La verdadera revolución empieza siempre en el corazón de cada uno
Mi precedente artículo sobre santa Teresa de Calcuta concluía con la petición que me había hecho el joven Íñigo: “Este mes de julio estaré en Calcuta con las Misioneras de la Caridad ayudando con un grupo de jóvenes. Rece por nosotros para que hagamos mucho bien”. Le aseguré que podía contar con esas oraciones. A su regreso me ha enviado un escrito de sus experiencias y hemos charlado.
Su relato me ha parecido tan positivo que le sugerí darlo a conocer en las redes, y aceptó mi propuesta. El título “Vacaciones en Calcuta” es mío, pero el resto lo debo sustancialmente a él. Me he limitado a enlazar -con breves introducciones y comentarios- sus reflexiones y experiencias respetando las palabras y el orden de su escrito.
Primeros interrogantes
Ya de entrada, le asaltaron sentimientos encontrados ante la aventura misionera que tenía por delante:
“Llegué a Calcuta sin demasiadas expectativas sobre lo que iba a vivir y no estar a la altura de lo que me esperaba. Los primeros días me invadió una profunda insatisfacción: pensaba que mi labor allí no estaba siendo tan provechosa como yo quería, que podía dar más, que aquella gente merecía más de lo que yo era capaz de entregar.”
Esos sentimientos -a mi modo de ver- expresaban un buen comienzo, por estar llenos de sencillez y con los pies muy en la tierra, al experimentar interiormente cierta desazón por la pequeñez de su trabajo comparado con el océano de sufrimiento y miseria que aparecía ante sus ojos. Sin embargo, pronto percibió con mayor claridad la otra cara más humana y todavía más trascedente, de lo que estaba haciendo; y continúa así:
“Esa tensión interior me hacía dudar, pero con el paso de los días entendí que ese sentimiento no era un fracaso, sino el inicio de una mirada nueva: reconocer que no se trataba de hacer grandes cosas, sino de estar presente, de mirar a cada persona concreta y amarla con todo el corazón.”
Elevando la mirada
En aquellos momentos, efectivamente, Iñigo recordó la consideración hecha por los encargados de orientarles en el trabajo que iban a realizar, y prosigue así:
“Fue entonces cuando las palabras que nos dijeron al llegar cobraron sentido: ‘tened claro que no hemos venido a cambiar el mundo, ni siquiera Madre Teresa acabó con toda la pobreza de Calcuta, sino a amar sin medida al rostro que tenéis delante’”.
Idéntica consideración les habría hecho la mismísima santa Teresa, porque fue la respuesta que dio a un periodista cuando le dijo: “Madre, al morir usted el mundo volverá a ser como antes. ¿Qué ha cambiado después de tanto trabajo? ¡Descanse! No vale la pena tanta fatiga”. Y ella, sonriente, respondió: “Yo no he pensado nunca en cambiar el mundo. Solo he intentado ser una gota de agua limpia en la que se pudiera reflejar el amor de Dios. ¿Le parece poco?”. Como si estas palabras hubiesen producido perfecto eco en nuestro protagonista de hoy, continúa Íñigo:
“Eso es lo que también íbamos a hacer nosotros: estar aquí y ahora con el hermano que me necesita, entregarle lo mejor de mí, aunque nadie más lo vea. Puede parecer poco a los ojos del mundo, pero a los ojos de Dios es infinito. Si logramos amar de verdad, incluso en lo pequeño y lo escondido, no solo haremos mucho bien, sino que también seremos transformados. Y quizá entonces comprendamos que la verdadera revolución empieza siempre en el corazón de cada uno.”
Elevados pensamientos, pero con los pies en la tierra como decía antes, porque la pobreza y sufrimientos que veía a su alrededor, parecían interrogarle pidiendo una razón de ser:
“En medio de tanta miseria me asaltaba una y otra vez la misma pregunta: ¿por qué Dios permite esto? Era inevitable mirar tanto dolor y no sentir un cierto desgarro interior, una impotencia que pesa y que duele. Poco a poco fui entendiendo que Dios no es ajeno a ese sufrimiento, sino que entra en él para transformarlo en amor, un amor desbordante que no tiene medida. Descubrí que, en cada gesto sencillo de servicio, en cada caricia, en cada mirada limpia, Él estaba presente, haciéndose cercano y convirtiendo lo pequeño en algo muy grande. Fue entonces cuando aquellas palabras del Evangelio, “Cada vez que lo hicisteis con uno de los míos, a mí me lo hicisteis”, pasaron convertirse en la clave de todo: servir al pobre es servir a Cristo mismo, y amar en lo concreto es abrirse al infinito.”
Huelgan comentarios ante tan honda síntesis de la Redención de Cristo y de la llamada que Él nos hace para cooperar e implicarnos en ella.
Mirando al futuro
Acercándose ya al final de su relato, Íñigo siente que lo vivido en Calcuta no debe quedar en una aventura aislada, y escribe:
“Al pensar en lo que viene, sé que el verdadero reto no está en haber vivido Calcuta, sino en lograr que Calcuta viva en mí. No quiero que todo esto se quede en un recuerdo intenso, sino que transforme de verdad mi manera de vivir: en mi familia, con mis amigos, en mis relaciones y en mi día a día. Quiero seguir siendo testigo de que la alegría y el amor son reales, que están por todas partes si sabemos mirarlos, y que cada persona merece la misma entrega que he aprendido aquí.”
Junto a los buenos propósitos, sabe de las dificultades que tendrá y que a todos nos acechan: la pereza, la cotidiana monotonía, fatigas, etc., y se da a sí mismo razones para superarlas; son motivaciones que bien pueden servirnos a tantos de nosotros:
“Sé que habrá momentos en los que me costará, que la rutina, el cansancio y la tentación de olvidar me harán dudar. Pero no quiero dejar que esta llama se apague. Deseo conservar esa mirada limpia que he redescubierto y esa sed de Jesús que ha crecido dentro de mí. Cada día puede ser una oportunidad para hacer memoria de Calcuta: recordar que vivir es darse, que amar es la única riqueza verdadera y que la alegría sólo nace cuando uno entrega lo que es.”
Como si no fuera suficiente con lo escrito, abunda en las motivaciones para animarse a ser “la gota de agua limpia en la que se pudiera reflejar el amor de Dios”, siguiendo el ejemplo de la Madre Teresa. Por eso, concluye:
“Servir al prójimo es un privilegio inmenso, la mayor de las dignidades, porque en ese servicio gratuito descubrimos que recibimos mucho más de lo que damos. Allí brota una alegría que no depende de lo que tenemos, sino de sabernos parte del plan de Dios. Y junto a eso, he entendido que el mundo necesita testigos alegres: personas que muestren con su vida que seguir a Cristo no es perder nada, sino ganarlo todo. Por eso, lo único que me queda es dar gracias: gracias a Dios por regalarme esta experiencia, por enseñarme a través de los pobres y de cada detalle; y por recordarme que no necesito circunstancias extraordinarias para encontrarle, sino unos ojos abiertos y un corazón dispuesto a amar.”
Como epílogo del valioso testimonio de este joven, animo al lector a unirse al agradecimiento que ya le he manifestado; y a pensar que “servatis servandis” y, por tanto, con todas las correcciones del caso, Calcuta también podemos encontrarla sin ir a la India, porque a nuestro alrededor nunca faltarán personas necesitadas de nuestra atención y cariño.
Llegué a Calcuta sin demasiadas expectativas sobre lo que iba a vivir aquel no estar a la altura de lo que me esperaba. Los primeros días me invadió una profunda insatisfacción: pensaba que mi labor allí no estaba siendo tan provechosa como yo quería, que podía dar más, que aquella gente merecía más de lo que yo era capaz de entregar. Esa tensión interior me hacía dudar, pero con el tiempo entendí que ese sentimiento no era un fracaso, sino el inicio de una mirada nueva: reconocer que no se trata de hacer grandes cosas, sino de estar presente, de mirar a cada persona concreta y amarla con todo el corazón.
Fue entonces cuando las palabras que nos dijeron al llegar cobraron sentido: “tened claro que no hemos venido a cambiar el mundo, ni siquiera Madre Teresa acabó con toda la pobreza de Calcuta, sino a amar sin medida al rostro que tenéis delante”. Eso es lo que también íbamos hacer nosotros: estar aquí y ahora con el hermano que me necesita, entregarle lo mejor de mí aunque nadie más lo vea. Puede parecer poco a los ojos del mundo, pero a los ojos de Dios es infinito. Si logramos amar de verdad, incluso en lo pequeño y lo escondido, no solo haremos mucho bien, sino que también seremos transformados. Y quizá entonces comprendamos que la verdadera revolución empieza siempre en el corazón de cada uno.
En medio de tanta miseria me asaltaba una y otra vez la misma pregunta: ¿por qué Dios permite esto? Era inevitable mirar tanto dolor y no sentir un cierto desgarro interior, una impotencia que pesa y que duele. Poco a poco fui entendiendo que Dios no es ajeno a ese sufrimiento, sino que entra en él para transformarlo en amor, un amor desbordante que no tiene medida. Descubrí que en cada gesto sencillo de servicio, en cada caricia, en cada mirada limpia, Él estaba presente, haciéndose cercano y convirtiendo lo pequeño en algomuy grande. Fue entonces donde aquellas palabras del Evangelio, “Cada vez que lo hicisteis con uno de los míos, a mí me lo hicisteis”, pasaron convertirse en la clave de todo: servir al pobre es servir a Cristo mismo, y amar en lo concreto es abrirse al infinito.
Al pensar en lo que viene, sé que el verdadero reto no está en haber vivido Calcuta, sino en lograr que Calcuta viva en mí. No quiero que todo esto se quede en un recuerdo intenso, sino que transforme de verdad mi manera de vivir: en mi familia, con mis amigos, en mis relaciones y en mi día a día. Quiero seguir siendo testigo de que la alegría y el amor son reales, que están por todas partes si sabemos mirarlos, y que cada persona merece la misma entrega que he aprendido aquí.
Sé que habrá momentos en los que me costará, que la rutina, el cansancio y la tentación de olvidar me harán dudar. Pero no quiero dejar que esta llama se apague. Deseo conservar esa mirada limpia que he redescubierto y esa sed de Jesús que ha crecido dentro de mí. Cada día puede ser una oportunidad para hacer memoria de Calcuta: recordar que vivir es darse, que amar es la única riqueza verdadera y que la alegría sólo nace cuando uno entrega lo que es.
José Antonio García-Prieto Segura en elconfidencialdigital.com