El problema, en el fondo, no es que haya que hacer un esfuerzo adicional para pararse a pensar, sino que tenemos miedo de pararnos a pensar porque la consecuencia habitual puede ser la tristeza
La sociedad actual ha desarrollado mecanismos que, de una manera tácita o explícita, dificultan a los ciudadanos pararse a pensar. Esta sociedad de la imagen, con toda su alambicada tecnología, está construyendo seres humanos acostumbrados al «botonismo», donde sólo con apretar se obtiene lo que se desea y además de una manera instantánea.
El discurso racional corre el peligro de quedar anulado por los impactos visuales que nos golpean continuamente. Por emociones.
El problema, en el fondo, no es que haya que hacer un esfuerzo adicional para pararse a pensar, sino que tenemos miedo de pararnos a pensar porque la consecuencia habitual puede ser la tristeza. Podemos terminar tristes.
Se huye de la reflexión como de algo dañino. Nos damos cuenta de que nuestra vida no va por los caminos que debería. Lo cual entristece.
Cuando el hombre necesita no pensar, se está empezando a deshumanizar. El sentido de su vida se pierde y no se encuentra una respuesta a la pregunta: ¿Yo para qué vivo? El hombre huye.
No aguanta su necesidad de cambiar y no hacer nada para lograrlo.
Las enfermedades mentales son parte del precio del bienestar. Según Viktor Frankl, son un 30 % más elevadas en Occidente que en los países en vías de desarrollo. Alto coste.
Se trata de sociedades en las que se tiene dificultad para ver las consecuencias de nuestros actos, por vivir muy al día.
Se desprecia el conocimiento del ser humano, de la naturaleza humana, para ensalzar el conocimiento técnico. Al final, sabemos mucho de internet y poco acerca de nosotros. Nos conocemos muy poco, lo cual impide la capacidad de mejora.
Aquí radica el problema: en la falta de formación. Y en vez de intentar encontrar las causas y poner remedio, lo que hacemos es huir. Mejor escapar que hacerse preguntas.
Además, las soluciones pueden ser incómodas. La escapatoria es la «solución» temporal la cual no hace más que aumentar el problema.
Nos enganchamos a la escapatoria por los más diversos caminos.
Uno de ellos es lo que podríamos llamar la socialización de la adolescencia. Así, nos encontramos con personas de cuarenta, cincuenta o sesenta años que son auténticos adolescentes, con todas las características y reacciones propias de esa edad. Que viven y hablan como adolescentes, se gustan así y no quieren crecer.
Cuando han intentado comportarse como adultos, no han sabido adaptarse a un mundo donde la responsabilidad es la moneda de cambio de las relaciones sociales. Incapacidad de comprometerse. Van persiguiendo algo que no existe, la felicidad sin esfuerzo, sin libertad, sin verdad, sin amor.
Esa incapacidad, esa mala experiencia, les ha hecho fracasar en lo que para ellos era vital: las creencias, la familia, la cultura. Y para no frustrarse, lo han tachado como falso y equivocado. En vez de enfrentarse a la vida, han preferido seguir viviendo como adolescentes inmaduros.
No saben manejar las riendas de su libertad con soltura. Además, éstas no están tensas y su voluntad no responde a los estímulos de su inteligencia.
Por eso, porque saben que no pueden, que no quieren, prefieren no enfrentarse a las preguntas serias de la vida.
En el fondo, no aceptan la vida como es. Están en un estado de huida constante, estado que, por cierto, es muy contagioso y peligroso para quienes les rodean. Comprueban que esa huida, no lleva a ninguna parte, pero no lo aceptan.
A corto plazo no molesta vivir de ese modo: es relativamente aceptable y placentero. Se fabrican una serie de justificaciones que son aplicadas en momentos de debilidad.
Al contrastar con los medios de comunicación y, fundamentalmente, con la televisión -series, películas, telenovelas…- que su vida es igual -igual de vacía- que las de los modelos vitales que presentan, piensan que no son tan raros. Se afirman en sus convicciones.
No dándose cuenta de que esos modelos vitales son, muchas veces, una auténtica pena por la tremenda inmadurez que emanan y que llevan consigo una incapacidad de amar y ser amado.
A largo plazo una vida así, solo puede llevar al escepticismo, o sea al vacío, porque todo escéptico en el fondo es una persona vacía que, ante la imposibilidad de darse argumentos, llena su vida de la nada o de la duda.
Otro camino de escape es creer que el mundo del tener y de la técnica, ese mundo que nos atrapa, puede hacernos felices.
Muchos vieron en los ordenadores y en internet la solución a sus problemas de soledad. El chasco ha sido tremendo cuando han comprobado que es imposible. El hombre pide más.
También los hay que intentan paliar esa soledad con el trabajo. Piensan que pueden encontrar la felicidad centrándose solo en el trabajo, en la ambición y en el ganar dinero. Es un error clamoroso porque la felicidad del hombre está en el terreno del ser.
Los hombres contemporáneos nos hemos creído que a base de tener cosas, podemos llegar a ser felices. Cada vez que conseguimos algo y vemos que no aumenta nuestra felicidad, pensamos que la solución está en conseguir más. Y con estas expectativas nos vamos engañando, y la vida va pasando.
Igual que no se pueden sumar sillas y mesas, el ser y el tener están en campos distintos. Por mucho que uno tenga, nunca se acercará ni un milímetro al campo del ser, que es donde está la felicidad y donde se tiene el vacío. Es imposible. El hombre tiene que darse cuenta de que todos los inventos modernos y todas las sensaciones y situaciones de placer que la sociedad moderna ha logrado no han conseguido hacer que sea más feliz. Cuando perseguimos algo porque creemos que nos va a llenar, a hacer más felices y, finalmente, no ocurre, nuestro vacío aumenta. Eso turba, cuesta aceptarlo.
Poner en el trabajo unas expectativas que no puede dar, trae consigo unos desencantos tremendos.
Evidentemente, las situaciones de bienestar serán mejores en personas que tengan situaciones más placenteras. Por ejemplo, una persona que está en una buena empresa está en mejores condiciones que otra que esté en una mala empresa o en el paro.
Estas situaciones no determinan en absoluto el nivel de felicidad de cada una de ellas. Todos sabemos que una persona con mucho bienestar puede ser infeliz y otra con poco, puede ser muy feliz. La felicidad depende de luchar por buscar y vivir el sentido que le queremos dar a nuestra vida, honestamente buscado. Dejar pasar la vida es engañarse personalmente.
La puerta hacia la felicidad siempre se abre hacia fuera y pasa por la capacidad de poner la cabeza y el corazón en los amores más personales del hombre: Dios y los demás.
Uno es feliz cuando no piensa si es feliz, para ello tiene que estar volcado en los demás y no dándose vueltas a si mismo de una manera continuada
José María Contreras Luzón en eldebate.com