“El cristiano es misericordioso”

Homilía de la Misa en Santa Marta

Los jefes de los sacerdotes preguntan a Jesús con qué autoridad realiza sus obras. Es una pregunta que demuestra el corazón hipócrita de esa gente. No les interesaba la verdad, solo buscan sus intereses y van por donde sople el viento: ‘Conviene ir aquí, conviene ir allá…’, eran veletas, todos. Sin consistencia. Un corazón sin consistencia. Y así lo negociaban todo: negociaban la libertad interior, negociaban la fe, negociaban la patria, todo, menos las apariencias. A ellos les importaba salir bien de las situaciones. Eran oportunistas: aprovechaban las situaciones.

Pero alguno podría decirme: ‘esa gente era observante de la ley: el sábado no caminaban más de cien metros —o no sé cuánto se podía andar— nunca, nunca se sentaban a la mesa sin lavarse las manos y hacer las abluciones; era gente muy observante, muy segura en sus costumbres’. Sí, es verdad, pero eran apariencias. Eran fuertes, pero por fuera. Estaban escayolados. El corazón era muy débil, no sabían en qué creían. Y por eso, su vida era, la parte de fuera, toda regulada, pero el corazón iba de un sitio a otro: un corazón débil y una piel enyesada, fuerte, dura. Jesús al contrario, nos enseña que el cristiano debe tener el corazón fuerte, el corazón sólido, el corazón que crece sobre la roca, que es Cristo, y luego, a la hora de ir, ir con prudencia: En este caso hago esto, pero… Es el modo de ir, pero no se negocia el corazón, no se negocia la roca. La roca es Cristo, no se negocia. Es el drama de la hipocresía de esa gente. Jesús no negociaba nunca su corazón de hijo del Padre, pero estaba tan abierto a la gente, buscando modos de ayudar. ‘Pero eso no se puede hacer; nuestra disciplina, nuestra doctrina dice que no se puede hacer’ decían ellos. ¿Por qué tus discípulos comen el grano en el campo, cuando caminan, en día de sábado? ¡No se puede hacer!’. Eran tan rígidos en sus disciplinas: ‘No, la disciplina no se toca, es sagrada’.

Cuando Pío XII nos liberó de la cruz tan pesada que era el ayuno eucarístico, quizá algunos lo recuerden. No se podía ni beber una gota de agua. ¡Nada! Y para lavarse los dientes, había que hacerlo de manera que no se tragara el agua. Yo mismo, de pequeño, fui a confesarme por haber comulgado, porque creía que una gota de agua se me hubiese colado ¿Es verdad o no? Es verdad. Cuando Pío XII cambió la disciplina —‘¡Ah, herejía! ¡No! ¡Tocó la disciplina de la Chiesa!’— tantos fariseos se escandalizaron. Muchos. Porque Pío XII hizo como Jesús: vio la necesidad de la gente. ‘¡Pobre gente, con tanto calor!’. Aquellos curas que decían tres Misas, la última a la una, después del mediodía, en ayunas. La disciplina de la Iglesia. Y esos fariseos eran así —‘nuestra disciplina’—, rígidos en la piel, pero, como Jesús les dice, ‘podridos en el corazón’, débiles, débiles hasta la putrefacción. Tenebrosos de corazón. Es el drama de esa gente y Jesús denuncia la hipocresía y el oportunismo. También nuestra vida puede llegar a eso. Y algunas veces, os confieso una cosa, cuando he visto a un cristiano o una cristiana así, con el corazón débil, no firmo, no fuerte sobre la roca —Jesús— y con tanta rigidez por fuera, he pedido al Señor: ‘Señor, échales una piel de plátano delante para que se den un buen resbalón, se avergüencen de ser pecadores y te encuentre a Ti, que eres el Salvador’. Sí, muchas veces un pecado nos hace pasar mucha vergüenza y encontrar al Señor, que nos perdona, como esos enfermos que estaban por ahí y acudían al Señor para curarse. Pero la gente sencilla no se equivoca, a pesar de las palabras de los doctores de la ley, porque la gente sabía, tenía aquel olfato de la fe.

Pido al Señor la gracia de que nuestro corazón sea sencillo, luminoso con la verdad que Él nos da, y podamos ser amables, misericordiosos, comprensivos con los demás, de corazón generoso con la gente. Nunca condenar. Si tienes ganas de condenar, condénate a ti mismo, que algún motivo tendrás. Pidamos al Señor la gracia de que nos dé esa luz interior, que nos convenza que la roca es solo Él y no tantas historias que convertimos en cosas importantes; y que Él nos diga el camino, nos acompañe en el camino, nos agrande el corazón, para que puedan entrar los problemas de tanta gente y que Él nos dé una gracia que esa gente no tenía: la gracia de sentirnos pecadores.