La reflexión racional contribuirá a superar intolerancias y extremismos execrables, y facilitará seguir conviviendo en paz y concordia
Más allá de esta época del año, y de unas vacaciones que podrían servir también para serenar una vida social y política excesivamente crispada, estos días invitan a seguir reflexionando sobre la deriva de la realidad religiosa en España, en este punto cada vez menos diferente de los demás países de Europa, a pesar de la presencia quizá irrepetible de las manifestaciones externas de religiosidad popular.
Para muchos, especialmente los creyentes, puede ser una oportunidad de repasar los grandes textos de los pontífices romanos, desde la segunda mitad del siglo XX, sobre todo, después del Concilio Vaticano II. Me parece recordar que fue en tiempos de Juan Pablo II cuando se creó la Conferencia episcopal de los obispos de Europa. Y el pontífice polaco convocó al menos dos sínodos en Roma de los prelados del viejo continente, en 1991 y 1999. De esas asambleas procedería buena parte del material elaborado, por ejemplo, en la importante exhortación de 2003 sobre Ecclesia in Europa, en la que laten ecos del magisterio romano antes y después del jubileo del año 2000.
Benedicto XVI tuvo muy presente la nueva evangelización en su pontificado. Creó un dicasterio propio: junto a la antigua Propaganda Fide, de resonancias modernas inseparables del descubrimiento de nuevos mundos, un consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización. No sé si permanece, o se ha integrado en los nuevos organismos de síntesis queridos por el papa Francisco. Fueron constantes sus referencias magisteriales, de modo particular en su segundo gran documento, la Exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, bien enlazada con su primera encíclica, Deus caritas est. Esos textos configuran un auténtico manual sobre algo central en la vida de la Iglesia. La exhortación rezuma apertura y colegialidad, lleno de referencias a las propuestas del Sínodo de 2005. Su gran calado teológico y humano está muy en línea con el temple de Benedicto XVI, que prestó también especial atención a los universitarios europeos.
Tal vez el papa Francisco había meditado menos que sus predecesores sobre el envejecimiento de Europa: no sólo demográfico, sino religioso. Pero sus intervenciones muestran un conocimiento profundo de los problemas, y ofrecen pistas importantes para esbozar soluciones. Basta pensar en las últimas dos audiencias con jefes de Estado y de gobierno, con motivo del sexagésimo aniversario del Tratado de Roma (2017) y de la entrega del Premio Carlomagno (2016), aparte de su discurso ante el pleno de la Eurocámara en Estrasburgo dos años antes. Como tituló su crónica el diario Le Monde del 6-5-2016, una Europa desorientada (déboussolée, sin brújula) dirige su mirada al papa Francisco.
Estos días, en España prevalecerá la participación en antiguas devociones populares que, paradójicamente, se revitalizan cada año. Desde luego, se llevan la palma la plaza de San Pedro y el Coliseo romano, turismo al margen. En cierto modo aparece otra contradicción de la Europa desarrollada: el afán laicista resulta compatible −quizá estimulante− con las convicciones de los creyentes. En realidad, lejana la muerte de Nietzsche recién estrenado el siglo XX, la fe encarna una nueva vitalidad, que parece dar razón a la supuesta frase de André Malraux tantas veces repetida: “el siglo XXI será religioso o no será”.
Nada tengo contra las devociones populares propias de la Semana Santa, aunque prefiero con gran diferencia la fuerza de los oficios litúrgicos. Y, en conjunto, estos días −“vacaciones de primavera”, según la neolengua− pueden ser tiempo de reflexión, también intelectual, para encontrar o profundizar en el sentido de esas tradiciones, que no pueden ser desconocidas o trivializadas culturalmente por el laicismo de menor cuantía al uso. Sin duda, la reflexión racional contribuirá a superar intolerancias y extremismos execrables, y facilitará seguir conviviendo en paz y concordia.
Salvador Bernal, en religionconfidencial.com.