El verdadero conocimiento mutuo no consiste en saber datos sobre el otro, sino en entender su mundo interior
En más de una ocasión he escuchado a parejas que han convivido durante mucho tiempo decir que, una vez formalizada su relación, rompieron al poco tiempo. Uno de los motivos que aducen es que no se conocían realmente.
Según estadísticas recopiladas en Estados Unidos, aproximadamente el 70 % de las parejas heterosexuales no casadas se separan durante el primer año de convivencia. En relaciones más largas, se ha observado que muchas enfrentan una crisis significativa alrededor del cuarto año, momento en el que disminuyen la intimidad y el compromiso, lo que puede llevar a la ruptura.
En España, aunque no existe un porcentaje exacto para rupturas tras muchos años de convivencia, los datos del INE muestran que la duración media de los matrimonios antes del divorcio ronda los 16 años, lo que indica que incluso relaciones largas pueden terminar.
Me llama la atención la falta de intimidad emocional. No hablamos solo de sexo. La intimidad emocional –sentirse escuchado, comprendido, valorado– puede erosionarse con el tiempo si no se cultiva, o puede que nunca haya existido.
Leemos en el Evangelio: “Una vez que el dueño de la casa haya entrado y haya cerrado la puerta, os quedaréis fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: Señor, ábrenos. Y os responderá: No sé de dónde sois. Entonces empezaréis a decir: Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas. Y os dirá: No sé de dónde sois; apartaos de mí todos los servidores de la iniquidad”.
“No te conozco”, “no sé quién eres”. Son reproches que puede hacer el Señor a sus seguidores. Podría ser –Dios no lo quiera– lo que nos digan cuando llamemos a la puerta del Cielo, incluso tras mucho tiempo de cumplimiento de los preceptos divinos. Sin duda, es lo que les sucedió a los maestros de la Ley y fariseos, a los sumos sacerdotes Anás y Caifás en tiempos del Señor.
El verdadero conocimiento mutuo no consiste simplemente en saber datos sobre el otro –como su comida favorita, su rutina diaria o su cuerpo– sino en entender su mundo interior: cómo piensa, qué teme, qué sueña, qué le duele, qué le da esperanza. Amor y conocimiento van de la mano: no se ama lo desconocido y, a su vez, no se conoce lo que no se ama.
Este tipo de conocimiento profundo, de sabiduría, requiere tiempo, espera, paciencia. Necesita entrar por “la puerta estrecha”. Comentaba un amante del Camino de Santiago que cada vez hay más turigrinos y menos peregrinos. La diferencia está en el sacrificio: llevar la mochila uno mismo, madrugar, largas caminatas en soledad, incertidumbre de encontrar plaza en el albergue, frío y calor, sed, hambre… Todo esto crea un clima propicio para meditar, purificarse, alcanzar la sabiduría, el encuentro con la Verdad.
La puerta estrecha –las dificultades, cruces, desengaños y contrariedades– es lo que nos fortalece, nos prepara, nos enseña el camino del amor. Lo fácil y placentero no nos enseña a amar. La puerta es Cristo, que dice: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”.
El amor verdadero, el que conlleva un conocimiento profundo, una verdadera comunión –comunicación– está forjado con la renuncia, con el olvido de uno mismo. No es mero sentimiento. No es para quien cultiva una actividad de manera superficial o esporádica, para diletantes.
“Quisiera haceros una propuesta –decía el papa Francisco–. Pensemos ahora, en silencio, por un momento, en las cosas que tenemos dentro de nosotros y que nos impiden atravesar la puerta: mi orgullo, mi soberbia, mis pecados. Y luego, pensemos en la otra puerta, aquella abierta de par en par por la misericordia de Dios, que al otro lado nos espera para darnos su perdón”.
“Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Y uno le dijo: –Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Jesús no responde de un modo matemático. La salvación es algo muy serio, como lo es el amor. No se consigue frente a una videoconsola ni siguiendo un culebrón. En el día a día nos jugamos el amor, como la salvación. No basta un cumplimiento superficial, un mero pasar el tiempo. Hay que sufrir juntos, servir mucho, hasta que duela, como decía la Madre Teresa de Calcuta. Hay que comprender. Hay que darse.
Juan Luis Selma en eldiadecordoba.es