“Uno de los soldados, con la lanza, le atravesó el costado y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
La fiesta del Corazón de Jesús que conmemoramos en la Iglesia en el mes de junio me ha recordado la imagen del corazón atravesado por una flecha, y reposando sobre un libro, diseñada en el escudo episcopal del Papa León XIV. Ha sido una asociación de ideas suscitada a propósito de esta gran fiesta del amor humano de Dios en Cristo, al hacerse hombre y morir en la Cruz por todos nosotros para redimirnos.
El corazón herido por una flecha ha sido icono multisecular del amor entre dos personas. ¿Quién no ha visto alguna vez, dibujado en la pared o grabado en la corteza de un árbol esa figura de un corazón asaeteado y, junto al nombre de la persona amada, el del varón enamorado? Hasta Cervantes, en el siglo XVI, destaca este universal icono al decir por boca de un cabrero, que el estudiante y pastor Grisóstomo murió de amores por la pastora Marcela, cuyo nombre aparecía legible en «casi dos docenas de altas hayas», e incluso podía observarse «encima de alguno, una corona grabada en el mesmo árbol» (El Quijote, I, 12).
Sin embargo, esa figura simbólica venía de siglos atrás porque san Agustín, aunque no se dedicara a representar corazones flechados, iba más lejos todavía, hasta llegar a la razón última y trascendente de esa iconografía: el Amor de Dios que, al vislumbrarlo e intuirlo en su mente, penetró hasta lo más íntimo de su corazón y, a modo de afilada saeta lo traspasó, provocando una sed insaciable de amor divino; esta experiencia cambió su vida, abriéndola a un horizonte de plenitud y alegría en la correspondencia a ese Amor.
Al descubrir después de una azarosa juventud la razón de su vida, san Agustín escribirá su famosa sentencia: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, L., 1, 1). Y refiriéndose al motivo de su conversión, afirma: “Has traspasado mi corazón con tu Palabra” (“Exposición sobre el salmo 127”); esta experiencia explica el simbolismo del icono en el escudo de León XIV, porque el corazón atravesado por la flecha reposa sobre un libro que representa la sagrada Escritura, donde la Palabra de Dios, como aguda saeta iluminó la inteligencia de Agustín, su “cabeza”, e hirió de amor su “corazón”.
Fue la unión de “cabeza” y “corazón” lo que hizo que, a sus 32 años, el futuro santo se abriese a la luz de la fe y, con ella, al amor de la Palabra divina encarnada en Cristo. Es fundamental reparar en que no fue un acto exclusivo del afecto de su corazón, algo meramente sentimental por así decir; antes, su inteligencia ponderó las razones de verdad de las palabras divinas en la Escritura, y en el claro-oscuro del acto de fe, pero razonablemente motivado por los hechos históricos de la revelación, Agustín abrió su corazón al amor divino.
Pero vayamos ya al origen último del “corazón traspasado”, como icono del amor. Los cristianos lo tenemos muy claro: ese icono hunde sus raíces en el Corazón de Cristo cuando “uno de los soldados, con la lanza, le atravesó el costado y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34). El Catecismo de la Iglesia lo expresa así: “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: "El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), "es considerado como el principal indicador y símbolo del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres" (Pio XII, Enc."Haurietis aquas"). (Catecismo, n. 478).
El Señor ha querido que el agua y la sangre manadas de su Corazón traspasado, tuvieran un significado trascendente y una representación gráfica. Lo testimonia santa María Faustina Kowalska cuando revela que Cristo le pide: “Pinta una imagen según el modelo que ves, y debajo: 'Jesús, en Ti confío'. Deseo que esta imagen sea venerada (…) en el mundo entero". El cuadro muestra cómo del Corazón de Cristo brotan dos rayos de luz, cuyo significado también él mismo reveló: "El rayo pálido simboliza el Agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la Sangre que es la vida de las almas (..) Bienaventurado quien viva a la sombra de ellos" (Diario, 299, l. p. 13).
Esa representación nos habla del amor que el Corazón de Cristo sigue ofreciendo a toda persona; pero se trata también de un corazón igualmente sediento de amor, que anhela nuestra correspondencia. La sed fisiológica que Jesús sintió al pedirle a la mujer samaritana “dame de beber”, y en la Cruz “tengo sed”, se acompañó de una sed espiritual de amor, que Cristo como Dios y hombre sintió, deseando saciarla de nuestro amor que, en buena lógica humana y sobrenatural, espera de nosotros. Agustín lo expresa genialmente en tres palabras latinas: “Deus sitit sitiri”, que significan: “Dios tiene sed de ser deseado por nosotros”, o libremente: “Dios tiene sed de que el hombre lo ame teniendo sed de Él” (Quaest. 64, 4). En esa mutua donación permanecen los dos amores, aunque nosotros salgamos ganando, por así decir, porque en Él experimentamos la paz y serenidad que Cristo nos ha prometido: “Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 28)
Pero vivimos con los pies en la tierra y hemos de batallar para lograr la paz. A ojos vista comprobamos la ausencia de Dios en la convivencia humana, envueltos como estamos en un clima rampante de preocupaciones y desasosiegos, propiciados en la convivencia social por los debates en el ámbito laboral, económico y sobre todo en los enfrentamientos políticos que, con sus múltiples escándalos, hieren todo corazón mínimamente noble, que ansía menos corrupción en las instituciones del Estado, en el mundo de la política y de la economía, menos “polarización” y enfrentamientos odiosos, menos pornografía, menos manipulación del lenguaje y acosos a la libertad de expresión y, en una palabra: menos totalitarismos que acaban destruyendo la verdad e imponiendo la mentira como forma de vida.
Hago mío el diagnóstico etiológico de tan grave enfermedad social, que formuló el premio Nobel, Solzhenitsyn, ante una situación similar en la Unión soviética de hace un siglo: “los hombres se han olvidado de Dios; es ésta la causa de todo lo que está ocurriendo”. Al expulsar a Dios de la vida pública es lógico que los conflictos y las heridas e inquietudes del corazón se centupliquen colosalmente. Si san Agustín veía que “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en el Señor”, las mencionadas pretensiones totalitarias, con los frutos desasosegantes que producen, son como piedras en el camino que obstaculizan la pacífica convivencia. y también la paz divina que -se sea, o no, creyente- anhela todo corazón humano.
Ojalá que la fiesta del Corazón de Jesús y las reflexiones apuntadas, ayuden a mirar alto para resolver pacíficamente los afanes personales de la vida diaria, y echar una mano en los de toda la comunidad, empezando por los de aquellos que tenemos más cercanos.
José Antonio García-Prieto Segura en elconfidencialdigital.com