Quizá, en ese pequeño acto de recuperar el lenguaje sagrado, algo sagrado se mueva en el alma de un pueblo. Porque si una abuela reza, el infierno tiembla—y si muchas abuelas rezan, hasta la desesperanza más tenaz encuentra grietas por donde pueda filtrarse la luz
Rueda por ahí un discurso del Papa León XIV donde glorifica a las abuelas, me dije que ya era hora de que alguien expresara una bendición sobre las abuelas, y quién mejor que este Papa por el que rezo día y noche. Al parecer el discurso es falso, creado con IA, o sea, otra ilusión. Es la primera vez que la IA me consuela, de modo que escribiré como si se tratara de una homilía real. Que me perdonen Dios y el Papa.
En la vasta historia de la Iglesia, pocas figuras han sabido honrar el legado silencioso pero vital de las abuelas como lo hizo el Papa León XIV en su emblemático discurso sobre la fuerza espiritual de quienes, con amor y paciencia, construyen la memoria y la fe del futuro. Ante una multitud, en misas, León XIV ha alzado la voz no sólo para bendecir a las abuelas, sino para reconocer en ellas una fuerza inquebrantable que trasciende generaciones.
«Cuando una abuela reza, el infierno tiembla». Con esta frase, que se ha hecho célebre, el pontífice capturó la esencia del poder invisible que reside en esas manos arrugadas, capaz de mover el universo con la sola fuerza de la plegaria. No hablaba solo de la devoción cotidiana, sino de una resistencia profunda anclada en la esperanza, esa que tantas veces sostuvo a familias enteras en los instantes más oscuros, el rezo del rosario, la señal de la cruz en una frente infantil, la generosidad, la compasión, el agradecimiento.
León XIV evocó historias de abuelas que, inclinadas en silencio frente a una imagen, supieron enfrentar la adversidad invocando protección y consuelo para quienes amaban. «Ellas —dijo el Papa— son las centinelas de la fe, las guardianas de la tradición, las que, con palabras sencillas, transmiten la misericordia de Dios como quien enciende una vela en la oscuridad».
El discurso recordó también que la oración de una abuela no es un acto solitario, sino una corriente secreta que recorre los cimientos del mundo. Su amor, tejido de recuerdos y sueños, sostiene a hijas, hijos, nietas y nietos más allá de la distancia, la enfermedad o la incertidumbre, como un puente invisible entre el Cielo y la Tierra. Conmovido, el Sumo Pontífice instó a las personas presentes a honrar y escuchar a las abuelas, a no dejar que sus historias se pierdan en el olvido, a buscar en su sabiduría el aliento para enfrentar las pruebas cotidianas. «Donde una abuela ora —afirmó con solemnidad—, florece la esperanza, y las sombras retroceden». La frase de León XIV resuena en templos y hogares, recordando que en el susurro humilde de quienes han visto pasar el tiempo reside una fuerza capaz de transformar el miedo en fe y el desaliento en luz.
En aquellos años recios, mientras mi madre pasaba largas jornadas sirviendo tazas de un café amargo en la tierra del azúcar, en una cafetería comunista de mala muerte en La Habana, mi abuela se convirtió en mi refugio y amparo. Debajo de los retratos grises y los lemas vacíos, ella tejía para mí un universo de fe profunda, donde la esperanza se sostenía en cada Avemaría susurrada mientras me acunaba junto a sus penas, que enmascaraba en alegrías.
Fui una niña protegida por la oración de mi abuela. De su mano firme y dulce, hice mi primera comunión y mi confirmación, pasos que dimos juntas bajo la mirada de una iglesia vigilada pero nunca vencida. Ella me enseñó a persignarme sin miedo, a perseverar en el amor a Dios aun cuando el entorno se empeñaba en oscurecerlo todo.
A su lado aprendí a resistir los embates y las agresiones diarias –insultos, expresiones de odio y recelo, el silencio pesado, pedradas y agresiones físicas reales–, porque en cada adversidad mi abuela levantaba una muralla invisible hecha de su fe. Era su rezo constante un escudo contra las garras del régimen, contra todo lo que el demonio barbudo imponía a quienes se atrevían a amar a Dios.
Entre el aroma de café rancio y la luz vacilante de una vela –en mi niñez también hubo apagones, pero todavía quedaban velas–, mi infancia estuvo marcada por el coraje de mi abuela. Si el Papa León XIV entendió el poder de una abuela, yo lo viví: porque en cada oración suya florecía la esperanza; el miedo, por un instante, se disipaba.
Si hoy las abuelas cubanas, aquellas que alguna vez fueron niñas de rodillas en la penumbra de una iglesia vigilada, se regalaran más tiempo para el rezo, si se esforzaran con delicadeza en borrar de sus labios la palabra áspera que la costumbre repite, para rescatar la ternura antigua de la palabra Dios, una brizna de esperanza renacería en medio de tanta sequía espiritual.
En la Cuba actual, la desesperanza se filtra en el habla, las palabras que antes tejían bendiciones ahora arrastran la inercia y la ira de los días difíciles. El lenguaje, como la fe, es refugio y frontera; cuando se pierde la costumbre de rezar, también se apagan las pequeñas luces que sostienen el espíritu de la civilización. La palabra rota o borrada no es solo una ausencia: es una herida abierta en la memoria.
Imagino a esas abuelas, marcadas de dolor, decidiendo –pese a las sombras, pese a las palabras duras impuestas por la desidia o la rabia– volver a alumbrar el hilo de la plegaria. Limpien su voz y, en vez de la palabra que hiere, retomen el susurro escondido de la voz que consuela, que invoca lo invisible. Que el rezo vuelva a ser su escudo, su puente, su acto de resistencia.
Quizá, en ese pequeño acto de recuperar el lenguaje sagrado, algo sagrado se mueva en el alma de un pueblo. Porque si una abuela reza, el infierno tiembla—y si muchas abuelas rezan, hasta la desesperanza más tenaz encuentra grietas por donde pueda filtrarse la luz.
Zoé Valdés en eldebate.com