelas tardaría aún generaciones en matar las lenguas populares e imponer un solo dialecto como lengua nacional, un proceso que duró en todos los casos hasta el siglo XX, realizando de esta forma lo que Antonio de Nebrija ya  había  procurado  con  su primera gramática castellana: hacer del idioma un arma del imperio.

Con posterioridad al período de la formación nacional impulsada por la Revolución Francesa, una segunda fase se caracterizaría por una doble vertiente: Por un lado la transformación de los nacionalismos en fuentes de legitimidad de los Estados en manos de la derecha política; por otro lado el surgir de un nuevo tipo de nacionalismos en contra de los grandes imperios multinacionales austro-húngaro, ruso y otomano. A partir de 1830, los habsburgos toleraban ciertas actividades culturales, siguiendo con la represión de cualquier actividad política opositora. Mientras la primera fase reconocía solamente naciones grandes, basadas en principios universalistas como los derechos humanos y la soberanía de los  ciudadanos, ahora empiezan a surgir nacionalismos cada vez más pequeños y excluyentes que se convierten en una amenaza mortal para los grandes imperios del centro y este  de Europa.

Las fuerzas dominantes habían aprendido de los movimientos revolucionarios las técnicas de movilización popular. La oposición social, protagonizada por la clase obrera, había que excluirla tachándola de «traidora a la patria» o incorporándola en la comunidad nacional mediante el paternalismo social. Esta clase obrera había surgido como un fuerte enemigo del nacionalismo en el poder. Así, la socialdemocracia austriaca intentó en mayo de 1868 salvar el Imperio Austro-Húngaro frente a las tendencias secesionistas de los movimientos nacionalistas, considerando los grandes imperios multinacionales como el mejor terreno para la lucha de clases, dirigiendo un «manifiesto al pueblo trabajador en Austria», redactado en alemán, checo, polaco, rumano, italiano y húngaro:

«La época de las secesiones nacionalistas ha pasado. El principio nacional, hoy día, sólo queda en la agenda de los reaccionarios. (...) El mercado laboral no reconoce fronteras nacionales! el comercio mundial pasa por encima de las fronteras lingüísticas. Al capital dominante en todos los sitios no preocupa la descendencia» (cita en Alter, 1985, pág. 93).

Dos años más tarde el periódico La Solidaridad (1870) manifestaba:

«La idea de patria es una idea mezquina, indigna de la noble inteligencia de la clase trabajadora. ¡La Patria! La Patria del obrero es el taller; el taller de los hijos del trabajo es el mundo entero» (cita en Vilar, 1984, pág. 11).

Al mismo tiempo, sin embargo, el académico suizo Johann Caspar Buntschli (1879, pág. 89 y ss.) proclamó el principio moderno de la nacionalidad que marcaría las políticas nacionales hasta nuestros días:

«Cada nación tiene la vocación y el derecho para formar un Estado. La nación es el dispositivo natural y cultural hacia el pueblo político. (...) Del mismo modo que la humanidad está dividida en un número determinado de naciones, así también el mundo debería estar dividido en un número igual de Estados.»

Este principio de la nación significó la ruptura con las ideas que habían marcado los revolucionarios y humanistas hasta entonces. De hecho no sólo en Francia, sino también en Italia el filósofo nacionalista Guiseppe Mazzini  y  los revolucionarios del 1848/49 en Alemania habían pensado en la nación como un pacto voluntario basado en valores universales, en una idea de la república universal.

A este periodo de cambios cualitativos siguió una tercera fase a  finales del siglo XIX, que culmina con la victoria del principio nacionalista en la I Guerra Mundial y que se caracterizaría por el giro final hacia la derecha política y la radicalización de las ideologías nacionalistas, preparando el terreno para los ultra-nacionalismos fascistas, y la pérdida del carácter universal y emancipador. Xenofobia, racismo, irracionalismo y, en los casos de Francia, Austria y Alemania, un antisemitismo político, forman parte integral de los nacionalismos de esta época. «Tú no eres nada, tu pueblo es todo», apuntó el fundador de la Action Fracaise Charles Maurras (1898) ejemplarizando este principio totalizador del nacionalismo de fin de siécle. Los enemigos ya no son primordialmente los regímenes antiguos, sino los movimientos internacionalistas del liberalismo burgués y del socialismo proletario. Gran parte de la burguesía, particularmente después de los fracasos revolucionarios del 1848/49, formó nuevas alianzas reaccionarias, proteccionistas y nacionalistas con la aristocracia y el clero tradicional en búsqueda del mantenimiento del poder frente a los cambios de la modernidad.

Mientras  la  Europa occidental  vivía esta  derechización  del  nacionalismo, el derrumbe de los grandes  imperios orientales dio  paso al surgimiento  de un número creciente de pequeñas naciones en búsqueda de un Estado propio. Estas naciones siguieron un proceso diferente de formación nacional, dirigido no por el Estado sino contra el Estado imperial creando primero identidades culturales colectivas. En esta tercera fase no sólo se nacionaliza la política sino la sociedad entera, la cultura, el deporte los medios de comunicación, todos los símbolos se convierten en elementos de la nacionalidad.

Con la victoria del principio de «autodeterminación nacional», proclamado por el presidente de EE.UU. Woodrow Wilson a final de la I Guerra Mundial, siguiendo la idea de Buntschli, y el derrumbe de las utopías y movimientos internacionalistas, la legitimidad política pasa definitivamente desde principios universalistas democráticos hacia la nación. La idea de identidad entre las fronteras culturales, étnicas y lingüísticas con las fronteras estatales sirve desde entonces como movilizador de enfrentamientos bélicos en todo el mundo.

La idea absurda de una nación  va a  causar  mucha  más sangre  todavía  y, desde su subida al trono político de la modernidad, se ha multiplicado el número de Estados. Pero, con todo, el empeño sangriento no se va a acercar nunca al ideal de

«a cada nación un Estado» para garantizar el derecho de «auto-determinación» de hecho, existen al menos 3.000 idiomas y más de un millar de categorías étnicas, muchas de ellas muy dispersas en varios Estados en el mundo. El principio nacionalista, por otra parte, también determinó el proceso descolonizador, dado que la nación se había convertido en un principio mundial de orden internacional. El mundo actual se mueve alrededor de procesos de formación nacional, la mayoría de ellos destinados al fracaso y todos pendientes de su fuerza militar y política. Un ejemplo clarificador expone lmmanuel Wallerstein:

«¿Existe una nación saharaui? Si se le pregunta al movimiento de liberación nacional, al Frente Polisario, dirá que sí, y añadirá que lo es desde hace mil  años. Si se le pregunta a los marroquíes, nunca ha existido una nación saharaui, y la gente que vive en la antigua colonia del Sahara español siempre formó parte de la nación marroquí. ¿Cómo podemos resolver intelectualmente esta diferencia? La respuesta es que no hay solución. Sí en el año 2000, o tal vez 2020, el Polisario vence en la guerra en curso, habrá existido una nación saharaui; si vence Marruecos, no habrá existido» (Wallerstein en Wallcrstcin/Balibar, 1991, pág. 127 y ss.)

Conclusiones

El asesor del canciller austriaco Mettemich, arquitecto de la Santa Alianza de Viena (1815), Friedrich von Gentz, escribió en 1819 que una victoria  del  nacionalismo en Europa dejaría un desierto salvaje de ruinas sangrientas como única herencia para nuestra descendencia (cfr. Schulze, 1994, pág.  210).  Frente  al  panorama actual en el centro y este de Europa su visión de principios del siglo  XIX  mantiene cierta actualidad  para  el comienzo del siglo XXI. Allí donde  los valores democráticos y civiles universalistas perdieron o no consiguieron nunca la suficiente fuerza para circunscribir el nacionalismo se ha establecido el principio del poder militar con el arma ideológica del nacionalismo étnico.

En el mundo actual existen unas 250 minorías bajo amenaza y se habla unas 8.000 lenguas. Si la formación de unidades nacionales fuera la solución, el reducir este número hasta el establecimiento de un sistema internacional de estados-naciones sería una solución muy sangrienta y darwiana. En ningún caso un pueblo grande tiene una historia nacional, una considerable antigüedad o una continuidad histórica u homogeneidad étnica. En estas circunstancias la nación es un invento tan absurdo como de gran trascendencia histórica.

Utilizando el concepto clásico marxiano de reificación (o cosificación), la nación empieza en todos los casos empíricos como un movimiento social revolucionario o contrarrevolucionario para cambiar o reestabilizar el orden social existente. Al principio es un proyecto diseñado por un pequeño grupo de intelectuales. En unas condiciones sociales favorables, este proyecto se convierte en una idea  orientativa de un grupo más amplio con capacidad de liderazgo cultural-político hasta extenderse en un movimiento de masas. Este movimiento puede estar dirigido por un Estado o contra un Estado existente. Durante este proceso el proyecto inicial se cosifica en una serie de instituciones e ideas esenciales. El proceso de formación histórica desaparece en la conciencia de los implicados para convertirse en algo «objetivo», eterno. La nacionalización de la sociedad resulta, una vez cantada la victoria sobre el enemigo (cultural, social, político, interno o externo) como proceso culminador y contenido continuo de esta forma de dominación. Todos los fenómenos sociales se interpretan como nacionales; las instituciones, valores, fuentes de legitimidad, símbolos, productos económicos u obras culturales; no hay apenas nada que se escape del proceso nacionalizador. La unidad nacional funciona como religión civil por encima de cualquier otro objetivo social o político.

La libertad individual de todos los ciudadanos garantizada en la proclamación de los derechos humanos, pone de manifiesto la dialéctica de la revolución burguesa, incapaz de realizar materialmente sus promesas revolucionarias. Los derechos humanos fueron proclamados como derechos individuales y universales contra todo tipo de dominio, como derechos superiores a cualquier intervención estatal en la esfera privada y como recurso contra la represión estatal.  En la práctica, la idea de la nación se convierte en un principio de extensión ilimitada del poder absoluto estatal sobre el individuo. Los derechos civiles se ven sistemáticamente subordinados al «interés nacional» con el cual se disfraza la policía, la hacienda o el juez. El factor más importante de desmovilización e incorporación del movimiento obrero a la sociedad burguesa radicó en su calificación como «enemigo de la nación» y, en este sentido, la Primera Guerra Mundial marca el comienzo de su declive y no el comienzo de su época gloriosa, como sostenían los apologistas de la Revolución Rusa.

La nación, en esta perspectiva, es un fenómeno profundamente ambiguo, en la medida en que combina la liberación revolucionaria como realización de la idea de la comunidad de ciudadanos libres e iguales, con una forma moderna del dominio autoritario, excluyente y clasista. Quien no habla, piensa o actúa en concordancia con el proclamado interés nacional se ve privado de cualquier derecho y perseguido por todo un aparato represivo. La invención de una cultura nacional es un  proceso de destrucción de la variedad cultural existente.

Todas las definiciones y conceptos que hacen de la nación un sujeto homogéneo con frases como «la nación tiene derecho a...», o «la autodeterminación de la nación» no sólo son pura ideología al construir una entidad imaginaria homogénea  y capaz de actuar, sino que además incorporan a personas y grupos en contra de su voluntad en este organismo. Una persona se convierte en ciudadano no por un derecho individual y civil, sino por formar parte del organismo nacional. El intento continuo de ordenar el mundo según este principio absurdo sólo puede llevar a una eterna lucha sangrienta.

La nacionalidad no estaba presente en las culturas y lenguas populares hasta mediados del siglo XIX y constituyó un ingrediente exclusivo de las casas aristócratas dominantes. En la segunda mitad, estas clases  dominantes  formaron  alianzas  con capas burguesas y medias contra las  fuerzas  internacionalistas  o  cosmopolitas.  En esta  época  los  movimientos  nacionalistas  inventaron  la  absurda   idea   nacional   según la cual un pueblo renacido se forma en una nación mediante una guerra, matando, expulsando, sometiendo  o asimilando a  la población  «ajena»  para, finalmente,  llegar a su estado «natural» o «normal» de un estado-nación  étnicamente  homogéneo.  Esta leyenda nacionalista  que  hasta  hoy  obsesiona  a  muchas  cabezas  en  todo  el  mundo sirve  como  legitimación  para  masacres,  torturas   y  los   crímenes   más  brutales  contra la humanidad tanto por parte de los Estados como por parte de sus adversarios (cfr. Lodovico, 1992).

Durante el siglo XIX, para muchos el siglo del nacionalismo, no existía ningún Estado, que cumpliese, ni siquiera hasta cierto punto, los requisitos de un Estado nacional homogéneo. Este siglo, sin embargo, vivió el auge del nacionalismo como una ideología de las clases medias y un pacto implícito entre las viejas y nuevas elites contra la amenaza del internacionalismo proletario. Con la victoria del nacionalismo sobre el internacionalismo en 1914-18 empezó su exportación masiva al este y sureste de Europa y al resto del mundo. A partir de entonces, en ninguna parte existen posibilidades de establecer fronteras nacionales y todos los propagandistas de la auto-determinación nacional son defensores de guerras sangrientas y limpiezas étnicas eternas. La «autodeterminación» y la «nación» son hermanos bíblicos donde uno  mata al  otro; esperamos que  sea  un  día  la auto-determinación que  mate  a  la nación. Dos filósofos alemanes en su intento de superar la tremenda experiencia nazi y aprender algo de la historia  real en contra de las historias  inventadas  llegan a las siguientes conclusiones:

«La idea del estado-nación es, hoy día, la gran desgracia de Europa y de todos los continentes. Mientras esta idea representa hoy la fuerza destructiva omnipotente en el mundo, nosotros podríamos empezar por analizarla y superarla desde sus raíces» (Karl Jaspers: Libertad y reunificación: sobre las tareas de la política alemana, Münich, 1960, pág. 53).

«Lo verdadero y mejor en cualquier pueblo es más bien lo que no se inserta en el sujeto colectivo e incluso se resista a ello» (Theodor W.  Adorno: «Sobre la pregunta: ¿Qué es lo alemán?», Obras, vol. 10.2, pág. 691).

Holm-Detlev Kóhler en https://dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Esto no impidió a algunos como al gran sociólogo alemán Max Weber de ejercer de nacionalista en su vida real.

2      Ese uso corresponde al significado tradicional del término natio, una palabra de origen romano para determinar regiones y sus habitantes -muchas veces sólo una parte de sus habitantes como los aristócratas- sin ningún contenido político.

3      Aquí radica la problemática de la reivindicación del servicio militar para mujeres como elemento básico de igualdad ciudadana y de reconocimiento como parte igual de I a sociedad nacionalizada.

Juan Luis Lorda

En el Concilio Vaticano II se recogió y se hizo mucha teología. Fueron tres años de trabajo de numerosos expertos y obispos para pensar la fe (“fides quaerensintellectum”) con el objetivo propuesto por Juan XXIII: explicar mejor el mensaje de la Iglesia al mundo moderno.

Hablar de “teología del Concilio” es perfectamente legítimo. El Concilio tuvo una orientación pastoral, pero recogió los frutos de tanta buena teología y consolidó muchas expresiones y perspectivas. Sin poder mencionarlas todas, es útil intentar una síntesis. Nos fijaremos solo en las cuatro Constituciones y en el Decreto sobre la libertad religiosa.

Juan Luis Lorda, omnesmag.com

‘Dei Verbum’ y la forma de la revelación cristiana

El Concilio empezó tratando de la revelación, pero el primer esquema (1962) no gustó, por demasiado escolástico. Eso llevó a cambiar todos los esquemas preparados. Rahner y Ratzinger propusieron uno para este documento, pero no prosperó. Tras larga elaboración, se consiguió un texto breve sobre la Revelación y la Escritura que recoge la renovación de la Teología Fundamental (1965) (e inspiraciones de Newman). En los primeros capítulos, trata de la revelación, de Dios, de la respuesta humana (fe) y de la transmisión o tradición (I y II); y el resto trata de la Sagrada Escritura.

Ante la vieja costumbre escolástica de centrar la revelación en el conjunto de verdades reveladas (dogmas), “Dei verbum” se fijó en el fenómeno histórico de la revelación (nn. 1 y 6). Dios se manifiesta obrando la salvación en la historia, con unas etapas, hasta la plenitud en Cristo. “Con hechos y palabras”, no solo palabras. Hay una profunda revelación en hechos como la Creación y el Éxodo, la Alianza y, más todavía, la Encarnación, Muerte y Resurrección del Señor. Son los grandes misterios de la historia de la salvación. Además, “no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (n. 4).

Presenta la fe como respuesta personal (en la Iglesia) a esa revelación (así comienza después el Catecismo), y explica el concepto de tradición (viva) y su relación con el Magisterio y la Escritura (cap. II). La misma Escritura es fruto de la primera tradición. “La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado” (10), supera así el esquema poco feliz de las “dos fuentes”.

Describe la peculiar relación entre acción de Dios y libertad (y cultura) humana en la redacción de los textos (inspiración). Reconoce la conveniencia de distinguir géneros literarios para interpretarlos (no es lo mismo una narración simbólica que la descripción histórica de un hecho). Y propone todo un tratado de exégesis creyente en tres líneas: “La Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió para sacar el sentido exacto de los textos sagrados, hay que atender no menos diligentemente al contenido y a la unidad de toda la Sagrada Escritura, teniendo en cuanta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe” (12).

Tras explicar la profunda relación entre el Viejo y el Nuevo Testamento, da un decidido impulso pastoral a conocer y usar más la Escritura (cap. VI), con buenas traducciones e instruyendo a los fieles. Señala que “el estudio de la Sagrada Escritura ha de ser como el alma de la Sagrada Teología” (24). Y también de la predicación y catequesis (24). Porque “el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” (25).

‘Sacrosanctum Concilium’ y el corazón de la vida de la Iglesia

Al ser retirado el esquema sobre la revelación, el Concilio empezó a trabajar este hermoso documento, que recoge lo mejor del movimiento litúrgico, que va desde la renovación de Solesmes (Dom Geranguer) hasta “El sentido de la liturgia”, de Guardini, pasando por la teología de los misterios de Odo Casel.

Presenta la liturgia como celebración del misterio de Cristo, donde se realiza nuestra salvación y crece la Iglesia. El primer capítulo, el más largo, trata los principios de la “reforma” (así la llama). El segundo se refiere al “sacrosanto Misterio de la Eucaristía” (II), y después a los demás sacramentos y sacramentales (lll), el Oficio Divino (IV), el año litúrgico (V), la música sagrada (Vl), y el arte y objetos del culto (VII). Cierra con un apéndice sobre la posibilidad de adaptar el calendario y la fecha de la Pascua.

La liturgia celebra siempre el Misterio Pascual de Cristo (6), desde el Bautismo en que los fieles, muriendo al pecado y resucitando en Cristo se incorporan a su Cuerpo por la vida eterna que da el Espíritu Santo. Es un culto dirigido al Padre, en Cristo, animado por el Espíritu Santo, y siempre eclesial, porque actúa el cuerpo entero de la Iglesia unido a su Cabeza (dimensión eclesial). Y se celebra el único misterio Pascual de Cristo, en la tierra a la vez que en el cielo, y para siempre (dimensión escatológica).

El Concilio deseaba que los fieles participaran mejor en el misterio litúrgico aumentando su formación. Además, dio una multitud de indicaciones para mejorar el culto cristiano en todos sus aspectos.

Desgraciadamente, la aplicación de estas sabías indicaciones desbordó por completo a los organismos encargados (“Consilium” y conferencias episcopales). Antes de que los obispos recibieran instrucciones, y mucho antes de que se reelaboraran los libros litúrgicos, muchos entusiastas alteraron la liturgia con trivializaciones arbitrarias. No bastaron las quejas de muchos teólogos (De Lubac, Daniélou, Bouyer, Rattzinger…) e intelectuales católicos (Maritain, Von Hildebrand, Gilson…). Este desorden provocó enalgunos fieles desconcertados una reacción anticonciliar que dura hasta el día de hoy, dando alas también al cisma de Lefebvre. Conviene releer el documento para ver cuánto queda por aprender.

‘Lumen Gentium’, culmen del Concilio

Esta Constitución “dogmática” (la única llamada así) es el núcleo teológico del Concilio, porque tras la estela del Concilio Vaticano I y “Mysticicorporis”, desarrolla ampliamente la doctrina sobre la Iglesia e ilumina los demás documentos conciliares sobre los obispos, clérigos, religiosos, ecumenismo, relación con otras religiones y evangelización. Su riqueza y articulación teológicas deben mucho a Johan Adam Moeller, Guardini, De Lubac y Congar, y a la sabia mano redactora de Gerard Philips, que le hizo después un espléndido comentario.

Ya el primer número pone todo en una cota altísima: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Esa convocatoria universal expresa lo que es la Iglesia, y a la vez, la realiza entre los hombres al unirlos al Padre en Cristo por el Espíritu. Por eso, es “como un sacramento”.

Hay que subrayar la relativa novedad de la palabra patrística “misterio”, porque la Iglesia es, en sí misma, misterio de presencia, revelación y acción salvadora de Dios, y por eso mismo misterio de fe. Misterio unido al misterio de la Trinidad (Iglesia de la Trinidad) porque la Iglesia es un pueblo creado y convocado por Dios Padre, reunido para el culto en el Cuerpo de Cristo, que es su cabeza (y quien realiza el culto), y construido en Cristo como un templo de piedras vivas por la acción del Espíritu Santo. Por tanto, íntimamente unido al Misterio de la liturgia (“Ecclesia de Eucharistia”). También es Iglesia de la Trinidad, porque su comunión de personas (comunión de los santos, comunión en las cosas santas) refleja y expande en el mundo, como fermento y anticipo del Reino, la comunión de personas trinitaria, que es el destino último de la humanidad (dimensión escatológica).

Comprender la Iglesia como misterio salvífico de comunión con Dios y entre los hombres permite superar una visión externa, sociológica o jerárquica de la Iglesia; abordar debidamente la relación entre el Primado y el Colegio de los Obispos. Y destacar la dignidad del Pueblo de Dios y la llamada universal a la santidad, y a participar plenamente en el culto litúrgico y en la misión de la Iglesia.

Todos los seres humanos están llamados a unirse a Cristo en su Iglesia. Lo realiza en la historia el Espíritu Santo en diversos grados y formas, desde la comunión explícita de quienes participan plenamente, hasta la comunión interior de quienes son fieles a Dios en su conciencia (“Lumen Gentium”, nn. 13-16).

Por eso este misterio de unidad es la clave del ecumenismo, nuevo empeño del Concilio por voluntad del Señor (“que todos sean uno”), con un cambio de perspectiva en un gran documento (“Unitatisredintegrario”). Es distinto contemplar la génesis histórica de las divisiones con sus traumas, que su estado actual, donde cristianos de buena fe (ortodoxos, protestantes y otros) participan realmente en los bienes de la Iglesia. Partiendo de ahí, se ha de buscar la plena comunión, por la oración, colaboración, diálogo y conocimiento mutuo, y sobre todo por la acción del Espíritu Santo. La comunión plena in sacris no es el punto de partida, sino el de llegada.

‘Gaudium et Spes’ y lo que la Iglesia puede ofrecer al mundo

Para entender el alcance teológico de Gaudium et Spes, hay que recordar su historia.

Cuando se retiraron los primeros esquemas, como antes hemos visto, se decidió orientar el Concilio con dos preguntas: lo que la Iglesia dice de sí misma, que dio lugar a “Lumen gentium”, y lo que la Iglesia puede aportar a “la construcción del mundo”, que daría lugar a “Gaudium et spes”. Ya entonces se pensaba en las grandes cuestiones: la familia, la educación, la vida social y económica, y la paz, que forman los capítulos de la segunda parte.

Aunque parece fácil hablar cristianamente de estos temas, no es tan fácil establecer una doctrina teológica universal, porque hay demasiadas cuestiones temporales, especializadas y… opinables. Por eso, se le puso el título de Constitución “pastoral”, y se advirtió que la segunda parte, llena de sugerencias interesantes, era más opinable que la primera, más doctrinal.

Esa primera parte había surgido espontáneamente, por la necesidad de dar un fundamento doctrinal a lo que la Iglesia podía aportar al mundo. Y resultó un feliz compendio de antropología cristiana, con tres intensos capítulos sobre la persona humana y su dignidad, la dimensión social del ser humano, y el sentido de su acción en el mundo. Y un cuarto capítulo de resumen (que al parecer redactó en gran parte el propio KarolWojtyła con Daniélou). Pablo VI en su viaje a la ONU recordaría que la Iglesia es “experta en humanidad”.

Juan Pablo II constantemente subrayó que Cristo conoce al ser humano y es la verdadera imagen del hombre (n. 22) y que “existe una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (24), como sucede en las familias, en las comunidades cristianas y hay que procurarlo en toda la sociedad. Esta frase concluye con esta luminosa expresión de la vocación humana: “Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (24).

Además, el último capítulo de la primera parte de la Constitución pastoral recordó que: “Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares […] deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos” y “a la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena” (43). Aquí también queda mucho por hacer…

‘Dignitatis humanae’ y un cambio de criterio ante el liberalismo

Aunque es un documento menor, este decreto tiene una importancia estratégica en la relación de la Iglesia con el mundo moderno.

Muchos obispos habían pedido que el Concilio proclamara el derecho a la libertad religiosa, porque estaban sometidos a dictaduras comunistas, como es el caso de Karol Wojtyła. Los regímenes liberales democráticos reconocían ese derecho como parte esencial de su pedigree. Los ciudadanos son libres para buscar la verdad también religiosa y expresarla libremente en el culto, incluso público, respetando el orden público. La experiencia histórica era que la proclamación liberal de la libertad de cultos había sido muy beneficiosa para la Iglesia católica donde estaba perseguida o donde existía una religión oficial, como en Inglaterra y en los países oficialmente protestantes (Suecia, Dinamarca…), y sería una gran liberación en los países comunistas y también musulmanes.

Pero no era la tradición de las viejas naciones cristianas (ni católicas ni protestantes) porque, se argüía, “no tiene los mismos derechos la verdad que el error”. Por eso, en el XIX, las autoridades eclesiásticas, a todos los niveles, lo mismo que se habían opuesto a la difusión de publicaciones contra la fe y la moral, se opusieron firmemente a los intentos liberales de instaurar la “libertad de cultos” en los países católicos. Era un conflicto entre perspectivas: la de una nación entendida como comunidad religiosa y la de la conciencia de cada persona.

Es verdad que, en un régimen tutelado, como el de una familia con sus hijos, los padres pueden e incluso deben impedir, dentro de unos límites, que se difundan opiniones erróneas en su casa. Pero esto queda fuera de lugar cuando los hijos se emancipan, porque entonces prevalece el derecho fundamental que tiene cada persona para buscar la verdad por sí misma. Y es lo que sucede en las sociedades modernas, con personas emancipadas y en plenitud de sus derechos. Se pasa de la protección del bien común de una sociedad homogéneamente religiosa, al reconocimiento del derecho fundamental de cada persona a buscar la verdad.

Sin embargo, este cambio fue considerado herético por monseñor Lefebvre originando su cisma. Defendió que el Concilio en este punto contradice la doctrina tradicional de la Iglesia y por tanto es inválido.

Blanca Castilla de Cortázar

En el contexto de la misión del laico en la Iglesia es importante destacar la enseñanza del Concilio Vaticano II sobre la misión específica del laico de santificar el mundo desde dentro. Ello supone la consideración del mundo no sólo como el ámbito de esta santificación sino como materia de la misma. En este marco adquiere relevada importancia la consideración teológica del trabajo.

Esta disertación está centrada en algunos aspectos cristológicos del trabajo huma­ no; es decir, en la realidad de la dimensión redentora del trabajo, una vez que éste ha sido asumido por Cristo.

Se han señalado 4 líneas nucleares de investigación para desarrollar la filosofía y la teología del trabajo;

1)       trabajo y construcción del cosmos

2)       trabajo y vocación

3)       trabajo y escatología

4)       trabajo y dolor.

Las dos primeras vertientes (trabajo-construcción del cosmos y trabajo-vocación) suponen una consideración del trabajo a la luz de la Creación, en la que el hombre aparece como «perfeccionador perfeccionable», en expresión de Leonardo Polo.

La dimensión escatológica del trabajo y la relación entre trabajo y dolor, son aspectos que adquieren sentido desde la perspectiva de la Redención. Sin olvidar que la Redención revela de un modo nuevo y más admirable la verdad fundamental de la Creación. En palabras de Juan Pablo II la Redención viene a ser «ese misterio tremendo de Amor en el que la Creación es renovada».

De este modo, la consideración de la realidad del trabajo desde el ángulo de la Redención, asume las cuatro líneas de investigación a las que antes me he referido; de una parte tiene que ver con la construcción del Cosmos y es llamada vocacional del hombre; de otra, está muy relacionado con el tema del dolor y de la fatiga, y en último término, se relaciona con la escatología, pues en los «ciclos nuevos y en la tierra nueva» (Ap 21, 15) estarán presentes -transformados- los frutos del trabajo del hombre que hayan sido redimidos, es decir, reordenados según el querer de Dios.

Estas dimensiones del trabajo se explicitan cuando se consideran el modo en el que Dios determinó que se llevará a cabo la Redención. En ese modo se advierte la fidelidad de Dios a su originario sobre el mundo y sobre el hombre, ya revelado el día de la Creación.

Así Dios, al decretar la Encamación de su Hijo, hizo que la naturaleza humana quedara asociada indisolublemente a la misión reconciliadora confiada a su Hijo Unigénito.

En efecto, Cristo -Hombre Perfecto- realiza plenamente en su humanidad lo que Dios había deseado, desde el principio, que hiciera el hombre. Así se cumple de forma plena el homenaje de amor, de adoración, de obediencia y de entrega, que el hombre debe a Dios como a su Creador. El mundo ya no podrá olvidar que Dios es su Señor, porque Cristo, centro del Cosmos y de la Historia, no podrá olvidarlo.

Esta reconciliación de todo lo humano con Dios, se realiza a través de los actos propios de la naturaleza humana de Jesucristo. Cristo es verdadero hombre; trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Y de entre sus actos humanos, el valor redentor proviene fundamentalmente de los actos internos de su alma, en particular de su Amor.

La pregunta que me he formulado, va dirigida a inquirir sobre valor redentor del trabajo de Cristo, y podría formularse así: ¿qué relación existe entre el Amor de Cristo y el trabajo de los 30 años de su vida oculta?

Para esclarecer esta cuestión es preciso abordar primero, algunas consideraciones antropológicas acerca del trabajo.

Las investigaciones más recientes están poniendo de relieve, cada vez con más fuer­ za, las implicaciones que tiene el hecho de que el autor del trabajo sea una persona, es decir, un ser espiritual. El hombre, por tener espíritu, es dueño de sus actos, se posee sí mismo. Está abierto a la comunicación con los demás. Es capaz de darse sin perderse. Es también capaz de recibir donaciones y de corresponder a ellas. En definitiva, una de las características más importantes que definen a un ser personal es la capacidad de amar, que se manifiesta en desear y procurar el bien de la persona amada.

Sin embargo, para penetrar a fondo de esta capacidad humana, es necesario también considerar al hombre en su dimensión corporal, pues la corporalidad forma parte de su esencia.

A la vez, el cuerpo humano presupone y connota el Cosmos, la Naturaleza, puesto que se realiza en ella, dice relación a ella.

En tercer lugar hay que tener en cuenta que el hombre es un ser histórico: no solo en cuanto que cada hombre tiene su propia historia individual, su biografía, sino en el sentido de que cuando nace se encuentra inserto en la historia -la de la humanidad- que está a mitad de camino, porque aún no ha llegado a su término. El hombre es, en tanto que histórico, un ser dotado de misión, llamado a actuar, con un papel único e irrepetible.

Pues bien, en este contexto es donde se inserta el sentido del trabajo humano. Como afirma el Prof. Illanes: «en un ser espiritual, corporal e histórico a la vez, el amor implica el trabajo, el esfuerzo por dominar la naturaleza   y orientarla en beneficio y en servicio del amado». Es ese amor lo que, al implicarlo y provocarlo, dota al trabajo de sentido. La significación última y radical del trabajo no se capta en la mera relación hombre-naturaleza (aunque la presuponga) -puesto que esa relación ha de ser situada en un haz de relaciones más hondo y radical; la relación de cada persona singular con las demás personas y con Dios-.

De cara a Dios el trabajo se revela como una participación en el desempeño de la misión que Él, al colocar al hombre sobre la tierra le ha confiado: la de transformar la tierra. Por eso se puede decir que el trabajo adquiere su valor último desde la vocación, es decir, desde la llamada que Dios dirige al hombre dotando de sentido toda su existencia.

De cara a los hombres, el trabajo se nos presenta como amor que se manifiesta en forma de obras de servicio -en cuanto fuente de recursos para satisfacer las necesidades humanas tanto materiales como espirituales-, de nuestra colaboración en la realización del dominio sobre las cosas, de comunión en la alegría ante la común experiencia de dominio y servicio.

Amor es, en el hombre -al menos en el hombre situado en la historia-, amar con obras, y con obras bien hechas, que alcanzan -también en lo técnico- la meta a la que se ordenan.

Si aplicamos todo esto al VERBO ENCARNADO, emerge con todo su sentido el por qué de la vida de trabajo de Cristo. Él, al asumir todo lo humano asumió en plenitud la vocación originaria del hombre: la destinación originaria al trabajo que Dios le dio en la Creación.

Si Jesucristo vino a renovar la Creación, a través de su Amor pleno a Dios y a los hombres, era lógico que trabajara, porque en cuanto hombre, también para Él, el amor implicaba el trabajo.

Jesucristo trabajó participando del poder creador que Dios ha dado a los hombres, y fue fiel a la vocación humana de transformar la tierra. Trabajó para servir con obras a los hombres con los que convivió.

Es preciso considerar además la perfección espiritual de Cristo. Desde el primer instante de su concepción tuvo plenitud de gracia y por tanto plenitud de Amor.

Recibió la gracia por un acto espiritual libre y por ello todos sus actos humanos fueron meritorios desde el primer instante.

Por vía de mérito, todos los actos de Cristo fueron redentores, también los años de vida oculta, dedicados principalmente al trabajo y al hogar.

Trabajo y dolor

Hasta aquí, he venido considerando las relaciones entre el Amor y el trabajo en la dimensión redentora del trabajo de Cristo.

Voy a tratar ahora de otro aspecto íntimamente unido a la dimensión redentora del trabajo: la fatiga, el dolor que acompaña siempre al trabajo humano en la situación presente, y que es parte integrante de la Redención.

A la luz de las consideraciones anteriores será preciso ver la conexión entre el Amor y el Dolor condición necesaria para que el dolor sea materia de Redención.

Como es sabido la obra de nuestra Salvación no puede ser suficientemente explicada, teniendo en cuenta solamente la perfección espiritual de Jesucristo: su plenitud de gracia y de Amor.

La Redención hay que considerarla a la luz de la solidaridad de Cristo nuevo­Adán, con el género humano.

En efecto, con su Encamación, Cristo toma sobre sí el peso de la historia; asume el peso del destino de la humanidad a la que se ha unido.

Esto nos conduce a detenemos –no sólo en la perfección espiritual de Cristo­ sino en la porción de fragilidad que asume su humanidad: su cuerpo pasible es vulnerable, sufre las necesidades a las que están sometidos los demás hombres a causa del pecado, el cansancio, la sed, el hambre, la fatiga, en definitiva: el dolor.

Sin embargo, no se deben separar en Cristo la perfección de su alma y la debilidad de su cuerpo, pues todo acto humano en cuanto tal nace de una intimidad voluntaria y para ser meritorio ha de estar informado por la gracia y por el amor.

En la Redención no se puede considerar el Dolor y el sufrimiento separado del Amor. Considerar el dolor aisladamente sería recaer en el planteamiento luterano de una mera sustitución penal, desvinculada de la actividad de la humanidad de Cristo.

Por otra parte, si se considera la Redención únicamente desde el aspecto del Amor, es incomprensible el valor del dolor en nuestra Salvación.

Por tanto, es preciso calibrar adecuadamente tanto el papel del Amor como el papel del Dolor en la Redención, dándole a cada uno la importancia debida. Sería errado insistir exclusivamente en el aspecto penal o en el aspecto moral. No parece, por tanto, adecuada la interpretación de quienes afirman que Cristo nos redimió patiens, non patiendo, resumiendo en esa expresión el pensamiento de que el dolor es, en la Redención, un elemento de hecho, que está ahí, pero que carece de especial relevancia redentora.

Tomás de Aquino al estudiar estas cuestiones parte de la realidad histórica y busca comprender por qué también al dolor le corresponde un papel capital en nuestra Redención. Se pregunta el Aquinate qué hará falta para la liberación del pecado, y responde: la penitencia, de la que la satisfacción, el dolor, es la expresión concreta.

«Para que una obra sea satisfactoria es preciso que sea una obra buena, a fin de dar honor a Dios, y que tenga un carácter penal, a fin de sustraer algo al pecador».

Que se requieran obras penales, no sólo es porque haya que devolver a Dios el honor debido -como afirmaba San Anselmo- sino porque el pecado es un mal para el hombre mismo, porque le lleva a actuar contra el orden establecido por Dios, quebrantando sus leyes. Por ello es conveniente que la voluntad se aparte del pecado por medio de aquello que es contrario a lo que le inclinó a pecar. De este modo, «con tal pena se restaura el orden divinamente establecido».

Todo ello sin olvidar que la satisfacción es una pena pero voluntariamente llevada. Por tanto, las obras satisfactorias tienen que tener al mismo tiempo los dos elementos: el penal y el moral.

En esta concepción se alcanza un equilibrio entre el dolor y el Amor: constituyen una unidad, el dolor es como la «quasi materia» de la satisfacción, mientras que el amor es el principio que le da eficacia. El dolor es como una materia moldeable que depende de cómo se utilice: si está informado por el amor y aceptado libremente es grato a Dios y restablece el orden roto por el pecado.

Aplicando lo que acabamos de decir sobre el dolor, a la vida de Cristo podemos concluir que el motivo por el cual Cristo asumió el dolor fue para transformarlo por el Amor y convertirlo en medio de Redención.

Y ciñéndonos a la vida de trabajo de Cristo, éste nos redime no solo por el mérito infinito de sus actos libres, sino porque ha asumido también el dolor, la fatiga, el cansancio inherente al trabajo del hombre, para hacerlo medio de salvación: para curar precisamente con ese dolor transformado por el Amor el desorden introducido en el hombre y en el mundo por el pecado.

Después de analizar el valor redentor del trabajo de Cristo desde el ángulo del Amor y del Dolor quiero leer un texto de la predicación de San Josemaría Escrivá de Balaguer:

«Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra (...). Así vivió Jesús durante seis lustros: era el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la Redención del género humano, y estaba atrayendo a Sí todas las cosas».

El Fundador del Opus Dei explicó muchas veces como esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después, los de la vida pública.

Su enseñanza tiene implicaciones en la temática tradicional de la CRISTOLOGIA y de la SOTERIOLOGIA. Sobre todo reivindica con energía la estrecha unidad soteriológica que forma toda la vida de Cristo, desde la Encarnación a la Cruz y a la Redención, subrayando el carácter también redentor que tiene la vida oculta de Cristo, que no es en modo alguno solamente una preparación a una Redención que vendrá después.

Podemos decir, por tanto, recogiendo lo anteriormente dicho, que Jesucristo asumió el trabajo como una consecuencia esencial de la Encarnación redentora, porque el trabajo es el modo de amar de las personas que además de espíritu tienen cuerpo e historia. Cristo nos vino a redimir con su amor humano, y en el hombre el amor implica y provoca el trabajo como una de las principales manifestaciones. Por tanto, -desde el punto de vista del Amor- el hecho de que trabajara era esencial para la Redención. Era una exigencia del Amor mismo a través del cual nos redimió, porque trabajar es el modo de amar propio de los hombres.

Y tenido en cuenta que al Encarnarse asumía el peso de la historia de la humanidad pecadora, asumió también la fatiga inherente al trabajo después del pecado, para transformarlo -por obra del Amor- en instrumento de Redención.

Llegados a este punto, me interesa destacar ahora cómo la Redención hace posible y es modelo para el hombre nuevo, para el hombre redimido, que participa con su actividad en la tarea de la co-redención.

Uno de los efectos más importantes de la Redención es en palabras de Juan Pablo II «que restituye en el hombre su fuerza creadora». La Redención es una restauración de la libertad de amar y a través de la elevación a la gracia de la capacidad de mérito.

Con la Redención la vida del hombre adquiere nuevas dimensiones y, en concreto, las adquiere su trabajo.

El hombre nuevo, trabajando en gracia está colaborando activamente, con merito propio en la co-redención. Con la Redención encuentra también sentido la fatiga, el cansancio, «el sudor de la frente» que el trabajo comporta. Después de Cristo y en Cristo, toda dificultad, adquiere -unido al dolor de Cristo- un sentido redentor. Para ello, ha de ser también transformado por el amor. El dolor -que en sí mismo no tiene valor- si es ocasión de unirse a la Cruz de Cristo, aceptado libremente se convierte en instrumento liberador. Y cumple, en la economía de la redención el papel de devolver al hombre mismo y al Cosmos, el orden que por el pecado fue roto en la Creación.

En este contexto se entiende la afirmación de Juan Pablo II de que «el trabajo con toda su fatiga -quizás en un cierto sentido, debido a ella»- es un bien para el hombre.

Volviendo de nuevo al valor redentor de los años de trabajo ordinario de Cristo, se hace asequible que la vida de Cristo se reproduzca en la vida del cristiano.

El trabajo profesional y las relaciones de su vida ordinaria son el camino por el cual el cristiano corriente, el laico, dentro de la Iglesia, ha de contribuir a la Redención.

Pues no sólo los trabajos directamente relacionados con el culto y la administración de los sacramentos contribuyen a la realización de la Redención. También «quien instaura relaciones sociales más sanas, quien levanta una cultura, quien espiritualiza las condiciones de vida, es verdaderamente un instrumento del Señor en la restauración cristiana del mundo».

Santificando el mundo desde dentro, el laico contribuye, en palabras del Fundador del Opus Dei, «a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas».

Blanca Castilla de Cortázar en radoctores.es

Juan Luis Bastero

1.           Introducción

Su Santidad Juan Pablo II decidió que el año 1998 se dedique de modo particular al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. «El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio (...) tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu Santo. Lo realizó aquel Espíritu que -consustancial al Padre y al Hijo- es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona­amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la auto-comunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye el culmen de esta dádiva y de esta auto-comunicación divina» [1]. Pero el misterio de la Encarnación  se realizó en el seno de la Virgen María, después de una aceptación voluntaria y libre por parte de Ella, que acogió de forma consciente y madura el poder del Espíritu divino.

Cuando el ángel Gabriel comunica a la doncella de Nazaret que por la acción del Espíritu Santo va a concebir, gestar y a dar a luz al Hijo de Dios hecho hombre, «el término Espíritu Santo resuena en el alma de María como el nombre propio de una Persona: esto constituye una novedad en relación con la tradición de Israel y los escritos del Antiguo Testamento, y un adelanto de revelación para Ella, que es admitida a una percepción, por lo menos oscura, del misterio trinitario» [2].

Esto fue posible porque el don del Espíritu había descendido sobre María ya en el primer instante de su concepción haciéndola lnmaculada, y, a lo largo de toda su vida, fue plenificada  con  la gracia divina por obra del Espíritu en orden al Hijo que, en «la plenitud de los tiempos» [3], iba a encarnarse en sus entrañas.

En esta breve comunicación se pretende mostrar la riqueza doctrinal contenida en los textos neo-testamentarios en los que se relaciona a la Madre de Dios con la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.

2.       María y el Espíritu Santo en el evangelio de san Mateo

Es de todos conocido que la intencionalidad del hagiógrafo determina la exposición del relato. Pues bien, la narración de la infancia de Jesús en el texto mateano no tiene primariamente una finalidad histórico-biográfica, sino que está presidida por una evidente intención teológica [4], que, por otra parte, no compromete su radical historicidad [5].

S. Mateo pretende demostrar a los judíos que Jesús, «hijo de David, hijo de Abraham» [6], es el Mesías prometido, constantemente anunciado en el Antiguo Testamento [7] y que, al mismo tiempo, su identidad trasciende la mera filiación davídica, porque Él es el Emmanuel en el sentido fuerte de la palabra; o sea, es el Hijo de Dios con nosotros.

Cuando se analiza la perícopa de la generación de Jesús [8]  se advierte una cierta semejanza verbal y conceptual con el texto genesíaco  de la creación del mundo y, en especial, con la generación de Adán [9].  Veamos estas similitudes:

a)       El término griego génesis -generación- se utiliza en la versión de los LXX exclusivamente cuando se narra «la generación de los cielos y la tierra» [10] y en el «libro de la generación de Adán» [11]. S. Mateo comienza su evangelio con la siguiente expresión: «Libro de la generación de Jesucristo» (bíblos genéseos) y algo después, cuando inicia el relato de la anunciación angélica a José escribe: «la generación de Jesucristo fue así» [12]. Esta similitud da pie a pensar que, para el hagiógrafo, la generación de Jesús da origen a la creación de un mundo nuevo, y más específicamente marca un nuevo comienzo de la humanidad [13].

a)       En relato genesíaco se narra que «el espíritu del Señor aleteaba sobre la aguas» [14]  en el inicio de la creación  y es ese mismo  «espíritu» quien comunica el aliento de vida al barro modelado por las manos de Yahvé en la generación de Adán [15]. De forma similar, en el relato evangélico de S. Mateo, el ángel comunica a José que no tema recibir a María en su casa, «pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo» [16].

b)       Davies [17], basándose en un estudio precedente de Barret [18], sostiene que la doble narración genesíaca de la creación se repite de alguna forma en este texto mateano. En el Génesis el relato de la creación de la tradición sacerdotal [19]  presenta la creación en  un orden ascendente de dignidad. Yahvé, por medio de su Palabra, crea de la nada a las criaturas escalonadamente según su perfección: comienza creando las cosas inanimadas, prosigue con las plantas y animales y concluye con el hombre. En tanto que en el relato de la tradición yahvista [20], la narración de la creación del hombre es previa a la de los vegetales y animales. Dios se recrea activamente en la generación del hombre. No es sólo la Palabra la que interviene la plasis humana, sino que Yahvé interviene de forma especial, al modelar con sus manos el barro de la tierra y animarlo con el aliento de vida, es decir, con su «espíritu». Según este relato, los demás seres creados están orientados al servicio y provecho del hombre.

De forma similar, S. Mateo, en su narración, describe también un doble estadio en la generación de Jesús. El estadio humano -semejante al relato de la tradición sacerdotal de Gen 1- a través de la genealogía [21], donde, en orden ascendente, partiendo de Abraham, y a través de los diversos predecesores, se llega hasta Jesús, el Cristo. El estadio sobrenatural [22], que, de forma similar al relato yahvista, explica la forma de acceder Jesús a la existencia humana. Así como en la narración genesíaca el «espíritu de Yahvé» es quien da la vida a Adán, en este texto mateano se subraya explícitamente que la naturaleza humana de Jesús no se engendra por concurso de varón, sino «por obra del Espíritu Santo»; o sea, que la concepción humana del Nuevo Adán es virginal: María, por obra del Espíritu Santo engendra al Mesías, Hijo de Dios.

Todas estas concordancias son expuestas por Feuillet de forma sintética al afirmar que «la utilización de la palabra génesis al comienzo del relato de la concepción virginal de Jesús está llena de contenido; esta concepción se realiza bajo la acción del Espíritu divino, es decir bajo la acción de la misma energía creadora y vivificante que vemos presidir en Gen 1, 2 los orígenes del universo entero y cuya intervención está implicada igualmente en la presentación yahvista de la creación del primer hombre (Gen 2, 7): Dios anima al primer hombre con su propio aliento. Esto querría decir que Jesús, nacido debido a una intervención del Espíritu Santo, ha sido considerado por Mateo como un nuevo primer hombre, punto de partida de una nueva humanidad» [23].

Ahora bien, hay indicios para sostener que el hagiógrafo considera a la Iglesia de Cristo como esa «nueva humanidad», cuyo origen está de modo implícito en la concepción virginal de Jesús. En efecto, la expresión «lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo» [24] -gen­nasthai ek pneúmatos- aparece en el resto de la Biblia solamente en el diálogo de Jesús con Nicodemo [25], para expresar la regeneración de los discípulos de Cristo. Esta similitud hace «pensar que la acción del Espíritu en María, se prolonga, para Mateo, en la generación de la nueva humanidad redimida; por tanto, el significado de la relación entre María y el Espíritu se enriquecería en este texto con un sentido eclesiológico, además del cristológico» [26].

3.       María y el Espíritu en los escritos de san Lucas

a)       El evangelio de la infancia de San Lucas

En los dos primeros capítulos del evangelio de S. Lucas aparece seis veces la expresión pneuma hagion (espíritu santo). En tres de ellas se repite la misma fórmula «ser lleno del Espíritu Santo» [27]. En otras dos veces se dice, hablando de Zacarías, que «el Espíritu Santo estaba en él» [28] y que «había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría...» [29].

Ahora bien, en las tres citas en las que se expresa la plenitud del Espíritu en Isabel, en Zacarías y en su hijo Juan, esa plenitud está orientada hacia una misión específica. En efecto, Juan recibe el Espíritu estando en el seno materno, en el momento de la Visitación de María a su prima Isabel. Su concepción y gestación, a pesar de la intervención divina, se realizan de forma natural, semejante a la del resto de los hombres. Según lo afirmado por S. Lucas, Juan recibe el don del Espíritu Santo para cumplir su misión de Precursor de Cristo y preparar, mediante el bautismo de penitencia, la posterior venida mesiánica.

Isabel y Zacarías, de igual modo, no han necesitado una intervención especial del Espíritu para concebir y hacer posible el nacimiento de su hijo Juan, sino que han recibido el Espíritu Santo para ser testigos públicos de la misericordia de Dios. Isabel «quedó llena del Espíritu Santo» [30] para exaltar la fe y la actuación de Dios en María; y Zacarías, en el nacimiento de su hijo Juan, «quedó lleno del Espíritu Santo» [31], para profetizar y proclamar  al Precursor  del Esperado  por todas las naciones.

De la misma forma el anciano Simeón  recibió el don  del Espíritu Santo para ser testigo ocular de la venida del Mesías y exaltarlo en el Templo [32], mostrando proféticamente el modo de efectuarse la Redención [33]. «Tener el Espíritu se identifica ahora con la esperanza de la consolación de Israel; cuando la esperanza se cumple puede morirse en  paz: ya ha llegado la luz de las naciones, la alegría y el fundamento de la vida» [34].

En estas cinco citas se trata siempre de la intervención de Yahvé en personas elegidas para alguna misión específica. Esa actividad del Espíritu se encuadra, por tanto, en continuidad con el don profético del Antiguo Testamento, en el que «el Espíritu parece ser la fuerza dinámica del único Dios verdadero en cuanto actúa carismáticamente sobre los profetas. Nada hay en estos casos que exija o justifique entender pneuma hagion en sentido personal» [35].

Por último, el sexto texto donde aparece la expresión «Espíritu Santo» pertenece a la escena de la Anunciación de Gabriel a María. Es de todos conocidos que esa escena tiene idéntica estructura a la de los anuncios del Antiguo Testamento [36]:

1.       Presencia del mensajero divino.

2.       Turbación o miedo en la persona receptora del mensaje.

3.       Comunicación de la misión encomendada por Dios.

4.       Objeción o pregunta del protagonista.

5.       Refutación de la objeción o respuesta a la pregunta por parte del emisario divino.

6.       Señal confirmatoria de la promesa.

Después  de la  pregunta de María «¿De  qué  modo  se hará esto, pues no conozco varón?» [37] respondió Gabriel: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» [38]. En el texto griego la expresión «Espíritu Santo» carece de artículo, igual que en la anunciación de Mateo, sin embargo, Brown y otros exegetas justifican la adición del artículo en la traducción [39].

El verbo eperchesthai (descender sobre), poco frecuente en la traducción griega del Antiguo Testamento, se utiliza exclusivamente para relatar las fuerzas o los sucesos de origen misterioso que hacen irrupción en la existencia humana [40]. En el Nuevo Testamento es un verbo que pertenece al lenguaje lucano, porque -hecha excepción de Ef 2, 5 y St 5, 1- es utilizado siete veces en sus escritos: tres en su evangelio y cuatro en los Hechos.

Es muy significativa la identidad verbal entre este texto y Act 1, 8 «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis testigos en Jerusalén»:

Lc 1, 35

Act 1, 8

El poder

la fuerza

del Espíritu Santo descenderá sobre ti

del Espíritu Santo descenderá sobre vosotros

Este paralelismo indica que el descenso del Espíritu Santo sobre María no puede tener un sentido sexual [41], porque en ambos caso debe aplicarse de la misma manera la venida del Espíritu Santo. «Lucas no entiende que Dios o el Espíritu Santo, sustituyan a la parte  masculina» [42].

Igualmente no cabe una interpretación sexual en la expresión «cubrir con su sombra » [43]. En efecto, en los LXX el verbo episkiazein (cubrir con la sombra) se utiliza sólo en cuatro ocasiones:

a)       Ex 40, 35: «Moisés no podía entrar en la Tienda de la Reunión, pues la nube la cubría con su sombra y la gloria de Yahvé llenaba la Morada».

b)       Salmo 91, 4: «te cubrirá con su plumaje,  un  refugio  hallarás bajo sus alas». El texto hace referencia,  en  un lenguaje figurado, a la ayuda divina que protege al hombre que camina por  la senda de la justicia. «Se trata del justo que "pasa la noche a la sombra de Sadday"» [44].

c)       Salmo 140, 8: «Oh Yhavé, Señor mío, fuerza de mi salvación, tú cubres mi cabeza el día del combate». Esta súplica contiene la misma idea de protección del salmo anterior.

d)       Finalmente en Prov 18, 11 se utiliza el mismo verbo, pero con un sentido palpablemente discordante del texto masorético [45].

De estos pasajes podemos deducir que el verbo episkiazein designa en los libros vetero-testamentarios la presencia soberana de Yahvé en el santuario y su protección poderosa para el que vive según sus mandatos.

En el Nuevo Testamento este término se utiliza cuatro veces más: una, en sentido físico, cuando sacaban a los enfermos para que «al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriera a alguno de ellos» [46], y las demás, en el relato de la Transfiguración,  «cuando  una  nube  resplandeciente los cubrió con su sombra » [47].

En Lc 1, 35 este término se emplea en el mismo sentido que en los textos comentados: se refiere al poder de Dios que protege y ayuda al hombre. No puede, pues, interpretarse como una forma de expresión de relación sexual [48]. Es decir, el Espíritu Santo no sustituye al varón en la concepción de Jesús, sino que es un poder creador [49].  Dicho de otra forma, el Espíritu Santo que desciende sobre María no actúa como una  potencia generadora, sino creadora [50]. Queda patente,  por tanto, en el pensamiento lucano la concepción virginal de Jesús.

Hay una única  perícopa en  los  LXX en el que se da la asociación  de eperchesthai y el Espíritu de Dios. Se trata de Is 32, 15 ss.: «al final descenderá sobre nosotros desde lo alto el Espíritu. Se hará la estepa un vergel y el vergel será considerado como selva. Reposará en la estepa la equidad, y la justicia será la paz, y el fruto de la equidad, una seguridad perpetua».

En este pasaje Isaías contrapone la situación de miseria y dolor presentes del pueblo judío, con la restauración escatológica de los tiempos mesiánicos. Según los oráculos escatológicos, esa restauración definitiva no será solamente externa, sino que siempre se asocia la transformación de la naturaleza con la conversión de la vida moral humana [51].

Isaías contempla la instauración de un nuevo pueblo de Dios -el pueblo mesiánico- que vivirá según el Espíritu de Yahvé, en una tierra fecunda, donde reinarán la justicia y la paz.

La semejanza terminológica entre este oráculo de Isaías y Lc 1,  invita a relacionar la instauración de ese pueblo mesiánico con la Anunciación, o sea con la concepción virginal de Jesús. Esta tesis viene reforzada al considerar, bajo esta perspectiva, el oráculo proferido previamente por Gabriel: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por siempre, y su reino no tendrá fin» [52].

Esta frase, de patente resonancia vetero-testamentaria, evoca la instauración  del  nuevo  pueblo de  Dios sobre el que reinará el Mesías. Por esto, la respuesta angélica a la pregunta de María, «el Espíritu Santo descenderá sobre ti» connota la aparición de la comunidad escatológica preanunciada en los textos proféticos del Antiguo Testamento [53].

Como Mateo, Lucas pone en íntima conexión el nacimiento virginal de Jesús y el nacimiento metafórico del pueblo mesiánico. Lo mismo que la tierra estéril que se convierte en vergel, la mujer estéril que da a luz (Rebeca, Raquel, la madre de Sansón, Ana, Isabel) es, en el Antiguo Testamento, un signo frecuente de la intervención de  Dios. El carácter virginal de la maternidad de María está ligada, de manera semejante, a la creación nueva de la era de gracia [54].

Ahora bien, el relato lucano contiene un elemento de gran valor, ignorado en el evangelio de S. Mateo, pero que califica y determina la actitud de María. Es su aceptación voluntaria y libre a la generación de Cristo. Ella no es un elemento pasivo en la acción divina de la encarnación del Hijo, sino que, antes de aceptar la propuesta angélica, pide una explicación al oráculo angélico, y, una vez recibida y entendida la respuesta aclaratoria, acata la voluntad divina pronunciando el fiat [55]  decisivo. María asume la maternidad virginal del Verbo encarnado y a ella se asocia indisolublemente la maternidad del nuevo pueblo mesiánico, generado por la obra redentora de Cristo.

Continúa la explicación de Gabriel a la pregunta de la Virgen: «por eso, lo que nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios» [56].

La locución dio kai (por eso) aparece nueve veces en el Nuevo Testamento y tres de ellas se encuentran en los escritos lucanos. En todos los pasajes esta locución comporta una cierta causalidad. Los exegetas no están de acuerdo al calificar el alcance de esa causalidad, pues varían desde una causalidad física hasta una mera causalidad epistemológica, dependiendo del valor que den a huion Theou [57]  -hijo de Dios-. Tema complejo porque ni en la taxis trinitaria ni en la generación humana es posible aceptar que el Hijo sea causado por el Espíritu Santo. Siguiendo a Muñoz Iglesias, que en su estudio se retrotrae al texto hebreo subyacente, este estico se podría traducir de la siguiente forma: «Por eso también lo que nacerá santo será llamado Hijo de Dios». «En otros términos: esta intervención del Espíritu Santo sobre ti, sustituyendo -en la concepción del hijo que va a nacer- toda obra de varón, será un argumento más para que sea reconocido como Santo e Hijo de Dios» [58].

Se puede decir, que la acción del Espíritu Santo no recae sobre el término de la generación, o sea, sobre Jesús, sino sobre su Madre. En otras palabras, «se trata de la generación del Hijo de Dios en el vientre de María por el Espíritu creador» [59].

En esta comunicación no voy a examinar el contenido exegético de la expresión «lo que nacerá Santo», tema que ya he tratado en otro trabajo previo [60] y que no incide en el tema que ahora estamos desarrollando.

«Será llamado hijo de Dios». «Ser llamado» es un hebraísmo equivalente a «ser» [61]. Aunque Muñoz Iglesias opina que el alcance del título «hijo de Dios» se mueve en la línea de los títulos mesiánicos vetero-testamentarios [62], pienso que sin negar esta hipótesis, esta expresión está abierta a una dimensión trascendente divina.

En  efecto,  todos  los estudiosos  serios sostienen  que los   cuatro evangelistas, en el momento de la redacción de los evangelios aceptan con certeza la divinidad de Jesucristo [63]. Así pues, cuando Lucas redacta este texto tenía conciencia clara de que ese Jesús, cuya concepción virginal narra, era el Hijo de Dios en sentido estricto. Por tanto, al escribir «lo que nacerá santo, será llamado Hijo de Dios» es consciente de que el sentido del oráculo angélico trasciende la mera mesianidad humana y que Gabriel está refiriéndose al Hijo de Dios consustancial al Padre. «Jesús  proviene directamente  del misterio  original de Dios, surge de la misma fuerza del Espíritu. Por eso, el nombre con que ahora se le viene a conocer -Hijo de Dios- designa ya una especie de filiación divina original, directa» [64].

Resumiendo se puede decir que en estos textos del evangelio de la infancia de S. Lucas hay una doble perspectiva en la presentación del Espíritu Santo. Por una parte, hay una continuidad con la actuación vetero-testamentaria del Espíritu en su misión profética -tal es el caso en Isabel, Zacarías, Juan y Simeón- donde el espíritu profético del Antiguo Testamento se ha llevado hasta el final de la línea de la vieja alianza. Por otra parte, aparece la acción del Espíritu Santo en su acción creadora y que, a través de María, hace surgir la realidad de la nueva y definitiva alianza en Cristo Jesús [65].

b)       María en Pentecostés

Es patente, para los exegetas, la existencia de un verdadero paralelismo entre el relato de la Anunciación y la venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés. Es decir, entre el nacimiento del Mesías y el nacimiento de la Iglesia y en ambos acontecimientos existe una participación activa y personal de María.

Ya hemos visto previamente la semejanza terminológica y conceptual entre Lc 1, 35 y Act 1, 8: en las dos escenas se mencionan juntos al Espíritu Santo (pneuma hagion) y a la dynamis divina; sólo en estas dos perícopas de todo el Nuevo Testamento se asocia el verbo eperchesthai con el Espíritu Santo; finalmente en ambos casos la acción del Espíritu Santo produce algo nuevo y trascendente: en Lc 1, 35 se muestra la venida del Mesías, Act 1, 8 se proyecta hacia el nacimiento de la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. Pero en esa Iglesia naciente ocupa un lugar eminente y primordial María, tal como se relata un poco después en los Hechos, cuando, al narrar la vida de los primeros creyentes, se afirma que los apóstoles «perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús y de sus hermanos» [66].

En esta perícopa aparecen cuatro grupos perfectamente diferenciados.

a) Los Apóstoles, cuya relación nominal se indica en el versículo anterior [67] Son los que, elegidos por sus nombres por Jesús, le han acompañado durante toda su vida pública y han sido testigos de su resurrección. Son el elemento fundante de la iglesia naciente, las columnas donde se cimienta el nuevo pueblo de Dios. Ellos garantizan la continuidad entre el Jesús histórico y el Mesías resucitado y glorioso.

b) Las mujeres. El texto griego (syn gynaixin) carece de artículo, por ello algunos estudiosos ven en esas mujeres a las esposas de los apóstoles, que les acompañaban en aquellos momentos junto con sus hijos [68]. Sin embargo, la tesis más común es sostener que ese grupo femenino se identifica con las mujeres citadas en el tercer evangelio que acompañan al Maestro en su predicación [69], son testigos de su muerte [70], participan en la sepultura [71] y son las primeras que reciben el anuncio de la Resurrección del Señor [72]. Estas mujeres son garantes de  la doctrina y del ministerio público de Jesús y, por ello, son un grupo constitutivo de la comunidad de la iglesia apostólica.

c) Los hermanos de Jesús. Este grupo está constituido por el conjunto de parientes que forman la familia de Jesús, en un sentido amplio, tal como se concebía en la sociedad semita. Aunque no hay datos escriturísticos explícitos, hay ciertos vestigios para sostener que algunos de ellos se convirtieron en discípulos y fueron testigos de su Resurrección. Ellos «aportan el testimonio de la humanidad del Maestro, el recuerdo de su familia, la expresión concreta de su pequeñez como hombre entre los hombres. Un Jesús sin hermanos, sin crecimiento compartido, sin tradición asumida críticamente no sería verdaderamente humano» [73].

d) «María, la Madre de Jesús». Lo primero que llama la atención en este texto -kai Mariam te metri tou Iesou- es que S. Lucas deja bien claro que se trata de «la madre de Jesús», con toda la significatividad que supone ese título. Es decir, no sólo madre en el sentido biológico, sino que en él se incluye el sentido trascendente expresado en Lc 8, 21 [74]. Bajo esta perspectiva, María es un elemento singular y preeminente de la Iglesia. Es paradigma de todo discípulo; modelo de creyente y ejemplo de vida orante. «Ella testifica el nacimiento humano de Jesús, el camino de su infancia: Jesús no podría haber sido recibido en la iglesia como plenamente humano si faltara el testimonio viviente de una madre que le ha engendrado y educado. Dentro de la iglesia, María es una parte de Jesús» [75]. Es, además, signo de unidad de los restantes grupos: «Ella permanece en el centro de los grupos, un poco por encima de los apóstoles, mujeres y parientes de Jesús» [76]. María aparece dentro de la iglesia pre-pentecostal como un miembro eminente y como signo de unión y de presencia del Señor Resucitado.

Ahora bien, S. Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, no precisa quiénes estaban presentes en el momento de la venida del Espíritu Santo. Narra que «estaban todos juntos en el mismo lugar» [77]. Ese «todos» indeterminado se puede referir o bien exclusivamente a los doce apóstoles [78], o a los ciento veinte seguidores que constituían toda la comunidad de discípulos [79], o los cuatro grupos que acabamos de analizar en Act 1, 14 [80]. La tesis más común entre los especialistas es que «todos» equivale al grupo de los ciento veinte discípulos del v. 15 [81], que, por supuesto, incluye a los protagonistas del versículo anterior [82]. Hay, por tanto, una aceptación pacífica, por parte de todos los estudiosos, sobre la presencia de María en el momento de la efusión del Espíritu Santo. Se puede decir que la acción carismática pentecostal tiene en María su paradigma [83]: Ella es el modelo de los discípulos que, de forma sensible y vivencial, recibieron el don del Espíritu de Cristo en Jerusalén.

En la teología lucana el Espíritu Santo es quien modela y orienta los hilos de la vida de la humanidad. De hecho, muchos estudiosos, sostienen que S. Lucas sintetiza la historia de la salvación en tres grandes apartados: a) el tiempo de Israel (el Antiguo Testamento y los dos primeros capítulos de su evangelio) en el que el Espíritu de Dios dirige al pueblo de Israel hacia el Mesías; b) La vida pública de Cristo, desde su bautismo hasta su Ascensión (el resto del evangelio y el capítulo 1° de los Hechos); en este tiempo el Espíritu sostiene a la persona de Jesús y la dirige en el camino de su obra redentora; c) el tiempo de Iglesia (resto del libro de los Hechos), que comienza en el día de Pentecostés y llega hasta el final de los tiempos, y cuya alma es el Espíritu Santo [84].

Así como en el estadio a) María es la persona en la que por la acción del Espíritu de Yahvé se cumplen plenamente todas las promesas mesiánicas, de la misma forma en el estadio c) también María, paradigma de creyente y seguidora de Cristo, recibe la fuerza del Espíritu del Señor en el día de Pentecostés. «Esto significa que en María, y sólo en Ella, se han unido los dos pentecostés: el vetero-testamentario y el eclesial, el nacimiento de Jesús y el nacimiento de la Iglesia» [85].

4.       El Espíritu Santo y María En san Juan

Antes de empezar a tratar el tema objeto de esta comunicación deseo hacer una puntualización previa que es necesaria para comprender lo que a continuación pretendo exponer.

San Juan en su evangelio presenta el misterio redentor desde una perspectiva sincrónica. Los tres días de intervalo entre la muerte de Cristo y su Resurrección parecen difuminarse. De tal manera que la «hora» capital de la vida de Jesús es la hora de la pasión y de su glorificación. Esta identidad puede verse en Jn 13, 1: «Habiendo llegado la hora de pasar de este mundo al Padre». Desde un punto de vista conceptual, para este evangelista, morir y entrar en la gloria es todo uno [86]. Lo que el evangelista quiere hacernos captar es la íntima conexión e implicación entre muerte y resurrección: la muerte lleva en sí misma la glorificación de Jesús, aunque temporalmente ambos acontecimientos no se confundan, sino que se articulan el uno con el otro mediante las relaciones de causalidad y de finalidad. Se puede resumir lo expuesto hasta el momento diciendo que, en el pensamiento teológico de S. Juan, la unión de la muerte y la resurrección «es muy íntima: una misma es la hora. La pasión está ya bajo el signo de la resurrección; ella es el inicio de la glorificación de Cristo. En el sufrimiento de la pasión San Juan contempla a Cristo glorificado» [87].

La escena de la Crucifixión del Señor de este evangelio, según muchos estudiosos [88], se estructura en cinco cuadros concatenados, guardando entre ellos un cierto esquema quiástico:

1.       Crucifixión en el Gólgota y proclamación de la realeza de Jesús (Jn 19, 16-22).

2.       Distribución de los vestidos y sorteo de la túnica (Jn 19, 23-24).

3.       La madre de Jesús y el discípulo amado (Jn 19, 25-27).

4.       Jesús tiene sed y entrega el espíritu (Jn 19, 28-30).

5.       La lanzada en el costado (Jn 19, 31-37)

En el centro de toda esta narración se encuentra la perícopa que vamos a considerar: «Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Clopás, y María Magdalena. Jesús viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus cosas propias» [89].

Este cuadro está enmarcado en el centro del relato de la Crucifixión que, como es bien patente, está transido de una evidente dimensión soteriológica; su significación, por tanto, trasciende el plano afectivo-personal o de mera piedad filial.

En efecto, la forma literaria utilizada por S. Juan en la redacción de esta perícopa  pertenece al así llamado, esquema de revelación [90], que el hagiógrafo lo usa siempre para manifestar una acción trascendente.

Analizando las palabras de Jesús a su madre y al discípulo se puede advertir que el tratamiento que recibe María de su Hijo, al denominarla con la palabra «mujer», nos remite directamente a las bodas de Caná, y ambas escenas tienen una estrecha relación con «la hora de Jesús». El vocablo «mujer», además, posee claras resonancias vetero-testamentarias. A Laurentin esta palabra le evoca el texto de Gen 3, 20: «El hombre llamó Eva a su mujer, por ser la madre de todos los vivientes» [91]. Este paralelismo con Eva lleva a admitir que María, en la Cruz, es constituida madre de todos los discípulos de su Hijo. Para de la Potterie, la Virgen «es llamada "mujer", porque representa a la Hija de Sión. La frase "Mujer, he ahí a tu hijo", se diría que es el eco de las palabras solemnes de los profetas [92] sobre la reunión de los hijos de Israel dispersos, que después del exilio vuelven a Sión» [93].

De la misma forma el evangelista prescinde conscientemente del nombre propio del «discípulo amado», para superar la relación meramente personal y constituirlo en modelo de todo creyente «en el cual se cumple las palabras de Jn 14, 21: el que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama, será amado por mi Padre y yo le amaré» [94].

La maternidad que aquí se proclama es una maternidad mesiánica: «En la persona de su madre, Jesús ve aquí la comunidad mesiánica que, en el Discípulo amado, acoge a todos los hijos. La madre de Jesús es, pues, aquí la "Iglesia naciente"» [95] Más aún María anticipa, en cierta manera, la maternidad de la Iglesia, porque Ella es constituida madre de los seguidores de su Hijo, antes del nacimiento de la Iglesia, pues, en el sentir de los Padres, la Iglesia nació del costado abierto de Cristo [96].

Este cuadro central de la Crucifixión está concatenado con el cuadro siguiente (vv. 28-30): «Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre, dijo: Todo está consumado. E inclinando la cabeza entregó el espíritu». «En la expresión después de esto no debe verse solamente una sucesión cronológica de los acontecimientos, sino una sucesión lógica: una vez realizada la obra descrita en los vv. 25-27, algo que era necesario que Jesús hiciese, y en conexión con ello, Jesús comunica el Espíritu» [97].

En esta perícopa sucede algo semejante a lo acontecido en el cuadro anterior. Hay una doble lectura, una inmediata, pues es patente que el evangelista pretende narrar el instante mismo de la muerte de Jesús cuando escribe «e inclinando la cabeza entregó el espíritu».

A la vez, cabe una segunda interpretación. Si se compara esta redacción con los textos paralelos de los otros tres evangelios, se advierte que S. Marcos y S. Lucas utilizan la misma expresión «expiró» (ekpneim) y S. Mateo usa «exhaló el espíritu» (apheinai), en tanto que S. Juan emplea «entregó el espíritu» (paradidonai) que conlleva un sentido de voluntariedad consciente. En efecto, para bastantes estudiosos [98], en toda la escena joanea de la Crucifixión Jesús se comporta como un protagonista activo: es el que hace un encargo a su madre y al discípulo amado, desea que se cumpla la Escritura e incluso en el momento de su muerte inclina su cabeza y «entrega» el espíritu.

Si relacionamos esta perícopa con Jn 7, 39 «todavía no había sido dado el Espíritu ya que Jesús no había sido glorificado», advertimos que en la Cruz que, para S. Juan es la hora de la glorificación, es cuando «se entrega el Espíritu» al nuevo pueblo de Dios, representado en aquel momento en María y en el discípulo amado. Es verdad que en el cuarto evangelio Jesús comunica el Espíritu Santo después de la resurrección [99], pero este acto no sería más que la manifestación exterior y solemne de lo ocurrido en la cruz [100].

Para Braun, María en el Calvario al pie de la Cruz, recibe una nueva efusión del Espíritu Santo, efusión que se hace extensible a los hijos que ha recibido por una decisión explícita de su Hijo [101].

Algo semejante opina Loisy cuando comentando estas perícopas escribe: «Cristo inclina la cabeza para entregar el alma; El dirige su Espíritu hacia el grupo amado que está junto a la Cruz y que prefigura a la Iglesia (...) La muerte de Cristo, para S. Juan, no es  un  momento de sufrimiento, de escarnio y de universal desolación, sino que es el comienzo del gran triunfo » [102].  Es decir, para Loisy la «entrega del espí­ ritu» simboliza la donación del Espíritu Santo o el Espíritu de Jesús a María y a Juan como representantes de la Iglesia en gestación en aquellos instantes.

Pikaza sostiene una tesis semejante cuando sintéticamente afirma que «Jesús entregó su Espíritu, es decir, murió dando su vida más profunda a la madre y al discípulo amado, en gesto de creación eclesial. (... )Jesús entrega su vida en manos de Dios para que la humanidad (representada por la Madre y el Discípulo) pueda quedar llena de Espíritu, es decir, de la vida y gracia verdadera» [103].

De la Potterie relaciona estos dos cuadros de la Crucifixión y puntualiza que la maternidad espiritual que María recibe al pie de la Cruz se presenta simplemente como anterior a la efusión del Espíritu, como una condición para que los discípulos puedan recibir esa efusión, porque debe subrayarse que es competencia exclusiva de Jesús la entrega de su Espíritu. Pero, al mismo tiempo, «este Espíritu es donado al Discípulo, sólo si llega a ser hijo de la Mujer, que es a la vez, María y la Iglesia» [104].

5.       A modo de conclusión

Hemos visto de una forma somera los pocos, pero importantes, textos de la tradición neo-testamentaria en donde se relaciona al Espíritu Santo y a María.

En primer lugar hemos advertido que poseen una gran riqueza para la comprensión del misterio de Cristo. S. Mateo es contundente al afirmar que la génesis de Cristo, es por «obra del Espíritu Santo». Es decir, que la concepción del Nuevo Adán, en el seno de María, es una concepción virginal. El Espíritu Santo, no suple la función del varón en la generación de Jesús, sino que actúa como un poder creador, a semejanza del ruah vetero-testamentario [105].

El relato de S. Lucas abunda en lo ya afirmado por la tradición mateana y además aporta un elemento de gran valor. María no es un elemento pasivo en la concepción de Jesús, sino que acepta positiva y voluntariamente el designio eterno del Padre de enviar a su Hijo, y se muestra totalmente disponible a la voluntad divina. En este sentido, S. Lucas  hace hincapié  en la dimensión  interpersonal  de la relación entre la madre de Jesús y la tercera Persona divina [106]. «María no es sólo pneumatophóros, sino también pneumatoformis ya que revela y actúa una dimensión del misterio del Espíritu» [107].

Por otra parte, estos textos poseen una clara referencia eclesiológica. S. Mateo ve a Cristo como el Nuevo  Adán,  principio  y origen  de una nueva humanidad, que es la Iglesia. De aquí que la acción del Espíritu Santo sobre María no finaliza en la generación de Jesús, sino que se prolonga en la génesis de la nueva humanidad redimida.

En San Lucas es más explícita esta dimensión eclesiológica al poner en un perfecto paralelismo el nacimiento de Jesús y el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés: ambos nacimientos son obra del Espíritu Santo e igualmente en ambos María tiene una función esencial.

En el evangelio de S. Juan se contempla una similar doctrina, pero desde una perspectiva diversa. María, en la Cruz, es constituida madre del pueblo de la nueva alianza. Ella personifica y constituye a la Iglesia en el momento en el que nace del costado de Cristo. En este sentido se distingue netamente del «discípulo amado», quien representa de forma paradigmática a los creyentes que se adhieren a la Iglesia a través de la relación materno-filial. Adhesión que sólo puede realizarse por la acción del Espíritu que Cristo nos entregó cuando llegó su «hora».

Juan Luis Bastero en dianet.unav.edu/

Notas:

1.     JUAN PABLO  II, Ene.  Dominum et vivificantem, n. 50: MS   78 (1986) 869-870;  Cf. Exh. Ap. Tertio millenio adveniente, n. 44.

2.     JUAN PABLO II, Audiencia General, l 8.IV.1990, n. 3.

3.     Ga 4, 4.

4.     Cf. GARCÍA PAREDES, J.C.R., María en la comunidad del reino, Madrid 1988, p. 52.

5.     Cf. DIEZ MACHO, A., La historicidad de los evangelios de la infancia, Madrid 1977, p. 19.

6.     Mt 1, 1.

7.     De aquí que S. Mateo, a través de citas de cumplimiento, vaya mostrando que en Jesús se realizan las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento.

8.     Cf. Mt  1.

9.     Cf. Gn 1, 2.

10.     Cf. Gn 2, 4.

11.     Cf. Gn 5, 2.

12.     Cf. Mt 1, 18.

13.     C:f. AMATO, A., Espíritu Santo, en Nuevo Diccionario de Mariología, Madrid 1988, p. 685; HENDRICKX, H., Los relatos de la Infancia, Madrid 1986, p. 37.

14.     Gen 1.2.

15.     Cf.          Gen 2, 7.

16.     Mt 1,20. «Él es el Espíritu creador, que la Escritura presenta en los inicios de la his­toria humana cuando "aleteaba por encima de las aguas" (Gen 1, 2) y en el comienzo de la redención, como artífice de la Encarnación del Verbo de Dios (cf. Mt 1, 20;  Lc 1, 35)» JUAN PABLO 11, Carta a los sacerdotes para el jueves Santo de 1998, n. l.

17.     DAVIES, W.D., The Setting tif de Sermon on the Mount, Cambridge 1964, p. 27.

18.     BARRET, C.K., The Holy Spirit and the Cospel Tradition, New York, 1947, p. 27. La traducción española es El Espíritu Santo en la tradición sinóptica, Salamanca 1978, pp. 50-52.

19.     Cf. Gen 1, 1-2,4a.

20.     Cf. Gen 2,46-25.

21.     Cf. Mt 1, 1-17.

22.     Cf. Mt 1, 18.20.

23.     FEUILLET, A., L'Esprit Saint et la Mere du Christ, EcMar 25 (1968) 41.

24.     Mt 1, 20.

25.     Cf. Jn 3, 5.6.8.

26.     LANGELLA, A., Maria e lo Spiritu, Nápoles 1993, pp. 24-25. Cf. FWILLET, A., L'Esprit Saint et la Mere du Christ, o.e., pp. 41-44.

27.     Cf. Lc 1, 15.40.67.

28.     Lc 2, 25.

29.     Lc 2, 26.

30.     Lc 1, 41.

31.     Lc 1, 67.

32.     Cf.  Lc 2, 45-46.

33.     Cf. Lc 2, 34-35.

34.     PIKAZA, X., El Espíritu Santo y María en la obra de San Lucas, EphMar 28 (1978) 165.

35.     MUNOZ IGLESIAS, S., María y la Trinidad en Lucas 1-2, en M.VV. Mariología Fundamental María en el Misterio de Dios, Salamanca 1995, p. 8.

36.     Cf. MUÑOZ IGLESIAS, S., El Evangelio de la Infancia en San Lucas y las infancias de los héroes bíblicos, EstBibl 16 (1957) 335; HENDRICKX, H., Los relatos de la Infancia, Madrid 1986, p. 99.

37.     Lc 1, 34.

38.     Lc 1, 35.

39.     Cf. BROWN, R.E., El Nacimiento del Mesías. Comentario a los Relatos de la Infancia, Madrid 1982, pp. 123-124, 298.

40.     Cf. 2Cro 32,25; Ba 4,24; 1S 16,13; Cf. FEUILLET, A., L'Esprit Saint et la Mere du Christ, o.e., p. 45.

41.     Algunos exegetas han concebido ese descenso como un hieros gamos, es decir, un matrimonio sagrado entre un dios y  una  mujer.  Nada  más  ajeno  al contexto virginal  que  permea toda la escena lucana. Cf. BROWN, R.E., El Nacimiento del Mesías. Comentario a los Relatos de la Infancia, o.e., p. 299.

42.     AA.VV., María en el Nuevo Testamento, Salamanca 1986, p. 122.

43.     Para ahondar en este tema se puede consultar MUÑOZ IGLESIAS, S., Los Evangelios de la Infancia, r. II, Madrid 1986, 190-196.

44.     MUÑOZ IGLESIAS, S., Los Evangelios de la Infancia, r. II, o.e., p. 193.

45.     Cf. ibídem.

46.     Act 5,15.

47.     Mc 17, 5; Cf. Mc 9, 7, Lc 9, 34.

48.     Algunos exegetas consideran equivalentes las expresiones «cubrir con su sombra» y «cubrir con su manto» (Rut 3,9). Muñoz Iglesias demuestra la imposibilidad de esa equivalencia. (MUNOZ IGLESIAS, S., Los Evangelios de la Infancia, t. II, o.e., p. 191). «La expresión "cubrirá con su sombra", proviene de formulaciones neo-testamentarias en las que no cabe el contenido sexual», AA.W., María en el Nuevo Testamento, o.e., pp. 122-123.  No  olvidemos, además, que la palabra «espíritu» en griego tiene género neutro y en hebreo femenino. Además S. Lucas positivamente excluye en su redacción cualquier verbo griego que tenga connotaciones de relación sexual.

49.     Cf. LEGRAND, L., Fécondité virginale selon !'Esprit dans le nouveau testamen NRT 84 (1962) 785-805; Cf. BROWN, R.E., El Nacimiento del Mesías. Comentario a los Relatos de la Infancia, o.e., p. 299.

50.     Cf. ROSSÉ, G., II Vangelo di Luca, Roma 1995, p. 55.

51.     Cf. HMG, H., Was lehrt die literarische Untersuchung des Ezechiel-Textes, Freiburg 1943, pp. 39 ss. Véanse los textos Is 44, 3-5; Ez 36, 25-35; Ez 37, etc.

52.     Lc 1, 32-33.

53.     Feuillet encuentra cierta relación entre el oráculo de Isaías, Lc 1, 35 y la conversación de Jesús con Nicodemo del evangelio de S. Juan, cuando el Señor le dice: «el que no nazca de lo alto no puede ver el reino de Dios» (Jn 3, 3). «El nacimiento de lo alto que Jesús reprocha ignorar a Nicodemo es evidentemente este nacimiento de un nuevo pueblo  de  Dios bajo la acción del Espíritu divino que los profetas habían predicho», FEUILLET, A., L'Esprit Saint et la Mere du Christ, o.e., p. 55. Esta tesis queda corroborada por el anuncio hecho por Jesús a sus apóstoles, al final del evangelio de S. Lucas, sobre la inminente venida del Espíritu: «mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Le 24,49).

54.     FEUILLET, A., L'Esprit Saint et la Mere du Christ, o.e., p. 47.

55.     Cf. Lc 1, 38.

56.     Lc 1, 35b.

57.     O un mero título mesiánico o Hijo consustancial al Padre.

58.     MUÑOZ IGLESIAS, S., Los Evangelios de la Infancia, t. 11, o.e., p. 202.

59.     BROWN, R.E., El Nacimiento del Mesías. Comentario a los Relatos de la Infancia, o.e., p. 322.

60.     Cf. BASTERO, J.L., María, Madre del Redentor, Pamplona 1995, pp. 215-216. Remitimos al documentado trabajo de POTTERIE, l. DE LA, María en el Misterio de la Alianza, Madrid 1993, pp. 60-65.

61.     Cf. BROWN, R.E., El Nacimiento del Mesías. Comentario a los Relatos de la Infancia, o.e., p. 298.

62.     Como es también el título «hijo del Altísimo». «Llamando a Jesús hagion y huion Theou en el contexto claramente mesiánico del primer parlamento del ángel en la  Anunciación (Lc 1, 30-33), sugería que cales términos se encendieran  en  el sentido  mesiánico  que les daba el Antiguo Testamento, especialmente en  Salmo 2, »  ibídem, p.  209  y Le 1.35b, EscB 27 (1968) 293-296. Sin embargo, Feuillec sostiene que «el título hijo de Dios  jamás ha sido un simple sinónimo del de Mesías davídico», FEUILLET, A., L'Esprit Saint et la Mere du Christ, o.e., p. 51.

63.     Cf. RIGAUX, B., Témoigne de l'evangile de Matthieu, Bruges 1967, p. 277.

64.     PIKAZA, X., El Espíritu Santoy María en la obra de San Lucas, o.e., p 163.

65.     Cf. ibídem, p. 153.

66.     Act 1, 14.

67.     Cf. Act 1, 13. El orden de presentación difiere un poco de la lista de Lc 6, 14-15.

68.     El códice de Beza cita en este versículo a las mujeres junto con sus hijos. Cf. RIUSCAMPS, J., María, la Madre de Jesús en los Hechos de los Apóstoles, EphMar 43 (1993) 267-268.

69.     Cf Lc 8,3.

70.     Cf Lc 23,49.

71.     Cf Lc 23, 55-56.

72.     Cf. Lc 24, 6.1O.

73.     Cf. PIKAZA, X., María y el Espíritu Santo, en M.W. Mariología Fundamental. María en el Misterio de Dios, Salamanca 1995, p. 59.

74.     «Él respondiendo, les dijo: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra».

75.     PIKAZA, X., María y el Espíritu Santo, o.e., p. 69.

76.     Ibídem, p. 70.

77.     Act 2,1.

78.     Matías ha sido elegido previamente, cf. Act 1,16-26.

79.     Cf. Act 1, 15.

80.     Algunos estudiosos opinan que la suma  de  los  cuatro  grupos  de Act  1, 14  coincide con los ciento veinte discípulos del versículo siguiente. Cf. RÍUS-CAMRS, J., María, la Madre de jesús en los Hechos de /,os Apóstoles, o.e., pp. 268-269.

81.     Cf. LACONI, M., Vangeli Sinottici e Atti degli Apostoli, Torino 1994, p. 505; RÍUS­CAMPS, J., Comentari als Fets deis Apostols, t. I, Barcelona 1981, p. 115.

82.     Pikaza es más restrictivo y sostiene que «todos» se refiere exclusivamente a los protagonistas de Act 1,13-14, cf. PIKAZA, X., María y el Espíritu Santo, o.e., p. 71.

83.     Cf. GUERRA, M., Maria, la primera carismática de la Iglesia, EphMar 28 (1978) 323-338; LAURENTIN, R., Les charismes de Marie. Ecriture, Tradition et Sitz im Leben, ibid. 309-321.

84.     Cf. PIKAZA, El Espíritu Santo y María en la obra de S. Lucas, o.e., p. 151. COLZEMANN, H., Die Mitte der Zeit, Tubinga 1957; FLENDER, H., Heil und Gesehiehte in der Theologie des Lukas, München 1968, pp. 122-145.

85.     PIKAZA, X., Maria y el Espíritu Santo, o.e., p. 86.

86.     Sin embargo, desde una visión temporal, S. Juan no ignora el intervalo de tres días, véanse por ejemplo las palabras de Jesús en su controversia con los fariseos: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré» Jn 2,19).

87.     DUPONT, J., La christologie de S. Jean, Bcuges 1951.

88.     Cf. BROWN, R.E., El evangelio de S. Juan, t. II, Madrid 1997, p. 1205; SCHNACKENBURG, R., El evangelio según San Juan, t. II, Barcelona 1980, p. 331.

89.     Jn 19, 25-27. No se va a hacer un estudio completo de esta perícopa, sino que nos centraremos exclusivamente en lo que hace referencia a nuestro objetivo. Para un tratamiento más abarcante me remito a BASTERO, J.L., María, Madre del Redentor, Pamplona 1995, pp. 183-188.

90.     Cf., GOEDT, M. DE, Un scheme de révelation dans le Quatréme Evangile, NTS 8 (1961-1962) 142-150. Este esquema consta de una secuencia ternaria: a) «al ver Jesús...»; b) «dijo...»; c) «he ahí...», Cf. BASTERO, J.L., María, Madre del Redentor, o.e., p. 185.

91.     LAURENTIN, R., Court Traité sur la Vierge Marie, París 1968, p. 38. Sin embargo a otros muchos estudiosos la relacionan más bien con Gen 3,15, cf. FEUILLET, Le Messie et sa Mere d'apres le chapitre XII de l'Apocalips, RB 66 (1959) 55-86.

92.     Cf. Is 60, 4.

93.     POTTERIE, l. DE LA, María y la Santísima Trinidad en San Juan, en AA.W. Mariología Fundamenta Salamanca 1995, p. 40.

94.     PORTE, B., María, la donna icona del Mistero, Cinisello Balsamo 1989, p. 181.

95.     POTTERIE, l. DE LA, María y la Santísima Trinidad en San Juan, o.e., pp. 40-41.

96.     S. JUAN CRISÓSTOMO, «Del costado de Jesús se formó la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva» Catequesis 3,18, se 50, 176. Cf. CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 3: «Su comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado».

97.     RAMOS, F.F., El Espíritu Santo y María en los escritos joánicos, EphMar 28 (1978) 179.

98.     Cf. BROWN, R.E., El evangelio de S. Juan, t. II, o.e., p. 1204; SCHNACKENBURG, R., El evangelio según San Juan, t. II, o.e., p. 351

99.     Cf. Jn 20, 22.

100.      Cf. RAMOS, F.F., El Espíritu Santo y María en los escritos joánicos, o.e., p. 176.

101.      BRAUN, F.M., La mere des fideles. Essai de théologie johannique, Tournai 1954, pp. 119-122.

102.      LOISY, A., Le Quatrieme Évangile, París 1921, p. 490.

103.      PIKAZA, X., María y el Espíritu Santo, o.e., p. 186.

104.      POTTER1E, l. DE LA, María y la Santísima Trinidad en San Juan, o. c., pp. 42-43.

105.      Cf. Gen 2,7; 7, 22; Psalm 104, 29-30.

106.      Cf. LANGELLA, A., Maria e lo Spiritu, o.e., p. 25.

107.      AMATO, A., Espíritu Santo, o.e., p. 686.

Natalie Betancourt, Farida Paredes y Aurken Sierra

El siglo XX no ha estado exento de conflictos armados, desde las grandes guerras internacionales como la II Guerra Mundial, hasta conflictos nacionales internos. En la mayor parte de estos casos, en particular desde la creación de las Naciones Unidas, se ha hecho énfasis en la necesidad de lograr la reconciliación social con posterioridad a la culminación de los conflictos armados. No todos los procesos de reconciliación social han seguido los mismos patrones o esquemas de tratamiento; sin embargo, ha sido frecuente la invocación del perdón por parte de victimarios como un requisito esencial para la tan ansiada paz social.

El perdón es considerado por muchos una forma de realismo (Menninger, 1996, 45), pero para otros es la verdadera libertad, que permite que las personas que sufrieron agravios en alguna etapa de su vida continúen hacia delante y no permanezcan estancadas en el dolor y el sufrimiento. Perdonar es más que una respuesta al mandamiento cristiano de amar como un imperativo ético o una obligación moral. Por tanto, el perdón es considerado un proceso, no algo que se hace directamente —de forma inmediata y breve—, sino que se trata de algo que sucede.

El perdón a nivel personal

El perdón viene exigido por la propia naturaleza del hombre y la mujer; no es sólo divino, también es humano. Cuando se enfoca el perdón desde la perspectiva individual siempre se dice que la razón principal que tiene el ser humano para perdonar es el mismo. Se perdona en primer lugar por el bien propio, por alcanzar la propia felicidad. William Menninger destaca en su libro El proceso del perdón que el perdón es por nosotros y para nosotros.

En ocasiones el perdón que debemos conceder al ofensor resulta, en efecto, excepcionalmente difícil para ciertas personas que fueron humilladas y ofendidas, y nadie se extraña si decimos que la prueba llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas (Jankelevitch, 1999, 7).

Es importante tener en consideración que el perdón no tiene nada que ver con el olvido. Perdonar no significa consentir ni tolerar, menos una forma de absolución. Sucede que a veces nos negamos a perdonar porque pensamos que ello significa que tenemos que enterrar alguna experiencia dolorosa anterior o, cuanto menos, comportarnos como si jamás hubiera tenido lugar. El olvido sólo podría tener cabida cuando las heridas hayan sanado y el perdón haya tenido lugar, sería tan sólo un efecto secundario, no elemento necesario. Como se ha mencionado todo lo relacionado al perdón forma parte de un proceso.

El perdón a nivel social

D e acuerdo con el planteamiento de Neto, Pinto y Mullet, es importante preguntar si el perdón es un tema relevante en el contexto político. A partir de las concepciones clásicas del perdón de filósofos y psicólogos sociales como Enright, Fitzgibbons, Mc Cullough y Pargament, el perdón puede ser visto como un proceso que solo puede involucrar a las personas directamente conectadas con la ofensa, es decir a la víctima y al victimario (Neto, Pinto y Mullet, 2011, 1).

Sin embargo, esta aproximación no toma en cuenta que los conflictos armados, por ejemplo, no solo dejan heridas en las víctimas directas, sino también en el colectivo social; que las responsabilidades no son individuales, sino grupales y que muchas veces es muy difícil para las víctimas directas conseguir la justicia.

Por ejemplo, en el caso de Sudáfrica, el proceso de reconciliación social se basó en la idea del perdón colectivo o inter grupal, demostrando que era posible una idea de progreso colectivo facilitando el inicio del diálogo entre las víctimas y los victimarios. Se buscaba promover la comprensión a través de la difusión de casos que ejemplificaran el dolor y la crueldad sufridos por las víctimas.

Al determinar la naturaleza del problema —señala Amstutz- surgen una serie de preguntas asociadas al balance que debe hacerse entre la mirada al pasado en la búsqueda de la verdad y el énfasis de una reconciliación hacia el futuro para la reconstrucción de la paz social.

De la misma manera en que los seres humanos —individualmente— manejan el perdón de formas distintas e incluso le asignan significados distintos, hay que reflexionar también si el perdón tiene la misma connotación en todas las sociedades y culturas. Steven J. Sandage junto a Ian Williamson en su artículo Forgiveness in Cultural Context analizan distintos ejemplos sobre cómo son percibidos los conceptos de perdón y reconciliación en las sociedades de culturas individualistas y colectivistas.

En una sociedad individualista el perdón tiende a interpretarse como una opción personal sin mostrar un interés colectivo. En este tipo de sociedades el perdón y la reconciliación se perciben de manera distintas y como dos cosas que están por obligación interrelacionadas, siendo el objetivo principal del perdón el bienestar personal respetando la libertad que tiene el individuo de conceder el perdón. Es más frecuente que las herramientas que se utilizan para ayudar al individuo en el proceso del perdón sean recursos profesionales de autoayuda —psicólogos, terapeutas, psicoterapeutas—.

En cambio, en las culturas colectivistas lo individual se encuentra muy arraigado socialmente. La visión que tienen del perdón es menos personal y más social.

Cuando ocurren conflictos armados o ataques de terrorismo a gran escala, no lo consideran algo que padece una sola persona, sino algo que afecta a toda la sociedad. Por tanto, ven necesario el involucramiento de toda la comunidad en el acto del perdón. Contrario a la visión individualista, el perdón y la reconciliación en este tipo de sociedades van de la mano. El objetivo colectivista del perdón es restaurar la armonía social y el bienestar por encima de los intereses personales. Para que eso sea posible se utilizan mediadores externos, bien como instituciones religiosas bien otros creados por el Estado para llevar a cabo el proceso de negociación del perdón e incluso la incorporación de herramientas culturales como lo son las narrativas y los símbolos con los cuales se identifique la sociedad.

Se considera que las víctimas de las sociedades colectivistas —como la japonesa— se preocupan más por la reincidencia que puedan tener los ofensores, pero

siempre haciendo un llamado a establecer una relación negociada de perdón. Por el contrario, las víctimas en las sociedades individualistas —como la estadounidense— se enfocan más en el control y la justicia.

Fases del perdón

E l proceso del perdón ciertamente se basa en la realidad, pero el proceso real no está tan claramente definido ni delimitado. Menninger, en su obra, delineó el proceso del perdón en cinco fases: 1) reconocimiento del daño, 2) la culpa, 3) la víctima, 4) la rabia, 5) la compleción.

En la primera fase se sugiere que se reconozcan y se expresen aquellos sentimientos que lastiman e influyen de manera negativa. Que se reconozca que el daño sufrido fue real. Según el autor de la única forma que podemos descubrir la verdadera razón de nuestras heridas es hablando con la persona que nos las infligió, pero la realidad es que eso no siempre es posible. Sin embargo, cuando la persona que fue perjudicada lograr dar ese paso se encuentra más cerca de desplazarse a la segunda fase del perdón. Después de reconocer y aceptar el daño recibido es normal que se sienta culpa. Dándole importancia solamente a encontrar alguna explicación de lo ocurrido. Es en ese momento, cuando solo hay espacio para las recriminaciones e interrogantes sin posibles respuestas inmediatas, cuando se da paso a la tercera fase.

Las personas se convierten en heridos andantes; pierden su individualidad y su personalidad para identificarse con sus heridas. Dejan de creer en las personas que se encuentran a su alrededor y creen que nadie les puede ayudar, mucho menos comprender aquello por lo que están pasando. Es una de las etapas más complicadas de superar; sin embargo, se recomienda que se hable del dolor propio de una forma constructiva e instructiva —ayudando a otras personas— para poder salir de la autocompasión y la amargura.

La cuarta fase trata de la rabia, pero no desde una perspectiva negativa. Hay que tener en cuenta que a las personas que han vivido experiencias traumáticas les cuesta demasiado canalizar la rabia de manera positiva y no se les fuerza de ninguna manera a que lo hagan; todo es parte del proceso. Lo que se busca lograr es que se tome conciencia del dolor y de que es necesario un empuje decidido, una oleada de energía, esa rabia adaptativa, para hacer algo constructivo con objeto de favorecer la curación.

Se tiene conciencia de haber alcanzado la compleción —quinta y última fase— en el momento en que aceptamos que ese evento del pasado sí ocurrió, que hicimos lo que pudimos y que haremos lo que podamos para continuar hacia delante con nuestras vidas.

Al establecer lo que tanto dolor causó dejamos de considerarlo aquello que define nuestra identidad para pensar que al final somos algo más que una víctima y ya no permitiremos que el dolor marque el camino a seguir. Entonces se podrá pensar en una posible reconciliación.

La reconciliación

En un contexto social se entiende por reconciliación la puesta en marcha de un proceso de restablecimiento de vínculos en la sociedad que se vio involucrada en un conflicto. En algunos contextos se establece que la reconciliación es posible a través del descubrimiento de la verdad de lo ocurrido en los años de conflicto —tanto en lo que respecta al registro de los hechos violentos como a la explicación de las causas que los produjeron—, así como por la acción reparadora y sancionadora de la justicia.

El rol del gobierno

Es importante diferenciar el papel del gobierno durante el proceso del conflicto armado de los que debe desempeñar en la etapa post conflicto y durante el proceso de reconciliación. No debería considerarse que por estar involucrado en un proceso de reconciliación el gobierno tenga que dejar de lado su combate contra el terrorismo y la búsqueda de justicia para las víctimas de este tipo de actos. En tanto las organizaciones terroristas no cesen completamente sus acciones, el gobierno no debería asumir un rol pasivo.

El rol del gobierno durante el proceso de reconciliación post conflicto dependerá de la estrategia definida para afrontar este proceso; por ejemplo, en el caso de la formación de Comisiones de Reconciliación, como el caso de Sudáfrica o de Perú, el rol del gobierno consistirá en proveer los recursos —económicos y materiales— para que estos grupos de trabajo puedan llevar a cabo las investigaciones y análisis requeridos, así como posteriormente apoyar la difusión de los resultados y conclusiones a los que se arriben.

En estos casos, el gobierno debe ser consciente de su responsabilidad de cara a la aceptación de las conclusiones de este tipo de Comisiones; esta etapa suele presentar algunas complicaciones, pues en ocasiones las Comisiones de Reconciliación exigen que el Estado pague indemnizaciones a las víctimas o sus familiares, y no siempre el gobierno está de acuerdo con este tipo de medidas.

Por ejemplo, en el caso peruano, el Estado recurrió a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para no pagar las indemnizaciones de acuerdo a lo dispuesto por la Comisión de la Verdad y Reconciliación; finalmente, la Corte dictaminó que el Estado debía cubrir las indemnizaciones señaladas por el grupo de trabajo.

Existe una dicotomía entre las posiciones que puede asumir el gobierno respecto a la época post-conflicto; puede asumirse que para llegar a una etapa de reconciliación primero se debe conocer la verdad y reconocer los errores cometidos tanto por los grupos terroristas como por las Fuerzas. Al establecer lo que tanto dolor causó dejamos de considerarlo aquello que define nuestra identidad para pensar que al final somos algo más que una víctima y ya no permitiremos que el dolor marque el camino a seguir Armadas, y por lo tanto, solo se puede llegar a la reconciliación cuando las atrocidades del pasado hayan sido reconocidas plenamente. Sin embargo, esta posición también puede asumir un carácter de venganza como instrumento de justicia, lo que no necesariamente contribuiría a la mejora del estado emocional y psicológico de las víctimas ni de la sociedad en general.

La otra posición que puede asumir el gobierno es evitar confrontar el pasado porque se considera que la búsqueda de la verdad puede causar nuevamente dolor en las víctimas y revivir horrores del pasado. En estos casos se suele dar prioridad a la construcción y consolidación de un sistema institucionalizado que evite la ocurrencia de fenómenos similares.

La sociedad civil también juega un papel trascendente en el proceso de perdón y reconciliación post conflicto armado. Dependiendo de las características de cada sociedad, podrían cumplir un rol más o menos importante.

En el caso de Sudáfrica y de Perú, países en los que la religión tiene presencia mayoritaria, se requirió la participación de representantes de la Iglesia Católica u otras Iglesias Cristianas como miembros de las Comisiones de Reconciliación.

También la Academia tendría un rol importante, porque desde las universidades se pueden generar foros de reflexión en torno a la necesidad de reconciliación para el progreso social. Sin embargo, es importante que no se utilicen estos eventos como excusas para acciones de apología al terrorismo.

Conclusiones

Los conflictos armados no solo afectan a las víctimas directas de los hechos terroristas, sino también a la colectividad en general, pues el terror generado frena el desarrollo y la cohesión social, generando mayor división entre los miembros de la comunidad.

El efecto social del perdón puede equipararse al efecto de este en los conflictos personales, cuando el perdón implica la justificación de la conducta del victimario no es posible una verdadera reconciliación y progreso por parte de la víctima, ni por parte de la sociedad.

Tratándose de casos de conflicto armado, no existe suficiente evidencia de que la invocación del perdón por parte de los victimarios ayude a las víctimas en el tratamiento de los traumas generados por el conflicto, ni a los procesos de reconciliación social.

Cuando la investigación de los actos de violencia ha dado lugar a instituciones como la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el caso del Perú, los resultados de dichas investigaciones han servido para determinar el número aproximado de víctimas y buscar la indemnización civil de estas, pero poco se ha trabajado en tratamientos de recuperación a nivel psicológico y psiquiátrico de dichas víctimas.

Es importante no confundir la reconciliación con el olvido; si bien es necesario que las sociedades afectadas por conflictos armados, en cuyos casos no se han presentado real arrepentimiento por parte de los terroristas, avancen en ausencia de la invocación al perdón por parte de los victimarios, no por ello se ha de dejar de reconocer la violencia generada por estos grupos y así permitir que las nuevas generaciones no otorguen el real valor a estos actos terroristas.

Según los autores de Comprensiones de perdón, reconciliación y justicia en víctimas de desplazamiento forzado en Colombia, el perdón en los conflictos armados no solo afectan a las víctimas directas de los hechos terroristas, sino también a la colectividad en general, pues el terror generado frena el desarrollo y la cohesión social casos de terrorismo lleva a “que se modifique la perspectiva hacia el perpetrador y se acepte o resignifique la situación, generando un cambio en la comprensión sobre el hecho victimizante, sin que esto implique el olvido de este”.

Ahora bien, para que esta reconciliación tenga lugar es imprescindible que los autores del crimen reconozcan el daño causado, muestren arrepentimiento por ello y empatía con el dolor de las víctimas. Así ocurrió en el caso de los asesinos de Juan Mari Jáuregui, gobernador civil de Gipuzkoa, víctima de ETA.

Su viuda no olvida que Luis Carrasco e Ibón Etxezarreta le arrebataron la vida a su marido, pero la comprensión de lo que ocurrió parece más amplia que si únicamente se mostrase centrada en el dolor que le causaron, y llega incluso a hacerles concesiones relacionadas con su humanidad, como puede ser su empeño en que sean escuchados y ayudados. Por tanto, casos como este demuestran que esta evolución es cierta. Pero no se queda únicamente en el arrepentimiento, y en la misma entrevista asegura que testimonios como los de Carrasco y Etxezarreta deberían ser difundidos, para que sirvieran a modo de aviso para las próximas generaciones, ayudando en la convivencia. Pese a su voluntad por superar el dolor, evita la palabra perdón. Cuando en la entrevista de 2015 el periodista le pregunta si ha sido capaz de perdonar a Carrasco y a Etxezarreta su respuesta es tajante: “No sé si la palabra perdonar es la correcta. Les he dado una segunda oportunidad”. Vuelve así a refrendar las tesis sostenidas por Castrillón-Guerrero et Al, para quienes el perdón no es un requisito para la convivencia o la reconciliación.

Tanto el perdón como la reconciliación han demostrado tener un impacto positivo en el bienestar psicológico de las víctimas, ayudando desde la generación de nuevas redes sociales hasta la superación de sentimientos de rencor o venganza. Ahora bien, hacerlo tiene sus costes, ya que superar e intentar aceptar a los criminales afecta, al mismo tiempo, al bienes psicológico de las víctimas. Es por ello que Castrillón-Guerrero diferencian entre perdón y reconciliación, ya que el primero exige mucho más que la segunda. El perdón involucra a la víctima y al agresor; mientras que la reconciliación relaciona el vínculo víctima-victimario con la sociedad. Por eso, por existir en planos diferentes, los autores aseguran que: “el perdón no es un requisito para la convivencia pacífica”, y, al mismo tiempo, pueden darse acciones de perdón que no desemboquen en la reconciliación.

La diferencia no es de extrañar, ya que el proceso emocional necesario para el perdón es más complejo que el de la reconciliación, incluso a pesar de que la reconciliación afecte a muchas personas. Según Castrillón-Guerrero et Al. el perdón está asociado al tránsito de emociones negativas, como la ira, el dolor, el resentimiento y el rencor, a positivas, como la tranquilidad, el descanso y la sensación de paz. Ahora bien, tal y como aseguran en su artículo, las víctimas que consiguen perdonar, pese a considerar el proceso como algo difícil y prolongado en el tiempo, dicen conseguir volver a vivir en paz.

La reconciliación, al dirigirse a la sociedad en su conjunto, tiene un sentido más genérico. Ahora bien, precisamente por ayudar a restablecer los vínculos fragmentados, fija las bases para que las víctimas puedan emprender un proceso de reflexión en torno a lo que han sufrido. Para que quienes han sufrido el terrorismo, es vital conseguir un ambiente pacificado que deje atrás el enfrentamiento y los desvincule de los momentos de dolor, y es ahí donde el Estado y la sociedad civil deberían desempeñar un papel de relevancia.

¿Qué sucede cuando pensamos que no seremos capaces de perdonar el daño recibido? Se entiende que cuando no perdono a alguien que me ha hecho daño, lo único que estoy haciendo es prolongar el mal en cuestión y permitiéndole que afecte al bienestar de todas las demás personas. Y no tan sólo eso, también estaría permitiendo que se prolongue esa falsa sensación de poder sobre quienes causaron el daño. Por eso es tan difícil en ocasiones progresar en el proceso del perdón, porque se cree que le restamos peso o valor a los hechos ocurrido en el pasado. Que una vez concedido el perdón todo quedara en el olvido. El perdón nunca debe ser exigido ni obligado. Ni siquiera por complacer a otros. El perdón es algo personal; un proceso que se torna diferente para cada individuo. No todos poseemos la misma capacidad de perdonar, por lo que el tiempo no es un factor determinante. El perdón de las victimas tiene el mismo valor hoy, mañana o dentro de unos años.

De igual manera cuando se le pide a la sociedad que perdone las ofensas sufridas. No se le puede exigir una reacción inmediata e igualitaria. Ya que los individuos que componen la sociedad manejan su dolor y sufrimiento de distintas formas. Hay quienes muestran tener una mayor capacidad para conceder el perdón e incluso tienen las fuerzas necesarias para encontrarse cara a cara con los responsables. El perdón involucra a la víctima y al agresor; mientras que la reconciliación relaciona el vínculo víctima-victimario con la sociedad de tanto sufrimiento. Pasando de ser víctimas para convertirse en pilares de apoyo para otras personas que aún se encuentran atrapadas en el proceso del perdón.

El proceso individual que lleva cada persona del perdón trasciende los modelos individualistas o colectivistas que se puedan tener de las sociedades. Los modelos pueden servir para marcar unos estándares dentro de la sociedad e pueden funcionar en situaciones sin especificar, pero tampoco son garantía de éxito. Incluso en las sociedades más colectivistas el perdón no deja de ser personal,  independiente y único

Natalie Betancourt, Farida Paredes y Aurken Sierra en revistas.unav.edu/

Mario Veloso

El Espíritu conduce la evangelización

Ocurrió en la fiesta de Pentecostés (Hch 2, 1-13). Durante los días que precedieron a la fiesta, los discípulos estuvieron todos juntos, unidos. Lucas ya había informado acerca de la unidad espiritual de sus pensamientos ocurrida cuando volvieron del Monte de los Olivos, después de la ascensión de Jesús (Hch 1, 14). Al llegar la fecha de la fiesta, presintiendo que el tiempo de recibir el poder estaba llegando, agregaron un elemento más a su unidad: la acción. Sus mentes se acercaron aún más uno al otro y todos al Señor, motivados por la misión cuyo comienzo, para ellos, tenía que ocurrir en cualquier momento. Estaban listos. Habían confesado sus pecados y sentían el perdón. Analizaron sus pensamientos y sentimientos con profundo escrutinio tratando de descubrir en ellos cualquier resquicio de egoísmo. No había. Solo un intenso deseo de redimir el tiempo y, con todas sus energías, consagrarse a la misión. Pedían capacidad para ejecutarla y disposición para hablar el evangelio a la gente utilizando el trato diario normal y cualquier otra oportunidad que se les presentara.

De repente, vino del cielo un estruendo con un viento fuerte que llenó toda la casa donde ellos estaban. Había llegado el momento.

Cuando Cristo entró por los portales celestiales, fue entronizado en medio de la adoración de los ángeles. Tan pronto como esta ceremonia hubo terminado, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos en abundantes raudales, y Cristo fue de veras glorificado con la misma gloria que había tenido con el Padre, desde toda la eternidad. El derramamiento pentecostal era la comunicación del Cielo de que el Redentor había iniciado su ministerio celestial. De acuerdo con su promesa, había enviado el Espíritu Santo del cielo, a sus seguidores como prueba de que, como sacerdote y rey, había recibido toda autoridad en el cielo y en la tierra, y era el Ungido sobre su pueblo [2].

Aparecieron unas lenguas de fuego que descendieron sobre cada uno de los discípulos y todos fueron llenos del Espíritu Santo. Comenzaron a hablar en otros idiomas, como el Espíritu les daba que hablasen. Había una razón muy grande por la cual el Espíritu Santo actuó con ellos de esa manera. Estaban en Jerusalén, por causa de la fiesta, judíos piadosos que, procedentes de todas las naciones existentes bajo el cielo, habían llegado a Jerusalén para adorar. Muchos de esos judíos, integrantes de la diáspora judía, dispersos por todo el mundo, habían nacido en los países donde vivían y solo hablaban el idioma local.

Cuando oyeron el estruendo, se juntaron en torno a los discípulos que comenzaron a hablarles en los distintos idiomas de ellos. Se asombraron. ¿No son galileos estos que hablan?, preguntaban. ¿Cómo, pues, los oímos nosotros hablando cada uno en nuestro idioma, en el que hemos nacido? El mundo de entonces estaba presente allí. Desde el imperio parto, más allá de Persia, en el Oriente, hasta Roma en el Occidente. Y desde el Ponto, en el norte, junto al Mar Negro, hasta Egipto y más allá de Cirene, África, en el sur.

La enumeración de los lugares, ofrecida por Lucas, es detallada. Dice que había partos, medos, elamitas, gente de Mesopotamia, de Capadocia y el Ponto, de Asia, Frigia y Panfilia, de Egipto y las regiones de África más allá de Cirene, romanos —tanto judíos como prosélitos—, cretenses y árabes.

¿Qué quiere decir esto?, se preguntaban muchos. Atónitos y perplejos, no sabían que Dios estaba haciendo un gran milagro para que ellos escucharan el evangelio y lo llevaran a todo el mundo. Y lo harían cuando llegaran a sus lugares, por convicción o sin ella, pues los incrédulos nunca dejan de contar lo que han visto en sus viajes. Contarían esta extraordinaria experiencia que, en ese momento, comenzaban a vivir en Jerusalén. Y los incrédulos ciertamente estaban allí: “Están borrachos”, dijeron ellos.

Discurso de Pedro bajo el poder del Espíritu

“Estos no están borrachos como ustedes suponen” (Hch 2, 15ª), comenzó Pedro su discurso. Era el primer discurso de Pedro pronunciado fuera del círculo íntimo de la iglesia. Lo pronunció bajo la dirección del Espíritu Santo, que estaba operando en él, como en todos los demás discípulos (Hch 2, 14-36).

Se dirigió Pedro a los judíos de la diáspora y a todos los habitantes de Jerusalén.

“No pueden estar borrachos puesto que es la hora tercera del día” (Hch 2, 15b), agregó. Las nueve de la mañana. Hora de trabajo. Nadie comía ni bebía a esa hora. Desayunaban antes de ir al trabajo que comenzaba a las seis de la mañana. La otra comida principal la tenían cuando el trabajo terminaba, poco antes de la puesta del sol.

Luego de esa introducción aclaratoria, entró de lleno en el tema de su discurso. Aparece claramente enunciado en la conclusión cuando dice: “Sepa, pues, ciertísimamente, toda la casa de Israel, que a este Jesús, a quien ustedes crucificaron, Dios ha hecho Señor y Cristo” (Hch 2, 36). El tema, entonces, fue: Jesús, Señor y Mesías.

Los argumentos que Pedro utiliza para probar que Jesús es Señor y Mesías, son los siguientes: No olvidemos que por estar, Pedro, bajo la conducción del Espíritu Santo, son argumentos del Espíritu.

1.       Cumple la profecía del profeta Joel y es el Señor quien trae salvación (Hch 2,16-31). En realidad lo que está ocurriendo es lo que el profeta Joel anunció, dijo Pedro, y citó textualmente la profecía de Jl 2, 28-32, a través de la cual Dios revela su plan de otorgar las bendiciones espirituales al estado de Israel restaurado, inaugurando el reino mesiánico después del cautiverio babilónico. Pero Israel no cumplió las condiciones. Por eso, la bendición del Espíritu, como promesa y como realidad, pasó a la iglesia cristiana.

La profecía, de acuerdo a la interpretación de Pedro, debía cumplirse en dos momentos específicos: en los últimos días, últimos días de la nación israelita como pueblo de Dios o comienzos de la iglesia cristiana, y antes del día del Señor o día del juicio final. Lo que están presenciando es el primer cumplimiento.

La profecía también informaba cómo se cumpliría el derramamiento del Espíritu Santo: visiones, sueños, profecías. Tomando como base la familia entera —padre, madre, hijos, hijas, abuelos y abuelas, siervos y siervas—,  estos dones serían otorgados a todos indiscriminadamente. Lo mismo ocurrirá antes que llegue el día del Señor, antes del juicio final que será precedido y anunciado por señales especiales en la tierra, en el sol y en la luna.

Entre esos dos momentos de la historia cristiana, todo aquel que invocara el nombre del Señor sería salvo. La salvación viene por medio de Jesús, él es el Señor.

1.       Fue aprobado por Dios con maravillas, prodigios y señales (Hch 2, 22-23). Jesús de Nazaret —continuó Pedro— fue un hombre aprobado por Dios delante de ustedes. Les mostró su aprobación por medio de las maravillas, los prodigios y las señales que Dios hizo entre ustedes por medio de él. Ustedes lo vieron, fueron los beneficiarios de sus milagros y, por eso, lo saben bien. Sin embargo, sabiéndolo Dios anticipadamente y en armonía con su plan, ustedes lo prendieron, lo mataron y lo crucificaron con la mano de los inicuos. Y ustedes lo saben. Saben bien que ningún mortal, por sí mismo, puede hacer todas esas maravillas. Solo el Hijo de Dios puede. No puede ningún mortal morir como él murió, pero él pudo porque era el Hijo de Dios.

2.       Dios lo resucitó (Hch 2, 24-28). Además, Dios lo resucitó. Destruyó los dolores de la muerte pues era imposible que fuese retenido por ella. ¿Por qué imposible? Jesús era el Señor y el Señor tenía poder sobre la muerte. Esta no podía retenerlo.

David lo dijo, y todos ustedes lo saben:

Veía al Señor siempre delante de mí –escribió–, porque está a mi diestra no seré conmovido. Por eso mi corazón se gozó y se alegró mi lengua y hasta mi carne descansará en esperanza. No dejarás mi alma en el hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción. Me hiciste conocer los caminos de la vida y me llenarás de alegría en tu presencia (Sal 16, 8-11).

David no se refiere a sí mismo, argumenta Pedro, porque él murió y su cuerpo se corrompió. Solo Jesús de Nazaret puede ser el Mesías porque Dios lo resucitó y su cuerpo no quedó en el sepulcro para corromperse.

3.       Es la descendencia de David (Hch 2, 29-32). David fue sepultado y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy, siguió diciendo Pedro. Pero como él era profeta y sabía que Dios, con juramento, le había prometido que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo para que se sentara en su trono, habiendo visto de antemano lo que le ocurriría, habló de la resurrección de Cristo, el Mesías, que su alma no sería dejada en el Hades ni su carne vería corrupción. A este descendiente de David, Jesús, el Mesías, resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de estas cosas.

4.       Jesús subió a los cielos y envió al Espíritu Santo (Hch 2, 33-35). Así que, la conclusión inevitable es esta, dijo Pedro. Ya que Jesús fue exaltado por la diestra de Dios, y valiéndose de la promesa sobre el Espíritu Santo hecha por Dios, derramó esto que ustedes ven y oyen. No fue David quien subió a los cielos, pues él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hch 2, 34-35). Fue Jesús. Y porque él subió al Padre, envió al Espíritu Santo. Sepan bien, todos ustedes, israelitas, que a este Jesús, crucificado por ustedes, Dios lo ha hecho Señor y Cristo.

El diálogo de la conversión: resultados

La argumentación de Pedro, para la mente israelita de la época, fue extremadamente convincente. Unió las profecías mesiánicas, bien conocidas por sus oyentes, con la experiencia que todos los habitantes de Jerusalén habían tenido sobre Jesús y que los extranjeros, llegados allí para asistir a la fiesta, habían oído de ellos desde que llegaron a Jerusalén. Escritura y experiencia personal de los oyentes, integrados por la fe de convicción sólida y atractiva del predicador, bajo el poder del Espíritu Santo, produjeron uno de los mejores sermones de la iglesia cristiana del tiempo apostólico y de siempre. Por eso, generó un diálogo entre Pedro, el predicador, y sus oyentes (Hch 2, 37-42).

“Al oír esto —dice Lucas— se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: ‘Hermanos ¿qué haremos?’” (Hch 2, 37).

La convicción de Pedro, sustentada por el Espíritu Santo, clara y sin vacilaciones, con respecto a Jesús como Señor y Mesías, produjo convicción en sus oyentes. Los convenció de que Jesús, en verdad, era el Mesías. La convicción, cuando auténtica, siempre se manifiesta en acciones. Por eso, lo primero que pensaron los oyentes de Pedro, cuando se convencieron, fue:

¿Qué haremos? Procedían de muchos lugares del mundo, dispersos y distantes, pero eran todos judíos.

¿Era esa una pregunta legalista o no? Sería muy superficial someter a juicio la reacción de gente cuyo corazón fue tocado espiritualmente por el poder del Espíritu Santo. No, ciertamente no pedían una religión de salvación por obras. Querían responder a Jesús de una manera total. Por eso, Pedro no argumentó con ellos. Simplemente cubrió, con su respuesta, la totalidad de la persona humana: lo interno y lo externo.

El apóstol les dijo que se arrepintieran —atendiendo así la parte espiritual de ellos— y que se bautizaran. De este modo, demandó una acción externa y visible. La religión cristiana no es un misticismo espiritual cuyo contenido y expresión total se reducen a lo que está dentro de la persona cristiana. Abarca sus capacidades espirituales internas y sus acciones externas, sin despreciar una ni otra. El cristianismo es una religión para la persona entera. El bautismo tenía que ser en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados y para la recepción del Espíritu Santo. La promesa del Espíritu Santo no era solo para los apóstoles o dirigentes. Era para todos los cristianos.

“Para ustedes es la promesa, —dijo Pedro— para los hijos de ustedes y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llame” (Hch 2, 39).

Esto, naturalmente, incluía los llamados en el tiempo de los apóstoles y en todos los tiempos que vinieran después de ellos. Ocurre que, sin la presencia del Espíritu Santo, no es posible, para nadie, nunca, vivir el cristianismo con autenticidad. Y no existe un cristianismo hipócrita. Pueden existir cristianos hipócritas, pero el cristianismo como tal, como creencia y modo de vida, como imitación de la persona entera de Jesús, no puede ser falso. Sin embargo, para que ese cristianismo sea una realidad en la persona creyente, esta necesita la acción del Espíritu Santo en su vida. Acción por presencia real. El Espíritu Santo no realiza acciones virtuales. Todas ellas son reales, hechas a la medida de la persona cristiana individual: en ella y con ella, para el éxito en su vida, para el servicio de la misión y para gloria de Dios.

El punto de partida para una vida cristiana genuina es el arrepentimiento como acción de arrepentirse.

Arrepentirse implica saber lo que es el arrepentimiento y transformar ese conocimiento en vida además de experimentar un cambio de corazón, abandonando el corazón de piedra y adquiriendo un corazón de carne, por obra del Espíritu Santo, donde él escribe las leyes de Dios y todo el estilo de vida aprobado por Jesús. Es un cambio del estilo de vida propio, egoísta y perdedor por el estilo de vida cristiano, centrado en Cristo, altruista y vencedor, para servir a los demás y para glorificar a Dios.

Cambian los pensamientos y las actitudes con respecto al pecado y a la justicia. Ya el pecado no produce placer sino tristeza y rechazo. La sola insinuación de su presencia provoca una especie de asco espiritual, náusea, repulsión. Una repugnancia que nace de las vísceras espirituales más íntimas de la persona arrepentida. También esa repulsión, en sí misma, es obra del Espíritu Santo.

El arrepentimiento produce un cambio de la mente y de la conducta. Modifica los pensamientos y las acciones. La justicia se torna una atracción y un gozo, porque el pecador arrepentido la posee por regalo de Jesucristo, como justificación; y la vive, por obra del Espíritu Santo, como santificación.

A la predicación siguió el testimonio.

“Con otras muchas palabras —escribió Lucas— Pedro testificaba y los exhortaba diciendo: Sean salvos de esta perversa generación” (Hch 2, 40).

El resultado del primer sermón fue extraordinario. “Los que recibieron su palabra —agregó Lucas— fueron bautizados y se añadieron aquel día como tres mil personas” (Hch 2, 41).

Un crecimiento asombroso. Unas horas antes eran ciento veinte, después de la predicación, en el día de Pentecostés, tres mil ciento veinte. Un aumento de 2500 por ciento. Además de eso estaba la calidad de vida espiritual y comunitaria que vivían esos nuevos cristianos. Lucas la describe con el verbo perseverar: continuamente dedicados a Cristo y a sus prójimos, con intenso esfuerzo, enfrentando cualquier clase de dificultades que pudieran surgir.

Perseveraban en cuatro actividades o experiencias clave de la vida cristiana (Hch 2, 42).

1.       En la doctrina de los apóstoles. No significa que los apóstoles hubieran inventado una nueva doctrina, propia de ellos, diferente de las enseñanzas del pasado. Tampoco era un credo. El llamado Credo de los Apóstoles, derivado del Antiguo Credo Romano (s. IV), adquirió su forma actual en los siglos VII y VIII. La doctrina de los apóstoles estaba basada en la palabra de Dios y era la misma doctrina del Señor (Hch 13, 5.7.12). La recibieron directamente de Jesús y a través del Espíritu Santo. Por eso era autoritativa y confiable como la Escritura.

Los nuevos cristianos perseveraban en oír y en practicar la enseñanza de los apóstoles. Cada vez que un apóstol predicaba o enseñaba, ellos estaban presentes. Nunca faltaban a las reuniones de la naciente iglesia, sino que perseveraban en ellas.

2.       Perseveraban en la comunión unos con otros. Vivían en koinonía con la íntima relación que se produce, en un grupo pequeño, cuando todos tienen igual derecho a un regalo común o a una herencia recibida. Esa asociación dura hasta que el regalo o la herencia se haya repartido. Después, se deshace el grupo. Solo que la integración de los cristianos se producía por Jesús, el regalo de Dios, otorgado a todos los que creían. Cuanto más se repartía, más presente estaba entre ellos, más personas se agregaban a ellos, y el grupo, por permanecer en él, se consolidaba como grupo para siempre.

El modo de perseverar en este compañerismo era doble: siempre estaban con Jesús y siempre lo compartían con otros.

3.       Perseveraban en el partimiento del pan. Entre los judíos, partir el pan significaba comer las comidas normales de cada día. Perseverar en el partimiento del pan, según esto, podría significar que muchas veces comían juntos disfrutando de una integración comunitaria muy rica. Más tarde, cuando la crisis provocada por una hambruna azotó la ciudad, los cristianos compartieron en comunidad lo que tenían para que a nadie le faltara el alimento necesario. Una acción natural para quienes ya tenían costumbre de comer juntos.

Lucas señala el sentido espiritual que tenía el partimiento del pan para la vida de la comunidad cristiana indicando, posiblemente, que a menudo celebraban el servicio de la comunión con la constante participación de todos. Esto constituye un testimonio de la excelente integración que había entre ellos y que todos tenían con Jesucristo.

1.       Perseveraban en las oraciones. Todos oraban constantemente. Cada  uno en forma personal y todos juntos, como grupo. Abrían su corazón a Jesús como a un amigo. No era extraño entonces, que la vida del grupo fuera tan atractiva para todos: los que ya habían creído la doctrina de los apóstoles y los que la escuchaban por primera vez.

Todos, conducidos por el Espíritu Santo, solo podían sentirse bien y hacer que sus prójimos, creyentes o no, se sintieran tan bien como ellos o mejor, lo cual contribuía al desarrollo de la misión en forma natural y casi espontánea. Por obra del Espíritu los cristianos eran felices por la fe y por la fe trataban de hacer felices y triunfadores en Cristo a toda persona con quien se relacionaran.

El Espíritu conduce la acción de los dirigentes

Un cojo, en el tiempo de los apóstoles, mucho más que ahora, dependía enteramente de los demás. No podía trasladarse por sí mismo, y el hecho de que estuviera en el templo pidiendo limosna indicaba que había personas generosas con él: las que le daban limosnas y, especialmente, las que lo llevaban al templo y lo retornaban a su casa cada día. Lo llevaban temprano y lo dejaban allí durante todo el día para recogerlo en la tarde, cerca de la puesta del sol, cuando casi todas las actividades comunitarias terminaban en Israel.

Una rutina diaria. ¿Cansadora para sus protectores? Posiblemente, sí. Toda rutina resulta cansadora, más o menos, dependiendo de la motivación que tengan las personas sometidas a ella. Si amaban al cojo por ser parientes de él, o amigos, tenían la mejor motivación para ayudarlo, y la rutina, posiblemente, no los cansaba ni los aburría. En todo caso, al final del día, lo único que producía alguna expectativa, en sus protectores, era la cantidad que el cojo hubiera reunido, casi siempre magra, pero variable. Variaba cada día de acuerdo a la generosidad de los adoradores.

cuando la crisis provocada por una hambruna azotó la ciudad, los cristianos compartieron en comunidad lo que tenían para que a nadie le faltara el alimento necesario. Una acción natural para quienes ya tenían costumbre de comer juntos.

Lucas señala el sentido espiritual que tenía el partimiento del pan para la vida de la comunidad cristiana indicando, posiblemente, que a menudo celebraban el servicio de la comunión con la constante participación de todos. Esto constituye un testimonio de la excelente integración que había entre ellos y que todos tenían con Jesucristo.

1.       Perseveraban en las oraciones. Todos oraban constantemente. Cada  uno en forma personal y todos juntos, como grupo. Abrían su corazón a Jesús como a un amigo. No era extraño entonces, que la vida del grupo fuera tan atractiva para todos: los que ya habían creído la doctrina de los apóstoles y los que la escuchaban por primera vez.

Todos, conducidos por el Espíritu Santo, solo podían sentirse bien y hacer que sus prójimos, creyentes o no, se sintieran tan bien como ellos o mejor, lo cual contribuía al desarrollo de la misión en forma natural y casi espontánea. Por obra del Espíritu los cristianos eran felices por la fe y por la fe trataban de hacer felices y triunfadores en Cristo a toda persona con quien se relacionaran.

El Espíritu conduce la acción de los dirigentes

Un cojo, en el tiempo de los apóstoles, mucho más que ahora, dependía enteramente de los demás. No podía trasladarse por sí mismo, y el hecho de que estuviera en el templo pidiendo limosna indicaba que había personas generosas con él: las que le daban limosnas y, especialmente, las que lo llevaban al templo y lo retornaban a su casa cada día. Lo llevaban temprano y lo dejaban allí durante todo el día para recogerlo en la tarde, cerca de la puesta del sol, cuando casi todas las actividades comunitarias terminaban en Israel.

Una rutina diaria. ¿Cansadora para sus protectores? Posiblemente, sí. Toda rutina resulta cansadora, más o menos, dependiendo de la motivación que tengan las personas sometidas a ella. Si amaban al cojo por ser parientes de él, o amigos, tenían la mejor motivación para ayudarlo, y la rutina, posiblemente, no los cansaba ni los aburría. En todo caso, al final del día, lo único que producía alguna expectativa, en sus protectores, era la cantidad que el cojo hubiera reunido, casi siempre magra, pero variable. Variaba cada día de acuerdo a la generosidad de los adoradores.

El Espíritu Santo en acción

Un día todo cambió para él, sin tiempo en el tiempo, instantáneamente. El cojo había pasado, casi todo el día, repitiendo su rutina diaria. Lo trajeron temprano, lo convirtieron en un don nadie que mendigaba, lo dejaron junto a la puerta llamada La Hermosa (Hch 3, 1-10). Nombre desconocido. Ninguna descripción del templo, bíblica o extra-bíblica, la menciona. Los eruditos han tratado de identificarla con alguna de las puertas, ya que se conocen los nombres de todas ellas, pero en vano. Símbolo de la vida anónima que vivía el cojo. Lo único seguro es que se trataba de una entrada al templo y que el cojo era dejado en esa entrada, sin nunca haber podido entrar en él. No iba allí para adorar a Dios. Iba para pedir limosna.

A las tres de la tarde, ese día, el cojo de nacimiento, inmóvil por cojo y por atrofia de sus músculos sin actividad durante cuarenta años, vio a dos hombres que se aproximaban. No sabía que eran dirigentes de la iglesia. No los conocía. Ni le importó eso. Siguió su rutina. Extendió la mano hacia ellos y les suplicó una limosna.

¿Cuánto esperaba de ellos? Su agotada imaginación no produjo cifra alguna. Lo que fuera. Siempre ocurría lo mismo. Los pocos que le daban algo, lo hacían como de paso, sin detenerse, sin mirarlo siquiera. Solo miraban su mano y, colocando la limosna en ella, entraban en el templo.

Pedro y Juan se detuvieron. Fijando los ojos en él, Pedro le dijo: “Míranos”. Los miró. Su atención concentrada en ellos, seguro de que le darían algo. “No tengo plata ni oro”, le dijo. Y el ciego bajó su mano sin esperar ya nada. “Mas lo que tengo te doy”, continuó Pedro (Hch 3, 4-6a).

De nuevo, sus emociones reactivadas, sintió que, después de todo, algo le darían. No sería mucho, pero ¿cuál era la diferencia? Todos le daban poco. Aunque poco fuera, sumando todos los pocos del día, algo tendría en la tarde.

“En el nombre de Jesucristo de Nazaret —continuó diciendo Pedro— levántate y anda” (Hch 3, 6b).

Algo extraño ocurrió en la mente del cojo. Olvidó la limosna. Olvidó sus expectativas, tan limitadas, tan rutinarias, tan tristes. Olvidó las monedas del día. Todo cayó en el olvido y una especie de luz, nunca antes vista por él, penetró los rincones oscuros, abandonados y solos de su mente cansada y sin vida. ¿Caminar? Nunca aprendió a caminar. Nunca pudo. ¡Caminar! Sintió que la mano de Pedro tomaba la suya y una fuerza firme y gentil, levantaba su cuerpo, sin que el peso ni el tiempo resistieran en nada. Se afirmaron sus pies. Sus tobillos, herrumbrados y viejos, nunca activados, muertos, se llenaron de vida, con fuerza y con acción, con movimiento. Saltó. Quedó erguido su cuerpo y anduvo.

La nueva luz de su mente se hizo un grito de gozo. No lo detuvo su espacio, tan limitado y tan fijo; no lo detuvo el prejuicio. Entró en el templo con ellos. Él ya no era un mendigo de puertas afuera. Se había convertido en un adorador de puertas adentro, en el templo. Andando y saltando alababa a Dios con el gozo más libre; con la libertad más alegre; con la alegría más suelta, más contagiosa, más fuerte.

Todo el pueblo lo vio, lo reconoció, antes cojo y limosnero, ahora saltando y alabando a Dios. Llenos de asombro, espantados, también ellos alababan a Dios, como si ellos mismos hubieran recibido el milagro.

Consecuencias del milagro conducidas por el Espíritu

Además de la reacción en la gente, el milagro produjo otras consecuencias más amplias y más influyentes, consecuencias positivas multiplicadas por el Espíritu Santo.

Primera consecuencia: el segundo discurso de Pedro ante la multitud. Esta vez, en la puerta de Salomón. Objetivo: el mismo del milagro, glorificar a Jesucristo como Dios (Hch 3, 13b-15).

Segunda consecuencia: testimonio de los apóstoles ante el Sanedrín (Hch 4, 1-22). Esta ocasión ofreció la oportunidad para responder la pregunta: ¿con qué poder, o en qué nombre han hecho ustedes esto? Lucas, en su relato afirma: “Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo...” y sigue el relato de todo el testimonio (Hch 4, 7-8).

Tercera consecuencia: toda la iglesia unida ora pidiendo valentía para predicar y Dios responde su oración: ¿Cómo? Enviando su Espíritu Santo. Lucas lo informa de la siguiente manera: “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hch 4, 31).

El Espíritu Santo conducía la acción de los dirigentes de la iglesia y también la acción de sus miembros para que todos tuvieran la osadía  espiritual necesaria y el poder divino indispensables para la predicación del evangelio.

El Espíritu en la elección de los siete

La acción del Espíritu conduciendo a los dirigentes de la iglesia vuelve a aparecer en la elección de los siete, más tarde llamados diáconos. La instrucción que los apóstoles dieron a los miembros, en cuanto a quiénes elegir, incluyó la acción del Espíritu Santo en ellos. “Busquen, pues, hermanos, de entre ustedes a siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo  y de sabiduría a quienes encarguemos de este trabajo” (Hch 6, 3).

El Espíritu Santo condujo la experiencia de la iglesia

La manera como el Espíritu condujo y conduce la experiencia de la iglesia se ejemplifica en Hechos de los Apóstoles con la vida y la misión de Pablo. Pablo es el personaje humano central en la segunda mitad del libro de Hechos de los Apóstoles. El Espíritu Santo sigue siendo el actor divino, siempre presente, como en la primera mitad. La historia de Pablo abarca toda su obra, desde la conversión hasta el final de su vida.

Cuando Ananías, discípulo residente en Damasco (Hch 3, 10), se encontró con Saulo en esa ciudad, después de la visión que Pablo tuvo en el camino, le dijo: “El Señor Jesús que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hch 9, 17).

La idea de llenar la persona de Pablo, como cualquier persona, expresa el concepto de conducción de la personalidad entera, por consentimiento. Esta metáfora compara el cuerpo humano con un vaso. Cuando el vaso está lleno no existe ningún espacio vacío en él. Y el consentimiento elimina las reservas de espacio para uso propio. La persona entera está disponible para el Espíritu y el Espíritu la ocupa de manera total. Hay algo más en el vínculo del Espíritu con la persona que lo recibe de manera total. El Espíritu trae con él a Cristo y a la iglesia.

Cuando, en medio de su ciego error y prejuicio, se le dio a Saulo una revelación del Cristo a quien perseguía, se lo colocó en directa comunicación con la iglesia, que es la luz del mundo. En este caso, Ananías representa a Cristo, y también representa a los ministros de Cristo en la tierra, asignados para que actúen por él. En lugar de Cristo, Ananías toca los ojos de Saulo, para que reciba la vista, coloca sus manos sobre él, y mientras ora en el nombre de Cristo, Saulo recibe el Espíritu Santo. Todo se hace en el nombre y por la autoridad de Cristo. Cristo es la fuente, la iglesia es el medio de comunicación [3].

Sobre la base de este nuevo vínculo —con Cristo y con la iglesia, por medio del Espíritu Santo— Pablo adquiere una nueva misión, diferente de la extraña misión perseguidora que lo conducía a Damasco. Dios la informa a Ananías cuando lo envía a encontrarse con Saulo. Lucas dice lo siguiente: “El Señor le dijo: ‘Ve, porque instrumento escogido me es este para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, de reyes y de los hijos de Israel’” (Hch 9, 15).

En ese instante, gracias a la presencia del Espíritu en él, Pablo lo tiene todo: Jesús, la iglesia, la misión y el poder espiritual necesario para ejecutarla.

Conducción del Espíritu Santo en la misión a los gentiles

El lugar donde la misión a los gentiles, los no creyentes, vivió su mayor impulso, fue Antioquía de Siria. Allí llegó Bernabé, “varón bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch 11, 24ª). Tuvo un éxito extraordinario: “una gran multitud fue agregada al Señor” (Hch 11, 24b). Luego, invitó a Pablo, desde Tarso, donde estaba y durante un año enseñaron juntos en Antioquía. Como resultado, según el registro inspirado de Lucas: “El Espíritu Santo dijo: ‘Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado’” (Hch 13, 2).

Así se expandió el evangelio por Asia Menor y por Europa. El Espíritu realizó todas las actividades en la misión del equipo misionero de Pablo: algunas de ellas son notables.

El Espíritu ayuda a distinguir y reprimir la conducta engañosa y la maldad

Así ocurrió en el caso de Barjesús, también llamado Elimas, el mago, en Pafos, al comienzo del primer viaje misionero, cuando quiso desviar del evangelio a Sergio Paulo, procónsul romano.

“Entonces Saulo —informa Lucas— que también es Pablo, lleno del Espíritu Santo, fijando en él los ojos, le dijo: ‘¡Lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor?’” (Hch 13, 9-10).

El Espíritu ayuda a resolver problemas sobre doctrina

Ocurrió cuando algunos cristianos judíos, provenientes de Jerusalén, visitaron Antioquía y trataron de imponer la circuncisión entre los conversos gentiles. Pablo y sus asociados se opusieron. Hubo una gran disputa entre ellos. Los dirigentes de la iglesia convocaron un concilio general con representantes de todas las iglesias para estudiar el asunto. Se reunieron en Jerusalén en el año 49 d. C. En el concilio hubo una amplia discusión sobre el asunto (Hch 15, 7). Los principales argumentos utilizados fueron  los siguientes:

1.       Experiencias de aceptación guiadas por el Espíritu (Hch 15, 7-11). Caso específico recordado por Pedro: Cornelio, el centurión de Cesarea (Hch 10, 7-48). La intervención de Pedro ante el Concilio, de la siguiente manera:

Después de mucha discusión —cuenta Lucas—, Pedro se levantó y les dijo: ‘Hermanos, ustedes saben cómo ya hace algún tiempo Dios escogió que los gentiles oyeran por mi boca la palabra del evangelio y creyeran. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros (Hch 15, 7-8).

El Espíritu tomó la iniciativa en la aceptación de los gentiles.

El argumento era contundente. ¿Podría haber una señal de aceptación mayor que la presencia del Espíritu Santo en ellos? Dios había hablado, por medio del Espíritu, en la propia experiencia de la iglesia. El poder no estaba en la experiencia como tal, ni la revelación surge de la vida histórica de la iglesia, como si hubiera en ella algún tipo de magisterio especial equivalente a la revelación de Dios o semejante a ella. No es eso lo que dice Pedro. Él da importancia a la intervención de Dios, por medio del Espíritu, en ella.

2.       Realización de señales y maravillas. Este fue el argumento de Pablo y Bernabé. Lucas no registra nada del discurso de ellos. Solo resume su contenido: “Entonces, toda la multitud calló —dice— y oyeron a Pablo y Bernabé que contaban cuán grandes señales y cuántas maravillas había hecho Dios por medio de ellos, entre los gentiles” (Hch 15, 12).

Así como la presencia del Espíritu Santo, según Pedro, había mostrado la aprobación divina en la experiencia vivida con Cornelio en Cesarea, las señales y maravillas que Dios hizo entre los gentiles demostraban que los había aceptado.

3.       Las Escrituras aprueban la aceptación de los gentiles. El último en hablar fue Jacobo o Santiago, el hermano de Jesús, líder de la iglesia en Jerusalén. Habló con la prudencia de un verdadero presidente del concilio. El presidente preside, coordina, integra. No dicta. Eso lo hacen los dictadores. Muy acertadamente resumió los argumentos de Pedro y agregó el suyo, en la misma dirección de los anteriores (Hch 15, 13-18). Citó palabras del profeta Amós acerca de la incorporación de los gentiles  la conformación del pueblo de Dios (Hch 9, 11-12).

Luego de oír los argumentos de todos, el Concilio, bajo la conducción del Espíritu Santo, decidió: “Ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros, no imponer sobre ustedes ninguna carga más que estas cosas necesarias” (Hch 15, 28).

Luego, enumeró los asuntos decididos, pero lo más importante es el registro conciliar de sumisión de los delegados a la conducción del Espíritu Santo. Él decide y la iglesia de Cristo decide con él y como él.

El Espíritu Santo conduce el avance misionero en forma directa

Pablo, Silas y Timoteo, en el segundo viaje misionero, planearon seguir

penetrando el Asia Menor. Pero la autoridad del Espíritu Santo se hizo presente. El Espíritu se comunicó directamente con ellos. Lucas lo informa así: “Les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia” (Hch 16, 6).

Hay dos prohibiciones en este sentido. Esta es la primera. ¿Les prohibió predicar en Asia antes de llegar a Frigia y Galacia o cuando estaban en Galacia? Algunos piensan que fue antes. Pero como el verbo griego no coloca el acento en el tiempo sino en la calidad de la acción, uno tiene que prestar atención al carácter terminante de la orden de no continuar predicando en Asia fuera de los lugares donde ya habían predicado, esto es Derbe, Listra, otras ciudades que estaban en el camino, Frigia y Galacia. De ahí en adelante tenían que avanzar hacia otro lugar que el mismo Espíritu Santo les mostraría después.

De hecho, cuando llegaron a Misia, territorio contiguo a Frigia hacia el Oeste, pensaron en avanzar hacia el norte de Asia para predicar en Bitinia, junto al Mar Negro, pero entonces, ocurrió la segunda prohibición del Espíritu Santo. Lucas dice: “Pero el Espíritu no se lo permitió” (Hch 16, 7).

La orden directa del Espíritu Santo era terminante. Tenían que ser fieles al gobierno directo del Espíritu, más aún que la fidelidad manifestada por ellos al gobierno institucional de la iglesia, en lo tocante a los acuerdos del Concilio general de Jerusalén.

Obedecieron. Lucas lo dice claramente: pasaron de largo por el límite de Misia (Hch 16, 8). No entraron en ese territorio. Hacerlo no tenía sentido alguno ya que no podían predicar el evangelio allí. Siguieron adelante abiertos a las indicaciones del Espíritu. Y en Troas, el Espíritu, por medio de una visión, le mostró a Pablo lo que debían hacer. “Un varón macedonio estaba en pie, rogándole y diciendo: ‘Pasa a Macedonia y ayúdanos’” (Hch 16, 9).

Pablo no podía resistirse. ¿Cómo? Si desde su estada en Galacia, el Espíritu Santo lo estaba preparando para ese momento. Le prohibió predicar en Asia. No le permitió ir a Bitinia. Y en ese electrificado instante, como razón y objetivo de todo lo que le había dicho y hecho anteriormente, lo llamó a penetrar Europa. Pablo y su grupo sintieron tan intensamente la importancia crucial del momento que Lucas, al relatar lo ocurrido, a sí mismo se incluyó, por primera vez, en la historia de la iglesia apostólica, diciendo: “Cuando vio la visión, inmediatamente nos dispusimos a partir para Macedonia seguros de que Dios nos había llamado a anunciar el evangelio a los macedonios” (Hch 16, 10).

Bendita seguridad la que el Espíritu Santo transmite con cada orden que pronuncia. Sea en sueños o visiones, sea en fuertes impresiones sobre la  mente o en las claras instrucciones de la Escritura Sagrada, siempre otorga una certeza inamovible a los que quieren cumplir la voluntad de Dios y están dispuestos a obedecerlo, en todo, especialmente en el cumplimiento de la misión.

El Espíritu Santo conduce la vida de los convertidos a Cristo

Cuando Pablo llegó a Éfeso, en su tercer viaje misionero, se encontró con un grupo de ciertos discípulos, siete en total, a quienes preguntó: “¿Recibieron ustedes el Espíritu Santo cuando creyeron?” (Hch 19, 2ª). La respuesta escueta y honesta fue: “Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hch 19, 2b).

Luego, Pablo conversó con ellos sobre Jesús y su obra y después fueron bautizados en el nombre del Señor Jesucristo (Hch 19, 5). A continuación, les ocurrió lo más importante para su vida de santificación y para la acción misionera que, como convertidos, debían realizar. “Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo; y hablaban en lenguas y profetizaban” (Hch 19, 6).

El Espíritu Santo conduce la voluntad y las emociones del creyente. Cuando en Mileto, Pablo se encontró con los ancianos de Éfeso, entre otras cosas les habló acerca la manera cómo el Espíritu controlaba su voluntad y acerca de la seguridad que le daba en cuanto a los hechos futuros de su vida.

Ahora, bajo la conducción del Espíritu, que controla mi voluntad con su poder, voy yo a Jerusalén sin saber lo que allá me espera. Lo único que sé es que, por todas las ciudades, el Espíritu Santo me asegura que me esperan prisiones y sufrimientos (Hch 20, 23).

El control de la voluntad no es por la fuerza, como una imposición, pero ocurre con toda su fuerza, como una ayuda. Pablo aceptaba su control voluntariamente. En ese sentido, la voluntad del Espíritu y la voluntad de Pablo eran una sola y la misma: la del Espíritu. Por eso, el Espíritu controlaba la voluntad de Pablo.

La seguridad comunicada por el Espíritu es como la seguridad del testimonio. Cuando alguien habla de lo que vio y oyó, no vacila. No tiene dudas y, por no tenerlas, no las transmite. El Espíritu tiene más seguridad que un testigo. Él, como Dios, por ser Dios, sabe todas las cosas del pasado, del presente y del futuro. Por eso, además, posee el poder de la persuasión. La persona que se entrega a él, cumple su voluntad, con el poder que el mismo Espíritu le transmite y posee la capacidad necesaria para controlar sus emociones con la misma fuerza espiritual que el Espíritu le otorga.

El Espíritu Santo conduce la elección de los obispos-ancianos-pastores

A los mismos ancianos de Éfeso, en la misma reunión de Mileto, les dijo:

“Tengan cuidado de ustedes mismos y de todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha puesto como obispos para pastorear el rebaño compuesto por la iglesia de Dios” (Hch 20, 28).

La iglesia los elige, es cierto, pero no por ella misma ni ante sí. Los elige con un sistema creado por el Espíritu, bajo la dirección de Cristo y Dios, y los elige individualmente de acuerdo a sus orientaciones. Nunca sola. El ejemplo clásico está en la elección y ordenación de Pablo y Bernabé en Antioquía cuando fueron enviados a predicar a los gentiles de Asia Menor, primero, y de Europa, después. “Ministrando estos al Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: ‘Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado’. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron” (Hch 13, 2-3).

Conclusiones

El libro de Hechos contiene lo que el Espíritu Santo revela acerca de sus propias relaciones con los apóstoles y con la iglesia. No desarrolla una doctrina sobre la persona del Espíritu Santo. Solo se ocupa de su realidad, de sus acciones y de su intimidad con creyentes, líderes de la iglesia y con la iglesia misma como entidad divino-humana, sujeta a Cristo y a Dios el Padre en el cumplimiento de la misión que ellos le encomendaron.

De esa revelación acerca de sus relaciones surgen varios asuntos de importancia capital para los creyentes, para la iglesia, para su historia, para su administración, para la evangelización, para sus dirigentes y para su experiencia en general ejemplificada por el ministerio de Pablo en su acción misionera. La realizó, desde el comienzo, con la visión más universal que dirigente cristiano alguno de la época haya tenido.

1.       Los creyentes, por el Espíritu, pueden obedecer los mandamientos de Jesús que también son mandamientos del Espíritu y pueden testificar de manera convincente por el poder del Espíritu Santo.

2.       La iglesia, por la presencia del Espíritu en ella, es testigo de Cristo en todo el mundo, comenzando desde Jerusalén.

3.       La historia de la iglesia, por el Espíritu, tiene tres dimensiones:

Primera. Como toda otra institución tiene una historia real: no está basada en mitos ni leyendas ni ideologías sino en hechos realmente ocurridos a través de su existencia, desde la ascensión de Cristo hasta hoy, y, en el futuro, hasta  el retorno del Señor.

Segunda. Tiene una historia espiritual. Solo el Espíritu Santo otorga una vida espiritual verdadera a creyentes en forma personal y a la iglesia.

Tercera. Superior a las anteriores, tiene una historia divina, no porque esté integrada por personas santas sino por su vínculo con Cristo, de pertenencia plena, y por su intimidad con el Espíritu Santo, en todos los aspectos de existencia y de su actividad, especialmente en la misión.

4.       La administración de la iglesia por el Espíritu adquiere una seguridad superior a la administración de cualquier institución humana. Sus acciones erradas se reducen. Su única posibilidad de errar se encuentra en una acción independiente, acción que puede ocurrir, y ocurre, por simple autoconsentimiento.

5.       La evangelización de la iglesia por el Espíritu se torna bíblica y convincente.

6.       Los dirigentes de la iglesia, por el Espíritu, adquieren valentía para realizar su obra y eficiencia para ejecutarla bien.

7.       La experiencia general de la iglesia, por el Espíritu, es sólida, coherente, y fiel a Dios. Le ayuda a distinguir conductas engañosas y malvadas para rechazarlas; le da el conocimiento de la Escritura, necesario para resolver problemas doctrinales; le permite aceptar que el Espíritu intervenga directamente en sus planes de penetración misionera; la sostiene para vivir la realidad de la conducción directa del Espíritu en la vida de sus conversos; y la ayuda a aceptar que el Espíritu elija a sus dirigentes: ancianos, presbíteros, pastores y otros.

Mario Veloso en dialnet.unirioja.es/

Notas:

2       Elena G. de White, Hechos de los Apóstoles (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1977), 31-32.

3       E.G.White, Hechos de los Apóstoles, 1957, 100

Mario Veloso

El Espíritu Santo y Jesús: mandamientos y poder

Lucas no demora en introducir la acción del Espíritu Santo (Hch 1, 2b). Ni puede hacerlo porque tampoco se demoró el Espíritu Santo en comenzar su obra a favor de la iglesia. Estando en el aposento alto, la noche del quinto día de su última semana, Jesús prometió a sus discípulos: “Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador que estará con ustedes para siempre, el Espíritu de verdad a quien el mundo no conoce, pero ustedes sí lo conocen, porque con ustedes vive y entre ustedes estará” (Jn 14, 16-17).

Esta promesa sobre la presencia continuada del Espíritu en el futuro de la comunidad apostólica —en los discursos de Jesús, a esta altura de su vida, un día antes de la crucifixión— siempre incluye la iglesia: su vida y su obra. Adelante, en el mismo discurso, Jesús describió la obra del Espíritu por la iglesia. “El Consolador —les dijo— el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26).

Gracias a que el Espíritu guía y conduce a la iglesia, esta se mantiene en la verdad, la verdad pasada, presente y futura. La verdad no se altera nunca, es siempre verdad (Jn 16, 14). Esta obra del Espíritu por la iglesia iba a estar relacionada con el mundo pues existe un dinamismo en lo que Jesús enseñó a la iglesia, inolvidable para ella y el mundo. La misión de la iglesia consiste en convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio. Sin la acción del Espíritu Santo esto sería imposible. Por eso, la promesa del Espíritu incluyó esa obra (Jn 16, 8).

Lucas hace recordar a sus lectores que la promesa del Espíritu está en relación con los mandamientos, con el poder y con la testificación.

El Espíritu transmite mandamientos

“Jesús —escribió Lucas a Teófilo— sólo ascendió al cielo después de haber dado mandamientos, por medio del Espíritu Santo, a los apóstoles que había escogido” (Hch 1, 2b).

Esos mandamientos eran semejantes a los Diez Mandamientos de la ley moral, en relación con los cuales Moisés dijo: “Dios habló y ordenó todos estos mandamientos” (Ex 20, 1).

Son como el mandamiento del amor que ordenó Jesús a sus discípulos, cuando les dijo: “Esto les mando: que se amen unos a otros” (Jn 15,17).

En la misma categoría está el mandamiento de la misión. “Con la autoridad que tengo en el cielo y en la tierra —ordenó Jesús a sus discípulos—: vayan y hagan discípulos de todas las naciones” (Mt 28, 18-19).

En este mismo contexto, Pablo y Bernabé, explicando a los judíos de Antioquía de Pisidia, después que ellos los rechazaran, por qué se irían a los gentiles, dijeron: “El Señor nos ha mandado así: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra” (Hch 13, 47).

Cuando Jesús en persona transmitió estas órdenes a sus discípulos, no estaba solo. El Espíritu Santo estaba con él y el Espíritu fue la persona divina que colocó los mandamientos en el corazón de ellos, a fin de que por su poder y compañía, pudieran comprenderlos, aceptarlos y cumplirlos.

El Espíritu Santo transmite poder

Lucas cuenta a Teófilo que, después de su muerte, Jesús, por cuarenta días, se apareció a los discípulos y les habló del poder de la resurrección, del poder del reino de Dios y del poder del Espíritu Santo (Hch 1, 3-8ª).

El poder de la resurrección

“Después de padecer la muerte —escribió Lucas— Jesús se presentó vivo a sus discípulos con muchas pruebas indubitables” (Hch 1, 3ª).

Muchas demostraciones, hechos ciertos, muestras de poder. Algunas fueron simples, por ejemplo, comer para demostrar que no era un espíritu, sino una persona real. Otras, más complejas y hasta milagrosas, entre ellas saber lo que exigía Tomás para creer, y, con divina tolerancia, responder a sus exigencias mostrándole su costado y sus manos para que las tocara y creyera.

¿Podía Jesús convencer a dos desanimados discípulos que viajaban por un camino de triste soledad y de silencio, hacia Emaús, pensando que estaba muerto y ya nunca más podrían verlo? Podía y lo hizo. Extrajo argumentos de las Escrituras. Hizo que los profetas adquirieran un nuevo significado ante sus mentes entorpecidas e incrédulas. “¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo, estas cosas, antes de entrar en su gloria?” (Lc 24, 26), les dijo.

Finalmente, les abrió los ojos, ojos físicos y espirituales, para que lo reconocieran. Estaba ahí. Vivo. Ningún argumento más poderoso, para probar la resurrección de un muerto, que la presencia viva del muerto. El poder que actuó para resucitarlo fue su propio poder, fue el poder del Padre, fue el poder del Espíritu Santo. Fue el poder de Dios. Él era Dios. Aceptó la muerte en lugar de los pecadores y por ellos, para que ellos pudieran recibir la vida que era toda suya y nadie podría habérsela quitado, si él no la hubiera entregado voluntariamente y por sí mismo. Todo el poder de Dios se hizo visible en la resurrección de Jesús. En ella ofreció Dios la vida eterna a todo aquel que crea en él.

El poder del reino de Dios

“Jesús se presentó a sus discípulos durante cuarenta días —escribió Lucas— y les habló acerca del reino de Dios” (Hch 1,3).

No era la primera vez. Ya había hablado con ellos muchas veces, en forma directa o a través de la multitud mientras predicaba. Lo hizo por medio de parábolas. Cuando explicó el reino de los cielos, dijo: “Es semejante a diez vírgenes que esperan el esposo para sus bodas, unas estaban preparadas para recibirlo cuando él llegara, las otras no. Las preparadas entraron con él a la fiesta de bodas, las otras quedaron fuera” (Mt 25,1-13). El poder del reino llegó a ellas por medio del Espíritu Santo que las ayudó en la debida preparación para la boda.

El reino de los cielos, dijo también, es semejante a un hombre que se fue lejos y dio sus bienes a sus siervos para que los administraran. Cuando el hombre volvió hizo cuentas con ellos y el que recibió cinco talentos y el que recibió dos fueron fieles y entraron en el gozo de su señor, pero uno fue infiel y quedó fuera (Mt 25,14-30). El poder del reino, con justicia, discrimina las acciones de los seres humanos.

En otra oportunidad, Jesús dijo:

El reino de los cielos es semejante a un rey que hizo fiesta de bodas a su hijo: invitó a muchos personajes importantes, supuestamente dignos de las bodas, pero ellos no hicieron caso de los siervos que fueron a llamarlos cuando llegó el tiempo de la boda, pues no eran dignos. Invitó el rey a los menos importantes, indignos, que andaban por los caminos. Todos fueron hechos dignos por el rey y entraron en la boda con el traje de bodas que el mismo rey proveyó para todos indiscriminadamente. Pero uno de ellos no quiso usarlo y permaneció indigno como los primeros invitados. El rey, utilizando todo el poder del reino, hizo dignos de la boda a unos y a los que no aceptaron sus reglas los dejó fuera, donde sólo encontraron llanto, auto recriminaciones, destrucción y muerte (Mt 22, 1-14).

El poder del reino provee los medios para que los indignos que acepten la provisión del rey, entren en aquel.

También les había hablado del reino en expresiones de discurso directo. “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria —dijo una vez— y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en el trono de su gloria” (Mt 25, 31).

Todas las naciones serán reunidas delante de él y apartará a todos ellos en dos grupos, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Las ovejas, a la derecha; a la izquierda, los cabritos. Los de la izquierda, por su vida egoísta,  sin interés alguno por el prójimo, serán condenados al castigo de una eterna destrucción. Los que colocó a su derecha, que tanto bien hicieron a cada persona necesitada, y, sin pretenderlo, sirvieron fielmente al Señor, recibirán el reino preparado para ellos desde la fundación del mundo (Mt 25, 32-46).

El poder del reino es vida para siempre.

El poder de la promesa

Y estando juntos —dice Lucas— les dio una orden que debían obedecer estrictamente: “No salgan de Jerusalén, sino esperen la promesa del Padre. La promesa que ustedes oyeron de mí” (Hch 1, 4).

El envío del Espíritu Santo equivale a un nuevo bautismo.

“Juan bautizó con agua, pero dentro de pocos días ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo” (Hch 1, 5). Se refería a un bautismo de poder.

Los discípulos escucharon la orden, sin que, de su mente, se borrara la fuerza y el poder del reino. El poder de un reino es siempre más visible, más impresionante, más grandioso, más pomposo, más codiciable, más buscado que el poder espiritual de la promesa. Por lo menos, la mente de los discípulos había sido atrapada con más fuerza por las palabras sobre el reino que por la orden de esperar en Jerusalén hasta que recibieran el poder de la promesa. “Señor —dijeron a Jesús— ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hch 1, 6).

Todavía, por la mente de los discípulos, como un fantasma triste, rondaba el reino de Israel. Esa pregunta acerca del reino fue la última que incomodaría sus mentes, pues la aclaración de Jesús resultó ser taxativa y terminante.

“No les toca a ustedes —les respondió— saber los tiempos de eventos generales, ni el tiempo de los eventos específicos que el Padre colocó bajo el control de su propia autoridad” (Hch 1, 7). La pregunta de ustedes es irrelevante. Ya no tiene sentido alguno, para ustedes ni para nadie. El poder del reino que ustedes han soñado para Israel, no está accesible para nadie de Israel en este tiempo. Sin embargo, para ustedes, israelitas convertidos al cristianismo, existe un poder disponible que deben recibir muy pronto. Es el poder de la promesa. ¿Qué promesa? La promesa sobre la recepción del Espíritu Santo para testificar.

El Espíritu en la testificación

“Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo” (Hch 1, 8) —dijo Cristo— recibirán el poder que aumentará la fortaleza, las habilidades, las capacidades, y los medios de ustedes, y ustedes, en forma personal, serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y por todo el mundo hasta el final de la tierra.

Se pueden destacar tres asuntos muy importantes:

La recepción del poder

Yo quiero que ustedes reciban el poder y cuando el Espíritu llegue a ustedes para otorgárselo, tienen que asirlo por ustedes mismos. El Espíritu Santo no colocará en ustedes, por la fuerza, ninguna capacidad del poder que yo deseo para ustedes y que él está empeñado en otorgarles. La acción del Espíritu será siempre generosa, siempre determinada, siempre cierta. No faltará nunca. Pero ustedes determinan si esa acción generosa queda con ustedes o si dejarán que se vaya sin producir el aumento de las capacidades que en ustedes yo deseo.

El poder mismo

No se trata de un poder de comando, como si ustedes, desde el momento que reciban el Espíritu Santo, en adelante, se convirtieran en jefes que dan órdenes para que otros ejecuten la misión. Cada persona cristiana tiene que ejecutarla.

El poder que les dará el Espíritu es una capacitación para que puedan realizar la misión, tarea que demanda más capacidades de las que naturalmente tienen.

Incluye el aumento de la fortaleza física y espiritual que ustedes tengan. La adquisición de habilidades que recibirán, aunque no las tengan, entre otras, incluye la buena disposición para la misión, la destreza para ejecutarla, el ingenio para vencer los desafíos y la agilidad para negociar sin caer en sincretismos.

El poder del Espíritu Santo incluye también el aumento de las capacidades, las aptitudes, los talentos, los medios económicos y otros, para cumplir la misión. El Espíritu no les dará estos beneficios para que ustedes los usen por pura vanidad, para el engrandecimiento de ustedes mismos. El negocio del Espíritu, y de ustedes también, no es la construcción de fama personal, sino el cumplimiento de la misión; aunque también puede levantar el prestigio de ustedes, si eso contribuyera a la misión.

Ser testigos de Cristo

En primer lugar, esto es lo que yo espero de ustedes y lo espero de la misma manera como espero obediencia cuando doy un mandamiento. La misión no es opcional, como algo que pueda hacerse o no, de acuerdo al  deseo de ustedes. La misión representa mi deseo, mi voluntad. Les estoy diciendo: serán mis testigos. No les digo: ojalá quieran ser mis testigos.

En segundo lugar, ser mis testigos significa estar siempre a mi favor y declararlo. Tienen que ser testigos objetivos y contar lo que realmente han experimentado conmigo, en su propia vida, y algo más. Ese algo más incluye  el compromiso de estar conmigo, a favor de mí, bajo cualquier circunstancia y bajo cualquier tipo de riesgo, inclusive el martirio. Solo así podrán ustedes ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra. Yendo a todo el mundo encontrarán lugares de extrema intransigencia y agresiva intolerancia donde otros no vacilarán en condenarlos a la muerte, solo porque ustedes vivirán en armonía con mi estilo de vida y hablarán bien acerca de mí.

No se preocupen por los riesgos. Yo cuidaré de ellos. En algunas ocasiones los libraré de todo el mal que pretendan hacerles, pero habrá otras, cuando la muerte de ustedes será necesaria para que le gente crea el testimonio que les den. En esos casos, ustedes no perderán la vida que les he prometido. Solo se acortará el tiempo que vivan ahora, antes de la eliminación del mal que existe en este mundo; porque la vida después, cuando el mal haya llegado a su fin, será eterna; y esa vida nadie puede quitarla de ustedes. Entonces, los que testificaron por mí, en este mundo, tendrán, en el juicio final, mi testimonio favorable y serán absueltos de todo pecado. Vivirán para siempre conmigo, en mi reino.

El Espíritu Santo conduce la historia de la iglesia

En una sección relativamente corta (Hch 1, 12-Hch 7, 60), Lucas concentra la historia del comienzo de la iglesia. Ese comienzo tiene suma importancia. Recordemos que los hechos en la vida de la iglesia, desde los días apostólicos hasta la segunda venida de Jesús, siendo hechos históricos reales, semejantes a los de cualquier otra institución humana, tienen una dimensión divina que procede de su relación con Dios y le da una dimensión espiritual por la presencia del Espíritu Santo en ella.

El Espíritu Santo es el guía real de todas sus acciones, a menos que la iglesia elija desviarse de la revelación divina hacia la apostasía de una acción independiente, inconsulta y rebelde a Dios, pero la iglesia tendrá siempre un grupo fiel a Jesús y a la misión. Siendo así, los hechos históricos de la iglesia cristiana, como testigo de Cristo, son tan válidos para la enseñanza de los creyentes de todos los tiempos, como válidos fueron los hechos del pasado, en la historia de Israel. Así lo entendió Pablo y lo explicó a los cristianos de Roma. Su forma de explicarlo es clara y directa. “Las cosas que se escribieron antes —les dijo— para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rm 15, 4).

La vida de la iglesia tiene una dimensión espiritual divino-humana que surge nítidamente de la historia escrita por Lucas, una realidad que todos los cristianos debemos admirar en la iglesia apostólica y, en la iglesia de hoy vivirla en total integración con Jesús (Dios Hijo) y con Dios Padre. Como veremos, este tipo de integración superior, solo se hizo y se hace posible para la iglesia, por la obra que el Espíritu Santo realizó y realiza en ella. Esa realidad divino- humana de la iglesia constituye su propio ser, un ser al mismo tiempo espiritual y terreno, práctico y sublime, que, en la misión, se vuelve historia y vida eterna.

El Espíritu Santo conduce la administración de la iglesia

La vida de la iglesia tenía que comenzar en Jerusalén y allí comenzó. Los discípulos no perdieron tiempo. Atendieron primero un asunto administrativo que debía ser resuelto. Eligieron un reemplazante de Judas en el grupo apostólico. Luego, se prepararon para la recepción del Espíritu Santo. Nada fue casual. Ni la organización de la iglesia, ni la vida espiritual, ni la misión surgieron por generación espontánea. Ellos así lo entendieron y actuaron con determinación y eficiencia (Hch 1, 12-Hch 2, 47).

Elección de Matías: procedimiento y dirección divina

“Entonces —escribió Lucas— desde el monte que se llama el Olivar, los discípulos volvieron a Jerusalén.” Desde ese monte, Jesús había sido levantado hacia el cielo, en su viaje de retorno al Padre y al gobierno de todo el universo (Hch 1, 12). El monte de los Olivos, junto a Betania, no estaba lejos de Jerusalén. Solo el camino de un sábado. Es decir, la distancia que, según la tradición judía, un israelita, sin transgredir el cuarto mandamiento de la ley moral, podía caminar durante el sábado. Flavio Josefo dice que Betania estaba a cinco estadios, más o menos un kilómetro, de Jerusalén.

Cuando llegaron a la casa donde se hospedaban, escribió Lucas que subieron al aposento alto. Ahí se alojaban los once apóstoles. Lucas menciona los nombres de todos, organizados en cuatro grupos. ¿Ya estructurados para la misión? Primer grupo: Pedro, Juan, Jacobo y Andrés. Segundo: Felipe y Tomás. Tercero: Bartolomé y Mateo. Cuarto: Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Vivían en comunidad.

Sabían que no permanecerían físicamente juntos por mucho tiempo, pues tendrían que trabajar también en Judea, Samaria y por todo el mundo. Pero hasta que recibieran el poder del Espíritu Santo, podían estar juntos y disfrutar la compañía de todos. Tuvieron oportunidad para superar sus diferencias, para integrarse los unos con los otros sin la ambición por los primeros lugares que antes los había distanciado, para apreciar los valores que cada uno tenía, para darse cuenta de que todos eran necesarios para la misión; y la aprovecharon. Con humildad se pidieron disculpas y manifestaron su firme propósito de actuar siempre en unidad. A menudo, se reunían todos ellos con María, madre de Jesús, con los hermanos de él, y con las mujeres, posiblemente María Magdalena, Juana, Susana, las esposas de los apóstoles casados y otras. Los hermanos de Jesús que dudaban de él cuando trabajaba en Galilea habían superado sus dudas y como los once discípulos, creían que Jesús era el Hijo de Dios y el Mesías prometido. Todo el grupo estaba unido en un solo pensamiento, oraban juntos y juntos se preparaban para las acciones futuras que todos esperaban (Hch 1, 13-14).

Un día de esos, hicieron una reunión de negocios con todos los creyentes. Eran ciento veinte personas. Hombres y mujeres. Estaban todos allí. No había machismo cultural, ni feminismo reivindicativo. La iglesia nació libre de las presiones culturales externas, con una actitud contra-cultura, pero no anti- cultural. No era enemiga de la cultura, ni se dejó influir por ella. Tomó su propio curso bajo la dirección del Espíritu Santo. La pidió en oración, desde el mismo comienzo de su existencia.

Pedro tomó la palabra y pronunció su primer discurso (Hch 1, 15-22). Ningún complejo. Ya no había ninguna disculpa que pedir. Todo estaba en orden y nadie recordaba más sus errores del pasado. Todos habían aceptado la restauración que le ofreció Jesús junto al Mar de Galilea y no tenían sospecha alguna. Pedro hizo una propuesta. La hizo en el mejor estilo cristiano. Basada en ella, la iglesia tomó una decisión sin presiones de nadie. Propuesta y decisión, emblemáticas en su forma de presentación y en el procedimiento que siguieron; bajo la inspiración del Espíritu Santo. Lucas describió el procedimiento para mostrar a sus lectores la manera cristalina, espiritual, basada en las Escrituras y sujeta a la voluntad de Dios como procedió la iglesia en sus negocios internos. En nada parecidos a los procedimientos políticamente corruptos, egoístas, y muchas veces cargados de presiones violentas del Imperio.

El discurso de Pedro

Un discurso muy breve. Tiene dos partes: la primera es una sólida fundamentación basada en la Escritura (Hch 1, 15-20), y la segunda es la propuesta (Hch 1, 21-22). Va directamente al asunto.

Fundamentación de la propuesta

“Hermanos —dijo Pedro— tenía que cumplirse la Escritura que, por boca de David, había predicho el Espíritu Santo” (Hch 1, 16ª).

De paso, Pedro hace referencia al modo en el que las revelaciones de Dios llegan a sus destinatarios. Dios elige un instrumento humano, en este caso David, y el Espíritu Santo trabaja con él para colocar en su mente lo que, de parte de Dios, debe comunicar. En el caso referido por Pedro, se trataba de una profecía. Toda profecía posee un contenido de cumplimiento futuro.

La profecía —dijo Pedro— es acerca de Judas, el que sirvió de guía para los que prendieron a Jesús. Él era miembro de nuestro grupo y recibió, de parte del Señor -no lo usurpó- un rango de importancia en este ministerio (Hch 1, 16b-17).

Ese rango de importancia, en griego κλρος, más tarde daría origen al concepto de clérigo. No necesita repetir la causa, ya la dijo. Solo describe las consecuencias de la traición y lo hace de la manera más trágica posible. Hace recordar que con el dinero recibido por la traición, salario de su iniquidad, compró un campo y que al quitarse la vida cayó de cabeza, se reventó por la mitad y sus entrañas se derramaron. Luego da el nombre del campo: Acéldama, campo de sangre.

Entonces, cita dos textos de Salmos, profecías que aplica a Judas. Primero, sea hecha desierta su habitación y no haya quien more en ella (Sal 69, 25). Con esto explica el trágico fin de Judas. Segundo, tome otro su oficio (Sal 109, 8). Con estas profecías abre el camino para la propuesta que luego presenta a la asamblea de creyentes.

Propuesta

Elegir un reemplazante de Judas en el grupo apostólico.

Por tanto —agregó— es necesario que uno de los hombres sea hecho testigo de la resurrección, para que se una a nosotros. Un varón que haya estado con nosotros todo el tiempo mientras Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo realizado por Juan, hasta el día cuando, de entre nosotros, fue recibido arriba (Hch 1, 21-22).

Pedro cubrió todo. Dio las razones que produjeron la vacante. No fueron intrigas, ni cuestiones personales, ni maniobras políticas. Fue el procedimiento traidor del que anteriormente tenía el oficio. Pedro lo dijo sin eufemismos, en forma directa, clara y completa. Ningún intento de salvar la cara de nadie, ni de cubrir las razones reales con explicaciones de conveniencia para nadie. Lo único que Pedro tomó en cuenta, como siempre ocurre en la Escritura, fue la realidad de lo ocurrido.

Al informe de lo que Judas realmente había hecho, agregó los contenidos de la Escritura que se aplicaban al caso. No existe ninguna luz mejor que la luz de la revelación, inspirada por el Espíritu Santo, para ver con claridad la forma de solucionar los problemas que la iglesia tenga.

Había que elegir un hombre. Y Pedro propuso la elección. No ofreció un nombre como candidato. Describió las características que debía tener el hombre elegido, características que lo calificaban para cumplir bien el oficio vacante. Luego, en la historia de Lucas, sigue lo que hizo la iglesia.

El proceso de la elección bajo la conducción del Espíritu Santo

La elección siguió un proceso simple. Varios hechos realmente notables con los cuales la iglesia cristiana se posicionó contra el gobierno dictatorial, contra el control del gobierno por parte de grupos con intereses propios, contra la manipulación de los electores; y a favor de la transparencia, de la conducción divina por medio del Espíritu, y de la espiritualidad en el proceso:

1.       Prepararon una lista de candidatos

Propusieron dos, dice Lucas: a José llamado Barsabás, apodado el Justo, y  a Matías.

¿Quiénes propusieron los nombres? Evidentemente, la asamblea, porque Pedro, con su propuesta, se había dirigido a ella. No era necesario conformar una comisión de nombramientos porque la asamblea no era muy numerosa. Solo había ciento veinte personas. De algún modo, llegaron a una lista con dos nombres propuestos.

¿Propuestos a quién? No fueron propuestos a los apóstoles, para que ellos hicieran la elección final. Tampoco a un apóstol específico quien,  como cabeza dirigente, decidiera solo. Por lo que sigue, la asamblea hizo la propuesta a Dios.

2.       Sometieron los candidatos a Dios en oración

“Señor —le dijeron— tú que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para que tome el lugar, en este ministerio y apostolado, que Judas abandonó por transgresión, para irse a su propio lugar” (Hch 1, 24-25).

Ellos conocían las características externas de los dos candidatos. Sabían que habían estado junto con los once apóstoles, todo el tiempo que Jesús estuvo entre ellos. Pero no conocían su interior. Por eso, en última instancia, todos los hombres que integren el ministerio, en la iglesia, no los elije la  iglesia, sino Dios por medio del Espíritu Santo. Dios utiliza la iglesia, como su instrumento, pero el instrumento no debe jamás usurpar la decisión final que solo corresponde a Dios. No puede decir: la elección de los ministros es una cuestión puramente eclesiástica, en el sentido de que la determinación de quienes puedan ser ministros y la elección de ellos sea una decisión de la iglesia, independiente de la voluntad de Dios.

La primera asamblea de la iglesia cristiana, cuyo primer asunto administrativo fue la elección de un ministro, para integrar el grupo  apostólico, no lo entendió así. Se sometió a la voluntad de Dios y siguió la orientación divina. ¿Cómo produjo Dios su orientación?

3.       La asamblea votó

“Entonces echaron suertes sobre ellos —dice la traducción de lo  que Lucas escribió— y la suerte cayó sobre Matías, quien fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).

¿Fue este echar suertes como tirar una moneda al aire para saber qué elegir o fue como usar dados para saber de qué lado está la suerte, como una apuesta? La respuesta obvia es no. Y la razón es sencilla. La moneda en el aire y el rodar de los dados no son instrumentos que Dios usa para expresar su voluntad. Cuando están en el aire o rondando, sin control racional alguno, Satanás puede manejarlos con suma facilidad y, bajo la superstición de que Dios pudiera intervenir a través de ellos, imponer su voluntad en los asuntos que, así, estuvieran en juego para una decisión. “Echar suertes para elegir los dirigentes de la iglesia no está en el sistema de Dios. Dios influye en las decisiones de la iglesia utilizando la mente de sus hijos, la Escritura y el Espíritu Santo” [1].

Cuando la asamblea oró, Dios impresionó la mente de ellos y ellos, al expresarse, lo hicieron bajo esas impresiones. ¿Cómo se expresaron? La siguiente frase lo explica: “Fue contado con los once apóstoles” (Hch 1, 26).

Fue contado, es la traducción de una palabra griega que significa “fue votado contando las piedras”. Eran piedras pequeñas, negras y blancas. Las blancas eran voto positivo y las negras, negativo. Este tipo de votación implicaba un intercambio previo de opiniones que se expresaban en alta voz. Pablo usa el mismo término cuando cuenta al rey Agripa los daños que él, antes de su conversión, hizo contra los cristianos, en Jerusalén (Hch 1, 26b). “Y cuando los mataban –le dijo– yo di mi voto” (Hch 26, 10).

Después de votar, contaron las piedras y eligieron oficialmente a Matías para que ocupara la vacante que Judas había dejado. La votación fue libre. Cada miembro de la asamblea, por medio de la oración colectiva, dejó su mente abierta a la influencia del Señor, por medio del Espíritu Santo, para que él, como anteriormente había elegido a sus apóstoles, eligiera al que faltaba. Y él lo hizo expresando su voluntad a través de la mente de todos los que votaron.

Del mismo modo, la iglesia cristiana, en todos los tiempos, debiera decidir sus asuntos administrativos. Por votación libre. Cada votante, sin coerciones de ninguna naturaleza, con la mente abierta a la influencia del Espíritu Santo, vota. Los asuntos que afecten a la iglesia local, por los miembros de la iglesia local; los que afecten a un grupo de iglesias en un territorio específico, por los delegados de ese territorio; y así sucesivamente hasta llegar a los asuntos que afecten a la iglesia mundial, cuyas decisiones debieran ser hechas por los representantes de la iglesia mundial, reunidos en asamblea debidamente convocada. Veremos más adelante que el ministerio, las doctrinas, las prácticas de la iglesia y el estilo de vida de sus miembros, eran asuntos que afectaban a la iglesia mundial.

El Espíritu Santo actuó creando un ambiente integrado por  libre expresión, voto personal ante Dios y la conciencia de cada uno, ausencia de presiones para inclinar la votación en la dirección establecida por alguna persona en particular o por los líderes, profunda espiritualidad en el proceso, sumisión incondicional a la voluntad de Dios, votación general de todos los presentes en la asamblea integrada por hombres y mujeres. Con esos principios, el Espíritu guió la primera asamblea administrativa de la iglesia cristiana apostólica.

Mario Veloso en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1       Elena G. de White, Carta 37 (1900).

Ramiro Pellitero

En el cuarto domingo de Pascua la liturgia católica presenta la figura de Cristo como buen pastor (Jn, capítulo 10). Es instructivo lo que al respecto escribe Fray Luis de León (†1591) en su obra “De los nombres de Cristo” [1], una de las cumbres de la literatura española. Comienza por preguntarse por qué le conviene a Cristo el nombre de “Pastor” y en qué consiste ese oficio. Luego explica detalladamente cómo lo ejercita Cristo con nosotros.

El punto de partida es que Cristo mismo dice en el evangelio de San Juan: “Yo soy buen pastor”. Y la carta a los Hebreos dice de Dios «que resucitó a Jesús, Pastor grande de ovejas.» También san Pedro dice del mismo: «Cuando apareciere el Príncipe de los Pastores.» Y los profetas le anuncian con ese nombre (cf. Is, cap. 40; Ez, cap. 34 y Zac, cap. 11). Destaquemos algunos de los argumentos de Fray Luis sobre Cristo como buen pastor

Comparación entre los pastores y Cristo

En primer lugar –aduce Fray Luis–, como corresponde a la vida pastoril, Jesús ama el sosiego de la soledad y del campo, la sencillez y la naturaleza. Esto predispone al amor puro y verdadero, y favorece la finura en el sentir, así como la amistad, el orden y la armonía.

En cuanto al oficio del pastor –adelanta Fray Luis lo que luego desmenuzará– Jesús gobierna y rige no por medio de leyes ni mandamientos; sino que apacienta y alimenta a los que gobierna. Además, a semejanza del pastor, “no guarda una regla generalmente con todos y en todos los tiempos, sino que en cada tiempo y en cada ocasión ordena su gobierno conforme al caso particular del que rige” [2]. Al mismo tiempo, “no es gobierno el suyo que se reparte y ejercita por muchos ministros, sino él solo administra todo lo que a su grey le conviene: que él la apasta, y la abreva, y la baña y la tresquila, y la cura, y la castiga, y la reposa, y la recrea y hace música, y la ampara y defiende” [3]. Y por último, “es propio de su oficio recoger lo esparcido y traer a un rebaño a muchos, que de suyo cada uno dellos caminara por sí” [4].

En síntesis, la vida de Jesús, de modo parecido a la del pastor, observa Fray Luis, “es inocente y sosegada y deleitosa; y la condición de su estado es inclinada al amor; y su ejercicio es gobernar dando pasto y acomodando su gobierno a las condiciones particulares de cada uno, y siendo él solo para los que gobierna todo lo que les es necesario, y enderezando siempre su obra a esto, que es hacer rebaño y grey” [5]. Consideremos ahora con más detalle cómo ejerce Cristo su oficio de pastor, y veremos la excelencia de su pastoreo.

El pasto de Cristo es su amor

¿En qué consiste el “pastoreo” de Cristo? Cristo es pastor, subraya nuestro autor, porque “sus obras son amor (que en nacer nos amó, y viviendo nos ama, y por nuestro amor padeció muerte, y todo lo que en la vida hizo, y todo lo que en el morir padeció, y cuanto glorioso ahora y asentado a la diestra del Padre negocia y entiende, lo ordena todo con amor para nuestro provecho; así que, además de que todo su obrar es amar, la afición y la terneza de entrañas, y la solicitud y cuidado amoroso, y el encendimiento e intensión de voluntad con que siempre hace esas mismas obras de amor que por nosotros obró, excede todo cuanto se puede imaginar y decir” [6].

Y continúa ponderando Fray Luis: “Porque antes que le amemos nos ama; y, ofendiéndole y despreciándole locamente, nos busca; y no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima. (…) Cristo, como fuente viva de amor que nunca se agota, mana de continuo en amor, y en su rostro y en su figura siempre está bullendo este fuego, y por todo su traje y persona traspasan y se nos vienen a los ojos sus llamas, y todo es rayos de amor cuanto del se parece” [7].

En cuanto al modo del oficio de pastorear de Cristo, continúa Fray Luis considerando que Cristo es Pastor porque gobierna apacentando, y porque sus mandamientos se dirigen a mantener nuestra vida más auténtica (que es la vida del amor a Dios y a los demás).

Atención a nuestra situación concreta

También es Cristo buen Pastor –y se detiene Fray Luis especialmente en ello– “porque en su regir no mide a sus ganados por un mismo rasero, sino atiende a lo particular de cada uno que rige, porque rige apacentando, y el pasto se mide según la hambre y necesidad de cada uno que pace. (…) Llama por su nombre a cada una de sus ovejas, que es decir que conoce lo particular de cada una dellas, y la rige y llama al bien en la forma particular que más le conviene, no a todas por una forma, sino a cada cual por la suya. Que de una manera pace Cristo a los flacos y de otra a los crecidos en fuerza; (…) y tiene con cada uno su estilo, y es negocio maravilloso el secreto trato que tiene con sus ovejas, y sus diferentes y admirables maneras” [8].

De hecho –observa Fray Luis–, en el tiempo que Cristo vivió en la tierra con nosotros, en los cuidados y beneficios que dispensó, “no guardó con todos una misma forma de hacer, sino a unos curó con su sola palabra, a otros con su palabra y presencia, a otros tocó con la mano, a otros no los sanaba luego después de tocados, sino cuando iban su camino, y ya del apartados les enviaba salud, a unos que se la pedían y a otros que le miraban callando, ansí en este trato oculto y en esta medicina secreta que en sus ovejas contino hace, es extraño milagro ver la variedad de que usa y cómo se hace y se mide a las figuras y condiciones de todos” [9]. Por eso llama bien san Pedro “multiforme” a la gracia que Cristo nos otorga (cf. 1P 4, 10), porque se transforma con cada uno en diferentes figuras.

Aduce Fray Luis el ejemplo del maná como figura del alimento que Cristo nos da (es tradicional ver el maná como figura de la Eucaristía) para explicar cómo el pastoreo de Cristo se adapta a cada uno: “Y como en el maná dice la Sabiduría que hallaba cada uno su gusto, así diferencia sus pastos Cristo, conformándose con las diferencias de todos. Por lo cual su gobierno es gobierno extremadamente perfecto” [10] (cf. Sb 16, 20)

También tiene en cuenta Cristo-pastor las situaciones concretas y particulares sin limitarse a una ley escrita y estática. “Porque, como dice Platón, no es la mejor gobernación la de leyes escritas, porque son unas y no se mudan, y los casos particulares son muchos y que se varían, según las circunstancias, por horas. (…) La perfecta gobernación es de ley viva, que entienda siempre lo mejor y que quiera siempre aquello bueno que entiende, de manera que la ley sea el bueno y sano juicio del que gobierna, que se ajusta siempre con la particular de aquel a quien rige.  (…) [Cristo] como está perfectamente dotado de saber y bondad, ni yerra en lo justo ni quiere lo que es malo, y así, siempre ve lo que a cada uno conviene, y a eso mismo le guía, y, como san Pablo de sí dice, «a todos se hace todas las cosas, para ganarlos a todos” (cf. 1Co 9, 22) [11].

Cristo nos atrae hacia Sí

Además, Cristo no apacienta a sus ovejas como desde fuera, sino y sobre todo desde dentro, desde el corazón, que es el núcleo de persona: “Este Pastor que Dios promete y tiene dado a su Iglesia dice que ha de estar levantado en medio de sus ovejas, que es decir que ha de residir en lo secreto de sus entrañas, enseñoreándose dellas, y que las ha de apacentar dentro de sí. Porque cierto es que el verdadero pasto del hombre está dentro del mismo hombre, y en los bienes de que es señor cada uno. (…) Por cuanto la buena suerte del hombre consiste en el buen uso de aquellas obras y cosas de que es señor enteramente, todas las cuales obras y cosas tiene el hombre dentro de sí mismo y debajo de su gobierno, sin respeto a fuerza exterior, por eso el regir y el apacentar al hombre, es el hacer que use bien de esto que es suyo y que tiene encerrado en sí mismo. Y así Dios con justa causa pone a Cristo, que es su Pastor, en medio de las entrañas del hombre, para que, poderoso sobre ellas, guíe sus opiniones, sus juicios, sus apetitos y deseos al bien, con que se alimente y cobre siempre mayores fuerzas el alma” [12].

De esta manera, Cristo, en su pastorear, busca nuestra verdadera vida que consiste en la unidad con Él y entre nosotros. Y porque Cristo tiene en sí todos los bienes soberanos del cielo como en montes altísimos, por esa misma causa, “lanzándose en medio de su ganado, mueve siempre a sí sus ovejas, y no lanzándose solamente, sino levantándose y encumbrándose en ellas, según lo que el Profeta del dice. Porque en sí es alto por el amontonamiento de bienes soberanos que tiene, y en ellas es alto también, porque, apacentándolas, las levanta del suelo, y las aleja cuanto más va de la tierra, y las tira siempre hacia sí mismo, y las enrisca en su alteza, encumbrándolas siempre más y entrañándolas en los altísimos bienes suyos. Y porque él uno mismo está en los pechos de cada una de sus ovejas, y porque su pacerlas es ayuntarlas consigo y entrañarlas en sí, como agora decía, por eso le conviene también lo postrero que pertenece al Pastor, que es hacer unidad y rebaño” [13].

Cristo sobresale así por encima de todos los pastores. Para Él ser nuestro pastor es la razón de su vida, que llegó a dar por nosotros, para convertirse en nuestro pasto. Él “nació para ser Pastor” y “murió por el bien de su grey”. Es a la vez Pastor y pasto, “su apacentar es darse a sí a sus ovejas (…) Porque cebándose ellas de Él, se desnudan así de sí mismas y se visten de sus cualidades de Cristo y, creciendo con este dichoso pasto el ganado, viene por sus pasos contados a ser con su pastor una cosa” [14]

Finalmente, concluye Fray Luis, el nombre de “pastor” le conviene a Cristo desde el principio de los tiempos (cuida de todas las criaturas) y no tiene fin. También como hombre antes y después de su ascensión. Y será para siempre así en el cielo. Allí cuidará eternamente de sus ovejas, “que vivirán eternamente con él, él vivirá en ellas, comunicándoles su misma vida, hecho su pastor y su pasto” [15].

Ramiro Pellitero en iglesiaynuevaevangelizacion.blogspot.com/

Notas:

[1]   Cf. “Pastor”, en Fray Luis de León, De los nombres de Cristo (ed. de Javier San José Lera, vol. 39 de la Biblioteca clásica de la Real Academia Española), Madrid 2023, pp. 80-96. Las notas aquí son nuestras

[2]   p. 82.

[3]   pp. 82-83.

[4]   p. 83.

[5]   Ibíd.

[6]   p. 85. Es importante el hecho de que Jesús solo tiene un sentido en todo lo que hace: el amor.

[7]   p. 86.

[8]   pp. 89-90. Dice Yves Congar (cf. Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, orig. francés de 1950, Santander 2014, parte II: “Condiciones para una auténtica reforma”) que es propio del “sentido pastoral” (es decir, de la preocupación por el bien de las almas y la conversión, la santidad y el apostolado), el tener en cuenta las situaciones concretas y las circunstancias de las personas, sin dejarse llevar por lo que llama un “espíritu de sistema”, lo que conduce a destruir la verdadera vida cristiana. Por espíritu de sistema entiende “la actitud intelectual y crítica que toma como punto de partida una representación de ideas y desarrolla un sistema que busca reformar la realidad existente bajo la influencia de ese sistema” . Al mismo tiempo, advierte que el buen sentido pastoral no consiste en dejarse llevar sin más por los cambios y avances en la teología o en la pastoral, sino en preocuparse primero de lo esencial (el esse, el ser esencial), y en segundo lugar, de la vida práctica de la Iglesia (el bene-esse, el que esa vida sea lo más buena posible).

[9]   p. 90.

[10]    Ibíd.

[11]    pp.90-91. Aquí pueden verse las características del discernimiento eclesial o pastoral: el adaptarse a cada persona, el situarse, el hacerse cargo, el comprender, el saber bajar a lo particular y a lo concreto, no quedarse en lo universal, en lo abstracto y, menos aún, en lo legalista.

[12]    pp. 92-93. Cristo es nuestro Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6); nuestro centro y nuestro impulso, nuestra meta, siempre respetando nuestra libertad. 

[13]    p. 94. “Cristo hace unidad y rebaño”, busca nuestra unidad y la paz con Él y entre nosotros.

[14]    p. 96.

[15]    Ibíd.