La directora de escena Karin Henkel estrena en el Festival de Salzburgo una versión para el teatro de la película «Amour» (Michael Haneke, 2012).
«At the end of my suffering / there was a door». Sobre estos dos versos levantó Louise Glück un poemario en ocho semanas, El iris salvaje, tras un atasco radical de unos dos años y medio. Lo contaba recientemente la poeta Elena Medel a raíz del testimonio personal del escritor Colm Tóibín de una conversación con la Nobel americana en la Biblioteca Pública de Nueva York. ¿Y qué puede hacerse ante una puerta, sobre todo si se llega ante ella exhausta por el dolor o el sufrimiento?
Una puerta es lo que separa el mundo de Jean-Louis Trintignant (Georges) del de Emmanuelle Riva (Anne) en la película Amour, del director austriaco Michael Haneke, una vez que él tomó la decisión, quizás meditada por la acumulación de señales que le hacían los que estaban alrededor, quizás por desesperación, de poner fin al dolor de su mujer tras un accidente cerebrovascular que fue mermando sus facultades hasta que la comunicación empezó a ser imposible. «Mal», «Duele», palabras sueltas como quejidos vanos, las palabras que no alcanzan, que no pueden explicarse.
Los temas centrales están ahí: la vejez, la enfermedad y la muerte, pero también los cuidados y la soledad, y lo que ocurre alrededor cuando dejamos de ser funcionales y necesitamos de otra persona para seguir viviendo. Haneke despliega en la pantalla el nítido y doloroso contraste entre la vida tangible, contante y sonante de quienes los rodean, ese mundo exasperante de los sanos, y el de la pareja de ancianos que se aísla de manera progresiva. Él acaba por perder la esperanza. Sabe que es el fin, no solo de ella, sino de los dos, aunque él siga viviendo. Por eso le escribe esas cartas y las desliza por debajo de la puerta donde está ella amortajada, sobre la cama de tantos años juntos, para que escuche la crónica de su desistimiento o su huida, algo que la película decide magistralmente no aclarar.
La directora de escena alemana Karin Henkel, para su versión encargada por el Festival de Salzburgo de este año, parte del guion pero decide concentrarse en el desarrollo conceptual de las imágenes que vienen a la cabeza del marido en aquel breve lapso entre la decisión y toma de conciencia de la realidad. El actor André Jung se sienta al borde del escenario con una almohada entre las manos. A su espalda, un túnel en perspectiva, el estrecho lugar por el que se cuelan los recuerdos en la memoria, como esos momentos en los que ella, sentada en una silla de ruedas, le hace prometer que no la llevará más a un hospital. En sus paredes, Anne de niña, de joven y de mayor escribe el día, la hora y el lugar de su partida, lo que nunca supo: la última línea de una vida. Luego una Anne convaleciente escribirá hilfe [ayuda, en alemán] y el pasadizo de la mente comenzará a mancharse de tinta, montículos de tierra que se precipitan del techo, como queriendo enterrar los pensamientos de Georges. Camas de hospital que se desvanecen y dan lugar a un nuevo espacio lleno de tierra, agua, flores y los objetos cotidianos de la convivencia. El diseño escénico de Muriel Gerstner es una instalación conceptual sobre los asideros de la mente en ese instante fugaz del protagonista, aún con la almohada entre las manos, en la que se abre paso el miedo.
«Es algo terrible de sobrellevar —dice Karin Henkel en las notas del programa—. Para el que lo sufre, pero también para el que intenta aliviar el sufrimiento. Uno puede cometer muchos errores. También le ocurre a Georges. Seguro que lo hace con buena intención. Pero a veces hay que preguntarse qué es realmente lo mejor». La obra decepcionará a quien busque una respuesta contundente, pero consolará a quien se reconoce en todas las preguntas que plantea. Henkel hace subir al escenario a doce extras, actores no profesionales; siete de ellos contarán a Georges sus experiencias reales. Uno tuvo un derrame cerebral y quería morir, otro ha decidido vivir a pesar de la distrofia miotónica, una enfermedad neurodegenerativa incurable. Uno acompañó a su mejor amigo a morir a una clínica, otro vio cómo fallecía su propio hijo.
El fin se revela nítido para el moribundo, es su paradójica lucidez. Cuántos de ellos susurran un «Me muero» al oído del familiar o del amigo sin que pueda hacerse nada, salvo negar que tal cosa vaya a ocurrir para tranquilizarlo o, más bien, calmarnos a nosotros mismos. Cuando Anne, en la película de Haneke, ha tenido el primer ataque, insiste en revisar un viejo álbum de fotos con Georges. Pasa las páginas con los ojos ávidos y dichosos. No hay apenas palabras. Él le inquiere con la mirada hasta que ella responde.
—«Qué bonita... la larga vida».
Felipe Santos, en Nuestro Tiempo