En esta segunda parte del editorial "Crecer en familia" se afrontan otros elementos que se aprenden en el hogar: la buena educación, la disciplina, el humor, la vida de oración, etcétera
Crepita el fuego en la chimenea durante una apasionada conversación sobre una antigua batalla. Uno de los interlocutores tiene entonces una salida sorprendente: «Creo que hay plácidas victorias y contiendas y grandes sacrificios propios y actos de noble heroísmo (aun en muchas de sus aparentes ligerezas y contradicciones) no menos difíciles de conseguir, porque no tienen crónica ni público terrenales, pero que se realizan todos los días en los más apartados rincones, en las pequeñas familias y en los corazones de hombres y mujeres. Cualquiera de estos podría reconciliar con el mundo al hombre más exigente y llenarle de fe y de esperanza en él»[1].
El futuro del mundo no se forja solo en las grandes decisiones internacionales, por cruciales que puedan ser; se decide sobre todo en esa contienda cotidiana, en el «amor paciente»[2] que es la labor discreta de abuelos, padres e hijos. El proyecto de crecer −un crecer, sobre todo «para adentro»[3]−, que acompaña a cada persona a lo largo de su vida, es necesariamente un trabajo de equipo: todos juntos, al paso de Dios y con su soplo en las velas del alma.
En una familia en la que se respira aire cristiano, se comparten tareas, preocupaciones, triunfos y fracasos Todo es de todos y, a la vez, se respeta lo de cada uno: se enseña a los hijos a ser ellos mismos, pero sin aislarse en los propios gustos y preferencias. En el hogar se valoran las cosas que unen, que son como el aire que permite a cada uno respirar a gusto, llenar los pulmones y desarrollarse.
En esta tarea de mantener el aire de familia todos son importantes, hasta los más jóvenes. Por eso, conviene ir dando a los hijos pequeñas responsabilidades, acordes con su edad, que les lleven a salir de sí mismos, a descubrir que la casa funciona porque colaboran todos: regar una planta, poner la mesa, hacer la cama y ordenar la propia habitación, cuidar de otro hermano más chico, salir de compras… Poco a poco se les hace participar en las decisiones: no se imponen sin más los planes familiares, sino que se los presenta de modo atractivo. Así nadie queda aislado y se plasman formas de ser abiertas, generosas, con preocupación por el mundo y las otras personas.
El afecto lleva a sincronizar las vidas, a compartir con los demás los nuevos capítulos de la propia “serie”. Ayuda mucho tener momentos de descanso en común, actividades que unen y que permiten disfrutar de tantas cosas buenas. Cuando se presenta el dolor, la caridad −cariño sobrenatural− nos mueve a compartir el peso: «llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo»[4]. Nadie puede vivir como extraño en la propia casa; es imprescindible tener iniciativa, levantar la mirada y prestar atención a los demás: aficiones, planes, amistades, trabajo, preocupaciones… Son cosas que requieren tiempo, que es precisamente lo mejor que un padre puede dar a sus hijos, y que los hijos pueden dar a sus padres
En una familia cristiana hay también disciplina, pero amable: así los hijos aprenden a gusto y poco a poco, con el ejemplo de los mayores. La corrección se acompaña de buenos modos, que reflejan el afecto; además, se explican los porqués, y se procura «no derramar, en los demás, la hiel del propio mal humor»[5] En ocasiones, hace falta ser especialmente claros, pero los padres no olvidan que las virtudes y los valores cuajan sobre todo cuando los hijos los ven encarnados en sus propias vidas. La fortaleza, la templanza, el pudor, la modestia, vividas en lo cotidiano, se les presentan entonces como auténticos bienes: les resultan connaturales, como el aire que respiran. Esto vale especialmente para la formación de la afectividad: los padres que exteriorizan su cariño mutuo en los detalles más sencillos de la convivencia −aunque sin manifestaciones de afecto que deben quedar en la intimidad de los esposos− introducen fácilmente a los hijos en el misterio del amor verdadero entre un hombre y una mujer.
«Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo este: que vuestros hijos vean −lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no os hagáis ilusiones− que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está solo en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras»[6].
En un hogar «luminoso y alegre»[7] hay un trato sencillo y confiado. Y a la vez, la cercanía no da lugar a la indelicadeza ni a la insolencia. Todos tenemos defectos, podemos fallar y herir; pero poseemos la capacidad de pasar por alto incomprensiones o malentendidos, sin albergar rencor. A cualquier nivel, de padres a hijos, de hijos a padres o entre hermanos, hay que fijarse en lo positivo, lo que une. Como en cualquier convivencia, a veces surgirán discusiones o riñas, pero vale la pena terminar el día reconciliados: es el momento de llevar a la práctica la enseñanza de Cristo de no poner límites al perdón[8]. Además, pedir perdón madura el alma propia y la del que recibe o presencia una excusa sincera. «Escuchad bien: ¿habéis discutido mujer y marido? ¿Los hijos con los padres? ¿Habéis discutido fuerte? No está bien, pero no es este el auténtico problema. El problema es que ese sentimiento esté presente todavía al día siguiente. Por ello, si habéis discutido, nunca terminar el día sin hacer las paces en la familia»[9]
Quien quiere de verdad, sabe comprender y disculpar; es más: lo necesita. Y desde la familia, exporta al mundo este ambiente. Para transformar la selva, comencemos por nuestro jardín, por la «ecología de la vida de cada día», que se manifiesta «en nuestra habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo, en nuestro barrio»[10]. La familia es «el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal. En la familia se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir gracias como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la voracidad o la agresividad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño»[11]
Esta actitud nos ayuda a relativizar los problemas que se pueden dar en la convivencia, y a descartar la idea de que en otras circunstancias todo sería más sencillo. Suele ser más fácil juzgar positivamente a quienes no conviven con nosotros. Incluso alguien con una psicología equilibrada tiende a idealizar lo bueno de amigos y conocidos, y a poner en cambio en primer plano los defectos y errores de los familiares más cercanos. Sin embargo, ¡qué necesario es conocer y remediar estos prejuicios! Ni la sonrisa y amabilidad de quien vemos muy de vez en cuando es siempre así; ni aquel comentario desabrido de un hermano o hermana, después de un mal día o una mala noche, refleja toda su forma de ser, o indica la opinión que tiene de nosotros. Además, es bueno saber que cuando hay más confianza con alguien es lógico que se baje un poco la guardia y surjan más fácilmente desahogos, en una u otra dirección; parte del cariño consiste entonces en comprender[12]; en ser, si es necesario, paño de lágrimas.
Las etapas del desarrollo, con sus respectivas crisis, son retos que requieren paciencia, porque la maduración casi nunca se produce de golpe. En especial la adolescencia, más o menos prolongada, afecta al ambiente del hogar y en ocasiones trae discordias y mayor nerviosismo en grandes y chicos. Pero pasa el tiempo y, si se ha afrontado bien la crisis, la familia sale fortalecida de ella: las aguas no solo vuelven a su curso, sino que se hacen más fuertes y saludables.
Es normal que, al llegar a la adolescencia, los hijos necesiten espacios de libertad, formar su propio núcleo de amistades, aprender a volar solos. Los padres seguirán siendo el punto de mira, aunque la vivacidad juvenil no quiera aceptarlo. Por eso, es importante que no aparezcan solo como la “autoridad”, sino que fomenten también un trato amigable y lleno de confianza. Los padres animan a tomar decisiones y muestran los obstáculos; señalan tanto las rocas que pueden encontrar al navegar como el faro al que vale la pena dirigirse. Y esto se transmite más con el ejemplo que con muchas palabras o reglas, aunque lógicamente algunas sean necesarias
En todo caso, hay que confiar en los hijos, porque solo en un clima de confianza crece la libertad. Es incluso preferible, decía san Josemaría, que los padres «se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre»[13].
En la familia también se aprende a tratar con Dios: se aprende a rezar. ¡Cuánto apreciaba san Josemaría las oraciones que le enseñó su madre! «Sin las madres, no solo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo»[14]. Lo habitual es que los padres enseñen a los hijos a leer esta partitura. No pocas veces, sin embargo, se produce un intercambio de papeles, y la Providencia se sirve de los hijos para que papá o mamá descubran la espléndida melodía de la fe.
En tantas ocasiones, será posible y útil rezar todos juntos, recordando que «la familia que reza unida permanece unida»[15]. La piedad transparente y sincera alumbra hacia adentro y hacia afuera de la casa, y se va engarzando serenamente con las demás ocupaciones diarias No importa que a veces existan distracciones: los hijos que van de un lado a otro, las múltiples tareas del hogar… Cuando ponemos lo que está de nuestra parte, esas distracciones no generan disonancias, sino que resuenan también en el cielo.
De unos padres fieles surgen nuevos padres fieles, y también muchos que, aceptando la invitación de Dios, siguen un camino vocacional en el celibato. Ni el amor a otra persona ni el amor a Dios compiten con el afecto a nuestra familia, sino que lo aumentan. Siempre, en cada momento de la vida, corre por nuestras venas la misma sangre: estamos unidos, a pesar de que puedan mediar distancias, compromisos y múltiples obligaciones. Un signo de madurez es precisamente la capacidad, que se aprende con el tiempo, para compaginar los deberes que provienen del propio hogar que formamos con el cultivo del cariño filial y fraternal hacia la familia de origen. Contamos con su oración para nuestra misión en la vida, y nosotros les apoyamos con la nuestra. No se trata de un mero premio de consolación: «un hermano ayudado por su hermano es plaza fuerte y alta, fuerte como muralla real»[16].
Los grandes frentes de la familia no se agotan en ella misma. Del mismo modo que sería imposible madurar centrándose en uno mismo, la vida familiar crece abriéndose al exterior. Un hogar cristiano tiene, sí, unas puertas que protegen la intimidad, que dan el ambiente adecuado para el crecimiento, pero que no asfixian ni tapan los ojos.
Por eso, la solidaridad forma parte importante de la misión de las familias cristianas: se sale así, con creatividad, al encuentro de los más necesitados, se busca el desarrollo de la cultura y la educación para todos, el cuidado de la tierra como la casa común… Las carencias son muy variadas y muchas veces no coinciden con las prioridades que algunas ideologías o grupos minoritarios lanzan a la agenda del mundo. Qué grandes ejemplos hemos visto de hogares que salen al encuentro de inmigrantes sin techo; de familias numerosas que reciben un nuevo hijo; de padres que se sacrifican por los suyos y por los de otros, superando los aprietos con heroísmo; de matrimonios sin hijos que dedican su vida a ayudar a otras familias.
Y lo mejor es que “todo queda en casa”: los primeros en ganar con estas iniciativas son los del propio hogar. Y de casa al mundo: la familia, escuela de amor gratuito y sincero, es «el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta»[17]. Quien ha crecido con «el “sano prejuicio psicológico” de pensar habitualmente en los demás»[18] disfruta escuchando, comprendiendo, conviviendo, resolviendo necesidades concretas de sus hermanos los hombres.
El panorama de las familias, su papel en la Iglesia y el mundo, es apasionante. A la vez, no se escapan a nadie las dificultades por las que atraviesan. Pero las familias no están solas: mucha gente buena dedica tiempo y energías en ayudar a los padres en su tarea de formación. Colegios, clubes juveniles y tantas otras iniciativas, son un soporte a veces decisivo para el cuidado de los jóvenes, de los ancianos. El apoyo a las tareas del hogar, no exclusivas de las madres, es otra columna de los hogares cristianos: por eso, a quienes vuelcan su vida en transmitir su ciencia y su experiencia en este campo, les decía san Josemaría que tienen «más eficacia educadora que muchos catedráticos de universidad»[19].
¿Qué decir, por último, cuando a pesar de los esfuerzos queda la impresión de que se podría haber hecho más? Cuántos padres que procuran educar lo mejor posible a sus hijos, lo mejor que han sabido, los ven luego con problemas materiales y espirituales, faltos de fe o con vidas desarregladas. Además de seguir profundizando para prevenir y mejorar, si llega esta situación, es la hora de imitar al Padre de la parábola, que sin forzar la libertad del hijo, sale a su encuentro, disponible para ayudarle apenas dé una señal de querer corregirse[20]. Es el momento de acudir más al Cielo, diciendo quizá: Dios mío, ahora te toca a ti. «Los padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y misericordia»[21]
Wenceslao Vial
Fuente: opusdei.es.
Artículo relacionado: Crecer: un proyecto en familia (I).
[1] Dickens, Charles La batalla de la vida, en Obras Completas, Aguilar, Madrid 1948, vol. I, p. 1135.
[2] Francisco, Homilía, 27-X-2013.
[3] San Josemaría, Camino, n. 294.
[4] Gal 6, 2.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 174.
[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 28.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 78.
[8] Cfr. Mt 18, 21-22.
[9] Francisco, Audiencia, 13-V-2015.
[10] Francisco, Laudato si’ n. 147; cfr. Audiencia general, 13-V-15.
[11] Francisco, Laudato si’, n. 213.
[12] Cfr. Camino, n. 463.
[13] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 100.
[14] Francisco, Audiencia, 7-I-2015.
[15] San Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 41.
[16] Prv 18,19.
[17] Francisco, Audiencia, 7-I-2015.
[18] San Josemaría, Forja, n. 861.
[19] Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 88.
[20] Cfr. Lc 15,20.
[21] Francisco, Audiencia, 4-II-2015.