¿Se pueden evitar los incendios?

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Escrito por Almudi
Publicado: 18 Agosto 2025

El fuego sagrado del amor a Dios se mantiene con la oración y la Eucaristía. Se renueva con la confesión sacramental. Crece con la caridad y la limosna

El viernes por la noche nos sorprendió el incendio en la Mezquita-Catedral de Córdoba. Nos recordó al de Notre Dame; aunque, gracias a Dios, aquí se pudo atajar rápidamente. Lo sentí profundamente, especialmente por el Cabildo, y así se lo hice saber al canónigo encargado de la seguridad. He sido testigo, durante estos años, del empeño y cuidado con que se protege este patrimonio, orgullo de la Humanidad: la cantidad de simulacros, pruebas e inversiones en seguridad que se han realizado. Pero ya vemos que somos impotentes frente al poder del fuego.

También nos preocupan los múltiples incendios forestales. Contamos con excelentes profesionales que intentan extinguirlos con diligencia, pero la fuerza de la naturaleza nos supera. Recordemos la trágica dana del Levante. Es cierto que debemos aprender de los errores del pasado y que cada vez disponemos de mayor tecnología, pero el mundo sigue ardiendo.

Paradójicamente, dice el Señor en el Evangelio: “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!”. No es que Jesús sea un pirómano, ni que nos anime a serlo. Habla de otro fuego: el del corazón. En la Biblia, un “corazón encendido” hace referencia a un corazón lleno del Espíritu Santo, pleno de amor, pasión por Dios y un deseo ferviente de servirle y compartir su mensaje. Es un corazón enamorado de Dios, de la humanidad, del bien, de la belleza y de la verdad.

Así como se propagan las llamas cuando el clima es propicio –viento, calor, sequedad, exuberancia de la naturaleza–, nada puede detener a un “corazón ardiente”: el corazón de la santidad. Decía el Papa a los jóvenes: “Aspiren a cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos. Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes mismos y a su alrededor”.

También nos sugería qué leña debemos echar al fuego para que no se apague: “Mantengámonos unidos a Él, permanezcamos en su amistad, siempre, cultivándola con la oración, la adoración, la comunión eucarística, la confesión frecuente, la caridad generosa”. Él es el núcleo del volcán, el origen de ese fuego que nada ni nadie podrá apagar.

Se pueden evitar los incendios con cortafuegos, con sistemas de agua vaporizada, limpiando la maleza... Pero también hay quienes se encargan de apagar el fuego del amor, del Espíritu, de la santidad; y son, precisamente, las fuerzas del infierno, ese fuego inextinguible lleno de odio. Hay muchos enemigos de Dios y de sus profetas.

La primera lectura lo narra: “Hay que condenar a muerte a ese Jeremías… Ellos se apoderaron de Jeremías y lo metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el aljibe no tenía agua”. Siempre los profetas, los santos, las personas de bien han sido molestos: su buen hacer es un reproche a nuestro mal comportamiento.

También la tibieza apaga el amor. Decía el beato Álvaro del Portillo: “Con una mirada apagada para el bien y otra más penetrante hacia lo que halaga el propio yo, la voluntad tibia acumula en el alma posos y podredumbre de egoísmo y de soberbia que, al sedimentar, producen un progresivo sabor carnal en todo el comportamiento. Si no se ataja ese mal, toman fuerza, cada vez con más cuerpo, los anhelos más desgraciados, teñidos por esos posos de tibieza: y surge el afán de compensaciones; la irritabilidad ante la más pequeña exigencia o sacrificio; las quejas por motivos banales; la conversación insustancial o centrada en uno mismo”.

El egoísmo, al centrarnos en nosotros mismos, apaga el fuego del amor. No echemos la culpa a los demás, no entremos en el juego del “y tú más”. Vigilemos y pongamos los medios para no apagarnos. No lleguemos al acostumbramiento –al aburrimiento– en el matrimonio. Los pequeños detalles: palabras cariñosas, decir “te quiero”, regalitos, caricias… encienden el amor. Los malos modos, las quejas, los reproches y los olvidos lo entibian.

El fuego sagrado del amor a Dios se mantiene con la oración y la Eucaristía. Se renueva con la confesión sacramental. Crece con la caridad y la limosna. Si estamos encendidos, contagiaremos a muchos corazones tibios o apagados. Hagamos nuestro el deseo del Señor: “Fuego he venido a traer a la tierra”.

Jua Luis Selma en eldiadecordoba.es