Costa-Gavras, famoso por sus muchas películas políticas, levantó una gran polémica en el pasado Festival de Berlín por su última película, Amén, que acusa a la Iglesia de haber sido indiferente al exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial. Indiferencia que la haría cómplice silenciosa del Holocausto.
Amén está basada en una obra de teatro titulada El Vicario, escrita en los años 60 por Hochhuth, y que, aunque desestimada por los historiadores y desmentida por los hechos, supuso el origen de una leyenda negra sobre Pío XII y su relación con el nazismo.
El argumento cuenta la historia del químico Kurtz Gerstein, oficial alemán de las SS encargado de fabricar el gas Ziklon B para los campos de concentración. En un principio Kurtz piensa que el gas se utiliza para desinfectar barracones, hasta que un día ve con sus propios ojos el uso que se le da. Horrorizado, y animado por su honda conciencia cristiana, comunica su descubrimiento a sus más íntimos amigos de su comunidad religiosa protestante. Algunos le sugieren que dimita, pero él decide seguir y así poder ofrecer pruebas documentales del exterminio. Cuando fracasa en su intento de que los dirigentes protestantes denuncien públicamente la situación, lo intenta con la Iglesia católica a través del padre Fontana, un joven sacerdote diplomático de la Nunciatura en Berlín. Pero sólo recibirá negativas, cuando no burlas, del nuncio, del Secretario de Estado Vaticano, y del propio Pío XII; tampoco sus conversaciones con miembros de las cancillerías aliadas dan ningún resultado. Entre tanto, la guerra va llegando a su fin y unos seis millones de judíos han sido exterminados.
La película contiene dentro de sí tres columnas vertebrales o categorías tan diversas, e incluso contradictorias, que son la causa de su radical desequilibrio: una categoría que podríamos denominar verídica o auténtica, y que encarna a la perfección el personaje de Gerstein, interpretado impecablemente por Ulrich Tukur. Es un personaje consistente, de carne y hueso, rico en matices, conmovedor, y cuyo proceso interno sobrecoge al espectador de cabo a rabo. Un hombre cristiano, cuya vida se resquebraja cuando entra en su alma la imagen de las cámaras de gas en funcionamiento. Sufrirá un daño moral irreparable. Nunca saldrá de él odio o rencor a la Iglesia. Gerstein es el centro y grandiosa aportación del film.
Una segunda veta es la ideológica, que ya no parte de personajes creíbles, sino que los convierte en esquemas puramente ideológicos, sin vida propia, diseñados de antemano en el laboratorio del prejuicio. En esa categoría Gavras sitúa al nuncio en Berlín, al cardenal Secretario de Estado y a Pío XII. Patético el primero, histérico e intolerante el segundo, y angelistamente bobalicón el tercero. No hay en ellos asomo de matices, ni de verosimilitud, y, sobre todo, se pone de manifiesto un grave desconocimiento de cómo son y actúan los altos representantes de la Iglesia. Ya el arranque de la película, en el que vemos a unas monjas colaborando en el envío de deficientes a cremaciones masivas para depurar la raza, se deja clara cuál va a ser la intención ideológica de Amén. La razón de esta ridícula simplificación está en el rechazo por parte del cineasta de la figura de Pío XII, un Papa que luchó tremendamente contra el comunismo, religión intelectual de Costa-Gavras. Ahí está la clave para comprender la forma tan nerviosa y precipitada con que dibuja los personajes, en una motivación puramente ideológica.
Por último, existe una tercera línea demagógica, que toma vida en el personaje del padre Fontana, interpretado por Mathieu Kassovitz. Este sacerdote encarnaría la propuesta demagógica del propio Gavras y que, a su juicio, representa lo que la Iglesia católica y el Papa deberían haber hecho: ofrecerse a sí mismos como víctimas voluntarias del holocausto nazi. Las decisiones de Fontana son impensables en un hombre formado en el realismo más absoluto; por el contrario, manifiestan un utopismo demagógico de lo más absurdo.
De una forma muy fugaz, aparecen en la película franciscanos refugiando a judíos, lo cual es cierto, pero en el contexto del film parece plantearse en términos de una Iglesia de base solidaria, frente a la Iglesia de los poderosos, preocupada de no poner en peligro sus propios privilegios.
Queda por afrontar la gran cuestión: ¿cuál es la verdad de los sucesos que Costa Gavras denuncia? ¿Cómo se concilian esas acusaciones con el hecho de que el Congreso Mundial Judío donase a Pío XII unos 40 millones de dólares al cambio actual «para demostrar la gratitud del pueblo judío por todo lo que había hecho en su favor»? ¿Cómo se explica que el rabino de Nueva York, David Dalin, declare que, «durante el siglo XX, el pueblo judío no tuvo un amigo más grande que Pío XII»? Para iluminar estas apasionantes cuestiones, que tiran por tierra la leyenda negra de la que Costa-Gavras se hace portavoz, invitamos a leer la abundantísima bibliografía que hay sobre el tema.
Alfa y Omega