Estamos apenados por las guerras en el mundo, y solo nos queda el recurso de la oración
Hace unos días, unas chicas se acercaron a Castel Gandolfo para rondar al papa León. Él salió al balcón mientras le cantaban; una de la rondalla le preguntó qué quería de ellas, y el santo Padre les dijo: “Recen por la paz, recen por mí”. Qué poder tan grande debe tener la oración, que todos los papas piden lo mismo: ¡recen!? Lo mismo han aconsejado todos los santos: que recemos. Y lo mismo nos dice Jesús: “Pedid y se os dará”.
Estamos apenados por las guerras en el mundo. Los poderosos no consiguen atajarlas, por más gestiones que hagan. Lo mismo ocurre con las organizaciones internacionales: por muchas conferencias que celebren, el mundo está plagado de conflictos. Lo vemos constantemente en las noticias: imágenes aterradoras. Solo nos queda el recurso de la oración.
El mensaje central de Fátima es una llamada a la oración, la penitencia y la conversión, con el objetivo de lograr la paz mundial. Eso pidió la Señora a los pastorcillos: “Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz en el mundo y el fin de la guerra”. También pidió que hicieran sacrificios —que son la oración del cuerpo y de los sentidos—: ofrecían la sed, compartir la merienda o darla a otros, las incomodidades, el calor, las incomprensiones y las persecuciones.
La paz tiene un precio que no es solamente económico. El famoso adagio si vis pacem, para bellum no se refiere al rearme de material bélico: no se trata de más bombas. Es necesario que un rearme moral vaya por delante. Si solo nos preocupamos por nuestros intereses, nuestra comodidad, y vivir bien —como una mascota mimada— nunca tendremos paz interior, ni colaboraremos a la paz exterior.
La oración y el sacrificio, la adoración eucarística y la frecuencia en los sacramentos lograron que unos pobres e ignorantes niños, siguiendo las instrucciones de la Virgen de Fátima —Señora de la Paz— pacificaran Portugal, impidieran que entrara en guerra y ayudaran a poner fin a la guerra mundial.
Si todos, creyentes y personas de buena voluntad, nos uniéramos para trabajar por la paz, lo lograríamos. Una excusa fácil es pensar que no podemos hacer nada, que el mundo está corrompido, que nuestros gobernantes son unos impresentables, que la ira de Dios está desatada. Pero, una vez más, la Biblia nos dice que no es así: que podemos cambiar el curso de los acontecimientos, que podemos aplicar nuestra libertad hacia el bien, que Dios nos escucha y que con Él podemos mucho.
Jesús nos anima a rezar, a pedir: “Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.
¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?”
¿Qué cualidades debe tener la oración para que sea escuchada? Debe ser sincera, humilde, llena de fe, perseverante y conforme a la voluntad de Dios. La oración no se reduce a un deseo espontáneo, sino que debe nacer del fondo del corazón. Es decir, debe hacerse desde dentro: ora la persona entera, no solo con las palabras, también con los hechos; no solo oran los sentimientos, también nuestras acciones.
El corazón es el lugar de la verdad, donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro con Dios, de la relación personal entre Él y cada uno de nosotros. Ahí, en nuestro interior, debe reinar la coherencia. Los deseos deben estar acompañados por nuestra vida, nuestras elecciones, nuestra fidelidad.
Dice Camino: “Después de la oración del sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos”. Contemos con la sencillez de los niños: recemos cada día un misterio del Rosario con ellos, pidiendo por la paz y por nuestra sociedad. Acompañemos a nuestros enfermos y mayores, y pidamos que lo ofrezcan todo por estas intenciones.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es