Recuerdos y valores de un abuelo −y también maestro de almas− que a sus nietos espirituales no cuenta solo la emoción de una bonita historia de familia, sino que esa historia señala un camino seguro, sólido, para una vida que sea profundamente feliz
La Iglesia se reúne hoy en torno a Benedicto XVI que celebra su 87 cumpleaños. El Papa Francisco ha llamado al Papa emérito por teléfono para felicitarle, asegurándole haber rezado por él de modo particular esta mañana en la celebración de la Santa Misa. Estando en Semana Santa, Benedicto XVI ha deseado pasar el día en el habitual clima de recogimiento y oración, sin ninguna celebración especial. Así lo ha comunicado la Sala de Prensa Vaticana.
Joseph Ratzinger nació el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, un pueblecito de Baviera. Su vida está narrada, entre otras, en una nota autobiográfica, pero en diversas ocasiones, durante su Pontificado, Benedicto XVI recordó momentos de su juventud dialogando con los niños.
Para el Papa Francisco es afectuosamente el “abuelo”, que vive en la puerta de al lado y a cuya sabiduría es posible acudir en todo momento. En esta afirmación se pone inmediatamente de relieve de Benedicto XVI lo que de él es universalmente conocido, sus cualidades de doctrina, finura teológica, fe firme. El Papa Benedicto es en la Iglesia y para la Iglesia un claro maestro. Pero la palabra “abuelo” evoca también una característica bastante poco considerada por el “encasillamiento” oficial, que tiende a celebrar las dotes del Pontífice olvidando los rasgos del hombre.
El abuelo es tal porque tiene nietos y los nietos son niños, chavales, que tiene un trato íntimo con él, se ven atraídos por sus historias contadas cara a cara, que hablan de cosas jamás escuchadas, ocurridas hace mucho tiempo. Esto gusta a los nietos, que no tienen, en cambio, interés alguno por la posible aura de prestigio público del que goza su abuelo.
Y ese es el “abuelo” que queremos recordar hoy: Joseph Ratzinger, el hombre de la simpatía suave más que descarada, templada por una natural reserva, pero no por eso menos genuina, que surge precisamente en esas ocasiones en las que el Papa Benedicto ha podido hablar como un abuelo a los niños, recordando su niñez. Por ejemplo, en uno de aquellos queridos domingos pasados en familia:
“El domingo comenzaba ya el sábado por la tarde. Mi padre nos decía las lecturas del domingo. (...) Al día siguiente íbamos a Misa. Mi casa estaba cerca de Salzburgo, por lo que teníamos mucha música −Mozart, Schubert, Haydn− y cuando comenzaba el Kyrie era como si se abriese el cielo. Y luego en casa era importante, naturalmente, la gran comida juntos. Y también cantábamos mucho: mi hermano es un gran músico y componía ya desde pequeño para nosotros, así toda la familia cantaba. Mi padre tocaba la cítara y cantaba; son momentos inolvidables”.
Fragmentos de vida de un niño que será Papa y que habla a los niños como lo haría un abuelo, que no trasmite solo recuerdos, sino el valor que esos recuerdos llevan consigo. Por ejemplo, el valor incalculable que para los niños tienen la serenidad y la seguridad de una familia unida:
“Hacíamos viajes juntos, caminatas; estábamos cerca de un bosque y caminar en los bosques era una cosa muy bonita: aventuras, juegos, etc. En una palabra, éramos un solo corazón y una sola alma, con tantas experiencias comunes, incluso en tiempos muy difíciles, porque era el tiempo de la guerra, antes de la dictadura, y luego de la pobreza. (...) Así fuimos creciendo con la certeza de que es bueno ser un hombre, porque veíamos que la bondad de Dios se reflejaba en los padres y en los hermanos”.
Y se reflejaba también en los amigos, que antes de serlo eran desconocidos, ya que la familia Ratzinger no era originaria del pueblo donde el pequeño Joseph vivió los primeros años de escuela. Y llama la atención que entonces −en una época de paradojas, donde la diversidad provocaba todavía barricadas y donde, por otra parte, la tolerancia al otro era un valor que se imponía aunque fuera a la fuerza− escuchar un testimonio de integración donde la meta del respeto duradero se alcanza porque se ha tenido la paciencia de pasar, equivocándose y recomenzando, por el camino del diálogo:
“Nuestra familia, poco antes de comenzar la escuela, había llegado al pueblo desde otro pueblo, por lo que éramos un poco extranjeros para ellos, hasta el dialecto era distinto. (…) No éramos santos: tuvimos nuestras peleas, pero, a pesar todo, había una buena comunión, donde las distinciones entre ricos y pobres, entre inteligentes y menos inteligentes no se tenían en cuenta. (...) Hallamos la forma de vivir juntos, de ser amigos, y aunque desde 1937, es decir, desde más de setenta años, no han vuelto a ese pueblo, todavía somos amigos. Así que aprendimos a aceptarnos uno al otro, a llevar el peso el uno del otro”.
Recuerdos y valores de un abuelo −y también maestro de almas− que a sus nietos espirituales no cuenta solo la emoción de una bonita historia de familia, sino que esa historia señala un camino seguro, sólido, para una vida que sea profundamente feliz. Un camino que para él, que ya ha recorrido un largo trecho, es también viaje que continúa hacia una tierra prometida:
“En ese contexto de confianza, de alegría y de amor, éramos felices y pienso que el Paraíso debe ser parecido a como era en mi juventud. En este sentido, espero volver a casa, yendo a la otra parte del mundo”.
(*) Traducido de Radio Vaticana por Luis Francisco Montoya.