Grandes líneas para renovar el mensaje del Evangelio sobre la familia
En el sínodo sobre la familia, la primera gran conferencia a cargo del Cardenal Peter Erdo, Relator general (6-X-2014), ha ofrecido orientaciones sobre la base de los trabajos realizados hasta ahora. Unas orientaciones transidas de luz y de esperanza.
El tono de su intervención estuvo marcado por dos puntos que subrayó al principio. En primer lugar, haciéndose eco de la exhortación del Papa Francisco, ha afirmado el cardenal Erdo: «El objetivo fundamental de la propuesta acerca de la familia debe ser “la alegría del Evangelio”». Y, según el Concilio Vaticano II, la alegría está vinculada a la esperanza y a la misericordia (cf. GS 1; ver también Evangelii gaudium, 119, 98). En segundo lugar, la afirmación de que «la familia de hoy no sólo es objeto de evangelización, sino también sujeto primario en el anuncio de la buena nueva de Cristo al mundo»; pues «incluso las problemáticas familiares más graves hay que considerarlas como un “signo de los tiempos”, a discernir a la luz del Evangelio: que hay que leer con los ojos y el corazón de Cristo».
Siguiendo el orden del documento de trabajo (Instrumentum laboris), el cardenal húngaro trazó algunas pinceladas sobre el contexto cultural de nuestros días: «Vivimos en una cultura de lo audiovisual, de los sentimientos, de las experiencias emocionales, de los símbolos». Junto con esto, destaca el fuerte individualismo imperante, que lleva a percibir la vida desde el «sentirse bien» o «estar bien» uno mismo; ante este valor supremo del bienestar momentáneo, los compromisos y las relaciones sociales aparecen como obstáculos. En la misma perspectiva se entiende el rechazo de las instituciones, porque se asocian a formalismos, obligaciones y burocracia.
En esta situación, «necesitamos la fuerza del Espíritu Santo para encontrar los caminos de la verdad en la caridad, las respuestas que expresen la justicia y al mismo tiempo la misericordia, porque son inseparables». Ciertamente −continúa el cardenal relator− no hay que olvidar las obligaciones que derivan del matrimonio, «pero hay que verlas como exigencias del don, que el mismo don hace posibles». Como dice Francisco, lo que más nos debe inquietar santamente es que tantos cristianos vivan lejos de Jesucristo y de la Iglesia y sin sentido para su vida (cf. Evangelii gaudium, 49). El Evangelio es alegre noticia que debe ser presentada como luz y remedio. Con este objetivo, «sin disminuir la verdad, hay que proponerla, poniéndose en el lugar de aquellos a quienes más “les cuesta” reconocerla como tal y vivirla». Y para ello nos hace falta la oración.
Precisamente por el ambiente individualista que nos rodea, la familia debe presentarse como «auténtica escuela de humanidad, sociabilidad, eclesialidad y santidad». Como observa el documento de trabajo, en muchos jóvenes se constata un nuevo deseo de familia. Y es que, señala el ponente, «la familia es casi la última realidad humana acogedora en un mundo determinado casi exclusivamente por las finanzas y la tecnología».
El desafío educativo que supone la familia pide «firmeza y claridad» −prosigue−, sobre todo acompañando a los novios prometidos «hacia una clara conciencia de lo que es el matrimonio en el designio del Creador, como alianza que entre los bautizados tiene siempre la dignidad sacramental»; y que comporta la misión que tiene la familia, de trasmitir la fe y dar testimonio de ella ante los demás.
Frente a las dificultades internas y externas que atraviesa la familia, la Iglesia siente la urgencia de evangelizar a la familia mediante un anuncio que recupere con sencillez lo esencial: el valor de las relaciones personales, la sensibilidad para con los más pobres, la capacidad para usar responsablemente de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías, respetando la dignidad de las personas, especialmente las más débiles e indefensas, que pagan el precio más alto de la soledad y de la marginación.
Ante las situaciones pastorales difíciles, se nos señala que es urgente «permitir a estas personas sanar sus heridas, curarse y volver a caminar junto a toda la comunidad eclesial». Además de subrayar el valor de la indisolubilidad del matrimonio, fundada en el proyecto original del Creador, y la dignidad sacramental que reviste entre los bautizados (como signo del amor entre Cristo y la Iglesia), se ve «necesario reflexionar sobre el mejor modo de acompañar a las personas que se encuentran en dichas situaciones, de modo que no se sientan excluidas de la vida de la Iglesia».
«Por último −propone el cardenal Erdo− es preciso individuar formas y lenguajes adecuados para anunciar que todos son y siguen siendo hijos, amados por Dios Padre y por la Iglesia madre».
A este propósito cabe evocar alguna de las comunicaciones de los Padres sinodales que se preguntaban, por ejemplo, hasta qué punto expresiones que se usan para calificar determinadas conductas, como “mentalidad contraceptiva” o “desorden intrínseco”, son las mejores para comenzar en el intento de atraer fraternalmente a estas personas, heridas por la vida y por su propia conducta; pues esas palabras −aunque en sí mismas no expresan sino una triste realidad− pueden ser interpretadas o escuchadas como ataques más o menos personales, o enfoques descalificadores, pues subrayan lo negativo sin apreciar el dolor que pueden conllevar esas posturas.
La finalidad del Sínodo −el Papa lo ha subrayado repetidamente− no es cambiar la doctrina sino impulsar la misericordia, puesto que la Iglesia es «el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (Evangelii gaudium, 114). Y observa el cardenal que la misericordia es importante para interpretar adecuadamente cómo debe ser la acción eclesial: «Naturalmente (la misericordia) no elimina la verdad y no la relativiza, sino que lleva a interpretarla correctamente en el marco de la jerarquía de las verdades (cf. Unitatis redintegratio, 11, Evangelii gaudium, 36-37). No elimina tampoco la exigencia de justicia».
Alguien podría contestar a esto: sobre todo es necesario hacer que comprendan los valores verdaderos del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. El problema es que, por diversas razones (culturales, morales, etc.) muchas personas no captan esos valores o son incapaces de captarlos. Es aquí precisamente donde se plantea el desafío que afrontamos hoy: cómo mostrar la belleza −que se asocia a la verdad y al bien− del proyecto cristiano de la familia.
Hoy se comprueba que muchos matrimonios no son válidos porque han excluido la indisolubilidad o la apertura a los hijos, y de esta manera también han excluido la fe y la voluntad de querer hacer lo que hace la Iglesia. Por otra parte, el individualismo, ya citado, lleva a enfocar la posibilidad de tener hijos o no, según los propios deseos y expectativas, al margen de lo que puede ser el bien común para la Iglesia y el mundo. Esto, dice el cardenal, se refleja con frecuencia en verdaderas tragedias familiares, que esconden «una desesperada soledad, un grito de sufrimiento que nadie ha sabido escuchar». Por tanto −insiste− hay que recuperar la dimensión social y eclesial del matrimonio y de la familia: el sentido de la solidaridad que contrarreste la privatización de los afectos, la desvinculación de las normas morales y de las instituciones, la fragilidad de los vínculos familiares y el vaciamiento de su propio sentido.
Si en las sociedades tradicionales la dimensión social del matrimonio podía llevar a un control comunitario sofocante, es preciso encontrar el término medio, pues la persona es siempre a la vez persona individual y persona social. Así es, y los novios cristianos han de aprender a quererse de un modo nuevo, en y desde el amor a Dios y al prójimo. Esto −como dicta la experiencia− requiere una cuidada educación de la afectividad y de la sexualidad, con la ayuda del testimonio de muchos matrimonios y familias cristianas. En efecto, y se ha puesto de relieve también en el sínodo: al tratamiento puritano que regía la consideración sobre la sexualidad en los últimos siglos, le ha sustituido ahora un ensalzamiento de la sexualidad fuera del matrimonio que dificulta entender con plenitud la sexualidad matrimonial como un verdadero bien, hasta el punto de que es realmente camino de santificación.
Hoy, apunta el conferenciante, es preciso tener en cuenta el modo en que estas realidades se presentan en los medios de comunicación, modo totalmente ajeno a la visión personalista que caracteriza los textos del Concilio Vaticano II y del magisterio posterior de la Iglesia, incluida la Humanae vitae, de Pablo VI. Ve necesario asimismo recorrer el camino de la “ley de la gradualidad”; pues el hombre en cuanto ser histórico «…conoce, ama y cumple el bien moral según etapas de crecimiento» (Familiaris consortio, n. 34). Esto significa educar y formar en estas realidades poco a poco, dar tiempo a las personas, para que se hagan cargo de lo que más vale y lo vayan viviendo.
En definitiva, este es el horizonte del sínodo y sus grandes líneas: horizonte de alegría y de solidaridad, fuerza atractiva de la auténtica belleza que trae el mensaje del Evangelio, doctrina y misericordia, novedad en la continuidad de la verdad cristiana, que es plenitud de lo humano y cuenta con el tiempo y con la historia.
Así sintetiza el cardenal húngaro el desafío del sínodo, y vale la pena recoger el párrafo entero: «lograr proponer de nuevo al mundo de hoy, en ciertos aspectos tan similar al de los primeros tiempos de la Iglesia, el atractivo del mensaje cristiano respecto al matrimonio y la familia, subrayando la alegría que dan, pero al mismo tiempo dar respuestas verdaderas e impregnadas de caridad (cf. Ef 4, 15) a los numerosos problemas que especialmente hoy tocan la existencia de la familia. Poniendo de relieve que la auténtica libertad moral no consiste en hacer lo que se siente, no vive sólo de emociones, sino que se realiza solamente adquiriendo el verdadero bien».
Más en concreto, concluye, «se nos pide ante todo ponernos al lado de nuestros hermanas y hermanos con el espíritu del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37): estar atentos a su vida, en particular estar cerca de aquellos a los que la vida ha “herido” y esperan una palabra de esperanza, que nosotros sabemos que sólo Cristo puede darnos (cf. Jn 6, 68)».
Prosigamos en este camino que hacemos juntos (sínodo), de oración y apoyo al Sínodo de la familia.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra