Quiero aplaudir a las madres que nos han iluminado con la luz de Cristo: las de los santos y de aquellos que aspiramos a serlo
El lunes aprendimos que la tecnología es muy útil, pero también tiene sus puntos débiles. Ahora todo el mundo anda tras el kit de supervivencia y vuelven las velas de antaño. “Nunca más, nunca más servir a señor que se me pueda morir”, exclamó el duque de Gandía al enterrar en Granada a la reina Isabel de Portugal, una decisión que le llevó a la santidad.
Hoy celebramos el Día de la Madre, recién comenzado el mes dedicado a aquella que es Madre de todas las madres. Estas sí que son luces que no se apagan, y María aún más, pues dio a luz al que es la Luz. Pensaba dedicar estas palabras en homenaje a todas las mujeres: las que son madres y aquellas que lo son de corazón; al genio femenino que tanto necesita el mundo actual. Pero, con respeto y perdón a quienes no tengan mucha fe, quiero aplaudir a aquellas que nos han iluminado con la luz de Cristo: a las madres de los santos y de aquellos que aspiramos a serlo.
El sábado pasado, víspera del domingo de la Divina Misericordia, se fue a la Casa del Padre mi amigo Edu. De él hemos hablado en alguna ocasión: el maestro de la sonrisa. No recuerdo a nadie que lo hiciera como él. Para quienes no le conocieron, a Edu solo le quedó la movilidad de los ojos y la capacidad de sonreír debido a un derrame cerebral a los quince años. Atado a una silla durante nueve años, sus ojos surcaban tierra y cielo, llenándolo todo de alegría.
Solía llevarle la comunión con frecuencia y, tengo que confesarlo, me movía a visitarle más el egoísmo que la caridad: recibía mucho más de lo que le daba. Me refiero al tiempo compartido, no al Santísimo Sacramento, que tiene un valor infinito. Su alegría y agradecimiento, su ejemplo y entereza, su fe inquebrantable eran un tesoro, una fuente de energía que me ayudaba en mi quehacer pastoral.
Quiero agradecer a Dios el regalo de sus santos. Estos sí que son luces que brillan en la oscuridad, que marcan el camino y que nos acompañan siempre. Junto a la Virgen Santísima, Estrella del Mar, forman una constelación: la Vía Láctea, que es como una autopista hacia el cielo y la felicidad.
Edu, con veintidós años, falleció el mismo día en que iba a ser canonizado otro joven, Carlo Acutis, quien también partió al cielo con quince años. Este es también un siglo de santos, un milenio de santidad.
En el funeral del Papa Francisco había una multitud de jóvenes que pretendían asistir al Jubileo de los adolescentes y a la canonización de Carlo. La Iglesia está viva y llama a la santidad, a la vida heroica, al compromiso. Otro joven que camina hacia los altares es Pedro Ballester, fallecido en Manchester en 2018 a los 21 años. Su alegría y amor a los demás cautivaban.
¿De dónde sacan las fuerzas los santos? ¿Son de otra pasta? No; son como nosotros: tienen sus virtudes y defectos, sus momentos de euforia y de dificultad. Cuando los pinchan, sangran -parafraseando al Mercader de Venecia de Shakespeare- pero están llenos de amor, del amor que Dios ha depositado en sus corazones.
Edu también tenía sus momentos difíciles: a veces dormía mal, estaba cansado o molesto, pero siempre estaba con Dios. Quería ser santo; lo había decidido desde pequeño. A los doce años, en un viaje a Fátima con el colegio, anotó con fuertes rasgos: "¡Quiero ser santo!"
Leemos en el Evangelio: "Le preguntó por tercera vez: —Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque le preguntó por tercera vez: '¿Me quieres?', y le respondió: —Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero". El Señor no tiene en cuenta las negaciones de Pedro. Si le ha negado tres veces, se conforma con tres confesiones de amor. El amor todo lo puede, todo lo borra, todo lo supera.
Aprendamos de las madres lo que es el verdadero amor, el que da vida. Ellas se entregan, se desgastan por los demás, y merecen todo nuestro amor y gratitud. Siempre están a nuestro lado; no las olvidemos. Cuando pasan los años y menguan sus fuerzas, cuando están agotadas por el peso de la vida, seamos el báculo de su vejez, devolvamos todo el bien que nos han hecho. Que no les falte nuestra compañía, el mejor regalo que esperan.
Decía el Papa en Amoris Laetitia: "Las madres transmiten a menudo también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que aprende un niño […] Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo." Agradezcamos la luz de la fe que hemos recibido de ellas.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es