El gusto se puede educar, se puede afinar y puede crecer. Hay que desarrollar la capacidad de captar la belleza sin forzar el gusto. Nos tiene que gustar de verdad. Es necesario educar nuestros sentimientos, de manera que sintonicen con mayor facilidad con las cosas bellas
El “me gusta” es la base de todo y no se puede sustituir por ninguna otra consideración. En la educación estética, se parte del “me gusta” y se llega al “me gusta”. Y no sirve de gran cosa lo que les pase a otros. Es síntoma de papanatismo y falta de personalidad simular la admiración propia sólo porque “otros” dicen que es muy bueno. No hay que dejarse tiranizar por los entendidos y los especialistas que, a veces, dictaminan sin la menor consideración por el público o por criterios que le son extraños, moda o movimientos comerciales. El primer paso para la educación del gusto es la sinceridad: hay que estar seguros de lo que nos gusta. Y ser claros
Pero el gusto se puede educar, se puede afinar y puede crecer. Hay que desarrollar la capacidad de captar la belleza sin forzar el gusto. Nos tiene que gustar de verdad. Es necesario educar nuestros sentimientos, de manera que sintonicen con mayor facilidad con las cosas bellas.
Se pueden dar cuatro consejos para desarrollar la sensibilidad estética:
a) tratar con lo bueno;
b) aumentar la cultura artística;
c) elegir con libertad y seleccionar;
d) frecuentar.
a) Tratar con lo bueno
«Los gustos —como decía Gracián— se pegan». Conviene mostrar interés por aquellas obras de arte que ya están consagradas. Pero como hemos repetido, no es necesario forzar el gusto.
Además, en casi todas las artes, es necesaria una cierta iniciación. Hay que tener paciencia hasta que nos acostumbremos al modo de ser que tienen. La música clásica, por ejemplo, necesita iniciación para que guste. Al principio puede hacerse más dura. Por eso, conviene preguntar, si se tiene oportunidad, qué artista resulta más fácil y más ameno. No hay por qué convertirlo en un suplicio. Tiene que ser un gozo y un descanso.
En el caso de la música clásica, por ejemplo, es sabido que Tchaikovski es un autor más fácil para comenzar, por la belleza y brillantez de sus obras sinfónicas.
b) Aumentar la cultura artística
La experiencia estética propiamente no depende de lo que sabemos. Pero lo que podemos saber del contexto histórico y de las técnicas del arte nos ayuda a valorar la obra. Por eso, puede ser conveniente leer alguna historia del arte; las hay excelentes; sin embargo, no hay que olvidar que la experiencia estética es propiamente la contemplación de conjunto, no el despiece analítico.
En este sentido, puede confundir la bienintencionada labor que, a veces, realizan los o las guías de los museos. Con objeto de entretener al público y de hacerles más llevadera la visita, cuentan anécdotas históricas de dudosa autenticidad y hacen fijarse al público en detalles pintorescos, que quizá habrían causado la desesperación del artista. Todo lo que sea fijar la atención en una minucia no tiene nada que ver con la contemplación del arte. La contemplación exige siempre ponerse frente a la obra entera, tal como es.
También hay que tener cuidado con los comentarios de los críticos, que podemos encontrar en los catálogos de una exposición o en los artículos semanales de un dominical. El arte es un terreno muy subjetivo y está inflado por la política cultural. Hay una técnica para hablar de las cosas artísticas que no es más que palabrería hueca, sin ninguna substancia. No hay que olvidar la dificultad enorme que tiene lo estético para ser expresado. Cuando alguien se siente en condiciones de hablar demasiado de lo que quería expresar un autor o de lo que contiene una obra, es señal de que dice más de lo que honradamente se puede decir. Son de agradecer los comentarios breves y juiciosos sobre el contexto histórico, datos biográficos o referencias sobre la técnica artística. Lo que pasa de aquí, suele ser incierto. Y no digamos nada si se intenta penetrar en la “psicología profunda” del autor.
En sus famosas Cartas a un joven poeta, Rilke aconsejaba: «Lea lo menos que pueda de cosas estético-críticas: o son opiniones partidistas, petrificadas y vaciadas de sentido en su endurecimiento contra la vida, o son hábiles juegos de palabras, en que hoy se saca una opinión y mañana la opuesta. Las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada se pueden alcanzar menos que con la crítica. Sólo el amor puede captarlas y retenerlas y sólo él puede tener razón frente a ellas»[1].
El análisis puede ser un momento de la experiencia estética, pero lo central es la síntesis, la contemplación y el “es bonito, me gusta” que surge.
c) Elegir con libertad y seleccionar
Es lógico que, a medida que vayamos conociendo obras de arte, haya algunas que nos llamen más la atención y otras menos. No nos debe preocupar. Significa que tenemos gustos personales. En eso se manifiesta también nuestra libertad. No tiene por qué gustarnos lo que a todos les gusta y mucho menos lo que impone la moda artística, que suele ser ficticia y efímera.
La oferta artística es tan inmensa, que no nos puede interesar todo. Hay que seleccionar, hay que especializarse, hay que elegir. Podemos tener preferencias, tanto en las artes que cultivamos como en las épocas o artistas que nos interesan más. Así es más fácil conocerlos mejor.
d) Frecuentar
Una característica de las cosas buenas es que no cansan. Al contrario, crean afición. Así sucede con las grandes obras musicales y con la pintura y con la arquitectura y en general con todas las artes. El buen sabor que nos ha dejado una obra de arte, se acrecienta cuando la volvemos a ver. Cuando una obra nos ha gustado, hay que volver a contemplarla. Y es mejor ver una misma obra muchas veces, que ver muchas o ver la misma durante mucho rato.
Cuando entramos en un museo por primera vez, podemos hacer un recorrido general, para localizar lo que nos interesa. Pero es absurdo crearse la obligación de ver siempre, sistemáticamente y con la misma intensidad, todo lo que hay en él. Con eso sólo se logra alcanzar una impresión confusa de todo. La primera vez basta una mirada general y un breve reposo en unas pocas obras que nos hayan llamado la atención. La próxima vez que la veamos, quizá tengamos más contexto y la veamos con mayor agrado. Estas “amistades” que se crean en los museos se disfrutan a lo largo de la vida y desarrollan el gusto. «Hay en Salamanca —recuerda Unamuno— una hermosa ‘Concepción’ de Ribera, y tantas veces la he visto, y con tanta calma cada vez, que me la sé de memoria y la he sacado casi todo el fruto que pudiera, y en cambio recuerdo mi paso a la carga por una de las más ricas pinacotecas de Italia, de la que no conservo imagen alguna precisa y clara»[2].
El ideal humano no es el del esteticista, que vive a la caza indiscriminada de experiencias de belleza, acumulándolas sin orden en su vida. Pero no sería plenamente humano quien no supiera vibrar y emocionarse con las cosas bellas: quien no apreciara el esplendor de un paisaje y la fuerza expresiva de un buen retrato, la dulzura de una melodía y la delicadeza de un paso de ballet, el eco vibrante de la palabra poética y el vigor plástico de una prueba de atletismo. Las cosas bellas existen para ser admiradas y amadas; y reclaman de nosotros esa respuesta. Esto forma parte de lo que es la humanidad y las humanidades. «Tres cosas hacen un prodigio —dice Gracián—: ingenio fecundo, juicio profundo y gusto relevante»[3]. Y un antiguo proverbio estético reza: «vel strangulari pulchio de ligno iuvat»: «Hasta para ser ahorcado, ayuda que el árbol sea bello». Siempre que se pueda, belleza en todo. Esta es la opción por la belleza. No por el sibaritismo, sino por el orden, la armonía, la perfección y la maestría.
Juan Luis Lorda
(Extracto del capítulo “La opción por la belleza” del libro Humanismo. Los bienes invisibles, Rialp, Madrid 2009, pp. 92-97).
[1] R.M. Rilke, Cartas a un joven poeta, Alianza, 1990 (6a), 39
[2] M. de Unamuno, La dignidad humana, Madrid 1962 (5a), 109.
[3] B. Gracián, Oráculo Manual, 298, en Obras Completas, Aguilar 1960.