No todas las crónicas se escriben con tinta. Hay crónicas que se escriben con sangre. Y otras, con lágrimas. Las lágrimas no son buenas para ver, pero sí para amar. Todo el que ha amado, lo ha hecho, alguna vez, con lágrimas. Hasta el Señor derramó las lágrimas por su amigo y por sus amigos. Nunca, como en Cuatro Vientos, como en la madrileña plaza de Colón –altar de la España más genuina y auténtica–, como en el aeropuerto de Barajas, he visto llorar tanto a tantos. Llorar de fe, de esperanza, de caridad, de alegría, de satisfacción, de plenitud. La gracia de Dios –ese baño de fidelidad en el que vive el hombre– se les salía a los jóvenes, a los ancianos, a los niños, a los matrimonios, por los ojos, por la cara. Juan Pablo II pasó por aquí espolvoreando complicidades. La complicidad de quien viene a decirte lo que, en ese preciso momento, necesitas.
Necesitábamos a Juan Pablo II, y él lo sabía. Necesitábamos de él su palabra, su testimonio, su ejemplo. Necesitábamos su mirada, su sonrisa y su silencio. Y le necesitábamos cerca, aquí mismo, aquí al lado, junto a nosotros…, como el Señor, junto a sus discípulos, junto a los que más quería. Juan Pablo II sabía de nuestros miedos, de nuestros fracasos, de nuestras decepciones, de nuestras peleas, de nuestras rencillas, de nuestras tentaciones. Lo sabía, como un padre sabe lo que les pasa a sus hijos. Nosotros, quizá, no nos dábamos cuenta. Y, ahora, pasados ya los días, no podemos dejar de pensar en aquella gracia. Aquel acontecimiento seguro que cambiará nuestra vida, cambiará nuestra Iglesia, cambiará nuestra sociedad, cambiará nuestra alma. En Cuatro Vientos –un lugar, un nombre para la Historia–, cuando Juan Pablo II, en aquel interminable diálogo con los jóvenes, con todos y cada uno de los jóvenes, les habló de su vocación al sacerdocio, de la generosidad de la entrega al Señor, cuando los jóvenes no hacían más que pedir más, y más, y más, y más –como siempre hacen los jóvenes–, Juan Pablo II cerró los ojos. Cerró los ojos para verlos a todos y para que todos le vieran. Cerró los ojos para abrazarlos en su corazón, para sentirlos cerca. Y para recordar lo que un día, allá en las tierras de Galilea, le ocurrió a un joven cuando se encontró con el Señor, que, «mirándole, le amó».
¿Quién de nosotros que haya estado en Cuatro Vientos, en Colón o en el aeropuerto de Barajas, no ha llegado al día siguiente, el día después, a su trabajo, a su despacho, a su oficina, a la universidad, a la tienda de la compra diaria, a la tertulia, o a la partida con sus amigos, y no ha sentido la necesidad de contar lo que vio y oyó? Eso mismo les ocurrió a los primeros, a los que vieron y oyeron al Señor. Juan Pablo II ha sido la noticia de nuestras vidas. Juan Pablo II ha sido la buena noticia. Una buena noticia que ha hecho, si cabe, más creíble a la Iglesia en nuestra sociedad, porque ha mostrado la Iglesia, el pueblo de Dios, que es, y no el que nos imaginamos. Este fin de semana ha sido el mejor antídoto contra las falsas profecías, contra los pronósticos reservados de una fe que, decían algunos, se acababa. Este fin de semana, la Iglesia ha sido, si cabe, más Iglesia; España ha sido, si cabe, más España.
Recuerdo que allá en los tiempos de la regencia de Espartero, cuando a algún genio de los afectos desorientados hacia la Iglesia se le ocurrió que en España también podíamos construir una Iglesia nacional, los católicos salieron a la calle para gritar aquello de «Roma es nuestro fin, Roma es nuestra esperanza». La quinta visita de Juan Pablo II ha sido un nuevo grito de esperanza para una Iglesia adormecida y anestesiada en sus inquietudes, en las tentaciones de división, en las miradas desvaídas de comunión, de vivencia de fe y de fidelidad al Evangelio y a la tradición apostólica. Cuatro Vientos y la Plaza de Colón han sido la gran fiesta del pueblo de Dios que ha clamado, pedido y rogado a la propia Iglesia la clemente y necesaria mirada sobre lo esencial. La Iglesia ha renacido en nuestras almas; en las almas de aquella generación de padres, jóvenes entonces, que aclamaron a un Juan Pablo II con sus mejores galas externas en el estadio Santiago Bernabéu y que ahora, el pasado fin de semana, sentados en una acera de Recoletos, en una silla del paseo de la Castellana, le decían a sus hijos: «Mira, es el mismo Papa que yo vi en el Santiago Bernabéu cuando era un poco más mayor que tú. Es nuestro Papa».
Juan Pablo II es nuestro Papa, y es nuestra Iglesia, Muchos no hemos conocido otro. Somos de la generación de Juan Pablo II. Una generación que, hoy, no sabe decir más que Gracias. Cuando la controversia pelagiana, san Agustín alcanzó el pleno conocimiento del primado. En su Carta 117, escribió al Papa: «La caritativa bondad de tu corazón nos perdonará, sin duda, si hemos mandado a Tu Santidad una carta, tal vez, contra nuestro deseo, demasiado prolija; pues no arrojamos nuestro arroyuelo a la fuente abundante para que se haga más grande, sino que queremos que, en la tentación presente, de ningún modo pequeña…, Tú examines si nuestro arroyuelo, aunque pequeño, fluye de la corriente principal misma, como Tu sobreabundante fuente, y que seamos consolados por Tu respuesta sobre la común participación de la gracia una».
Querido Juan Pablo, nuestro Papa, ¡gracias… !
José Francisco Serrano Oceja
(alfayomega)