z2lect-cast-santos-to-8-1a6

1 de agosto. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA

De las obras de san Alfonso María de Ligorio, obispo (Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, pp. 9-14)

El amor a Cristo

Toda la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo; nuestro Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor. La caridad es la que da unidad y consistencia a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto.

¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. “Considera, oh hombre -así nos habla-, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo.”

Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo: “Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor.” Y éste es el motivo de todos los dones que concedió al hombre. Además de haberle dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad; y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas criaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a él en atención a tantos beneficios.

Y no sólo quiso darnos aquellas criaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos a su Hijo único. Viendo que todos nosotros estábamos muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué es lo que hizo? Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.

Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará codo con él?

2 de agosto. SAN EUSEBIO DE VERCELLI, OBISPO

De las cartas de san Eusebio de Vercelli, obispo (Carta 2, 1, 3 — 2, 3; 10, 1 — 11, 1: CCL 9, 104-105. 109)

He corrido hasta la meta, he mantenido la fe

He tenido noticias de vosotros, hermanos muy amados, y he sabido que estáis bien, como era mi deseo, y he tenido de pronto la sensación de que, atravesando la gran distancia que nos separa, me encontraba entre vosotros, igual como sucedió con Habacuc, que fue llevado por un ángel a la presencia de Daniel. Al recibir cada una de vuestras cartas y al leer en ellas vuestras santas disposiciones de ánimo y vuestro amor, las lágrimas se mezclaban con mi gozo y refrenaban mi avidez de leer; y era necesaria esta alternancia de sentimientos, ya que, en su mutuo afán de adelantarse el uno al otro, contribuían a una más plena manifestación de la intensidad de mi amor. Así, ocupado un día tras otro en esta lectura, me imaginaba que estaba hablando con vosotros y me olvidaba de los sufrimientos pasados; así, me sentía inundado de gozo al considerar vuestra fe, vuestro amor y los frutos que de ellos se derivan, a tal punto que, al sentirme tan feliz, era como si de repente no me hallara en el destierro, sino entre vosotros.

Por tanto, hermanos muy amados, me alegro de vuestra fe, me alegro de la salvación, que es consecuencia de esta fe, me alegro del fruto que producís, el cual redunda en provecho no sólo de los que están entre vosotros, sino también de los que viven lejos; y, así como el agricultor se dedica al cultivo del árbol que da fruto y que; por lo tanto, no está destinado a ser talado y echado al fuego, así también yo quiero y deseo emplearme, en cuerpo y alma, en vuestro servicio, con miras a vuestra salvación.

Por lo demás, esta carta he tenido que escribirla a duras penas y como he podido, rogando continuamente a Dios que sujetase por un tiempo a mis guardianes y me hiciese la merced de un diácono que, más que llevaros noticias de mis sufrimientos, os transmitiese mi carta de saludo, tal cual la he escrito. Por todo ello, os ruego encarecidamente que pongáis todo vuestro empeño en mantener la integridad de la fe, en guardar la concordia, en dedicaros a la oración, en acordaros constantemente de mí, para que el Señor se digne dar la libertad a su Iglesia, que en todo el mundo trabaja esforzadamente; y para que yo, que ahora estoy postergado, pueda, una vez liberado, alegrarme con vosotros.

También pido y os ruego, por la misericordia de Dios, que cada uno de vosotros quiera ver en esta carta un saludo personal, ya que las circunstancias me impiden escribiros a cada uno personalmente como solía; por ello, en esta carta, me dirijo a todos vosotros, hermanos y santas hermanas, hijos e hijas, de cualquier sexo y edad, rogándoos que os conforméis con este saludo y que me hagáis el favor de transmitirlo también a los que, aun estando ausentes, se dignan favorecerme con su afecto.

4 de agosto. SAN JUAN MARÍA VIANNEY, PRESBÍTERO

De una catequesis de san Juan María Vianney, presbítero, sobre la oración (A. Monnin, Esprit du Curé d’Ars, París 1899, pp. 87-89)

Hermosa obligación del hombre: orar y amar

Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.

El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.

La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión.

Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.

Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.

Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto.

Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros.

Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: “Sólo dos palabras, para deshacerme de ti...”, Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.

5 de agosto. DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA

De la homilía de san Cirilo de Alejandría, obispo, pronunciada en el Concilio de Éfeso (Homilía 4: PG 77, 991. 995-996)

Alabanzas de la Madre de Dios

Tengo ante mis ojos la asamblea de los santos padres que, llenos de gozo y fervor, han acudido aquí, respondiendo con prontitud a la invitación de la santa Madre de Dios, la siempre Virgen María. Este espectáculo ha trocado en gozo la gran tristeza que antes me oprimía. Vemos realizadas en esta reunión aquellas hermosas palabras de David, el salmista: Ved qué dulzura, qué delicia; convivir los hermanos unidos.

Te saludamos, santa y misteriosa Trinidad, que nos has convocado a todos nosotros en esta iglesia de santa María, Madre de Dios.

Te saludamos, María, Madre de Dios, tesoro digno de ser venerado por todo el orbe, lámpara inextinguible, corona de la virginidad, trono de la recta doctrina, templo indestructible, lugar propio de aquel que no puede ser contenido en lugar alguno, madre y virgen, por quien es llamado bendito, en los santos evangelios, el que viene en nombre del Señor.

Te saludamos, a ti, que encerraste en tu seno virginal a aquel que es inmenso e inabarcable; a ti, por quien la santa Trinidad es adorada y glorificada; por quien la cruz preciosa es celebrada y adorada en todo el orbe; por quien exulta el cielo; por quien se alegran los ángeles y arcángeles; por quien son puestos en fuga los demonios; por quien el diablo tentador cayó del cielo; por quien la criatura, caída en el pecado, es elevada al cielo; por quien la creación, sujeta a la insensatez de la idolatría, llega al conocimiento de la verdad; por quien los creyentes obtienen la gracia del bautismo y el aceite de la alegría; por quien han sido fundamentadas las Iglesias en el orbe de la tierra; por quien todos los hombres son llamados a la conversión.

Y ¿qué más diré? Por ti, el Hijo unigénito de Dios ha iluminado a los que vivían en tinieblas y en sombra de muerte; por ti, los profetas anunciaron las cosas futuras; por ti, los apóstoles predicaron la salvación a los gentiles; por ti, los muertos resucitan; por ti, reinan los reyes, por la santísima Trinidad.

¿Quién habrá que sea capaz de cantar como es debido las alabanzas de María? Ella es madre y virgen a la vez; ¡qué cosa tan admirable! Es una maravilla que me llena de estupor. ¿Quién ha oído jamás decir que le esté prohibido al constructor habitar en el mismo templo que él ha construido? ¿Quién podrá tachar de ignominia el hecho de que la sirviente sea adoptada como madre?

Mirad: hoy todo el mundo se alegra; quiera Dios que todos nosotros reverenciemos y adoremos la unidad, que rindamos un culto impregnado de santo temor a la Trinidad indivisa, al celebrar, con nuestras alabanzas, a María siempre Virgen, el templo santo de Dios, y a su Hijo y esposo inmaculado: porque a él pertenece la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

6 de agosto. TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

Del sermón de Anastasio Sinaíta, obispo, en el día de la Transfiguración del Señor (Núms. 6-10: Mélanges d’archéologie et d’histoire 67 (1955), 241-244)

¡Qué bien se está aquí!

El misterio que hoy celebramos lo manifestó Jesús a sus discípulos en el monte Tabor. En efecto, después de haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca del reino y de su segunda venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no estaban muy convencidos de lo que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus corazones una firmísima e íntima convicción, de modo que por lo presente creyeran en lo futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación, en el monte Tabor, como una imagen prefigurativa del reino de los cielos. Era como si les dijese: “El tiempo que ha de transcurrir antes de que se realicen mis predicciones no ha de ser motivo de que vuestra fe se debilite, y, por esto, ahora mismo, en el tiempo presente, os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar al Hijo del hombre con la gloria de su Padre.”

Y el evangelista, para mostrar que el poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade: Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montaña alta. Sé transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.

Éstas son las maravillas de la presente solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que ahora se ha cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al mismo tiempo, la festividad de Cristo. Por esto, para que podamos penetrar, junto con los elegidos entre los discípulos inspirados por Dios, el sentido profundo de estos inefables y sagrados misterios, escuchemos la voz divina y sagrada que nos llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña.

Debemos apresurarnos a ir hacia allí -así me atrevo a decirlo- como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales.

Corramos hacia allí, animosos y alegres, y penetremos en la intimidad de la nube, a imitación de Moisés y Elías, o de Santiago y Juan. Seamos como Pedro, arrebatado por la visión y aparición divina, transfigurado por aquella hermosa transfiguración, desasido del mundo, abstraído de la tierra; despojémonos de lo carnal, dejemos lo creado y volvámonos al Creador, al que Pedro, fuera de sí, dijo: Señor, ¡qué bien se está aquí!

Ciertamente, Pedro, en verdad qué bien se está aquí con Jesús; aquí nos quedaríamos para siempre. ¿Hay algo más dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, ser hechos conformes con él, vivir en la luz? Cada uno de nosotros, por el hecho de tener a Dios en sí y de ser transfigurado en su imagen divina, tiene derecho a exclamar con alegría: ¡Qué bien se está aquí! donde todo es resplandeciente, donde está el gozo, la felicidad y la alegría, donde el corazón disfruta de absoluta tranquilidad, serenidad y dulzura, donde vemos a (Cristo) Dios, donde él, junto con el Padre, pone su morada y dice, al entrar: Hoy ha sido la salvación de esta casa, donde con Cristo se hallan acumulados los tesoros de los bienes eternos, donde hallamos reproducidas, como en un espejo, las imágenes de las realidades futuras.