Una de las asignaturas pendientes para lograr la madurez personal que nos conduzca a olvidarnos un poco de nosotros mismos y centrarnos en los demás es la educación de los sentimientos, de la que ya he hablado en alguna ocasión
En el último post, a propósito del transhumanismo, advertía de la gran tentación que amenaza al ser humano cuando se encuentra con un poder que no está preparado para gestionar y utiliza solo en su propio beneficio. Supongo que no hará falta poner ejemplos concretos. Cada uno estará pensando en este momento en personas que se han dejado llevar por esa ambición de poder, de riqueza, de prestigio, de sensualidad desmedidas hasta el punto de ver en los demás meros instrumentos o peldaños para su satisfacción y promoción personal.
Una de las asignaturas pendientes para lograr esta madurez personal que nos conduzca a olvidarnos un poco de nosotros mismos y centrarnos en los demás es la educación de los sentimientos, de la que ya he hablado en alguna ocasión.
María Wolter es una profesora de filosofía de la Universidad Franciscana de Steubenville, en Ohio, experta en el que podríamos llamar el filósofo de los sentimientos, Dietrich von Hildebrand, quien dejó escritas páginas certeras y profundas acerca de la dimensión que él denominaba “el corazón” y que, según enseñaba, iba más allá de la mera sentimentalidad para erigirse en el centro de la espiritualidad humana.
La profesora Wolter, inspirada en von Hildebrand, ofrece los siguientes criterios para educar los sentimientos y adaptarlos a la realidad, a fin de evitar que acaben siempre vueltos hacia nosotros mismos:
El primero, naturalmente, es la utilización de la razón, que nos ayudará a descubrir la verdad. Si recibo una llamada diciéndome que un hijo mío ha chocado con mi coche y yo me preocupo espontáneamente por el vehículo sin siquiera preguntar por mi hijo, es evidente que mi sentimiento está, según acertada expresión de Julián Marías, ‘metalizado’, y tengo que humanizarlo, porque tiene más importancia mi hijo que un conjunto de materiales organizados en forma de vehículo.
El segundo criterio es la voluntad porque, una vez la razón ha descubierto la verdad, la voluntad tiene que quererla y, lo que es más difícil, impulsar todo mi ser, incluidos los sentimientos, hacia ella. Para este segundo paso, que es ya propiamente educación de los sentimientos, la profesora Wolter da tres pautas muy sencillas:
Quizás, si queremos que nuestros hijos (¡y nosotros mismos!) se enamoren del matrimonio y de la vida de familia, es un buen momento para revisar los cánones de belleza en nuestra casa y en nuestras relaciones: los detalles de cortesía, el trato siempre preferente a los demás, los modos de hablar, la atención y la escucha, el cuidado y disposición de las cosas materiales, la delicadeza en las formas, el servicio a los demás y olvido de sí, el tono humano, el propio atractivo y cuidado personal interior y exterior, la preparación de los eventos familiares, etc.
Tan necesitados estamos de este orden y atractivo exterior que últimamente hay alguna bloguera internacional que se dedica a poner orden en las casas ajenas. En el caso de mi familia, este aspecto lo tenemos bastante bien resuelto porque, como me hizo ver una vez, con gráfica expresión, una amiga de mi mujer que le quería hacer una consulta acerca de un vestido, resulta que convivo con el “árbitro de la elegancia”. ¡Y eso que su amiga no tiene el acceso privilegiado y continuo que tengo yo a su belleza interior!
Javier Vidal-Quadras Trías de Bes, en javiervidalquadras.com.