Un solo Dios

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Escrito por Rafael María de Balbín
Publicado: 27 Abril 2020

La tentación de la idolatría es un peligro perenne de la humanidad… ídolos de poder, de placer sensual, de riqueza material, de autosuficiencia. Cuando el hombre los adora, se adora a sí mismo, admirando su propia hechura

El punto de partida y también el punto de llegada para la fe cristiana es Dios. La profesión de fe comienza por Dios, “el primero y el último” (Isaías 44, 6), el Principio y el Fin de todo. Y le llamamos con confianza Padre, refiriéndonos así directamente a la Primera Persona Divina de la Santísima Trinidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 198).

Cuando el creyente afirma: «Creo en Dios», comienza por el principio, por la verdad más fundamental. Todo el símbolo de la fe habla de Dios; y cuando habla del hombre o del mundo lo hace por referencia a El. “Todos los artículos del Credo dependen del primero, así como los mandamientos son explicitaciones del primero” (Catecismo..., n. 199).

El Símbolo de Nicea-Constantinopla comienza por decir: «Creemos en un solo Dios», profesando así que Dios existe y que es único. No podría ser de otra manera: si hubiera varios tendrían que diferenciarse en algo. La diferencia no puede ser una perfección, ya que Dios es enteramente perfecto; y tampoco una imperfección, pues el que la tuviera no sería Dios. La unicidad divina fue expresamente revelada en la Antigua Alianza, y constituye su verdad fundamental, en abierto contraste con todos los pueblos coetáneos y vecinos de Israel. El politeísmo queda rechazado de plano, y con él otros errores y desviaciones que, con el transcurso del tiempo y los pecados de la humanidad, se fueron acumulando hasta formar una unidad con la cultura de los diversos pueblos. “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Deuteronomio 6, 4-5).

La tentación de la idolatría es un peligro perenne de la humanidad, desde aquella primera mentira con que Satanás engañó a nuestros primeros padres, prometiéndoles que serían como dioses. Tentación de buscar y adorar ídolos, producto de las manos y de la inteligencia del hombre. Tentación no sólo para pueblos y culturas primitivos, sino también para el hombre de comienzos del tercer milenio, orgulloso de sus conquistas científico-técnicas. Ídolos de poder, de placer sensual, de riqueza material, de autosuficiencia. Cuando el hombre los adora, se adora a sí mismo, admirando su propia hechura.

La enseñanza de los profetas es un llamado a la conversión, para que los hombres todos se dirijan al único Dios: “Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro (...), ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua jurará diciendo: ¡Sólo en Dios hay victoria y fuerza! (Isaías 45, 22-24; cf. Filipenses 2, 10-11).

La enseñanza monoteísta del Antiguo Testamento viene enriquecida por la Revelación trinitaria del Nuevo: hay un único Dios en tres Personas. Además del Padre, Jesucristo es también “Señor” (cf. Marcos 12, 35-37) y el Espíritu Santo es “Señor y dador de vida”. Así se afirma en la Profesión de Fe del Concilio IV de Letrán: “Creemos firmemente y afirmamos sin ambages que hay un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tres Personas, pero una Esencia, una Substancia o Naturaleza absolutamente simple”.

Rafael María de Balbín